Karma – Walter Mosley

Leonid McGill estaba sentado ante su escritorio, en el piso sesenta y siete del Empire State Building, limándose las uñas y contemplando Nueva Jersey. Eran las tres y cuarto. Leonid había jurado que haría ejercicio esa tarde, pero ahora que había llegado el momento se sentía letárgico.

“Fue ese sandwich de pastrami -pensó-. Mañana comeré algo liviano como pescado y después puedo ir al gimnasio de Gordo a hacer un poco de ejercicio”.

Gordo tenía un gimnasio para boxeadores en un tercer piso de la calle 31. Cuando Leonid tenía treinta años menos y era treinta kilos más liviano, iba a lo de Gordo todos los días. Durante un tiempo Gordo había querido que el detective privado se convirtiera en boxeador profesional.

– Ganarás más dinero en el ring que siguiéndole el rastro a unas bombachas -le decía el entrenador, que parecía no tener edad definida. A McGill le gustaba la idea, pero también le encantaban sus Lucky Strike y su cerveza.

– No consigo correr si alguien no me persigue -le decía McGill a Gordo-. Y siempre que alguien me lastima quiero hacerle mucho daño. Sabes, si un tipo me noqueara en el ring, probablemente lo esperaría con una barreta de hierro en la puerta del Madison Square.

Los años pasaron y Leonid siguió entrenándose con la bolsa de arena dos o tres veces por semana. Pero ya no se hablaba de una carrera en el box. Gordo perdió interés en Leonid como boxeador, aunque siguieron siendo amigos.

– ¿Cómo es que un negro se consiguió un nombre como Leonid McGill? -le preguntó una vez Gordo al detective.

– Papá era comunista y el tatarabuelo había venido de Escocia y tema esclavos -respondió Leo con rapidez-. Ya sabes que el árbol genealógico de un negro es casi todo raíz. Lo que ves por encima de la tierra es sólo un vestigio de la verdadera historia.

Leo se incorporó de su silla e hizo el intento de tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas. Sus dedos llegaron poco más arriba del tobillo y el estómago le bloqueó el camino.

– Mierda -dijo el detective. Después regresó a su silla y continuó limándose las uñas.

Lo hizo hasta que la gran esfera del reloj de pared marcó las 4.07. Entonces sonó el timbre. Un timbrazo agudo, prolongado. Leonid maldijo por no haber conectado la cámara para ver quién estaba ante su puerta. Con un timbrazo como ese, podía ser cualquiera. Les debía más de cuatro mil setecientos dólares a los hermanos Wyant. Había vendido las nueces y todavía no había hecho la cosecha. A los Wyant no les importarían sus problemas de efectivo.

Pero podría ser un cliente que llamaba a su puerta. Un cliente de verdad. Alguien a quien su empleado le robaba. O tal vez una hija que actuaba bajo la influencia de malas compañías. Y otra vez podía ser uno de los treinta o cuarenta maridos irritados que buscaban venganza por haber sido descubiertos en medio de sus pasatiempos extramatrimoniales. Y después, estaba Joe Haller… ese pobre idiota, aunque Leonid jamás se había cruzado con Joe Haller. Era imposible que ese perdedor hubiera encontrado su puerta.

El timbre volvió a sonar.

Leonid se incorporó de la silla y caminó por el largo pasillo que conducía a la recepción. Llegó hasta la puerta de entrada. El timbre atronó una vez más.

– ¿Quién es? -gritó McGill con el acento sureño que utilizaba algunas veces.

– ¿Señor McGill? -dijo una mujer.

– No está.

– Oh. ¿No volverá hoy?

– No -dijo Leonid-. No. Está ocupado con un caso. En Florida. Si me dice qué necesita le dejaré una nota.

– ¿Puedo entrar? -sonaba joven e inocente, pero Leonid no pensaba correr el riesgo de que lo engañaran.

– Sólo soy el encargado del edificio, cariño -dijo-. No estoy autorizado a dejar entrar a nadie en ninguna oficina de este edificio. Pero anotaré su nombre y su número de teléfono y le dejaré el papel sobre el escritorio si a usted le parece bien.

Leonid ya había usado ese recurso en otras oportunidades. Nadie podía rebatirlo. No se podía inculpar al encargado.

Hubo un silencio del otro lado de la puerta. Si la chica tenía un cómplice estarían susurrando maneras de salirse con la suya. Leonid apoyó la oreja en la pared pero no alcanzó a escuchar nada.

– Karmen Brown -dijo la mujer. Agregó un número de teléfono con el nuevo prefijo 646. Probablemente un teléfono celular, pensó Leonid.

– Espere. Déjeme buscar un lápiz -se quejó-. ¿Brown, me dijo?

– Karmen Brown -repitió ella-. Karmen con K -y volvió a repetir el número de teléfono.

– Se lo dejaré sobre el escritorio -prometió Leonid-. Lo verá en el mismo momento que regrese a la ciudad.

– Gracias -dijo la joven.

Se notó cierta vacilación en su voz. Si era una chica con cerebro podría preguntarse cómo era que un encargado de edificio sabía por dónde andaba el detective privado. Al cabo de un momento él escuchó sus tacos repiqueteando en el corredor. Volvió a la oficina para quedarse un rato más por las dudas de que la chica, y su posible cómplice, decidieran esperar a que saliera.

No le molestaba quedarse en la oficina. Su departamento subalquilado no era tan agradable ni silencioso como la oficina, y al menos ahí podía estar solo. Los alquileres comerciales se habían ido a pique después del 11 de septiembre. Buscó música en la computadora.

Es cierto que no había pagado el alquiler desde hacía tres meses. Pero Leonid Trotter McGill no se preocupaba tanto por el dinero. Sabía que podía conseguirlo si era necesario. Había demasiada gente que tenía demasiados secretos. Y los secretos eran el producto más valioso en la ciudad de Nueva York.

A las 5.39 volvió a sonar el timbre. Esta vez fueron dos timbrazos largos seguidos de tres cortos. Leonid recorrió el pasillo y abrió la puerta sin preguntar quién era.

El hombre parado allí era bajo y blanco, calvo y delgado. Llevaba puesto un traje caro con gemelos verdaderos y una camisa blanca con el cuello y los puños almidonados.

– León -dijo el pequeño hombre blanco.

– Teniente. Pase.

Leonid condujo al atildado hombrecito a través del área de recepción y el pasillo (que tenía tres puertas en el trayecto), y finalmente lo hizo pasar a su oficina.

– Siéntese, teniente.

– Linda oficina. ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó el visitante.

– Estoy solo por ahora. Estoy en una etapa de transición. Y sabe, tratando de desarrollar un nuevo plan comercial.

– Ya entiendo.

El delgado hombre blanco ocupó la silla situada frente al escritorio de Leonid. Desde allí podía ver las largas sombras que caían sobre Nueva Jersey. Desvió los ojos de la ventana para posar la mirada sobre su anfitrión, L. T. McGill, detective privado.

Leonid era bajo, su altura no superaba el metro sesenta y cinco, con una barriga prominente y mejillas regordetas. Su piel era del color del bronce sucio y estaba cubierta de pecas oscuras. Un escarbadientes sobresalía de la comisura derecha de su boca. Vestía un traje pardo con manchas acumuladas a lo largo del tiempo.

Su camisa era de color verde lima y la gruesa banda de oro que adornaba su meñique izquierdo pesaba dos o tres onzas.

Leonid McGill tenía manos poderosas y aliento fuerte. Sus ojos eran suspicaces y siempre parecía tener diez años más de los que en realidad tenía.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Carson? -le preguntó el detective al policía.

– Joe Haller -dijo Carson Kitteridge.

– ¿Podría repetirlo? -Leonid frunció el ceño, fingiendo ignorancia si no inocencia.

– Joe Haller.

– Jamás lo oí nombrar. ¿Quién es?

– Un gigoló y un golpeador. Ahora me dicen que es un ladrón.

– ¿Quiere contratarme para que averigüe algo sobre él?

– No -dijo el poli-. No. Está a la sombra ahora. Lo pescamos in fraganti. Tenía treinta mil dentro de su armario. En el maletín con el que iba a trabajar todos los días.

– Eso lo hace muy fácil -dijo Leonid. Se concentró en su respiración, algo que había aprendido a hacer siempre que era interrogado por la ley.

– Eso creería usted, ¿no es cierto? -le dijo Carson.

– ¿Hay algún problema con el caso?

– A usted lo vieron hablando con Néstor Bendix el 4 de enero.

– ¿Sí?

– Sí Lo sé porque el nombre de Néstor se vinculó con el robo de una empresa llamada Financiera Amberson dos meses atrás.

– ¿De veras? -dijo Leonid-. ¿Y eso qué tiene que ver con Joe quéséyocuánto?

– Haller -dijo el teniente Kitteridge-. Joe Haller. El dinero que tenía en el maletín era del vehículo blindado que acababa de pasar por Amberson.

– ¿Un vehículo blindado dejó treinta mil dólares en ese lugar?

– Más bien trescientos mil -dijo Kitteridge-. Era de sus máquinas ATM. Parece que Amberson se había involucrado mucho en el negocio de ATM en ese barrio. Tienen sesenta máquinas en esa zona próxima al centro.

– ¡Que me cuelguen! ¿Y usted piensa que Joe Haller y Néstor Bendix se los robaron?

El teniente Carson Kitteridge permaneció en silencio por un momento, mientras sus ojos grises estudiaban al tosco detective.

– ¿Qué tenían para decirse usted y Néstor? -preguntó el poli.

– Nada -dijo Leo encogiéndose de hombros-. Era un lugar de pizza, cerca del Seaport, si no recuerdo mal. Entré allí para comer un calzone y vi a Néstor. Solíamos ser amigos hace tiempo, cuando Hell's Kitchen todavía era Hell's Kitchen.

– ¿Qué quería decirle?

– Nada. De veras. Fue un encuentro casual. Me quedé el tiempo suficiente para comer demasiado y enterarme de que tiene dos hijos en la universidad y dos en la cárcel.

– ¿Hablaron del robo?

– Ni siquiera me había enterado del asunto hasta que usted lo mencionó.

– Este Joe Haller -dijo el policía- practica lo que usted llamaría un estilo de vida alternativo. Le gustan las mujeres casadas. Se podría decir que eso es lo suyo. Busca señoras honestas y las tuerce. Dicen que está equipado como un caballo.

– ¿Sí?

– Sí. Lo que hace es hacer que las damas se reúnan con él en lugares próximos al sitio en donde trabaja y les enseña cómo vivir bien atendidas.

– Me perdí, teniente -dijo Leonid-. Quiero decir, a menos que una de las guardias femeninas de Amberson sea una pollita de Haller.

El elegante policía meneó levemente la cabeza.

– No. No. Le diré cómo lo veo yo, León -dijo el policía-. Néstor cometió el robo pero alguien lo delató y yo y mi gente le seguimos la pista. Entonces lo llama a usted para que le busque algún tonto que cargue con la cosa y usted le entrega a Haller. No me pregunte cómo. No lo sé. Pero usted le entrega a Romero, que ahora tiene un panorama de veinte años a la sombra.

– ¿Yo? -dijo Leonid, apoyándose los diez dedos contra el pecho-. ¿Cómo diablos cree que yo podría hacer algo así?

– Usted podría quitarle un huevo a un águila que está empollando y ella ni se daría cuenta de que el huevo ya no está -dijo Kitteridge-. Meto preso a un hombre y su novia, que era su coartada, dice que ni siquiera lo escuchó nombrar alguna vez. Tengo un ladrón armado que se ríe de mí y un detective privado más sinvergüenza que cualquier sinvergüenza que haya arrestado mintiéndome en mi propia cara.

– Carson -dijo Leonid-. Hermano, se equivoca conmigo. Sí vi a Néstor durante unos pocos minutos. Pero eso es todo, hombre. Jamás estuve en ese sitio, Amberson, y jamás oí hablar de Joe Haller ni de su novia.

– Chris -dijo Kitteridge-. Chris Small. Su esposo ya la ha dejado. Eso es lo que nuestra investigación ha logrado hasta el momento.

– Hombre, me gustaría poder ayudarlo, pero se equivocó conmigo. Ni siquiera sabría cómo conseguir un chivo expiatorio de un delito después de que se cometió.

Carson Kitteridge observó gentilmente al detective y el atardecer. Sonrió y dijo:

– No puede salirse con la suya, León. No puede infringir la ley de ese modo y salir ganando.

– No sé nada de nada, teniente. Tal vez el hombre que atrapó es realmente el ladrón.


Katrina McGill había sido una belleza en su época. Esbelta y de cabello azabache, de Letonia o Lituania… Leonid nunca sabía de cuál de los dos países. Tenían tres hijos, de los cuales al menos dos no eran de Leonid. Él nunca les había hecho hacer análisis para demostrar su paternidad. ¿Para qué molestarse? La belleza del este de Europa lo había abandonado pronto por un león de las finanzas. Pero engordó, y el viejo rico había quebrado, de modo que ahora toda la banda (menos el ex ricachón) vivía de los centavos de Leonid.

– ¿Qué hay para la cena, Kat? -preguntó, respirando con dificultad después de escalar los cinco tramos de escalera hasta la puerta de su departamento.

– Llamó el señor Barch -le respondió ella-. Dijo que si no le pagas para el viernes inicia el juicio de desalojo.

La forma cuadrada de su cara y la pesadez en torno de los párpados era lo que la afeaba. Cuando era joven la gravedad estaba suspendida, pero él debería haber previsto que bajaría el telón.

Los chicos estaban en la sala. La tevé estaba encendida aunque nadie la miraba. El mayor, el pelirrojo Dimitri, estaba leyendo un libro. Tenía piel ocre y ojos verdes. Y también tenía la boca de Leonid. Shelly, la chica, parecía más china que cualquier otra cosa. Habían tenido un vecino chino cuando vivían en Staten Island. El hombre trabajaba en un centro de joyeros hindúes en Queens. Shelly estaba cosiendo una de las chaquetas de Leonid. Amaba a su padre y nunca interrogaba a su madre ni al rostro que veía en el espejo.

Shelly y Dimitri tenían dieciocho y diecinueve años. Iban al City College y vivían en casa. Katrina no quería ni escuchar hablar de que se fueran a vivir a otra parte. Y a Leonid le gustaba tenerlos cerca. Sentía que lo anclaban a algo, que evitaban que derivara por la calle cuarenta y dos hasta el Hudson.

Twill era el más joven. Dieciséis años y autobautizado. Acababa de volver a su casa después de una estadía de tres meses en un centro de detención juvenil cerca de Wingdale, Nueva York. El único motivo por el que seguía en la escuela era porque formaba parte de las condiciones de liberación.

Twill fue el único que sonrió cuando Leonid entró en el cuarto.

– Hola, pa -le dijo-. ¿A que no sabes? El señor Tortolli quiere contratarme en su tienda.

– Hola. Qué bien.

Leonid tendría que llamar al ferretero para decirle que Twill le abriría la puerta trasera y le vaciaría el comercio en tres semanas. Leonid lo amaba, pero Twill era un ladrón.

– ¿Y qué pasa con el señor Barch? -dijo Katrina.

– ¿Y qué pasa con mi cena?


Katrina sí que sabía cocinar. Sirvió pollo con salsa de vino blanco y las pastas más vaporosas que él hubiera comido nunca. También había brócoli y pan con almendras, piñas asadas y una oscura salsa de pescado que se podía comer con cuchara.

A Katrina le resultaba difícil cocinar desde que su mano izquierda había sufrido una parálisis parcial. El especialista había dicho que probablemente se debía a un ataque leve. Ella estaba todo el tiempo angustiada. Ya hacía años que sus novios habían dejado de llamarla.

Leonid se ocupaba ahora de ella y de sus hijos. Hasta le pedía tener sexo con ella de tanto en tanto porque sabía que ella aborrecía hacerlo.

– ¿Llamó alguien más? -preguntó, cuando los estudiantes se habían ido a sus cuartos y Twill estaba nuevamente en la calle.

– Un hombre llamado Arman.

– ¿Qué dijo?

– Hay una pequeña cafetería francesa en la esquina de la diez y la diecisiete. Quiere verte ahí a las diez. Le dije que no sabía si podrías ir.

Cuando Leonid se acercó a besar a Katrina, ella se inclinó a un costado para evitarlo y él se rió.

– ¿Por qué no me abandonas?

– ¿Quién mantendría a nuestros hijos si lo hiciera? Esto hizo que Leonid se riera con más ganas.


Llegó a la Fiesta de Babette a las nueve y cuarto. Pidió un espresso doble y observó con fijeza las piernas de una mujer madura sentada en la barra. Tenía por lo menos cuarenta años pero estaba vestida como si tuviera quince. Leonid sintió los indicios de la primera erección en más de una semana.

Tal vez por eso llamó a Karmen Brown por el celular. La voz de Karmen había sonado como si tuviera puesto un vestido de esa clase.

Cuando respondió, Leonid se dio cuenta de que la mujer estaba en la calle.

– ¿Hola?

– ¿Señorita Brown?

– Sí.

– Soy Leo McGill. ¿Usted me dejó un mensaje?

– Señor McGill. Creí que estaba en Florida.

El rugido de un motor casi ahogó sus palabras.

– Lamento que no se me escuche muy bien -dijo-. Esa fue una moto que pasó por la calle.

– Está bien. ¿Cómo puedo ayudarla?

– Tengo un problema y… bien, es algo personal.

– Soy detective, señorita Brown. Escucho cosas personales todo el tiempo. Si quiere que nos encontremos tendrá que contarme de qué se trata.

– Richard -dijo ella- Mallory. Es mi prometido y creo que me está engañando.

– ¿Y usted quiere que yo lo pruebe?

– Sí -dijo-. No quiero casarme con un hombre que me trate de ese modo.

– ¿Cómo consiguió mi nombre, señorita Brown?

– En la guía telefónica. Cuando vi dónde quedaba su oficina, me pareció que usted debía ser bueno.

– Puedo verla mañana, en algún momento.

– Prefiero que nos encontremos esta noche. No creo que pueda dormir hasta que este asunto esté aclarado.

– Bueno… -vaciló el detective-. Tengo una reunión a las diez y después voy a ver a mi novia.

Era una broma privada, algo que la joven señorita Brown jamás entendería.

– Tal vez pueda reunirme con usted antes de que vea a su novia -sugirió Karmen-. Sólo llevará unos minutos.

Acordaron encontrarse en un pub sobre Houston, dos manzanas al este de Elizabeth Street, donde vivía Gert Longman.

En el momento en que Leonid quitaba el auricular de su oreja, Craig Arman entró en la cafetería. Era un hombre blanco, grandote, con un rostro amplio y amable. Hasta la nariz rota lo hacía parecer más vulnerable que peligroso. Llevaba puestos unos jeans desteñidos y una camiseta debajo de un amplio pulóver tejido. Había una pistola en medio de toda esa tela, Leonid lo sabía perfectamente. El contador callejero de Néstor Bendix jamás iba desarmado.

– Leo -dijo Arman.

– Craig.

La pequeña mesa que había elegido Leo estaba detrás de una columna, alejada del resto de la concurrencia del popular restaurante.

– Los polis consiguieron su paquete -dijo Arman-. Nuestro hombre entró y salió del lugar en diez minutos. Una rápida llamada al centro y ahora está a la sombra. Tal como dijiste.

– Eso significa que puedo pagar el alquiler -respondió Leo.

Arman sonrió y Leonid sintió que le ponían algo que pesaba más o menos unos cien gramos sobre un muslo, debajo de la mesa.

– Bueno, tengo que irme -dijo Arman entonces-. Temprano a la cama, como sabes.

– Sí -acordó Leonid.

La mayoría de los muchachos de Néstor no tenía demasiada afinidad con las razas más oscuras. El único motivo por el que Néstor lo llamaba era porque Leonid era el mejor en lo suyo.


Leonid tomó un taxi en la Séptima Avenida que lo llevó a Barney's Clover, sobre Houston.

La muchacha sentada en el extremo del bar era todo lo que Katrina había sido alguna vez, salvo que era rubia y su belleza nunca se marchitaría. Tenía un rostro de porcelana con rasgos pequeños y adorables. Nada de maquillaje excepto un atisbo de pálido brillo labial.

– ¿Señor McGill?

– Leo.

– Me alivia tanto que haya aceptado encontrarse conmigo -dijo ella.

Llevaba pantalones color ocre y una blusa color coral. En el regazo tenía un impermeable blanco, doblado. Sus ojos eran de ese tono castaño que un artista podría describir como rojo. Llevaba el cabello corto… masculino aunque sexy. Sus labios pintados estaban listos para besar nalgas de bebé y para reír.

Leonid respiró hondo y dijo:

– Cobro quinientos por día… más gastos. El kilometraje, alquiler de equipos y comida después de ocho horas de trabajo.

Craig acababa de darle doce mil dólares, pero negocios son negocios. La muchacha le entregó un gran sobre de papel manila.

– Aquí está su nombre completo y su dirección. También incluí una foto y la dirección de la oficina donde trabaja. Además hay ochocientos dólares ahí. Probablemente no necesite más porque estoy casi segura de que saldrá con ella mañana a la noche.

– ¿Qué va a tomar, amigo? -le preguntó el barman, un muchacho asiático de rostro encantador.

– Una soda -dijo el detective-, sin hielo.

El barman sonrió o hizo una mueca irónica, Leonid no supo bien cuál de las dos. Anhelaba tomarse un whisky con esa soda, pero su úlcera de estómago lo mantendría despierto toda la noche si lo hacía.

– ¿Por qué? -le preguntó Leonid a la bella muchacha.

– ¿Por qué quiero saber?

– No. ¿Por qué cree que saldrá con ella mañana a la noche?

– Porque me dijo que iría con su jefe a ver La flauta mágica en el Carnegie Hall. Pero en el teatro no hay ninguna ópera en programa.

– Parece haberlo averiguado todo por su cuenta. ¿Para qué necesita un detective?

– Por la madre de Dick -dijo Karmen Brown-. Me dijo que no era digna de su hijo. Dijo que yo era una persona vulgar y grosera y que sólo lo estaba usando.

La furia contorsionó el rostro de Karmen y hasta su etérea belleza se convirtió en algo horrible.

– ¿Y usted quiere restregarle esto en la cara? -preguntó Leonid-. ¿Por qué la mujer no estaría feliz de que su hijo se haya buscado otra novia?

– Creo que está viéndose con una mujer casada, y mayor, mucho mayor. Si puedo conseguir fotos de ellos, se le acabará la petulancia.

Leonid se preguntó si eso sería suficiente para hacerle mella a la madre de Dick. También se preguntó por qué Karmen sospechaba que Dick se veía con una mujer mayor y casada. Tenía una cantidad de preguntas pero no las planteó. ¿Por qué cuestionar a una vaca lechera? Después de todo, tenía dos alquileres que pagar.

El detective revisó la información y echó un vistazo al dinero, todo ello sujeto con un clip, mientras el joven barman le dejaba la soda junto a su codo.

La fotografía mostraba a un hombre que supuso sería Richard Mallory. Era un hombre joven, blanco, cuya cara parecía inacabada. Tenía un bigote que no era suficientemente espeso y una mata de cabello castaño que desafiaría a cualquier peine. Parecía incómodo de pie frente a la pista de patinaje del Rockefeller Center.

– Muy bien, señorita Brown -dijo Leonid-. Acepto el caso. Tal vez los dos tengamos suerte y el asunto esté terminado mañana a la noche.

– Karma -dijo ella-. Llámeme Karma. Así me llaman todos.


Leonid llegó a Elizabeth Street un poco después de las diez y media. Tocó el timbre de Gert y gritó su nombre por el micrófono del portero eléctrico. Tuvo que alzar la voz para que se lo escuchara por encima del rugido de una motocicleta que pasaba.

Gert Longman vivía en un pequeño estudio en el tercer piso de un edificio de estuco construido en la década del cincuenta. El techo era bajo pero la habitación era bastante amplia y Gert la había decorado con gusto. Había un sofá rojo y una mesa baja de caoba y armarios empotrados con puertas vidriadas en la pared del fondo. No tenía cocina aunque en un rincón había un refrigerador pequeño con una cafetera y una tostadora eléctricas encima. Gert también tenía un reproductor de cd. Cuando Leonid llegó, Ella Fitzgerald estaba cantando temas de Cole Porter.

Leonid apreció la música, y lo dijo.

– Me gusta -dijo Gert, arreglándoselas en cierto modo para rechazar el cumplido de Leonid.

Era una mujer de piel oscura cuya madre había venido de la parte española de Hispaniola. Sin embargo, Gert no hablaba con acento. Ni siquiera sabía hablar español. En realidad, Gert no sabía nada de su propia historia. Se enorgullecía de decir que era tan americana como cualquier Hija de la Revolución americana.

Se sentó en un extremo del sofá.

– ¿Néstor ya te pagó? -preguntó Gert.

– Sabes que te he extrañado, Gertie -dijo Leonid, pensando en su piel de satén y en la cuarentona con el provocativo vestido adolescente de la cafetería francesa.

– Eso ya fue, Leo. Terminó hace mucho tiempo.

– Todavía debes tener necesidades.

– No de ti.

– Una vez me dijiste que me amabas -respondió Leonid.

– Eso fue después de que me dijiste que no estabas casado.

Leonid se sentó a pocos centímetros de ella. Le acarició un nudillo con dos de sus dedos.

– No -dijo Gert.

– Vamos, nena. Allá abajo lo tengo duro como un palo.

– Y yo estoy seca hasta los huesos.

… pero para una mujer un hombre es vida, cantaba Ella.

Leonid se echó atrás y metió la mano derecha en el bolsillo de sus pantalones.

Después de que Karmen Brown se fue de Barney's Clover, Leonid se metió en el baño y descontó los tres mil de Gert de los doce mil que Craig Arman le había puesto en el regazo. Extrajo el fajo de su bolsillo.

– Al menos podrías darme un besito en mi palo por todo esto -dijo.

– También podría pinchártelo.

Leonid soltó una risita y Gert esbozó una sonrisa. Nunca serían amantes otra vez, pero a ella le gustaba su estilo. El podía leer eso en la mirada de Gert.

Tal vez tendría que haber abandonado a Katrina.

Le entregó el fajo de billetes de cien dólares y le preguntó:

– ¿Alguien podría encontrar el rastro entre tú y Joe Haller?

– Uh, uh. No. Yo trabajaba en una oficina totalmente diferente de la suya.

– ¿Cómo conseguiste sus antecedentes?

– Revisé una lista de probables empleados de la empresa y después hice una investigación de antecedentes de unos veinte.

– ¿Desde tu oficina?

– Desde la terminal informática de la biblioteca pública.

– ¿Y no pueden rastrearte allí?

– No. Compré mi cuenta con un número de Visa que me dio Jackie P. Es de algún pobre vago de St. Louis. No hay manera de rastrearlo. ¿Qué pasa, Leo?

– Nada -dijo el detective-. Sólo quiero ser cuidadoso.

– Haller es una mierda -agregó Gert-. Se lo ha estado haciendo a las mujeres de la oficina durante meses. Y cuando el marido de Cynthia Athol se enteró y fue a buscarlo, Joe le dio tal paliza que lo mandó al hospital. Le rompió la clavícula. Hace apenas dos semanas azotó con una correa a Chris Small.

Cuando Néstor le pidió a Leonid que le consiguiera un chivo expiatorio para un delito diurno, Leonid acudió a Gert y ella consiguió un empleo temporario en la Financiera Amberson. Todo lo que tuvo que hacer fue señalar a un tipo que tuviera antecedentes que lo hicieran sospechoso del golpe, un tipo que nadie pudiera relacionar con Néstor. Y ella lo hizo todavía mejor. Consiguió un tipo que no le gustaba a nadie.

Haller había robado una tienda doce años antes, cuando tenía dieciocho años. Y ahora era un gigoló con cinturón negro en algo. Le gustaba abrumar a las tontas secretarias de la oficina con sus músculos y su gran miembro. No le importaba que sus maridos o novios se enteraran porque creía que podía hacer pedazos a cualquier hombre en una pelea mano a mano.

A Gert le habían contado que en una oportunidad Haller había dicho: “Cualquier mujer que tenga un verdadero hombre a su lado no me permitiría tomarla de esa manera”.

– No te preocupes -dijo Gert-. Se merece lo que le ocurre y nunca podrán rastrearme.

– Okey -dijo Leonid.

Volvió a acariciarle el nudillo.

– No.

Él deslizó sus dedos hacia la muñeca de la mujer.

– Por favor, Leo. No quiero luchar contigo.

Leonid respiraba con agitación y la erección le hinchaba los pantalones. Pero se alejó.

– Mejor me voy -dijo.

– Sí -coincidió Gert-. Vete a casa con tu esposa.


No le llevó mucho tiempo pasar por el control de seguridad del Empire State Building. Leonid trabajaba hasta tarde al menos tres veces por semana.

No deseaba irse a casa después del rechazo de Gert.

Nunca había sabido por qué había aceptado otra vez a Katrina.

Nunca sabía por qué hacía las cosas salvo cuando tenían que ver con su trabajo.

Leonid se convirtió en detective privado porque era demasiado bajo para postularse como miembro del Departamento de Policía de Nueva York en la época que tenía la edad adecuada. Cambiaron los requisitos poco después, pero él ya había sido expulsado por haber ingresado de manera ilícita.

No le importó. El sector privado era más lucrativo y podía manejar a su antojo el horario de trabajo.


Encontró a un Richard Mallory en la guía telefónica, con la misma dirección del agente inmobiliario que Karmen Brown había consignado en su planilla. Leonid marcó el número. Alguien contestó al tercer telefonazo.

– ¿Hola? -dijo la voz trémula de un hombre.

– ¿Está Bobbi Anne? -preguntó Leonid con uno de su docena de acentos.

– ¿Qué?

– Bobbi Anne. ¿Está?

– Número equivocado.

– Oh, disculpe -dijo Leonid, y cortó la comunicación.

Durante unos doce minutos, según el registro del reloj de pared, Leonid pensó en la voz del hombre que podría haber sido Richard Mallory. Leonid creía que le resultaba posible conocer la naturaleza de cualquiera si tan sólo hablaba con él cuando se despertaba de un sueño profundo.

Eran las 2.34. Y Richard, si es que era Richard, le había sonado como un tipo franco, un severo trabajador, alguien que nunca cruzaba la frontera y se internaba en la Vida.

Era algo importante para Leonid. No quería meterse a seguir a alguien que pudiera darse vuelta y volarle la cabeza.


El timbre lo despertó. El reloj marcaba las nueve pasadas. La ventana estaba llena de nubes… una mullida gasa blanca que no permitía ver a diez centímetros de distancia.

El timbre volvió a retumbar en su mente embotada. Otro timbrazo largo. Pero esta vez Leonid no estaba suficientemente despierto como para sentir miedo. Se tambaleó a lo largo del pasillo vestido con el mismo traje que tenía puesto desde hacía veinticuatro horas.

Cuando abrió la puerta dos matones entraron violentamente.

Uno era negro, de cabeza calva y anteojos de marco metálico, y el otro era blanco con una densa melena grasosa.

Los dos le llevaban quince centímetros a Leonid.

– Los Wyant quieren cuatro mil novecientos -dijo el negro. El interior de su boca era del color de la gingivitis. Detrás de los lentes, sus ojos tenían un tono amarillento.

– Cuatro mil seiscientos -corrigió Leonid, atontado.

– Eso era ayer, Leo. Ese interés es un verdadero hijo de puta.

El negro cerró la puerta y el blanco se desplazó hacia la izquierda de Leonid.

El matón blanco tenía un grueso pelo castaño que había sido talado más que cortado. Sus ojos estaban divididos entre el azul y el pardo y tenía los labios partidos, como si se hubiera pasado una parte de su vida anterior besando a un leopardo dientudo.

– ¿Te despertamos? -preguntó el cobrador negro, que acaba de recuperar sus buenos modales.

– Un poquito -dijo Leonid, ahogando un bostezo-. ¿Cómo has estado últimamente, Bilko?

– Okey, León. Espero que tengas el dinero, porque si no lo tienes nos dijeron que te hagamos pedazos.

El blanco soltó una risita de gozo anticipado.

Leonid metió la mano en el bolsillo superior derecho y extrajo el grueso sobre pardo que había recibido la noche anterior.

Mientras contaba los cuarenta y nueve billetes de cien dólares, Leonid tuvo una sensación familiar: la sensación de que nunca tenía tanto dinero como creía. Después de pagar su deuda con intereses a los Wyant, el alquiler de su departamento de ese mes y del mes pasado, los gastos domésticos de su esposa y sus propias cuentas, se quedaría en cero y aún debería los tres meses de alquiler de la oficina.

Eso lo enojó aún más. Necesitaría el dinero de Karmen Brown, y todavía más si quería mantener la cabeza por encima del agua. Y ese idiota blanco seguía sonriendo, con su cabeza oscilante que parecía un conjunto de bolos de bowling esperando ser derribados.

Leonid le entregó el dinero a Bilko, quien lo contó lentamente mientras el otro matón se relamía los labios partidos.

– Creo que deberías darnos una propina por habernos tomado el trabajo de venir hasta aquí a cobrarte, Leonid -dijo el blanco.

Bilko levantó la vista y esbozó una sonrisa.

– León no da propina a los asistentes, Norman. Tiene su orgullo.

– Se la sacaré de un golpe en un segundo -dijo Norman.

– Me gustaría ver cómo lo haces, muchacho blanco -lo desafió Leonid. Después miró a Bilko para ver si tendría que enfrentarse con los dos al mismo tiempo.

– La cosa es entre ustedes dos -dijo el capo negro, extendiendo una mano vacía y la otra llena con la pasta de Leonid.

Norman era más rápido de lo que parecía. Lanzó un fornido puño contra la mandíbula de Leonid, que hizo retroceder violentamente al detective unos dos pasos.

– ¡Epa! -exclamó Bilko.

Los maltrechos labios de Norman se curvaron en una sonrisa. Se quedó ahí mirando a Leonid, esperando que cayera al suelo.

Ese era el error que habían cometido todos los contrincantes de Leonid en el gimnasio de Gordo. Creían que el rechoncho sujeto no podía absorber un golpe. Leonid respondió con golpes bajos y duros, acertándole al gran hombre blanco tres veces a la altura del cinturón. El tercer golpe hizo que Norman se agachara lo suficiente como para servirle en bandeja a Leonid la oportunidad de descerrajarle dos uppercut sucesivos. Lo único que evitó que Norman cayera fue la pared. Se estampó con fuerza contra ella, alzando la guardia por reflejo para protegerse del ataque que sabía se le vendría encima.

Leonid conectó tres golpes a la cabeza de Norman antes de que Bilko lo separara.

– Ya basta, muchacho -le dijo Bilko-. Es suficiente. Lo necesito de pie para salir a la calle.

– ¡Llévate a este mierda de aquí, Bilko! ¡Llévatelo antes de que lo haga pedazos!

Obedientemente, Bilko ayudó al casi inconsciente hombre blanco, lleno de sangre, a ponerse de pie. Lo encaminó hacia la puerta y luego se volvió hacia Leonid:

– Te veo el mes que viene, León -le dijo.

– No -respondió Leonid, jadeando pesadamente por el esfuerzo-. No volverás a verme.

Bilko se rió mientras conducía a Norman hacia los ascensores.

Leonid dio un portazo a sus espaldas. Todavía estaba enfurecido. Después de haber cobrado todo ese dinero, aún seguía en la ruina y acosado por idiotas como Bilko y Norman. Gert no atendía sus llamados y ni siquiera tenía una cama para dormir solo. De no haber sido por Bilko, hubiera matado a ese horrible imbécil de Norman.

Leonid Trotter McGill lanzó un rugido y de una patada abrió un agujero en el panel enchapado del cubículo de su inexistente recepcionista. Después fue al teléfono, llamó a Lenny's Delicatessen de la calle Treinta y Tres y pidió tres roscas con jalea y una taza grande de café con crema.

Volvió a llamar a Gert pero ella siguió sin atenderlo.


Era una pequeña oficina en el tercer piso sobre un restaurante japonés de dos plantas llamado Gai. No había ascensor, así que Leonid subió por la escalera. Eran apenas veintiocho escalones, pero suficientes para que se quedara sin aire. Si Norman hubiera respondido a sus golpes, advirtió el detective, ahora estaría en la quiebra, y quebrado.

La recepcionista pesaba menos de cuarenta y dos kilos con ropa, y no tenía mucha ropa. Todo lo que llevaba puesto era una enagua negra que pretendía pasar por un vestido y sandalias chatas de papel. Sus brazos carecían de músculos. Todo en ella era preadolescente, excepto sus ojos, que miraban con suspicacia al rechoncho detective privado.

– Richard Mallory -le dijo Leonid a la morena.

– ¿Y usted es…?

– Alguien que busca a Richard Mallory -declaró Leonid.

– ¿Por qué asunto quiere ver al señor Mallory?

– Por ninguno que a usted le interese, cariño. Son cosas de hombres.

La mandíbula de doscientos gramos de la joven se endureció mientras miraba fijamente a Leonid. A él no le afectó. La muchacha no le gustaba; estaba vestida de manera tan provocativa y le hablaba como si los dos fueran de la misma edad.

Ella levantó el teléfono y susurró unas pocas palabras con furia, después se alejó de su escritorio trasponiendo una puerta que estaba a sus espaldas, dejando a Leonid plantado ante el escritorio que le llegaba a la altura de la cintura. En el espejo que había en la pared Leonid podía ver la avenida Madison a través de la ventana que tenía tras de sí. También podía ver el chichón en el lado derecho de su cabeza, donde Norman lo había golpeado.

Unos momentos más tarde apareció un hombre alto con un bigote ralo, que entró en el vestíbulo a toda velocidad. Lucía pantalones negros y una chaqueta de lino pardo y la misma expresión de incomodidad que tenía en la fotografía que Leonid llevaba en su bolsillo.

Leonid lo aborreció también a él.

– ¿Sí? -le dijo Richard Mallory.

– Busco a Richard Mallory -dijo Leonid.

– Soy yo.

El detective privado respiró profundamente. Sabía que tenía que calmarse si quería hacer bien su trabajo. Volvió a respirar hondo.

– ¿Qué le ocurrió a su mandíbula? -le preguntó el apuesto hombre joven al boxeador amateur.

– Edema -dijo Leonid rápidamente-. Viene de la rama paterna de mi familia.

Ante eso, Richard Mallory no supo qué decir. Leonid pensó que probablemente no conocía el significado de la palabra.

– Quiero hablar de negocios con usted, señor Mallory. Es algo que puede darnos buen dinero a ambos.

– No entiendo lo que dice -dijo Mallory, con la más desabrida de las expresiones posibles.

Leonid extrajo una tarjeta del bolsillo superior de su chaqueta.


Asistencia en Servicios Domésticos Van Der Zee

Arnold DuBois. Representante


– No entiendo, señor DuBois -dijo Mallory, usando la pronunciación francesa del alias de McGill.

– Du boys -dijo Leonid-. Represento a la empresa Van Der Zee. Nos estamos estableciendo aquí en Nueva York. Somos originalmente de Cleveland. Lo que necesitamos es insertar a nuestra gente como asistentes domésticos, cuidadores de ancianos, paseadores de perros y niñeras en los edificios de más alto nivel. Todo nuestro personal es de muy buena presencia y excelente nivel profesional. Además, son personas de extrema confianza.

– ¿Y quiere que yo lo ayude a insertarse? -preguntó Mallory, todavía un poco receloso.

– Pagamos mil quinientos dólares por cada presentación exclusiva que nos consiga -dijo Leonid. Para entonces ya se había olvidado de su disgusto por la recepcionista y por Mallory. Ni siquiera seguía furioso con Norman.

La mención de los mil quinientos por presentación (sea lo que fuere que significara eso) indujo a Mallory a la acción.

– Acompáñeme, señor DuBois -dijo, pronunciando el apellido tal como lo prefería Leonid.

El agente inmobiliario condujo al falso representante por un corredor lleno de cubículos habitados por otros agentes de la empresa de bienes raíces.

Mallory llevó a Leonid a una pequeña sala de conferencias y cerró la puerta tras ellos. Había una mesa redonda de pino con tres sillas haciendo juego. Mallory hizo un gesto y los dos se sentaron.

– ¿Cómo es exactamente lo que me estaba diciendo, señor DuBois?

– Tenemos una muchacha joven -dijo Leonid-. Bonita. Instala su mesita en el vestíbulo de cualquier edificio que usted consiga. Les habla a los residentes de los diversos tipos de asistentes domésticos que podrían necesitar. Algunos podrían necesitar una asistente dos veces por semana para ordenar la finanzas y hacer las compras. Tal vez ya tengan ayuda doméstica, pero necesitan a alguien que se ocupe de sus mascotas cuando se van de viaje. Una vez que alguien contrata a un miembro de nuestro equipo, sabemos que contratará a otros cuando tenga necesidad. Todo lo que necesitamos es que usted nos confirme que podemos instalar a nuestra joven y le pagaremos mil quinientos dólares.

– ¿Por cada edificio que les consiga?

– Al contado.

– ¿Al contado?

Leonid asintió.

El hombre literalmente se relamió.

– Si usted puede garantizarnos el vestíbulo de un edificio de alto nivel, puedo pagarle esta noche misma -dijo Leonid.

– ¿Tiene que ser tan rápido?

– Soy representante de las Empresas Van Der Zee, y estoy a comisión, señor Mallory. Para obtener ganancias tengo que producir. No soy el único que está tratando de establecer contactos. Quiero decir, usted puede llamarme cuando quiera, pero si no puede prometerme un sitio en algún edificio para hoy a la noche tendré que seguir adelante con mi lista de contactos.

– Pero…

– Escuche -dijo Leonid, interrumpiendo cualquier objeción lógica que Mallory hubiera podido pergeñar. Metió una mano en el bolsillo y extrajo tres billetes de cien dólares. Los puso sobre la mesa-. Esto es una quinta parte por adelantado. Trescientos dólares para que me consiga un vestíbulo al que yo pueda enviar a Arlene mañana a la mañana.

– Mañana…

– Así es, Richard. Empresas Van Der Zee me dará el control de toda la operación en Manhattan si soy el primero que les lleva un edificio.

– ¿Y yo me guardo el dinero?

– Con otros mil doscientos que embolsará a las ocho de esta noche si ya me consiguió el vestíbulo del edificio.

– ¿A las ocho? ¿Por qué a las ocho?

– ¿Usted cree que es el único tipo con el que estoy hablando, Richard? Tengo otras cuatro entrevistas programadas para esta tarde. Quien me avise que está todo listo, a las ocho, consigue al menos parte de la remuneración. Y tal vez todo.

– Pero tengo una cita esta noche…

– Simplemente avíseme por teléfono. Dígame dónde está y yo le llevaré el dinero y la carta confirmándole al supervisor que Arlene puede instalar su mesa.

– ¿Qué carta?

– Espero que no crea que voy a darle mil quinientos dólares por semana en efectivo sin una carta de confirmación para que el supervisor se la muestre a mi jefe -dijo Leonid inexpresivamente-. No se preocupe, no mencionaremos el dinero, sólo que Empresas Van Der Zee puede instalarse en el edificio para ofrecer sus servicios.

– ¿Y qué pasa si alguien se queja?

– Siempre puede decirle a sus jefes que usted estaba pensando independientemente, tratando de ofrecer un servicio adicional. No sabrán que hubo dinero en el medio. Lo peor que puede pasar es que nos expulsen, pero eso llevará un par de días, y Arlene es muy buena promocionando nuestra empresa.

– ¿Y son mil quinientos en efectivo, por semana?

– El doble si podemos encontrar otra Arlene y usted nos engancha tal como le dije.

– Pero tenía planeado salir esta noche -se quejó Mallory.

– ¿Y qué? Simplemente llámeme. Deme la dirección. Y yo voy para allá con el formulario. Estamos hablando de diez minutos a cambio de mil doscientos dólares.

Richard tocó el dinero. Luego lo levantó tentativamente.

– ¿Puedo quedarme con esto?

– Quédeselo. Y tendrá el resto esta noche y la misma suma una vez por semana durante los próximos cuatro o cinco meses -dijo Leonid con un esbozo de sonrisa.

Richard dobló los billetes y se los guardó en el bolsillo.

– ¿Cuál es su número de teléfono, señor DuBois?


Leonid llamó a su esposa y le dijo que le tuviera preparado y bien planchado el traje marrón para cuando llegara a su casa.

– ¿Acaso soy tu criada? -le preguntó ella.

– Tengo el alquiler y los gastos en el bolsillo -rezongó Leonid-. Todo lo que te estoy pidiendo es un poco de cooperación.

El detective llamó luego al servicio de respuestas de su teléfono celular. Cuando la voz le dijo que grabara un nuevo mensaje, Leonid dijo:

– Hola. Soy Arnold DuBois, agente de Empresas Van Der Zee. Después del tono dígame qué consiguió.


Cuando llegó a su casa encontró el traje extendido sobre la cama y Katrina había desaparecido. Solo en la casa, se preparó un baño y se sirvió un vaso de agua helada. Ansiaba fumar un cigarrillo pero el médico le había dicho que sus pulmones apenas podían soportar el aire de Nueva York.

Se sentó en la anticuada tina de baño y abrió y cerró el agua caliente con los dedos de los pies. Le dolía la mandíbula y otra vez estaba casi en la ruina. Pero todavía le quedaba lo de Richard Mallory, y eso lo ponía contento.

– Por lo menos soy bueno en lo que hago -le dijo a nadie-. Por lo menos eso.


Después del baño, Leonid volvió a llamar a Gert. Esta vez el teléfono sonó y sonó. Era muy raro. Gert había programado que su servicio de contestador atendiera cuando ella estaba ocupando la línea.

A veces no hablaba con Gert durante meses. Ella había dicho muy claramente que nunca volverían a tener una relación íntima. Pero él todavía sentía algo por ella. Y quería asegurarse de que estuviera bien.


Cuando Leonid llegó al departamento de Gert encontró que la puerta del edificio estaba abierta y sostenida por una cuña.

La puerta del departamento de Gert estaba obstruida por la cinta policial amarilla.

– ¿La conoce? -le preguntó una voz.

Había una mujer pequeña de pie en una puerta del corredor. Era vieja y gris y llevaba ropas grises. Tenía ojos llorosos y pantuflas de dos pares diferentes. En el dedo índice de la mano derecha llevaba una esmeralda de baja calidad y el lado izquierdo de su boca se movía con un poco de dificultad.

Leonid se fijó en todos esos detalles en un vano intento de evadirse del miedo que le atenazaba el estómago.

– ¿Qué ocurrió?

– Dicen que debe haber entrado anoche -dijo la mujer-. El encargado dice que debe haber sido después de medianoche. Sólo la mató. No robó nada. Simplemente le disparó con un arma que no hizo más ruido que una pistola de juguete, eso dijeron. Ya se sabe que una ya no está segura ni en su propia cama. Allá afuera, a la gente se le mete alguna loca idea en la cabeza y una termina muerta sin ton ni son.

A Leonid se le secó la lengua. Miró a la mujer con tanta intensidad que ella interrumpió sus divagaciones, retrocedió hasta el interior de su departamento y cerró la puerta. El se apoyó contra el marco de la puerta, con los ojos secos, pero aturdido.

Leonid nunca había llorado. Ni cuando su padre se fue de casa a la revolución. Ni cuando su madre se fue a la cama y nunca más se levantó. Nunca.


Esa tarde había otro barman que servía los tragos en Barney's Clover. Una mujer con desteñidos tatuajes de un azul verdoso en las muñecas. Era delgada y de ojos pardos, blanca y de más de cuarenta años.

– ¿Qué va a tomar, señor?

– Whisky. Uno tras otro.


Estaba en la sexta copa cuando sonó su teléfono celular. Su hijo Twill había programado el sonido. Empezaba con el rugido de un león.

– ¿Hola?

– ¿Señor DuBois? ¿Es usted?

– ¿Quién habla?

– Richard Mallory ¿Está enfermo, señor DuBois?

– Ah, Dick. Lamento no haberlo reconocido. Tuve malas noticias hoy. Murió una vieja amiga mía.

– Lo siento. ¿Cómo fue?

– Fue una larga enfermedad -dijo Leonid, terminando su copa y pidiendo otra con un gesto.

– ¿Quiere que lo llame más tarde?

– ¿Me consiguió un edificio, Dick?

– Eh… bueno, sí. Un edificio grande en Sutton Place. El administrador es amigo mío y le prometí quinientos dólares.

– Así es cómo se hacen los negocios, Dick. Compartiendo la ganancia. Es lo que he hecho siempre. ¿Dónde está usted?

– En un lugar brasileño de la Veintiséis Oeste. Umberto's. En la planta alta, entre la Sexta y Broadway. No sé la dirección exacta.

– No hay problemas. La conseguiré en información. Lo veo a las nueve. Parece que haremos un buen negocio, usted y yo.

– Okey, mmm, está bien. Lamento lo de su amiga, señor DuBois. Pero, por favor, no me llame Dick. Odio ese apodo.


Umberto's era un restaurante de nivel, situado en una calle llena de mayoristas de baratijas de la India, ropa y alimentos. Leonid se quedó sentado enfrente dentro de su Peugeot modelo 63.

Ya eran las diez pasadas y el rechoncho detective estaba bebiendo de una petaca de bourbon en el asiento delantero. Pensaba en la primera vez que había visto a Gert, en cómo ella había sabido exactamente qué decirle.

– No eres tan mal tipo -había dicho la seductora neoyorquina-. Es tan sólo que has estado viviendo con tus propias reglas durante tanto tiempo que estás un poco confundido.

Habían pasado esa noche juntos. En realidad, él no había supuesto que el asunto de Katrina le molestaría tanto. Katrina era su esposa pero eso ya no significaba nada para él. Recordó la expresión dolorida de Gert cuando finalmente se enteró. A partir de ese momento, empezó a tratarlo con una fría cólera.

Siguieron siendo amigos y ella nunca más le permitió que la besara. Nunca más le dio acceso a su corazón.

Sin embargo, trabajaban bien juntos. Gert había estado en servicios de seguridad privada durante doce años antes de que él la conociera. Le gustaban lo que llamaba sus turbios casos. Gert no creía que la ley fuera justa y no le molestaba transgredir e infringir el sistema si eso era lo que había que hacer.

Tal vez Joe Haller no había robado en Amberson, pero había golpeado y humillado a hombres y mujeres para satisfacer su perverso apetito sexual.

Leonid se preguntó si Néstor Bendix podría tener algo que ver con el asesinato de Gert. Sin embargo, él nunca le había dicho su nombre a nadie. Tal vez Haller había salido de la cárcel y de alguna manera había rastreado el origen de sus desgracias hasta llegar a Gert. Tal vez.

Un león rugió dentro de su bolsillo.

– ¿Sí?

– ¿Señor McGill? Soy Karma.

– Hola. Estoy ocupado con el caso. Él está con alguien, pero todavía no la he visto. Tendré las fotos para usted mañana a la tarde. A propósito, tuve que gastar trescientos dólares para conseguir esta dirección.

– Está bien, supongo -dijo ella-. Se los pagaré si usted me trae pruebas de su novia.

– Muy bien. Cortemos ahora. La llamaré cuando tenga algo definitivo.

Cuando Leonid guardó el teléfono, una colonia de monos empezó a parlotear.

– ¿Sí? -respondió.

– Usted conocía a Gert Longman, ¿no es cierto? -le preguntó Carson Kitteridge.

Una garra de hielo atenaceó el intestino de Leonid. El recto se le cerró como una tenaza.

– Sí.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Usted me preguntó si conocía a cierta persona y le contesté. Sí. Fuimos íntimos durante un tiempo.

– Está muerta.

Leonid permaneció en silencio mientras la segunda aguja de su Timex recorría una cuarta parte de la esfera. Era un lapso suficiente para hacer ver que estaba conmocionado por la noticia.

– ¿Cómo ocurrió?

– La balearon.

– ¿Quién?

– Un tipo que tenía una pistola 22 de caño largo.

– ¿Tiene algún sospechoso?

– Esa es la clase de pistola que a usted le gusta usar, ¿no es cierto, León?

Por un momento Leonid pensó que el teniente sólo estaba haciendo una escena, tratando de alarmarlo para que hablara. Pero entonces recordó que había perdido un arma. Había ocurrido diecisiete años atrás. Nora Parsons había recurrido a él muy asustada de que su marido, que estaba libre bajo fianza antes de la sentencia de su juicio por malversación y desfalco, fuera a matarla. Leonid le había dado su pistola, y después de que su marido, Antón, fue sentenciado, ella le había dicho que le había dado miedo tener la pistola en su casa, así que la había arrojado a un lago.

Era un cebo podrido. No pasaba nada.

– ¿Entonces? -preguntó el detective Kitteridge.

– Hace más de veinte años que no tengo un arma, hombre. Y ni siquiera a usted se le ocurriría que yo podría usar mi propio fierro si quisiera matar a alguien.

De todos modos pensó que le haría una llamada a Nora Parsons. Tal vez…

– Me gustaría que viniera para un interrogatorio voluntario, León.

– En este momento estoy ocupado. Llámeme más tarde -dijo Leonid, y cortó la comunicación.

No quería ser grosero con un miembro de lo más granado de Nueva York, pero Richard estaba saliendo por la puerta de Umberto's Brazilian Food. Lo acompañaba la altiva recepcionista de la empresa de bienes raíces. Ahora ella lucía una enagua roja y zapatos negros de taco aguja con un vaporoso chal rosa cubriéndole los hombros. Llevaba recogido el mustio cabello castaño.

Richard oteó en ambas direcciones, seguramente buscando al señor DuBois, y después le hizo señas a un taxi.

Leonid le dio arranque al motor. Vio que el taxi se arrimaba para recogerlos. El chofer llevaba un turbante puesto.

Fueron hasta la calle Treinta y Dos, se encaminaron hacia el este hasta el parque y después hasta la Setenta.

Se bajaron delante de un edificio con grandes puertas de vidrio y dos porteros uniformados.

Como si estuvieran posando, los dos se detuvieron en la calle y soldaron sus labios en un prolongado beso, como si en él se les fuera el alma. Leonid había estado tomando fotos desde el momento en que cortó la comunicación con el poli. Tenía fotos de la numeración del taxi, del chofer, del frente del edificio y de la pareja hablando, tomándose de la mano, en pleno beso de lengua y en medio de ardientes caricias.

Hicieron que Leonid se acordara de Gert, de cuánto la echaba de menos. Y ahora estaba muerta. Bajó la cámara e inclinó la cabeza por un momento. Cuando volvió a levantarla, Richard Mallory y la recepcionista ya no estaban.


– ¿Estás despierta? -susurró Leonid acostado junto a Katrina.

Era temprano para él, apenas la una y media. Pero ella dormía desde hacía horas. Él lo sabía.

En las viejas épocas ella siempre salía hasta después de las tres y las cuatro. A veces no volvía hasta que había salido el sol… oliendo a vodka, cigarrillos y hombres.

Tal vez si la hubiera dejado y se hubiera ido con Gert. Tal vez Gert todavía estaría viva.

– ¿Qué? -dijo Katrina.

– ¿Quieres hablar?

– Son casi las dos de la mañana.

– Alguien con quien he trabajado durante los últimos diez años murió esta noche -dijo Leonid.

– ¿Estás en problemas?

– Estoy triste.

Durante algunos momentos, Leonid sólo escuchó la fuerte respiración de ella.

– ¿No querrías darme la mano? -le preguntó el detective a su esposa.

– Las manos me duelen -dijo ella.

Después de eso, él yació mucho tiempo boca arriba mirando con fijeza la oscuridad que precedía al techo. No podía pensar en nada que no lo condenara. No había nada de lo que hubiera hecho que pudiera recordar con orgullo.

Tal vez una hora después Katrina dijo:

– ¿Todavía estás despierto?

– Sí.

– ¿Tienes una póliza de seguro de vida? Sólo es porque estoy preocupada por los chicos.

– Tengo algo mejor. Tengo una filosofía de seguro de vida.

– ¿Qué es eso? -preguntó Katrina.

– Mientras valga más vivo que muerto no tendré que preocuparme por las cáscaras de banana ni por el caldo malo.

Katrina suspiró y Leonid se levantó de la cama. Cuando llegó a la pequeña habitación de la tevé, Twill entró en el departamento.

– Son las tres de la mañana, Twill -dijo Leonid.

– Lo siento, pa. Pero me metí en ese asunto con las hermanas Torcelli y Bingham. Era el auto de sus padres así que tuve que esperar hasta que estuvieran dispuestos a volver a casa. Les dije que estaba en libertad condicional pero no me hicieron caso…

– A mí no tienes que mentirme, muchacho. Ven, siéntate conmigo.

Se sentaron frente a frente ante una mesa baja. Twill encendió un cigarrillo mentolado y Leonid disfrutó del humo de segunda mano.

Twill era delgado y más bien bajo, pero su porte revelaba una discreta autosuficiencia. Los muchachos más grandes lo dejaban en paz, y las chicas lo llamaban todo el tiempo. Su padre, fuera quien fuese, tenía algo de negro. Leonid agradecía eso. Twill era el hijo al que se sentía más próximo.

– ¿Algún problema, pa?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque no te la tomas conmigo. ¿Ocurre algo?

– Hoy murió alguien a quien conocía desde hacía mucho tiempo.

– ¿Un hombre?

– No. Una mujer llamada Gert Longman.

– ¿Cuándo es el funeral?

– Yo… no lo sé -dijo Leonid, advirtiendo que nunca se había preguntado quién se ocuparía de sepultar a su ex amante. Los padres estaban muertos. Sus dos hermanos, en la cárcel.

– Yo te acompañaré, pa. Sólo dime cuándo es y faltaré a la escuela.

Y con esas palabras Twill se dirigió a su habitación. Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia Leonid.

– Eh, pa.

– ¿Qué?

– Cómo quedó el que te golpeó en la mandíbula?

– Tuvieron que cargarlo para llevárselo. Twill le mostró a su adorado padre un pulgar hacia arriba y después se escurrió hacia la oscuridad de su habitación.


Leonid estaba trabajando a las cinco. Estaba oscuro en Manhattan y también en Nueva Jersey, al otro lado del río. Había puesto dos mil quinientos dólares en la cartera de Katrina, había dejado las fotos en el Servicio de Revelado 24 horas Krome Addict y se había comprado un sandwich de huevo con cebollitas y queso. No encendió las luces de la oficina. A medida que la mañana avanzaba, el amanecer invadió lentamente la habitación. El cielo se aclaró y luego se despejó… al poco rato se volvió azul.

Carson Kitteridge llegó a su puerta un poco antes de las siete.

Leonid lo condujo hasta la oficina, donde ambos se sentaron en sus sitios habituales.

– ¿Gertie y usted tuvieron una pelea, Leo? -preguntó el poli.

– No. No en realidad. Quiero decir, yo me propasé, me puse un poco insistente, ella me mostró la puerta, y yo lo lamenté mucho. Quería invitarla a cenar. ¿No será tan tonto como para suponer que yo podría haber matado a Gert?

– Si alguien me diera la información de que usted tuvo algo que ver con John Wilkes Booth, me tomaría el trabajo de investigarlo, León. Esa es justamente la clase de tipo que es usted.

– Escuche, hombre. Jamás he matado a nadie. Jamás apreté el gatillo, jamás ordené que hicieran esa clase de trabajo. Yo no maté a Gert.

– Usted la llamó -dijo Kitteridge-. La llamó desde ese teléfono que tiene sobre el escritorio justo cuando estaban por matarla. Eso habla a favor de su inocencia, pero me pregunto: ¿de qué tenía que hablar con ella a esa hora, esa noche? ¿De qué se estaba disculpando?

– Ya le dije… me había propasado un poco.

– Pensé que usted tenía esposa.

– Escuche. Ella era mi amiga. Me gustaba… mucho. No sé quién la mató, pero si lo averiguo puede estar seguro de que se lo haré saber.

Kitteridge hizo el gesto de aplaudirlo, aunque sin sonido.

– Saque su culo de mi oficina -dijo Leonid.

– Tengo unas pocas preguntas más.

– Pregúnteme en el vestíbulo. -Leonid se incorporó de su silla.- Ya he terminado con usted.

El policía esperó un momento. Tal vez creyó que Leonid volvería a sentarse. Pero a medida que los segundos pasaron, registrados por el reloj de pared, empezó a darse cuenta de que los sentimientos del detective estaban verdaderamente heridos.

– ¿Lo dice en serio? -preguntó.

– Tan serio como un ataque al corazón. Ahora saque su culo de aquí y vuelva con una orden de arresto si espera que vuelva a dirigirle la palabra.

Kitteridge se puso de pie.

– No sé a qué está jugando, León -dijo-. Pero no puede echar a la ley.

– Pero sí puedo echar a un idiota que no tiene una orden judicial.

El teniente se demoró un momento más y luego empezó a ponerse en movimiento.

Leonid fue tras él por el corredor y hasta la puerta, que cerró con un fuerte golpe detrás del agente del orden. De una patada abrió otro agujero en el tabique y volvió a la oficina, donde empezó a dolerle el vientre a causa del whisky y de la bilis.


– Sí, señorita Brown -le decía Leonid a su cliente por teléfono, esa misma tarde-. Tengo las fotografías aquí. No se trataba de una mujer mayor como usted sospechaba.

– ¿Pero era una mujer?

– Más bien una muchacha.

– ¿Hay alguna duda sobre su… eeeh… sobre la relación entre ambos?

– No. No hay ninguna duda de la naturaleza íntima de la relación. ¿Qué quiere que haga con estas fotografías y cómo arreglaremos cuentas?

– ¿Puede traérmelas? ¿A mi departamento? Tendré el dinero que usted invirtió en el caso y tengo otra cosa que me gustaría que hiciera.

– Por cierto que iré, si eso es lo que usted quiere. ¿Cuál es la dirección?


Karmen Brown vivía en un sexto piso. Tocó el portero eléctrico del número que ella le había dado, el sesenta y dos, y la encontró esperándolo en la puerta del departamento.

La recatada joven tenía puesta una falda de cuero de color marrón oscuro que no la convertiría en un espectáculo decente si se sentaba sin cruzar las piernas. Su blusa tenía desprendidos los tres botones superiores. No era una muchacha de grandes senos pero lo que tenía estaba perfectamente a la vista.

Sus rasgos delicados revelaban una expresión seria, pero Leonid no hubiera dicho que se la veía desconsolada.

– Pase, señor McGill.

El departamento era pequeño… como el de Gert.

En el medio del cuarto había una mesa y sobre ella se veía un sobre marrón de papel manila.

Leonid llevaba un sobre similar en la mano derecha.

– Siéntese -dijo Karmen, indicándole un sofá azul.

Frente a él había una mesa pequeña con un botellón semilleno de un líquido ambarino, flanqueado por dos vasos panzones y bajos.

Leonid abrió su carpeta para buscar las fotos que había tomado.

Ella levantó una mano para detenerlo.

– Me acompaña con un trago primero? -le preguntó la joven sirena.

– Creo que sí.

Ella sirvió y los dos bebieron el contenido hasta el fondo. Ella volvió a servir la bebida.

Después de tres copas llenas y con otra servida, Karmen dijo:

– Sabe, era lo que más quería.

– ¿De veras? -dijo Leonid, mientras sus ojos iban de la hendidura de sus senos hasta sus piernas cruzadas-. A mí me pareció una especie de perdedor.

– Yo moriría por él -dijo ella, mirando fijamente a los ojos al detective.

Él extrajo la docena de fotos.

– ¿Por este piojo? Ni siquiera la respeta a usted, y tampoco a ella -Leonid sintió el whisky detrás de los ojos y debajo de la lengua-. Mírelo acá, con las manos debajo del vestido de ella.

– Mire esto -le respondió ella.

Leonid alzó la vista y vio su amplia mata de vello púbico. Karmen se había alzado la falda, revelando que no llevaba nada puesto debajo.

– Esta es mi venganza -dijo-. ¿La quiere?

– Sí, señora -respondió Leonid, pensando que esa era la otra cosa que ella le había avisado que necesitaba que hiciera.

Él se había sentido excitado desde la última noche que había visto a Gert. No exactamente erótico, pero sí preso del hambre sexual. El whisky había liberado ese apetito.

Ella se puso de rodillas en el sofá azul y Leonid se bajó los pantalones. No recordaba cuándo había sido la última vez que había experimentado tanto deseo sexual. Se sentía un adolescente. Sin embargo, por más que lo intentaba, no lograba penetrarla.

Finalmente ella le dijo:

– Espera un momento, papi -y extendió la mano para lubricar la erección de Leonid con su propia saliva.

En cuanto la penetró plenamente supo que iba a eyacular. No había nada que pudiera hacer para evitarlo.

– ¡Hazlo, papi! ¡Hazlo! -gritó ella.

Leonid pensó en Gert, advirtiendo en ese momento que siempre la había amado, y en Katrina, para quien él nunca había sido suficientemente bueno. Pensó en esa pobre criatura tan enamorada de su hombre que para vengarse de él tenía que degradar su amor entregándose a un detective privado, excedido de peso y de edad madura.

Todo eso le pasó por la cabeza, pero nada podía interponerse en el camino del ritmo incontenible. Estaba martillando el esbelto trasero de Karmen Brown. Ella aullaba. Él aullaba.

Y de repente, todo terminó… así como así. Leonid ni siquiera sintió la eyaculación. Todo se mezcló en su violento ataque espasmódico.

Karmen Brown había terminado en el suelo. Estaba llorando.

El extendió la mano para ayudarla pero ella lo rechazó.

– Déjeme en paz -le dijo-. Suélteme.

Estaba hecha un lío, con la falda alrededor de la cintura y los muslos pegajosos y brillantes de saliva.

Leonid se levantó los pantalones. Sentía algo parecido a la culpa por haber tenido sexo con la muchacha. Era apenas unos años más grande que la joven hija de su esposa, la hija del joyero indio.

– Me debe trescientos dólares -dijo.

Tal vez en algún momento, en el futuro, le contaría a alguien que el mejor trasero que había tenido en su vida le había pagado trescientos dólares por el privilegio.

– En el sobre, arriba de la mesa. Hay mil dólares allí. Eso y el anillo y el brazalete que él me regaló. Quiero que se los devuelva. Lléveselos y váyase. Váyase.

Leonid rasgó el sobre para abrirlo. Encontró el dinero, un anillo con un gran rubí y un brazalete engarzado con diamantes de un cuarto de carat.

– ¿Qué quiere que le diga? -preguntó Leonid.

– No tendrá que decir ni una palabra.

Leonid quería decir algo, pero no lo hizo.

Fue hacia la puerta, y decidió bajar por la escalera en vez de esperar el ascensor.

Durante el primer tramo pensó en Karmen Brown, que había rogado tener sexo y que luego había llorado tan amargamente. En el tercer tramo comenzó a pensar en Gert. Ansiaba extender las manos y tocarla, pero ella había desaparecido.

En el primer piso se cruzó con un joven tatuado que esperaba ante la puerta del ascensor.

Cuando Leonid lo miró, el joven desvió la mirada.

Llevaba puestos unos guantes de cuero.

Leonid traspuso la puerta y se dirigió hacia el oeste.

Dio cuatro pasos, cinco.

Recorrió la distancia hasta el final de la manzana y fue entonces, cuando se quitó la chaqueta por el calor, que se preguntó por qué a alguien se le ocurriría usar guantes de cuero en un día tan caluroso. Pensó en los tatuajes y le vino a la cabeza la imagen de una moto.

La había visto estacionada justo ante la puerta del edificio de Karmen Brown.


Oprimió todos los timbres hasta que alguien lo dejó entrar. Estaba dispuesto a subir corriendo por la escalera pero el ascensor estaba en la planta baja, y abierto.

Mientras subía intentó encontrar el sentido de todo eso.

Las puertas se abrieron y él se abalanzó hacia el departamento de Karmen.

El joven con los brazos tatuados estaba saliendo. Saltó hacia atrás y metió la mano en el bolsillo, pero Leonid saltó sobre él y lo golpeó. El joven recibió el golpe de lleno pero no soltó la pistola. Leonid le aferró la mano y se abrazaron, describiendo una intrincada danza que giraba en torno de la fuerza de ambos y de esa pistola. Cuando el muchacho logró arrebatar la pistola de la mano de Leonid, el detective, más pesado, se abalanzó sobre el otro con todo su peso muerto y ambos cayeron al suelo. La pistola se disparó.

Leonid sintió un agudo dolor en el lugar en el que estaba situado su hígado. Se alejó de un salto del hombre de la moto, agarrándose el vientre. Había sangre en la mitad inferior de su camisa.

– ¡Mierda! -gritó.

Su mente retrocedió hasta noviembre de 1963. Tenía quince años y estaba anonadado por el asesinato de Kennedy. Después Oswald fue baleado por Ruby. El disparo le dio en el hígado y sufrió un dolor atroz.

En ese momento Leo se dio cuenta de que el dolor se le había pasado. Se volvió hacia su contrincante y lo vio yaciendo en el suelo, debatiéndose por respirar. Y de pronto, en medio de un jadeo, dejó de respirar.

Al darse cuenta de que la sangre de su camisa era del muchacho, Leo se puso de pie.

Karmen yacía en el suelo en un rincón, desnuda. Tenía los ojos abiertos y muy inyectados de sangre. Tenía el cuello oscuro por el estrangulamiento.

Pero no estaba muerta.

Cuando Leonid se inclinó sobre ella, sus ojos destruidos lo reconocieron. En lo profundo de su garganta surgió un confuso gorgoteo y ella trató de golpearlo. Graznó una inarticulada maldición, muy audible, y se sentó. El esfuerzo fue demasiado. Murió sentada, con la cabeza apoyada sobre las rodillas.

No tenía sangre debajo de las uñas.

“¿Por qué está desnuda?”, se preguntó Leonid.

Fue al baño para ver si había agua en la bañera… pero estaba vacía. Pensó en llamar al hospital, sin embargo…

El muchacho había usado una pistola de cañón largo de calibre 22. Leonid estaba seguro de que era la pistola que Nora Parsons dijo que había perdido diecisiete años atrás.

En la billetera de la muchacha, su licencia de conducir estaba a nombre de Lana Parsons.

En ese momento Leonid sintió dentro de su propio bolsillo el calor de las joyas y el dinero.

El asesino tenía una mochila. Contenía dos sobres estampillados, uno estaba dirigido a un abogado llamado Mazer y el otro a Nora Parsons, de Montclair, Nueva Jersey.

La carta dirigida a su madre incluía una de las fotografías que Leonid le había sacado a Richard Mallory y a su novia.


Querida mamá:

Mientras estuviste con Richard en las Bahamas el año pasado fui a tu casa a buscar cualquier cosa que hubiera pertenecido a papá. Sabes que lo amaba muchísimo. Sólo pensé que podrías tener algo que yo podría guardar como recuerdo.

En el garaje encontré una vieja caja de metal oxidada. Todavía conservabas la llave en el cajón de las herramientas. Supongo que no debería sorprenderme que hubieras contratado a un detective privado para probar que papá le estaba robando a su empresa. Debe habértelo contado y tú supusiste que podías quedarte con su dinero y con tus novios mientras él se moría en la cárcel.

Esperé mucho tiempo hasta saber qué debía hacer. Finalmente decidí usar al hombre que usaste para matar a papá para romperte el corazón. Acá tienes una foto de tu precioso Richard de su verdadera novia. El muchacho que dijiste que amabas. El muchacho que enviaste a la universidad. ¿Qué te parece?

Y me llevé el informe que Leonid McGill te dio sobre papá. Se lo envío ahora a mi abogado. Tal vez él pueda demostrar que existió una conspiración. Estoy segura de que le tendiste una trampa a papá, y si el abogado puede demostrarlo tal vez los mande a los dos a la cárcel. Tal vez incluso el señor McGill atestigüe en tu contra. Te veo en el juicio.


Tu amante hija,

Lana


Al abogado le enviaba el informe, amarillento y gastado, que Leonid había hecho tantos años atrás. En él se detallaba que el esposo de Nora tenía una cuenta secreta con el dinero que había desfalcado de unos fondos que administraba. Leonid recordó su encuentro con la señora Parsons. Ella le había dicho que no podía confiar en un hombre que era un ladrón. Leo no discutió. Sólo estaba allí para cobrar un cheque.

Lana había incluido una copia de la carta a su madre dentro del sobre dirigido al abogado. Le pedía que la ayudara a conseguir justicia para su padre.

Leonid se lavó cuidadosamente las manos y después eliminó cualquier señal de que hubiera estado en el departamento de la chica. Frotó cada superficie y lavó el vaso del que había bebido. Recogió las pruebas que había traído y las cartas, después se abotonó la chaqueta sobre la camisa ensangrentada y salió rápidamente de la escena del crimen.


Twill levaba puesto un traje azul oscuro con una camisa amarillo pálido y una corbata granate que tenía una ondulada línea azul en el centro. Leonid se preguntó de dónde había sacado su hijo un traje tan elegante, pero no formuló la pregunta en voz alta.

Los dos estaban solos en la pequeña capilla funeral donde Gert Longman yacía en un ataúd de pino abierto. Parecía más pequeña de lo que había sido en vida. Su rostro rígido parecía moldeado en cera.

Los hermanos Wyant le habían prestado dos mil quinientos dólares para el funeral. Se los dieron con su interés preferencial de dos por ciento semanal.

Leonid se demoró junto al ataúd mientras Twill permanecía a su lado… a medio paso de distancia.

Detrás de ambos, dos filas de sillas plegables constituían un mudo grupo de espectadores. El director de la funeraria había dispuesto la sala para un servicio religioso pero Leonid no sabía si Gert era religiosa. Y tampoco conocía a ninguno de sus amigos.

Después de los cuarenta y cinco minutos que se les habían asignado, Twill y Leonid abandonaron la funeraria de Little Italy. Salieron al sol que brillaba con fuerza sobre la calle Mott.

– Eh, León -dijo una voz detrás de ellos. Twill se volvió pero Leonid no.

Carson Kitteridge, vestido con un traje marrón oscuro, se les puso a la par.

– Teniente. Usted ya conoce a mi hijo Twill.

– ¿No tienes escuela hoy, hijo? -preguntó el poli.

– Permiso por duelo, oficial -respondió Twill con soltura-. Hasta las prisiones contemplan esos casos.

– ¿Qué quiere, Carson? -dijo Leonid.

Miró por encima de la cabeza del policía. El cielo estaba de una manera que Gert solía llamar azul glorioso. Eso era en la época en que todavía eran amantes.

– Me pareció que usted querría saber lo de Mick Bright.

– ¿Quién?

– Hace unos cinco días recibimos una llamada anónima -dijo Carson-. Era acerca de un alboroto en un edificio de departamentos del Upper East Side.

– ¿Sí?

– Cuando los agentes llegaron allí encontraron a una muchacha muerta, de nombre Lana Parsons, y a este Mick Bright… también muerto.

– ¿Quién los mató? -preguntó Leonid, controlando la respiración.

– Parece violación y robo. El muchacho era un adicto. Conocía a la joven del instituto de Arte Teatral.

– ¿Pero dijo que él también estaba muerto?

– Sí, eso dije, ¿no es cierto? La mejor versión que pudieron dar los agentes es que el muchacho estaba drogado y cayó sobre su propia pistola. Se disparó y le perforó el corazón.

Twill miró a su padre y después desvió los ojos.

– Cosas más raras han ocurrido -dijo Leonid.

Leonid ya se había dado cuenta hacía rato de que Lana había encontrado también la pistola en la caja metálica de su madre. Sabía por qué ella había matado a Gert y por qué Bright la había matado a ella. Lana quería hacerle daño a él, y después mandarlo a la cárcel como él había hecho con su padre.

Era un plan incriminatorio tan bien calculado como el que él mismo hubiera podido armar. El abogado habría entregado las cartas a la policía. Ya sobre la pista, los polis hubieran comparado el semen de Leonid con el semen hallado en la víctima. Seguramente ella había esperado que él se guardara las costosas joyas. Robo, violación y asesinato, y él habría sido en realidad tan inocente como Joe Haller.

“Moriría por él”, había dicho Lana. Estaba refiriéndose a su padre.

– Estoy al tanto del caso desde hace días -dijo Kitteridge-. El nombre de la muchacha se me quedó grabado y después recordé. Lana Parsons era la hija de Nora Parsons. ¿Alguna vez escuchó algo de ella?

– Sí. Le conseguí información sobre el marido. La mujer estaba pensando en divorciarse.

– Así es -dijo Kitteridge-. Pero él no andaba con otras. Estaba desfalcando dinero de su propia empresa. Lo mandaron a la cárcel con el material que usted desenterró.

– Sí.

– Murió en la cárcel, ¿no es cierto?

– Nunca me enteré.


Leonid quemó las cartas con las que Lana había tramado incriminarlo.

El trabajo que había hecho para la madre de Lana había impulsado a la muchacha al asesinato y el suicidio. Durante un rato consideró la idea de enviarle la foto de Richard y su novia a la madre de Lana. Al menos así cumpliría con una de las cosas que ella se había propuesto. Pero decidió no hacerlo. ¿Por qué herir a Nora si él mismo era tan culpable como ella?

Sin embargo, guardó la foto en el primer cajón de su escritorio.

La foto de Richard metiendo la mano debajo del vestido rojo de la recepcionista, en Park Avenue después de un especiado banquete brasileño. Junto a la foto guardó un recorte del New York Post. Era un brevísimo artículo acerca de un prisionero de Ryker's Island llamado Joe Haller. Había sido arrestado por robo. Mientras esperaba el juicio, se había ahorcado en su celda.

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