Dame tu corazón – Joyce Carol Oates

Querido Dr. K__:

Ha pasado mucho tiempo, ¿no es verdad? Veintitrés años, nueve meses y once días.

Desde la última vez que nos vimos. Desde que usted me tuvo, “desnuda” sobre sus rodillas desnudas, a mí.

¡Dr. K__! El saludo formal no pretende ser un halago, menos aún una burla… compréndalo, por favor. No le escribo después de tantos años para pedirle ningún favor delirante (espero), ni para exigirle algo, sino tan sólo para preguntarle si, en su opinión, debería tomarme el trabajo de hacer el trámite requerido para postularme a ser la afortunada receptora de su órgano más preciado, el corazón. Si es que tengo alguna posibilidad de cobrar lo que se me debe, después de tantos años.

Me he enterado que usted, el renombrado Dr. K__, es uno de los que generosamente han firmado un “testamento de vida” por el que dona sus órganos a los que los necesiten. No era para el Dr. K__ algo tan anticuado y egoísta como un funeral y una sepultura en el cementerio, ni siquiera la cremación. ¡Bien por usted, Dr. K__! Pero yo sólo quiero su corazón, no sus riñones, su hígado o sus ojos. Los cederé para beneficio de otros más necesitados.

Por supuesto, pienso presentar mi solicitud tal como lo hacen otros que se encuentran en una situación médica semejante a la mía. No pretendo ningún favoritismo. La solicitud se hará por intermedio de mi cardiólogo. Mujer caucásica de mediana edad juvenil, atractiva, inteligente, optimista aunque con corazón disfuncional, fuera de eso en perfecto estado de salud. No se hará mención alguna a nuestra vieja relación, al menos de mi parte. Aunque usted, Dr. K__, como potencial donante del corazón, por cierto podría indicar alguna preferencia, ¿verdad?

Quiero decir que todo esto se revelaría tras su muerte, Dr. K__.

¡Por supuesto! Ni un minuto antes.

(¿Presumo que tal vez usted no sea consciente de que está destinado a morir pronto? ¿Este mismo año? ¿En un “trágico” o “extravagante” accidente, como seguramente lo llamarán? ¿Poniendo un fin “irónico”, “inexpresablemente horrible” a una “carrera brillante”? Lamento no poder ser más específica con respecto al momento, el lugar, los medios; ni siquiera acerca de si usted morirá solo o con uno o dos miembros de su familia. Pero esa es la naturaleza del accidente, Dr. K__. Es una sorpresa.)

Dr. K__, ¡no frunza el ceño de ese modo! Todavía es un hombre apuesto, y vanidoso, a pesar de su ralo cabello gris que, como otros hombres vanidosos que pierden el cabello, acostumbra peinar hacia un costado sobre la lustrosa cúpula de su cabeza, imaginando que, como usted no puede ver ese ardid en el espejo, los demás tampoco pueden verlo. Pero yo sí puedo.

Buscando a tientas, revuelve los papeles hasta llegar a la última página de esta carta y encontrar mi firma… “Ángel”… y de repente se ve obligado a recordar… Con un ramalazo de culpa.

¡Ella!¿Todavía está… viva?

¡Claro que sí, Dr. K__! Más viva que nunca.

Naturalmente, usted había llegado a imaginar que yo había desaparecido. Que había dejado de existir. Porque usted había dejado de pensar en mí tanto tiempo atrás.

Está asustado. Su corazón, ese órgano culpable, ha empezado a latir con violencia. En una ventana de la planta alta de su casa de Richmond Street (victoriana con una restauración costosa, tejas planas de color gris pálido con molduras azul oscuro, “pintoresca” -”señorial”- entre otras de su tipo en el exclusivo y antiguo vecindario al este del Seminario Teológico) usted mira ansiosamente hacia afuera a… ¿qué cosa?

No a mí, obviamente. Yo no estoy allí.

En cualquier caso, no estoy visible.

Sin embargo… ¡con qué intensidad siniestra parece latir la luz pálida que centellea en el cielo!

Dr. K__, ¡no le deseo ningún mal! De veras. Esta carta no es de ninguna manera una exigencia de su (póstumo) corazón, ni siquiera “una amenaza verbal”. Si usted decide, neciamente, mostrársela a la policía, seguramente le asegurarán que es algo inofensivo, no es ilegal, sino tan sólo un pedido de información: ¿podría yo, el “amor de su vida” al que usted no ha visto en veintitrés años, postularme para ser receptora de su corazón? ¿Qué posibilidades tiene Ángel?

Sólo deseo cobrarme lo que es mío. Lo que me fue prometido hace tanto tiempo. ¡Yo sí he sido fiel a nuestro amor, Dr. K__!

Usted se ríe, con esfuerzo. Incrédulamente. ¿Cómo hacer para responderle a “Ángel”, si “Ángel” no ha puesto su apellido, ni dirección alguna? Usted tendrá que buscarme. Para salvarse, búsqueme.

Usted hace un bollo con esta carta, la arroja al suelo.

¿Se aleja a los tropezones, pretende olvidar, obviamente no puede, las hojas arrugadas de mi carta manuscrita en el suelo -¿en su estudio?, ¿en la planta alta de la señorial casa victoriana del número 119 de Richmond Street?-, donde alguien podría encontrarla y alzarla para leer eso que usted no querría que leyera ninguna otra persona, menos aún alguien “cercano” a usted. (Como si nuestra familia, especialmente nuestros parientes de sangre, estuvieran “cercanos” a nosotros en la verdadera intimidad del amor erótico.) De manera que usted vuelve sobre sus pasos, con dedos temblorosos recoge las hojas dispersas, las alisa y sigue leyendo.

¡Querido Dr. K__! Comprenda, por favor: no estoy resentida, no albergo obsesiones. Esa no es mi naturaleza. Tengo mi propia vida, e incluso he tenido una (moderadamente exitosa) carrera. Soy una mujer normal de mi lugar y mi época. Soy como la exquisita araña negra y plata, de cabeza de diamante, la llamada araña “feliz”; la única subespecie de Araneida que, según se dice, tiene la libertad de tejer telas en parte improvisadas, tanto ovales como en forma de embudo, y de vagar por el mundo a su antojo, igualmente cómoda en el pasto húmedo como en los secos, oscuros y protegidos interiores de los lugares hechos por el hombre, regocijándose en su (relativamente) libre albedrío dentro de las inevitables restricciones del comportamiento de las Araneida; posee un agudo aguijón venenoso, a veces letal para los seres humanos, especialmente para los niños.

Como la araña cabeza de diamante, tengo muchos ojos. Como la cabeza de diamante, se me puede considerar “feliz”, “dichosa”, “jubilosa” a los ojos de los demás. Porque ese es mi rol, mi actuación.

Es cierto que durante años me reconcilié estoicamente con mi pérdida, con mis pérdidas. (No es que lo culpe a usted de esas pérdidas, Dr. K__. Aunque un observador neutral podría concluir que mi sistema inmunitario quedó dañado como consecuencia del colapso físico y mental que sufrí después de que usted me expulsara súbitamente de su vida.) Pero después, el mes de marzo pasado, cuando vi su foto en el periódico -distinguido teólogo K__ nombrado director del seminario- y, unas semanas más tarde, cuando fue designado presidente de la Comisión de Religión y Bioética, reconsideré mi situación. La época del anonimato y el silencio terminó, pensé. Por qué no hacerlo, por qué no intentar cobrarle lo que te debe.

¿Recuerda ahora el nombre de Ángel? Ese nombre que, durante veintitrés años, nueve meses y once días usted no ha querido pronunciar.

Busque mi nombre en cualquier guía telefónica, no lo encontrará. Porque tal vez mi número no está consignado, o tal vez no tengo teléfono. Posiblemente mi nombre haya cambiado. (Legalmente.) Tal vez vivo en una ciudad lejana de una lejana región del continente, o tal vez, como la araña cabeza de diamante (cuando es adulta, tiene un tamaño aproximado a la uña de su pulgar derecho, Dr. K__), vivo calladamente bajo su techo, tejiendo mis exquisitas telas entre las sombrías vigas de su sótano, o en un nicho entre su imponente escritorio de caoba y la pared o, encantadora idea, en la mal ventilada cueva debajo de la antigua cama con dosel que usted y la segunda señora K__ comparten en la decadencia de la última etapa de la madurez.

¡Estoy tan cerca, aunque invisible!

¡Querido Dr. K__! Usted supo maravillarse ante mi piel “perfecta, digna de un Vermeer” y de mi cabellera de “rizos dorados” que caía en cascada sobre mi espalda, que usted acariciaba y tomaba entre sus dedos. Yo era su “ángel”… su “adorada”. Me regodeaba en su amor, porque no lo cuestionaba. Era joven, era virginal, en cuerpo y en espíritu, y no se me hubiera ocurrido cuestionar la palabra de un adulto distinguido. Y en el paroxismo de la relación amorosa, cuando usted se entregó por completo a mí, o al menos eso parecía, ¿cómo pudo… engañarme?

El Dr. K__ del Seminario Teológico, autoridad y erudito bíblico, protegé de Reinhold Niebuhr y autor de “brillantes”, “revolucionarias” exégesis de los Rollos del Mar Muerto, entre otros temas esotéricos.

Pero no tenía idea, protesta usted ahora. No le había dado motivos para creer, para esperar…

(¿Que creyera sus declaraciones de amor? ¿Que “le tomara la palabra”?)

Querida mía, mi corazón te pertenece. Siempre, para siempre. ¡Esa fue su promesa!


Ahora, Dr. K__, mi piel ya no es “perfecta”. Se ha convertido en la piel sincera y con defectos de una mujer de mediana edad que no hace ningún esfuerzo por ocultar sus años. Mi cabello, que era antes de un reluciente rubio rojizo, está ahora desteñido, seco y quebradizo como la paja de una escoba; lo mantengo muy corto, como el de un hombre, gracias a mis tijeras, y apenas me miro en el espejo mientras lo recorto con un chic-chac. Mi cara, aunque supongo que razonablemente atractiva, es de hecho apenas un manchón indistinto para la mayoría de los observadores, incluyendo especialmente a los hombres estadounidenses de mediana edad; usted mismo me ha mirado y no me ha visto, querido Dr. K__, en más de una ocasión recientemente, reconociendo a su Ángel tanto como hubiera podido reconocer un plato lleno de comida devorado veintitrés años atrás con vigoroso apetito, o una vieja fantasía sexual adolescente, gastada y descartada mucho tiempo atrás.

Para que quede constancia: yo era la mujer de impermeable sencillo de color caqui y sombrero haciendo juego que esperó pacientemente en la librería de la universidad mientras la fila de sus admiradores avanzaba lentamente para que el Dr. K__ les firmara sus volúmenes de La vida ética: los desafíos del siglo XXI. (Un delgado tratado teológico, no un mega best seller, por supuesto, pero un best seller bastante respetable, muy popular en las comunidades universitarias y suburbanas de la clase media alta.) Yo sabía que su “brillante” libro sería una desilusión, pero lo compré y lo leí ansiosamente para descubrir (una vez más) el mismo hecho que me dejaba perpleja: usted, Dr. K__, el hombre, no es el individuo que aparece en sus libros; los libros son una astuta ficción, estructuras artificiales que usted ha creado para habitarlas transitoriamente, tal como un individuo lisiado, deformado, podría habitar en una estructura de insuperable belleza, mirar a través de sus ventanas, enorgullecerse al posar como su dueño, pero sólo transitoriamente.

¿Sí? ¿Es esa la clave del renombrado “Dr. K__”?

Para que quede constancia: varios domingos atrás, usted y yo nos cruzamos en el Museo Estatal de Historia Natural; usted llevaba de la mano a su nieta de cinco años (se llama Lisie, me parece, ¿no?… adorable nombre) y usted no reparó en mí como no hubiera reparado en ningún desconocido que pasara a su lado en los empinados peldaños de mármol, descendiendo de la Sala de los Dinosaurios del penumbroso cuarto piso mientras usted subía; usted se había agachado para decirle algo a Lisie con una sonrisa, y en ese momento fue cuando advertí ese tonto y conmovedor ardid de su peinado (sobre el creciente parche de calvicie), vi la expresión de sobresalto en la dulce carita de Lisie (porque la niña, a diferencia de su abuelito miope, me había visto y me había “reconocido” en un segundo); sentí un estremecimiento de triunfo: qué fácil me hubiera resultado matarlo entonces, podría haberlo empujado sobre esos duros escalones de mármol, mis manos firmes sobre esos hombros suyos, ahora bastante agobiados, la fuerza de mi furia neutralizando cualquier resistencia que usted, un hombre jadeante de vientre flácido, cien kilos de peso y casi anciano, hubiera conseguido oponer; inmediatamente habría perdido el equilibrio, cayéndose hacia atrás con una expresión de incrédulo terror, y aferrando aún la mano de su nieta hubiera arrastrado con usted a la inocente niña, despeñándose por la escalera de mármol con un alarido: ¡conmoción cerebral, fractura de cráneo, hemorragia cerebral, muerte!

¿Por qué no hacerlo, por qué no intentar cobrarle lo que te debe?

¡Por supuesto, Dr. K__, no lo hice! No esa tarde de domingo.

¡Querido Dr. K__! ¿Le sorprende saber que su abandonado amor con los “rizos de oro” y los “pechos suaves como la seda” logró recobrarse de su crueldad y que a los veintinueve años había conseguido destacarse en su carrera, en otra parte del país? Jamás podría ser tan famosa en mi campo como usted, Dr. K__, lo es en el suyo, se entiende, pero gracias a mi diligencia y aplicación, a las privaciones que me impuse a mí misma y a mi astucia, me abrí camino en un campo tradicionalmente dominado por los hombres y logré lo que podría definirse como un éxito menor, “local”. Es decir que no tengo de qué avergonzarme, y tal vez incluso tenga algo para enorgullecerme. Si fuera capaz de sentir orgullo.

No seré más específica, Dr. K__, pero le daré una pista: mi campo de trabajo es similar al suyo, aunque no académico ni “intelectual”. Mi salario es muy inferior al suyo, por supuesto. No tengo identidad pública, ni reputación, y tampoco deseo tenerlas. Estoy en un campo de servicio; aprendí a servir hace mucho tiempo. En lo que se refiere a las fantasías ajenas, en especial de los hombres, me he vuelto experta en prestar servicio.

Sí, Dr. K__, es posible que incluso le haya prestado servicio a usted. Indirectamente, quiero decir. Por ejemplo: podría trabajar en, o incluso supervisar un laboratorio médico al que su médico envía muestras de sangre, muestras de tejido para biopsia, etcétera, y un día envía a nuestro laboratorio alguna muestra extraída del cuerpo del famoso Dr. K__. Cuya vida puede depender de la exactitud y la buena fe de los resultados de nuestro laboratorio.

¡Es sólo un ejemplo, Dr. K__, entre muchos otros!

No, querido Dr. K__, esta carta no es una amenaza. ¿Cómo podría ser una amenaza, si declaro en ella mi posición de manera tan abierta, y por lo tanto, tan inocentemente?

¿Le asombra enterarse de que una mujer puede ser una “profesional” -tener una carrera gratificante- y sin embargo seguir soñando con hacer justicia después de veintitrés años? ¿Le asombra enterarse de que una mujer puede estar casada, o haberlo estado, y seguir sin embargo obsesionada por su cruel y falso primer amor, que arrasó no sólo con su virginidad sino también con su fe en la especie humana?

Preferiría imaginar a su abandonada “Ángel” como una solterona amargada y solitaria, ¿verdad? Oculta entre las sombras, tejiendo horribles telas pegajosas con sus propias vísceras emponzoñadas, pero la verdad es exactamente a la inversa: así como hay arañas “felices”, que según observaciones de los entomólogos demuestran ser capaces de gozar de una (relativa) libertad, tejiendo sus telas con cierta variedad y originalidad, también hay mujeres “felices” que sueñan con lograr justicia, y que harán todo lo necesario para probar su dulce sabor algún día. Pronto.

(¡Dr. K__! ¡Qué afortunado es usted de tener una nietita como Lisie! Tan delicada, tan bonita, tan… angelical. Yo no he tenido una hija, lo confieso. Tampoco tendré una nieta. Si las cosas fueran de otro modo entre nosotros, “Jody”, podríamos compartir a Lisie.)

“Jody”…, ¡qué emocionante fue para mí, a los diecinueve años, llamarlo a usted por ese nombre! Y los demás se dirigían a usted formalmente, diciéndole Dr. K__. Era algo secreto, ilícito, un tabú -como llamar al propio padre con el nombre de un amante-, y también, por supuesto, era en parte la causa de mi emoción.

“Jody”, espero que su primera esposa, la angustiada E, no haya descubierto nunca ciertas pruebas incriminatorias en los bolsillos de sus pantalones, en su billetera, en su maletín, donde audazmente yo las escondía. Mensajes de amor, expresados de manera infantil. Adoro adoro adoro a mi Jody. A mi GRAN JODY.

Ahora usted ya no suele ser el gran jody con frecuencia, ¿verdad, Dr. K__?

“Jody” ha desaparecido con los años, según me he enterado. Con su cabello negro y espeso de gitano, esos sagaces ojos claros y esa postura erguida y esa capacidad de rejuvenecimiento de su pene grueso y corto, que podía reinventarse con una frecuencia impresionante. (Al menos, al principio de nuestra relación.) Ahora, a cualquier joven estudiante de diecinueve años llamarlo “Jody” le resultaría obsceno, ridículo.

Ahora lo que a usted más le gusta es que lo llamen “Abuelito”… con la voz de Lisie.

Sin embargo, en mis sueños a veces escucho mi propio susurro desvergonzado: Jody por favor no dejes de amarme, por favor perdóname, sólo quiero morirme, merezco morir si no me amas mientras en el baño tibio se escurrían los hilos de sangre que brotaban de mis muñecas laceradas; pero fue el Dr. K__, no “Jody”, quien habló secamente por teléfono para informarme Este no es el momento. Adiós.

(Usted debe haber averiguado, Dr. K__. Debe haberse enterado de que me encontró en la bañera ensangrentada, inconsciente, casi muerta, una amiga preocupada que había intentado llamarme por teléfono. Usted debe haberlo sabido, pero prudentemente se mantuvo a distancia, Dr. K__. ¡Todos estos años!)


Dr. K__, usted no solo ha conseguido borrarme a mí de su memoria, sino que supongo que también ha olvidado a su angustiada primera esposa E__, “Evie”. La hija del ricachón. Una mujer dos años mayor que usted, carente de confianza en sí misma, bastante fea, sin estilo. Cuando usted me amaba, se preocupaba de que “Evie” sospechara, no porque ella le importara gran cosa, sino porque el ricachón de su suegro también podía sospechar de usted. Y usted estaba muy endeudado con el ricachón, ¿verdad? Pocos miembros del cuerpo docente del Seminario pueden darse el lujo de vivir cerca del Seminario. En la elegante y antigua zona este de nuestra ciudad universitaria. (Así alardeaba, a su manera, y era desconcertante. Como si contemplara una ironía del destino y no una consecuencia de sus propias maniobras. Mientras tanto, sonriendo, me besaba en la boca y rozaba con un dedo mis pechos, mi vientre trémulo.)

¡Pobre “Evie”! Su muerte “accidental”, atropellada por un misterioso vehículo cuyo conductor huyó, después de patinar en el pavimento mojado por la lluvia, sin un solo testigo… Yo lo hubiera acompañado en su dolor, Dr. K__, y hubiera sido una amante madrastra de sus hijos, pero para entonces usted ya había desaparecido de mi vida.

O eso creyó.

(Para que quede constancia: no estoy insinuando que yo haya tenido algo que ver con la muerte de la primera señora K__. No se moleste en releer esta parte para determinar si hay algo “entre líneas”… no lo hay.)

Y después, Dr. K__, viudo con dos hijos, se marchó a Alemania. Un año sabático que se extendió a dos. Yo me quedé a hacer el duelo en lugar suyo. (No por la desafortunada “Evie”, sino por usted.) En ciertos círculos se calificó de “tragedia” a la muerte de su esposa, pero yo preferí considerarla exclusivamente como un accidente: una conjunción del momento, el lugar, la oportunidad. ¿Qué es un accidente sino la precisión para encontrar el momento justo?

Dr. K__, yo no lo acusaría de flagrante hipocresía (¿no es así?), y menos aún de ser un embaucador, pero no entiendo por qué, si estaba cobardemente aterrorizado de la familia de su primera esposa (a la que usted se consideraba tan superior intelectualmente), sin embargo volvió a casarse, después de dieciocho meses, con una mujer mucho más joven que usted, casi tan joven como yo, hecho que debe haber escandalizado y enfurecido a sus ex parientes políticos. ¿Sí? (¿O ya había dejado de importarle lo que ellos pensaran? ¿Ya le había exprimido suficiente dinero a su suegro, para ese entonces?)

A su segunda esposa, V__, se le ahorraría una muerte accidental, y lo sobrevivirá a usted por muchos años. Nunca he sentido ningún rencor contra la voluptuosa -ahora más bien gordita- “Viola”, que entró en su vida después de que yo partí de ella. Tal vez, en cierto modo, sentí alguna simpatía por la joven mujer, suponiendo que, llegado el momento, usted la traicionaría también a ella. (¿Y no lo ha hecho, acaso? ¿Innumerables veces?)

No me he olvidado de nada, Dr. K__. Mientras que usted, para su fatal desventaja, ha olvidado casi todo.

Dr. K__, “Jody”, tengo algo que confesar: incluso entonces tenía secretos que le ocultaba. Aun cuando a usted le pareciera tan transparente, translúcida. Había, en lo profundo de mí, un deseo de terminar con nuestro amor ilícito. Un final digno de la gran ópera, no del simple melodrama. Cuando usted me sentaba en sus rodillas, desnuda -“al desnudo”, prefería decir usted- y me comía con los ojos -“¡Bella! ¿No eres mi pequeña belleza?”-, incluso entonces, yo me regocijaba en mis pensamientos secretos. A veces usted parecía ebrio de amor -¿de lujuria?- por mí, besándome, lamiéndome, acariciándome, chupándome… chupando su alimento de mí como un vampiro. (La presión de la paternidad y de mantener la pose de yerno cumplidor y también de “teólogo renombrado” lo estaban agotando, enloqueciendo su vanidad masculina. Por supuesto, en mi ingenuidad, yo no tenía ni idea de eso.) Sin embargo, mientras posaba mi mano en la piel caliente de su nuca “vi” una hoja de afeitar aferrada entre mis dedos, y cómo saltaban los primeros chorros asombrados de su sangre de manera tan vívida como puedo “verlos” ahora mismo. Sentí que me desmayaba, se me pusieron blancos los ojos, usted me tomó en sus brazos… y por primera vez (supongo que por primera vez) advirtió que su ángel dorado era un problema, una desventaja, una carga no muy diferente de la carga que representaba una esposa neurótica, proclive a la angustia. Querida, ¿qué te ocurre?¿Es una broma, querida? Preciosa, no es divertido asustarme así, a mí que te adoro.

Aferrando mis dedos helados con sus dedos cálidos y duros y apretando mi mano contra los latidos de su corazón grande y poderoso.

¿Por qué no? ¿Por qué no intentar? ¿Cobrar?… ese corazón.

Es lo que se me debe.

¡Qué inspirada estoy componiendo esta carta, Dr. K__! La he estado escribiendo febrilmente, casi sin hacer una pausa para tomar aliento. Es como si un ángel guiara mi mano. (¡Uno de esos altos ángeles coléricos, con alas curtidas como cuero y feroces rostros medievales que se ven en los grabados alemanes!) He releído algunas de sus obras publicadas, Dr. K__, incluyendo el tratado densamente anotado sobre los Rollos del Mar Muerto que establecieron su reputación de ambicioso académico joven cuando usted tenía poco más de treinta años. Sin embargo, todo resulta tan pintoresco y anticuado, del siglo xx, cuando “Dios” y “Satán” eran de alguna manera más reales para nosotros, como objetos hogareños… He estado leyendo sobre nuestros orígenes religiosos primitivos, acerca de que “Dios-Satán” eran una unidad, pero ahora, en nuestra tradición cristiana, están siempre separados. Fatalmente separados. Porque nosotros, los cristianos, no podemos creer que haya maldad en nuestro Dios, porque de ese modo no podríamos amarlo.

Dr. K__, mientras escribo esta carta, mi corazón disfuncional con su misterioso “murmullo” a veces se acelera, otras se hace más lento, o da un bandazo al saber, con excitación, que usted está leyendo estas palabras con un creciente sentimiento de justicia. Ha empezado a caer una lluvia densa, que tamborilea sobre el techo y las ventanas del lugar donde vivo, una lluvia idéntica (¿lo es?) a la que tamborilea sobre el techo y las ventanas de su casa a pocos (¿o son muchos?) kilómetros de distancia; a menos que yo viva en una parte del país a miles de kilómetros de allí, y la lluvia no sea idéntica. Y sin embargo puedo llegar hasta usted en cualquier momento. Soy libre de ir y venir, de aparecer y desaparecer. Incluso es posible que haya contemplado la encantadora fachada del jardín de infantes La abejita industriosa al que asiste su preciosa nieta, así como he comprado zapatos en la empresa de V__, aunque, por supuesto, la mujer mofletuda, densamente maquillada y con pies tan grandes que debe calzar más de cuarenta ni siquiera reparó en mi presencia.

Y lo mismo el domingo pasado: volví al Museo de Historia Natural, sabiendo que existía la posibilidad de que usted regresara. Porque me había parecido posible que usted me hubiera reconocido cuando nos cruzamos en la escalera y que me hubiera enviado una señal con los ojos, sin que Lisie lo advirtiera, instándome a volver para encontrarme con usted, a solas. Sabe, el profundo vínculo erótico entre nosotros nunca se romperá: usted entró en mi cuerpo virginal, me arrancó mi inocencia, mi juventud, mi alma misma. ¡Mi ángel! Perdóname, vuelve a mí, te compensaré por el sufrimiento que has padecido por mi culpa.

Esperé, pero usted no vino.

Esperé, y el sentido de la misión que yo debía cumplir no desapareció, sino que se volvió más potente.

Descubrí que era la única visitante del sombrío cuarto piso, en la Sala de los Dinosaurios. Mis pasos retumbaban débilmente en el gastado piso de mármol. Un guardia del museo, de pelo blanco con una panza como la suya me miraba a través de sus párpados entrecerrados; estaba sentado en una silla de loneta, con las manos sobre las rodillas. Como un muñeco de cera. Como uno de esos maniquíes que engañan el ojo. Sabe a qué me refiero: esas extrañas figuras que parecen vivas y que se ven en las colecciones de arte contemporáneo, salvo que esa figura hundida en su silla no estaba cubierta de vendas blancas. En silencio pasé ante él como hubiera podido hacerlo un fantasma. Mi (enguantada) mano en la cartera, y mis dedos aferrando una hoja de afeitar que para entonces ya había aprendido a manejar con habilidad, y con coraje.

Sigilosamente recorrí toda la Sala de los Dinosaurios buscándolo a usted, pero en vano; sigilosamente me situé detrás del guardia que dormitaba, sintiendo que el errático latido de mi corazón se aceleraba con la excitación de la cacería… pero por supuesto dejé pasar el momento, la hoja de afeitar no estaba destinada a un guardia de museo sino al renombrado Dr. K__. (Aunque no tengo la menor duda de que podría haber blandido mi arma contra el viejo, simplemente por la frustración de no haberlo encontrado a usted, y por furia femenina debido a siglos de malos tratos y explotación; podría haberle abierto la arteria carótida y retirarme rápidamente sin que una sola gota de sangre salpicara mi ropa; mientras la vida del hombre se derramaba sobre el piso de mármol, hubiera descendido al casi desierto tercer piso del museo, y al segundo, para mezclarme, inadvertida, con los visitantes dominicales que se apiñaban en la nueva muestra de gráfica computada. ¿Tan fácil!) Me encontré a la deriva entre réplicas de caucho de dinosaurios, algunos enormes como el Tyrannosaurus rex, algunos del tamaño de bueyes, y otros bastante pequeños, de tamaño humano; admiré los reptiles voladores, con sus largos picos y alas con garras; en una superficie espejada sobre la que se alzaba una de esas criaturas prehistóricas admiré mi rostro pálido, de piel tibia y mi vaporosa cabellera cenicienta. Querida, susurraba usted, te adoraré siempre. ¡Esa sonrisa angelical!

¿Ve, Dr. K__? Todavía sigo sonriendo.

¡Dr. K__! ¿Por qué está de pie tan rígido, allí ante la ventana de la planta alta de su casa? ¿Por qué se encoge, arrasado por un miedo horrible? No le ocurrirá nada que no sea justo. Que usted no merezca.

Estas páginas que sostiene en su mano temblorosa… le gustaría romperlas, hacerlas pedazos… pero no se atreve. Su corazón late con fuerza, ¡aterrado de que lo arranquen de su pecho! Con desesperación considera la posibilidad -pero decidirá no hacer- de mostrarle mi carta a la policía. (¡Lo avergüenza lo que la carta revela sobre el renombrado Dr. K__!) Considera la posibilidad -pero decidirá no hacerlo- de mostrarle mi carta a su esposa, pero ya ha tenido agotadoras sesiones de sinceramiento, confesión, exoneración con ella, muchas veces; ya ha visto repugnancia en sus ojos. ¡No otra vez! Y no tiene estómago para mirarse en el espejo, porque ya ha tenido más que suficiente de su propia cara, de esos ojos acongojados y culposos. Mientras que yo, la venenosa cabeza de diamante, tejo con júbilo mi tela vaporosa entre las vigas de su sótano, o en el nicho entre su escritorio y la pared, o en la mal ventilada cueva debajo de su cama conyugal o, ¡encantadora perspectiva!, dentro del colchón mismo de la cama infantil en la que, cuando visita la casa de sus abuelos, en Richmond Street, duerme la pequeña y bella Lisie.

Invisible tanto de día como de noche, tejiendo mi tela con mis propias entrañas, incansable y fiel… “Feliz”.

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