21. Frank

A la mañana siguiente, Maureen puso acento inglés y llamó al Hospital Northern desde casa de Leslie. Pidió que la pasaran con Frank, de administración.

Justo cuando Frank se puso al teléfono, Maureen se dio cuenta do que tendría que haber preparado su plan de antemano. No sabía quién iba a decir que era, ni siquiera qué historia iba a contarle. Le preguntó si había visto el artículo sobre la confusión en las pensiones, salía en la hoja informativa del hospital, probablemente lo habría leído. Frank dijo que recordaba algo sobre el tema, sí. Sorprendida de que la historia se aguantara, Maureen prosiguió: naturalmente no había sido culpa suya pero la habían llamado para que solucionara los errores de su predecesor, ¿acaso no pasaba siempre igual? Frank le dio la razón vehementemente. Maureen no podía imaginarse que alguien llamara a Frank para que arreglara algo, pero no se lo dijo.

Accedió a darle una copia de los nombres y números de la Seguridad Social del personal médico que había trabajado en el hospital a tiempo completo de 1985 a 1995, excluyendo los contratados a través de una Oficina de Empleo, y Maureen le dijo que mandaría a un mensajero a recogerlo a las dos de ese mismo día.

Antes de colgar, se quedó mirando el teléfono. Martin tenía razón: Frank era estúpido de verdad.

Frank se comió su magdalena pegajosa rellena de salsa de arándanos y se puso a jugar otras tres partidas al Tetris. Había tenido suerte. Si les hacía este favor y mandaba una solicitud de trabajo para la administración regional quizá se acordarían de él. Sería un trabajo en una oficina de verdad. Una oficina donde no estaría rodeado de chiflados de mierda.


A las dos y diez Maureen entró en la oficina con el casco y la chaqueta de cuero de Leslie. Frank le dio un sobre marrón. Sintió la curiosidad de saber hasta dónde podía llegar, así que le hizo firmar un recibo que pertenecía a un libro que se había comprado hacía un par de semanas. Bajó las escaleras traseras y salió del hospital con la visera del casco bajada y sintiéndose intocable, como si fuera la heroína de una película. Leslie había dejado la moto en marcha y con el caballete puesto. Maureen pasó la pierna al otro lado del asiento, Leslie arrancó y la rueda trasera esparció gravilla gris.

Los semáforos que había más abajo se pusieron en rojo, lo que hizo que el tráfico se detuviera y que ellas pudieran incorporarse a la carretera.

De vuelta a Drum abrieron una botella de whisky, se tomaron un trago y abrieron el sobre. Frank sólo había impreso una hoja de los archivos. En ella figuraba todo el personal médico que había trabajado en el Hospital Northern de 1985 a 1995, excluyendo los contratados a través de una oficina de empleo. Era una lista de números de la Seguridad Social. Sin nombres. Frank era estúpido de verdad.

Mientras se acababan el whisky, Leslie le enseñó cómo afilar el peine-navaja. Restregaba el mango largo del peine con una piedra de carburo de silicona, hacia adelante y hacia atrás, le daba la vuelta cuando llegaba al final para afilar los dos lados y luego continuaba en diagonal para marcar el filo. Envolvió las púas con una bayeta y le pasó el peine a Maureen para que lo probara. Frotó el mango con la piedra y le iba dando la vuelta para afilarlo bien. Siguió haciéndolo hasta que dejó los bordes de los dos lados perfectamente afilados. Leslie pasó un poco de margarina por el peine para disimular las marcas.

Maureen se puso a pensar en el peine-navaja mientras Leslie la llevaba de vuelta a Maryhill, a casa de Benny. Pensó en el peine y se alegró, como si estuviera recordando a su gran amor. Leslie la dejó junto a las farolas de Maryhill Road.


Benny estaba en el vestíbulo, a punto de salir para ir a la biblioteca.

– Maureen, ¿dónde estuviste ayer? -le preguntó, y la abrazó-. ¿Cómo lo llevas?

Maureen se quedó rígida entre sus brazos, intentaba recordar cómo solía reaccionar cuando Benny la tocaba. Se estrechó contra su pecho y lo imaginó.

– Estoy bien, Benny -dijo Maureen, que se apartó para mirarle fijamente a los ojos y le tocó la mejilla con la palma de la mano. Le miró, deseando que sus sospechas acerca de Benny desaparecieran, pero no lo hicieron.

Benny le puso las manos en los hombros.

– Bien, pequeña -dijo esbozando una sonrisa ancha-. Muy bien. Te has hecho algo en el pelo. Te queda genial.

– Sí, me lo he cortado.

– Dios mío, ¿has bebido whisky?

– Mm, sí.

– Maureen, ten cuidado, sólo son las tres de la tarde.

– Ya tengo cuidado -dijo con resentimiento y se apartó de él-. Yo… me apetecía tomar un poco, eso es todo.

– No -dijo, y la retuvo por el brazo-, no te pongas así -la abrazó de nuevo y Maureen se sintió más incómoda que la vez anterior-. Sólo intenta no acabar como yo, es lo que quiero decir -le dijo y la soltó-. Pasando los días y las noches en una habitación llena de humo con un atajo de viejos alcohólicos.

La policía la había telefoneado y Maureen tenía que llamar a la comisaría de Stewart Street. Benny le dijo que le había preparado la cena y que se la había dejado en el horno. Maureen se despidió de él con un adiós alegre mientras Benny salía por la puerta de la entrada y la cerraba tras de sí.

Se puso los guantes de paño y sacó del horno la cacerola. El calor se filtraba a través de los guantes baratos. Levantó la tapa. Había hecho pasta con algún tipo de salsa de queso y tenía una pinta buenísima. Ya habían cogido una parte: un precipicio de pasta y queso iba deshaciéndose poco a poco e inundando la base del recipiente. Cortó una ración y ensució un plato y unos cubiertos con ella antes de echarla en una bolsa de plástico, que iba a tirar a la basura. Puso el plato y los cubiertos en la pila para que parecieran los restos despreocupados de una persona que había comido bien.

Entró en el cuarto de Benny y comprobó el cajón de abajo. El CD todavía estaba allí, en el mismo lugar donde ella lo había vuelto a guardar.

Tenía la camiseta llena de pelos que le picaban de la noche anterior. Se dirigió al armario de Benny y encontró el jersey mostaza de cuello de barco que había traído de su casa. Se quitó la camiseta áspera y se puso el jersey. Abrió la mochila de piel, sacó la mayoría de su ropa del estante y la metió en la bolsa. Su mano se detuvo encima de la camiseta del Dinamo Anticapitalista. La cogió por despecho y dejó un par de braguitas y una camiseta en el armario para que Benny no se diera cuenta de que Maureen se lo había llevado todo y sospechara algo.


Joe McEwan no podía ponerse al teléfono pero el agente que le había contestado sabía quién era ella y le dijo que querían verla en la comisaría cuanto antes. Se ofreció a mandarle un coche pero Maureen dijo que no, que iría por sus propios medios. El policía no puso ninguna objeción y Maureen se lo tomó como una buena señal. Recogió la bolsa con la comida de la pila de la cocina y la echó a un contenedor de basura de la calle.

A medio camino de la comisaría, recordó que había dejado la camiseta del Celtic y los pantalones de chándal de Jim Maliano en el suelo del armario, entre los calcetines sucios. Tendría que volver a casa de Benny en algún momento.

Hugh McAskill fue a recogerla a la recepción, seguido de Inness. Éste se había afeitado el bigote estilo motorista gay. Puede que fuera porque Maureen se había acostumbrado a verle con él o porque la piel recién afeitada tenía un tono más claro que el resto de la cara, pero tenía el labio superior raro y prominente.

La llevaron a una sala de interrogatorios de la planta baja. Parecía que McAskill era el responsable. Este le dirigió una mirada descarada de ánimo, sacó del bolsillo una tableta grande de chocolate, rasgó el envoltorio por la mitad con la uña del pulgar y partió la tableta en varias porciones. Las colocó en el centro de la mesa, encima del envoltorio como si les invitara a coger una.

– Sírvanse -dijo chupando una porción. Inness cogió dos porciones y Maureen una.

– Gracias -dijo y se preguntó por qué McAskill era siempre tan amable con ella.

Inness puso en marcha la grabadora, dijo quiénes estaban presentes en la sala y qué hora era.

– Bien, señorita O'Donnell -dijo McAskill, que se tragó el trozo de chocolate y se dirigió a ella con voz formal y como si hablara por teléfono-, la primera pregunta es si ha visto esto antes. McAskill sacó un cuchillo de una bolsa de papel arrugada y lo puso sobre la mesa. Era un cuchillo de cocina Sabatier nuevo con una hoja de acero inoxidable de unos veinte centímetros de longitud y un mango de madera negra. Los había visto en las tiendas. Eran caros. Tenía una etiqueta colgada de un cordel y en ella habían garabateado con bolígrafo un número largo. El cuchillo lo habían limpiado y pulido. La hoja reflejaba impecablemente el tubo fluorescente que tenían encima y formaba un rayo de luz despiadado sobre la mesa.

Maureen deseó no haberse comido el trozo de chocolate. Tenía la boca seca y una pasta pegajosa debajo de la lengua y en las encías. Cuando vio el cuchillo se le empezó a hacer la boca agua de una forma que la preocupó.

– ¿Es éste? -preguntó Maureen mirando el cuchillo.

– ¿Si es el qué? -dijo McAskill.

– ¿Es el que usaron para matar a Douglas?

– Me temo que sí. ¿Lo había visto antes?

– No -contestó Maureen.

– ¿Está segura?

– Sí.

– Muy bien -dijo McAskill y le pasó el cuchillo a Inness, que lo metió en la bolsa. Maureen pensó que era una forma estúpida de guardar un cuchillo afilado, con la hoja en una bolsa de papel.

– ¿Dónde lo encontraron? -preguntó Maureen.

– ¿Qué quiere decir? -dijo McAskill incómodo.

– ¿Dónde estaba el cuchillo? ¿Estaba en el patio?

– Lo encontramos en la casa. ¿Por qué?

– Creía que me habrían interrogado antes acerca de él, eso es todo.

– Acabamos de encontrarlo -dijo Inness.

– ¿Más de una semana después? -dijo Maureen.

– Estaba bastante bien escondido -susurró Inness y cogió otra porción de chocolate que se llevó a la boca.

Maureen se preguntó cómo podía esconderse bien algo en un piso que era como un puño y con diez hombres registrándolo de arriba abajo.

– ¿Puedo preguntarle algo más? -dijo Maureen, esta vez dirigiéndose a McAskill.

– Depende de lo que sea -dijo con cautela.

– ¿Tienen idea de quién lo hizo?

– Estamos siguiendo varias pistas -le contestó mientras revolvía sus papeles.

– ¿Una pregunta más?

McAskill le sonrió amablemente.

– Adelante, pregunte.

– ¿Han hablado con Carol Brady?

– Sí -contestó-. No es su mayor admiradora.

– Sí, ya lo sé.

– Está convencida de que chantajeó a Douglas para que le diera el dinero.

– Ni siquiera sabía que estaba en mi cuenta, en serio.

– Hemos visto la cinta de la cámara de seguridad del banco -dijo McAskill-. El dinero lo ingresó el propio Douglas.

– ¿Cuándo?

– A primera hora de la mañana del día en que lo asesinaron.

Maureen casi podía ver las imágenes de la cinta, borrosas y en verde; a Douglas caminando dando saltitos hacia la ventanilla como un dibujo animado mal hecho.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que Douglas le ingresara tanto dinero en su cuenta? -le preguntó McAskill.

– ¿Cómo dice?

– ¿Por qué haría eso? El otro día quedó claro que usted no sabía que el dinero estaba en su cuenta. ¿Por qué se lo ingresaría?

– No lo sé. -Maureen miró la mesa y se preguntó lo mismo.

– Quizá quería que yo le diera el dinero a otra persona y no tuvo ocasión de hablarme de ello.

McAskill asintió con la cabeza pero no parecía convencido por la suposición de Maureen.

– De acuerdo -dijo-. Lo investigaremos.

– ¿Han descubierto quién le dijo a Carol Brady dónde me estaba quedando?

– Me temo que no puedo decírselo -dijo McAskill fríamente, y desvió los ojos y la cabeza dirigiéndose a la grabadora. Maureen no entendió la señal. McAskill hizo el mismo gesto de nuevo. Maureen se inclinó sobre la mesa y paró la grabadora.

– ¡No! -gritó McAskill y se abalanzó sobre la mesa para apartarle la mano-. Tiene que decirnos que quiere que apaguemos la grabadora y tenemos que decir que vamos a apagarla, ¿vale? -le advirtió, y la volvió a encender.

– La grabadora ha sido apagada a las cinco y trece por la interrogada, la señorita Maureen O'Donnell -dijo Inness-. Señorita O'Donnell, ¿acaba de apagar la grabadora?

– Sí, acabo de apagar la grabadora.

– ¿Quiere que la apague antes de proseguir con el interrogatorio?

– Sí.

– La señorita O'Donnell ha pedido que apaguemos la grabadora en este momento -dijo Inness-. Voy a apagarla a las cinco y catorce y el interrogatorio proseguirá.

Inness apretó la tecla y se volvió emocionado hacia McAskill.

– No tengo especial interés en que quede constancia en la cinta de lo que voy a decirle -dijo Hugh-, pero hay un policía joven que se enfrenta a medidas disciplinarias por este asunto. Fuimos a ver a Carol Brady y nos dio el nombre del agente.

– Sin pestañear -dijo Inness, y cogió otra porción de chocolate-. Nos dio su nombre y cerró la puerta -y se metió el chocolate en la boca.

– Una mujer muy amable -dijo Maureen.

– Encantadora -dijo McAskill con una sonrisa en sus labios.

– ¿De dónde ha salido el dinero de mi cuenta?

Inness intervino.

– El señor Brady sacó todo el dinero de su cuenta, algo más de treinta mil libras en billetes grandes.

– Dios mío -dijo Maureen-. ¿Cómo conseguirá tener alguien tanto dinero en su cuenta?

– Eso no es asunto suyo -dijo Inness poniéndose a la defensiva, y Maureen vio que tenía los incisivos marrones. Le miró el labio superior desnudo. Inness levantó el brazo despacio, posó el codo sobre la mesa y se tapó la boca con la mano.

– Lo había ido ahorrando -dijo McAskill-. Ni su mujer sabía que tenía esa cuenta hasta que murió.

Maureen sacó los cigarrillos y encendió uno. El humo se mezcló en su boca con los restos dulces del chocolate e hizo que los dos sabores se volvieran desagradables.

– ¿Dónde cree que fue a parar el resto del dinero?

Maureen se encogió de hombros y se puso a pensar en el dinero que Siobhain McCloud tenía en su bolsa. Ahí dentro no podían estar las quince mil libras restantes: eso serían setecientos cincuenta billetes de veinte y el fajo no era tan grande.

– No lo sé. Supongo que tendré que devolver el dinero de mi cuenta.

– No -dijo McAskill-. Douglas se lo dio. Es suyo.

Maureen no sabía por qué Douglas le había dado el dinero pero tenía un mal presentimiento al respecto. En realidad no lo quería.

– ¿La señora Brady todavía piensa que lo hice yo?

– Sí -dijo McAskill-. No le interesa tener ninguna prueba. Está segura de que fue usted.

– Segura -repitió Inness y cogió otra porción de chocolate.

McAskill le dio un golpecito con el codo a Inness y señaló la grabadora con la cabeza.

– Muy bien -dijo-, voy a poner en marcha la cinta otra vez, Maureen, si no tiene inconveniente. Necesito que quede registrado lo que le voy a decir a continuación.

– Adelante -dijo Maureen.

McAskill puso en marcha la grabadora.

– En cualquier caso, señorita O'Donnell, hemos, acabado de examinar su casa y puede regresar cuando usted lo desee.

– Muy bien -dijo Maureen sin gran confianza-. ¿Qué pasa con toda la sangre? ¿La limpian ustedes o tengo que hacerlo yo?

– Pues en realidad, tiene que hacerlo usted. Su seguro para la vivienda debería cubrirlo. Sólo limpiamos el escenario del crimen si la persona que vive allí no puede hacerlo ella misma, como sería el caso de un discapacitado o una persona mayor.

– Bien -dijo ella, y se deprimió al pensar en su ridículo seguro-. Entiendo. Entonces, ¿eso es todo?

McAskill miró su libreta.

– Sí -dijo-. Por ahora parece que eso es todo.

De camino al vestíbulo, les preguntó si podía ver a Joe McEwan. Inness sonrió.

– No creo que se alegrara mucho de verla -dijo-. No estuvo muy educada con él la última vez.

– Lo sé. Quería disculparme por lo ocurrido.

– Nosotros le diremos que lo siente -dijo Inness.

– Bueno, en realidad también me gustaría verle por otra cuestión.

McAskill desapareció por las puertas de vaivén de debajo de las escaleras. Inness le dirigió una mirada obscena sin ningún motivo y se marchó a hablar con el policía de la recepción. Cuando McAskill volvió, estaba sonriendo.

– Dispone de dos minutos -le dijo a Maureen.

McEwan iba detrás de él.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -le dijo con brusquedad.

Maureen le llevó aparte, lejos de los otros dos policías.

– Escuche, quería preguntarle algo. ¿Recuerda lo que dijo sobre Benny y que su caso no fue llevado a juicio? ¿Podría decirme por qué lo detuvieron?

– Desde luego que no -dijo mirándola como si Maureen hubiera sugerido que él se follara a un cerdo mientras ella lo apuñalaba-. No puedo decirle lo que figura en el historial policial de una persona.

Jamás tendría que haberle dicho que era un capullo.

– Sólo preguntaba -susurró Maureen.

– ¿Alguna cosa más? Estoy ocupado intentando descubrir cosas sobre su hermano.

– Mi hermano no lo hizo, Joe.

– Ya lo veremos -dijo mezquinamente.

– Vamos, tiene coartada para todo el día.

McEwan hizo caso omiso de su comentario.

– ¿Alguna cosa más?-le preguntó.

– No, nada más.

– Bien.

McEwan se dirigió tranquilamente hacia las puertas de vaivén, que se fueron cerrando al estilo salón del oeste cuando se alejó de ellas.

Inness seguía hablando con el policía de la recepción. McAskill se acercó sigilosamente a ella mirando al suelo.

– No le procesaron -dijo casi sin mover los labios y entre susurros-. Inverness, 1993. Protagonizó un altercado en un almacén. Le exigió dinero a un hombre. Seis meses después detuvieron a ese hombre por dirigir una operación de tarjetas de crédito robadas que afectaba a toda la zona noreste. Su amigo tuvo mucha, mucha suerte de que lo detuvieran por alteración del orden público. Su caso se decidió antes de que la policía descubriera a qué se había debido en realidad. Debía de haber trabajado para el jefazo.

– ¿Podría ser que el psiquiatra que le visitó supiera todo ésto?

– Si su amigo no se lo contó en ese momento, el psiquiatra lo averiguaría después. Salió en todos los periódicos.

A Maureen le encantaban las historias absurdas y cuando Benny dejó de beber solía mantenerla despierta por las noches con anécdotas de sus tiempos de borracho. Si hubiera sido un incidente inocente, Benny se lo habría contado.

– Gracias por contármelo, Hugh -le dijo Maureen-. Me ha aclarado algunas cosas.

McAskill la acompañaba a la salida cuando Maureen se volvió hacia él.

– Hugh -dijo-, ¿por qué es tan amable conmigo?

– No lo soy tanto.

– Pero me ha contado lo de Benny y está lo del chocolate y otras cosas.

– Habría descubierto lo de su amigo, habría tardado más tiempo pero era cuestión de consultar las hemerotecas.

– No, quiero decir que todo el mundo cree que soy una zorra chiflada. Pero usted no, ¿por qué?

McAskill le abrió la puerta y Maureen salió.

– ¿No ha pensado nunca en asistir a las reuniones de la Asociación de Víctimas de Incesto? -le dijo con dulzura.

– ¿Cómo?

– Los martes. A las ocho de la tarde. En St. Francis, en Thurso Street. La entrada está por detrás -dijo, y soltó la puerta de cristal, que se fue cerrando tras él.

Maureen volvió la mirada al interior de la comisaría. McAskill se alejaba.


Podría haber ido a casa pero las llaves de Douglas todavía no habían aparecido y llamar a un cerrajero un viernes por la noche le costaría una fortuna. En la carretera principal encontró una cabina y llamó a casa de Liam. Cuando éste contestó, a Maureen le pareció que estaba borracho y de mala leche.

– ¿Puedo quedarme esta noche en tu casa, Liam?

– ¿Qué pasa con los maderos?

Liam sólo utilizaba palabras coloquiales estúpidas como ésa cuando iba pedo.

– Acabo de estar allí. No irán a tu casa, de verdad.

– De todas formas no tengo nada -dijo en un tono acusador.

Maureen miró en sus bolsillos para ver cuánto dinero tenía y paró un taxi.

El Ford azul siguió al taxi en el que iba Maureen por la Great Western Road y lo adelantó despacio cuando se detuvo enfrente de la casa de Liam. El coche de policía dobló la esquina y aparcó en la calle de al lado. Uno de los agentes anotó la dirección de Liam mientras el otro apagaba el motor y se recostaba cómodamente en su asiento.

Liam vivía en una zona inmunda del West End. Cuando lo compró, el chalet de cuatro pisos estaba dividido con tabiques para hacer lóbregos estudios. Liam le había ido devolviendo su aspecto anterior poco a poco. Empezó por el ático y fue bajando. Ya había acabado de arreglar el primer piso pero se mostraba poco dispuesto a empezar a reformar las habitaciones de la planta baja. No había tirado el tabique que había al pie de las escaleras para que la parte de arriba pareciera un piso aparte y había dejado las habitaciones hechas un desastre para que sus deshonestas visitas pensaran que no había nada que valiera la pena robar. Casi nunca estaba abajo. Solía pasar su tiempo libre arriba, en la gigantesca habitación de la parte delantera de la casa, de paredes blancas y suelo de madera, sin nada más que un diván Le Corbusier y la mesa escritorio de dos metros y medio de longitud con un Mac encima.

Maureen tocó el timbre. Oyó a Liam chocando con fuerza contra las paredes al dirigirse tambaleando hacia la puerta principal. La abrió sin mirar quién era y volvió medio agachado al salón. Maureen le siguió. La mesita del café estaba llena de latas vacías de cerveza importada.

La habitación ya estaba hecha un desastre antes de que la policía la registrara pero Maureen no estaba preparada para verla en el estado en que se encontraba ahora. Habían arrancado la sucia moqueta beige, y habían levantado los tablones del suelo y los habían vuelto a poner de cualquier manera. Habían rajado el respaldo del sofá de piel sintética negra y la espuma amarilla salía hacia afuera como si fuera el pus de un grano reventado. La vieja televisión estaba encendida en una esquina; habían reajustado mal la cubierta trasera de plástico y estaba abierta por un lado. Estaban dando el programa de resúmenes de los partidos de la Premier League: tres hombres feísimos con corbatas horrorosas se reían de algún chiste.

Liam se dirigió tambaleándose hacia la mesita del café y cogió un cigarrillo encendido de un cenicero lleno de colillas. No se dejó caer en el sofá sino que más bien se deslizó en él, tirando del respaldo roto para adoptar una posición cómoda. La miró de arriba abajo, como si ver a Maureen le pusiera enfermo, y pestañeó despacio.

– Maureen -dijo.

Se llevó el cigarrillo a la boca lentamente, le dio una chupada y las mejillas se le hundieron.

– Estás pedo -dijo Maureen, incapaz de esconder su decepción, y fue a llamar por teléfono desde el recibidor.

Encontró el número de atención permanente de la compañía de seguros en la Páginas Amarillas. Le dio sus señas a una mujer de voz empalagosa y le explicó la situación de la manera más sencilla que pudo. La telefonista se quedó callada un momento, probablemente se preguntó si le estarían gastando una broma, y le pidió el número de su póliza.

– De hecho no lo tengo ahora mismo.

– Lo necesitamos para encontrar su póliza.

– ¿No puede utilizar mi nombre y dirección?

La mujer se quedó callada otra vez y dejó escapar un suspiro.

– Espere un momento, por favor -le dijo. Empezó a sonar una versión en tonos agudos de Frère Jacques. Maureen se apartó el teléfono del oído. La melodía sonó dos veces. La voz de la mujer apareció otra vez para decirle que siguiera esperando y desapareció de nuevo.

Liam estaba en la puerta con expresión de borracho malhumorado. Tenía dificultades por mantenerse de pie y murmuraba palabrotas.

– ¿Oiga? -dijo la mujer de la compañía de seguros. A Liam se le doblaron las rodillas y fue deslizándose por el marco de la puerta.

– Sí, sí, estoy aquí -dijo Maureen, que estaba ayudando a Liam a levantarse. Éste empezó a dar vueltas y se cayó de bruces contra el suelo del salón.

– Bueno -dijo la mujer-. Le he echado un vistazo a su póliza y tendrá que hacerlo usted misma. Podemos reembolsarle el coste de lo que utilice siempre que conserve…

– Gracias -dijo Maureen y colgó. Liam se dirigía a cuatro patas hacia el sofá-. Estúpido borracho de mierda -dijo con ternura y le cogió por las axilas húmedas arrastrándolo hasta el sofá. Liam se puso bien la camiseta y se sentó, casi en una actitud remilgada, cruzando las piernas con cuidado, con una mirada que asustaba, como la que ponía la Winnie Muy Borracha. Liam tosió, pensó en algo y la miró enfadado.

– ¿Has visto cómo está todo? -dijo señalando la habitación-. ¿Lo ves?

Maureen suspiró.

– Si vamos a pelearnos, ¿podemos dejarlo para mañana?

Liam cerró los ojos y tardó un siglo en abrirlos.

– ¿Quién se está peleando? No he dicho que vayamos a pelearnos.

Maureen se sentó a su lado.

– Lo has dado a entender muy bien -dijo Maureen.

Durante un segundo la expresión de Liam vaciló entre la rabia y la turbación. Empezó a llorar.

– Estoy harto -dijo y se tapó la cara con las manos. Maureen le rodeó con el brazo-. Dios mío, Mauri, todo se está yendo a la mierda. Mi negocio… Douglas. He tenido que dejar tirado a Pete y se ha cabreado conmigo. He perdido treinta de los grandes porque la he jodido.

– Pero Liam -dijo Maureen-, no necesitas tener más dinero, estás forrado.

Liam intentó quitarse de encima el brazo de Maureen sacudiendo los hombros arriba y abajo. No le funcionó y ella dejó su brazo donde estaba.

– Ya no tengo valor -dijo mirándola como si ella se lo hubiera arrebatado-.Y mamá se está volviendo loca. Dice que eres una mierda y Maggie ni me habla.

Se inclinó hacia adelante, y consiguió escaparse del abrazo de Maureen. Se secó la cara con la camiseta.

– ¿Cuándo has visto a mamá?

– Me dijo que eras una mierda, que habías vuelto a su casa y te habías llevado todas tus fotos.

– Así es.

– Y dijo que eras una mierda.

– Sí, vale, no hace falta que lo sigas repitiendo.

– ¿Lo hiciste?

– Esas fotos son mías, Liam.

– Se las podías haber pedido.

Maureen estaba indignada.

– Las estaba vendiendo a los periódicos.

– Sí, pero estaban en su casa -dijo consciente de la debilidad de su argumento.

– Escucha, Liam. Yo tampoco estoy pasando por un buen momento. ¿Por qué me agobias con todo esto? ¿Quieres que nos peleemos?

– No quiero pelearme.

– Bien. Pues entonces, cállate.

Se quedaron sentados en un silencio incómodo y vieron Prisoner Cell Block H hasta que Maureen se levantó para ir al baño.

– Gilipollas -susurró Liam cuando Maureen se fue.

– ¡Eh! -gritó ella volviéndose hacia su hermano-, no te pases un pelo conmigo, tío.

El baño del primer piso estaba destrozado: habían arrancado las cañerías del lavabo y también el váter, y todos los botes y los productos de aseo estaban dentro de la pila destapados. Habían arrancado el linóleo del suelo, lo habían doblado y dejado en la bañera. Subió al otro cuarto de baño. Liam no tenía muchas cosas en él y lo habían dejado más o menos intacto. Sólo habían revuelto el armario de las toallas: habían desplegado todas las limpias y las habían dejado tiradas en los estantes.

Cuando bajó, Liam se había quedado dormido en el sillón. Le apagó el cigarrillo y la tele y subió al cuarto de invitados. Dejó a Liam allí, con el cuello doblado sobre el pecho en una posición que seguro que iba a pasarle factura por la mañana.

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