Improvisación – Ed McBain

– ¿Por qué no matamos a alguien? -sugirió ella.

Era rubia, por supuesto, alta y flexible, y llevaba puesto un vestido negro ceñido al cuerpo, cuya falda trepaba sobre los muslos y cuyo escote bajaba sobre su pecho.

– Ya tengo esa experiencia -le dijo Will-. Lo he hecho.

Los ojos de ella se abrieron con la sorpresa, de un azul intenso que contrastaba con el negro del vestido.

– La guerra del Golfo -explicó él.

– Pero eso no es lo mismo en absoluto -dijo ella, y ensartó la aceituna de su martini y la dejó caer en su boca-. Yo hablo de un asesinato.

– Ajá, un asesinato -comentó Will-. ¿Y a quién querrías matar?

– ¿Qué te parece la chica que está sentada en el otro extremo del bar?

– Ah, una víctima al azar -dijo él-. ¿Y en qué sería diferente de matar a alguien en combate?

– Al azar pero específica-replicó-. ¿Y? ¿La matamos o no?

– ¿Por qué? -preguntó él.

– ¿Por qué no?

Will conocía a la mujer desde hacía apenas veinte minutos (como máximo). De hecho, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Su sugerencia de que mataran a alguien había surgido como respuesta a una pregunta que él mismo había formulado y que muchas veces le había sido muy útil para levantar mujeres: “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta noche?”.

A lo que la rubia había respondido: “¿Por qué no matamos a alguien?”.

No había susurrado esas palabras, ni siquiera había bajado la voz. Solo sonrió por encima del borde de su copa de martini, y había dicho con voz absolutamente normal: “¿Por qué no matamos a alguien?”.

La víctima al azar pero específica que la rubia tenía en mente era una mujer de aspecto anodino que usaba una anodina chaqueta marrón sobre una blusa de seda marrón y una falda marrón un poco más oscura. Todo en su apariencia delataba a una agobiada archivista o una secretaria de un puesto de baja jerarquía: el arratonado cabello castaño, los ojos que no parpadeaban detrás de lo que llamaríamos más bien lentes que anteojos, la boca de labios delgados que denunciaban unos dientes superiores un poco salientes. Una mujer absolutamente carente de interés. No era raro que estuviera sola con una copa de vino blanco en la mano.

– Digamos que verdaderamente la matamos -dijo Will-. ¿Qué hacemos para divertirnos un poco después?

La rubia sonrió.

Y cruzó las piernas.

– Me llamo Jessica -dijo.

Le tendió la mano.

El se la estrechó.

– Yo soy Will-dijo.

Supuso que ella tenía la palma fría debido a la copa helada que había estado sosteniendo.


En esa helada noche de diciembre, tres días antes de Navidad, Will no tenía la menor intención de matar a la ratonil archivista del otro extremo del bar, ni a ninguna otra persona. Había matado una buena cantidad de gente mucho tiempo atrás, todas ellas víctimas al azar pero específicas porque llevaban puesto el uniforme del ejército iraquí, hecho que las convertía en el enemigo. Suponía que eso era lo más específico que uno podía encontrar en época de guerra. Eso era lo que justificaba hacerlos pedazos en sus trincheras. Eso era lo que justificaba asesinarlos, a pesar de la refinada distinción que Jessica hacía ahora entre el asesinato y el combate.

De todos modos, Will sabía que era tan solo un juego, una variación del ritual de apareamiento que ocurría en todos los bares de solos y solas de Manhattan cualquier noche del año. Uno abordaba con algún comentario ingenioso, obtenía una respuesta que indicaba interés, y así empezaba la cosa. De hecho, se preguntó cuántas veces y en cuántos bares antes de esa noche Jessica había usado su “¿Por qué no matamos a alguien?” como modo de inducir al juego. Era un enfoque por cierto aventurado, incluso posiblemente peligroso… ¿y si exhibía esas espléndidas piernas ante alguien que resultaba ser Jack el Destripador? ¿Y si levantaba a un tipo que realmente creía que podría ser divertido matar a la muchacha que estaba sentada sola en el otro extremo del bar? ¡Qué gran idea, Jess, hagámoslo! Y en realidad, eso era lo que él había dado a entender tácitamente, pero por supuesto que ella sabía que solo estaban jugando un juego, ¿verdad? Seguramente se daba cuenta de que no estaban planeando un asesinato de verdad.

– ¿Quién la aborda? -preguntó ella.

– Supongo que debería hacerlo yo -respondió Will.

– Por favor, no uses tu fórmula de “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta noche?”.

– Pensé que te había gustado.

– Sí, la primera vez que la escuché. Hace cinco o seis años.

– Pensé que estaba siendo absolutamente original.

– Trata de ser un poquito más original con la pequeña Alicia, ¿de acuerdo?

– ¿Crees que ese es su nombre?

– ¿Y tú cómo crees que se llama?

– Patricia.

– Muy bien, yo seré Patricia -dijo ella-. A ver qué me dices.

– Discúlpeme, señorita -dijo Will.

– Un gran comienzo -comentó Jessica.

– Mi amiga y yo la vimos aquí sentada, sola, y pensamos que tal vez le agradaría unirse a nosotros.

Jessica miró a su alrededor como si tratara de localizar a la amiga que él le había mencionado.

– ¿A quién se refiere? -preguntó, con los ojos muy abiertos y perpleja.

– La bella rubia que está sentada allá -dijo Will-. Se llama Jessica.

Jessica sonrió.

– Así que la bella rubia, ¿eh? -dijo.

– Preciosa -enfatizó él.

– Adulador -respondió ella, y le acarició la mano sobre el mostrador-. Entonces digamos que la pequeña Patty Pastel decide unirse a nosotros. ¿Y después qué?

– La llenamos de halagos y de alcohol.

– ¿Y después qué?

– La llevamos a algún callejón oscuro y la matamos a golpes.

– Tengo una botellita de veneno en mi bolso -dijo Jessica-. ¿No sería mejor?

Will entrecerró los ojos como un gángster.

– Perfecto -dijo-. La llevamos a algún callejón oscuro y la matamos con veneno.

– ¿Un departamento no sería un sitio mejor? -preguntó Jessica.

Y de repente a Will se le ocurrió que tal vez no estuvieran hablando para nada de asesinato, ni en broma ni en serio. ¿Sería posible que Jessica tuviera en mente una cama de tres?

– Ve a hablar con la dama -le dijo ella-. Después, improvisaremos.


Will no era muy bueno para abordar muchachas en los bares.

De hecho, aparte de su “¿Qué podemos hacer para divertirnos un poco esta noche?”, no tenía un repertorio de abordaje demasiado nutrido. Se sintió un poco más estimulado por el alentador gesto de Jessica, que lo miraba desde el otro extremo del bar, pero lo mismo se sentó con timidez en el taburete vacío junto a Alicia o Patricia o como se llamara.

Sabía por experiencia que las muchachas insignificantes eran menos receptivas a los halagos que las verdaderamente bellas. Suponía que se debía a que esperaban que les mintieran y a que no querían que las engañaran y las desilusionaran una vez más. Alicia o Patricia o como se llamara demostró no ser una excepción a esa regla de las Juanitas Insignificantes. Will se sentó en el taburete a su lado, se volvió hacia ella y le dijo “Disculpe, señorita”, exactamente como lo había ensayado con Jessica, pero antes de que pudiera pronunciar otra palabra, ella dio un salto como si él la hubiera abofeteado. Con los ojos muy grandes, con aspecto evidentemente sorprendido, dijo:

– ¿Qué? ¿Qué pasa?

– Lamento haberla asustado…

– No, no es nada -dijo ella-. ¿Qué pasa?

Tenía una voz aguda y quejosa, con un acento que él no pudo identificar. Detrás de los gruesos lentes redondos, sus ojos se veían de un marrón oscuro, y todavía muy abiertos por el miedo o la sospecha, o por ambos sentimientos. Mirándolo sin parpadear, esperó.

– No quiero molestarla -dijo él-, pero…

– No, no es nada, en serio -respondió-. ¿Qué pasa?

– Mi amiga y yo no pudimos evitar advertir…

– ¿Su amiga?

– La dama que está sentada allá. La rubia, en el otro extremo del bar, ¿la ve? -dijo Will, señalando a Jessica, quien amablemente alzó una mano para saludar.

– Oh, sí -dijo-. La veo.

– No pudimos evitar advertir que usted estaba aquí, bebiendo sola -continuó-. Pensamos que tal vez le agradaría unirse a nosotros.

– Oh -dijo ella.

– ¿Le parece que le agradaría? ¿Acompañarnos?

Hubo un momento de vacilación. Los ojos pardos parpadearon, se suavizaron. Una levísima sonrisa se insinuó en la boca de delgados labios.

– Sí, creo que me gustaría -dijo ella-. Me gustaría.


Se sentaron ante una pequeña mesa, en un rincón penumbroso del bar. Susan -ni Patricia ni Alicia, según se reveló- pidió otro Chardonnay. Jessica siguió con sus martinis. Will pidió otro bourbon con hielo.

– Nadie debería beber solo tres días antes de Navidad -dijo Jessica.

– Oh, estoy de acuerdo, estoy de acuerdo -dijo Susan.

Tenía el irritante hábito de repetir todo dos veces. Era como si el lugar tuviera eco.

– Pero este bar me queda en el camino a casa -dijo-, y pensé que estaría bien detenerme a beber una copa de vino rápida.

– Para combatir el frío -coincidió Jessica, asintiendo.

– Sí, exactamente. Para combatir el frío.

También repetía las palabras ajenas, advirtió Will.

– ¿Vives cerca? -preguntó Jessica.

– Sí. Justo a la vuelta.

– ¿Y de dónde eres?

– Oh, ¿todavía se nota?

– ¿Se nota qué? -preguntó Will.

– El acento. Por Dios, ¿todavía se nota? ¿Después de todas esas lecciones? Por Dios.

– ¿Y qué acento es ese? -preguntó Jessica.

– De Alabama. Montgomery, Alabama -dijo, y sonó como “Mangammy, Alabama”.

– Yo no escucho ningún acento en absoluto -dijo Jessica-. ¿Tú detectas algún acento, Will?

– Bueno, en realidad es un acento regional -dijo Susan.

– Suena como si hubieras nacido exactamente aquí en Nueva York -dijo Will, mintiendo descaradamente.

– Son muy amables, de veras -dijo ella-. De veras son muy amables.

– ¿Cuánto hace que estás aquí? -preguntó Jessica.

– Seis meses. Llegué a fines de junio. Soy actriz.

Una actriz, pensó Will.

– Yo soy enfermera -dijo Jessica.

Una actriz y una enfermera, pensó Will.

– ¿En serio? -preguntó Susan-. ¿Trabajas en algún hospital?

– Beth Israel -dijo Jessica.

– Creí que eso era una sinagoga -dijo Will.

– También un hospital -dijo Jessica, asintiendo antes de volver a dirigirse a Susan-. ¿Te habremos visto en algo? -le preguntó.

– Bien, no, a menos que hayan estado en Montgomery -dijo Susan, y sonrió-. ¿El zoo de cristal? ¿Conocen El zoo de cristal? ¿Tennessee Williams? ¿La obra de Tennessee Williams? Hice el papel de Laura Wingate en la producción de los Paper Players en Montgomery. Todavía no he actuado en nada aquí. De hecho, he estado trabajando de camarera.

Una camarera, pensó Will.

La enfermera y yo estamos por matar a la camarera más insignificante de la ciudad de Nueva York. O peor, estamos por llevarla a la cama.


Después, pensó que debía haber sido Jessica la que sugirió que compraran una botella de Moët Chandon y la llevaran al departamento de Susan para una última copa, dado que el departamento estaba tan cerca, justo a la vuelta de la esquina, en realidad, tal como Susan lo había señalado más temprano. O tal vez fue el propio Will quien hizo esa sugerencia, ya que para entonces había ingerido cuatro generosas medidas de Jack Daniels, y se sentía bastante más atrevido que de costumbre. O tal vez fue Susan quien los invitó a su casa, que estaba en el corazón del barrio de los teatros, justo a la vuelta de Flanagan's, donde ella misma había consumido cuatro copas de Chardonnay y había empezado a actuar para ellos la escena completa en la que el Caballero Visitante rompe el pequeño unicornio de cristal y Laura finge que no es una gran tragedia, haciendo ambos papeles para ellos, hecho que, Will supuso, con certeza había hecho que el barman anunciara el cierre diez minutos antes que la hora habitual.

Era una actriz espantosa.

¡Pero tan inspirada!

En el momento mismo que pisaron la calle, Susan levantó las manos hacia el cielo, con los dedos muy abiertos, y gritó con su horrible acento sureño:

– ¡Miren! ¡Broadway! ¡ La Gran Vía de las Luces! -Y luego hizo una pequeña pirueta, girando y danzando calle arriba, con los brazos aún en alto.

– ¡Dios mío, matémosla rápido! -le susurró Jessica a Will.

Los dos estallaron en carcajadas.

Susan debe haber pensado que ambos compartían su propia exuberancia.

Will supuso que no sabía lo que le esperaba. O tal vez sí.

A esa hora de la noche, las prostitutas habían empezado su ronda por la Octava Avenida, pero ninguna le echó siquiera una mirada a Will, probablemente suponiendo que era un tipo doblemente ocupado, con una chica de cada brazo. En una licorería abierta, no compró una botella de Moët Chandon sino de Veuve Clicquot, y los tres reanudaron su camino del brazo por la avenida.

El departamento de Susan era un monoambiente del tercer piso de un edificio sin ascensor en la esquina de la calle Cuarenta y Nueve y la Novena. Subieron detrás de ella, que se detuvo ante la puerta del 3 A, revolvió su bolso buscando la llave, la encontró y abrió la puerta. El lugar estaba amoblado en un estilo que Will denominaba Economía de Actriz Joven que Lucha por Triunfar. Una cocina diminuta a la izquierda de la entrada. Una cama doble contra la pared del fondo, donde también había una puerta que conducía, supuso Will, al baño. Un sofá y dos sillones y un tocador con espejo. En la pared de la entrada había otra puerta, que abierta reveló un placard. Susan colgó allí sus abrigos.

– ¿Les importa si me pongo cómoda? -les preguntó, y fue al baño.

Jessica enarcó las cejas.

Will fue hasta la cocina, abrió el refrigerador y vació dos cubeteras en un cuenco que encontró en la alacena. También encontró tres vasos de jugo que tendrían que servir para la ocasión. Jessica se sentó en el sofá observándolo mientras él se disponía a destapar el champán. Sonó un agudo pop en el momento en que otra rubia salía del baño.


Le llevó un minuto darse cuenta de que era Susan.

– El maquillaje y la ropa son grandes aliados para caracterizar a un personaje -dijo.

Ahora era una joven esbelta con cabello corto, lacio y rubio, un lindo par de pechos que asomaban por el profundo escote de una blusa roja, una breve y apretada falda negra, buenas piernas rematadas por zapatos negros de taco muy alto. Colgando de su mano se balanceaba la arratonada peluca castaña que había llevado puesta en el bar, y cuando abrió la mano izquierda y la extendió hacia él, con la palma hacia arriba, Will vio la prótesis dental que le había simulado esos clientes salientes. A través de la puerta abierta del baño, pudo ver el desaliñado traje marrón que colgaba del barrote de la ducha. Sus lentes estaban sobre el lavatorio.

– Un poco de relleno en la cintura me hizo más gruesa -dijo-. En clase usamos todos estos utilísimos accesorios.

Ya no se percibía ningún acento sureño, advirtió él. Ni tampoco ojos marrones.

– Pero tus ojos… -farfulló.

– Lentes de contacto -dijo Susan.

Sus verdaderos ojos eran tan azules como… bueno, los de Jessica.

De hecho, podían pasar por hermanas.

Dijo esto último en voz alta.

– Podrían pasar por hermanas -dijo.

– Tal vez porque lo somos -dijo Jessica-. Bien que te engañamos, ¿no es cierto?

– Maldición, sí.

– Probemos ese champán -dijo Susan, y fue hacia la cocina, donde la botella descansaba ahora en el cuenco con hielo. La levantó, escanció el vino en los vasos de jugo y llevó los tres vasos acunándolos en las manos. Jessica liberó uno de la maraña de dedos. Susan le entregó otro a Will.

– Por nosotros tres -brindó Jessica.

– Y por la improvisación -agregó Susan.

Todos bebieron.

Will supuso que sería una noche como pocas.


– Estamos en la misma clase de actuación -le dijo Jessica.

Seguía sentada en el sofá, con las piernas cruzadas. Piernas espléndidas. Will estaba en uno de los sillones. Susan, en el otro, frente a él, también con las piernas cruzadas, también espléndidas.

– Las dos queremos ser actrices -explicó Jessica.

– Creí que tú eras enfermera.

– Oh, sí, igual que Sue es camarera. Pero nuestra ambición es actuar.

– Algún día seremos estrellas.

– Y nuestros nombres brillarán en las carteleras de Broadway.

– Las Hermanas Carter. Todos volvieron a beber.

– En realidad, no somos de Montgomery -dijo Jessica.

– Bien, me doy cuenta ahora. Pero tu acento era muy bueno, Susan.

– Dialecto regional -lo corrigió ella.

– Somos de Seattle.

– Donde llueve todo el tiempo -dijo Will.

– Eso no es cierto en absoluto -dijo Susan-. En realidad en Seattle llueve menos que en Nueva York, es un hecho comprobado.

– Estadísticamente comprobado -dijo Jessica, asintiendo para demostrar su acuerdo, y vaciando su vaso-. ¿Queda algo de ese espumante?

– Oh, cantidad -dijo Susan, mientras se incorporaba enérgicamente de su sillón y mostraba sin pudor uno de sus muslos. Will le alcanzó también su vaso vacío. Había un asunto muy serio del cual había que ocuparse allí esta noche, había que realizar una improvisación de envergadura.

– Entonces, ¿cuánto hace que están viviendo aquí en Nueva York? -preguntó-. ¿Es cierto eso que dijiste allá en el bar? ¿En verdad hace apenas seis meses?

– Así es -dijo Jessica-. Desde fines de junio.

– Y desde entonces asistimos a las clases de actuación.

– ¿De veras actuaste en El zoo de cristal? ¿Con los Paper Players? ¿Existen los Paper Players?

– Claro que sí -dijo Susan, volviendo con los vasos llenos-. Pero en Seattle.

– Jamás hemos estado en Montgomery.

– Eso era parte de mi personaje -dijo Susan-, del personaje que interpretaba en el bar. La Pequeña Suzie Culo Triste.

Ambas rompieron a reír.

Will se rió con ellas.

– Yo interpreté a Amanda Wingate -dijo Jessica.

– En El zoo de cristal -explicó Susan-. Cuando hicimos la obra en Seattle. La madre de Laura. Amanda Wingate.

– En realidad yo soy la mayor -dijo Jessica-. En la vida real.

– Ella tiene treinta -explicó Susan-. Yo, veintiocho.

– Y aquí solitas en la gran ciudad perversa -dijo Will.

– Sí, aquí solitas -dijo Jessica.

– ¿Ahí es donde duermen?-preguntó Will-. ¿En esa cama que está allí? ¿Las dos solitas en esa gran cama perversa?

– Ajá -dijo Jessica-. Quiere saber dónde dormimos, Sue.

– Mejor ir con cuidado -dijo Susan.

A Will le pareció que era mejor retroceder un poco, hacer la jugada con mayor lentitud.

– ¿Y dónde está esa escuela de actuación a la que van?

– Sobre la Octava Avenida.

– Cerca del Biltmore -dijo Susan-. ¿Conoces el teatro Biltmore?

– No -dijo Will-. Lo siento.

– Bueno, cerca de ahí -dijo Jessica-. Madame D'Arbousse, ¿conoces lo que hace?

– No, lo siento, no la conozco.

– Bueno, tan solo es famosa -dijo Susan.

– Lo siento, no estoy familiarizado con…

– ¿La escuela D'Arbousse? ¿Nunca oíste hablar de la Escuela de Actuación D'Arbousse?

– No, lo siento.

– Es apenas mundialmente famosa -dijo Susan.

Parecía hacer mohines ahora, como una niña caprichosa. Will advirtió que estaba perdiendo terreno. Rápidamente.

– Entonces… eeeh… ¿por qué te disfrazaste esta noche? -preguntó-. Fuiste a ese bar como… bueno… espero que me disculpes… como una anticuada archivista, que fue lo que creí que eras.

– Fui muy buena, ¿no? -respondió Susan, sonriendo. Su sonrisa sin el postizo era adorable. Y su boca ya no parecía de labios finos, tampoco. Sorprendente lo que podía hacer un poco de lápiz labial para engordar los labios de una chica. El imaginó esos labios sobre los suyos, en la cama que estaba en el otro extremo de la habitación. También imaginó los labios de su hermana sobre los suyos. Imaginó todos sus labios enredados, entrelazados…

– Eso era parte del ejercicio -dijo Susan.

– ¿El ejercicio?

– Encontrar el lugar -dijo Jessica.

– El lugar del personaje -dijo Susan.

– Para un momento íntimo -explicó Jessica.

– Encontrar el lugar para el momento íntimo de un personaje.

– Pensamos que podía ser el bar.

– Pero ahora creemos que podría ser aquí.

– Bien, será aquí -dijo Jessica-. Una vez que lo creemos.

Se estaban alejando de Will. Y, más importante aún, Will sentía que lo dejaban atrás. Esa cama, tal vez a unos cuatro metros de distancia, parecía perderse de vista en una inalcanzable lejanía. Tenía que lograr que las cosas volvieran a su cauce. Pero todavía no sabía cómo. No mientras siguieran insistiendo con… ¿de qué hablaban, al final?

– Lo siento -dijo-, ¿pero qué es exactamente lo que tratan de crear?

– Un momento privado de un personaje -dijo Jessica.

– ¿Es este el lugar que usaremos? -preguntó Susan.

– Sí, creo que sí. ¿No te parece? Nuestro propio departamento. Un lugar real. A mí me parece muy real. ¿No te parece real, Sue?

– Sí. Claro que sí. Parece muy real. Pero no me siento íntima. ¿Tú te sientes íntima?

– No, todavía no.

– Disculpen, señoras… -dijo Will.

– Señoras, aaah -dijo Susan, poniendo los ojos en blanco.

– …pero podemos hacer esto mucho más íntimo, si eso es lo que ustedes están buscando.

– Estamos hablando de un momento íntimo -explicó Jessica-. La manera en que nos comportamos cuando nadie nos mira.

– Nadie nos mira ahora -dijo Will con tono alentador-. Podemos hacer lo que se nos antoje aquí, y nadie nunca…

– Creo que no entiendes -dijo Susan-. Lo que estamos tratando de crear aquí esta noche son las emociones y los sentimientos íntimos de un personaje.

– Entonces empecemos a crear todos esos sentimientos y emociones -sugirió Will.

– Esos sentimientos tienen que ser reales -dijo Jessica.

– Tienen que ser absolutamente reales -dijo Susan.

– Para que podamos aplicarlos a la escena que estamos haciendo.

– ¡Aaah! -dijo Will.

– Creo que lo entendió -dijo Jessica.

– Por suerte, lo entendió.

– Están ensayando una escena las dos juntas.

– ¡Bravo!

– ¿Qué escena? -preguntó Will.

– Una escena de Macbeth -dijo Susan.

– En la que ella le dice que debe azotar su coraje contra el escollo -dijo Jessica.

– Lady Macbeth.

– Le dice a Macbeth. Cuando él empieza a flaquear ante la idea de matar a Duncan.

– Azota tu coraje contra el escollo -repitió Jessica, esta vez con convicción-. Y no fallaremos.

Miró a su hermana.

– Eso estuvo muy bien -dijo Susan.

– Azotar el coraje, ¿eh? -dijo él, con sonrisa suficiente, y bebió otro sorbo de champán.

– Le está diciendo que no sea débil -dijo Susan.

– La cosa es que están conspirando para matar al rey, ¿te das cuenta? -dijo Jessica.

– Es un momento íntimo para los dos.

– Mientras analizan lo que están por hacer.

– Están planeando un asesinato, como verás.

– ¿Cómo se siente eso? -preguntó Susan.

– ¿Cómo se siente dentro de tu cabeza? -agregó Jessica.

– Ese momento íntimo dentro de tu cabeza.

– El momento en que una está planeando verdaderamente la muerte de alguien.

Por un instante reinó el silencio en la habitación. Las hermanas se miraron.

– ¿Alguien quiere más champán? -preguntó Susan.

– A mí me encantaría un poco -dijo Jessica.

– Yo lo traigo -dijo Will, y empezó a incorporarse.

– No, no, déjame a mí -dijo Susan, y tomando el vaso de él se dirigió con los tres vasos a la cocina. Jessica cruzó las piernas. En la cocina, a sus espaldas, Will podía oír a Susan que volvía a llenar los vasos. Contempló el pie de Jessica que se sacudía, con los zapatos de taco alto semisalidos, sostenidos solamente con los dedos del pie.

– Así que toda esa escena del bar era parte de un ejercicio, ¿no? -dijo Will-. ¿Cuando me sugeriste matar a alguien? ¿Y después elegiste a tu hermana como víctima?

– Bueno, algo así-dijo Jessica.

Su zapato cayó al suelo. Ella se agachó para recobrarlo, extendiendo las piernas, el vestido negro trepándose a sus muslos. Cruzó una pierna sobre la otra, volvió a calzarse el zapato, le sonrió a Will. Susan ya estaba de vuelta con los vasos llenos.

– Todavía queda un poco más -dijo, y les alcanzó los vasos. Jessica alzó el suyo para brindar.

– En un momento así -dijo Jessica-, pongo a prueba tu amor.

– Salud -dijo Susan, y bebió.

– ¿Y qué quiere decir? -dijo Will, y bebió también.

– Está en la escena -dijo Jessica-. En realidad, está al principio de la escena. Cuando él empieza a vacilar. Al final, ella está convencida de que el rey debe morir.

– Un falso rostro debe ocultar lo que un falso corazón revela -dijo Susan, y asintió.

– Ese es el parlamento final de Macbeth. Al final de la escena.

– ¿Por eso te habías vestido como una archivista? Un falso rostro debe ocultar… ¿cómo era eso que acabas de decir?

– Lo que un falso corazón revela -repitió Susan-. Pero no, no me había disfrazado por eso.

– ¿Por qué, entonces?

– Era mi manera de intentar crear un personaje.

– Tal vez él no entendió nada, después de todo -dijo Jessica.

– Un personaje que podría matar -dijo Susan.

– ¿Para eso tenía que convertirte en una antigualla?

– Bueno, tenía que convertirme en otra persona, sí. Alguien que no se pareciera a mí en absoluto. Pero eso no resultó suficiente. También tenía que encontrar el lugar adecuado.

– El lugar es aquí -dijo Jessica.

– Y ahora -dijo Will-. Así que, señoras, si no les molesta…

– Ooooh, otra vez señoras -dijo Susan, y otra voz puso los ojos en blanco.

– … ¿podemos olvidarnos por un momento de todo ese asunto de la actuación…?

– ¿Y qué hay de tus momentos íntimos? -preguntó Susan.

– Yo no tengo momentos íntimos.

– ¿Nunca te tiras un pedo cuando estás solo, en la oscuridad?

– ¿Nunca te masturbas cuando estás solo, en la oscuridad?

Will se quedó con la boca abierta.

– Esos son momentos íntimos -dijo Jessica.

Por algún motivo, Will no pudo volver a cerrar la boca.


– Creo que está empezando a hacerle efecto -dijo Susan.

– Quítale el vaso de la mano antes de que lo deje caer -ordenó Jessica.

Will las miró con los ojos y la boca bien abiertos.

– Apuesto a que cree que es curare -dijo Jessica.

– ¿De dónde demonios podríamos sacar curare?

– ¿De las selvas de Brasil?

– ¿De Venezuela?

Las dos chicas se rieron.

Will no sabía si era curare o no. Todo lo que sabía era que no podía hablar ni moverse.

– Bueno, sí sabe que no hicimos todo el viaje hasta el Amazonas para conseguir un veneno -dijo Jessica.

– Claro, sabe que eres enfermera -dijo Susan.

– Beth Israel, como bien sabes.

– Y allí tienes acceso a pilas de drogas.

– Incluso drogas con curare sintético.

– Hay miles de esas.

– Puedes hacerle una lista, Jess.

– No quiero aburrirlo, Sue.

– El curare hay que inyectarlo, ¿sabías, Will?

– Los nativos empapan sus dardos en curare.

– Y lanzan esos dardos con cerbatanas.

– Las víctimas quedan paralizadas.

– Indefensas.

– La muerte se produce por asfixia.

– Eso significa que no puedes respirar.

– Porque los músculos respiratorios se paralizan.

– ¿Ya tienes problemas para respirar, Will?

A él no le parecía que tuviera problema para respirar. ¿Pero qué era lo que decían? ¿Estaban diciendo que lo habían envenenado?

– Las drogas sintéticas vienen en forma de tableta -le dijo Susan.

– Es fácil pulverizarla.

– Fácil disolverla.

– Hay miles de usos legítimos para las drogas con curare sintético -dijo Jessica.

– Siempre que uno sea cuidadoso con la dosis.

– Nosotras no fuimos particularmente cuidadosas con la dosis, Will.

– ¿Tu champán no sabía un poco amargo?

Él quiso menear la cabeza para decir no. Su champán estaba muy rico. ¿O había estado demasiado borracho para sentirle el sabor? Pero no podía menear la cabeza, no podía hablar.

– Observémoslo -dijo Susan -. Estudiemos sus reacciones.

– ¿Por qué? -preguntó Jessica.

– Bueno, podría ser útil.

– No para la escena que estamos haciendo.

– Matar a alguien.

– Matar a alguien, sí, Susan.

Matándome a mí, pensó Will.

De veras me están matando.

Pero, no…

Chicas, pensó, están cometiendo un error. Esta no es la manera de hacerlo. Volvamos al plan original, chicas. El plan original era descorchar una botella de espumante y meternos juntos en la cama. El plan original era compartir esta encantadora noche tres días antes… en realidad ahora eran dos días, ya bien pasada la medianoche… dos días antes de Navidad, compartir esta noche agradable y poco complicada, se supone que todo lo que debía ocurrir acá era un acto de hermanas con un tercero servicial. Entonces, ¿cómo se puso tan seria la cosa de repente? No había motivo para que ustedes se pusieran tan serias con eso de las lecciones de actuación y los momentos íntimos, de veras, se suponía que esta noche íbamos a divertirnos y a jugar un rato. Entonces ¿por qué tuvieron que ponerme veneno en el champán? Quiero decir, por Dios, chicas, ¿por qué tuvieron que hacer eso cuando nos llevábamos tan bien?

– ¿Sientes algo? -preguntó Susan.

– No -dijo Jessica-. ¿Y tú? -Creí que sí sentiría algo…

– Yo también.

– No sé… algo siniestro o eso.

– Quiero decir… ¡matando a alguien! Creí que sería algo especial. Pero…

– Te entiendo. Es sólo como observar a alguien que… no sé, se está haciendo un corte de cabello o algo así.

– Tal vez deberíamos haber intentado otra cosa.

– ¿No veneno, quieres decir?

– Algo más dramático.

– Algo más terrorífico, eso quieres decir.

– Provocarle alguna reacción.

– En vez de tenerlo simplemente ahí sentado.

– Sentado ahí como un drogón muriéndose.

Las chicas se inclinaron sobre Will y escrutaron su rostro. Sus rostros se veían distorsionados de tan cerca que estaban. Parecía que los ojos azules se les escapaban de la cara.

– Haz algo -le dijo Jessica.

– Haz algo, pendejo -le dijo Susan.

Siguieron observándolo.

– Supongo que todavía podemos apuñalarlo -dijo Jessica.

Por favor, no me apuñalen, pensó Will. Los cuchillos me dan miedo. Por favor, no me apuñalen.

– Veamos qué hay en la cocina -dijo Jessica.

De pronto estuvo solo.

Las chicas habían desaparecido.

A sus espaldas…

No podía girar la cabeza para verlas.

…podía escucharlas a sus espaldas mientras revolvían lo que supuso era una de las gavetas de la cocina, alcanzó a escuchar el tintineo de los utensilios…

Por favor, no me apuñalen, pensó.

– ¿Qué te parece este? -preguntó Jessica.

– Es enorme para el trabajo -respondió Susan.

– Un buen tajo en su cochina garganta -dijo Jessica, y se rió.

– Entonces vamos a ver si sigue ahí sentado como un idiota.

– Si tiene alguna clase de reacción.

– Si nos ayuda a sentir algo.

– Ahora entendiste, Sue. Ese es el punto.

El pecho de Will había empezado a entumecerse. Empezaba a tener problemas para respirar.

En la cocina, las chicas volvieron a reírse. ¿Por qué se reían?

¿Habían dicho algo que él no había escuchado? ¿Iban a hacer algo más con ese cuchillo, además de cortarle la garganta? Anheló poder respirar hondo. Sabía que se sentiría tanto mejor si pudiera respirar hondo. Pero no… no parecía poder… no era capaz…

– ¡Ey! -dijo Jessica-. ¡Tú! ¡No nos arruines todo!

Susan la miró.

– Creo que se nos fue -dijo.

– ¡Mierda! -dijo Jessica.

– ¿Qué estás haciendo?

– Tomándole el pulso.

Susan esperó.

– Nada -dijo Jessica, y dejó caer la muñeca de Will. Las hermanas siguieron mirándolo, ahí derrengado en el sillón, con la boca todavía abierta, los ojos desorbitados.

– Se lo ve más muerto que el demonio -dijo Jessica.

– Mejor que lo saquemos de aquí.

– Es un buen ejercicio -dijo Jessica-. Deshacerse del cuerpo.

– Diría que sí. Apuesto a que pesa unos noventa kilos.

– No digo esa clase de buen ejercicio, Sue. Hablo de un buen ejercicio. Un buen ejercicio de actuación.

– Ah, sí. Lo que se siente al deshacerse de un cadáver. Sí.

– Hagámoslo -dijo Jessica.

Empezaron a levantarlo del sillón. Era de veras muy pesado. Lo llevaron a medias alzado, a medias arrastrándolo, hasta la puerta de entrada.

– Dime -dijo Susan-. ¿Y ahora… sientes algo… o todavía no?

– Nada -dijo Jessica.

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