Cita – Nelson DeMille

Según aprendí en biología, en la escuela secundaria, la hembra de una especie suele ser más peligrosa que el macho. Tal vez eso fuera cierto en el reino animal, recuerdo haber pensado, pero en el caso de los seres humanos, el macho es más peligroso.

Cambié de opinión cuando mi camino se cruzó con el de una dama muy mortífera equipada con un rifle, que estaba decidida a matarme, a mí y a todos los que me rodeaban.

Yo era un joven oficial de infantería que cumplía un turno de servicio en Vietnam entre 1971 y 1972. Después de unos pocos meses en combate, equivocadamente me ofrecí como voluntario para una tarea de mierda. Me encontró comandando una Patrulla de Reconocimiento de Largo Alcance, también llamada PARLA. Ya estaba próximo al final de mi turno, con doce patrullajes hechos, y todo lo que podía pensar era en volver a casa con vida.

Estábamos patrullando cerca de la frontera con Laos, al oeste de Khe Sanh, un área montañosa con densa selva subtropical, interrumpida de tanto en tanto por claros donde crecía hierba de elefante hasta la altura de la cabeza y algunos bosquecillos de bambú. La población local de montagnards autóctonos había evacuado hacía tiempo esa zona de combate para refugiarse en la seguridad de las barracas fortificadas, más al oeste.

Tenía la sensación -completamente ilusoria- de que mis nueve hombres y yo éramos los únicos seres humanos en ese lugar abandonado por la mano de Dios. La realidad era que había miles de soldados enemigos desplazándose a nuestro alrededor, pero no los habíamos visto, y ellos no nos habían visto a nosotros, lo cual constituía la verdadera gracia del juego que estábamos jugando.

Nuestra misión no era atacar al enemigo, sino descubrir y cartografiar la elusiva Ruta Ho Chi Minh, que en realidad se trataba de una red de estrechas sendas usadas por el enemigo para infiltrar soldados y suministros en Vietnam del Sur. También debíamos informar por radio sobre todos los movimientos para que la artillería, los helicópteros artillados y los bombarderos de combate entraran en acción para desalentar adecuadamente al enemigo.

Era julio, hacía calor, había humedad y estaba lleno de alimañas. Las serpientes y los mosquitos adoraban ese clima. A la noche, escuchábamos los parloteos de los monos y los gruñidos de los tigres.

Las patrullas de reconocimiento de largo alcance duraban habitualmente alrededor de dos semanas. Después de las dos semanas, las raciones que llevábamos empezaban a escasear y los nervios de la patrulla comenzaban a aumentar. Ese era todo el tiempo que uno podía soportar en la jungla, internado en el territorio bajo control enemigo, en desventaja numérica ante las fuerzas hostiles, que podían aniquilar a una patrulla de diez hombres en un abrir y cerrar de ojos si es que te descubrían.

Llevábamos dos radios -prc-25s, llamada Perece Dos Cincos- para mantenernos en contacto con nuestro cuartel general que estaba tan pero tan lejos, transmitir informes, pedir artillería o bombardeos y, finalmente, para acordar nuestra evacuación del lugar en helicóptero cuando la misión fuera completada, o si la misión se encontrara en problemas, es decir, en cuanto los viets nos estuvieran respirando en el cuello.

Las radios a veces fallan. O sufren daños. Las frecuencias de radio a veces no funcionan. A veces el enemigo te está escuchando desde su radio, de manera que hay un plan de emergencia si las radios ya no sirven para su función. Había sitios predeterminados para que nos sacaran de allí, marcados en mi mapa del terreno, con tres horas de encuentro acordadas con los helicópteros. Esos sitios se llaman Cita Alfa, Bravo y Charlie. Si uno no ve su helicóptero en Alfa en la fecha y la hora acordadas, debe desplazarse a Bravo, y si esa cita falla, va a Charlie. Si eso falla, uno vuelve a Alfa. Después de eso, se queda solo. Y como dicen nuestros amigos viets, Xin Loi. Buena suerte.

Las cosas que podían impedir que uno cumpliera con la cita preacordada eran el clima y la actividad enemiga en esa área. Hasta aquel momento, el clima era despejado y no habíamos visto ni oído al enemigo. Pero estaba allí. Vimos surcos y huellas frescas en la telaraña de senderos, y llegamos a campamentos recién abandonados, y de noche olíamos los fuegos en los que cocinaban. Estaban a nuestro alrededor, por todas partes, pero eran invisibles, al igual -esperaba yo- que nosotros.

El Día Diez todo eso cambió.

Estábamos patrullando un área que me preocupaba un poco; era un lugar donde antes había habido un lozano bosque, y que era ahora una extensión de troncos calcinados por el napalm, gentileza de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Nuestra misión era informar los efectos del reciente ataque aéreo, y yo intentaba abarcar y evaluar lo que tenía ante mis ojos: ceniza negra, camiones carbonizados y docenas de cuerpos grotescamente contorsionados e incinerados, blancos dientes que sobresalían de rostros de color carbón. Teníamos que contar los vehículos y los cadáveres.

El problema de ese lugar, además del obvio, era que nos ofrecía muy poco reparo: mis hombres y yo no teníamos dónde ocultarnos ni ponernos a cubierto.

Le hablé en un susurro a mi operador de radio, que estaba a mis espaldas, un tipo llamado Alf Muller.

– Radio -le dije, extendiendo la mano hacia atrás para recibir el auricular, pero no me lo puso en la mano como esperaba.

Me volví para ver a Alf, que yacía boca abajo sobre la ceniza negra, con la radio sujeta a la espalda y los brazos extendidos a cada lado, una mano sosteniendo el teléfono que pendía del cable.

Me llevó medio segundo darme cuenta de que le habían acertado.

Grité “¡Francotirador!” y me arrojé a tierra y rodé sobre la ceniza junto con todos los demás. Yacimos allí, con la esperanza de parecer algo inanimado entre los restos ennegrecidos del terreno calcinado.

Francotirador. La cosa más aterradora en el campo de batalla, donde abundan las cosas aterradoras. Yo no había oído el disparo, y tampoco oiría el siguiente. Tampoco vería al francotirador aunque siguiera con vida después del próximo disparo. El francotirador opera a larga distancia -a cien o doscientos metros- y siempre tiene un rifle muy bueno, equipado con mira telescópica, silenciador y supresor del fogonazo. Lleva ropa de camuflaje y el rostro ennegrecido como la ceniza en la que yo yacía. Es el Sombrío Segador que cosecha a los vivos.

Nadie se movió, porque moverse significaba la muerte.

No había manera de decir de dónde había venido el disparo, así que no podíamos ocultarnos detrás de algo porque eso podría dejarnos directamente en la línea de fuego. No podíamos correr porque tal vez corriéramos directamente hacia donde estaba el francotirador.

Giré lentamente la cabeza hacia Alf. Tenía la cara en la ceniza, y no había señal de que respirara.

En la medida que podía pensar en algo que no fuera el terror, me pregunté por qué el francotirador había elegido a Alf, el operador de radio, en vez de a mí; el hombre que está al lado del operador es el oficial o el sargento, que siempre son los primeros blancos en combate, como inutilizar al capitán del equipo. Raro. Pero no me quejaba de que hubiera sido así.

No hay gran cosa para hacer en esta situación, pero lo mejor que se puede hacer en segundo lugar es no hacer nada. Mis muchachos estaban entrenados, y sabían cómo dominar sus nervios y quedarse inmóviles. Si el francotirador volvía a disparar, y le daba a alguien -suponiendo que nos enteráramos de que alguien había caído-, no tendríamos más alternativa que dispersarnos y correr el albur de que el francotirador sólo pudiera acertarles a algunos blancos móviles antes de que el resto de nosotros quedáramos fuera de su alcance.

Me pagan por tomar decisiones, así que decidí que el francotirador estaba demasiado alejado para escucharnos. Necesitaba que alguien contara cuántos quedábamos, por lo que dije en voz alta:

– Dawson. Informe.

El sargento de la patrulla, Phil Dawson, me respondió audiblemente:

– Le dieron a Landon. Se movía, pero creo que está muerto.

El médico de la patrulla, Peter García, agregó:

– Trataré de acercarme a él.

– ¡No! -grité-. Quédate quieto. Repórtense todos.

Los hombres se reportaron siguiendo el orden del número que se les asignaba en la patrulla. “Smitty presente”, después “Andolotti presente”, seguido de “Johnson presente” y, después de algunos largos segundos, Markowitz y Beatty también se reportaron.

El sargento Dawson, cuya tarea es contar a los efectivos, me informó:

– Nueve presentes, teniente. ¿Muller está con usted?

– Muller está muerto -respondí en voz muy alta.

– Mierda -dijo Dawson.

Así que los dos operadores de radio estaban muertos, lo cual no era una coincidencia. Aunque resultaba desconcertante.

Tenía que acercarme a la radio y pedir que los helicópteros de observación y los de combate formaran un anillo de fuego a nuestro alrededor para que hicieran salir a ese hijo de puta. Eché un vistazo hacia donde estaba Muller, a unos dos metros de distancia. Tenía el radioteléfono en la mano derecha, la que estaba más alejada de mí.

Bien, pensé, podríamos quedarnos aquí para que nos mataran uno a uno, podríamos esperar la puesta del sol y rogar que el francotirador no tuviera una mira nocturna, o yo podría ganarme un poco de paga extra por combate. Tenía la idea, basada en un año pasado con esa clase de situaciones de mierda, de que el francotirador se había ido. Lo pensaba porque toda nuestra estrategia de hacernos los muertos servía de poco, considerando lo expuestos que estábamos en ese terreno calcinado. Entonces, pensaba, si el francotirador estuviera aún allí, ya hubiera hecho algunos disparos más. Grité “reportarse”.

Todos los que estaban vivos unos minutos atrás seguían aún con vida.

Respiré hondo y rodé dos veces, después una tercera por encima del cuerpo de Alf y me detuve, inmóvil, sobre su brazo extendido. Desprendí el radioteléfono de sus dedos, que empezaban a ponerse rígidos, y me lo llevé a la oreja, esperando el disparo que me volaría el cerebro. Oprimí el botón de comunicación y dije en el micrófono:

– Pato Real Seis, aquí Comadreja Negra.

Solté el botón de comunicación y apreté con fuerza el auricular contra mi oreja, pero hubo un silencio mortal. Lo intenté otra vez, pero ni siquiera se escuchaba un zumbido ni descarga radial en el auricular. La radio estaba tan muerta como Alf Muller.

Esperé el impacto de una bala en alguna parte de mi cuerpo. Casi podía sentir el acero hirviente desgarrando mi carne.

Esperé. Me encabroné. Me puse de pie y le grité a mi patrulla:

– ¡Si me bajan, a dispersarse!

Me quedé allí de pie y no sucedió nada.

Volví a ordenar:

– ¡Reportarse!

Los otros siete sobrevivientes volvieron a reportarse.

Bajé la vista para mirar a Alf Muller y entonces vi el agujero de bala en su radio. Caminé siguiendo la fila de la patrulla y vi a mis hombres tendidos en la ceniza negra levantando la cara para mirarme, y algunos de ellos me dijeron:

– ¡Al suelo, teniente! ¿Está loco?

Uno tiene ese sexto sentido que le dice que no le ha tocado el turno ese día, que todo estará bien, que el destino le está reservando algo peor más adelante.

Encontré a Landon tirado boca abajo como Muller y, como en el caso de Muller, se veía un solo orificio de bala en la parte superior de su radio. La batería está en la base; las conexiones están arriba. El francotirador lo sabía y fue capaz de hacer un solo disparo que pasó a través del equipo electrónico y se incrustó en la médula de los dos operadores.

Lo que no entendía era por qué el francotirador no había eliminado al menos a algunos de los otros. Por cierto, había tenido tiempo, había tenido alcance, había tenido un campo de tiro despejado y obviamente era buen tirador.

En realidad, sabía la respuesta. El tipo estaba jugando con nosotros. Un poco de guerra psicológica, hecha con un rifle mortal en vez de con panfletos o con emisiones de Radio Hanoi. Un mensaje para los americanos. Y el juego aún no había terminado.

Los francotiradores piensan y actúan de manera diferente que la gente normal, y a nuestros propios francotiradores, algunos de los cuales yo había conocido, también les gustaban esos jueguitos. Es aburrido esperar horas o días o semanas hasta que aparece un blanco. La mente de un francotirador imagina cosas extrañas durante las esperas largas y solitarias, de manera que cuando finalmente aparece un blanco en su mira telescópica, el francotirador se convierte en un cómico que hace cosas graciosas. Graciosas para él, no para sus blancos. Un francotirador estadounidense me contó una vez que de un disparo le había quitado la pipa de hashish de la boca a un soldado enemigo.

Pensé en compartir esos pensamientos con mis hombres, pero si no se habían dado cuenta para entonces, no tenían necesidad de saberlo, o lo sabrían muy pronto.

Momento de tomar decisiones.

– Okey -dije-, tenemos que dejar a estos hombres aquí para el cálculo de recuperación de cadáveres. Desnuden los cuerpos, y pongámonos en marcha.

No hubo ningún movimiento entusiasta hasta que finalmente el sargento Dawson se puso de pie y dijo:

– Ya escucharon al teniente. ¡Muévanse!

Todo el mundo se incorporó lentamente, y todas las cabezas y los ojos se movían de un lado a otro como presas acorraladas. Los hombres desnudaron los cuerpos de los dos operadores de radio muertos, quitándoles todo lo que pudiera resultarle de utilidad al enemigo: rifles, municiones, cantimploras, placas de identificación, raciones, brújulas, botas, morrales y demás.

Dawson me preguntó:

– ¿Y las radios?

– Las llevamos -respondí-. Tal vez entre las dos podamos armar una que funcione.

Salimos con rapidez del área deforestada y nos internamos en un denso bosquecillo de bambú que ofrecía algún reparo, pero que nos delataba por el movimiento de las cañas altas y frondosas a medida que nos abríamos paso con nuestros machetes.

Pasamos la noche entre los bambúes, formando un perímetro defensivo, y nos permitimos creer que nos habíamos sacado de encima al francotirador.

Algunos de los muchachos intentaron armar una radio que funcionara con los restos de las dos destruidas, pero los que sabían de radios habían quedado seis kilómetros atrás y en un estado en el que no podían ayudarnos.

Al amanecer abandonamos el intento y enterramos las radios junto con nuestras herramientas para hacer trincheras para no regalarle nada al enemigo.

No habíamos podido transmitir nuestro informe de situación durante la noche, así que ahora nuestro jefe, el coronel Hayes, también conocido como Pato Real Seis, sabía que su patrulla, conocida como Comadreja Negra, tenía algún problema. Un problema con la radio, pensaría, o tal vez un problema de captura, o un problema de muerte.

Esas cosas suelen pasar con las patrullas de reconocimiento de largo alcance. Un momento uno está allí y al siguiente ha desaparecido para siempre.

Cargamos nuestro equipo y nos pusimos en marcha hacia las coordenadas que en el mapa señalaban nuestra Cita Alfa.

Salimos de los bambúes a un hermoso tramo de espesa selva. Llegamos a un arroyo pedregoso que debíamos cruzar y allí hicimos un alto. Los cauces son como campos de tiro al blanco. Dawson se ofreció como voluntario para cruzar primero y atravesó como un rayo la corriente que le llegaba a las rodillas y trepó con premura a la ribera opuesta, donde se tendió boca abajo en posición de tiro, barriendo con su rifle M-16 el arroyo hacia ambos lados.

Dos fusileros, Smitty y Johnson, lo siguieron y llegaron sin contratiempos a la otra margen. Después el paramédico, García, cargando a la espalda el pesado botiquín, se lanzó al cauce y los otros lo ayudaron a trepar la orilla. El hombre que llevaba el lanzagranadas, Beatty, respiró hondo y se desplazó con tanta velocidad que me pareció que caminaba sobre las aguas. Otro fusilero, Andolotti, esperó cinco segundos y luego corrió tan rápido que casi alcanzó a Beatty.

Quedamos Markowitz y yo en la orilla, y le dije:

– Tu turno.

El sonrió y respondió:

– Lo está esperando a usted, teniente. Su turno.

– Cubriré la retaguardia. Buena suerte.

– Lo veo del otro lado -dijo Markowitz.

Se lazó al arroyo y cuando estaba en la mitad del cruce, resbaló y cayó. Esperé que se levantara y siguiera su marcha, pero no parecía poder incorporarse. Entonces vi que el agua se volvía oscura a su alrededor. Volvió a caer y se quedó allí, sumergido pero todavía moviéndose.

– ¡Francotirador!

García, el paramédico, y yo, nos lanzamos simultáneamente desde ambas orillas en dirección a Markowitz. Los que estaban en la otra orilla abrieron fuego, rastrillando y acribillando los árboles en ambas direcciones del arroyo.

García y yo llegamos hasta Markowitz al mismo tiempo, y cada uno aferró un brazo y lo arrastramos mientras corríamos hacia la orilla. Le eché un vistazo al herido, y vi que su boca estaba llena de sangre con espumarajos blancos.

Nos encontrábamos a unos cuatro metros de los árboles que crecían en la ribera cuando la muñeca de Markowitz se me escapó de la mano, propinándome un tirón. Me volví y vi a García tendido boca arriba en la pedregosa corriente, con un enorme orificio en el lado izquierdo de su cara, lo cual significaba que era el orificio de salida, lo cual a su vez significaba que el disparo había venido desde la derecha.

Me arrojé de cabeza a la corriente y me arrastré hasta una pequeña roca que me proporcionaría algo de protección si me acurrucaba tras ella.

Miré corriente arriba en la dirección de la que había venido el disparo, sin esperar ver a nadie, pero allí, en un prominente recodo del arroyo a unos cien metros de distancia, había un tipo vestido de negro arrodillado entre las rocas. Lo miré fijo, y el tipo pareció devolverme la mirada. Desde donde estaban mis hombres, en medio de la maleza, no podían ver lo que yo veía desde el arroyo.

Lentamente, extraje mis binoculares del estuche y los dirigí hacia la figura. No parecía tener un rifle, lo cual era bueno, y llevaba puesto el tradicional pijama vietnamita de seda negra. Lo enfoqué más claramente y vi que no era un hombre; era una mujer de cabello largo y negro. Una mujer joven, tal vez de poco más de veinte años, con pómulos altos y grandes ojos que me miraban directamente sin un solo parpadeo.

Se me ocurrieron dos cosas completamente contradictorias: es el francotirador; no puede ser el francotirador. Sólo para asegurarme, me descolgué el fusil del hombro, pero antes de que pudiera adoptar la posición de tiro ella meneó la cabeza y se incorporó. Ahora pude ver el rifle en su mano, de caño largo, probablemente un rifle Draganov ruso, equipado con mira telescópica.

La miré fijamente a través de mis binoculares, y supe que si me movía o movía el rifle, ese Draganov estaría entre sus manos, y yo estaría muerto. Yo estaba a su alcance, como podrían probarlo Markowitz o García si hubieran podido hablar, y con seguridad la maldita sabía muy bien cómo dispararlo.

Mis muchachos seguían disparando salvajemente desde la orilla, y en medio de los disparos escuché que me gritaban:

– ¡Vamos, teniente! ¡Salga de ahí! ¡Tenemos que irnos de este agujero! ¡Vamos, venga!

Miré una vez más a la mujer de pie en el prominente recodo del arroyo, y me pareció absolutamente tranquila. Tal vez estaba desilusionada porque no representábamos un desafío para ella.

La observé con fijeza. Levantó la mano con cuatro dedos extendidos, después apretó el puño y me señaló. Se me heló la sangre. Ella se volvió y desapareció entre la maleza.

Me incorporé de un salto y corrí por el cauce, y trepé la barrosa ribera, ayudado por las manos que me tendían desde la maleza.

– ¡Francotirador! ¡La vi! ¡Aguas arriba! ¡Vamos! -Jadeé mientras empezaba a correr por una senda paralela a la sinuosa corriente en dirección hacia el lugar donde la había visto por última vez.

Dawson corrió detrás de mí y me detuvo dándole un tirón a mi morral. Dijo en un audible susurro:

– ¿De qué demonios está hablando?

– ¡La vi! ¡Es una mujer! Está aguas arriba. A unos cien metros.

Los otros nos alcanzaron, y les expliqué rápidamente lo que había visto. Debo haberles parecido un poco chiflado o algo así porque no dejaban de mirarse entre ellos. Finalmente, les entró en la cabeza.

Como dije, son profesionales, y el instinto de supervivencia de un profesional no es salir corriendo sino más bien correr hacia aquello que intenta matarte para poder matarlo antes.

En cualquier caso, teníamos que correr porque habíamos delatado nuestra posición con todos aquellos disparos y nos habíamos adentrado demasiado en territorio enemigo, así que cuando se abre fuego hay que salir de donde uno está con la velocidad de un relámpago.

A nadie le gusta dejar atrás a los compañeros muertos, pero no estábamos en una situación habitual de combate, en la que uno recupera sus muertos y sus heridas a cualquier precio; estábamos en una misión de reconocimiento de largo alcance, donde es absolutamente posible que a uno lo dejen atrás.

Corrimos unos cien metros por la senda, y Andolotti dijo:

– Podríamos estar corriendo directamente hacia una emboscada.

– Prefiero eso antes de que me maten más tarde. ¡Muévete! -respondió Dawson respirando con pesadez.

Llegamos al recodo del arroyo, y yo corrí hasta la orilla, donde vi un cartucho de bronce que centelleaba bajo el sol. Lo recogí y observé que era de 7,62 milímetros, muy probablemente de un Draganov. No necesitaba pruebas, pero el hecho de encontrar el cartucho hizo que de algún modo me sintiera más seguro de que no había sufrido una alucinación. Me guardé el cartucho en el bolsillo.

Volvimos con rapidez al sendero, donde hallé algunas huellas en el húmedo suelo. Con reticencia, aunque sabiendo que se trataba de ella o nosotros, seguimos adelante.

Avanzamos casi al trote durante una hora, pero para entonces ya sabíamos que no íbamos a encontrarla. Ella nos encontraría a nosotros.

Nos habíamos estado alejando de la Cita Alfa, adonde podríamos llegar, si las cosas iban bien, en los tres días que nos quedaban antes del momento del encuentro, planificado al amanecer.

Nunca se debe regresar por el mismo camino en que se ha venido, de modo que nos internamos en la jungla y nos abrimos paso con los machetes entre la maleza hasta que nos topamos con una senda que parecía conducir en la dirección que debíamos seguir.

Avanzamos tan rápido como podíamos, pero el calor y la fatiga, y los casi treinta kilos de equipo que cargábamos se hacían sentir.

Descansamos algunos minutos por hora y seguimos adelante hasta el anochecer sin hablarnos demasiado, pero estoy seguro de que todos, incluyéndome, pensábamos por qué la mujer no me había liquidado cuando me encontraba en el agua. Tenía algunas respuestas a eso, que tenían menos que ver con algún súbito sentimiento compasivo de parte de ella que con el hecho de pudrirnos la cabeza.

El sol se había puesto en Laos, y el enemigo se movía de noche. Oímos camiones y tanques que ronroneaban en algún lugar hacia la derecha; después, hombres que conversaban y se reían a poca distancia de donde nos encontrábamos. Si hubiera tenido una radio, hubiera transmitido su posición a la artillería. En realidad, de haber tenido una, habría llamado a los helicópteros para que nos sacaran de esa mierda inmediatamente después de que la chica liquidara a Muller y a Landon. Pero ella nos había dejado mudos y sordos al mundo exterior.

Nos alejamos rápidamente de los movimientos de las tropas enemigas y alrededor de una hora más tarde hallamos una pequeña colina cubierta de hierba de elefante donde establecimos un perímetro defensivo, aunque servía de poco. Éramos seis tipos con armamento ligero, rodeados de un gran número de tropas enemigas. Más una francotiradora que sabía dónde estábamos, y quería reservarnos para ella.

Comimos algunas raciones deshidratadas que preparamos en sus propios envases con agua tibia de nuestras cantimploras. Nadie dijo gran cosa.

Alrededor de la medianoche nos turnamos para dormir y hacer guardia: dos despiertos, cuatro durmiendo. Pero nadie durmió demasiado. Cerca del alba, yo estaba de guardia con el sargento Dawson, un hombre viejo a los treinta años, que salía de patrulla por segunda vez, probablemente la última.

Me dijo en voz baja:

– ¿Está seguro de que era una mujer?

Yo asentí y solté un gruñido.

– ¿Está seguro? ¿Le vio tetas y esas cosas?

Casi solté una carcajada.

– La vi con los binoculares -respondí-. Era una mujer. -Y añadí:- Son buenas como francotiradoras. Él asintió.

– Me tocó una en Quang Tri una vez. Mató a cuatro de los nuestros antes de que la hiciéramos volar en pedazos con cohetes. -Y agregó:- Encontramos su cabeza.

No contesté. Él hizo la pregunta obvia:

– ¿Por qué no lo liquidó a usted?

– No lo sé.

– Tal vez es… tal vez tiene un límite de dos hombres por día en su permiso de caza.

– No es gracioso.

– No. Nada gracioso -y me preguntó-: ¿Cree que nos la sacamos de encima?

– No.

– Yo tampoco.

Y ese fue el fin de nuestra conversación.


Con la primera luz nos encaminamos hacia el sur, hacia la Cita Alfa.

Alrededor del mediodía empezamos a creer que lo lograríamos. Ya no quedaban corrientes de agua importantes por cruzar, sino apenas unos pocos arroyuelos ahogados por malezas y arbustos que ofrecían buen reparo, y en el mapa no se veían zonas abiertas que no pudiéramos evitar. Entonces advertimos que los árboles y arbustos cobraban una apariencia bastante marchita, y al cabo de media hora nos dimos cuenta de que nos encontrábamos en un Área Naranja deforestada por los bombardeos que no teníamos señalada en nuestro mapa.

Muy pronto avanzábamos a través de una zona muerta, de árboles desnudos y arbustos pardos y marchitos que no nos ofrecían ningún resguardo.

– Teniente, tenemos que regresar y rodear toda esta zona -dijo Dawson.

– No sabemos cuánto terreno abarca -repliqué-. Podría ser un rodeo de un día entero, y no llegaríamos a Alfa a tiempo.

Él asintió y miró a su alrededor.

– Al menos los viets no andan por aquí. No les gustan las áreas defoliadas -dijo.

– Tampoco a mí.

Interrumpimos la marcha, nos dispersamos y nos echamos al suelo, como indica el procedimiento usual cuando una patrulla debe detenerse.

Smitty extrajo una tableta para la selva de su paquete y mordió un pedazo de ese supuesto “chocolate” de consistencia terrosa.

– Esa perra -dijo. Refiriéndose, por supuesto, a la francotiradora-. Esa perra podría habernos liquidado a todos en aquella zona bombardeada con napalm. Podría haberlo liquidado a usted, teniente, en aquel arroyo, y tal vez a algunos de nosotros. ¿A qué carajo está jugando?

No contesté, y tampoco lo hicieron los otros.

Ese lugar me estaba dando mala espina, así que me incorporé, me cargué la mochila a la espalda y dije:

– Carguen su equipo y muévanse.

Todo el mundo se puso de pie y Andolotti se bajó el cierre de la bragueta y dijo:

– Un momento. Tengo que orinar.

Cuando todavía estaba orinando, se inclinó hacia atrás y cayó a tierra ruidosamente, sobre su espalda, todavía sosteniendo su miembro, del que aún manaba una meada amarilla.

Todos nos lanzamos al suelo y yacimos allí, congelados sobre la tierra muerta, que olía a sustancias químicas.

– ¡Andolotti! -grité.

No hubo respuesta. Giré la cabeza para mirar en dirección a él. Su pecho subía y bajaba con violencia y vi sangre brotando de su boca. Boqueó por última vez y quedó inmóvil.

Por la manera en que había sido arrojado hacia atrás, sabía que el impacto le había dado de lleno en el pecho, y sabía de dónde había venido el disparo. A través de la vegetación muerta, vi una leve pendiente en el terreno a unos cien metros, hacia el oeste. Grité:

– ¡Sigan mis balas trazadoras!

Apunté desde mi posición, tendido boca abajo y descargué una larga ráfaga sobre la cuesta. Cada sexta bala era una trazadora que dejaba una estela roja semejante a un rayo láser que señalaba el supuesto blanco.

Dawson, Smitty y Johnson se me unieron con largas ráfagas de fuego de sus M-16, y acribillamos la loma, mientras Beatty, que tenía el lanzagranadas, lanzó tres proyectiles contra la cuesta, envolviendo en llamas la vegetación muerta.

– ¡Salgamos de aquí! -grité.

Retrocedimos a toda velocidad, acurrucados, disparando para cubrir nuestra retirada.

Beatty volvió a cargar su lanzagranadas y estaba a punto de disparar, con el arma apoyada en la cadera, cuando el lanzagranadas cayó de sus manos, y él mismo fue impulsado hacia atrás como si lo hubiera atropellado un camión.

– ¡Le dieron a Beatty! -aulló Dawson.

– ¡Retrocedan! ¡Retrocedan! -grité.

Me encontraba a unos diez metros de Beatty, y podía ver que aún seguía con vida. Me arrojé a tierra y empecé a gatear hacia él, y entonces vi que su cuerpo se contorsionaba con tres movimientos rápidos. Un cuarto disparo le acertó a su lanzagranadas y un quinto me echó tierra en la cara. Entendí el mensaje y me fui de allí rápido como el carajo.

Me uní a Dawson, Smitty y Johnson. Corrimos como condenados hasta que llegamos a un barranco seco en el que nos arrojamos de un salto. Avanzamos agazapados por el barranco durante unos cientos de metros hasta que di la orden de alto. No era el rumbo en el que debíamos marchar, así que ordené que todos salieran del barranco, y nos dirigimos rápidamente hacia el sur, hacia nuestro punto de encuentro, del que todavía nos separaban unos treinta kilómetros de distancia.

Salimos del área defoliada y entramos en una zona que había sido bombardeada por los B-52. La selva había sido calcinada por las bombas de media tonelada y de doscientos kilos, y cráteres grandes como casas salpicaban el paisaje. Por todas partes había pedazos de cadáveres en estado de putrefacción, y los árboles que habían sobrevivido estaban envueltos en restos humanos. Alguna clase de pájaros carroñeros se estaban dando un banquete, y apenas si repararon en nuestra presencia.

El sol se ponía, y nosotros habíamos llegado casi al límite de nuestras fuerzas físicas y de nuestra resistencia mental, por lo que ordené que todos nos metiéramos en un cráter dejado por las bombas. Yacimos contra las empinadas paredes de tierra del cráter, recuperamos el aliento y bebimos agua de nuestras cantimploras. El sitio hedía a carne en estado de putrefacción.

Dawson levantó un brazo y lo arrojó fuera del cráter, y después hizo la broma habitual, diciendo:

– Entonces, contemos los brazos y las piernas, dividimos por cuatro y tendremos el número de cuerpos.

Nadie se rió.

Terminó de beber el agua de la cantimplora y nos informó:

– Las zonas bombardeadas tienen dos cosas negativas. Una, que el enemigo viene a buscar cosas rescatables y gente para enterrarla. Dos, los B- 52 a veces vuelven al mismo sitio para buscar a los tipos que pretenden llevarse equipos y esas cosas. -Y agregó, innecesariamente:- Tenemos que salir de aquí.

Yo coincidí y dije:

– Cinco minutos y nos vamos -y saqué mi mapa para estudiarlo.

– Eh, teniente -me dijo Smitty-, ¿por qué ella nunca le dispara a usted?

No le contesté.

– ¿Cree que todavía nos sigue? -me preguntó Johnson.

Yo seguí observando el mapa y respondí:

– Supongo que sí.

Trepé hasta el borde del cráter y miré con mis binoculares. Hice un barrido del área en un círculo de 360 grados, deteniéndome cada diez grados para captar cualquier posible movimiento, cualquier relumbre de metal, o un hilo de humo, o cualquier cosa que pareciera ajena al entorno.

Era una presa fácil ahí, pero había desarrollado una actitud fatalista durante los últimos días: ella me reservaba para el final.

Primero eliminaría a Smitty y a Johnson en el orden que se le antojara, después al sargento Dawson, a quien había identificado como líder, después a mí.

Me la imaginé acechándonos como un gran felino, lenta y paciente, antes de atacar. Los sobrevivientes huimos, y ella nos persiguió. Era muy rápida, conocía bien el terreno, era silenciosa, y sabía cuánto se podía acercar sin exponerse demasiado. No teníamos buenas posibilidades de tenderle una emboscada. Todo lo que podíamos hacer era huir.

Volví a dejarme caer dentro del cráter y dije:

– Parece despejado. -Miré mi reloj.- Treinta minutos hasta que oscurezca. -Desplegué el mapa y lo estudié en la poca luz que quedaba.- Muy bien, si nos apuramos podemos hacer cinco kilómetros antes de que oscurezca, y eso nos llevará a un área rocosa donde podremos pasar la noche.

Todo el mundo asintió. Las zonas rocosas eran fortificaciones naturales, que ofrecían refugio y escondite, y casi siempre una posición ventajosa para abrir fuego. Y un beneficio agregado era que el enemigo eludía el terreno rocoso abierto a causa de nuestros helicópteros de avanzada, así que seguramente no nos toparíamos con ellos. Y con suerte, los nuestros tal vez nos verían desde el aire.

El único punto en contra era la dama del rifle. Tenía un mapa o conocía el terreno, y era lo suficientemente lista como para saber adónde nos dirigiríamos. Aun cuando la hubiéramos perdido, ella sabría dónde encontrarnos. Se lo dije a Dawson en privado.

– Tal vez le está dando demasiado crédito -me contestó.

– Y tal vez usted no le esté dando suficiente.

Se encogió de hombros.

– Me gusta estar rodeado de rocas, y me gustan los helicópteros sobre mi cabeza que pueden llegar a vernos y a sacarnos de esta mierda.

– Okey, carguen sus equipos.

Todo el mundo cargó la mochila y con intervalos de diez segundos salimos del cráter en diferentes puntos para reunimos rápidamente en el borde sur del hoyo, y después nos alejamos a paso ligero del área bombardeada.

Media hora más tarde, el terreno empezó a subir y vimos unas rocas blancas y planas que sobresalían de la tierra húmeda y cubierta de arbustos, como peldaños que condujeran a un antiguo templo cubierto por la jungla.

Diez minutos después estábamos en el área rocosa, con escasa vegetación. Al oeste había altas colinas de una cadena que se había desmoronado tiempo atrás y había dado origen a la zona rocosa.

Encontramos un punto elevado rodeado de piedras de buen tamaño y establecimos un pequeño y estrecho perímetro defensivo. En verdad, se podía resistir a todo un ejército desde allí, si se tenía suficiente comida, agua y municiones. Nosotros teníamos comida, agua y municiones extras gracias a Muller y Landon.

Nos dispusimos a pasar una larga noche. No podíamos prender un cigarrillo y no podíamos usar las tabletas para calentar agua para las raciones deshidratadas. Así que las mezclamos con el agua de las cantimploras, y Dawson y Johnson, que eran fumadores, se arreglaron mascando el tabaco de sus cigarrillos.

Cerca de la medianoche, me tocó el primer turno de guardia, y los otros tres se fueron a dormir.

Busqué la mira nocturna en el interior de mi mochila y observé el terreno más alto que se extendía hacia el oeste, donde terminaba la cadena de colinas. La mira nocturna funciona con baterías, y da una visión teñida de verde amplificando la luz de las estrellas y de la luna.

Advertí una pequeña cascada que caía sobre una pequeña cornisa rocosa a unos cien metros de distancia. Después percibí un movimiento, enfoqué la mira y apoyé los codos con firmeza en la roca plana que tenía ante mí.

Ella estaba en cuclillas en una saliente rocosa junto a la cascada, y era fácil verla porque estaba completamente desnuda. Estaba bebiendo del hueco de sus manos, luego se acercó más a la cascada y dejó que el agua corriera sobre su cuerpo mientras se pasaba las manos por el cabello, luego sobre su torso y sus piernas, después por la espalda, después por la entrepierna.

Me quedé mirándola, petrificado por el cuadro. Era muy sensual fuera de contexto, pero dentro del contexto era grotesco, como si uno estuviera viendo a un tigre que se lamía después de una buena comida.

Extendí la mano hacia atrás y apoyé mi rifle M-16 sobre la roca, eché un último vistazo y luego llevé la mira sobre el rifle. Tanteando, tal como me habían enseñado, monté la mira y apunté. Ella aún seguía allí, y había puesto el pie derecho bajo el agua que caía, donde lo mantuvo durante unos segundos antes de cambiar el punto de apoyo para poner el otro pie bajo el agua.

La mira, que cuadruplicaba el tamaño, hacía que pareciera a veinticinco metros de distancia, pero la distancia verdadera, cien metros, era una enorme exigencia para el alcance del M-16, hecho para disparar a una distancia inferior.

La puse en el centro de la mira y apunté con firmeza. Sólo tendría un único disparo. Un disparo estruendoso, ya que no tenía silenciador. Acertara o fallara, tendríamos que salir de ahí más rápido que el demonio.

Se alejó de la cascada y me di cuenta de que se estaba calzando las sandalias. Estaba directamente de frente a mí, completamente desnuda, con el centro de mi mira sobre el corazón.

Por alguna razón, tenía que volver a mirar su rostro, fijarlo en mi memoria, grabarlo a fuego en mi mente. Miré su rostro por encima del centro de la mira, y vi esa misma expresión desinteresada y distante que había observado en la ribera del arroyo.

Extendió la mano y trajo su largo pelo negro sobre su hombro derecho para exprimirle el agua.

Volví a mirar fijamente el sitio entre sus pechos y apreté el gatillo, justo en el momento en que ella se agachaba para recoger su pijama negro.

El estruendo del rifle resonó con fuerza en el silencio de la noche, y el eco rebotó contra las piedras. Los pájaros y animales nocturnos rompieron a chillar, y los tres hombres estuvieron de pie antes de que el sonido del disparo empezara perderse en las lejanas montañas.

Eché una última mirada, pero ella ya no estaba.

– ¿Qué demonios…? -dijo Dawson, alarmado.

– Ella.

– ¡A la mierda! -dijo Smitty.

– ¿Le dio? -preguntó Johnson.

– Tal vez…

– ¿Tal vez? -dijo Dawson-. ¿Tal vez? Tal vez tendríamos que sacar nuestros culos de aquí en el acto.

– Correcto. Carguen.

Recogimos nuestro equipo y, como habíamos dormido con las botas puestas, estuvimos listos para partir en un minuto.

Encabecé la marcha por la ladera sur del terreno rocoso. El avance era lento y traicionero en la oscuridad. Una tajada de luna apenas iluminaba las rocas blancas, y también a nosotros. No oí el disparo porque lo había realizado con silenciador, pero escuché cuando rebotó sobre una roca próxima.

Nos arrojamos al suelo, después nos agazapamos y avanzamos a los tumbos, zigzagueando, cayendo, rodando, haciendo todo lo que podía convertirnos en blancos difíciles.

Otro disparo rebotó en algún lugar hacia la derecha, después otro y otro más. Me la imaginé de rodillas, desnuda detrás de algo, concentrada en la mira, buscando movimiento y sombras bajo la luna, tratando de adivinar nuestros movimientos, disparando de tanto en tanto para hacernos saber que no dejaba de tenernos en cuenta.

Llegamos a un lugar en el que el terreno rocoso se internaba en una fila de árboles, y corrimos a toda velocidad para ganar la protección de la jungla.

Yo iba al frente, y avanzábamos tan rápido como podíamos a través de la oscuridad absoluta que reinaba entre los árboles.

Llegamos a un ancho sendero por el que recientemente habían pasado tanques, vehículos y muchas sandalias de goma. Contrariando lo que me dictaba mi intuición, giré en la misma dirección que habían tomado las tropas enemigas, y seguimos el sendero hacia el sur.

Más o menos una hora más tarde escuché el ronco sonido de un gran motor diesel, y el traqueteo de las orugas de los tanques.

Disminuimos el paso y los seguimos a distancia, esperando que no se les ocurriera detenerse inesperadamente a hacer un descanso.

Caminamos toda la noche, siguiendo al ejército enemigo que avanzaba a paso moderado. Yo sabía que antes del amanecer esos vehículos y hombres se dispersarían en la jungla para esconderse de nuestros aviones y helicópteros. Debíamos hacer un rodeo alrededor de su campamento diurno, así que conduje a mi patrulla hacia el este a través de la jungla. Encontramos un arroyo que fluía desde las montañas hacía la costa, y lo seguimos durante una hora, después volvimos a tomar rumbo sur, esperando haber evitado así al enemigo, que para entonces ya se dispersaba por la densa jungla de tres niveles de follaje.

Al alba nos detuvimos en un bosquecillo de bambú para descansar. De hecho, estábamos tan exhaustos que simplemente nos tendimos en el lugar donde nos detuvimos, y nos quedamos dormidos entre los bambúes y las víboras de los bambúes.

El sol de media mañana me despertó, y me senté, con el sudor que me caía de la cara y corría por mi cuello.

El sargento Dawson también estaba despierto, bebiendo algo que parecía café instantáneo de la tapa de su cantimplora.

– ¿Cómo fue que le erró? ¿Y por qué disparó? -me preguntó.

– Erré porque le erré -respondí-. Y le disparé porque tomé la decisión de hacerlo. ¿Tiene algún problema? Se encogió de hombros.

Estudié mi mapa del terreno, y Dawson me preguntó:

– ¿A qué distancia estamos de Alfa?

Guardé el mapa y respondí:

– No sé dónde estamos, así que tampoco sé dónde está Alfa.

Esa respuesta no le gustó, por lo que añadí:

– Cuando nos pongamos en marcha, encontraré algunos accidentes del terreno y me daré cuenta de dónde estamos. No se preocupe por eso, sargento.

– Sí, señor.

Es necesario dejar en claro quién está al mando si uno quiere sobrevivir, de modo que ordené:

– Despierte a los hombres y póngalos en marcha. Que coman en el camino. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo.

– Sí, señor.

El sargento Dawson hizo que Smitty y Johnson se levantaran y en un minuto marchábamos hacia el sur entre los bambúes, que finalmente dejaron paso a unos árboles dispersos, y después a un denso macizo subtropical de arbustos de palma que nos lastimaban los brazos, las manos y las caras.

Al cabo de una hora pude encontrar nuestra localización en el mapa.

– La Cita Alfa está a unos veinte kilómetros hacia el sur y el oeste -anuncié-. No llegaremos con la luz del día, pero debemos estar allí para la cita de las 6.

Todo el mundo asintió, si bien no con entusiasmo, al menos con un poco de optimismo. Un día y una noche más de infierno y con la primera luz estaríamos en la alfombra mágica, y media hora más tarde, comiendo huevos con tocino de verdad y presentando nuestro informe, no necesariamente en ese orden. Tal vez todo al mismo tiempo, si conseguía salirme con la mía.

Me quedaban veintinueve días en este pozo de mierda y, según la costumbre, uno no salía de patrulla si le quedaban menos de treinta días de servicio. En cualquier caso, esa sería mi última patrulla.

Nos internamos en una zona de jungla con tres niveles de follaje donde la falta de sol reducía la maleza al mínimo, por lo que deberíamos haber avanzado a buen ritmo, pero apenas si podíamos poner un pie delante del otro. Todos estábamos cubiertos de erupciones por el calor, infecciones en la entrepierna, llagas causadas por la jungla y ampollas en los pies del tamaño de cebollas. Tenía la impresión de que apenas hacíamos dos kilómetros por hora.

En la jungla se hizo oscuro mucho antes de la puesta del sol y para las 19, cuando todavía debía haber luz, todo estaba tenebroso, aunque de tanto en tanto entraba algún rayo de sol oblicuo desde el oeste.

Seguimos adelante, el sargento Dawson, Smitty, Johnson y yo, los sobrevivientes de la patrulla sin radio, conocida por el código radial de Comadreja Negra. Habíamos localizado movimiento de tropas, pero no habíamos podido informarlos. Habíamos eludido a un gran número de enemigos, pero no habíamos podido eludir a una mujer sola que se había tomado un interés obsesivo por nosotros. Si de verdad lograba encontrarme comiendo huevos revueltos mientras informaba de mi misión a Pato Real y a los tipos de inteligencia, todo lo que se me ocurriría decirles es que mejor mandaran un buen equipo antifrancotiradores, antes de enviar a cualquier otro grupo. Y que no se sorprendieran si jamás volvían a saber del primer par de equipos que enviaran.

Entramos en un largo tramo soleado que contrastaba con una zona oscura y sombría más adelante, y todos mis sentidos se alertaron al máximo. Estaba a punto de decir “Dispersarse, busquen protección” cuando percibí un movimiento adelante.

Aunque su rifle tenía supresor del fogonazo, vi el chispazo en lo alto de la jungla, a no más de setenta y cinco metros de distancia. Johnson soltó un fuerte gruñido a mis espaldas, y escuché el ruido de su cuerpo que se desplomaba.

Me dejé caer de rodillas, en posición de tiro, y disparé todo el cargador sobre el sitio donde había visto el ahogado fogonazo.

Mientras disparaba hacia donde supuestamente estaba ella, percibí otro movimiento a mi izquierda y giré en esa dirección. Vi una larga liana que pendulaba describiendo un arco hacia el sitio que yo había estado acribillando un momento antes. Ella no estaba aferrada a la liana, pero había estado, y ahora se encontraba en un árbol situado en algún punto a mi izquierda. Dawson y Smitty habían estado disparando ráfagas contra el mismo sitio al que yo había dirigido el fuego y antes de que pudiera tirar contra el lugar donde creía que ella se había apostado gracias a la liana, Smitty soltó un grito de dolor, luego se incorporó, se tambaleó unos pasos y se desplomó boca abajo. Vi que su cuerpo se sacudía como si hubiera recibido otro disparo.

Dirigí el fuego hacia donde suponía que estaba la mujer, pero Dawson seguía tirando contra el sitio anterior, y le grité:

– ¡Liana de mono!

Me entendió y cambió la dirección de su descarga para que sus disparos intersectaran los míos. Las trazadoras rojas abrían surcos en el techo de la jungla, arrancando ramas, hojas y el follaje de las palmas.

Retrocedimos agazapados, sin dejar de abrir fuego, nos reagrupamos a unos cincuenta metros en el sendero, y nos zambullimos en la espesa broza.

Dawson se veía visiblemente conmocionado, la primera vez desde que yo lo conocía. No dejaba de repetir:

– Jesucristo. Oh, Dios. Oh, Dios.

– Silencio -le dije.

Se desplomó en el suelo con las piernas cruzadas, después empezó a hamacarse, adelante y atrás, mascullando algo.

– Repóngase, sargento. Ya mismo -le dije con suavidad.

Él no pareció escucharme, pero de pronto se iluminó y dijo:

– La tenemos. Sé que la tenemos. La vi caer. Reventamos a esa perra.

Yo no lo creía, pero era una hermosa idea.

– Levántese -le dije.

Se incorporó.

– Sígame.

Encabecé la marcha hasta unos cien metros de distancia, encontré otro matorral espeso y dije:

– Nos quedamos aquí hasta medianoche, después marchamos hacia nuestra cita. ¿Entiende?

Él asintió.

Nos quedamos sentados muy quietos hasta que oscureció, y entonces bebimos un poco de agua y comimos unas galletas caseras que habíamos encontrado en el cadáver de Landon.

El sargento Dawson ya había recuperado el control y para compensar su estallido emocional dijo:

– Vamos a buscarla y liquidémosla. Usted tiene su mira nocturna. Ella no tiene nada de eso, ¿verdad? Nosotros podemos ver en la oscuridad, ella no.

Lo escuché como si estuviera considerando esa locura, y después respondí, en tono reflexivo:

– Creo que por ahora lo mejor que podemos hacer es quedarnos quietos. Creo que puedo encontrar Alfa desde aquí, incluso en la oscuridad. Si vamos tras ella, nos desorientaremos y no llegaremos al punto de encuentro. ¿Qué le parece?

Fingió pensar en lo que le había dicho, y después asintió.

– Sí. Tenemos que regresar e informar lo sucedido. Tienen que mandar algún grupo antifrancotiradores contra esta perra.

– Así es. Que los profesionales se ocupen de ella.

– Sí…

– Nosotros podemos darles algunos datos.

No respondió durante un rato.

– No lo lograremos, teniente -dijo luego, con voz tranquila-. ¿No se da cuenta? Ella es demasiado buena. No nos dejará lograrlo.

Permanecí un momento en silencio, después le di una buena noticia y otra mala, que sabía que acabaría por compartir con él en algún momento.

– Uno de los dos va a lograrlo -le dije-. Ella quiere que uno de nosotros, el jefe de la patrulla, yo, o el sargento de la patrulla, usted, regrese y les cuente sobre ella. De otro modo, todo su esfuerzo de mierda habrá sido inútil. Podría habernos liquidado a todos en cualquier momento desde el primer día, pero no lo hizo. Hizo que nos meáramos encima, que frunciéramos el culo, que sudáramos frío y que corriéramos como conejos. Arriesgó su propia vida para volvernos locos como la mierda y humillarnos, y no hizo todo eso para un público completamente formado por muertos. Uno de los dos, usted o yo, va a subirse a ese helicóptero al amanecer. Y si es usted, quiero que informe muy precisa y profesionalmente todo lo que ocurrió aquí. Y asegúrese de que los muertos queden en buen lugar y cúbralos de honor. Entonces usted, o yo, nos ofreceremos como voluntarios para regresar aquí y saldar las cuentas pendientes. ¿Me entiende?

No contestó durante largo rato y después dijo:

– Entiendo.

– Bien -dije, y nos dimos un apretón de manos.


Caminamos toda la noche, y me orienté lo mejor que pude, usando la brújula y contando los pasos.

Una hora antes del amanecer, el terreno empezó a mostrar una acentuada pendiente hacia abajo, y supe que nos encontrábamos en las cercanías de la Cita Alfa, que estaba señalada en una depresión en forma de cuenco de un kilómetro de diámetro, cubierta de densa hierba de elefante.

Teníamos menos de veinte minutos para llegar al centro aproximado de ese lugar, y debía ser fácil: simplemente debíamos seguir bajando hasta que empezáramos a subir. Muy simple, había dicho Pato Real. ¿Cómo es posible no encontrar el fondo de un cuenco, aun en la oscuridad?

Miré la esfera luminosa de mi reloj. Faltaban apenas unos minutos para las 6 y no oía el motor de ningún helicóptero, y tampoco sabía si me encontraba en el fondo mismo de esa depresión.

Normalmente, no hubiera importado que estuviéramos incluso a cien metros de distancia porque podríamos haber usado un espejo para hacer señales, o arrojar una lata de humo como último recurso. Pero los genios que habían elegido este lugar no habían tenido en cuenta que la bruma matinal se depositaría en la depresión. La buena noticia era que la dama del rifle, si se encontraba en alguna parte del borde de la olla, no podía vernos. Tal vez los dos pudiéramos salir de allí.

En algún sitio, por encima de la bruma, salía el sol, y desde el aire el terreno estaría suficientemente iluminado como para que los helicópteros encontraran esta olla de sopa de arvejas.

Dawson y yo decidimos que habíamos llegado a un punto en que el terreno subía en todas direcciones, así que nos detuvimos y nos quedamos esperando el ruido de las hélices, que esperábamos poder oír por encima de nuestra agitada respiración.

Esperamos. Habían pasado ya diez minutos de la hora de la cita, pero eso no me preocupaba. Los pilotos de los helicópteros eran siempre cautos con las misiones de recuperación de efectivos en el medio de ninguna parte, y solían demorarse y hacer mucho trabajo previo de reconocimiento. Habría dos Huey para recoger a diez hombres, aunque sólo quedábamos dos, y dos o más aviones de combate Cobra para cubrirnos. Si nos disparaban, ellos tratarían de eliminar a los atacantes, y a veces podían incluso ser derribados. Pero no siempre.

Ahora habían pasado ya quince minutos desde la hora establecida para la cita, y Dawson dijo:

– No vendrán. No tuvieron noticias de nosotros, así que no van a venir.

– Estamos aquí, en el lugar preestablecido porque no tuvieron noticias nuestras -repliqué.

– Sí, pero…

– No nos dejarán aquí.

– Sí… lo sé, pero… tal vez estamos en el lugar equivocado.

– Sé leer un condenado mapa.

– ¿Sí? Déjeme ver el mapa.

Se lo di, y él lo miró con gran concentración. El sargento Dawson sabía hacer muchas cosas, pero la lectura de mapas terrestres no era una de ellas.

– Tal vez deberíamos seguir hasta Bravo -dijo.

– ¿Por qué?

– Tal vez los helicópteros vieron amarillos en las cercanías.

– Si no les disparan, vendrán. Quédese tranquilo.

Esperamos. Dawson preguntó:

– ¿Cree que ella está allí afuera?

– Ya lo sabremos.

Esperamos y escuchamos. A las 6.30 oímos el distintivo batir de hélices de helicópteros en el fresco aire de la mañana. Nos miramos, y por primera vez en mucho tiempo conseguimos esbozar una sonrisa.

Escuchamos que los helicópteros se acercaban y supe que los pilotos estarían preocupados por aterrizar en una zona envuelta en bruma en la que no podían ver el suelo. Pero les habían avisado que había hierba de elefante, un aterrizaje fácil, y las ráfagas de aire producidas por las hélices disiparían la niebla. Sin embargo, como no teníamos manera de contactarnos por radio, no sabrían quién los estaría esperando en tierra. Pensé arrojar una lata de humo verde, que significaba todo despejado, o una amarilla que indicaba precaución. Eso les diría que los estábamos esperando, aunque también le anunciaría nuestra presencia a gente que no tenía ninguna necesidad de saber que nos encontrábamos allí.

– Voy a tirar humo. Elija el sabor -me dijo Dawson.

– Espere. Tienen que estar más cerca. No quieren que haya más de tres minutos entre el humo y el momento del rescate, o se asustan y vuelven a casa.

Escuché el ruido de los helicópteros que se acercaban, conté hasta sesenta y después lancé una lata de humo amarillo. El penacho de humo brotó del suelo al aire húmedo y sin viento, después empezó a elevarse a través de la niebla. En algún momento debe haber traspasado el volumen de bruma gris porque de inmediato el ruido de los helicópteros se hizo intenso. Unos segundos más tarde, pude ver una enorme sombra sobre mi cabeza, y la bruma empezó a arremolinarse como si la agitara un tornado.

El primer helicóptero estaba a veinte metros de distancia, con un aspecto fantasmal en la bruma gris mientras se acercaba a tierra. El segundo estaba veinte metros más allá.

Dawson y yo corrimos hacia el primer helicóptero, haciéndole señas a la tripulación para hacerles entender que sólo estábamos allí nosotros dos, e indicándole al otro helicóptero que podía marcharse. Alguien entendió, porque la segunda nave despegó antes de que nosotros llegáramos a la más cercana. Nuestro helicóptero se mantenía inmóvil a dos metros de la tierra, y yo le di una palmada en el trasero a Dawson para indicarle que él subiera primero. Extendió los brazos y aferró la mano del jefe de la tripulación. Sus pies encontraron el soporte inferior del helicóptero, y en poco menos de dos segundos estuvo dentro de la cabina. Yo estaba justo detrás de él, y creo que en realidad subí a la cabina de un salto, gritando por encima del ruido de las hélices y el motor:

– ¡Sólo dos! ¡Ocho muertos! ¡Vámonos! ¡Vámonos!

El capitán asintió y habló con el piloto por el intercomunicador.

Miré a Dawson, que estaba arrodillado en el suelo de la cabina y ya había encendido un cigarrillo. Nos miramos y me hizo un gesto con los pulgares hacia arriba. Justo cuando el helicóptero salía de la depresión cubierta por la bruma, el cigarrillo de Dawson cayó de su boca y él se derrumbó hacia adelante, con la cara sobre mi regazo. Grité “¡Fuego!” mientras aferraba los hombros de Dawson y lo hacía rodar hasta ponerlo de espaldas.

Él miraba el techo de la cabina, mientras la sangre manaba de la herida de salida del proyectil, en su pecho.

Los dos tiradores de las puertas habían abierto fuego con sus ametralladoras, acribillando la jungla mientras el Huey aceleraba alejándose del área. Los Cobra dispararon sus cohetes y abrieron fuego con sus Gaitlin sobre el terreno circundante, pero era más que nada una bravata. Nadie sabía de dónde había venido el disparo, aunque yo sí sabía quién lo había hecho.

Me acerqué mucho a Dawson, hasta que estuvimos cara a cara, y nos miramos fijamente a los ojos.

– Está bien. Estará bien -le dije-. Iremos directamente al hospital. Simplemente, aguante. Aguante, unos minutos más.

Él trató de hablar, pero yo no podía oírlo por encima del ruido. Puse mi oreja junto a su boca y lo escuché decir “Perra”. Después se aflojó y murió.

Me senté a su lado sosteniéndole la mano, que empezaba a enfriarse. El capitán y los dos artilleros no dejaban de mirarnos de soslayo, al igual que el piloto y el copiloto.


La alfombra mágica aterrizó primero en el hospital de campaña, y los paramédicos se llevaron el cadáver del sargento Dawson; después el helicóptero sobrevoló el campamento y me depositó en la zona del cuartel general de las PARLA.

El piloto había avisado por radio, y el coronel Hayes -Pato Real- se encontraba allí esperándome en su jeep. Estaba solo, algo que me pareció un buen detalle.

– Bienvenido, teniente -me dijo.

Asentí.

Me preguntó, como confirmación, si yo era el único que quedaba.

Asentí.

Me palmeó la espalda.

Subimos a su jeep, que él condujo directamente hasta su guarida, una pequeña estructura de madera con techo de chapa. Entramos, y me pasó una botella de Chivas. Tomé un largo sorbo y después me condujo hasta un sillón de lona.

– ¿Tiene ganas de hablar del asunto ahora? -me preguntó.

– No.

– ¿Más tarde?

– Sí. Sí, señor.

– Bien. -Me palmeó el hombro y se dirigió hacia la puerta del único ambiente del cobertizo.

– Mujer -dije. Él se volvió hacia mí.

– ¿Cómo es eso?

– Una francotiradora. Una mujer muy peligrosa.

– Está bien… tómese su tiempo. Termine la botella. Lo veré cuando esté listo para hablar. En mi oficina.

– Voy a volver para liquidarla.

– Okey. Hablaremos de eso más tarde.

Me lanzó una mirada de preocupación y se marchó.

Me quedé allí sentado, pensando en Dawson, Andolotti, Smitty, Johnson, Markowitz, García, Beatty, Landon y Muller y, finalmente, en la francotiradora.


Después de que presenté mi informe, la Fuerza Aérea bombardeó a fondo el área de mi patrulla durante una semana. El día que acabó el bombardeo, enviamos tres equipos con dos antifrancotiradores a la zona. Yo quería volver, pero el coronel Hayes vetó mi iniciativa. Menos mal, ya que sólo un equipo consiguió regresar con vida al cuartel.

Durante algunas semanas mantuvimos a los nuestros fuera de la zona, después enviamos una compañía de infantería de doscientos hombres para localizar y recobrar los cadáveres de los ocho hombres que habíamos dejado allí y también, por supuesto, a buscar a la dama del rifle. Nunca encontraron los cuerpos; tal vez las bombas y la artillería los destruyeron. En cuanto a la dama, ella también parecía haberse evaporado.

Volví a casa y me saqué el asunto de la cabeza. O intenté hacerlo.

Seguí en contacto con una cantidad de tipos de las PARLA que seguían en Vietnam cuando yo me fui, y solían escribirme de tanto en tanto para contestarme la pregunta que siempre les hacía en mis cartas: ¿La encontraron? ¿Mató a alguien más?

La respuesta era siempre “No” y “No”.

Ella parecía haber desaparecido o muerto en los bombardeos o en los ataques de artillería que siguieron, o simplemente se había marchado del lugar. Entre los hombres que conocían la historia, se convirtió en una leyenda, y su desaparición solo había aumentado su casi mítica estatura.

Hasta hoy no tengo idea de qué la motivaba, a qué juego secreto estaba jugando o por qué. Especulé que posiblemente los estadounidenses habían matado a su familia, o tal vez los soldados la hubieran violado, o tal vez simplemente estaba cumpliendo con su deber por su país, tal como lo hacíamos nosotros.

Todavía tengo el cartucho de bronce que recogí en la ribera del arroyo, y de tanto en tanto lo saco del cajón de mi escritorio y lo miro un rato.

No quise obsesionarme con la historia, pero a medida que pasaban los años empecé a creer que seguía viva y que algún día, en algún lugar, me encontraría con ella, aunque no sabía cómo ni dónde.

Lo que sí sé con certeza es que reconocería su cara, que todavía puedo ver con claridad, y que ella me reconocería a mí… el hombre al que dejó escapar para contar su historia. Ahora ya la he contado, y si alguna vez volvemos a encontrarnos, sólo uno de los dos saldrá con vida.

Загрузка...