La tercera persona – Jay McInerney

Difícil de describir con precisión: el sabor de ese octavo o noveno cigarrillo del día, una mezcla de ozono, tabaco rubio y angustia crepuscular sobre la lengua. Pero él lo reconocía siempre. Era el sabor del amor perdido.

Alex empezaba a fumar cada vez que perdía a una mujer. Cuando volvía a enamorarse, dejaba de fumar. Y cuando el amor moría, volvía. En parte se trataba de una reacción física al estrés; en parte era algo metafórico: la sustitución de una adicción por otra. Y una parte nada desdeñable de este reflejo era mitológica: permitirse una imagen romántica de sí mismo como solitaria figura de pie en un puente de una ciudad extranjera, con el cigarrillo en la mano y la chaqueta de cuero abierta a los elementos.

Imaginaba que los transeúntes especulaban sobre su pena mientras él permanecía allí en el Pont des Art, misterioso, húmedo e inabordable. Su sentimiento de pérdida parecía más real cuando lo imaginaba a través de los ojos de desconocidos. Los peatones con sus baguettes para la cena y sus guías Michelin y sus paraguas, encorvándose bajo la precipitación de marzo, una aleación de llovizna y bruma.

Cuando todo terminó con Lydia, él decidió ir a París. No sólo porque era un buen sitio para fumar, sino porque parecía el telón de fondo apropiado. Su pena era más patética y pintoresca en esa ciudad. Ya era suficientemente malo que Lydia lo hubiera dejado; lo que empeoraba las cosas es que había sido por su propia culpa; sufría entonces tanto el dolor de la víctima como los remordimientos del villano. Sin embargo, su apetito no estaba afectado; su estómago se quejaba como un terrier que pide su paseo nocturno, felizmente inconsciente de que la familia está de duelo. Por ennoblecedor que pareciera sufrir en París, sólo un tonto pasaría hambre allí.

De pie en medio del río, trató de decidir adonde iría. Tras haber cenado la noche anterior en un bistró que, para sus propósitos, tenía una apariencia suficientemente sombría y auténtica, pero que resultó estar repleto de volubles americanos y alemanes vestidos como para el gimnasio o para los trópicos, decidió encaminarse hacia el Hotel Coste, donde, al menos, los americanos tendrían un aspecto de hastío más a la moda, todos vestidos de gris o de negro.

El bar estaba lleno y, por supuesto, no había una sola mesa libre cuando llegó. La anfitriona, una bonita sílfide asiática con acento del oeste de Londres, lo evaluó con una mirada escéptica. La suya no era la tradicional soberbia parisina, el desdén de un maître d'hotel de un restaurante de tres estrellas; ella era más bien el guardián del templo de esa tribu internacional que incluía a estrellas del rock, modelos, diseñadores, actores y directores… y también a todos los que los fotografiaban, escribían sobre ellos y se acostaban con ellos. Como director de arte de una agencia de publicidad, Alex vivía en los suburbios de ese mundo. En Nueva York conocía a muchos porteros y maîtres, pero aquí lo mejor que podía esperar era que su aspecto fuera el adecuado para su papel. La anfitriona parecía estar indecisa respecto de sus condiciones para ser miembro de la tribu; su expresión era levemente esperanzada, como si estuviera a punto de concederle el beneficio de la duda. De repente, su mirada suspicaz dio paso a una sonrisa de reconocimiento.

– Lo siento, no lo reconocí -le dijo-. ¿Cómo está?

Alex sólo había estado allí dos veces, durante una visita que había hecho unos años atrás; parecía improbable que ella lo recordara. Por otra parte, daba propinas generosas y era, razonó, un tipo nada mal parecido.

Ella lo condujo hasta una mesa pequeña pero muy visible, dispuesta para cuatro personas. Él le dijo que esperaba a alguien con la esperanza de aumentar así sus posibilidades de sentarse.

– Enseguida le envío un camarero -dijo ella-. Hágame saber si puedo hacer algo más por usted.

Su sonrisa era tan benévola que él trató de pensar en algo más que pudiera pedirle, sólo para darle alguna gratificación.

Aún de talante expansivo cuando llegó el camarero, pidió una botella de champán. Escrutó la habitación. Aunque reconoció a varios clientes -un robusto novelista estadounidense de la escuela de Montana, el delgadísimo cantante de una banda pop británica-, no vio a nadie que realmente conociera en el sentido anticuado del término. Un poco cohibido por estar solo, estudió el menú y se preguntó por qué nunca había traído a Lydia a París. Ahora lo lamentaba, tanto por ella como por él; los placeres de viajar eran menos reales para él cuando no podían ser verificados por un testigo.

Había dado por sentado que era un relación segura… eso era una parte del problema. ¿Por qué siempre le ocurría lo mismo? Cuando alzó los ojos, una joven pareja estaba de pie en un costado de la habitación, examinando a la clientela. La mujer era impresionante… una belleza alta de raza indeterminada. Parecían desorientados, como si los hubieran invitado a una fiesta brillante que había emigrado a otra parte. La mirada de la mujer se cruzó con la de él… y sonrió. Alex le devolvió la sonrisa. Ella le tironeó la manga a su compañero y le indicó con un gesto la mesa de Alex.

De pronto ambos se acercaron.

– ¿Te molesta si nos sentamos contigo un momento? -le preguntó la mujer-. No encontramos a nuestros amigos.

No esperó la respuesta y ocupó la silla que estaba junto a Alex, exponiendo en el proceso una parte del muslo color topo, despojado de medias.

– Frederic -dijo el hombre, tendiéndole la mano. Parecía un poco más tímido que su compañera-. Y ella es Tasha.

– Por favor, tomen asiento -dijo Alex. Algún instinto le impidió dar su propio nombre.

– ¿Qué estás haciendo tú en París? -le preguntó Tasha.

– Sólo, ya sabes, viajando un poco.

Llegó el camarero con el champán. Alex pidió dos copas más.

– Creo que tenemos algunos amigos en común -dijo Tasha-. Ethan y Frederique.

Alex asintió sin comprometerse a responder.

– Adoro Nueva York -dijo Frederic.

– Ya no es lo que solía ser -le rebatió Tasha.

– Sé lo que quieres decir -dijo Alex, que quería ver adónde iba a parar todo eso.

– Sin embargo -dijo Frederic-, es mejor que París.

– Bueno -dijo Alex-, sí y no.

– Barcelona -dijo Frederic- es la única ciudad de onda en Europa.

– Y Berlín -dijo Tasha.

– Ya no.

– ¿Conoces bien París? -le preguntó Tasha.

– En realidad, no.

– Deberíamos mostrártelo.

– Es una mierda -dijo Frederic.

– Hay algunos sitios nuevos -dijo ella-, que no son demasiado aburridos.

– ¿Y de dónde eres tú? -le preguntó Alex a la muchacha, tratando de analizar su exótica apariencia.

– Vivo en París -dijo ella.

– Cuando no está en Nueva York.

Bebieron la botella de champán y pidieron otra. Alex estaba feliz por la compañía. Más aún, no podía evitar que le encantase encarnar a quien fuera que ellos habían imaginado que era. La idea de que lo habían confundido con otra persona le resultaba tremendamente liberadora. Y estaba fascinado con Tasha, que definitivamente flirteaba con él. Varias veces le había tocado la rodilla para enfatizar algo que decía y en varios momentos se había rascado el seno izquierdo. ¿Un gesto distraído o un gesto deliberadamente provocativo? Alex trató de determinar si su relación con Frederic era romántica. Las señales apuntaban en ambas direcciones. El francés la miraba con atención, y sin embargo no parecía estar resentido por el flirteo. En un momento ella dijo: “Frederic y yo solíamos salir juntos”. Cuanto más la miraba Alex, tanto más se fascinaba. Ella era un perfecto cóctel de rasgos raciales, suficientemente familiar para satisfacer un ideal de aculturación y a la vez suficientemente exótico como para que resultara sorprendente.

– Ustedes los americanos son tan puritanos -dijo-. Todo ese escándalo tan sólo porque su presidente se consiguió una mamada.

– No tiene nada que ver con el sexo -dijo Alex, consciente de que el rubor le había coloreado las mejillas-. Es un ataque de la derecha.

Había querido que sus palabras sonaran indiferentes y llenas de hastío. Pero de alguna manera lo había dicho con tono defensivo.

– Todo tiene que ver con el sexo -dijo ella, mirándolo a los ojos.

Ante esa provocación, mientras el Veuve Clicquot cosquilleaba en sus venas como un isótopo brillante, Alex rozó con la mano la cara interna del muslo de ella, deteniéndose tan sólo al borde de su estrecha falda corta. Sosteniéndole la mirada, ella abrió la boca y se humedeció los labios con la lengua.

– Esto es una mierda -dijo Frederic.

Aunque Alex estaba seguro de que el otro hombre no alcanzaba a ver su propia mano, la afirmación de Frederic resultaba preocupante, dado que era imposible saber a qué se refería.

– Tú piensas que todo es una mierda.

– Porque lo es.

– Eres un experto en mierda.

– Ya no hay más arte. Solo mierda.

– Ahora que ya sabemos eso… -dijo Tasha.


Comenzó un debate acerca de la cena: Frederic quería ir al bar Buddha, Tasha quería quedarse donde estaban. Llegaron a un acuerdo, y pidieron caviar y otra botella de champán. Cuando llegó la cuenta, Alex recordó a último momento que no debía pagar con su tarjeta de crédito. Decidió, como primer paso hacia la elucidación del misterio de su nueva identidad, que era la clase de tipo que pagaba las cuentas en efectivo. Mientras Alex contaba los billetes, Frederic clavó deliberadamente sus ojos a la distancia con el aire de un hombre habituado a ignorar las cuentas. Alex tuvo brevemente la intuición, un poco irritante, de que lo estaban usando. Tal vez fuera la rutina de ellos fingir que reconocían a un desconocido que tenía una buena mesa. Antes de que pudiera desarrollar la idea, Tasha ya lo había tomado del brazo y lo conducía afuera, a la noche. La presión de su brazo, el aroma de su piel, eran estimulantes. Decidió ver adonde iría a parar todo eso. No tenía otra cosa que hacer.

El automóvil de Frederic, estacionado a unas manzanas de distancia, no parecía en condiciones de funcionar. La parrilla frontal estaba abollada, y uno de los faros apuntaba hacia arriba en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

– No te preocupes -dijo Tasha-. Frederic es un excelente conductor. Sólo choca cuando siente que lo necesita.

– ¿Cómo te sientes esta noche? -le preguntó Alex.

– Siento que estoy con ganas de bailar -dijo Frederic. Empezó a cantar el tema de Bowie, “Let's Dance”, siguiendo el ritmo con los dedos sobre el volante mientras Alex subía atrás.

Le Bain Douche estaba semivacío. La única persona que reconocieron era Bernard Henri Levy. O bien habían llegado demasiado temprano, o un par de años demasiado tarde. La conversación había pasado al francés y Alex no podía seguirla del todo. Tasha se dedicaba a él, acariciándole el brazo e, intermitentemente, su propio seno izquierdo, y Alex estaba un poco nervioso por la posible reacción de Frederic En un momento hubo entre ambos una áspera discusión que Alex no entendió. Frederic se puso de pie y se marchó.

– Mira -dijo Alex-, no quiero causar ningún problema.

– No hay problema -dijo ella.

– ¿Es tu novio?

– Solíamos salir. Ahora solo somos amigos.

Le tiró de un brazo y lo besó, explorando lentamente el interior de su boca con la lengua. De pronto se alejó de él y observó a una mujer de chaqueta de cuero blanco que bailaba junto a una mesa vecina.

– Creo que las tetas grandes son hermosas -dijo antes de volver a besarlo con renovado ardor.

– Yo creo que tus tetas son hermosas -dijo él.

– Lo son, en realidad -dijo ella-, pero no son grandes.

Cuando Frederic volvió parecía estar de buen humor. Dejó varios billetes sobre la mesa.

– Vamos -dijo.


Alex no iba a bailar desde hacía varios años. Cuando Lydia y él se habían ido a vivir juntos, los clubes habían perdido su atractivo. Ahora sentía el retorno de la vieja emoción, la anticipación de la cacería… la sensación de que la noche guardaba secretos que serían revelados antes del amanecer. Tasha hablaba de alguien de Nueva York que supuestamente Alex conocía.

– La última vez que lo vi no paraba de golpearse la cabeza contra la pared, y le dije, Michael, tienes que parar con esas drogas. Eso fue hace quince años.


La primera escala fue en un salón de baile de Montmartre. Había una banda en el escenario, tocando una versión casi creíble de “Smells Like Teen Spirit”. Mientras esperaban en la barra, Frederic tocó vigorosamente una guitarra invisible en el aire y cantó a los gritos el estribillo: “Aquí estamos, ahora diviértenos”. Después de sorber sus cosmopolitans, derivaron hacia la pista de baile. El estrépito era apenas suficiente para obviar la conversación.

La banda atacó “Goddamn the Queers”. Tasha dividió la atención entre ellos dos, incrustando su pelvis contra Alex durante una versión particularmente mala de “Champagne SuperNova”. Cerrando los ojos y envolviéndola con sus brazos, él perdió registro de sus coordenadas espaciales. ¿Estaban verdaderamente en sus manos esos pechos, esas nalgas? Ella le metió la lengua en la oreja; él se imaginó a una cobra que se erguía en su canasto de mimbre.

Cuando abrió los ojos vio a Frederic hablando con otro hombre y mirándolo desde el borde de la pista de baile.

Alex se fue a buscar el baño de hombres y otra cerveza. Cuando volvió, Tasha y Frederic bailaban una lenta balada francesa mientras se besaban. Decidió irse como un buen perdedor. Fuere cual fuese el juego, de repente se sentía demasiado cansado para jugarlo. En ese momento Tasha levantó la vista y lo saludó con la mano desde la pista de baile. Se acercó zigzagueando entre los bailarines, con Frederic a la zaga.

– Vamos -gritó.


En la acera, Frederic se volvió obsequioso.

– Hombre, debes pensar que París es una absoluta mierda.

– La estoy pasando bien -dijo Alex-. No te preocupes.

– Me preocupo, hombre. Es una cuestión de honor.

– Estoy muy bien.

– Al menos podríamos conseguir un poco de droga -dijo Tasha.

– No necesito drogas -dijo Alex.

– No quiero drogarme -cantó Frederic-. Pero no quiero no drogarme.

Empezaron a discutir sobre la próxima escala. Tasha defendía la idea de ir a un lugar llamado, aparentemente, Faster Pussycat, Kill Kill. Frederic insistía en que no estaba abierto. Él estaba a favor de ir a L'Enfer. El debate siguió en el auto. Finalmente cruzaron el río y un poco más tarde hicieron alto bajo la torre de Montparnasse.

Los dos porteros saludaron con calidez a sus compañeros. Bajaron la escalera hasta un espacio que parecía arder bajo una luz violeta, cuya fuente Alex no pudo distinguir. Los bailarines estaban envueltos en un riff de bajo y percusión. Aferrándolo de la punta del cinturón, Tasha lo condujo a una zona elevada sobre la pista de baile, que parecía ser la sección vip.

La conversación se hizo casi imposible, lo cual era una especie de alivio. Alex conoció a varias personas, o más bien saludó con la cabeza a varias personas que lo saludaron a él del mismo modo. Una japonesa le gritó algo en la oreja, en lo que probablemente hayan sido varios idiomas, y más tarde volvió con un catálogo de espantosas pinturas. El asintió mientras hojeaba el catálogo. En apariencia, se lo estaba regalando. Un hombre le alcanzó una botella sin etiqueta llena hasta el tope de un líquido claro, algo que recibió con mayor agradecimiento. Se sirvió un poco y lo probó. Sabía a destilado ilegal.

Tasha lo llevó a la rastra a la pista de baile. Él la rodeó con los brazos y le metió la lengua en la boca. Justo en el momento en que sintió que su lengua estaba a punto de ser arrancada, ella se la mordió con fuerza. Al instante sintió el gusto de su sangre. Tal vez eso era lo que ella quería, porque siguió besándolo mientras frotaba su pelvis contra él. Le sorbía la lengua con fuerza. El imaginó que era succionado entero dentro de la boca de ella. Le gustó la idea. Y sin perder ni por un momento su concentración en Tasha, de pronto pensó en Lydia y en la muchacha que vino después de Lydia, la muchacha con la que la había traicionado. ¿Cómo era posible, pensó, que el deseo por una mujer siempre volviera a despertar el deseo por todas las otras mujeres de su vida?

– Salgamos de aquí -gritó, loco de deseo. Ella asintió y se alejó un poco, en una pequeña danza solipsista a pocos pasos de distancia. Alex la observó, tratando de captar el ritmo de ella y seguirlo, hasta que abandonó y la atrapó en sus brazos. El forzó su lengua entre los dientes de ella, sorprendido por el dolor que le causaba la herida reciente. Por fortuna, ella no lo mordió esta vez; de hecho, se separó de él. De repente emprendió la marcha de regreso a la zona VIP, donde Frederic parecía estar discutiendo con el camarero. Cuando vio a Tasha, aferró una botella y la arrojó al suelo cerca de los pies de la mujer, donde se hizo añicos.

Frederic gritó algo ininteligible antes de subir la escalera a la carrera. Tasha se dispuso a seguirlo.

– No vayas -le gritó Alex, tomándola del brazo.

– Lo siento -gritó ella, soltándose de su mano. Lo besó suavemente en la boca.

– Dime adiós -dijo Alex.

– Adiós.

– Di mi nombre.

Ella lo miró socarronamente y luego, como si de repente hubiera entendido el chiste, sonrió y lanzó una carcajada sin alegría, señalándolo como si le dijera “casi me pescaste”.

La vio desaparecer escaleras arriba, sus largas piernas que parecían aún más largas a medida que se alejaba.

Alex bebió otra copa del licor claro, pero ahora la escena empezó a parecerle de mal gusto y tonta. Eran las tres pasadas. Mientras salía, la japonesa le puso en la mano varias invitaciones para night-clubs.


En la acera trató de recomponerse. Empezó a caminar hacia St. Germain. Le levantó el ánimo pensar que en Nueva York apenas eran las diez de la noche. Llamaría a Lydia. De pronto creyó saber qué le diría. Mientras apresuraba el paso advirtió un haz de luz que se movía lentamente sobre la pared, a su lado y por encima de él; se volvió para ver el arruinado Renault de Frederic que lo seguía por la calle.

– Sube -le dijo Tasha.

Se encogió de hombros. Cualquier cosa que pasara sería mejor que caminar.

– Frederic quiere ir a esos lugares after-hours.

– Tal vez podrían dejarme de paso en mi hotel.

– No seas pelma.

La mirada que le lanzó volvió a despertarle el loco deseo que había experimentado en la pista de baile; estaba cansado de que lo sacudieran de aquí para allá y sin embargo su deseo superaba su orgullo. Después de todo lo que había pasado sentía que merecía su recompensa, y se dio cuenta de que estaba dispuesto a casi cualquier cosa para conseguirla. Subió al asiento trasero. Frederic aceleró y soltó el embrague. Tasha se dio vuelta para mirar a Alex, mandándole un beso silencioso, y después se volvió hacia Frederic. Su lengua emergió entre los labios y desapareció lentamente en la oreja de Frederic. Cuando Frederic se detuvo ante un semáforo ella se estiró para besarlo en la boca. Alex advirtió que estaba involucrado… que era parte de una transacción entre ellos. Y de repente pensó en Lydia, en cómo él le había dicho que su traición no tenía nada que ver con ella, que era lo que uno decía en esos casos. Cómo explicarle que mientras se sacudía encima de otra mujer era ella, Lydia, quien le llenaba el corazón.

De pronto Tasha se pasó al asiento trasero y empezó a besarle Metiéndole su industriosa lengua en la boca, hizo correr la mano hasta la entrepierna de él.

– Oh, ¿de dónde salió esto?

Apresó el lóbulo de su oreja entre los labios y le desprendió la bragueta.

Alex gimió cuando la mano de ella se deslizó dentro de sus calzoncillos. Miró a Frederic, que lo miraba fijo a él… y que parecía conducir a mayor velocidad mientras ajustaba el espejo retrovisor. Tasha bajó por su pecho, lamiéndole el vello del vientre. Una vaga intuición de peligro se disipó en la vívida oleada de sensaciones. Ella apretaba su pene en la mano y después se lo llevó a la boca, y él se sintió impotente para intervenir. No le importaba qué pasara con tal que ella no se detuviera. Al principio casi no podía sentir el roce de sus labios; el placer residía más bien en anticipar lo que seguiría. Finalmente ella lo oprimió con suavidad entre sus dientes. Alex gimió y se recostó más en el asiento mientras el automóvil aumentaba la velocidad.

La presión de sus labios se hizo más potente.

– ¿Quién soy? -susurró él-. Dime quién crees que soy.

La respuesta, aunque ininteligible, le arrancó un gemido de placer. Echando un vistazo al espejo retrovisor, vio que Frederic seguía mirando, observando lo que ocurría en el asiento trasero, aunque seguía acelerando. Cuando Frederic puso bruscamente la cuarta, la cabeza de Alex se fue hacia delante y se mordió la lengua, en el mismo lugar donde tenía la herida fresca.

En un impulso súbito alejó la boca de Tasha de su pene justo en el momento en que Frederic pisaba los frenos y el automóvil hacía un trompo.


No tenía idea de cuánto tiempo había pasado antes de que lograra salir del automóvil con esfuerzo. El choque había parecido casi lento; el automóvil había dado vueltas como una hoja que caía hasta que la ilusión de ingravidez quedó anulada por la colisión con la barandilla de seguridad. Trató de recordarlo todo mientras estaba allí sentado, plegado como un contorsionista en el asiento trasero, haciendo inventario de sus extremidades. Reinaba un plácido silencio de domingo. Nadie parecía moverse. Le dolía una mejilla, que sangraba por dentro porque se la había golpeado contra el cabezal del asiento delantero. Cuando ya empezaba a sospechar que se había quedado sordo escuchó a Tasha que gemía a su lado. La serenidad de la supervivencia fue reemplazada por la furia cuando vio que la cabeza de Frederic se movía sobre el tablero, y recordó lo que podría haber pasado.

Rengueando hasta el otro lado del auto, abrió la puerta de un tirón y sacó bruscamente a Frederic, hasta dejarlo sobre el pavimento.

– ¿Qué fue eso? -dijo Alex.

El francés parpadeó e hizo una mueca de dolor, metiéndose un dedo en la boca para comprobar el estado de su dentadura. En un acceso de furia, pateó a Frederic en las costillas.

– ¿Quién carajo creen que soy?

Frederic sonrió y alzó los ojos hasta él.

– Sólo eres un tipo -dijo-. No eres nadie.


Mientras caminaba de regreso a su hotel, se encontró pensando en Lydia. Le dolía la mejilla lastimada; cuando Frederic había chocado contra la barandilla de seguridad se la había golpeado otra vez contra la ventanilla. Y el humo del cigarrillo lo hacía aún más consciente de las heridas en la lengua. Pero estaba agradecido de haber escapado de esa con heridas superficiales. El automóvil había girado ciento ochenta grados y había reventado un neumático contra la acera antes de detenerse. Alex los había dejado allí, alejándose sin una sola palabra mientras Tasha lo llamaba.

Cuando lo habían atrapado, cuando se había hecho imposible negar su cita con Tracey, le había dicho a Lydia que eso no tenía nada que ver con ella -lo que uno decía siempre-, pero no era cierto. Todo tenía que ver con ella. Aunque había mentido y había intentado ocultar su trasgresión, al final, y ahora se daba cuenta, él necesitaba que ella lo supiera. Todo el asunto era la traición, la transacción más íntima entre dos personas. Ella era parte de la ecuación. Cómo explicarle que mientras se sacudía encima de otra mujer era ella, Lydia, quien le llenaba el corazón. Que era un poco como estrellar el automóvil contra un árbol. Que el momento antes del impacto estaría lleno de amor por la misma cosa que uno estaba a punto de perder.

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