Lo que ella me ofreció – Thomas H. Cook

– Suena a mujer peligrosa -dijo mi amigo. Él no había estado conmigo en el bar la noche anterior, así que no la había visto irse ni me había visto a mí salir detrás de ella.

Bebí un sorbo de vodka y eché un vistazo a la ventana. Afuera, la luz de la tarde era la misma de siempre, pero a mí ya no me parecía igual.

– Supongo que lo era -dije.

– Entonces, ¿qué fue lo que pasó? -preguntó mi amigo.

Esto: yo estaba en el bar. Eran las dos de la mañana. La gente que me rodeaba era como grabaciones de Misión imposible, solo que sin la misión, únicamente la advertencia de autodestrucción. Uno casi podía escuchar la grabación repitiéndose dentro de sus cabezas, escueta e implacable como el proverbio chino: Si sigues por el camino en que estás, llegarás adonde quieres ir.

¿Adónde querían ir? Por lo que veía, casi todos iban hacia más de lo mismo. Acabarían ese trago, esa noche, esa semana… y así. En algún momento, morirían como animales después de un largo y agotador esfuerzo, entumecidos por la fatiga hasta que finalmente se desplomaran bajo el peso de su carga. Peor aún, según me parecía, ese bar era el mundo, y sus desanimadas moscas que zumbaban débilmente apenas sustitutos de todos nosotros.

Yo había escrito sobre “nosotros” en una novela tras otra. Mi tono era siempre funesto. En mis libros no había finales felices. Las personas estaban perdidas, impotentes, incluso los más inteligentes… en especial los más inteligentes. Todo era vanidad, todo era efímero. Las emociones más intensas declinaban con rapidez. Había unas pocas cosas que importaban, pero solo porque nosotros las volvíamos importantes insistiendo en que lo eran. Si necesitábamos pruebas de que lo eran, las inventábamos. Por lo que yo sabía, había básicamente tres clases de personas: las que engañaban a los demás, las que se engañaban a sí mismas, y las que entendían que la gente de las dos categorías anteriores eran las únicas que podrían encontrarse en el camino. Yo me clasificaba definitivamente en la tercera categoría, por supuesto, como el único miembro de mi club, el único tipo que comprendía que ver las cosas con total claridad significaba vivir en medio de la mayor oscuridad.

Así que vagaba por las calles y frecuentaba los bares y era, según yo mismo, el único hombre sobre la tierra que no tenía nada que aprender.

Entonces, de pronto, ella traspuso la puerta.

Al negro, ella le ofrecía una sola concesión. Una sarta de perlas blancas. Todo lo demás, el sombrero, el vestido, las medias, los zapatos, el pequeño bolso… todo lo demás era negro. Y así, lo que ofrecía a primera vista era el viejo estereotipo del cine clase B de la mujer peligrosa, el sombrero de ala ancha que cubre discretamente un ojo, tacos altos que resuenan sobre calles mojadas por la lluvia, dinero extranjero en el pequeño bolso negro. Ofrecía la imagen de la espía, la asesina, la seducción de un pasado secreto y, por supuesto, la insinuación del peligro erótico.

Sabe cómo piensan los hombres, me dije para mis adentros mientras se acercaba a la barra y se sentaba. Sabe cómo piensan los hombres… y se está aprovechando de eso.

– Entonces… ¿qué te pareció que era? -preguntó mi amigo.

– Intrascendente -dije encogiéndome de hombros.

Y por eso había observado sin interés cómo se acumulaban los gestos melodramáticos. Encendió un cigarrillo y lo fumó pensativa, mientras sus ojos se abrían y cerraban lánguidamente, con la clase de cansancio del mundo que uno ve en las heroínas de las viejas películas en blanco y negro.

Sí, eso es, me dije a mí mismo. Es noir en el peor sentido posible, como una delgada tira de película, e igualmente transparente en los bordes. Miré mi reloj. Hora de irme, pensé, hora de ir a mi departamento y tenderme en la cama y regodearme en mi oscura superioridad, felicitarme porque una vez más no había sido engañado por las cosas que suelen engañar al resto de los hombres.

Pero eran apenas las dos de la mañana, temprano para mí, así que me quedé allí en el bar y me pregunté, aunque sólo vagamente, apenas con un interés fugaz, si ella tenía alguna otra cosa que ofrecer más allá de su número de mujer “peligrosa”.

– ¿Y entonces qué pasó? -preguntó mi amigo.

Entonces ella abrió su bolso, extrajo un pequeño anotador negro, lo abrió, escribió algo y me pasó la hoja de papel deslizándola sobre la barra.

El papel estaba doblado, por supuesto. Lo desplegué y leí lo que ella había escrito: Sé lo que tú sabes de la vida.

Era exactamente la clase de estupidez que yo esperaba, así que rápidamente garrapateé una respuesta en el papel y lo deslicé sobre la barra hacia ella.

Ella lo abrió y leyó lo que yo había escrito: No, no lo sabes. Y nunca lo sabrás.

Entonces, sin levantar la vista, escribió una respuesta con la rapidez del relámpago y la lanzó sobre el mostrador, recogiendo con celeridad sus cosas y dirigiéndose a la puerta mientras el papel estaba en viaje, de manera que ella ya había salido del lugar para el momento en que llegó a mis manos.

Abrí la nota y leí su respuesta: Mediocre.

Eso atizó mi furia. ¿Mediocre? ¡Cómo se atrevía! Hice girar mi banqueta y salí con premura del bar, y la encontré apoyada despreocupadamente contra la pequeña verja de hierro que rodeaba el establecimiento.

Agité la nota ante su cara.

– ¿Qué se supone que significa esto? -le dije. Ella sonrió y me ofreció un cigarrillo.

– He leído tus libros. Son espantosos.

No fumo, pero le acepté el cigarrillo de todos modos.

– Entonces, ¿te dedicas a la crítica?

Ella no prestó atención a lo que acababa de decirle.

– La escritura es bella -dijo mientras me encendía el cigarrillo con un encendedor de plástico rojo-. Pero la idea es verdaderamente mala.

– ¿Y cuál es esa idea?

– Sólo tienes una -dijo con total seguridad-. Que todo termina mal, hagamos lo que hagamos. -Su rostro se puso tenso.- Quiero ofrecerte algo. Cuando escribí Sé lo que tú sabes de la vida, no era exactamente cierto. Sé más que tú.

Di una larga pitada a mi cigarrillo.

– Entonces -dije con tono leve-, ¿esto es una cita?

Ella meneó la cabeza y de pronto sus ojos se hicieron oscuros y sombríos.

– No -dijo-, esto es una relación amorosa.

Empecé a decir algo, pero ella levantó una mano y me detuvo.

– Podría hacerlo contigo, ¿sabes? -susurró, con una voz ahora muy grave-. Porque tú sabes casi tanto como yo, y quiero hacerlo con alguien que sabe tanto.

Por la expresión de sus ojos supe exactamente qué era lo que quería “hacer” conmigo.

– Necesitamos una pistola -le dije con una sonrisa de superioridad.

Ella meneó la cabeza.

– Nunca usaría una pistola. Tendrán que ser píldoras. -Dejó caer el cigarrillo de sus dedos.- Y tendremos que estar en la cama, los dos juntos -agregó con absoluta naturalidad-. Desnudos y abrazados.

– ¿Por qué debe ser así?

Su sonrisa fue leve como la luz.

– Para demostrarle al mundo que estabas equivocado. -Su sonrisa se ensanchó, casi traviesa.- Que algo puede terminar bien.

– ¿Con un suicidio? -pregunté-. ¿A eso le dices terminar bien?

Ella se rió y agitó un poco su melena.

– Es la única manera de terminar bien.

Y pensé Está chiflada, pero por primera vez en muchos años deseé escuchar un poco más.

– Un pacto de suicidio -susurró mi amigo.

– Eso fue lo que me ofreció, sí -le dije-. Pero no inmediatamente. Dijo que antes había algo que yo debía hacer.

– ¿Qué?

– Enamorarme de ella -respondí con suavidad.

– ¿Y sabía que lo harías? -preguntó mi amigo-. Quiero decir, ¿que te enamorarías de ella?

– Sí, lo sabía -le dije.

Aunque también sabía que habitualmente ese proceso está lleno de penurias, que es un camino sembrado de trampas y obstáculos. Así que decidió prescindir del cortejo, esa tediosa tarea de intercambiar montañas de trivial información biográfica. La intimidad física vendría en primer término, dijo. Era la puerta para que cada uno de nosotros entrara en el otro.

– Ahora tendríamos que ir a mi casa -concluyó, después de darme una breve explicación sobre todo eso-. Tenemos que coger.

– ¿Coger? -me reí-. No eres precisamente una mujer del tipo romántico, ¿no es cierto?

– Puedes desvestirme si quieres -dijo-. O, si no, puedo hacerlo yo misma.

– Tal vez será mejor que lo hagas tú -respondí, bromeando-. Así no te disloco un hombro.

Ella se rió.

– Siempre sospecho cuando un hombre sabe hacerlo bien. Me hace pensar que está demasiado familiarizado con todos esos broches y ojales y cremalleras de las mujeres. Y eso me lleva a preguntarme si tal vez… él mismo no ha usado todas esas prendas.

– Dios mío -gemí-. ¿De veras se te ocurren cosas así?

Su mirada y su voz cobraron una enorme seriedad.

– No puedo satisfacer todas las necesidades -dijo.

En sus ojos había una expresión interrogante, y supe cuál era su pregunta. Quería saber si yo tenía algún anhelo secreto, algún extraño capricho sexual, alguna “necesidad” que ella no podría “satisfacer”.

– Soy absoluta y estrictamente pura vainilla -le aseguré-. Ningún sabor extravagante.

Ella pareció ligeramente aliviada.

– Me llamo Verónica -me dijo.

– Temía que no me lo dijeras. Que esta fuera una de esas situaciones en las que yo nunca sabría quién eras tú, y viceversa. Ya sabes, barcos que se cruzan en la noche.

– Qué banal sería eso -dijo ella.

– Sí, lo sería.

– Además -agregó-, yo ya sabía quién eras.

– Sí, por supuesto.

– Mi departamento está en la otra manzana -y se ofreció a conducirme hasta allí.


Resultó que su departamento quedaba un poco más allá de la manzana siguiente, pero no importaba demasiado. Eran más de las dos de la mañana y las calles estaban bastante desiertas. Aun en Nueva York, ciertas calles, especialmente ciertas calles de Greenwich Village, nunca están demasiado frecuentadas, y una vez que la gente ha dejado de ir y volver de su trabajo, se convierten prácticamente en senderos rurales. Esa noche los árboles que bordeaban Jane Street ondulaban suavemente en el fresco aire otoñal, y me permití aceptar lo que creí que ella me ofrecía, que, a pesar de toda el aura de “peligro”, probablemente no fuera más que un breve episodio erótico, tal vez un desayuno a la mañana, un poco de conversación ligera con el café y los bizcochos. Después ella seguiría su camino y yo el mío, porque uno de nosotros querría que así fuera y al otro no le importaría lo suficiente como para discutirlo.

– El vodka está en el congelador -me dijo mientras abría la puerta de su departamento, entraba y encendía la luz.

Fui a la cocina mientras Verónica se internaba en un corredor cercano. El refrigerador estaba en el otro extremo de la habitación, con su puerta adornada con fotos de Verónica y de un hombrecito pequeño y calvo que parecía tener poco más de cuarenta años.

– Ese es Douglas -dijo Verónica desde el vestíbulo-, mi marido.

Experimenté un pinchazo de aprensión.

– Está de viaje -agregó.

Mi aprensión desapareció.

– Eso suponía -dije, mientras abría la puerta del congelador.

El rostro del marido de Verónica volvió a quedar frente a mí cuando cerré la puerta, con la helada botella de vodka sana y sal ya en mi mano derecha. Ahora advertí que Douglas era bastante robusto, con profundas arrugas alrededor de los ojos, y sienes que empezaban a encanecer. Okey, pensé, tal vez un poco más de cincuenta. Y sin embargo, a pesar de todo, tenía una cara juvenil. En las fotos, Verónica se veía mucho más alta que él, cuya cabeza calva apenas llegaba a los anchos hombros de la mujer. Ella aparecía en todas las fotos, y él le rodeaba afectuosamente la cintura con un brazo. Y en todas las fotos Douglas sonreía con lisa y llana alegría, de modo que supe que toda su felicidad provenía de ella, de estar con ella, de ser su esposo, de que cuando estaba con ella se sentía alto y moreno y apuesto, agudo e inteligente y tal vez incluso un poquito elegante. Eso es lo que ella le ofrecía, supuse, la ilusión de que él la merecía.

– Era barman cuando lo conocí -me dijo ella entrando en la cocina-. Ahora vende software.

Extendió un brazo imposiblemente largo y gracioso hasta la alacena que estaba a su lado, abrió la puerta de madera sin adornos y sacó dos vasos decididamente comunes, que depositó con brusquedad sobre el sencillo mostrador de fórmica antes de volverse hacia mí.

– Desde el primer momento me sentí completamente a mis anchas con Douglas -me dijo.

No podría haberlo expresado con mayor claridad. Douglas era el hombre con el que había elegido casarse porque poseía las características -fueran cuales fueren- que ella necesitaba para sentirse completamente a gusto cuando estaba en casa, completamente ella misma cuando estaba con él. Si había tenido algún gran amor en su vida, ella lo había elegido a Douglas por encima del otro porque con Douglas podía vivir sin cambiar nada, sin ninguna alteración, sin tener que maquillar su alma. Por ese motivo, de pronto sentí que envidiaba vagamente a ese hombrecito regordete, envidiaba la paz que le había dado, la manera en que ella seguramente podía descansar en el hueco del brazo de él, respirando cada vez con mayor lentitud hasta dormirse.

– Parece… agradable -dije.

Verónica no dio ninguna señal de haber oído lo que dije.

– Lo tomas puro -dijo refiriéndose a mi manera de beber, algo que evidentemente había advertido cuando estábamos en el bar.

Asentí.

– Yo también.

Sirvió las copas y me condujo a la sala. Las cortinas estaban herméticamente cerradas y parecían un poco polvorientas. Los muebles habían sido elegidos por su comodidad más que por su estilo. Había unas pocas plantas en macetas, casi todas ellas con las hojas amarronadas y marchitas. Casi se las podía oír rogando que les dieran agua. Nada de perros. Ni gatos. Ni pececitos de colores ni hámsters ni serpientes ni ratas blancas. Parecía que cuando Douglas estaba de viaje, Verónica vivía sola.

Salvo por los libros, que estaban por todas partes. Llenaban un anaquel tras otro, hasta el techo, o se amontonaban en pilas altísimas y a punto de derrumbarse contra las cuatro paredes de la habitación. Los autores abarcaban todas las gamas, desde los clásicos más antiguos hasta los best sellers más recientes. Stendhal y Dostoievski estaban hombro a hombro con Anne Rice y Michael Crichton. Algunos de mis crudos títulos se encontraban alineados entre Robert Stone y Patrick O'Brien. En su colección no había títulos de historia ni de ciencias sociales, y tampoco poesía. Todo era ficción, tal como parecía serlo la propia Verónica, un personaje que había fabricado ella misma y que estaba dispuesta a encarnar hasta el final. Lo que ofrecía, me pareció en ese momento, era una excelente interpretación de una excéntrica de Nueva York.

Chocó su vaso con el mío, mirándome directamente a los ojos.

– Por lo que estamos por hacer -brindó.

– ¿Todavía seguimos hablando de suicidarnos juntos? -me burlé mientras bajaba mi vaso sin haber bebido-. ¿Qué es esto, Verónica? ¿Una reescritura de Sweet November?

– No sé de qué hablas -dijo ella.

– Ya sabes, esa estúpida película en la que la chica agonizante se lleva al tipo a vivir con ella durante un mes y…

– Yo jamás viviría contigo -me interrumpió Verónica.

– No me refiero a eso.

– Y no me estoy muriendo -agregó Verónica. Tomó un rápido sorbo de vodka, puso su vaso en la mesa que estaba junto al sofá, luego se incorporó como si hubiera sido llamada de repente por una voz invisible, y me ofreció su mano-. Hora de irse a la cama -dijo.

– ¿Así como así? -preguntó mi amigo.

– Así como así.

Me miró con desconfianza.

– Todo esto es una fantasía, ¿verdad? -me preguntó-. Es algo que inventaste.

– Lo que ocurrió a continuación es algo que nadie podría haber inventado.

– ¿Y qué fue lo que pasó?

Me condujo al dormitorio. Nos desvestimos en silencio. Ella se metió bajo la única sábana y palmeó el colchón a su lado.

– Este es tu lado -dijo.

– Hasta que vuelva Douglas -respondí mientras me tendía a su lado.

– Douglas no va a volver -dijo, después se inclinó sobre mí y me besó muy suavemente.

– ¿Por qué?

– Porque está muerto.

Y así me enteré de la lenta declinación de su esposo, del cáncer que había empezado en sus intestinos y había migrado a su hígado y a su páncreas. La agonía había durado seis meses y Verónica lo había atendido cada día. Lo iba a ver camino al trabajo cada mañana, después volvía a la noche, se quedaba junto a su cama hasta que estaba segura de que no se despertaría y entonces, finalmente, volvía allí, a esa misma cama, para dormir una o dos horas, tres como máximo, antes de empezar de nuevo su rutina.

– Seis meses -dije-. Eso es mucho tiempo.

– Una persona agonizante es mucho trabajo -dijo ella.

– Sí, lo sé -respondí-. Estuve con mi padre hasta que murió. Para el momento en que finalmente falleció, yo estaba exhausto.

– Oh, no me refiero a eso -dijo-. La parte física, la falta de sueño. Eso no fue lo más duro en el caso de Douglas.

– ¿Y qué fue lo más duro?

– Hacerle creer que lo amaba.

– ¿No lo amabas?

– No -dijo, y volvió a besarme, un beso que duró apenas un poco más que el primero y que me dio tiempo para recordar que pocos minutos antes me había dicho que ahora Douglas vendía software.

– Software -dije, alejando mis labios de los de ella-. Me dijiste que ahora vendía software.

Ella asintió.

– Sí, lo hace.

– ¿A otros muertos? -Me senté en la cama y me sostuve la cabeza con una mano.- Me muero por una explicación.

– No hay ninguna explicación -dijo-. Douglas siempre quiso vender software. Entonces, en vez de decir que está bajo tierra o en el cielo, simplemente digo que está vendiendo software.

– Entonces le das a la muerte un nombre bonito. Y de ese modo no tienes que enfrentarte a ella.

– Digo que está vendiendo software porque no quiero la conversación que seguiría si te hubiera dicho que está muerto -dijo Verónica con aspereza-. Aborrezco que me consuelen.

– ¿Entonces por qué acabaste por decírmelo?

– Porque necesitas saber que soy como tú -respondió-. Sola. Que nadie me llorará.

– Ya veo que hemos vuelto otra vez al suicidio -dije-. ¿Siempre giras en círculos alrededor de la muerte?

Ella sonrió.

– ¿Sabes lo que dijo La Rochefoucauld sobre la muerte?

– No, no lo tengo en la punta de la lengua.

– Dijo que era como el sol. No era posible mirarla de frente mucho tiempo sin quedar enceguecido. -Se encogió de hombros.- Pero yo creo que si uno la mira de frente todo el tiempo, comparándola con la vida, puede elegir.

La tomé en mis brazos.

– Eres un poquito estrafalaria, Verónica -le dije en tono de broma.

Ella meneó la cabeza y su tono fue muy firme y seguro.

– No -insistió-. Soy la persona más sensata que has conocido.


– Y lo era -le dije a mi amigo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que ofrecía mucho más que cualquier persona que haya conocido.

– ¿Qué ofrecía?

Esa noche me ofreció el dulce y fresco lujo de su carne, un beso tan colmado de sentimiento que creí que brotarían chispas de sus labios.

Hicimos el amor durante un rato y después, de repente, ella se detuvo y se alejó de mí.

– Hora de charlar -dijo, y fue a la cocina y volvió con otros dos vasos de vodka.

– ¿Hora de charlar? -pregunté, todavía desconcertado por la manera abrupta en que se había alejado de mí.

– No tengo toda la noche -dijo mientras me tendía el vaso.

Acepté el trago que me ofrecía.

– ¿Entonces no vamos a brindar juntos por el amanecer?

Ella se sentó en la cama, con las piernas cruzadas y desnuda, su cuerpo terso y elegante bajo la luz azulada.

– Eres un charlatán -dijo mientras chocaba su vaso contra el mío-. Yo también. -Se inclinó un poquito hacia adelante, y sus ojos brillaban en la oscuridad.- Así es la cosa -agregó-. Si eres un hablador, no quedan palabras para las cosas importantes. Solo palabras bonitas. Inteligentes. Insustanciales. Ese es el momento en que sabes que has ido tan lejos como es posible, que ya no te queda nada para ofrecer salvo puro palabrerío.

– Eso es bastante duro, ¿no te parece? -Bebí un sorbo de vodka.- Y además, ¿qué alternativa queda salvo hablar?

– El silencio -respondió Verónica.

Me reí.

– Verónica, no se puede decir que seas muy silenciosa.

– Casi todo el tiempo lo soy.

– ¿Y qué oculta ese silencio?

– Furia -respondió sin la menor vacilación-. Furia. Su rostro se tensó, y pensé que la furia que de repente había visto dentro de ella acabaría por envolver su cabello en llamas.

– Por supuesto, uno puede llegar al silencio de otras maneras -dijo. Bebió un trago rápido y brutal de su vaso-. Douglas llegó allí, pero no por ser un conversador brillante.

– ¿Cómo lo hizo, entonces?

– Por el sufrimiento.

La miré para ver si le temblaban los labios, pero no. Busqué humedad en sus ojos, pero se los veía secos y calmos.

– Porque estaba aterrorizado -agregó. Miró hacia la ventana, dejó que su mirada se demorara allí un momento y después volvió a clavar sus ojos en mí-. La última semana no dijo una sola palabra. Entonces supe que había llegado el momento.

– ¿El momento de qué?

– El momento de que Douglas consiguiera un nuevo trabajo.

Sentí que mi corazón se detenía.

– ¿Vendiendo… software? -pregunté.

Ella encendió una vela, la puso en el angosto estante que había sobre la cama y abrió de un tirón el primer cajón de su mesa de luz, extrajo una caja plástica de píldoras y la sacudió para que yo escuchara el seco repiqueteo de las grageas guardadas en su interior.

– Había planeado darle estas -dijo-, pero no hubo tiempo.

– ¿Qué quieres decir con que no hubo tiempo?

– Lo vi en su rostro -me respondió-. Estaba viviendo como alguien que ya estuviera bajo tierra. Alguien enterrado que esperaba que se le acabara el aire. Esa clase de sufrimiento, puro terror. Sabía que un solo minuto de más sería demasiado largo.

Puso las píldoras sobre la mesa, después levantó la almohada sobre la que había descansado su cabeza, la ahuecó con suavidad y la apretó contra mi cara un momento, antes de levantarla otra vez de una manera que me hizo sentir extrañamente como si hubiera vuelto a la vida.

– Era todo lo que me quedaba para ofrecerle -dijo gentilmente, luego bebió un largo y lento trago de su vodka-. Tenemos tan poco que ofrecer.

Y pensé con súbita y devastadora claridad: “Su oscuridad es verdadera; la mía es sólo una pose”.


– ¿Y qué hiciste? -preguntó mi amigo.

– Le acaricié la cara.

– ¿Y ella qué hizo?

Ella me retiró la mano casi con violencia.

– Esto no se trata de mí -me dijo.

– En este momento, todo se trata de ti -le dije.

Ella hizo una mueca de disgusto.

– No digas sandeces.

– Lo digo en serio.

– Y eso solo empeora las cosas -me respondió con acritud. Miró el cielo y volvió a bajar los ojos hasta mí, oscuros y acerados como los dos caños de una escopeta-. Se trata de ti -dijo con resolución-. Y no permitiré que hagas trampa.

Me encogí de hombros.

– La vida entera es hacer trampa, Verónica.

Sus ojos se endurecieron.

– Eso no es verdad y tú lo sabes -dijo, casi con un siseo-. Y por eso eres un mentiroso y todos tus libros son una mentira. -Su voz era tan firme, tan dura e inflexible que la sentí como un viento que me azotaba-. La cosa es así. Si realmente te sintieras como lo que escribes, te matarías. Si todos esos sentimientos estuvieran verdaderamente en tu interior, en lo profundo de ti, no serías capaz de seguir viviendo un solo día más. -Me desafió a que la contradijera, y como no lo hice siguió hablando.- Ves todo salvo a ti mismo. Y ahora te diré lo que no ves de ti mismo, Jack: no ves que eres feliz.

– ¿Feliz? -pregunté.

– Eres feliz -insistió Verónica-. No quieres admitirlo, pero lo eres. Y está bien que lo seas.

Entonces me enumeró los elementos de mi felicidad: la pura buena suerte que había tenido, salud, dinero suficiente, un trabajo que amaba, una buena dosis de éxito.

– Comparado contigo, Douglas no tenía nada -dijo.

– Te tenía a ti -dije con cautela.

Su rostro volvió a endurecerse.

– Si vuelves a hablar de mí -me advirtió-, tendrás que irte.

Lo decía en serio, y yo lo sabía. Así que le pregunté:

– ¿Qué quieres de mí, Verónica?

– Quiero que te quedes -dijo sin vacilar.

– ¿Que me quede?

– Mientras me tomo las píldoras.

Recordé lo que me había dicho en la puerta del bar apenas unas horas antes: “Podría hacerlo contigo, ¿sabes?”.

Yo había creído que eso significaba que lo haríamos juntos, pero ahora sabía que nunca me había incluido. No había ningún pacto de suicidio. Era sólo Verónica.

– ¿Lo harás? -me preguntó con tono sombrío.

– ¿Cuándo? -le pregunté suavemente.

Ella tomó las píldoras y las vertió sobre su palma.

– Ahora -dijo.

– No -le espeté, y empecé a incorporarme.

Ella me retuvo con fuerza, con una expresión de inflexible resolución en la mirada, así que supe que haría lo que se proponía, que no había manera de impedírselo.

– Quiero salir de este ruido -dijo, apretándose el oído derecho con su mano libre-. Todo es tan ruidoso.

En la intensidad de sus palabras atisbé en toda su medida la dimensión de su tormento, todo lo que ella ya no quería escuchar, el cotidiano estrépito de todas las vanidades y el estruendo de las repeticiones, los maullidos de los inferiores, el trompeteo de las mediocridades, todo lo que convertía el insoportable rechinar de la rueda en un rugido que desgarraba el alma. Ella quería terminar con todo eso, quería un silencio que nadie podría negarle.

– ¿Te quedarás? -me preguntó en voz baja.

Supe que mis argumentos le parecerían tan sólo un poco más de ese ruido que ya no podía soportar. Repicaría como un címbalo, y sólo se sumaría al sinsentido de esa cacofonía de la que ella deseaba escapar.

Y por lo tanto le dije:

– Está bien.

Sin una sola palabra más, se tragó las píldoras de a dos, haciéndolas bajar con rápidos sorbos de vodka.

– No sé qué decirte, Verónica -le dije cuando tragó la última y apoyó su vaso en la mesa de luz.

Ella se acurrucó junto a mí.

– Dime lo que yo le dije a Douglas -me contestó-. Al final es lo único que cualquiera puede ofrecerle a otro.

– ¿Qué le dijiste? -le pregunté suavemente.

– Estoy aquí. La abracé estrechamente.

– Estoy aquí -le dije.

Ella se acurrucó aún más cerca.

– Sí.


– ¿Y te quedaste? -preguntó mi amigo.

Asentí.

– ¿Y ella…?

– Una hora más o menos -le dije-. Después me vestí y caminé hasta que finalmente llegué aquí.

– Entonces en este momento ella…

– Está muerta -dije rápidamente, y de pronto la imaginé sentada en el parque, frente al bar, inmóvil y en silencio.

– ¿No pudiste detenerla?

– ¿Con qué? -le pregunté-. No tenía nada que ofrecerle. -Miré hacia fuera, a través de la ventana del bar.- Y además, para una mujer realmente peligrosa, un hombre no es nunca la respuesta. Eso es lo que la vuelve peligrosa. Al menos para nosotros.

Mi amigo me miró con perplejidad.

– Y entonces, ¿qué vas a hacer ahora? -me preguntó.

En el otro extremo del parque, una joven pareja se gritaba; la mujer enarbolaba un puño en el aire, el hombre meneaba la cabeza en un estado de violenta confusión. Pude imaginarme a Verónica alejándose de ellos, caminando en silencio.

– Voy a quedarme callado -respondí-, durante un largo tiempo.

Después me puse de pie y salí del bar al torbellino de la ciudad. La disonancia habitual me engulló, todo ese caos y esa confusión, pero no sentí ninguna necesidad de agregar mi propia discordancia a la ya existente.

Era un sentimiento extrañamente dulce, advertí mientras me dirigía a casa en el silencio que me ceñía.

Desde las profundidades de su envolvente calma, Verónica me ofreció sus últimas palabras.

Yo sé.

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