24. Yvonne

A la mañana siguiente, antes de abrir los ojos, Maureen supo que había llegado la hora de volver a su piso de Garnethill.

Iba a prepararle el desayuno a Liam, pero cuando miró en su habitación todavía estaba dormido. Al lado de su cama había un agujero enorme: habían levantado las tablas del suelo y las habían dejado junto al espacio vacío. De los tablones salían clavos, como si fueran los dientes mellados de un depredador al acecho. Habían echado al suelo la ropa del armario y habían levantado el linóleo a los cuadros blancos y negros del baño de la habitación. Maureen cerró la puerta sin hacer ruido y bajó las escaleras. Era lógico que Liam estuviera jodido.

Consultó las Páginas Amarillas y marcó el número de un cerrajero con servicio permanente las veinticuatro horas del día. Le dijeron que tendría que pagar una recarga de veinte libras porque era domingo, pero no le importó. El hombre que la atendía al teléfono anotó la dirección de Garnethill y dijo que enviaría a alguien a las doce para que le pusiera un cerrojo y una cerradura de seguridad nuevos.

Cuando Maureen estaba tomándose un café y guardando el contestador en una bolsa de plástico, sonó el teléfono.

– Hola -dijo Una-. He llamado a Benny y me ha dicho que estabas en casa de Liam.

– Sí -dijo Maureen-, aquí me tienes.

Una quería quedar con ella para darle una buena noticia.

– No podemos vernos, Una -dijo Maureen, que tenía muy presente la advertencia de Liam-. Hoy vuelvo a casa.

Pero Una estaba decidida. Se pasaría por casa de Liam y llevaría a Maureen y a su contestador a casa. Una conducía desde que tenía diecisiete años y se negaba a creer que alguien prefiriera caminar antes que ir en coche a algún sitio.

– Bueno, está bien, pero tiene que ser ya. Liam está durmiendo, está rendido, así que llama a la puerta, ¿vale? No toques el timbre.


Cuando Maureen oyó que llamaban, se puso el abrigo y la bufanda y cogió la bolsa. Abrió la puerta y salió, le dio un beso rápido a Una y se dio la vuelta para cerrar con llave.

– ¿No vamos a tomarnos una taza de té? -le preguntó Una, que percibía el ambiente tenso y estaba preparada para hacerse la ofendida en cuanto Maureen le diera la más mínima excusa para ello.

– Bueno, es que tengo que irme, de verdad -dijo Maureen.

Una parecía agraviada.

– De acuerdo -dijo en un tono magnánimo-. Si tienes tanta prisa.

Bajaron los escalones de la entrada y se dirigieron al coche de Una, que pertenecía a su empresa. Era un Rover verde grande y tenía un salpicadero de madera, elevalunas eléctrico… de todo. Era su tesoro más preciado. Puso el coche en marcha y le contó a Maureen la buena noticia: Marie venía de visita la semana próxima e iban a reunirse el jueves en casa de Winnie para almorzar todas juntas.

Maureen se las imaginó a las tres, sentadas a la mesa de la cocina, esperando a que ella llegara. ¿Por qué quedaban para almorzar y no para cenar, como hacían normalmente cuando Marie iba de visita? ¿Y por qué no invitaban a Liam? El saldría en su defensa si estaba presente. Debían de planear algo: iban a encararse con ella, iban a decirle que todo lo que recordaba Maureen era mentira y que estaba loca.

Mientras bajaban por Maryhill Road, Maureen notó que Una la miraba de reojo, cuando se atrevía: controlar a su hermanita pequeña para asegurarse de que no iba a hacer ninguna locura. A Maureen no se le ocurría nada que decir. Llamarían a Louisa Wishart si Maureen se alteraba, eso es lo primero que harían.

Cuando iban por la mitad de Maryhill Road, Maureen estaba acalorada por la preocupación. Una le preguntó por qué estaba tan callada y Maureen le mintió y le dijo que había dormido mal.

– Mamá está enfadada conmigo porque me llevé las fotos.

– Lo sé -dijo Una, y juntó los labios y apretó la mandíbula.

– Pero eran mías y las estaba vendiendo a los periódicos.

– No, Maureen -dijo Una, y levantó la mano-. Mamá no las vendió.

– Bueno, pues se las dio.

– Sí, lo que es distinto -dijo Una.

Se sumergieron en un silencio incómodo. El motor del coche emitió un sonido suave a medida que se acercaban al semáforo y se paraban.

– ¿Te ha contado Liam lo que hizo mamá en la comisaría? -dijo Maureen.

– Dios mío, sí -dijo Una arrugando la nariz-. Estaba algo alterada.

– Liám me contó que se puso a gritar como una puta histérica -dijo Maureen en un tono de voz elevado y que reflejaba una indignación inoportuna.

A Una no le gustaban las palabrotas ni los gritos ni las reacciones emocionales repentinas. Maureen se dio cuenta de que sus palabras la habían molestado.

Una estacionó el coche sobre la acera y paró el motor.

– ¿Seguro que estás bien? -dijo con cautela-. ¿Crees que deberías volver hoy a casa?

Maureen pensó en encararse a Una allí mismo y sopesó los pros y los contras. Todavía no. No era el momento. No quería enfadarse.

– Estoy bien -le dijo-. Me da un poco de miedo volver a casa, eso es todo.

Una se inclinó y se acercó a ella. La abrazó y le clavó el cambio de marchas en las costillas. La soltó.

– Te queremos mucho -dijo cariñosa.

– Ya lo sé, Una -dijo Maureen, y se echó a llorar, furiosa.

– Queremos lo mejor para ti -le dijo.

Maureen giró la cara y se secó con rabia las lágrimas de la cara.

– Ya lo sé -dijo-, ya lo sé.

Una había intentado sugerir que Maureen volviera al hospital pero parecía tan inestable que quizá no era una buena idea. Llamaría a la doctora Wishart cuando fuera al despacho y le preguntaría qué opinaba ella. Una volvió a poner el coche en marcha.

– Puedes quedarte en casa si quieres -dijo mientras se incorporaba de nuevo a la carretera.

Eso sería la peor pesadilla de Una: Maureen paseándose como un fantasma por su casa ordenada, fumando por todas partes y viendo películas antiguas.

– Eres un sol, Una -le dijo Maureen, dominando el tono de voz para que pareciera normal-. No sé cómo lo haces. Estamos todos locos y a ti parece que no te afecta.

Una sonrió, satisfecha de que Maureen la hubiera diferenciado de todos ellos.

– Pongamos música -dijo, y encendió la radio.

Se pusieron a cantar una canción pop alegre durante el resto del camino. Se inventaban las palabras y tarareaban las estrofas más difíciles para no tener que hablar entre ellas.

Maureen miró por la ventanilla y se dijo a sí misma que muy, muy pronto, tan pronto como acabara el asunto de Douglas, le diría a Una y a las demás lo que pensaba de ellas.


Una aparcó el coche frente al portal, puso el freno de mano, apagó el motor y se quitó el cinturón.

– No -le dijo Maureen-. No puedes subir conmigo.

Quería librarse de su hermana a toda costa. Si Una entraba en el piso y veía una sola gota de sangre, se echaría a llorar y Maureen tendría que ocuparse de ella y consolarla. Una llamaría a Alistair y le pediría que fuera hasta allí, puede que incluso llamara a Winnie y a George. Se quedaría allí un montón de horas.

Una la miró.

– ¿Por qué no?

– Bueno, la policía no te dejará entrar. Sólo me dejan a mí.

– ¿Por qué está la policía?

– Quieren que les enseñe la casa, así que no puedes entrar.

– Pero soy tu hermana.

– Ya lo sé, Una, pero no pueden dejar pasar a todo el mundo.

– Yo no soy todo el mundo -dijo Una, y sacó la llave del contacto y se la guardó en el bolsillo-. Soy tu hermana.

Una abrió la puerta del coche y puso un pie sobre la acera.

– Una -dijo Maureen con voz firme pero intentando no gritar-, no puedes subir.

Una volvió a meter el pie en el coche y miró a su hermana pequeña.

– Maureen -dijo con solemnidad-, no voy a dejar que entres en esa casa sin que tengas a nadie a tu lado.

– Una -dijo Maureen, enfrentándose al tono santurrón de su hermana-. No voy a dejarte subir conmigo. La policía está en el piso y nuestra familia ya les cae bastante mal porque mamá estaba borracha y se puso a gritarles y porque nuestro hermano es un camello, así que no voy a poner en peligro la mínima relación que tengo con ellos para exigirles que te den permiso para entrar en la casa.

Una dejó escapar un suspiro profundo y sacudió la cabeza.

– ¿Y por qué no va a querer la policía que yo suba?

– Por si alteras alguna prueba que todavía no hayan encontrado.

– Pero soy tu hermana. Creo que no deberías entrar sola.

– No estaré sola, la policía estará conmigo.

– Por el amor de Dios -susurró Una mirando hacia arriba antes de cerrar la puerta del coche.

– Estaré bien -dijo Maureen, y cogió la bolsa de plástico con el contestador del asiento de atrás-. La policía está ahí dentro.

Se dieron un beso y quedaron en verse para comer en casa de Winnie el jueves, el día en que llegaba Marie.

Una observó a Maureen mientras ésta entraba en el vestíbulo con la bolsa en la mano. El vestíbulo estaba oscuro y vio cómo la pequeña sombra de Maureen subía el primer tramo de las escaleras y desaparecía al torcer. Se quedó quieta unos momentos y luego cogió el teléfono del coche y marcó el número de la doctora Louisa Wishart del Hospital Albert. Comunicaba. Colgó y pulsó el botón de rellamada. Seguía comunicando. Colgó el teléfono y miró hacia la ventana del rellano de Maureen, sopesando los pros y los contras de ir detrás de su hermana. Metió la llave en el contacto, puso el coche en marcha, quitó el freno de mano y el coche se adentró en la calle empinada.


Maureen subió las escaleras con angustia y aflojó el paso a medida que se acercaba a la última planta. Al ver la puerta de Jim recordó que había dejado la camiseta del Celtic en el suelo del armario de Benny. Deseó que Jim no le hubiera contado lo de la mirilla, no porque no le agradeciera la información sobre Benny, sino porque ya no podría estar en el rellano sin imaginarse a Jim, con su peinado inquietante y el jersey metido dentro de los pantalones, pegado a la puerta, espiándola. Maureen sacó la llave, la metió en la cerradura y dejó que la puerta se abriera.

La casa despedía un olor viciado y dulce que la agobiaba. Entró, cerró la puerta y dejó a Jim sin nada que observar. Dejó la bolsa en el suelo del recibidor, respiró hondo y giró el pomo de la puerta del salón.

A la luz directa del sol, la sangre se veía marrón. Era difícil encontrar un trozo de moqueta que no estuviera manchado. En el suelo había charcos oscuros y secos de la preciada sangre de Douglas; chorros de sangre procedentes de su yugular salían de las marcas circulares que señalaban la posición de la silla azul. Algún agente amable la había limpiado; estaba frente a la ventana, como si alguien se hubiera sentado en ella para admirar el paisaje.

Maureen cruzó con cuidado el suelo crujiente, utilizando los espacios. despejados a modo de pasaderas, y abrió la ventana de par en par para ventilar la habitación. Se sentó en la silla azul de Douglas porque tenía miedo y se fumó un cigarrillo junto a la ventana abierta al viento tempestuoso mientras esperaba que se le pasara el terror que le había producido la escena. Apagó el cigarrillo en el alféizar de la ventana, levantó la silla por el respaldo y la sacó al recibidor.

Apiló el contenido de la librería en el suelo y, montón a montón, colocó las cosas junto a la pared de la puerta de la cocina. Llevó la mesita del café a su cuarto y luego el televisor portátil, que le iba golpeando las piernas. Volvió al salón, desmontó la librería y la dejó junto a la puerta del baño. Sacó el viejo sillón de crin vegetal, pasando temerariamente las ruedas por encima de las manchas marrones de sangre seca.

Entró de nuevo en el salón vacío y se situó en el lugar señalado por las marcas de la silla. Miró a su alrededor y respiró el polvo seco y sangriento. Maureen sólo dejó en el salón el sofá con el salpicón de sangre a lo largo del brazo. No conseguiría quitar esa mancha; no sabía qué hacer con él. Podría tirarlo, pero entonces tendría que sentarse en el sillón de crin vegetal y era muy incómodo. No tenía por qué decidirlo en ese momento; tenía todo el día. Encontró el martillo en el armario de la cocina y, empezando por la parte del suelo junto a la ventana abierta, utilizó el extremo de los dientes para arrancar las tachuelas de la moqueta clavadas en los bordes junto a la pared.


Cuando sonó el timbre, Maureen ya había levantado una tercera parte de la moqueta alrededor del rodapié. Cerró la puerta del salón antes de asomarse a la mirilla. Un hombre joven, muy moreno, estaba frente a la puerta y sujetaba por el asa una caja pequeña de metal. Llevaba una camiseta que ponía «Armani» en el pecho, unos vaqueros y una chaqueta de ante amarilla. Se había hecho mechas rubias en el pelo que no le favorecían nada y que se volvían verdes a la luz del rellano. Llegaba dos horas tarde y parecía tener una resaca espantosa. Probablemente todavía no había pasado por casa. Maureen abrió la puerta.

– ¿Eres el cerrajero?

– Ajá -contestó él, entró en el caótico recibidor y se puso a manosear las cerraduras de la puerta.

– ¿Quieres una taza de té?

– No.

Maureen le dejó a lo suyo y se marchó a esconderse a la cocina. Quería acabar lo que estaba haciendo pero no podría entrar en el salón sin que él viera todo el desastre y no le apetecía dar explicaciones. Puso la tetera a calentar y abrió el armario de las tazas. Estaban todas revueltas. Las que casi nunca usaba estaban delante, algunas boca abajo, como se supone que deben colocarse las tazas. Abrió el armario de la comida y el cajón de los cubiertos: habían hecho lo mismo. La policía los había examinado y lo había tocado todo. Habían registrado la casa a conciencia. Notó que, de repente, le entraba pánico y se ponía roja de vergüenza. Fue a su cuarto y abrió la puerta del armario de la mesita de noche. Habían hecho un montón triangular con los tres vibradores rotos. El que tenía manchas de óxido de las pilas estaba en la parte de abajo con la tapa roja a un lado bien puesta. Había pensado en tirarlo muchas veces pero le daba vergüenza echarlo a la basura, como si los vecinos fueran a encontrarlo y a llamar a su puerta para exigirle, en masa, una explicación. Habían hojeado sus dos libros políticamente correctos de Nancy Friday sobre la masturbación. Maureen se sentó en la cama e intentó quitarle importancia a la situación, pero no pudo. Se tumbó y miró el suelo. El CD de Selector había desaparecido.

Volvió a la cocina e intentó convencerse a sí misma de que cuando se lo contara a Leslie, la historia se convertiría en una anécdota divertida. Se preparó un café.

Al cabo de un buen rato de estar perforando, el cerrajero entró en la cocina. Parecía cansado y estaba pálido.

– ¿Quieres ahora una taza de té? -le preguntó Maureen.

– No -dijo con un tono de voz inseguro como si estuviera a punto de vomitar-. Ya he terminado.

Maureen le pagó en efectivo y él le dio dos copias de la llave de la cerradura de seguridad y una del cerrojo. Cuando se marchó Maureen estrenó el cerrojo nuevo y se encerró en casa.

Volvió al salón y se encendió un cigarrillo. Lo sujetaba con los dientes mientras iba desclavando las tachuelas con el martillo. Levantó la parte de la moqueta de debajo de la ventana y fue enrollándola hasta la mitad de la sala. Pesaba mucho. La soltó y arrastró el sofá por encima de la moqueta doblada hasta los tablones desnudos. La última rueda se quedó atascada. Empujó el sofá y la moqueta empezó a desenrollarse. Se arrodilló para levantar la rueda atascada y echó una mirada a la habitación. En el zócalo había una gota de sangre seca en forma de lágrima; contra la pintura blanca, tenía un color rojo vitreo. Se acercó a ella gateando y se sentó a su lado. Apoyó la cabeza en la pared y la frotó con las uñas, una y otra vez, hasta que se volvió oscura.


Encendió la luz del recibidor y abrió la puerta del armario. Habían puesto la caja de los zapatos en el estante que quedaba a la altura de los ojos y el suelo del armario estaba ahora vacío. En la esquina derecha del suelo enmoquetado del armario había una mancha ovalada de sangre del tamaño de la palma de su mano. Se agachó y la tocó. No era fina ni estaba cubierta de polvo como las otras manchas del salón: era sólida como el espacio de debajo de la silla. La superficie de la moqueta estaba totalmente plana porque la sangre derramada pesaba mucho, demasiado como para ser una salpicadura, y la señal era demasiado pequeña para que correspondiera a una huella de sus zapatillas. Habían puesto algo ensangrentado ahí dentro.

Se levantó y se resistió a apartar los ojos de aquel punto. Intentaba imaginar qué podía haber provocado una mancha con esa forma. Un trapo ensangrentado habría dejado una mancha con bordes irregulares, así que no podía ser eso. Probó a imaginarse que el violador del Hospital Northern y el asesino de Douglas eran la misma persona para ver si esa asociación arrojaba luz sobre la causa de la señal. Podía ser que alguien hubiera dejado allí cuerdas llenas de sangre, pero tendrían que haber dejado un rastro de gotas y, de todas formas, Douglas todavía estaba atado cuando ella lo encontró. No se le ocurría de dónde podía provenir la mancha.

Fue a la cocina y abrió la puerta del calentador para comprobar a qué hora estaba puesto el temporizador: debía encenderse a las cinco y media de la madrugada y pararse a las ocho. También habían cambiado las horas de la tarde. Las manecillas pequeñas del reloj estaban juntas para que la calefacción no se encendiera por la tarde. Maureen volvió a colocarlas en su posición habitual para que la calefacción no se encendiera por la mañana, se pusiera en marcha a las seis de la tarde y se apagara a las once de la noche. Luego, cerró la puerta.

Todavía llevaba la lista de Martin en el bolsillo de los vaqueros negros. Si alguien había violado a las pacientes, la única forma segura que tendría Maureen de acceder a la información sería a través del personal femenino. Empezó con la lista de enfermeras. Eligió los tres nombres que reconocía y consultó la guía telefónica de Glasgow, que guardaba en un cajón de la cocina. La primera de la lista era Suzanne Taylor. En la guía aparecían quince personas apellidadas Taylor. Maureen vio que estaban ordenadas alfabéticamente por el nombre de pila. El último era Spen. Suzanne o se había casado o se había mudado. El segundo nombre de la lista, Jill McLaughlin, podía estar escondido entre los treinta y pico J. McLaughlin.

Sharon Ryan era un regalo de los dioses. Su nombre correspondería a uno de los tres que aparecían, si es que venía en la guía. Maureen marcó el primer número. El teléfono estaba desconectado. En el segundo número le dijeron que no conocían a ninguna Sharon Ryan y en el tercero la respuesta fue la misma.

Colgó y trató de reducir la lista de las posibles Jill McLaughlin. Jill estaría entre Jas. y Joseph; eso le dejaba ocho números. Cogió el teléfono y marcó el primero, luego el segundo y luego el tercero. Empezaba a perder la esperanza. Llevaba cinco McLaughlin y nadie respondía al nombre de Jill. Cuando marcó el séptimo, le contestó una voz de niño.

– ¿Diga?

– Hola, ¿podría hablar con Jill McLaughlin, por favor?

– ¿Quién es? -dijo la voz.

Quizá fue la costumbre o el hecho de que se lo preguntara un niño, pero no mintió.

– Maureen O'Donnell -contestó.

El niño se quedó callado.

– Mamá, mamá, es una señora -gritó al cabo de unos segundos.

Desde el otro lado, Maureen oyó que la mujer le decía con brusquedad al niño que se apartara del teléfono.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Es usted Jill McLaughlin?

– Sí -contestó la mujer.

– ¿Trabaja de enfermera, señora McLaughlin?

– Ya no -le contestó ella tajantemente.

Si Jill McLaughlin había dejado de ser enfermera, le había hecho un gran favor a la profesión.

– ¿Pero lo fue? -le preguntó Maureen.

– Era auxiliar.

– ¿Cómo?

– Que era ayudante de enfermera -dijo. Dejó de hablar con Maureen para decirle al niño que se estuviera quieto. Maureen oyó una bofetada y el niño se echó a llorar.

– Escuche, siento molestarla, ya veo que tiene las manos ocupadas.

– Sí, así es.

– ¿Es usted la enfermera McLaughlin que trabajó en la sala Jorge I del Hospital Northern?

McLaughlin se quedó callada unos segundos. Maureen oyó que le daba una calada a un cigarrillo.

– ¿Con quién hablo? -preguntó con voz desconfiada, y respiró ruidosamente al.otro lado de la línea-. ¿Es periodista?

– No, no -dijo Maureen-. No soy periodista.

Maureen oía los berridos del niño de fondo.

– Seguro que es periodista.

– No, de verdad que no.

– Entonces, ¿quién es?

– Maureen O'Donnell

– La he visto en el periódico -dijo refunfuñando con crueldad-. La he visto.

La mujer le colgó el teléfono y Maureen se quedó escuchando el tono de marcado.


Los nombres de la lista de Siobhain serían más difíciles de rastrear porque eran típicos de los clanes del norte de Escocia y había largos listados para cada uno. Siobhain había escrito «Bearsden» entre paréntesis junto a Yvonne Urquhart. Era el nombre de un barrio de clase alta al noroeste de la ciudad. Maureen consultó la guía telefónica para buscar los Urquhart cuyos números tuvieran el prefijo de Bearsden. Sólo había tres. En el segundo número, le contestó la hermana de Yvonne Urquhart. Por la voz, parecía que era una mujer mayor y hablaba con un tono angustiado y tembloroso.

– Mi hermana Yvonne vive ahora en Daniel House en Whiteinch -dijo la mujer-. Se mudó allí hace un tiempo.

– Vaya.

– ¿Es amiga suya? ¿La conozco?

– Bueno, la conocí en el Hospital Northern. Quería volver a verla y saber cómo le iba.

– Oh, Dios mío, me temo que la encontrarías muy cambiada. Ha empeorado mucho en los últimos años. Me temo que no está nada bien, nada, nada bien.

– Lamento oírlo. ¿Puede darme el número de Daniel House?

– Claro, por supuesto. ¿Puede esperar un segundo?

Maureen llamó ál teléfono que le había dado la hermana de Yvonne y le dijeron que podía visitarla hasta las ocho pero no más tarde. Ya eran las cinco y media. Se puso el abrigo a toda prisa, se arregló el maquillaje frente al espejo del baño y se dirigió a la puerta mientras se tocaba los bolsillos para comprobar que llevaba suficiente dinero y las llaves nuevas.

El teléfono sonó de repente y la asustó tanto que al cogerlo se le cayó al suelo. La mujer que estaba al otro lado de la línea soltó una risita y parecía sentirse incómoda.

– Mm, hola, mm, ¿ha llamado hace una media hora y ha preguntado por Sharon Ryan? He llamado al Servicio de Identificación de Llamadas y me han dado su número porque he pensado que de hecho podía ser que buscara a Shan Ryan y no a Sharon.

En su lista, Martin había escrito Shan Ryan pero Maureen había dado por sentado que era el diminutivo de Sharon.

– ¿Shan es enfermero?

– Sí, pero ahora no está.

– ¿Trabajó en el Hospital Northern del 91 al 94?

– Bueno, no sé las fechas con exactitud pero estoy segura de que él es la persona que busca.

– Le tenía apuntado como Sharon.

– Es un error muy habitual -le dijo la mujer atenta-, pero ahora no está en casa.

– ¿Sabe a qué hora volverá?

– Ni idea, sólo soy su compañera de piso, no me cuenta nada. Probablemente esté en el Bar Variety en Sauchiehall Street, por si quiere pasarse por ahí.

– Bueno, la verdad es que no me corre tanta prisa.

– O podría llamarle mañana al trabajo. Está en el dispensario de la Clínica Rainbow en el South Side. Si llama al Levanglen le pasarán con él.

– Gracias -dijo Maureen, y colgó como si el teléfono le quemara en las manos.


Mientras cerraba con llave la puerta del piso, sintió los diminutos ojos de Jim en la nuca. Fuera, en la calle oscura, los dos policías se dieron un codazo para despertarse mutuamente y esperaron a que Maureen hubiera bajado hasta la mitad de la pendiente para poner en marcha el motor y encender las luces del coche.

Maureen intentó encontrar una buena justificación para gastar dinero en un taxi en lugar de ponerse a esperar el autobús. Si se le acababa el dinero, podía coger un poco del de Douglas, pero no quería. Era domingo y no pasarían muchos autobuses. Quizá tuviera que esperar horas; quizá llegara tarde a la hora de visita. Bajó la pendiente hasta la carretera principal, paró un taxi y le dijo al taxista que la llevara a Whiteinch, al otro extremo de la ciudad.

El hombre empezó a hablarle de las magníficas notas que había sacado su hija y siguió con el monólogo a lo largo de Dumbarton Road. Maureen le pidió que se detuviera en un kiosco, bajó del taxi un momento y se gastó más dinero en un triste ramo de flores marchitas y una caja de bombones para Yvonne.

Daniel House era como cualquiera de los otros chalés de piedra caliza que había en aquella calle. Sólo los coches familiares aparcados frente a la entrada lo distinguían de los demás: las otras casas tenían Mercedes y bmw. Una placa de latón colocada en el muro bajo del jardín decía que era la Clínica Daniel House. Las contrapuertas estaban abiertas y sujetas a las paredes del porche; en la entrada, en lugar de escaleras había una pequeña rampa. La puerta de la clínica era enorme y tenía un panel de cristal de un metro de altura con un grabado al agua fuerte de una vasija griega.

Maureen llamó al timbre de plástico blanco y dio un paso hacia atrás. Una enfermera joven abrió la puerta. Llevaba un uniforme azul a rayas multicolores y un delantal blanco encima.

– ¿Sí? -le dijo la mujer.

– He llamado hace un rato para preguntar por Yvonne Urquhart.

– Ah, sí -dijo y abrió del todo la puerta, invitando a Maureen a que pasara.

Maureen notó que la gruesa moqueta de nailon crujía y se hundía bajo sus botas de suela de goma. En la clínica la calefacción estaba muy alta y Maureen empezó a sudar en cuanto entró por la puerta. Había puertas de madera de roble a cada uno de los lados del vestíbulo que daban a dos enormes salas colectivas. Justo enfrente de la puerta de entrada había una amplia escalera de madera que subía hasta el primer piso y que tenía una barandilla de acero inoxidable con una silla plegable en la parte baja. A la sombra de la elegante escalera estaba, tapado, el carrito gris de la medicación.

La enfermera vio la caja de bombones que llevaba Maureen y se encogió.

– Hace tiempo que no ve a Yvonne, ¿verdad?

– Sí.

– Creo que no debería dársela -dijo la enfermera señalando la caja-. Podría ahogarse.

Maureen se la guardó en el bolso. La enfermera le sonrió como disculpándose y la condujo por las escaleras hasta el primer piso. Le indicó una puerta medio abierta con una placa con el número cinco y se marchó escaleras abajo. Las puertas tres y cuatro estaban cerradas, así que Maureen supuso que la cinco era la correcta. La abrió empujándola con los dedos.

La habitación era más pequeña de lo que sugería la enorme puerta y los tabiques estaban mal distribuidos: la ventana tenía medio metro de ancho y era la continuación de la de la habitación contigua; el techo era demasiado alto y la pared nueva parecía un remiendo no muy estable. La única iluminación provenía de una lámpara con una pantalla rosa que estaba encima de la cajonera y que daba a la habitación una claridad pálida y rosada. Era como las luces que se dejan encendidas por la noche para calmar a un niño asustado. No parecía que hubiese ningún objeto personal en la habitación. Los cuadros de flores colgados en las paredes los habían elegido porque hacían juego con los marcos rojos de plástico. Encima de una taquilla junto a la pila había un juego de jabón y talco sin estrenar y un vaso de zumo de naranja cerrado con una tapa de papilla para bebés.

Una enfermera mayor y terriblemente delgada vestía a una mujer que estaba sentada en una silla. La enfermera llevaba el uniforme a rayas y unas gruesas medias compresoras le cubrían las piernas llenas de varices. Estaba de espaldas a la puerta mientras intentaba meter el cuerpo flaccido de Yvonne dentro de un camisón deslavazado de nailon. El camisón tenía electricidad estática y se pegaba a la cara y los brazos de Yvonne. Estaba abierta por la espalda, como las batas de los hospitales. La enfermera le susurraba palabras de ánimo mientras pasaba la cabeza de Yvonne por la apertura del cuello del camisón y se lo abrochaba. Maureen tosió para hacer notar su presencia y la enfermera se dio la vuelta.

– ¿Quién es usted? -dijo enfadada y sorprendida.

– He venido a ver a Yvonne.

– ¿Puede esperar fuera hasta que acabe de vestirla, por favor? -dijo malhumorada.

Maureen se marchó de la habitación y se quedó en el rellano como una niña castigada hasta que salió la enfermera.

– Ya puede entrar -le dijo cuando pasó a su lado para bajar las escaleras. Maureen puso el ramo de flores enfrente de ella y entró en la habitación.

Yvonne tenía el pelo rubio, pero se le estaba oscureciendo por la falta de sol, y lo llevaba corto y manejable, estilo hospital. Estaba sentada en un sillón ortopédico; habían puesto cojines entre sus caderas y los laterales de la butaca para que no resbalara. Delante de ella, sobre la mesa adjunta, había una almohada recién mullida dentro de una funda de plástico transparente. Yvonne estaba tumbada sobre ella con las manos en el regazo. Sus ojos azules y vidriosos estaban medio abiertos; su mejilla descansaba sobre la funda de plástico de la almohada en medio de una capa de saliva caliente que le salía de la boca. Tendría unos cuarenta años como mucho y el cutis flaccido le colgaba a un lado de la cara, aplastada contra la almohada pero sin arrugas. Hacía mucho tiempo que Yvonne tenía un rostro inexpresivo. Tenía las manos juntas y retorcidas como alguien que ha sufrido una apoplejía y entre los dedos, le habían puesto trozos de algodón con talco para que no le salieran llagas.

Maureen puso las flores en la pila y acercó una silla para sentarse al lado de Yvonne y así poder verle la cara mientras hablaba con ella. Le preguntó si había estado en el Hospital Northern, si recordaba a Siobhain McCloud, si había visto a Douglas, el Douglas de los ojos oscuros y la voz suave. Maureen se puso a describírselo poco a poco y con un tono dulce que cada vez se hacía más débil y que acabó siendo un susurro que decía para sí misma.

Maureen estuvo diez minutos más sentada con Yvonne para no quedar mal. Cuando se levantó para marcharse, se fijó en sus pies. Los tenía arqueados como si practicara una posición de ballet. Alguien que se preocupaba por ella le había hecho unos patucos rosas con una cinta blanca que se ataba al tobillo. La luz que provenía del vestíbulo iluminaba la parte inferior de la mesa, destacando la piel seca y escamosa de sus piernas delgadas. Unos centímetros por encima del tobillo la piel le cambiaba de color. Tenía una línea rosada y brillante, como la piel de una serpiente, alrededor de la pantorrilla. Entonces Maureen se dio cuenta de que era una cicatriz; producida por la rozadura de una cuerda.

Bajó las escaleras. La enfermera joven estaba sentada en la Sala de Día, viendo la televisión, y le cogía la mano a una mujer. La paciente daba cabezadas repentinas en un intento inútil de resistirse al sueño provocado por la medicación. La enfermera vio que Maureen estaba en el vestíbulo y le indicó con la mano que entrara en la sala. El color de las imágenes de la televisión estaba demasiado brillante: los actores tenían las caras naranjas y los labios rojos borrosos e indefinidos. Frente al aparato había seis o siete sillones ortopédicos marrones, todos iguales, que estaban vacíos. Contra la pared descansaban una silla de ruedas plegada y un andador. De las paredes no colgaba ningún cuadro y unas cortinas marrones de nailon estropeaban las bonitas ventanas. Era una habitación funcional y desoladora. Maureen se sentó en una silla. La enfermera alargó la mano para tocar el brazo de Maureen.

– ¿Está bien? -le preguntó susurrando para no molestar a su compañera adormilada-. Parece algo impresionada. Hacía tiempo que no la veía, ¿verdad?

– ¿Cuánto tiempo lleva así? -le preguntó Maureen también susurrando.

– Mucho. ¿De qué la conoce?

– De antes de que la ingresaran en el Hospital Northern.

– Dios mío -dijo la joven-. Parece que allí empezó a empeorar. Sufrió una especie de apoplejía.

– ¿De qué es esa señal que tiene en el tobillo?

– No lo sé. La tiene desde que la conozco.

– ¿Vino a verla un hombre hace poco? ¿De estatura media, unos cuarenta años y voz suave?

El rostro de la enfermera se iluminó.

– Sí -dijo-. Un tipo que se llamaba Douglas. Era pariente de Yvonne. Vino por asuntos de negocios.

– ¿De negocios?

– Sí -contestó la enfermera-. Fue a ver a Jenny al despacho y le pagó los gastos de Yvonne de los próximos seis meses. ¿Le conoces?

– De vista -dijo Maureen.

La paciente adormilada se dio por vencida y dejó caer la cabeza a un lado.

– Será mejor que lleve a Precious a la cama -susurró la enfermera.


No se veía capaz de coger el autobús. Paró un taxi y le dijo al taxista que la llevara a la tienda del señor Padda, un supermercado con licencia para vender alcohol que había en la esquina de su casa. La policía había interrogado al señor Padda: le habían preguntado si el martes de la semana anterior había visto a alguien cubierto de sangre bajando por la carretera.

– ¿Vio a alguien, señor Padda?

– No, querida -dijo y sonrió a Maureen-. Los sábados, sí, muchas veces, pero los martes, no.

Maureen compró media botella de whisky y cigarrillos.

Cuando entró en la cocina destapó la botella y la cerró sin haber tomado un trago. No le apetecía.

Fue al salón, desclavó las pocas tachuelas que quedaban en la moqueta, la enrolló y la levantó con grandes esfuerzos para apoyarla contra la pared. Incluso el aislante de la moqueta estaba cubierto con la sangre de Douglas. Sacó dos bolsas negras de un cajón de la cocina y las llenó con trozos de aislante que iba arrancando a tirones llenos de rabia.

A las once de la noche había dejado el suelo desnudo. Llevó la botella de whisky y un vaso al salón, se sentó a oscuras en el suelo con la espalda contra la pared, y miró lo que quedaba de Douglas: tres metros de moqueta empapada de sangre.

Se bebió el whisky demasiado rápido y empezó la caja de bombones de Yvonne mientras dedicaba un recuerdo llorón y solitario a la memoria de Douglas, e iba evocando cronológicamente aquellos hechos que conocía de su vida. Rememoró su primer día de colegio, cuando se había pasado tres horas llorando hasta que Carol lo había llevado a casa; el intercambio en Dinamarca en su cuarto año de carrera, donde había conocido a una chica alemana y se había enamorado por primera vez; la muerte de su padre, que no le había afectado; el día en que se había licenciado y cuando había obtenido la plaza que tanto había codiciado en un curso de Psicología clínica; su matrimonio con Elsbeth; su primera noche en la cama de Maureen, mientras su pobre esposa debía de estar tumbada sola y despierta, preguntándose dónde estaría su marido a las cuatro de la madrugada, habría supuesto bien y habría llorado; su fin de semana perdido en Praga; su lamentable antipatía por la gente con la que trabajaba; y sus numerosas aventuras ilícitas.

Maureen se sirvió lo que quedaba de whisky en el vaso y lo alzó para brindar con la moqueta enrollada contra la pared.

– Por Douglas y su miserable y deshonesta vida -dijo y se encogió. Cuando se está con gente educada, hablar como Bette Davis siempre significa que ha llegado la hora de dejar el vaso e irse a la cama.

Eso fue lo que hizo.

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