16. Liam

Liam aparcó el coche a la vuelta de la esquina, fuera de la vista de la comisaría. Entraron por la puerta principal y le dijeron al policía de la recepción quiénes eran y a quién habían ido a ver.

Casi inmediatamente un grupo de cuatro policías apareció en lo alto de las escaleras. McEwan, Inness, Hugh McAskill y el hombre desaliñado. Parecían seguros y decididos, como si el resultado de la reunión ya estuviera fijado de antemano.

– Estábamos a punto de salir a buscarles -dijo McEwan, que así les hacía saber quién estaba al mando.

El hombre desaliñado dijo que iba a leerles sus derechos a ambos a la vez. Los recitó en un tono uniforme, propio del que anuncia la salida de los trenes. McEwan tenía un aire pedante. Miraba a Maureen una y otra vez, sonriendo con indiferencia y apartando la vista rápidamente, como si ella fuera a saber a qué se debía su sonrisa si McEwan se la mostraba más tiempo. McAskill estaba tres pasos por detrás de Inness y del hombre desaliñado, con las manos en los bolsillos, y pasaba la mirada por el vestíbulo, evitando a Maureen. Liam miró a su hermana, parecía preocupado. Maureen quiso poner cara de ánimo pero no podía dejar de pensar en Winnie, Marie y Una. Bajó la barbilla y levantó las cejas. Parecía sentirse culpable y distante.

El policía desaliñado acabó su recital y Liam le dirigió a Maureen un conato de sonrisa. Inness lo cogió del brazo y se lo llevó a través de las puertas de vaivén del primer piso. El policía desaliñado les siguió. Liam no volvió la cabeza para mirarla: se fue caminando con la cabeza inclinada sobre el pecho, como alguien a quien llevan a la horca, donde lo colgarán del cuello hasta que muera.

McEwan observó cómo las puertas se cerraban tras ellos.

– Tenga cuidado con sus compañías -dijo McEwan.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Maureen inocente.

– A su hermano y a ese amigo suyo, Benny.

– ¿Benny?

– Tiene antecedentes, ¿no lo sabía? -señaló las escaleras-. Ya sabe el camino.

Subieron el primer tramo de escaleras.

– No -dijo Maureen-. Benny está estudiando Derecho. No podría haber entrado en la universidad si tuviera antecedentes. Le confunde con otra persona.

– No tramitaron su causa -dijo McEwan.

– ¿Qué?

– Que no le procesaron.

Eso lo explicaba todo: habían detenido a Benny por mear en algún portal o algo así.

– ¿No fue para tanto?

– Le conmutaron la pena.

– Tampoco sé lo que significa eso-dijo Maureen, cansada de su jerga de policía pedante.

– Hicieron que fuera al psiquiatra por sus problemas con el alcohol en lugar de procesarle.

– Ah, bien. No lo sabía. Debemos parecerle una pandilla de chiflados.

McEwan sonrió enigmáticamente y abrió la puerta de la sala de interrogatorios. Maureen se sentó en la parte más alejada de la mesa, cruzó las piernas y balanceó el pie dando patadas rítmicas e inquietas. Estaba a punto de pasar algo importante y no podía concentrarse porque no dejaba de pensar en Winnie. Se habían dado mucha prisa en leerles los derechos.

McAskill se deslizó en la silla junto a la pared y puso en marcha la grabadora. McEwan entró la silla del pasillo.

– ¿Cómo está, Maureen? -le preguntó McEwan como si lo dijera sólo para que quedara constancia en la cinta.

– Estoy bien, Joe -dijo Maureen deseando que fuera al grano de una vez-. ¿Y usted?

– Bien.

Se quedaron callados y se miraron. Joe McEwan estaba saboreando el momento. Maureen cambió de posición. Se sentó de lado y volvió a cruzar las piernas.

– ¿Va a hacerme preguntas o nos quedaremos aquí sentados mirándonos todo el día? -dijo Maureen.

– Sí -dijo con serenidad-. Tengo algunas preguntas que hacerle. Primero quiero que me cuente, tan detalladamente como pueda, lo que hizo desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche del día anterior a que se descubriera el cuerpo del señor Brady.

Maureen repitió la historia, volviéndole a contar los detalles sobre el Pizza Pie Palace y Leslie, preguntándose por qué querrían saber lo que había hecho por la noche. McEwan le preguntó si estaba segura de las horas que les había dado y luego se recostó en su silla lleno de confianza, mirándola de arriba abajo.

– ¿Algo más? -preguntó Maureen toscamente.

– Sí -dijo-. Algunas cosas más. Quiero que hablemos de su acoso a la señora Brady.

– ¿De mi qué? -Su voz se elevó en un tono agresivo. Se dijo a sí misma que se calmara.

– La señora Brady me ha dicho que usted se había puesto en contacto con ella y que había insistido en que se vieran. No quiso especificar la naturaleza de su reunión…

– Almorzamos juntas.

– Me refería al tema de su conversación.

– Yo se lo diré -Maureen se inclinó hacia adelante-. Me dijo lo mismo que Elsbeth…

– Esa es otra -la interrumpió McEwan-. Aléjese de ella también.

– Escuche, ellas fueron las que se me acercaron. Yo no fui a buscarlas. Usted estaba delante cuando Elsbeth me pidió que la esperara y usted le dio a la imbécil de Carol Brady mi dirección.

– Esté segura de que yo no se la di.

:Pues ella me dijo que se la había dado la policía. Su ayudante apareció en mi puerta y casi me da un susto de muerte. -Maureen hablaba muy rápido, estaba muy enfadada.

McEwan miró a McAskill. Éste parecía confuso y sacudió la cabeza.

– Lo investigaremos -dijo McEwan.

– Y ustedes le dijeron que éramos una familia de indeseables. -Se alegraba de haber tomado la ofensiva, de tener algo que recriminarle-. Somos tan indeseables como cualquier otra familia de esta ciudad. -Sus palabras sonaban ridículas.

– Como ya he dicho -reiteró McEwan-, lo investigaremos. Si de verdad alguien de aquí le dio su dirección, entonces desobedeció mis órdenes explícitas. De todas formas, le dejé muy claro que no quería que esperara a Elsbeth. ¿Por qué habló con ellas?

– Escuche -dijo Maureen-, soy una mala católica pero siempre me siento culpable. Me estaba tirando al marido de Elsbeth y el hijo de Carol Brady murió en mi salón. ¿Qué coño voy a hacer si me piden que hablemos? ¿Escupirles en la cara?

McEwan se regocijó al oír que Maureen mencionaba el catolicismo. McAskill no levantó la vista. Quizás era protestante. Quizá le importaba una mierda. Maureen esperó que fuera lo segundo.

– ¿Cuándo se puso en contacto Carol Brady con usted? -preguntó McEwan.

– Mm…, el sábado por la noche. Mandó a su ayudante a casa de Benny para decirme que almorzara con ella el día siguiente. Me asusté bastante. Unos periodistas imbéciles habían ido al lugar donde trabajo…

– ¿Les dio la foto que salió ayer en el periódico?

Maureen empujó la silla hacia atrás y volvió a cruzar las piernas.

– No. Se la dio mi madre.

– ¿Le dijo usted que lo hiciera?

– No -contestó Maureen descruzando las piernas.

– Entonces, ¿por qué lo hizo?

Maureen levantó las manos.

– Las costumbres de Winnie son muchas y variadas.

McEwan contuvo una sonrisa despectiva.

– Hablé con su madre.

– ¿Ah, sí? -dijo Maureen deseando pegarle una bofetada por haber sacado a su madre en la conversación-. Me han dicho que estuvo aquí. Es un poco hiperactiva.

McEwan esbozó una sonrisa ancha poco amistosa.

– Sí -dijo-. Lo es.

– «Indeseable» -dijo Maureen-. Bueno, el caso es que tanto Elsbeth como Carol me preguntaron sí Douglas me había dado dinero.

– ¿Y se lo dio?

Maureen observó que la conversación iba cada vez más rápido y que ella no dejaba de moverse en su silla. «Despacio, despacio», se dijo a sí misma, «despacio».

– No -dijo Maureen, probablemente demasiado despacio-. Intentó pagarme la hipoteca un par de meses pero no lo acepté.

– ¿Lo «intentó»?

– Sí, pero no se lo permití.

McEwan se quedó perplejo.

– ¿Porqué?

– No quería deberle nada.

McEwan frunció el ceño, intentó entenderlo durante una milésima de segundo y luego se dio por vencido.

– Creía que ésa era una de las ventajas de ser mujer -dijo flirteando.

– Pero nada sale gratis, ¿no cree? -dijo Maureen, confusa por la actitud de McEwan. Y se dio cuenta. Él lo tenía todo muy claro: McEwan hablaba rápido y coqueteaba con ella, había bajado la guardia. Ahora ya le importaba una mierda lo que pensara Maureen. También le habían leído sus derechos a Liam y McEwan creía que los tenía atrapados.

Maureen fingió haberse calmado y echó una mirada a la grabadora. Sus ojos se posaron en las manos de McAskill, una encima de la otra, descansando sobre la mesa. Tenía una expresión triste y dulce. Cerró sus ojos azules despacio y cuando los abrió de nuevo se quedó mirando la mesa.

– ¿Es usted feminista? -preguntó McEwan, haciéndose el sorprendido y arrastrándola otra vez a su juego.

– Sí -dijo Maureen muy tranquila, como si hubiera absorbido un poco de la dignidad cansada de Hugh.

McEwan se echó a reír.

– Creía que le gustaban los hombres -dijo.

– Claro, a las feministas no nos gustan los hombres y Martin Luther King le tenía manía a los blancos. No conoce a muchas feministas, ¿verdad, Joe?

– No -contestó McEwan sin darse cuenta de la actitud arrogante de Maureen-, pero sé qué aspecto tienen y no es el suyo.

Señaló abiertamente los pechos grandes de Maureen y apartó la mirada. Maureen, y McAskill, se quedaron paralizados. McEwan sabía que la había ofendido pero le importaba una mierda.

– Aun así, sus creencias políticas le permitieron aceptar dinero.

– ¿De qué está hablando?

– Le dio dinero. Eso sí que le pareció bien aceptarlo, ¿verdad?

– No. ¿Por qué dice eso? No acepté su dinero. Yo no gano mucho, pero es mío y me las arreglo.

McEwan se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel del banco. Maureen reconoció la cabecera con las letras rojas y azules. McEwan lo desdobló y se lo acercó empujándolo por la mesa.

Era un extracto de su cuenta. El último ingreso era un depósito de 15.000 libras. Se había realizado el día en que murió Douglas.

– Es mucho dinero, ¿no le parece, Maureen?

– Es mucho dinero -susurró ella-. No sabía que…

– ¿Le pagó Douglas para que no le contara a su mujer que tenían una aventura? ¿Fue por eso?

– No sabía que ese dinero estaba ahí.

– Pero lo ingresó usted misma.

– No, no es cierto. ¿Por qué lo dice?

– Su nombre figura en el resguardo de ingreso.

– Yo no lo ingresé.

– Como le acabo de decir, Maureen, su nombre figura en el resguardo.

– Ese día estaba trabajando. No salí de la taquilla. ¿Cómo pude ingresarlo?

– En el resguardo ponía «M. O'Donnell».

– Yo siempre escribo Maureen -dijo en voz baja-. No «M».

Poniendo mucho énfasis en sus movimientos, McEwan sacó su libreta, leyó algo e hizo un gesto con la boca que dejó al descubierto sus encías. Alzó la vista de repente.

– He oído lo que le ocurrió a su hermano ayer.

– ¿Qué, exactamente? -dijo Maureen desesperada.

– ¿Una redada? Imagino que lo sabrá.

Maureen hizo como que no sabía nada y apartó la mirada.

– Su hermano es un camello, ¿verdad? -Ahora McEwan hablaba más bajo, su voz era un gruñido de felicidad.

No tenía sentido negarlo. Habían encontrado el olor por todas partes. Maureen volvió a mirar las manos de McAskill. Tenía las uñas cortas y limpias; en los nudillos se le dibujaban surcos profundos.

– Yo no sé nada de eso -murmuró Maureen.

– Su hermano no le cuenta nada, ¿verdad?

– Exacto. -Maureen asintió con énfasis-. No me cuenta nada.

McEwan sonrió.

– Me imagino que quiere protegerla.

– No sé por qué no me cuenta nada. Simplemente no lo hace.

– ¿Es su hermano muy protector con usted, Maureen?

Maureen se dio cuenta de que la acusación se acercaba y no sabía cómo esquivarla.

– No especialmente -dijo.

– ¿No?-dijo McEwan fingiendo sorpresa-. Pero cuando tuvieron que ingresarla en el hospital fue su hermano quien la llevó, ¿no es así?

– ¿Y eso es ser protector? -dijo irritada por su estúpido juego y su parloteo absurdo-. Me encontró metida en un armario, sentada encima de mi propia mierda. ¿Qué se supone que tenía que haber hecho?

– No digo que lo que hizo estuviera mal -dijo McEwan, incómodo ante la imagen.

– No -dijo Maureen-. Pero está sugiriendo que es una prueba de sobreprotección patológica, y yo digo que sólo fue un acto normal y corriente de decencia.

McEwan se reclinó en su silla y la miró con perspicacia.

– Yo no he utilizado la palabra «patológica» para nada. ¿Por qué la ha dicho?

– Sé adonde quiere ir a parar -dijo Maureen, y una sensación de pánico desesperado y enfermizo le subió desde la barriga-. ¿Vale? Conozco a Liam y sé que no lo hizo.

– ¿Por qué cree que iba a decir eso?

– Porque ha mencionado la redada y luego ha empezado a hablar de la relación que tenemos él y yo.

McEwan se inclinó sobre la mesa. Tenía una expresión tan confiada, tan segura de sí mismo que Maureen quiso pegarle un puñetazo.

– No intente adivinar lo que voy a decir, Maureen -dijo con cautela.

– Entonces, tengo que esperar a que acabe su representación. Aunque sepa perfectamente lo que va a decir.

Maureen le había estropeado su gran momento.

– Usted no sabe lo que voy a decir -dijo en un tono grosero.

– Sí que lo sé.

– No, Maureen -dijo McEwan pronunciando las palabras despacio-. No sabe lo que voy a decir. Le preguntaba por su relación con su hermano. Sí que es muy protector con usted.

– No, no lo es -dijo Maureen cantando.

A McAskill se le escapó la risa.

Por fin McEwan se estaba enfadando.

– Simplemente conteste a la pregunta, señorita O'Donnell. No intente hacerse la lista conmigo.

– Es usted un cabrón de mierda.

McAskill levantó la cabeza.

– ¿Cómo dice?-susurró McEwan.

– He dicho que es usted un cabrón de mierda. Es un abusón y un pedante. Se cree muy importante y no me gusta.

McEwan balbuceó.

– Bueno, lamento que piense eso.

– Yo también -dijo Maureen, sacó sus cigarrillos y se encendió uno. Vio que McEwan miraba el paquete y le dio un golpe para acercárselos por la mesa-. Coja uno, joder. Me está poniendo nerviosa.

McAskill siguió con la mirada la cajetilla, que McEwan había vuelto a empujar con decisión hacia Maureen. Éste la miró desafiante.

– ¿Sabe qué? Creo que si de verdad quisiera que encontráramos a la persona que asesinó a su novio…

– Ya me lo ha dicho.

– … colaboraría un poco más.

– No me está pidiendo que colabore -le espetó Maureen-. Me pide que sea servil y que acepte que se entrometan en mi vida privada, y que cuente a unos extraños mis cosas más íntimas y las de mis amigos. Es horrible. Lo odio.

McEwan sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos bajos en nicotina y alquitrán y se llevó uno a los labios. Maureen le observó mientras lo encendía.

– Eso también es fumar -dijo Maureen-, aunque no disfrute haciéndolo.

McEwan se quitó el pitillo de la boca, se levantó, abrió la puerta de par en par y le dijo a alguien que estaba fuera que trajera té. Ya. Se sentó. Estaba muy enfadado.

– Tenemos que preguntar -dijo-. ¿Cómo vamos a encontrar a la persona que lo hizo si no le preguntamos nada?

– Ya sé que tienen que hacerlo -dijo Maureen-. Pero no por eso tiene que gustarme, ¿no?

– Me da igual si le gusta o no. Voy a preguntarle y quiero que me conteste con sinceridad.

Maureen asintió con la cabeza impacientemente e hizo rodar su cigarrillo sobre el interior del cenicero de hojalata para quitarle la ceniza. McEwan la miró fijamente un buen rato.

– ¿Cree que su hermano es una persona violenta?

– No -contestó Maureen.

– Bueno, tenemos el testimonio de alguien que dice que su hermano le dio una paliza hace dos años -dijo McEwan, que se recostó y observó cómo a Maureen se le alteraba el semblante.

– No le creo.

– Pues más vale que me crea. La tenemos abajo. Puedo hacer que suba si quiere.

– ¿Quién?

– Una mujer que se llama Margaret Frampton. ¿La conoce?

– ¿Maggie?

– ¿Se llama Maggie?

– ¿Maggie, la novia de Liam?

– No, puede que fuera su novia en algún momento pero ahora no. No lo creo. La llaman Tonsa.

– ¿La desgraciada de Tonsa? -dijo Maureen aliviada y contrariada porque se tratara de la estúpida correo de crack-. Hay que conocer a Tonsa, las drogas la han destrozado. ¿La creerían a ella antes que a nadie? No es capaz de distinguir Nueva York de Nueva Zelanda.

– Sabe reconocer si le están pegando. Nos lo ha contado todo.

– Sí, ya. Y, ¿qué le han dicho ustedes? ¿Que la meterían dos años en la cárcel si no se lo contaba?

El comentario ofendió de verdad a McEwan. McAskill tenía una expresión curiosa en los ojos, parecía como si quisiera advertirla de que había ido demasiado lejos. Ese gesto emocionó a Maureen. A él sí que le respetaba.

– Está bien. -Maureen cedió-. Escuche, puede que Tonsa haya dicho eso pero no tengo la más mínima duda de que no es verdad. Pregúntele si fue ella quien mató a Kennedy. Eso es todo lo que digo.

Llamaron a la puerta: el té había llegado. Entró un hombre con una camisa de un blanco deslumbrante. Dejó la bandeja y fue colocando las tazas sobre la mesa. A Maureen el té le gustaba poco cargado, solo y sin azúcar. El hombre le había puesto leche y azúcar pero Maureen lo aceptó de todas formas porque sabía que McEwan no había pensado que ella cogería una.

Todavía resentido por el comentario ofensivo, McEwan dio una larga calada a su cigarrillo bajo en nicotina y alquitrán y lo apagó.

– ¿Su hermano conocía a Douglas Brady?

– Se vieron una vez.

– ¿Cuándo?

– Hace cuatro meses, creo. Liam se pasó por casa y Douglas estaba allí.

– ¿Cuánto tiempo coincidieron?

– Unos quince minutos. Douglas llegaba tarde a una cita o algo así y tuvo que irse.

– ¿Había alguien más?

– No. Sólo nosotros tres.

– Bien. -McEwan anotó algo en la libreta-. ¿Sabía usted que Douglas estaba casado cuando empezaron a verse?

– No.

– ¿Cuándo lo descubrió?

– Hace muy poco.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. Hace poco.

Maureen levantó la taza de té y bebió un poco. La leche le dejó una capa cremosa en la lengua.

– Encontramos esto en su casa.

McEwan le acercó una carta. Era el Certificado de matrimonio de Douglas y Elsbeth, la copia del Registro Civil, todavía dentro del sobre beige.

– Es una copia del Certificado de matrimonio de Douglas Brady y Elsbeth McGregor pedida al Registro Civil -dijo McEwan para que quedara constancia en la cinta-. El matasellos del sobre es de dos días antes del asesinato. ¿Cuándo la recibió?

– El día antes de que sucediera.

McEwan dio un golpe fuerte en la mesa con la palma de la mano.

– ¡Ha sido una mentira estúpida! -gritó-. ¡No me mienta!

La carta la habían mandado a su trabajo. La había dejado encima del bolso en el suelo del dormitorio y McMummb había sacado las llaves y la cartera para dárselas. Sabían que no había tocado el bolso desde que encontró a Douglas. Tenía que haber sido antes de que encontrara el cuerpo. Bebió un poco de té cremoso.

– Sí -dijo Maureen-. Le mentí, lo siento.

Dio una última calada a su cigarrillo y lo apagó, preguntándose dónde coño estaría Liam y qué le estarían diciendo y por qué McEwan no le interrogaba a él. Quizás el superior de McEwan, si es que tenía uno, estuviera interrogando a Liam.

– ¿Cuándo recibió la carta? -preguntó McEwan.

– El día en que sucedió. El día antes de que encontrara a Douglas.

– ¿Se la enseñó a su hermano?

– No.

– ¿Por qué no?

– Ese día no le vi.

– Sí, ya lo ha dicho.

– No encontraron sus huellas en la carta, ¿verdad? -dijo Maureen en un tono triunfante-. ¿Verdad?

– Aún no hemos tomado las huellas a su hermano. Me pregunto por qué pediría que le mandaran el Certificado de matrimonio.

Era una pregunta retórica. Maureen decidió hablar con franqueza.

– Douglas me dijo que no estaba casado. Pensaba que me había mentido, así que escribí al Registro para que me mandaran el Certificado. Estoy convencida de que tendrán registrada mi petición. Pedí que buscaran entre los últimos quince años.

– ¿Y es así como descubrió que estaba casado?

– Sí.

– ¿Y qué le dijo Douglas cuando se lo contó?

– No lo hice. No volví a verle con vida.

– Está bien -dijo McEwan-. Ese día no le vio, ¿no?

– No, no le vi.

– Ha sido coherente en este tema, ¿verdad?

– Sí.

– Tan coherente como cuando nos dijo que nunca había ido a la Clínica Rainbow para recibir tratamiento -dijo McEwan, y pasó la página de su libreta-. ¿Cómo se sintió cuando descubrió que estaba casado?

– Lo sospechaba. Por eso escribí al Registro.

McEwan se inclinó sobre la mesa y repitió la pregunta con firmeza.

– ¿Cómo se sintió cuando descubrió que estaba casado?

– Bueno, Joe -dijo Maureen alzando la voz-, me sentí un poco estúpida, luego sentí que estaba harta y luego me sentí estúpida otra vez, ¿de acuerdo?

McEwan la señaló con el dedo.

– No se ponga impertinente -dijo, bajando el tono de voz una octava. Se tranquilizó-. ¿No se enfadó en absoluto?

– Uff, si una se lía con hombres que ya están ocupados, se merece lo que le pase, ¿no?

McEwan se reclinó, bajó la cabeza y la miró con una sonrisa de satisfacción, falsa y mezquina.

– ¿Es eso cierto? ¿Y no esperaba que dejara a su mujer?

– Escuche, hacía cuatro meses que había salido del hospital psiquiátrico cuando le conocí, estaba en un estado lamentable. Incluso yo sabía que no estaba preparada para tener una relación seria.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que en realidad no le gustaba Douglas?

Todo lo que Maureen decía parecía incriminarla. Decidió hablar claro.

– Escuche, Douglas era un tipo triste de mediana edad que no podía aguantar mucho rato seguido con los pantalones puestos. Me gustaba y me trataba bien. Nunca tendría que haberme liado con él pero lo hice porque me sentía sola y estaba salida. Quería cortar con él y lo del Certificado de matrimonio ya fue el colmo. No me preocupó. No me gustó pero tampoco me enfadé.

De repente McEwan parecía interesado.

– ¿Intentó poner fin a la relación?

– Sí pero no matándole o haciéndole daño o incitando a otra persona a que le hiciera daño. Douglas me trataba tan bien como sabía hacerlo. Es todo lo que se puede pedir, ¿no cree?

– ¿Le dijo a alguien que iba a romper con él?

– Sí, se lo dije a mi amiga Leslie y a Liz, mi compañera de trabajo.

– ¿No se lo dijo a su hermano?

– No. Liam y yo no hablamos de esas cosas. Él sabía que Douglas vivía con otra persona y nunca me preguntaba demasiado por él porque no pensaba que fuera una relación seria.

– Pues alguien sí que lo pensó -dijo pomposamente y cruzando los brazos-. Lo suficientemente seria como para matarle en su piso.

Su conclusión no era fruto de la observación. Maureen se dijo que sería mejor dejarlo. Cuanto antes acabaran, antes vería a Liam.

McEwan levantó una ceja y la miró.

– Esto es lo que creo que pasó, señorita O'Donnell. -Llegaba el momento que McEwan había estado preparando, éste era su triunfo-. Creo que usted se enfadó y mucho cuando recibió la carta que le decía que Douglas estaba casado. Creo que le amenazó con contárselo a su mujer y él intentó darle dinero para que se callara, pero no fue suficiente. Usted quería que dejara a su esposa y que se fuera a vivir con usted. Creo que llamó a su hermano y le contó toda la historia.

– No, yo no…

– Invitó a Douglas a su casa y le hizo pasar. Después su hermano fue a su casa. Quizá sólo quería amenazar a Douglas, que pensara seriamente en dejar a su mujer, y se le escapó de las manos.

– Joder. Está muy equivocado. No tiene ni idea.

– La llamaremos si necesitamos hablar con usted de nuevo -dijo McEwan-. Gracias, señorita O'Donnell.

Maureen estaba sorprendida. Miró a McAskill pero éste tenía los ojos puestos en la grabadora, no la miraba.

– ¿Qué le van a hacer a Liam? -preguntó Maureen.

– No vamos a hacerle nada, vamos a hablar con él. ¿Hay algo más que quiera decirme?

McEwan la miró como si supiera algo. Se estaba echando un farol.

– No se me ocurre nada -dijo Maureen en un tono inocente-. ¿Quién está interrogando a Liam?

– Ahora iremos a hablar con él -dijo McEwan.

– ¿Vale la pena que le espere?

– No.

McEwan se levantó, se inclinó por delante de McAskill y apagó la grabadora.

En cuanto la cinta dejó de rodar, la cara de McEwan adquirió una expresión furiosa y se le hincharon de repente las venas de las sienes. Se acercó mucho a Maureen, tanto que podía oler el perfume a limón de su loción para el afeitado.

– No vuelva a hablarme de esa forma -le susurró.

McAskill se levantó, sin alzar la mirada, y puso la mano en el pecho de McEwan como si quisiera que éste se echara hacia atrás para que él pudiera levantarse. Pero tenía mucho sitio detrás de la silla, podría haberla empujado. Estaba conteniendo a McEwan, le recordaba que no hiciera nada.

Joe McEwan no era el mejor tipo al que llevar la contraria, pensó Maureen, no era el mejor en absoluto.


Maureen fue a caminar por la ciudad. No se dio cuenta de que un hombre la seguía a unos cien metros. Se mantenía fuera del alcance de la vista de Maureen, variando la velocidad de sus pasos. La siguió por Bath Street y por Cathedral Street. Se escondió cuando Maureen llegó al atrio bien iluminado de la catedral, ocultándose en las sombras y observándola entrar por la puerta lateral del Hospital Albert. El hombre esperó unos minutos, bordeó el atrio iluminado y entró con cautela en el vestíbulo. El ascensor se detuvo en el octavo piso. Leyó el cartel. Planta ocho, Doctora Louisa Wishart. Lo anotó en su libreta, comprobó la hora y también la apuntó. Salió del edificio y esperó al otro lado de la calle a que Maureen saliera.

Maureen se encerró en uno de los servicios y se fumó un cigarrillo a escondidas antes de ir a la recepción y anunciar su llegada a la señora Hardy. Le preocupaba que se disparara la alarma de incendios, así que agitaba la mano por encima del cigarrillo para dispersar el humo. Quince mil libras. Siobhain le dijo que Douglas le había dado dinero para sentirse mejor por lo del hospital: Maureen rememoró sus días en el Hospital Northern para encontrar algo que valiera 15.000 libras. Y ahora la policía estaba interrogando a Liam. Su hermano nunca había tenido ningún problema con la ley. Parecía que Joe McEwan estaba decidido a atrapar a Liam y como había dicho Leslie, la policía no dispone de tiempo ilimitado para resolver un caso. Maureen ya sabía que al final irían a por él y había estado haciendo el idiota. Había perdido el tiempo inútilmente intentando adivinar quién lo había hecho.

Sintió un impulso repentino de llamar a Leslie y pedirle que fuera a sentarse allí con ella. Todavía estaría trabajando. Leslie tenía sus propias ocupaciones y Maureen no podía recurrir a ella una y otra vez.

Le gustaría saber por qué le habían preguntado por la noche del asesinato antes parecían estar muy seguros de que había sucedido durante el día. Winnie se cruzó en sus pensamientos. El síndrome de los recuerdos falsos: una manera de evitar la cárcel para cualquiera que no quisiera estar en contacto con el lado oscuro.

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