A mil millas de ninguna parte – Lorenzo Carcaterra

El hombre alto estaba sentado con la espalda apoyada contra el grueso cristal de la ventana. Tenía los ojos cerrados, y con tres dedos de la mano derecha aferraba el cuello de una botella de cerveza tibia. En una radio que murmuraba a la distancia, las Dixie Chicks se hacían oír con el tema “Give it up or let me go”. El hombre respiró hondo y se pasó la mano libre sobre la rodilla izquierda, tratando de aliviar el dolor que demasiados años de medicación y tres operaciones no habían logrado apaciguar. Estaba cansado, sin la paciencia necesaria para esperar que pasara otra invernal tormenta de nieve, con el estrépito que había añadido, apenas unas horas antes, al trajín de una terminal de aeropuerto, ahora reducido a los plácidos movimientos de los equipos de limpieza y a las intermitentes cabeceadas de los pasajeros varados que conseguían conciliar fugazmente el sueño.

Se suponía que debía haber estado en Nashville cuatro horas atrás, para terminar su trabajo una hora más tarde, y a esta hora ya habría dado cuenta de la mitad de una buena cena consistente, algo así como una costilla ahumada y alubias al horno. En cambio, ahí estaba, sentado en el fondo de un bar cuyo nombre ignoraba, atendido por un barman de mediana edad que prestaba tanta atención a lo que se le pedía como él mismo al juego de lacrosse que transmitían en diferido y que aparecía sin sonido en el aparato de televisión instalado en un ángulo del local. El hombre alto abrió los ojos, giró la cabeza y miró por la ventana cubierta de vapor. La nieve caía oblicua; los densos copos se amontaban sobre las silenciosas pistas de aterrizaje y contra las ruedas de los Boeing varados. Un equipo terrestre del aeropuerto estaba rociando un jet de American Eagle con una espuma amarilla, en un vano esfuerzo por impedir que sus motores se congelaran en medio del viento implacable. El hombre alto se retiró de la ventana y alzó su botella de cerveza, terminándola con dos sorbos generosos. No habría vuelos esa noche.

– Puede echarme la culpa a mí, si quiere -dijo una voz de mujer-. Ocurre cada vez que vuelo. En cuanto salgo de casa empieza el mal tiempo.

Estaba de pie frente a la enorme ventana, contemplando los copos que caían y se deslizaban lentamente sobre el grueso cristal, con un bolso gris apoyado contra la punta de sus botas negras, y un largo cabello rubio que le ocultaba la mitad de la cara. Un abrigo de cuero negro la cubría hasta la rodilla, aunque no lograba disfrazar su cuerpo esbelto y bien formado. Su voz era tan suave como el algodón y su piel blanca centelleaba bajo el resplandor de las luces de pocos vatios que se alineaban en la habitación y de los enormes reflectores que iluminaban afuera las pistas de aterrizaje.

– Será mejor que me dé una compensación -le dijo el hombre alto.

Ella se volvió para mirarlo, con un reflejo rojizo en sus ojos oscuros, como un gato atrapado por el haz de una linterna.

– ¿De qué manera? -le preguntó.

– Permítame invitarla con un trago -dijo el hombre alto-. Gracias a la tormenta que usted atrajo, parece que no hay nada que hacer más que esperar. Y no tengo demasiadas ganas de leer el diario… una vez más.

La mujer apartó su bolso con el pie y se desprendió los botones de su abrigo de cuero. Lo arrojó sobre una silla vacía que estaba entre ambos, se quitó de los ojos unos mechones de cabello, retiró una silla y se sentó frente al hombre alto.

– Bourbon -dijo-. Un vaso de agua con hielo y limón aparte.

El hombre alto le dedicó un esbozo de sonrisa, empujó su silla hacia atrás, aferró la botella de cerveza vacía y se encaminó hacia el mostrador. La mujer lo observó marcharse y luego se volvió para mirar la tormenta, arremolinadas ráfagas de partículas de hielo que danzaban en círculos bajo los grandes reflectores.

– Tendrá que conformarse con cáscaras de limón -dijo el hombre alto, apoyando los tragos sobre el lado de la mesa de la mujer. Se sentó e inclinó la perlada botella de Heineken hacia ella-. Salud -dijo con una leve sonrisa y un guiño, y bebió un largo sorbo de su cerveza fría.

La mujer asintió y sorbió su bourbon, el ardor familiar en su garganta y en su pecho era tan bienvenido como un viejo amigo. Se echó atrás en su silla y miró al hombre alto sentado frente a ella. Tenía más de cuarenta años y estaba en forma, un torso firme modelado por el ejercicio diario, una camisa blanca, de marca J. Crew, muy justa alrededor de los brazos y el cuello. Su rostro era atractivo y bronceado, y en él resaltaban los ojos de color oliva y el marco de tupido cabello oscuro. Sus gestos y movimientos eran lentos y deliberados, nunca apresurados, su lenguaje corporal calmo y libre de tensión, todos ellos hábitos típicos de un hombre cómodo dentro de su propia piel.

– ¿A qué ciudad no irá esta noche? -le preguntó él.

– Los Ángeles -dijo la mujer, bajando la vista hacia el reloj Tiffany de plata que abrazaba su delgada muñeca-. Si el cielo estuviera despejado, hubiera estado en el aeropuerto de Los Ángeles hace veinte minutos.

– ¿Qué hay allá? -preguntó el hombre.

– Clima cálido, palmeras, estrellas de cine y un océano donde se puede nadar -contestó la mujer.

– ¿Qué hay allá para usted? -preguntó él, inclinándose hacia ella, con la botella de cerveza aún aferrada en la mano derecha.

– Todo lo que ya le dije. Además de una casa desde la que puedo ir caminando a la playa, un auto al que le encantan los tortuosos caminos de montaña y dos gatos que siempre se alegran de verme.

– La playa, un auto y dos gatos -dijo el hombre-. Eso usualmente significa que no hay hijos ni marido.

– No se puede tener todo.

– Eso depende de qué es lo que uno quiere que sea todo.

– ¿Y qué es todo para usted?

El sujeto bebió un trago de su cerveza y se encogió de hombros.

– Esto, en este momento -respondió-. Beber una cerveza, estar sentado frente a una bella mujer en un aeropuerto vacío. Estar en el presente y disfrutarlo. No tener que acurrucarme en un rincón y consumir toda la batería del teléfono celular para desearles buenas noches a unos niños a los que nunca veo suficiente tiempo como para dejarles marca o escuchar a una esposa quejarse de algo que nunca supe que era un problema y que no podría importarme menos. Nada de hipotecas, ni de cuentas, ni de preocupaciones.

– Hace falta dinero para vivir de esa manera -dijo la mujer-. Y para tenerlo hace falta un buen empleo o un padre rico que quiera dárselo. ¿En qué categoría se encuentra usted?

– Si voy a abrir mi corazón me gustaría saber ante quién -dijo el hombre, revelando una hermosa sonrisa.

– Puede llamarme Josephine -dijo la mujer-. Pero eso no me gustaría demasiado. Hasta cuando mi madre me llamaba así me crispaba los nervios. Casi toda la gente con la que hablo me llama Joey. Eso hace las cosas más sencillas para todos.

– Una vez conocí una monja que se llamaba Josephine -dijo el hombre-. A ella tampoco parecía gustarle mucho el nombre. Entonces, será Joey.

– ¿Y de quién es el corazón que está a punto de abrirse ante Joey? -preguntó la mujer, con una mueca burlona más que una sonrisa en los labios, mientras sostenía el vaso de bourbon muy cerca de la boca.

– Me llamo Frank -dijo el hombre-. Igual que mi padre y mi abuelo. A mi familia le gustaba no complicar las cosas.

– Y a usted también, por lo que me he enterado hasta el momento.

– Lo más posible. Habitualmente no hay ninguna ventaja en agregar complicaciones.

– Pero eso no siempre resulta fácil de evitar -dijo Joey-. A veces las complicaciones aparecen solas.

– Mayor razón aún para no sumar las que nosotros fabricamos. Siempre aparece alguien ansioso por hacer difícil algo muy simple. Viven para eso, y yo hago todo lo posible por evitarlo.

– En mi campo de trabajo los llamamos abogados defensores y jueces.

– ¿Eso es lo que hace en Los Ángeles cuando no está en la playa o en su casa con los gatos? -le preguntó Frank-. ¿Practicar la abogacía?

– No necesito practicarla tanto -respondió Joey-. Ya domino bastante bien todo lo que necesito saber.

– Lo que significa que es buena.

– Lo que significa que soy muy buena.

– Lo que significa una mala noticia para los tipos malos, supongo -dijo Frank, bebiendo lo último que le quedaba de su cerveza.

– No si cubren sus huellas -respondió Joey con voz calma y natural-. Pero la mayoría no lo hace, motivo por el cual llego a conocerlos. A menos que cometan el crimen perfecto, el crimen absolutamente perfecto, siempre terminan viéndome hablar de ellos en el tribunal.

– ¿Alguna vez le toca alguno? -preguntó Frank-. ¿Algún crimen perfecto?

– He oído hablar de unos cuantos -dijo Joey. Bebió un largo sorbo de su bourbon, enjugándose la última gota del labio inferior con la lengua y respiró hondo, muy lentamente-. Pero sólo he visto uno.

– ¿Fue un caso suyo?

Joey meneó la cabeza.

– Todavía estudiaba en la escuela de leyes. Era mi primer año. Una joven fue hallada muerta en su dormitorio. Su departamento estaba en el segundo piso de un edificio de cinco pisos que tenía acceso directo desde la calle. Ningún rastro de violencia, ni en la puerta de entrada ni en ninguna de las ventanas. No hubo robo, no faltaba nada, no había huellas, ni ADN, ni casquillos de bala. Sólo una muchacha muerta y tres balas.

– ¿Y cree que eso lo marcaba como un crimen perfecto? -preguntó Frank, irguiéndose e inclinándose más cerca de Joey-. No hace falta ser un genio para saber cómo hay que hacer para no dejar impresiones digitales, ADN o casquillos de bala. Cualquiera que vea muchas series policiales o que lea demasiados thrillers se entera de eso con facilidad.

– Tiene razón -dijo Joey-. Lo que hizo perfecto a ese crimen fue que nunca atraparon al culpable.

– Los polis le dedican a un caso tanto o tan poco tiempo como creen que merece -dijo Frank-. Son como vendedores de autos. No pretenden vender todos los autos de la concesionaria, sino la cantidad de autos que les permita conservar el empleo.

– Parece que le ha dedicado mucha reflexión al asunto -dijo Joey.

– En realidad no -dijo Frank-. Soy tan solo uno de esos tipos que ve demasiados programas policiales y lee demasiados thrillers.

– Conseguí hacerme del archivo del caso -dijo Joey-. Los polis hicieron un trabajo muy cuidadoso, pero no tenían gran cosa sobre la cual trabajar. El homicidio fue cometido en mitad del día, cuando la mayoría de los residentes estaba fuera de su casa, trabajando, en la escuela, en el gimnasio o de compras. No hacía mucho tiempo que ella vivía allí, así que no tenía muchos amigos en el edificio.

– ¿Y cómo entró? -preguntó Frank-. O más bien debería preguntar, ¿cómo creen que entró?

– No es necesario forzar la puerta para entrar -dijo Joey-. Quizás ella lo conocía, aunque no lo creo. Es probable que lo haya dejado entrar porque él la obligó a hacerlo, pero tampoco creo que haya sido así.

– ¿Y qué es lo que cree que pasó la Sherlock Holmes de Los Ángeles? -preguntó Frank, ahora con una sonrisa más fría y los ojos clavados en el rostro de Joey.

– Creo que él conocía sus costumbres -dijo Joey-. Sabía a qué hora se levantaba. A qué hora salía a correr y durante cuánto tiempo corría. Cuáles eran sus horarios, de clase y en qué edificios las dictaban. La estudió. Se ocupó de llegar a conocerla, aunque nunca hubieran sido presentados.

– Si hizo todo eso, debe haber tenido un motivo -dijo Frank-. O alguien más se lo proporcionó.

– Los motivos siempre son muy fáciles de descubrir -dijo Joey-, una vez que uno ha encontrado el mejor lugar para buscarlos.

– ¿Y qué motivo encontró? -preguntó Frank-. Quiero decir, una vez que encontró el mejor lugar donde buscarlo.

– Que alguien había pagado para que la mataran -dijo Joey, mientras sus dedos acariciaban la superficie de su vaso de agua.

– Si escarbó tan profundamente como para desenterrar eso, entonces sabe por qué lo hizo el asesino -dijo Frank-. ¿Qué era, algo personal o por negocios?

Joey acabó su agua y deslizó el vaso vacío en dirección a Frank.

– Siempre tengo sed, habitualmente -dijo-, y hablar me da más sed. ¿Quiere otra ronda? Ahora invito yo.

– Usted está contando la historia -dijo él, poniéndose de pie y encaminándose hacia el mostrador-. Yo me ocupo de abastecer los tragos.

Ella lo observó mientras se apoyaba contra el mostrador de madera y esperaba mientras el barman buscaba una cerveza fría y luego llenaba dos vasos, uno con bourbon y el otro con hielo y agua.

– A ella le gusta el agua con limón -escuchó que decía Frank.

– Y a mí me encantaría irme ya mismo a casa -dijo el barman, dejando caer dos cascaritas de limón en el vaso de agua-. Es el último aviso. Si quiere algo más aparte de lo que acabo de servirle, pídalo ahora. Cierro en veinte minutos.

– ¿Qué apuro hay? -le preguntó Frank-. Ningún avión saldrá de aquí hasta mañana, si es que entonces sale alguno.

– Pero mi auto sí saldrá -dijo el barman-. Dentro de veinte minutos.

Frank apoyó los vasos sobre la mesa.

– Antes un barman solía ser mejor que un psicoanalista -dijo-. Era más solidario o al menos escuchaba como si lo fuera. Supongo que dimos con uno que no cursó esas materias en la escuela de coctelería.

– Tal vez es uno de los afortunados -dijo Joey-. Tal vez tiene alguien que lo está esperando, preocupada.

Frank giró para mirar al barman, sosteniendo la botella con las dos manos.

– No lo creo -dijo-. En mi opinión, usted y yo somos la compañía más íntima que él tendrá esta noche.

– Algunas personas aprenden a vivir sin compañía -dijo Joey-. O sin familia. Como usted.

– Eso ayuda a mantener las cosas simples, sin complicaciones -dijo Frank, mirándola otra vez y dejando la cerveza sobre la mesa-. Las cosas pueden complicarse muy rápidamente, casi siempre sin razón, en el momento en que uno permite que otras personas crucen su línea de radar.

– ¿No le molesta vivir así? -le preguntó Joey.

– No lo sé -dijo Frank-. ¿Cómo cree que vivo?

– Viajando de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo -dijo Joey con aire confidencial-. Le va bastante bien en el trabajo, a juzgar por la ropa que lleva puesta y por el billete de primera clase que tiene en el bolsillo de la camisa.

– Si uno se toma la molestia de dedicarle su tiempo a algo -dijo Frank-, es mejor que se asegure de que será bien recompensado por el esfuerzo.

– Pero el suyo no es un trabajo para cualquiera -dijo Joey-. Al menos, eso supongo.

– Pocos trabajos son para cualquiera -dijo Frank.

– Pero debe tener sus gratificaciones -dijo Joey-. Todos los buenos trabajos las tienen.

– ¿Y cuáles son, en su caso? -dijo Frank-. ¿Qué hay en ser abogada que la hace desear levantarse de la cama cada mañana?

– El hecho de que puedo poner un límite -dijo Joey-. Aunque sea solo para unos pocos afortunados.

– ¿Poner un límite a qué?

– A la maldad que está del otro lado -dijo Joey-. Y al dolor que sienten los inocentes que se sientan a mis espaldas en el juzgado cada día, en cada caso. Sus rostros cambian con cada juicio, pero para mí todos son iguales. Ni siquiera necesito mirarlos para saber lo que sienten, lo que piensan, lo que sufren, todas sus lágrimas desperdiciadas.

– ¿Meter a alguien en un calabozo hace que se sientan mejor? -preguntó Frank.

– En realidad, no -dijo Joey-, pero creo que tampoco agrava el dolor que sienten por haber perdido a alguien a quien aman. Un crimen cometido contra una persona es siempre una memoria compartida por muchas.

– Dicho más como una víctima que como abogada -señaló Frank.

– A veces se pueden ser las dos cosas -replicó Joey.

– ¿Alguna vez piensa en el tipo que está del otro lado? ¿El que usted parece estar tan ansiosa por meter en la cárcel?

– Cada día. Pienso en los que contribuí a hacer condenar y en los que no fueron condenados y en el único que no pude llevar a juicio.

– ¿Y qué ve cuando mira hacia ese lado? -le preguntó él-. ¿Alguna vez se toma el tiempo necesario para ver más allá de los ojos duros, del cuerpo trabajado en el gimnasio de la prisión y de las manos apoyadas, laxas, sobre la superficie de la mesa?

– ¿Y si lo hiciera? ¿Qué vería?

– Depende de lo que esté buscando. Si está buscando sentir lástima, lo conseguirá rápidamente. Cada tipo vestido con el uniforme carcelario tiene una historia triste que está ansioso por contar o por vender. Pero si lo que está buscando son las razones por las que un tipo termina sentado junto a un abogado que no puede pagar, tal vez encuentre algo más que una historia triste.

– ¿Y eso bastará para hacerme olvidar de la víctima? -preguntó Joey-. ¿O para perdonar lo ocurrido?

– No si usted no quiere.

– ¿Acaso esas historias no son todas casi iguales? Maltratos en la infancia, padres abandónicos, o drogadictos si se quedaron con los hijos, y el delito es la única puerta que se abrió ante ellos. ¿Me he olvidado de algo?

– Eso es cierto nueve de cada diez veces -dijo Frank.

– ¿Y qué hay en esa décima vez?

– Un buen disfraz de un tipo que tuvo un hogar sólido y una familia a la que le importaba. Asistió a la mejor escuela de la zona, jugó un poco de béisbol en la liga local y algo de fútbol y se sentó junto a su madre todos los domingos en la iglesia. Tuvo buenas notas y un trabajo de tiempo parcial después de la escuela para financiar sus revistas de historietas y sus figuritas.

– Suena ideal -dijo Joey, sosteniendo el vaso cerca de su cara, con el codo apoyado sobre la mesa.

– Es el estilo de vida estadounidense. Pero sólo si se lo juzga por lo que aparece en la superficie. No le gustará si profundiza un poco más.

– ¿Y si profundizo? ¿Qué pasa entonces?

– Entonces verá tal vez una serie de escenas que no le gustarán demasiado -dijo Frank-. Verá una madre que va a una reunión de la asociación de padres y maestros con demasiado maquillaje para disfrazar todo lo que bebió la noche anterior. Verá un padre que llega a cualquier hora y que hace largos viajes de negocios de los que nadie habla. Verá que tiene tres pistolas cargadas en el segundo cajón del escritorio de su cuarto y bolsas llenas de billetes prolijamente doblados escondidas en el ático bajo una pequeña montaña de acolchados invernales.

– ¿Y cómo conduce todo eso al punto de quitarle la vida a alguien sin que importe demasiado?

– Esa clase de vida te endurece. Te enseña a mantener sepultada cualquier cosa que se parezca al afecto o el respeto por los demás. Antes de que la piel haya tenido oportunidad de curarse del acné, uno ya ha aprendido que las personas nunca son lo que dicen y que incluso la persona más inocente que lo rodea está escondiendo en su interior algún grado de culpa. Para decirlo sencillamente, es muy fácil no preocuparse. Por nada ni por nadie.

– ¿Y eso incluye a las víctimas que uno deja a su paso?

– Especialmente a las víctimas. Tienen que permanecer en el estado al que siempre estuvieron destinadas. Invisibles. De hecho, si uno es realmente profesional, desaparecen en el momento en que se hace el trabajo y salen del campo visual. Y su nombre es tan fácil de olvidar como es fácil olvidar el estado del tiempo de ayer. Allá en la calle, se convierten en lo mismo que es para usted el acusado durante el juicio. Un rostro que trata de sacarse de la cabeza y olvidar.

Joey bebió la mitad de su bourbon de un solo trago, su mano derecha víctima de un leve temblor, y ella misma bastante nerviosa por primera vez desde el momento en que se había sentado. Era mucho más fácil controlar sus emociones en la corte. Allí era ella la que manejaba la situación, o al menos sentía que la manejaba. Formulaba las preguntas y esperaba recibir las respuestas que quería y que necesitaba escuchar. Pero las cosas eran muy diferentes en la atmósfera cargada de un cálido bar, a millas de distancia de cualquier juzgado. El hombre duro y curtido sentado frente a ella, del otro lado de la mesa, era un enemigo mucho mejor equipado que cualquiera de los que se había enfrentado en todos sus años de abogada. Él era rápido para percibir sus puntos débiles y aún más rápido para saltar sobre ellos. Y en especial, parecía encontrar placer en ese intercambio, sin ningún temor a las preguntas o a las respuestas que exigían de él.

Joey bebió otro sorbo de bourbon, dejó de nuevo su vaso sobre la mesa y se frotó el cuello para eliminar la tensión acumulada. Alzó la vista hacia Frank y lo atrapó observándola fijamente.

– Creo que esto es lo que ocurre cuando uno se queda varado por la nieve -dijo con la intención de cambiar la atmósfera, ansiosa por recuperar una vez más el control de la conversación.

– Mal tiempo y cerveza fría -dijo Frank, levantando su botella casi vacía-. Una combinación letal.

– Usted hubiera sido un buen abogado.

– Nunca se lo hubiera imaginado por la manera en que me visto. Debo haber hecho algo muy tonto para darle esa impresión.

– Argumentó muy bien su caso. Expresó bien sus argumentos, pero no cayó en la emoción. Controló todo. Esa suele ser la manera de conseguir un triunfo en la corte.

– Eso no solo ocurre en el caso de los abogados. Es así en casi todas las profesiones que se me ocurren, las buenas y las malas. Hay algunos oficios en los que mostrar las emociones, permitir que el corazón haga salir tu mente por la boca, puede matarte más rápido que una bala perdida.

– Pero solo los mejores pueden funcionar a un nivel tan alto -replicó Joey, sintiendo que otra vez había entrado en el juego ofensivo y cruzando despreocupadamente las piernas-. Y hasta los mejores pierden ese control, aun cuando sea apenas por un segundo. Y es un momento por el que pagan un precio muy alto.

– Si uno es el mejor, y quiero decir realmente el mejor, no alguien que únicamente piensa o dice que lo es, sin importar lo que haga, no puede permitirse perder -dijo Frank-. Nunca. En algunas profesiones, sólo se puede perder una única vez.

– Pero ocurre. Por más que lo planeemos, que nos preparemos, por mejor equipados que creamos estar, por buenos que creamos ser. Ocurre.

– Tal vez en el tribunal o en un ring de boxeo. La suerte puede incidir en esos sitios. Pero en casi todos los otros campos, uno no puede dejar espacio libre para el error o para la suerte.

– A menos que la suerte sea buena -dijo Joey, ofreciéndole una cálida sonrisa, cómoda otra vez y trabajando dentro de la zona de esa soltura que se había impuesto a sí misma.

– Yo nunca cuento con la suerte -respondió Frank, mientras golpeaba enfáticamente el índice contra el borde de la mesa-. Es un riesgo que no vale la pena correr.

– ¿Y esto? Usted y yo, sentados aquí, conversando. Si no fuera por la tormenta y dos vuelos cancelados, nada de esto hubiera ocurrido jamás. Eso suena como suerte. Al menos, para mí.

– No, suerte no -dijo Frank, meneando la cabeza y esbozando con esfuerzo una débil sonrisa-. El destino.

– ¿Que hizo que nos conociéramos?

– Que usted me encontrara -dijo Frank, y sus ojos le decían que sabía quién era ella incluso antes de que se sentara a su mesa.

Joey se irguió en la silla, desvió los ojos y miró la tormenta, cuya furia se manifestaba en toda su potencia.

– Siempre supe que lo encontraría -susurró, pero en voz suficientemente alta como para que él la oyera-. Jamás imaginé que no lo encontraría.

– Tampoco yo -dijo Frank, mirándola con fijeza, más allá del resplandor de la lámpara que estaba sobre la mesa-. Siempre supe que usted estaba allá afuera, mirando, haciendo preguntas, siempre un paso o dos detrás de mí.

Joey volvió a mirar a Frank e hizo a un lado su vaso de agua.

– No me lo hizo fácil -le dijo-. Cada vez que creía estar cerca, usted se esfumaba, aparecía otra vez meses más tarde en alguna otra ciudad, dejando otra pista que yo debía seguir.

– Una parte de lo que hago es lograr que no me atrapen -dijo Frank, encogiéndose de hombros-. Otra parte es saber quién anda buscándome.

– ¿Desde cuándo sabe? -preguntó ella-. ¿Desde cuándo sabe de mí?

Frank bebió lo que quedaba de cerveza y se rió, en tono bajo y calmo, casi sin cambiar de expresión.

– Probablemente desde mucho antes de que usted supiera de mí -dijo-. Número uno en su clase, en el colegio secundario y en la universidad. Dio cuenta de la escuela de leyes con tanta celeridad como las llamas dan cuenta de un viejo granero. Evitó las grandes firmas y el dinero grande, porque no quería ser parte de ese mundo. No era lo que se proponía y no la conduciría a donde debía llegar. Convertirse en asociada no era lo que le importaba. Conseguir condenas era lo que le interesaba, y por cierto que consiguió muchas.

– Usted podría haber terminado con el asunto. Podría haberme borrado del mapa. No le hubiera costado gran cosa hacerlo.

– No me hubiera reportado ganancias. Y eso hizo que no valiera la pena.

– ¿Y qué ganó matando a mi hermana? -preguntó Joey. Estaba sorprendida por su propia tranquilidad, por la comodidad de su cuerpo y la soltura de sus modales. Siempre había creído que ese momento llegaría, pero no se había permitido ir más allá de ese punto, imaginar qué haría cuando el momento llegara, qué diría entonces.

– Alguien creía que ella era una amenaza y pagó para hacerla desaparecer -dijo Frank-. Para mí fue tan sólo un trabajo pago.

– ¿Cuánto? -preguntó Joey-. ¿Cuánto dinero embolsó por la muerte de mi hermana?

– Quince mil -dijo Frank-. Más gastos. Todo en efectivo y por adelantado. Eso es más o menos el promedio de lo que usted se lleva a casa por conseguir una condena de veinticinco años de prisión o perpetua.

Joey respiró hondo, tratando de deshacerse de la imagen del rostro de su hermana, eliminando el sonido de su risa feliz, borrando la visión de sus pinturas, que tapizaban el vestíbulo de la casa de sus padres. Tragó para contener el furioso rugido de su estómago y el nudo agrio que se acumulaba en su garganta. Tenía que mantenerse distanciada de todos sus sentimientos, trasladar su mente de la sombría penumbra de un bar vacío a la deslumbrante luz que reinaba en un juzgado. Tenía a su presa a la vista, lo tenía en el banquillo de los testigos, lo tenía en un lugar del que no podría volver a escapar. Todo lo que debía hacer ahora, tal como lo había hecho tantas veces antes, durante tantos años, era llegar al final. Conseguir la condena y escuchar el veredicto.

– Creyeron que había visto un accidente automovilístico en el que el conductor mató a una persona y escapó -dijo Joey-. Creyeron que había visto lo suficiente como para identificar la marca y el modelo, incluso quizá parte del número de la patente. Pero se equivocaban. Ella caminaba de espaldas al accidente, no de frente hacia él. Cuando escuchó el ruido y se dio vuelta para mirar, la víctima ya estaba muerta en la calle, y el automóvil, a una manzana de distancia.

– Estaba en las cercanías -dijo Frank-. Y fue la única persona próxima con la que la policía se tomó el trabajo de hablar. Eso era todo lo que ellos necesitaban para llamarme.

– Ese fue un llamado que nunca debió existir. Todo lo que tenían que hacer era agenciarse del informe policial. Mi hermana era lo que los polis llaman un PM. Un punto muerto. No les dijo nada porque no tenía nada para decirles. Pero nada fue más que suficiente para sellar su condena de muerte. Una chica inocente fue marcada y asesinada solo porque algún gángster de Nueva York quería que su hijo drogadicto no fuera acusado de asesinato.

– No elijo a las personas para las que trabajo -dijo Frank-. Ellas me eligen a mí.

– Lo eligen porque saben que hará el trabajo. Que será limpio y silencioso. Y casi imposible de rastrear, ya sea hasta usted, o hasta el dinero o la voz del otro lado del teléfono.

– No tan imposible, o usted no estaría sentada aquí.

– Mi trabajo ha sido encontrarlo a usted. Mi vida ha sido eso.

– Siempre supe que lo haría. Todos estos años supe que usted estaba buscándome y sabía que no se detendría.

– Hubo momentos en los que deseé que usted me detuviera -dijo Joey, con un halo de tristeza en sus palabras-. Que terminara con todo. Que todo acabara para los dos.

– Nunca se me ocurrió.

Joey respiró hondo y cerró los ojos por un momento. Esa era siempre la parte más dura del interrogatorio, la parte de formular las preguntas breves y directas destinadas a evocar el rostro de la victima ante el jurado. Mantener a las víctimas con vida, convertirlas en una presencia en un juzgado con frecuencia seducido por un acusado de buen comportamiento y mejores modales, era la parte más penosa del alegato. “La víctima es la única persona que no pueden ver pero que deben ver”, le había dicho en una oportunidad un viejo juez. “Para el jurado es muy sencillo olvidar. La tarea del fiscal es mantener a la víctima viva. El juicio sólo puede cerrarse definitivamente con un veredicto de culpabilidad y una condena. Todo lo demás no sirve”.

El barman apagó el mudo aparato de tevé y accionó el interruptor que extinguía las luces azules que iluminaban la hilera de botellas de whisky. Se quedó mirando a Frank y a Joey, con su rostro maduro agotado y desprovisto de expresión. Era bajo, con un torso regordete equilibrado por dos anchos brazos, por los que corría una larga línea de viejos tatuajes violáceos. Su cráneo calvo relucía con diminutas gotas de sudor y aceite para el cuero cabelludo. Ralph Santo era la clase de hombre que andaba por la vida esperando poco a cambio y que nunca se iba desilusionado.

– ¿Por qué lo dejó entrar ella? -preguntó Joey-. ¿Qué historia le contó que la hizo confiar en usted y dejarlo pasar?

– ¿Por qué no la llama por su nombre? -replicó Frank, contestándole con otra pregunta-. No es una víctima más. Es su hermana.

– Usted no merece escuchar su nombre -dijo Joey, en voz baja, casi un siseo venenoso.

– Tenía buen corazón -dijo Frank-. Como muchos chicos de su edad. Le dije que había perdido mi billetera y que necesitaba hacer un llamado telefónico. Que debía tratar de encontrar a mi novia y decirle que me viniera a buscar.

– Y ella le creyó.

– Como casi todo el mundo. También usted me hubiera creído.

– ¿Y si ella no tenía buen corazón? ¿Si le hubiera dicho que no y hubiera seguido caminando o si le hubiera ofrecido dinero para el taxi? ¿Qué habría ocurrido en ese caso?

– Nunca pensé en eso. Casi nunca ocurre algo así.

– ¿Pero si hubiera ocurrido? ¿La hubiera matado en la calle?

– Sólo si hubiera estado verdaderamente ansioso de que me atraparan. Y no lo estaba.

– ¿Cuándo lo supo ella? Que usted en realidad no pretendía hacer un llamado telefónico.

– ¿Por qué está haciendo esto? -le preguntó Frank-. Ya sabe todo lo que necesita saber. Ahórrese los detalles. Le hará más fácil la vida. Independientemente de cómo vaya a terminar esta noche.

– ¿Cuándo lo supo ella? -preguntó Joey, ahora más directa y concisa, su furia apenas oculta bajo la superficie.

– Estábamos en el departamento y ella me condujo hasta el pequeño comedor, giró hacia mí y me señaló el teléfono. Ahí vio la pistola por primera vez.

– ¿Soltó una exclamación? -preguntó Joey-. ¿Gritó pidiendo auxilio?

– No.

– ¿Le dijo algo a usted?

– Me pidió que no la violara.

– ¿Y por eso no lo hizo?

– Usted me conoce demasiado para decirme algo así. No la violé porque nunca violo a nadie. Estaba allí para hacer un trabajo. Lo hice y me marché. Si significa algo para usted, no quería causarle mucho dolor. Lo hice lo mejor y lo más rápido que pude.

– ¿Ella dijo algo antes de morir? -le preguntó Joey.

– No. Tan sólo cerró los ojos y esperó que ocurriera.

– ¿Alguna vez pensó en no hacerlo? ¿El hecho de ver a esa chica dulce e inocente temblando sobre la cama, esperando que usted le llenara el cuerpo de balas, no le hizo desear marcharse y abandonar todo eso?

– ¿En qué podría mi respuesta cambiar las cosas para usted? No importa lo que pensé ni cómo me sentí. Lo único que importa es lo que hice.

– Usted se hizo un nombre a partir de ese crimen -dijo Joey-. Empezó a ser muy solicitado. No paraban de llamarlo, ofreciéndole más trabajo del que podía atender.

– Digamos que las cosas se hicieron más fluidas después de eso.

– Y usted se hizo cada vez mejor. Aquí está, veinte años después, y nadie ha estado siquiera cerca de ponerle las esposas.

– ¿Eso es lo que usted espera ver?

– Tal vez eso hubiera bastado hace veinte años -dijo Joey-. Pero no ahora. Ahora necesito algo más.

– Si iba a matarme lo hubiera hecho cuando tuvo la oportunidad -dijo Frank-. Y esa oportunidad fue cuando entró aquí, y antes de pedir su primer trago.

– Ojalá pudiera matarlo. Ojalá pudiera sacar una pistola y balearlo hasta que estuviera muerto. Ojalá pudiera hacerle lo mismo que usted le hizo a mi hermana. Pero los dos sabemos que no puedo y hablar de eso es tan sólo una pérdida de tiempo.

– Recorrió un largo camino y esperó muchos años para escucharme decirle que lo hice. ¿Le alcanza con eso?

– No se puede conseguir una condena sin una declaración de culpabilidad. Y yo no la tuve hasta esta noche.

– Bien, entonces ya tiene lo que vino a buscar. Soy culpable de lo que se me acusa, abogada. ¿Y con eso qué? Llamar a la policía no servirá de mucho. Haría falta un ataque terrorista para hacerlos salir con esta tormenta, no un caso de asesinato de hace veinte años que ya nadie recuerda. Y los del departamento de seguridad del aeropuerto no podrían atrapar su propio culo con las dos manos, por no hablar de alguien acostumbrado a escaparse desde hace tantos años, como yo.

– Sólo me queda una cosa por hacer -dijo Joey-, y para hacerla no necesito a la policía ni a los de seguridad.

– ¿Tengo que adivinarlo? ¿O arruinará el suspenso y me lo dirá?

– He esperado más de veinte años para hacerlo. Voy a sentenciarlo.

– Esa es tarea de un juez. ¿La ascendieron y no me dijo nada?

– En este caso, soy un comercio multirrubro -dijo Joey-. Fiscal, jurado y juez.

– Espero que no me condene a prestar servicio comunitario. Verdaderamente me resultaría aborrecible.

– Y tampoco es cadena perpetua. No tengo poder para condenarlo a eso. Ni tampoco deseo hacerlo.

– ¿Y eso en qué punto nos deja?

Joey empujó su silla hacia atrás y se puso de pie, fulminando a Frank con la mirada.

– En la pena de muerte -dijo-. Lo sentencio a morir por el asesinato de mi hermana. No habrá apelaciones y los veinte años que han pasado desde que el crimen fue cometido compensan cualquier suspensión de la ejecución que usted podría haber conseguido.

– Sólo he bebido un par de cervezas -dijo Frank, sonriendo para despojar las palabras de ella de toda severidad y dureza-. Eso no es gran cosa como última cena.

– Usted eligió el lugar -dijo Joey, recogiendo su abrigo de cuero negro-. No yo. Pero pagaré la cuenta. Un condenado no debe pagar por otra cosa más que por su crimen.

– No está respetando los procedimientos usuales -dijo Frank-. Siempre la consideré una persona muy cuidadosa de los detalles. Pero aquí estoy, sentenciado a muerte y ni siquiera he podido ducharme y ponerme ropa limpia. Nunca hubiera creído que usted pudiera ser tan desatenta, abogada.

– Tengo que arreglarme con lo que tengo a mano -replicó Joey, cargando su abrigo y buscando su bolso-. Además, usted no parece necesitar una ducha ni ropa limpia. Pero sí preví el destino de sus restos mortales.

– ¿Serán sepultados o cremados? -preguntó él.

– Eso queda librado a la discreción del verdugo -respondió Joey. Alzó su bolso, le echó una mirada final a Frank y giró sobre sus talones para salir del bar.

– Si es un profesional, probablemente hará las dos cosas -dijo Frank, cuyos ojos no se despegaban de la mesa.

– Seguramente usted lo sabe mejor que yo -dijo Joey, con la cabeza gacha, caminando hacia la puerta abierta del bar.

– Espero que volvamos a encontrarnos, abogada -repuso Frank, alzando un poco la voz y observando la espalda de ella.

Joey se detuvo y dejó caer su bolso; el ahogado impacto reverberó dentro del bar vacío y silencioso. La mujer bajó la cabeza y cerró los ojos, ambas manos contraídas en un puño.

– Me temo que no, Frank -dijo, llamándolo por su nombre por primera vez en toda la noche-. Este es nuestro primer y último encuentro. Todo ha terminado entre nosotros. Este caso está cerrado.

Frank asintió. No necesitaba darse vuelta para saber que lo habían encerrado en la trampa perfecta desde el momento mismo en que había entrado al bar. No necesitaba escuchar los pasos ahogados que se aproximaban a él ni el chasquido de la nueve milímetros que seguramente le apuntaba a la cabeza. Sabía que su carrera había terminado.

Alzó los ojos hacia Joey, que le daba la espalda, con el cuerpo inmóvil y la cabeza gacha. Sabía que ella había estado siguiéndole los pasos durante todos esos años y se preguntó por qué los dos habían esperado hasta esa noche para poner brusco fin a la cacería. Estuvo distendido y alivianado durante esos pocos silenciosos segundos anteriores al impacto de la primera bala. Había elegido su vida y ahora había elegido la manera de abandonarla. Le alegraba que hubiera sido a manos de Joey, sabía que ella finalmente encontraría el valor para seguir adelante. En esa noche tormentosa había dos personas en aquel bar que se habían sacado un peso de encima.

Joey oyó los tres disparos ahogados y después oyó que Frank soltaba un gemido bajo y gutural y después oyó un ruido sordo cuando su cuerpo se desplomó de cara sobre la mesa, y una botella de cerveza se hizo añicos contra el suelo. Permaneció inmóvil, congelada en su sitio, esperando con la cabeza gacha que se acercaran los pasos que avanzaban hacia ella.

– Ya está -dijo el barman, de pie junto a ella-. Está muerto.

– Gracias -dijo ella.

– Limpiaré el lugar y me desharé del cadáver. Para el momento en que amaine la tormenta, él habrá desaparecido.

– Y también usted.

– No es bueno quedarse por acá -dijo el barman-. Odio los bares y aborrezco los aeropuertos. Definitivamente, este no es lugar para mí.

Joey se agachó y recogió su bolso.

– ¿Era bueno en lo suyo? -le preguntó-. ¿Lo sabe usted?

– Frank Corso era el mejor -respondió el barman-. No había nadie mejor que él. Hay suficientes historias suyas como para llenar una docena de libros.

– Pero usted lo mató -dijo ella-. ¿Eso lo hace ahora mejor que él?

– Lo maté porque él quiso que lo matara. Créame, si él no hubiera querido morir, sería mi cadáver el que terminaría ahora sepultado bajo un montículo de nieve.

– ¿Y por qué quiso eso? -preguntó ella-. ¿Por qué se dejó matar de este modo?

– Tal vez simplemente se cansó del juego. A veces ha ocurrido. O tal vez sintió que se lo debía a usted. Eso también ocurre. O tal vez fue otra cosa. Algo que un tipo como él no puede permitirse que le ocurra.

– ¿Qué?

– Tal vez Frank se enamoró de usted -dijo el barman-. Como lo persiguió durante tantos años, él acabó por conocerla tanto como usted a él. Uno se aproxima mucho a alguien de esa manera, más incluso que a cualquier otra persona que uno ve todos los días. Y acaba por sentir algo por ella. Usualmente es odio. Pero una vez en un millón resulta ser amor.

– Entonces, nunca lo sabremos -dijo Joey.

– Si quiere, puede conseguir un taxi en el nivel inferior. También hay autobuses, pero probablemente tendrá que esperar toda la noche para conseguir uno que la lleve de regreso a la ciudad.

– No tengo apuro -dijo Joey, saliendo lentamente de la penumbra del bar a las deslumbrantes luces de la terminal, flanqueada a ambos lados por comercios cerrados-. No tengo otro lugar adonde ir.

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