Debilidad por ella – Ian Rankin

Casi todas las noches, Dennis Henshall se llevaba su trabajo a casa.

Los demás no lo sabían. El suponía que a la mayoría de sus colegas guardias de prisión no le importaba demasiado. Para ellos, Dennis era ya bastante raro, allí sentado casi todo el día en su oficina, revisando minuciosamente la correspondencia, con una regla y una hoja de afeitar a mano. Tenía que tener mucho cuidado con esas hojas de afeitar: esa era una de las reglas del trabajo. Tenerlas siempre bajo llave, lejos de los dedos diestros. Cada mañana, abría el cajón con su llave y las contaba, después sacaba una, siempre la misma. Cuando se desafilaba, se la llevaba a su casa y la tiraba en el bote de basura de la cocina. El cajón de su escritorio, en la oficina, permanecía cerrado el resto del día y también la puerta de su oficina, salvo cuando él estaba allí. Si salía dos minutos para orinar, cerraba la puerta, la hoja de afeitar nuevamente dentro del cajón, el cajón también cerrado con llave.

Todas las precauciones eran pocas.

Su mueble archivador estaba trabado con una barra de metal que, colocada en sentido vertical, impedía abrir los cuatro cajones. La primera vez que el director de la prisión había ido a verlo, no había hecho ningún comentario sobre esa precaución extra, aunque tampoco había logrado despegar los ojos del alto mueble verde durante todo el tiempo que había durado su conversación con Dennis.

Los otros guardias suponían que Dennis ocultaba cosas allí: revistas porno y whisky. Y que se escondía en su oficina con la botella en una mano y la otra mano atareada dentro de sus pantalones. Él no hizo nada por disipar el mito; en realidad, le gustaba bastante esa otra vida que le habían inventado. De hecho, su archivero sólo contenía correspondencia ordenada alfabéticamente: cartas que conectaban a los presos con sus seres queridos y amigos del mundo exterior. Eran cartas que habían sido consideradas ide: Imposibles de Enviar. Una carta se consideraba ide si daba demasiada información sobre la rutina carcelaria, o si parecía amenazante. No había problemas con los insultos y con el contenido sexual, pero casi todas las cartas eran más bien decorosas una vez que los presos se daban cuenta de que Dennis, como censor, leería toda la correspondencia antes de despacharla.

Ese era su trabajo, y lo hacía con gran diligencia. Su regla señalaba alguna oración conflictiva, y de inmediato aplicaba la hoja de afeitar. Los fragmentos extirpados quedaban guardados en el archivo, pegados a una hoja donde se consignaban comentarios: fecha, la identidad del preso y el motivo de la extirpación. Cada mañana lo esperaba una nueva pila de correspondencia entrante; cada tarde, controlaba el correo saliente. Esos sobres ya estaban estampillados y con la dirección de destino, pero no se los enviaba hasta que Dennis hubiera autorizado su contenido.

Abría la correspondencia entrante con un cortapapeles de madera que había comprado en una tienda de curiosidades de la calle Cockburn. Era africano, con el mango tallado semejando una mano alargada. También lo dejaba guardado bajo llave cuando salía de su oficina. Su habitación no siempre había sido una oficina. Suponía que había iniciado su vida como alguna clase de depósito. Tenía quizás unos ocho metros cuadrados, con dos pequeñas ventanas con barrotes en lo alto de una pared. Había cañerías metálicas enfrente del archivo, que parecían transmitir los sonidos del exterior: voces distorsionadas, órdenes dadas con severidad, estrépitos y traqueteos. Dennis había colgado un par de pósters en las paredes. Uno de ellos mostraba el oscuro vacío de Glencoe -un lugar al que nunca había ido, a pesar de que regularmente se prometía visitarlo-, y el otro era una fotografía de uno de los pueblos pesqueros de East Neuk, tomada desde el muro del puerto. A Dennis le gustaban ambos por igual. Contemplando cualquiera de esas imágenes, se podía transportar a los yermos de las tierras altas o al puerto costero, consiguiendo de ese modo un brevísimo respiro de los ruidos y los olores de la cárcel de Edimburgo.

Los olores eran peores a la mañana: se abrían las celdas nada ventiladas, salían los presos, sin lavarse, rascándose y eructando mientras arrastraban los pies camino al desayuno. Él rara vez tenía contacto -verdadero contacto- con esos hombres, aunque sin embargo sentía que los conocía. Los conocía a través de sus cartas, llenas de oraciones torpes y errores de ortografía, y a pesar de ello elocuentes, y a veces incluso conmovedoras. Dale a los chicos un gran abrazo de mi parte… Trato de pensar solamente en los buenos tiempos… Cada día que paso sin verte se derrumba un pedazo más de mí… Cuando salga empezaremos de nuevo…

Salir: muchas cartas hablaban de ese momento mágico en el que los errores del pasado quedarían borrados y sería posible un nuevo comienzo. Hasta los viejos reincidentes, los que se las habían arreglado para pasar más tiempo en la cárcel que afuera, juraban que no volverían a descarriarse, que en adelante harían todo bien. Otra vez no estaré allí para nuestro aniversario, Jean, pero tú nunca estás lejos de mis pensamientos… Pobre consuelo para las esposas como Jean, cuyas propias cartas ocupaban diez o doce carillas, colmadas de las penurias cotidianas de una vida de constante lucha en ausencia del ganapán y sostén de la familia. Johnny está cada vez más rebelde e incontrolable, Tam. El médico dice que eso es lo que agrava mi enfermedad. Necesita un padre, pero lo único que me dan son píldoras y más píldoras.

Jean y Tam: sus vidas separadas se habían convertido en una especie de telenovela para Dennis. Todas las semanas intercambiaban cartas, a pesar de que Jean visitaba a su esposo con esa misma frecuencia. A veces Dennis observaba la llegada de las visitantes, tratando de identificar a los corresponsales. Después las estudiaba dirigirse a una mesa u otra, pues eso lo ayudaba a vincular a cada preso con su corresponsal. Tam y Jean siempre se tomaban de las manos, nunca se abrazaban ni se besaban, y parecían incómodos ante la conducta menos pudorosa de las parejas que los rodeaban.

Dennis prácticamente no censuraba sus cartas, incluso en las raras ocasiones en que aparecía en ellas algo conflictivo. Su propia esposa lo había abandonado una década atrás. Todavía conservaba algunas fotografías enmarcadas sobre la repisa de la chimenea. En una, él aparecía tomándole la mano, sonriendo para la cámara. A veces estaba sentado mirando televisión, con una lata de cerveza en la mano, y de pronto sus ojos empezaban a derivar hacia esa foto. Como Glencoe y el puerto, esa foto lo llevaba a un lugar diferente. Entonces se incorporaba e iba hasta la mesa del comedor, donde había dejado las cartas.

No se llevaba a casa toda la correspondencia, sino tan sólo las cartas de los integrantes de las relaciones que le interesaban. Se había comprado una máquina de fax que también funcionaba como copiadora… más barata, según le había informado el vendedor, que comprar una fotocopiadora de verdad. Extraía las cartas de su portafolio de cuero y las cargaba en la máquina. A la mañana siguiente, llevaba los originales nuevamente a la oficina. Sabía que estaba haciendo algo que no debía, que el director se enojaría con él, o que por lo menos le causaría consternación. Pero a Dennis no le parecía que estuviera haciendo ningún daño. Nadie más leería esas cartas. Eran sólo para él.

Había un preso reciente que comenzaba a revelarse como un espécimen interesante. Escribía un par de veces al día… obviamente tenía dinero más que suficiente para los sellos. Su novia se llamaba Jemma, y había estado embarazada, pero había perdido el bebé. Tommy estaba angustiado pensando que tenía la culpa, que tal vez el shock que le había causado a Jemma su sentencia la había hecho abortar. Dennis pensaba que tendría que ir a ver a Tommy; sabía que podría decirle algunas palabras que lo tranquilizarían.

Pero no lo haría. No se involucraría.

Otro preso, llamado Morris, le había interesado algunos meses antes. Morris había escrito una o dos cartas por semana… tórridas cartas de amor. Siempre, le parecía a Dennis, dirigidas a una mujer diferente. Un guardia le había señalado a Morris en la fila del desayuno. El hombre no parecía nada especial: un espécimen escuálido con una mueca asimétrica en el rostro.

– ¿Alguna vez recibe visitas? -le preguntó Dennis al guardia.

– Estás bromeando, ¿no es cierto?

Dennis tan sólo se había encogido de hombros, perplejo. Las mujeres a las que Morris escribía vivían en la ciudad. No había motivos para que no lo visitaran. Cada una de sus cartas llevaba impreso su número de preso y su dirección.

Y después el director le pidió “que se diera una vuelta” por su despacho, y le informó que en adelante a Morris se le prohibía enviar cartas. Resultó que el tarado ese elegía nombres del directorio telefónico, y les estaba escribiendo a absolutas desconocidas, enviándoles pormenorizados relatos de sus fantasías eróticas.

Los guardias se habían reído mucho del asunto cuando se enteraron. “Supuso que si enviaba una buena cantidad, acabaría por tener suerte”, había explicado uno. “Y tal vez lo hubiera logrado, además. A algunas mujeres les encantan los rudos convictos…”

Ah, sí, los rudos convictos. Había muchísimos de esos en la cárcel de Edimburgo. Pero Dennis sabía quién era el que verdaderamente se llevaba el primer premio: Paul Blaine. Blaine estaba un peldaño por encima de los ladronzuelos y drogadictos que orbitaban a su alrededor y que él conseguía ignorar. Cuando caminaba por los corredores de la prisión, era como si lo hiciera rodeado de algún invisible campo de fuerza, y nadie se le acercaba a más de un par de metros de distancia, salvo que él se los ordenara. Tenía un “lugarteniente” llamado Chippy Chalmers, cuya ominosa presencia actuaba como recordatorio del campo de fuerza. Aunque nadie creía que a Blaine le hiciera falta. Medía un metro noventa, tenía hombros muy anchos y sus manos casi siempre estaban cerradas en un puño. Todo lo que hacía, lo hacía lentamente, con deliberación. No estaba allí para hacerse enemigos o para tener problemas con los guardias. Lo único que quería era cumplir su condena y volver afuera, donde su imperio aún lo seguía esperando.

No obstante, desde el momento en que había llegado había sido el líder natural del presidio. Todas las bandas y facciones giraban en puntas de pie a su alrededor, mostrándole respeto. Había sido condenado a seis años de cárcel, después de que, finalmente, hubiera sido atrapado por evasión de impuestos, estafa y fraude… aunque probablemente estuviera afuera a los tres años, y ya llevaba un poco más de dos meses a la sombra. Había perdido un poco de peso desde su llegada, pero eso lo había favorecido, a pesar del tinte un poco grisáceo que habían cobrado sus mejillas… la misma palidez característica de todos los convictos… “el bronceado de prisión”, como lo llamaban. Cuando la esposa de Blaine venía a visitarlo, en la sala se apiñaban más guardias que habitualmente, no porque fuera a ocurrir algo, sino porque Blaine se había casado muy bien.

– Dolorosamente bien -le había susurrado un guardia a Dennis, haciéndole un guiño.

Ella se llamaba Selina. Tenía veintinueve años, diez menos que Blaine. Cuando los guardias hablaban de ella durante el descanso, a la hora del té y los sandwiches, Dennis tenía que mantener la boca cerrada. El asunto era que él sabía mucho más de Selina que todos ellos.

El sabía prácticamente todo de ella.

Vivía en una dirección de Bearsden, en un elegante suburbio de Glasgow; visitaba a su esposo cada quince días en vez de hacerlo semanalmente, aun cuando solo estaba a unos sesenta kilómetros de distancia. Escribía cuatro o cinco cartas por cada una de él. Y las cosas que decía…

¡Extraño tanto tus habilidades! Oh, sabes, Paul, innegablemente te amo con locura… si estuvieras aquí, haría el amor contigo toda la noche.

Y párrafos enteros de ese tenor se intercalaban con chismes y noticias de todos los días: Igual no le fallé a Rose: temí olvidarme. Pero no, recordé su cumpleaños.

Esos pasajes le gustaban a Dennis tanto como los detalles más personales, porque le proporcionaban datos sobre la vida de Selina. En una de las primeras cartas, hasta había incluido una polaroid de ella, posando con una falda corta y corpiño, la cabeza inclinada, las manos sobre las caderas. Y después, siguieron más fotos. Dennis había tratado de copiarlas, pero no entraban en su fax, de modo que había ido a la fotocopiadora y había usado la máquina de la tienda. Las copias no eran buenas, sino granuladas e imperfectas. Sin embargo, las incluyó en su colección.

Anoche traté de satisfacerme sola, en la cama, pero no fue lo mismo. ¿Cómo podría serlo? Tenía una foto tuya junto a mí, sobre la almohada, pero nada que ver con la realidad. Espero que las fotos que te mando te consuelen. No tengo mucho más que contarte. Hoy amaneció lluvioso. Aborrecible día oscuro. Grace reunió a cuatro íntimas amigas y saldremos de compras. Fred está en el norte. (Denise no le dirige la palabra.)

En otras ocasiones hablaba de lo difícil que le resultaba su situación económica. Todavía no había encontrado trabajo, pero seguía buscando. Dennis había investigado un poco y había descubierto artículos de los diarios que decían que la policía “no había encontrado los millones de Blaine”. ¿Millones? ¿Entonces de qué se quejaba Selina?

Durante la última visita de la mujer, Dennis le había pedido a un guardia que le avisara. Mientras entraba en la sala, se había sentido un poco nervioso, no sabía por qué. Y ahí estaba ella, sentada de espaldas a Dennis, con las piernas cruzadas, la falda sobre los muslos, revelando una pantorrilla bronceada y musculosa. Una ajustada camiseta blanca con un suéter rosado de lana encima. Cabello rubio en cantidad, cayendo en cascada sobre los hombros.

– ¿No es impresionante? -le había dicho el guardia, con una mueca.

Es aún mejor que en las fotos, tuvo ganas de responderle Dennis. Pero entonces advirtió que Blaine no le sacaba los ojos de encima, y desvió la mirada justo en el momento en que Selina giraba en su silla para ver qué era lo que había atraído la atención de su marido, desviándola de ella.

Dennis había regresado apresuradamente a su oficina. Y unos pocos días más tarde, mientras caminaba por uno de los corredores, se cruzó con Blaine y Chalmers, que venían en dirección contraria.

– Es adorable, ¿verdad? -había dicho Blaine.

– ¿De qué hablas?

– Ya sabes lo que quiero decir -Blaine se detuvo directamente delante de Dennis, mirándolo de arriba abajo-. Supongo que debería estar agradecido.

– ¿Por qué?

Blaine se encogió de hombros.

– Sé cómo pueden ser algunos guardias. Algunos podrían guardarse sus fotos… -Hizo una pausa-. Me han dicho que usted es un tipo tranquilo, señor Henshall. Eso es bueno. Es algo que respeto. Las cartas… ¿no las ve nadie, sólo usted?

Dennis había logrado responder meneando la cabeza, sosteniendo la mirada de Blaine.

– Eso es bueno -había repetido el gángster.

Y había seguido su camino, con Chalmers un paso atrás, echándole a Dennis una mirada torva.


Más investigación: Blaine se metía en problemas desde que estaba en la escuela. Jefe de una banda a los dieciséis años, dedicado a aterrorizar los suburbios de Glasgow. Condenado a prisión por apuñalar a un rival, se salvó por poco de ir de nuevo a la cárcel por haber participado en el asesinato del hijo de otro gángster. Después más sabio y maduro, se dedicó a construir ese campo de fuerza a su alrededor. Todo un regimiento de “soldados” que iban a la cárcel en su lugar. Su reputación se consolidó, de manera que ya no se veía obligado a matar, mutilar o amenazar: otros lo hacían en su lugar, permitiéndole usar un traje respetable, trabajar cada día en una oficina, como titular de una empresa de taxis, una empresa de seguridad y una docena de empresas más.

Selina había llegado a la escena como su recepcionista, luego como su secretaria, ascendida a la categoría de socia con anterioridad al momento en que se casó con él ante una congregación que parecía salida de El padrino. Pero no era una rubia tonta: venía de una buena familia, había estudiado en la universidad. Cuanto más sabía de ella, tanto más difícil le resultaba concebir que lo amara “con locura”. Eso también debía ser una fachada. Seguramente quería que Blaine se mantuviera dócil, y por eso lo alimentaba de fantasías. ¿Por qué? Una nota periodística de una publicación sensacionalista le había sugerido una respuesta: Con su triunfal combinación de inteligencia y belleza, y con la pasada conducción de un manipulador maestro, ¿será esta chica de un gángster capaz de manejar todos los negocios, sin quedar atrapada en medio del fuego cruzado?

Sentado ante la mesa de su comedor, Dennis se quedó pensando. Después revisó las fotos de Selina, y siguió cavilando. La comida se le enfrió en el plato, la tevé siguió desatendida, y él se dedicó a releer una por una las cartas de ella… conjuró su imagen en la imaginación, sus piernas bronceadas, el cabello cayendo sobre sus hombros. Ojos claros, de mirada inocente, un rostro que atraía todas las miradas.

Inteligencia y belleza. Si se la ponía junto a su marido, uno tenía la Bella y la Bestia. Dennis se obligó a comer un poco de su fritanga helada, y empezó a contar las horas que faltaban para el fin de semana.

El sábado por la mañana estacionó su auto junto a la acera, frente a la casa de ella. Había esperado que la casa fuera mejor. En los periódicos hablaban de una “mansión”, pero en realidad era una simple casa de dos pisos, construida tal vez en la década de 1960. El jardín delantero había sido pavimentado para crear un par de lugares de estacionamiento. Se podía admirar allí un Merc deportivo, plateado. Junto a él, un auto más grande había sido cubierto por una lona impermeable. Dennis supuso que sería el de Blaine, y que había sido protegido de ese modo hasta que el hombre saliera de la cárcel. Todas las ventanas tenían visillos, y detrás de ellas no se vislumbraba ninguna señal de vida. Dennis miró su reloj: todavía no eran las diez. Había supuesto que ella dormiría hasta tarde el fin de semana; eso era lo que hacía la mayoría de las personas que conocía. Él no: siempre se despertaba antes del amanecer, y nunca podía volver a conciliar el sueño. Esa mañana había ido a un bar próximo a su casa, a leer el periódico mientras sorbía su té para bajar las tostadas con mermelada. Ahora volvía a sentir sed, y advirtió que debería haber traído un termo, tal vez algunos sandwiches también, y algo para leer. El suyo no era el único auto en esa calle, pero sabía que la gente empezaría a extrañarse si se quedaba allí sentado toda la mañana. Aunque, en realidad, probablemente estuvieran acostumbrados a eso: los periodistas y cosas semejantes.

Como no tenía nada que hacer, encendió la radio, probó con ocho o nueve emisoras -de amplitud modulada y de frecuencia modulada- antes de quedarse en una que ofrecía mucha música clásica sin mucha charla en el medio. Pasó otra hora antes de que ocurriera algo. Un auto se detuvo ante la casa, y tocó tres veces la bocina. Era un viejo Volvo, de color desteñido. El hombre que se bajó de él era de estatura mediana y de físico normal, peinado con fijador, el pelo tirante sobre la cabeza. Llevaba un suéter de cuello alto negro, jeans negros y un abrigo de cuero también negro. Y anteojos para sol, a pesar del cielo gris y encapotado. Estaba bronceado, probablemente por cortesía de algún salón cosmético de la ciudad. Abrió la verja, caminó hasta la casa y golpeó la puerta con el puño. Dennis vio que algo sobresalía de su boca, y le pareció un palillo de cóctel.

Selina ya se había puesto el abrigo: una chaqueta de denim con incrustaciones plateadas. Le dio un beso a su visitante, leve como un picotazo en la mejilla, y se escurrió cuando él intentó rodearla con los brazos. Se la veía deslumbrante, y Dennis advirtió que a él mismo se le había cortado la respiración por un momento al verla aparecer. Trató de no aferrar el volante con demasiada fuerza y bajó la ventanilla para escuchar lo que decían mientras se dirigían hacia el auto que los esperaba.

El hombre se inclinó hacia Selina y le susurró algo. Ella le propinó un golpe en el hombro.

– ¡Fred! -chilló. El hombre llamado Fred soltó una risita socarrona y sonrió. Pero ahora Selina estaba mirando su auto y meneando la cabeza.

– Llevaremos el Merc.

– ;Qué tiene de malo mi auto?

– Parece una mierda, Fred, eso tiene de malo. Si quieres llevar a una chica de compras, necesitas un vehículo con más clase.

Ella volvió a entrar en la casa para buscar las llaves, mientras Fred abría las rejas. Después los dos se subieron al auto de Selina. Dennis ni siquiera se molestó en ocultarse. Un parte de él deseaba que ella lo viera, que supiera que la admiraba. Pero era como si fuera invisible, ella no paraba de hablar con Fred.

¿Fred?

Fred está en el norte. Denise no le dirige la palabra.

Pero Fred no estaba en el norte; estaba exactamente aquí. ¿Por qué había mentido ella? Tal vez para que su esposo no sospechara…

– Niña traviesa -masculló Dennis para sí mientras seguía al pequeño automóvil plateado.

Selina conducía como un demonio, pero el tráfico que iba a la ciudad avanzaba a paso de tortuga: todos iban de compras el sábado. Dennis no tuvo problemas para mantener a la vista el Merc, y lo siguió hasta uno de los centros comerciales de la calle Sauchiehall. Selina esperó que una mujer dejara libre el último lugar para estacionar en el nivel tres. Dennis se arriesgó a ir hasta el nivel cuatro, donde encontró muchos espacios libres para dejar su automóvil. Lo cerró con llave y bajó caminando por la rampa, justo cuando Selina y Fred entraban al centro comercial.

Eran novio y novia: Selina se probó varios conjuntos mientras Fred aprobaba o se encogía de hombros, hasta que al final, al cabo de una hora, se hartó de estar allí. Ambos salieron del centro comercial y se dirigieron a un conjunto de tiendas de diseño situadas del otro lado de George Square. Para entonces, Selina cargaba tres bolsas; Fred sostenía una cuarta. Ella había tratado de convencerlo de que se comprara una chaqueta de gamuza parda, pero él no había querido comprar nada. Hasta ahora, todas las compras eran de ella y, Dennis lo advirtió, las había pagado con dinero en efectivo. Varios cientos de libras, según su cálculo, que ella había extraído de unos rollos de billetes que llevaba en el bolsillo de su chaqueta.

Y eso a pesar de todas las quejas que le presentaba a Blaine en sus cartas, por falta de dinero.

Fueron a almorzar a un restaurante italiano. Dennis decidió que también era su turno para tomarse un descanso. Entró en un pub para usar el baño, después fue a una tienda a comprarse un sandwich y una botella de agua, más la primera edición del periódico de la tarde.

“¿Qué demonios estoy haciendo?”, se preguntó para sus adentros mientras desenvolvía su sandwich. Aunque después se sonrió, porque en realidad se estaba divirtiendo. De hecho, lo estaba pasando mejor ese sábado que cualquier otro que recordara, al menos últimamente. Cuando la pareja salió del restaurante, parecía que Fred había bebido algo más que una copa de vino. Su brazo libre rodeaba los hombros de Selina, pero solo hasta que dejó caer algunas de las bolsas. Después de eso, se concentró en cargarlas. Volvieron al centro comercial. Dennis volvió a seguir el Merc, advirtiendo muy pronto que se dirigían a Bearsden y que allí terminaba la excursión sabatina. Cuando pasó frente a la casa, el Merc estaba estacionado. Al echar un vistazo hacia la izquierda, lo sobresaltó descubrir que Selina lo miraba con fijeza mientras cerraba la puerta del lado del conductor. Vio que los ojos de la mujer se entrecerraban, como si tratara de recordar dónde lo había visto antes. Después le dio la espalda y ayudó al tambaleante Fred a entrar en la casa.


La señora Beeton, la secretaria del director, se mostró de lo más cooperativa cuando Dennis le explicó por qué quería ver el prontuario.

– Las cartas recientes mencionan a alguien llamado Fred. Quiero controlar si es alguien por el que deberíamos preocuparnos.

Era una razón suficientemente buena para que la señora Beeton buscara y le entregara el prontuario de Paul Blaine. Dennis le agradeció y se retiró a su oficina, cerrando la puerta al salir. El prontuario era abultado; demasiado para que pensara en fotocopiarlo. En cambio, se sentó a leer. Encontró casi de inmediato a Fred: Frederick Hart, nominalmente a cargo de la empresa de taxis de la que Blaine era propietario. Hart había tenido problemas con la ley por intimidar a la competencia, peleando por las paradas y las zonas de trabajo. Había sido procesado pero no condenado a prisión. No había nada acerca de una esposa llamada Denise, pero Dennis descubrió lo que estaba buscando en un recorte de periódico. Fred era casado y tenía cuatro hijos adolescentes. Vivía en una ex casa municipal rodeada por una tapia de dos metros de altura. Incluso había una granulada foto del hombre en cuestión, con un aspecto mucho más juvenil, frunciendo el ceño mientras salía de un edificio del juzgado.

– Hola, Fred -susurró Dennis.

Cuando llegó la siguiente carta de Selina, Dennis sintió que su corazón latía muy fuerte, como si la carta fuera para él y no para el marido. Olió el sobre, estudió la dirección manuscrita, se tomó su tiempo para abrirla. Desplegó la hoja… una única hoja, escrita de ambos lados.

Empezó a leer.

Me siento un poco sola aquí sin ti. Denise viene a veces y salimos de compras.

Mentirosa.

Me paso varios días sin salir de casa, ¡así que sé muy bien lo que es estar encerrada!

Y Dennis se dijo que él sabía perfectamente con quién se la pasaba encerrada.

Empezó a realizar algunos viajecitos nocturnos a Bearsden. A veces estacionaba a varias calles de distancia y fingía ser un residente que había salido a caminar, por lo que lograba pasar frente a la casa de ella un par de veces, tal vez deteniéndose para mirar su reloj, atarse el lazo de un zapato o responder a un imaginario llamado a su teléfono celular. Si no había buen tiempo, se sentaba en el auto, o simplemente daba vueltas por el vecindario. Llegó a conocer la zona, incluso podía reconocer a uno o dos vecinos. Y ellos, a su vez, empezaron a reconocerlo a él, o al menos conocían su cara. Ya no era un extraño, y por lo tanto no despertaba más sospechas. Tal vez suponían que acababa de mudarse al vecindario. Lo saludaban con la cabeza y le sonreían, y a veces incluso conversaban con él.

Entonces, una noche, mientras conducía por la calle, vio el cartel de EN VENTA. Su primera reacción fue pensar: ¡yo podría comprarla! ¡Comprarla y estar cerca de ella! Pero después se dio cuenta de que el cartel estaba firmemente plantado en el terreno delantero de la propia Selina. ¿Blaine estaría enterado de esto? Dennis no lo creía; en la correspondencia no se había mencionado nada al respecto. Por supuesto, lo podrían haber hablado durante una de las visitas de ella, pero él tenía la sensación de que era un secreto más que ella no le contaba a su marido. ¿Por qué vender la casa? ¿Significaría que verdaderamente tenía problemas de dinero? Y si era así, ¿qué hacía con grandes rollos de billetes en los bolsillos? Dennis estacionó su auto y anotó el número telefónico del cartel, intentó llamar con su teléfono celular, pero un mensaje le respondió que el despacho abría a las nueve de la mañana.

Volvió a llamar a las nueve de la mañana siguiente, explicando que estaba interesado en la casa.

– ¿Cree que el dueño pretende hacer una venta rápida? -preguntó.

– ¿A qué se refiere, señor?

– Me preguntaba si el precio sería negociable, en el caso de que apareciera alguien con una oferta sólida.

– Es un precio fijo, señor.

– Eso habitualmente significa que están apurados por vender.

– Oh, se venderá bien. Le sugiero que arregle para visitarla esta semana, si le interesa.

– ¿Visitarla? -dijo Dennis, mordiéndose el labio inferior-. Tal vez sea buena idea, sí.

– Me cancelaron otra visita esta noche, si eso le conviene.

– ¿Esta noche?

– A las ocho.

Dennis vaciló.

– A las ocho -repitió.

– Excelente, señor. Y su nombre es…

Tragó saliva con dificultad.

– Denny. Me llamo Frank Denny.

– ¿Y un número donde contactarlo, señor Denny?

Dennis estaba sudando.

Le dio el número de su teléfono celular.

– Perfecto -le dijo la mujer-. El señor Appleby le mostrará la casa.

– ¿Appleby? -dijo Dennis, frunciendo el ceño.

– Trabaja para nosotros -le explicó la mujer.

– ¿Entonces el dueño no estará allí? -preguntó Dennis, empezando ya a tranquilizarse un poco.

– Algunos propietarios prefieren que sea así.

– Muy bien… no hay problema. A las ocho, entonces.

– Hasta luego, señor Denny.

– Gracias por su ayuda…

Pasó el resto del día como atontado. En un esfuerzo final por aclarar su cabeza, fue a dar un paseo alrededor de la prisión… el patio primero, después las salas. Algunos de los hombres lo conocían… no siempre había sido censor. Hubo un tiempo en que era guardia como los otros: turnos de trabajo incluso durante los fines de semana, viviendo con los olores de las cocinas y las celdas. Algunos de sus colegas decían que era un tonto por haber aceptado el puesto vacante de censor… allí no había posibilidad de horas extras.

– Me conviene -había explicado en ese momento. El director había estado de acuerdo. Pero ahora Dennis ya no estaba seguro. Su cabeza todavía no se había despejado cuando subió por la escalera metálica hasta el nivel superior… sabía adónde iba, y aparentemente no podía detenerse. Chalmers apoyaba su considerable peso contra una pared de ladrillos encalados, custodiando la puerta abierta que estaba al lado. Adentro, Blaine estaba tendido en una cama, con la cabeza cubierta por las manos.

– ¿Cómo está hoy, señor Henshall? -le dijo desde adentro, y Dennis advirtió que se había detenido ante la puerta. Cruzó los brazos, como si hubiera algún motivo para la visita.

– Estoy bien. ¿Y cómo está usted?

– En realidad, no de lo mejor -dijo Blaine, levantando lentamente una mano para palmearse el pecho-. Mi viejo corazón ya no es lo que solía ser. Pero, bueno, nos pasa a todos. -Blaine sonrió y Dennis trató de no hacerlo-. Debe ser lindo para usted, acabar su turno, caminar un poco fuera de aquí. Ir al pub a tomar una cerveza… ¿o es derecho a casa, a ver a la hermosa y cálida señora? -Blaine hizo una pausa.- Lo siento, lo olvidé. Su esposa lo dejó, ¿verdad? ¿Fue por otro hombre?

Dennis no respondió. En cambio, él también formuló una pregunta.

– ¿Y qué pasa con su propia esposa?

– ¿Selina? Es de oro, eso es lo que es. Usted lo sabe… lee todo lo que me cuenta en las cartas.

– Pero no lo visita con tanta frecuencia como podría.

– ¿Qué sentido tendría? Yo prefiero que no venga mucho aquí. Este lugar se te queda pegado… ¿nunca se dio cuenta cuando vuelve a casa cada noche que el olor se le ha quedado pegado a la nariz? ¿Le gustaría que una mujer a quien ama viniera mucho a este lugar? -Volvió a apoyar la cabeza, mirando el techo de su celda.- A Selina nada le gusta más que quedarse en casa con sus crucigramas. Revistas llenas. Palabras cruzadas, sopas de letras… eso es lo que le gusta.

– ¿De veras? -Dennis trató de no sonreír ante esa imagen de Selina.

– ¿Cómo se llaman… acrobáticos?

– ¿Le gusta la acrobacia? -Dennis hubiera apostado a que sí. Blaine meneó la cabeza.

– Una palabra parecida. Selina es oro puro, créame lo que le digo.

– Le creeré.

– ¿Y usted, señor Henshall? Ha pasado bastante tiempo desde que su esposa lo dejó… ¿Alguna otra mujer en su vida?

– Eso es algo que a usted no le importa.

Blaine soltó una risita.

– Nunca conocí a ningún hombre que no tuviera debilidad por ella -gritó mientras Dennis giraba y se iba.

Dennis pensaba: “Apuesto a que no lo conociste”. Tal vez no era sólo Fred. Tal vez había otros que patrocinaban sus salidas de compras. O estaba gastando el botín de su marido sin que él lo supiera. Y ahora estaba a punto de huir, llevándose todo con ella. Dennis se dio cuenta de algo: él tenía ahora poder sobre ella, sabía cosas que ella no querría que Blaine supiera. Y, para el caso, también tenía poder sobre Fred. Y esa idea lo reconfortó durante el resto de su caminata.


– ¿Señor Denny?

– Así es -dijo Dennis-. Y usted debe ser el señor Appleby. -Adelante, pase.

El señor Appleby era un hombre bajo, con sobrepeso, sesentón, elegantemente vestido y con aspecto profesional. Hizo que Dennis agregara su nombre a una lista que estaba sobre la mesa del angosto vestíbulo, y después le preguntó si necesitaba una guía. Dennis respondió que sí, y le entregó un folleto impreso: cuatro páginas de fotos en colores de la casa, junto con las comodidades y el terreno.

– ¿Prefiere que lo guíe yo o le gusta más mirarlo todo por su cuenta?

– Me las arreglaré solo -contestó Dennis.

– Cualquier pregunta que quiera hacerme, me encontrará aquí.

Y el señor Appleby se sentó en una silla mientras Dennis fingía estudiar el folleto. Entró en la sala y comprobó que no era visible desde el vestíbulo. Después miró a su alrededor. Los muebles tenían apariencia de ser nuevos aunque eran chillones: un sofá de color naranja subido, un enorme aparato de televisión y un bar aún más grande. Revistas y periódicos se apilaban en un estante. Dennis advirtió que algunas eran revistas de crucigramas, así que tal vez Blaine no se había equivocado tanto en lo que le había dicho sobre Selina. No había fotos en exhibición, ni recuerdos de vacaciones en el exterior. Sí había una mezcla de adornos, que parecía un lote entero de alguna de las tiendas grandes más de moda: jarrones estrechos, pisapapeles, candelabros. Volvió al vestíbulo y le sonrió al señor Appleby antes de dirigirse a la cocina. Habían derribado una pared, así que las puertas vidriadas conducían ahora a un comedor con puertas francesas que daban al jardín trasero. “Equipamiento de la cocina de Nijinsky”, decía el folleto, agregando que todos los electrodomésticos, cortinas y revestimientos estaban incluidos en la venta. Fuese cual fuese el destino de Selina, había decidido no llevarse nada de todo eso con ella.

Los dos últimos cuartos de la planta baja eran un baño atestado y lo que el folleto describía como “cuarto dormitorio”, pero que en realidad se utilizaba como depósito: estaba repleto de cajas de cartón, percheros llenos de ropa de mujer. Dennis pasó la mano sobre uno de los vestidos, frotando la tela entre el pulgar y el índice. Después acercó su nariz a él, percibiendo un desvaído rastro del perfume de ella.

Arriba había tres dormitorios. El “principal” era “una suite de Ballard”. Era el más grande, y el único que en realidad se usaba como dormitorio. Dennis abrió los cajones, tocando las ropas de ella. Abrió el armario, incorporó la imagen de sus diversos vestidos, faldas y blusas. Por supuesto, también había ropa de Blaine: unos pocos trajes de apariencia costosa, camisas rayadas con los gemelos ya colocados en los puños. Dennis se preguntó si ella desecharía también todo eso antes de irse.

Los otros dormitorios parecían ser los estudios, el “de ella” y el “de él”. En el de Blaine: anaqueles llenos de libros -casi todos novelas policiales o de guerra, más biografías de deportistas-, un escritorio cubierto de papeles y un centro musical con discos de Glen Campbell, Tony Bennett y otros.

El estudio de Selina era otra cosa: más revistas de palabras cruzadas, todo muy ordenado. Había una máquina de tejer nueva en un rincón y una mecedora en otro. Dennis sacó de un estante un álbum de fotografías y lo hojeó, deteniéndose en las imágenes de unas vacaciones en la playa, Selina con un bikini rosado, sonriéndole púdicamente a la cámara. Dennis echó una mirada en dirección al vestíbulo, escuchó que el señor Appleby ahogaba un estornudo en la planta baja y extrajo una de las fotos, deslizándola en su bolsillo. Cuando bajó la escalera, estaba leyendo una vez más el folleto.

– Una encantadora residencia familiar -le dijo el señor Appleby.

– Absolutamente.

– Y precio fijo. Tiene que decidirse rápido. Apuesto una libra contra un penique que esta casa estará vendida para mañana a las cuatro de la tarde.

– ¿Eso cree usted?

– Una libra contra un penique.

– Bien, lo consultaré con la almohada -dijo Dennis, advirtiendo que su mano estaba apoyada sobre el bolsillo de su chaqueta.

– Hágalo, señor Denny -dijo su guía, abriéndole la puerta para que saliera.


A la mañana siguiente, cuando Dennis se despertó, estaba rodeado de ella.

Se había detenido en una tienda abierta toda la noche y había usado la fotocopiadora color. Decidió no ahorrar: imprimió veinte copias de calidad. Se dio cuenta de que el empleado quería preguntarle por la foto y por la cantidad, pero decidió que no le permitiría curiosear.

Imágenes de ella sobre su cama, en el sofá, sobre la mesa del comedor, hasta en el piso del vestíbulo, donde habían caído. Esa tarde, durante el horario de visita, llamaron a la puerta de su oficina. La abrió. Era uno de los guardias, con los brazos cruzados.

– ¿Vienes a echar un vistazo?

– Supongo que la señora Blaine está en el edificio -comentó Dennis, logrando parecer tranquilo aunque su corazón latía con violencia. El guardia abrió las manos delante del pecho.

– Hora del espectáculo -dijo, haciendo una mueca.

Pero, para gran sorpresa de Dennis, Selina no estaba sola. Había traído con ella a Fred. Los dos estaban sentados frente a Blaine, y Selina era la que más hablaba. Dennis se sentía abrumado e impresionado en igual medida. Estás a punto de abandonar a tu marido, y la última vez que lo ves traes contigo al hombre que te mantiene caliente durante las noches. Era un juego peligroso, Blaine se pondría furioso cuando lo descubriera, y tenía muchos amigos allá afuera. Dennis dudaba de que ordenara que lastimaran a Selina: era obvio que la amaba hasta la locura. Pero Fred… Fred era absolutamente otra cosa. Matarlo equivalía a ser demasiado bueno con él. Sin embargo, allí estaba, con un brazo apoyado en el respaldo de la silla, despreocupado, como si no pasara nada. Tan sólo visitando a su antiguo jefe, a su camarada, asintiendo cada vez que Blaine se dignaba a dirigirle la palabra, manteniendo entre Selina y él una distancia prudente, para que Blaine no pudiera advertir nada en su lenguaje corporal. Tal vez estaba explicando su ficticio viaje “al norte”, su reconciliación con Denise.

Dennis advirtió que odiaba a Fred, aun cuando en realidad no lo conociera. Odiaba lo que era y quién era, odiaba el hecho de que obviamente había amasado mucho dinero pero conducía un auto destartalado. Odiaba la manera en que había abrazado a Selina aquella vez en Glasgow. Odiaba que tuviera más dinero y probablemente más mujeres de las que Dennis tendría nunca.

¿Qué demonios estaba haciendo Selina, desperdiciándose con un tipo así? No tenía sentido. Salvo que… seguramente necesitaría que alguien cargara con la culpa cuando ella se fuera, alguien sobre quien Blaine pudiera descargar su furia. Dennis se permitió esbozar una sonrisa. ¿Era posible que ella fuera tan calculadora, tan astuta? No lo dudó ni por un segundo. Sí, ella estaba jugando con Fred, tal como jugaba con su propio marido engañado. Era perfecto.

Además de otro detalle: el propio Dennis, quien sentía que ahora lo sabía todo. Se dio cuenta de que había estado mirando sin ver. Cuando parpadeó para aclararse la vista, vio que Selina había girado la cabeza para mirarlo. Sus ojos se entrecerraron cuando le obsequió una brevísima sonrisa.

– ¿Para cuál de nosotros dos fue eso? -preguntó el guardia que estaba junto a Dennis.

Pero Dennis no tuvo ninguna duda. Ella lo había reconocido, tal vez lo había identificado como el hombre al que había visto pasar en auto frente a su casa. Se volvió para decirle algo a su marido, y Fred se dio vuelta con violencia y fulminó a los guardias con la mirada.

– Oooh, qué miedo tengo -masculló el guardia que estaba junto a Dennis, antes de soltar una risita. Pero Fred no lo miraba a él: miraba a Dennis.

Blaine simplemente miraba fijo la mesa, asintiendo lentamente; después le dijo unas palabras a su esposa, quien también asintió. Cuando llegó la hora, ella le dio a Blaine un beso más efusivo que lo habitual. Ese es el beso de despedida, pensó Dennis. Hasta lo saludó agitando el brazo mientras se alejaba con sus ruidosos tacos de seis centímetros. Le mandó otro beso en el aire, mientras Fred se permitió echar un vistazo a su alrededor, evaluando a las otras mujeres disponibles y levantando los hombros como si estuviera contento de irse con la más elegante de todas.

Dennis regresó a su oficina e hizo un llamado telefónico.

– Me temo que ha llegado demasiado tarde -le dijeron-. La propiedad se vendió esta mañana.

Colgó el auricular. Ella ya se había ido… posiblemente no volvería a verla nunca más. Y no podía hacer nada al respecto, ¿verdad?

Tal vez no.

Media hora más tarde, salió de su oficina, cerrándola con llave como siempre. Su caminata por la prisión lo condujo directamente a la puerta abierta de la celda de Blaine. Chalmers hacía guardia junto a ella, como siempre.

– Visitas, jefe -gruñó.

Blaine había estado sentado en la cama, pero se puso de pie para enfrentar a Dennis.

– ¿Qué es esto que me han dicho de usted, señor Henshall? Parece que le ha gustado Selina. Ella lo vio pasar en auto frente a la casa. -Blaine se acercó más, con tono jocoso pero con una expresión pétrea-. Dígame, ¿por qué haría eso? No creerá que sus jefes se sentirán encantados con…

– Ella debe haberse confundido.

– ¿Hasta ese punto? Me dijo el modelo y el color del auto: un Vaushall Cavalier verde. ¿Le recuerda algo?

– Se equivocó.

– Eso es lo que usted dice. Sé que le dije que a muchos hombres les ha gustado, pero no todos ellos llegan a ese extremo, señor Henshall. ¿La ha estado siguiendo? ¿Vigilando la casa? Como sabe, también es mi casa. ¿Cuántas veces lo hizo? ¿Cuántas veces pasó por allí… para espiar a través de las cortinas…?

Las mejillas de Blaine estaban sonrojadas, su voz temblaba. Dennis se dio cuenta de que estaba hecho un sandwich entre esos dos hombres, Blaine y Chalmers. No había guardias en los alrededores.

– ¿Es usted un poquito pervertido, señor Henshall? Allí encerrado en esa oficina suya, leyendo todas esas cartas de amor… Eso le provoca una erección, ¿no es cierto? Sin esposa en casa, por eso empieza a olisquear a las esposas ajenas. ¿Qué pensará el director de eso, eh?

A Dennis se le arrugó la cara.

– ¡Bastardo! ¡Ni siquiera puede ver más allá de su nariz! Ella está allá afuera gastando todo su botín, acostándose con su amigo Fred. Yo los he visto. Ahora ha vendido la casa y se marcha. ¡Acaba de tener su última visita conyugal, Blaine, pero es demasiado estúpido para darse cuenta!

– Usted está mintiendo. -La frente de Blaine se había perlado de sudor. Tenía la cara casi morada, y respiraba entrecortadamente, con esfuerzo.

– Lo ha estado engañando desde el momento en que usted entró aquí -le espetó Dennis-. Diciéndole que está en apuros cuando gasta fajos enteros de billetes en todas las tiendas de ropa de la ciudad. Él le lleva las bolsas, se las lleva directamente hasta su casa. Se queda horas enteras allí.

– ¡Embustero!

– Pronto lo sabremos, ¿no es cierto? Puede llamar a su casa, ver si ya han desconectado la línea. O esperar la próxima visita. Créame, ella demorará mucho en llegar.

Las manos de Blaine volaron hacia él, y Dennis se atajó. Pero el hombre se estaba apoyando en él, no atacándolo. De todas maneras, Dennis soltó un grito, justo en el momento en que Blaine caía de rodillas, asiendo todavía con sus manos su uniforme. Chalmers gritaba pidiendo ayuda, mientras se escuchaba el ruido de pies que corrían. Blaine se ahogaba, tomándose el pecho mientras caía de espaldas y sus piernas se agitaban en el aire. Entonces Dennis recordó: “Mi viejo corazón ya no es lo que solía ser…”.

– Creo que es un infarto -dijo cuando llegó el primer guardia.


El director había querido escuchar la versión de Dennis, quien había tenido tiempo suficiente para pensarla. Simplemente pasaba… se detuvo a conversar… y al momento, Blaine se derrumbaba.

– Parece coincidir con la versión de Chalmers -había dicho el director, para gran alivio de Dennis. Por supuesto, Blaine podría tener otras ideas, suponiendo que se salvara.

– ¿Blaine estará bien, señor?

– Muy pronto nos avisarán desde el hospital.

Lo habían llevado de urgencia al Western General, dejando a Chalmers en el umbral de la celda, con aspecto atontado. Sus únicas palabras habían sido: “Tal vez no vuelva a verlo nunca más…”.

Dennis se refugió en su oficina, ignorando los llamados a su puerta: otros guardias que querían escuchar su historia. Extrajo la foto de Selina con su bikini rosado. Tal vez ahora ella se saliera con la suya, tendría todo lo que había deseado. Y Dennis la había ayudado.

Y ella nunca se enteraría.

Era casi la hora de irse a casa cuando volvieron a llamarlo al despacho del director. Dennis sabía que le darían malas noticias, pero cuando su jefe abrió la boca, se llevó la sorpresa de su vida.

– Blaine escapó.

– ¿Cómo dice, señor?

– Huyó del hospital. Parece que estaba armado. Un hombre y una mujer lo esperaban, ella vestida de enfermera, él de camillero. Un miembro del equipo de escolta recibió un golpe fuerte, otro perdió un par de dientes. -El director miró a Dennis-: Lo engañó, Henshall; nos engañó a todos. El bastardo no tenía un infarto. Hoy lo visitó su esposa junto con otro hombre. Probablemente para convenir los últimos detalles.

– Pero yo…

– Usted entró en la escena en el momento equivocado, Henshall. Como en ese momento había un oficial presente, tomamos la cosa en serio. -El director volvió a sus papeles.- Un mal momento para usted, simplemente… pero un terrible dolor de cabeza para todos los demás.

Dennis se tambaleó hasta su oficina. No podía ser… no era posible. ¿Qué demonios…? Se quedó allí sentado, atontado, hasta mucho después de su hora de salida. Condujo hasta su casa como por control remoto. Se desmoronó en el sillón. La historia ya estaba en las noticias de la noche: dramático escape de una ambulancia. Entonces ese había sido siempre el plan… vender la casa y huir limpiamente, ya sea como una pareja o con Fred. Fred: cómplice y no amante. Conspirando con Selina para liberar a su marido. Buscó la correspondencia de Selina con Blaine y leyó cada carta con atención, buscando algo que se le hubiera pasado por alto.

No, por supuesto que no había nada. Ellos podían haber hecho sus planes cada vez que se veían. Siempre con el riesgo de que lo escucharan, de que les leyeran los labios. Pero así debía haber sido. Ni más ni menos… Dennis no soportaba quedarse allí un minuto más, rodeado por sus cartas, sus fotos, sus sentidos inundados de recuerdos de ella: el paseo de compras, su casa, su ropa…

Fue a pie hasta el bar local y pidió un whisky y una pinta de cerveza. Bebió el whisky de un solo trago y pasó el resto al vaso de cerveza.

– ¿Un mal día, Dennis? -le preguntó uno de los parroquianos habituales.

Dennis lo conocía, o al menos sabía cómo se llamaba: Tommy. Hacía muchos años que venía a beber aquí, tantos años como el propio Dennis. Pero todo lo que Dennis sabía de él era su nombre y el hecho de que trabajaba como plomero. Era sorprendente lo poco que uno podía saber de alguien.

Aunque había otra cosa: a Tommy le gustaban los rompecabezas y los juegos de palabras. Era capitán del equipo del bar, y detrás del mostrador había trofeos que testimoniaban su habilidad. En ese preciso momento estaba dedicado a eso, con el periódico abierto en la página de entretenimientos. Ya había hecho los dos crucigramas y trabajaba ahora en otro. Selina y sus palabras cruzadas.

Crucigramas… ¿y cómo era esa otra cosa que había mencionado Blaine? ¿Acrobáticos?

– Tommy -dijo Dennis-, ¿hay algún tipo de crucigrama llamado acrobático?

– No que yo sepa -respondió Tommy, sin tomarse la molestia de levantar los ojos de su periódico.

– Una palabra semejante, entonces.

– Acrósticos, tal vez.

– ¿Y qué es un acróstico?

– Es cuando uno tiene una cantidad de palabras y hay que usar la primera letra de cada una de ellas. Los criptógrafos usan mucho ese método.

– ¿La primera letra de…?

Tommy parecía dispuesto a darle más explicaciones, pero Dennis ya estaba en camino hacia la puerta.


¡Extraño tanto tus habilidades! Oh, sabes, Paul, innegablemente te amo con locura…

Y encastrada allí, la palabra “hospital”. Dennis miró su trabajo, el trabajo que le había llevado varias horas. Muchas de las cartas no contenían mensajes ocultos. Algunas los escondían en los pasajes más escabrosos, presumiblemente para que nadie los descubriera porque -como Dennis- todos se concentrarían en leer y releer las partes más ardientes.


Igual no le fallé a Rose: temí olvidarme.


Mientras Dennis se la había pasado preguntándose quién sería Rose, especulando qué relación tendría con Selina, ella se las había arreglado para enviar otro mensaje: “infarto”. Lo había engañado por completo. Nunca había sospechado nada.

Hoy amaneció lluvioso. Aborrecible día oscuro. Grace reunió a cuatro íntimas amigas y saldremos de compras.

“Hallado. Gracias”.

¿Hallado qué? El dinero, por supuesto: otro buen fajo del dinero de Blaine. Él se lo había ido dando de a poco, su manera de asegurarse de que ella no desapareciera, o de que no lo gastara de inmediato. Las cartas que él le enviaba contenían mensajes para informarle en dónde estaba escondido el dinero. Fragmentos pequeños repartidos por toda la carta. Blaine era más torpe que Selina. Tal vez Dennis hubiera podido advertirlo, si no hubiera estado mucho más interesado en ella.

Infatuado. Esas fotos… todas las partes eróticas… estaban allí para que él no localizara el código.

Y ahora ella se había ido. Verdaderamente. Había terminado el juego, había dejado de jugar con él. Tendría que volver Jean y Tam, y a todos los otros corresponsales, tendría que volver al mundo real.

O tratar de seguirle el rastro. La manera en que ella le había sonreído… casi con complicidad, como si hubiera disfrutado el papel que él desempeñaba en esa farsa. ¿Enviaría alguna otra carta, dirigida a él esta vez? Y si lo hacía, ¿él se dispondría a buscarla, resolviendo todas las claves sobre la marcha? Todo lo que le quedaba ahora era esperar.

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