14

ESTÁBAMOS EN UN VECINDARIO de grandes casas antiguas. Algunas habían sido restauradas. Otras necesitaban una buena reforma. Algunas habían sido transformadas en edificios de apartamentos. La mayoría estaban situadas en parcelas de buenas dimensiones y daban la espalda a la carretera. El conejo y su compañero habían desaparecido por el lateral de una de las casas de apartamentos. Vinnie y yo merodeamos alrededor del edificio, quedándonos quietos de vez en cuando para escuchar, con la esperanza de que el conejo se descubriera. Inspeccionamos entre los coches que había aparcados a la entrada y miramos detrás de los arbustos.

– No los veo -dijo Vinnie-. Creo que se han ido. O han pasado por delante de nuestras narices y han vuelto al coche o se han metido en esta casa.

Los dos miramos a la casa.

– ¿Quieres que la inspeccionemos? -preguntó Vinnie.

Era una gran casa victoriana. Había estado en casas como aquélla en otras ocasiones, y estaban llenas de armarios y pasillos y puertas cerradas. Casas buenas para esconderse y difíciles de inspeccionar. Especialmente para una cagueta como yo. Ahora que me encontraba al aire libre, iba recuperando la cordura. Y cuanto más paseaba por allí, menos deseaba encontrar al conejo.

– Creo que voy a pasar de la casa.

– Buena elección -dijo Vinnie-. En una casa como ésta es fácil que te vuelen la cabeza. Claro que eso a ti te dará lo mismo, porque estás como una puta cabra. Tienes que dejar de ver esas películas antiguas de Al Capone.

– Mira quién habla. ¿Qué me dices de la vez que te pusiste a disparar en casa de Pinwheel Soba? Casi la destrozaste.

La cara de Vinnie se contrajo con una sonrisa.

– Me dejé llevar por la situación.

Nos encaminamos al coche con las pistolas todavía desenfundadas, atentos a cualquier ruido y movimiento. A media manzana de la tienda de veinticuatro horas vimos una columna de humo que se elevaba desde el otro lado del edificio de ladrillo. Era un humo negro y acre, que olía a goma quemada. La clase de humo que sale de un coche incendiado.

Se oían sirenas en la lejanía y tuve otro de esos presentimientos inquietantes. Terror en la boca del estómago. Le siguió una oleada de tranquilidad que anunciaba la llegada de la negación. No podía ser. Otro coche, no. El coche de Ranger, no. Tenía que ser cualquier otro coche. Empecé a hacer pactos con Dios. Que sea el Explorer, le sugerí a Dios, y seré mejor persona. Iré a la iglesia. Comeré más verdura. Dejaré de abusar del masaje de la ducha.

Doblamos la esquina y, como era de esperar, el coche de Ranger estaba en llamas. Muy bien, se acabó, dije a Dios. No vale ninguno de los pactos.

– ¡Hostias! -dijo Vinnie-. Es tu coche. Es el segundo CR-V que te cargas esta semana. Con esto puede que hayas batido tu propio récord.

El dependiente de la tienda de veinticuatro horas estaba en la calle, disfrutando del espectáculo.

– Lo he visto todo -dijo-. Ha sido un conejo gigante. Entró en la tienda y compró una lata de combustible para barbacoas. Luego roció el coche negro y le echó una cerilla. A continuación se fue en el todoterreno verde.

Guardé el arma y me senté en el reborde de cemento de la tienda. Por si fuera poco que me hubieran achicharrado el coche, me había dejado el bolso dentro. Las tarjetas de crédito, el carné de conducir, el brillo de labios, el spray de defensa y mi nuevo teléfono móvil habían desaparecido. Y había dejado las llaves en el contacto. Y el mando de mi sistema de seguridad estaba metido en el llavero.

Vinnie se sentó a mi lado.

– Siempre que salgo contigo me lo paso genial -dijo-. Deberíamos hacerlo más a menudo.

– ¿Llevas tu móvil?

El primer número que marqué fue el de Morelli, pero no estaba en casa. Bajé la cabeza. Ranger era el siguiente de la lista.

– Sí -contestó Ranger.

– Tengo un pequeño problema.

– No me digas. Tu coche se ha ido a tomar viento.

– Bueno, se ha quemado un poco.

Silencio.

– ¿Y te acuerdas de aquel mando que me diste? Estaba en el coche.

– Cariño…


Vinnie y yo seguíamos sentados en el bordillo cuando llegó Ranger. Llevaba vaqueros, camiseta negra y botas, y parecía casi normal. Echó una mirada al coche achicharrado, luego me miró a mí y sacudió la cabeza. En realidad, más que sacudir la cabeza, insinuó que sacudía la cabeza. No quise ni intentar imaginar qué pensamiento había provocado aquel gesto. Pero supuse que no sería bueno. Habló con uno de los policías y le dio una tarjeta. Luego nos recogió a Vinnie y a mí y nos llevó a mi casa. Vinnie se metió en su Cadillac y se marchó.

Ranger sonrió y señaló a la pistola que llevaba en mi cadera.

– Tienes buen aspecto, cariño. ¿Le has pegado un tiro a alguien hoy?

– Lo he intentado.

Soltó una risita suave, me pasó un brazo por el cuello y me besó justo encima de la oreja.

Héctor nos esperaba en el descansillo. Tenía toda la pinta de que le quedaría bien un mono naranja y grilletes en los tobillos. Pero, oye, ¿qué sé yo? A lo mejor es un tío encantador. A lo mejor ni siquiera sabe que una lágrima tatuada debajo del ojo significa un asesinato cometido por la pandilla. E, incluso aunque lo sepa, es una lágrima nada más, o sea, que tampoco es un asesino en serie, ¿no?

Héctor le dio a Ranger un mando nuevo y dijo algo en español. Ranger le contestó, se saludaron con uno de esos apretones de manos complicados y Héctor se fue.

Ranger abrió la puerta con el mando y entró conmigo.

– Héctor ya lo ha revisado. Dice que el apartamento está limpio -dejó el mando encima de la repisa de la cocina-. El mando nuevo está programado exactamente como el anterior.

– Siento lo que ha pasado con el coche.

– Era sólo cuestión de tiempo, cariño. Lo consideraré como gastos de esparcimiento -echó un vistazo a la pantalla de su buscapersonas-. Tengo que irme. No te olvides de echar el cerrojo del suelo cuando me vaya.

Bajé el cerrojo con el pie y paseé por la cocina. Se supone que pasear calma los nervios, pero cuanto más paseaba más nerviosa me ponía. Necesitaba un coche para el día siguiente y no se lo iba a pedir a Ranger. No me gustaba ser su esparcimiento. Ni esparcimiento motorizado, ni esparcimiento sexual.

¡Aja!, dijo una voz en mi interior. Ahora estamos llegando a algún sitio. Este nerviosismo que sientes no es por el coche. El motivo es el sexo. Estás deprimida porque te has tirado a un tío que no quería nada más que sexo puro y duro. ¿Sabes lo que eres?, preguntó la voz. Una hipócrita.

Bueno, le dije a la voz. ¿Y qué? ¿Adonde quieres ir a parar?

Revolví los armarios y el frigorífico intentando encontrar un Tastykake. Ya sabía que no me quedaba ninguno, pero busqué de todas formas. Otro ejercicio de futilidad. Mi especialidad.

Vale. Muy bien. Me voy a la calle a comprarlo. Agarré el mando que me acababa de dar Ranger y salí del apartamento como una fiera. Cerré de un portazo, marqué la clave del sistema de seguridad y me di cuenta de que había salido sin nada más que el mando. No tenía ni las llaves del coche, innecesarias puesto que ya no tenía coche. Tampoco tenía ni dinero ni tarjetas de crédito. Gran suspiro. Debía volver a entrar y replantearme la situación.

Volví a marcar el código y empujé la puerta. No se abría. Marqué otra vez el código. Nada. No tenía llave. Lo único que tenía era aquel estúpido mando de mierda. No había motivos para asustarse. Debía de estar haciendo algo mal. Repetí la operación. No era tan difícil. Marcar los números y la puerta se abre. A lo mejor no me acordaba bien de los números. Probé otro par de combinaciones. No hubo suerte.

Mierda de tecnología. Odio la tecnología. La tecnología es una putada.

Vale, tómatelo con calma, me dije. No querrás repetir la escenita del tiroteo por la ventanilla del coche. No querrás que se te vaya la olla por un estúpido mando. Respiré profundamente un par de veces y marqué los números en el aparato una vez más. Agarré el picaporte, tiré y lo giré, pero la puerta no se abrió.

– ¡A la mierda! -tiré el mando al suelo y me puse a saltar encima de él-. ¡Mierda, mierda, mierda!

Le di una patada que lo envió al otro extremo del pasillo. Corrí por el descansillo, desenfundé la pistola y le pegué un tiro al mando. ¡PUM! El mando saltó en el aire y le disparé otra vez.

Una mujer asiática abrió la puerta al otro lado del descansillo. Me miró, ahogó un chillido, se metió dentro y cerró la puerta con llave.

– Lo siento -grité en su dirección-. Me he dejado llevar.

Recogí el mando despanzurrado y volví a mi parte del pasillo. Mi vecina de al lado, la señora Karwatt, estaba en la puerta de su casa.

– ¿Tienes algún problema, querida? -me preguntó.

– Me he quedado fuera del apartamento y no puedo abrir.

Afortunadamente la señora Karwatt tenía una copia. Me dio la llave, la inserté en la cerradura y la puerta no se abría. Entré con la señora Karwatt en su casa y llamé a Ranger desde su teléfono.

– La puta puerta no se abre -dije.

– Ahora te mando a Héctor.

– ¡No! No le entiendo. No puedo hablar con él -y me da un miedo que me muero.

Veinte minutos después estaba sentada en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada en la pared, cuando Ranger y Héctor llegaron.

– ¿Qué pasa? -preguntó Ranger.

– La puerta no se abre.

– Seguramente no es más que un problema de programación. ¿Tienes el mando?

Puse el mando en su mano. Ranger y Héctor lo miraron. Luego se miraron el uno al otro, levantaron las cejas y sonrieron.

– Creo que ya sé lo que ha pasado -dijo Ranger-. Alguien se ha cargado el mando a tiros -le dio vueltas en la mano-. Por lo menos has sido capaz de acertarle. Es agradable comprobar que la práctica de tiro ha merecido la pena.

– Soy buena en las distancias cortas.

Héctor tardó veinte segundos en abrir la puerta y diez minutos en desmontar los sensores.

– Si quieres que volvamos a montar un sistema de seguridad, dímelo -dijo Ranger.

– Te agradezco el ofrecimiento, pero prefiero entrar con los ojos vendados en un apartamento lleno de cocodrilos.

– ¿Quieres probar suerte con otro coche? Podemos correr el riesgo. Podría conseguirte un Porsche.

– Es tentador, pero no. Espero que me llegue el cheque de la compañía de seguros mañana. En cuanto lo tenga, le diré a Lula que me lleve a un concesionario.

Ranger y Héctor se fueron y yo me encerré en mi apartamento. Había descargado mucha agresividad disparando al mando y me sentía mucho más tranquila. El corazón sólo se saltaba un latido de vez en cuando y el tic del ojo apenas se notaba. Me comí el último trozo de masa de galleta congelada. No era un Tastykake, pero aun así estaba bastante bueno. Encendí la televisión y me puse a ver un partido de hockey.


– Ah-ah -dijo Lula a la mañana siguiente-. ¿Has venido a la oficina en taxi? ¿Qué le ha pasado al coche de Ranger?

– Se incendió.

– ¿Cómo dices?

– Y tenía el bolso dentro. Me tengo que ir a comprar otro bolso.

– Soy la persona ideal para ese cometido -dijo Lula-. ¿Qué hora es? ¿Ya están abiertas las tiendas?

Eran las diez en punto de la mañana del lunes. Las tiendas estaban abiertas. Ya había anulado las tarjetas de crédito derretidas. Estaba lista para echarme a la calle.

– Un momento -dijo Connie-. ¿Qué pasa con lo que hay que archivar?

– Ya está casi todo archivado -dijo Lula, y agarró una pila de carpetas y las metió en un cajón-. Además, no vamos a tardar mucho. Stephanie siempre compra el mismo bolso aburrido. Va directamente al departamento de la marca Coach, elige uno de esos bolsazos de cuero negro con bandolera y se acabó la historia.

– Resulta que también se me ha quemado el carné de conducir -dije-. Esperaba que, de paso, me acercaras a las oficinas de tráfico.

Connie hizo un aparatoso gesto de resignación.

– Marchaos.

Era mediodía cuando llegamos al centro comercial de Quaker Bridge. Compré el bolso y Lula y yo probamos unos perfumes. Estábamos en la planta superior, yendo hacia las escaleras mecánicas para bajar al aparcamiento, cuando una silueta familiar nos cortó el paso.

– ¡Tú! -dijo Martin Paulson-. ¿Qué pasa contigo? No consigo librarme de ti.

– No empieces otra vez -dije-. No estoy nada contenta contigo.

– Vaya, qué pena. Casi me preocupa. ¿Qué haces hoy aquí? ¿Estás buscando otra persona a la que maltratar?

– No te maltraté.

– Me tiraste al suelo.

– Tú te caíste. Dos veces.

– Te dije que tenía un sentido del equilibrio muy malo.

– Mira, quítate de en medio. No me voy a quedar aquí discutiendo contigo.

– Sí, ya has oído -dijo Lula-. Quítate de en medio.

Paulson se giró para mirar a Lula y, al parecer, no estaba preparado para lo que vio, porque perdió la estabilidad y se cayó de espaldas por las escaleras mecánicas. Había un par de personas detrás de él y las derribó como si fueran bolos. Todos acabaron revueltos en el suelo.

Lula y yo corrimos escaleras abajo hacia el montón de cuerpos.

Paulson parecía ser el único perjudicado.

– Me he roto una pierna -se quejó-. Os apuesto lo que queráis a que me he roto una pierna. Ya te había dicho que tenía problemas de equilibrio. Nadie me hace caso.

– Seguro que hay una buena razón para que nadie te haga caso -dijo Lula-. A mí me pareces un bocazas, por si te interesa mi opinión.

– Es todo por tu culpa -protestó Paulson-. Me has dado un susto de muerte. Deberían mandar a la policía de la moda para que te detenga. ¿Y ese pelo amarillo? Pareces Harpo Marx.

– Bueno -dijo Lula-. Me largo. No me voy a quedar aquí aguantando que me insulten. Tengo que volver al trabajo.

Estábamos saliendo del aparcamiento en el coche cuando Lula frenó en seco.

– Un momento. ¿Están las bolsas con mis compras en el asiento de atrás?

Me di la vuelta y miré.

– No.

– ¡Mierda! Se me han debido de caer cuando me ha empujado ese saco de mierda de mono.

– No pasa nada. Acércate a la puerta y voy a recogerlas de una carrera.

Lula fue hasta la entrada y yo desanduve nuestros pasos por el centro comercial. Tuve que pasar junto a Paulson para llegar a las escaleras. Los de la ambulancia le habían puesto en una camilla y estaban a punto de llevárselo. Subí en las escaleras hasta la segunda planta y encontré las bolsas en el suelo junto a un banco, exactamente donde las había dejado Lula.

Treinta minutos después estábamos en la oficina y Lula tenía todas sus bolsas esparcidas por el sofá.

– Uh-uh -dijo-. Hay una bolsa de más. ¿Ves esa bolsa grande marrón? No es mía.

– Estaba en el suelo con las otras bolsas -respondí.

– Ay, madre -suspiró Lula-. ¿Estás pensando lo mismo que yo? No quiero ni mirar dentro de esa bolsa. Me da muy mal rollo.

– Tenías razón con tu presentimiento -dije mirando dentro de la bolsa-. Aquí dentro hay un par de pantalones que sólo podrían ser de Paulson. Más un par de camisas. Mierda; Hay una caja envuelta en papel de regalo infantil.

– Te sugiero que tires esa bolsa al contenedor de basura y te laves las manos.

– No puedo hacer eso. El hombre se acaba de romper la pierna. Y esto es el regalo de cumpleaños de un niño.

– No te preocupes -me consoló Lula-. Puede entrar en Internet, robar otro poquito y conseguir otro regalo.

– Es culpa mía -dije-. Yo me he llevado el regalo de Paulson. Tengo que devolvérselo.

Había varios hospitales en la zona de Trenton. Si hubieran llevado a Paulson a St. Francis, podría acercarme dando un paseo y entregarle su bolsa antes de que le dieran el alta. Y había muchas posibilidades de que estuviera en St. Francis, porque era el hospital más próximo a su casa.

Llamé a ingresos y les pedí que consultaran con el servicio de urgencias. Me dijeron que, efectivamente, Paulson estaba en urgencias, y que creían que todavía estaría allí un buen rato.

No es que me hiciera mucha ilusión ver a Paulson, pero era un bonito día de primavera y daba gusto estar en la calle. Decidí ir andando hasta el hospital, luego caminar hasta la casa de mis padres, gorronear la cena y decirle hola a Rex. Llevaba mi bolso nuevo al hombro y me sentía segura porque en él iba mi pistola. Además de un brillo de labios nuevo. ¿Soy una profesional o no?

Bajé paseando por Hamilton un par de manzanas y luego doblé por la calle anterior a la entrada principal del hospital para meterme por el acceso de urgencias. Busqué a la enfermera responsable y le pedí que le entregara la bolsa a Paulson.

Así quedaba libre; la bolsa ya no era mi responsabilidad. Había hecho un esfuerzo para devolvérsela a Paulson y me fui del hospital sintiéndome satisfecha de mi bondad.

Mis padres vivían detrás del hospital, en el corazón del Burg. Pasé por delante del aparcamiento subterráneo y me paré en el cruce. Era media tarde y había muy pocos coches por la calle. En los colegios todavía estaban dando clase. Los restaurantes estaban vacíos.

Un coche solitario bajó por la calle y se paró en la señal de stop. Había un coche aparcado a mi derecha. Oí el sonido de unos pasos sobre la gravilla. Giré la cabeza para ver qué era, y el conejo apareció por detrás del coche estacionado. En esta ocasión iba completamente ataviado.

– ¡Bu! -dijo.

Solté un chillido involuntario. Me había pillado por sorpresa. Metí la mano en el bolso para buscar la pistola, pero de repente se plantó otra persona delante de mí y me tiró de la bandolera. Era el tipejo de la máscara de Clinton. Si hubiera conseguido alcanzar la pistola les habría pegado un tiro muy a gusto. Y si hubiera sido un solo hombre, tal vez habría podido llegar a la pistola. Pero, en aquellas circunstancias me tenían dominada.

Caí al suelo gritando, pataleando y arañando, con los dos hombres encima. Las calles estaban desiertas, pero yo hacía mucho ruido y había casas cerca. Sabía que si gritaba lo bastante alto y el tiempo suficiente, alguien acabaría por oírme. El coche que había parado en el cruce giró y se paró a unos centímetros de nosotros.

El conejo abrió la puerta de atrás y tiró de mí para meterme dentro. Abrí piernas y brazos ante la puerta del coche, agarrándome con uñas y dientes y gritando como una fiera. El de la máscara de Clinton intentó agarrarme de las piernas y, cuando se acercó lo suficiente para hacerlo, le lancé una patada y le di debajo de la barbilla con mis botas Caterpillar. Retrocedió tambaleándose y se desplomó. ¡Crash! Boca arriba en la acera.

El conductor salió del coche. Llevaba una máscara de Richard Nixon y yo estaba segura de reconocer su figura. Estaba segura de que era Darrow. Me escabullí del conejo. Es difícil sujetar algo cuando llevas un disfraz de conejo con patas de conejo. Tropecé con el bordillo y caí sobre una rodilla. Me levanté como pude y escapé de allí, corriendo como una loca. El conejo salió corriendo detrás de mí.

Había un coche en el cruce y pasé por delante de él corriendo y gritando. Sentía la voz ronca y probablemente más que gritar, graznaba. La rodilla me asomaba por un desgarrón en los vaqueros, el brazo estaba arañado y sangraba y el pelo me caía sobre la cara, revuelto y enmarañado tras haber rodado por el suelo con el conejo. Apenas miré al coche, y sólo me di cuenta de que era plateado. Oía al conejo detrás de mí. Los pulmones me ardían y sabía que no podría correr más que él. Estaba demasiado asustada para pensar en alguna salida. Corría calle abajo a lo loco.

Oí el chirrido de unas llantas y el motor de un coche poniéndose en marcha. Darrow, pensé. Que viene por mí. Me volví a mirar y vi que no era Darrow quien me seguía. Era el coche plateado. Un Buick LeSabre. Y mi madre iba al volante. Se lanzó sin contemplaciones sobre el conejo. Éste salió volando por los aires, en una explosión de piel falsa, y aterrizó convertido en bulto informe a un lado de la calzada. El coche que conducía Darrow se paró junto al conejo. Darrow y el otro tipo con máscara se apearon, recogieron al conejo, lo metieron en el asiento trasero y se fueron.

Mi madre se había detenido a unos centímetros de mí. Cojeé hasta el coche, ella abrió la puerta y me subí.

– Santa María, Madre de Dios -dijo-. Te estaban persiguiendo Richard Nixon, Bill Clinton y un conejo.

– Sí. Menos mal que has aparecido tú.

– He atropellado al conejo -gimoteó-. Seguramente lo he matado.

– Era un conejo malo. Merecía morir.

– Se parecía al Conejo de Pascua. He matado al Conejo de Pascua -dijo sollozando.

Saqué un pañuelo de papel del bolso de mi madre y se lo di. Luego revisé el bolso más concienzudamente.

– ¿No tienes Valium por aquí? ¿O algún Klonapin o Ativan?

Mi madre se sonó la nariz y puso el coche en marcha.

– ¿Tienes la menor idea de lo que es para una madre ir por la calle y ver que a su hija la persigue un conejo? No sé por qué no puedes tener un trabajo normal, como tu hermana.

Puse los ojos en blanco. Otra vez mi hermana. Santa Valerie.

– Y está saliendo con un hombre muy agradable -siguió mi madre-. Creo que tiene buenas intenciones. Y es abogado. Algún día vivirá muy bien -mi madre volvió al cruce para que yo pudiera recoger el bolso-. ¿Y tú, qué? -quiso saber-. ¿Con quién estás saliendo tú?

– No me preguntes -contesté. No estaba saliendo con nadie. Estaba fornicando con Batman.

– No sé muy bien qué hacer ahora -dijo mi madre-. ¿Crees que debería denunciar todo esto a la policía? ¿Qué les podría contar? Quiero decir que, ¿cómo iba a quedar? Iba a Giovichinni a comprar fiambres y vi a un conejo que seguía a mi hija por la calle, así que lo atropellé, pero ha desaparecido.

– ¿Te acuerdas de que, cuando era pequeña, un día íbamos todos al cine y papá atropello a un perro en Roebling? Todos nos bajamos del coche para buscarlo pero no pudimos encontrarlo. Simplemente salió corriendo y desapareció.

– Me sentí fatal aquel día.

– Sí, pero fuimos al cine de todas formas. Quizá deberíamos ir a por esos fiambres y ya está.

– Era un conejo -dijo mi madre-. Y no tenía por qué estar en la carretera.

– Exacto.

Fuimos hasta Giovichinni en silencio y aparcamos delante de la tienda. Las dos salimos del coche y fuimos a mirar el morro del Buick. Había un poco de piel de conejo pegada al radiador, pero, aparte de eso, el LeSabre estaba en perfectas condiciones.

Mientras mi madre charlaba con el carnicero, salí fuera y llamé a Morelli desde un teléfono público.

– Esto te va a sonar un poco raro -dije-, pero mi madre acaba de atropellar al conejo.

– ¿Atropellar?

– Como en las carreteras campestres. No estamos muy seguras de qué hacer al respecto.

– ¿Dónde estáis?

– En Giovichinni, comprando fiambre.

– ¿Y el conejo?

– Desaparecido. Estaba con otros dos tipos. Lo recogieron de la carretera y se lo llevaron en el coche.

Hubo un largo silencio al teléfono.

– Estoy sin palabras, joder -dijo Morelli por fin.

Una hora después oí la camioneta de Morelli aparcando delante de la casa de mis padres. Llevaba vaqueros y botas, y una sudadera de algodón con las mangas subidas. La sudadera era lo bastante holgada como para ocultar la pistola que siempre llevaba en la cintura.

Yo me había duchado y arreglado el pelo, pero no tenía ropa limpia para cambiarme, así que seguía con los vaqueros rasgados y ensangrentados y la camiseta manchada de tierra. Tenía un corte abierto en la rodilla, una buena rozadura en el brazo y otra en la mejilla. Salí al encuentro de Morelli en el porche y cerré la puerta detrás de mí. No quería que la abuela Mazur se uniera a nosotros. Morelli me miró lentamente de arriba a abajo.

– Podría darte un beso en la rodilla y se te pondría mejor.

Una habilidad adquirida tras años de jugar a los médicos.

Nos sentamos juntos en un escalón y le conté lo del conejo en la pastelería y el intento de secuestro en el cruce.

– Y estoy casi segura de que era Darrow el que conducía.

– ¿Quieres que haga que le detengan?

– No. No podría identificarle con certeza.

La cara de Morelli se iluminó con una sonrisa.

– ¿De verdad atropello tu madre al conejo?

– Vio que me perseguía y lo atropello. Lo lanzó unos tres metros por el aire.

– Le gustas.

Asentí con la cabeza y los ojos se me humedecieron.

Un coche pasó por delante. Con dos hombres.

– Podrían ser ellos -dije-. Dos de los esbirros de Abruzzi. Intento estar en guardia, pero los coches son siempre diferentes.

Y sólo conozco a Abruzzi y a Darrow. Los otros han llevado siempre la cara tapada. No puedo darme cuenta a tiempo de que me van a asaltar. Y de noche, cuando sólo veo luces que vienen y van, es todavía peor.

– Estamos haciendo horas extras para encontrar a Evelyn, peinando los barrios en busca de testigos, pero hasta el momento no ha habido nada. Abruzzi sabe protegerse muy bien.

– ¿Quieres hablar con mamá de lo del conejo?

– ¿Hubo algún testigo?

– Sólo los dos tipos del coche.

– Normalmente no investigamos accidentes con conejos. Y éste era un conejo, ¿verdad?


Morelli no quiso quedarse a cenar. No me extraña. Valerie había invitado a Kloughn y en la mesa sólo quedaba sitio para cenar de pie.

– ¿A que es una monada? -me susurró la abuela en la cocina-. Igualito que el muñeco de las pastas Pillsbury.

Después de la cena le pedí a mi padre que me llevara a casa.

– ¿Qué piensas del clown ese? -me preguntó por el camino-. Parece que le gusta mucho Valerie. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que haya algo?

– No se ha levantado y se ha ido cuando la abuela le ha preguntado si era virgen. Eso me parece una buena señal.

– Sí, lo ha aguantado. Debe de estar completamente desesperado si está dispuesto a entrar en una familia como la nuestra. ¿Alguien le ha dicho que la niña caballo es de Valerie?

Me imaginé que no habría problemas con Mary Alice. Kloughn, probablemente, se entendería con una niña que fuera diferente. Lo que a lo mejor no entendería serían las zapatillas de peluche rosa de Valerie. Tendríamos que ocuparnos de que no las viera nunca.

Cuando mi padre me dejó en casa eran casi las nueve. El aparcamiento estaba lleno y en las ventanas de las casas se veían las luces encendidas. Los mayores ya se habían encerrado para pasar la noche, víctimas de la mala visión nocturna y de la adicción a la televisión. A las nueve en punto estaban felizmente acampados y automedicados con largos vasos de licor y Diagnóstico: asesinato. A las diez se tragaban una pastillita blanca y se zambullían en horas de apnea del sueño.

Me acerqué a la puerta de mi apartamento y reconocí que había rechazado el sistema de seguridad de Ranger con demasiada ligereza. Habría estado bien saber si me esperaba alguien dentro. Llevaba la pistola guardada en la cintura de los vaqueros. Y tenía un plan trazado en mi cabeza. El plan era abrir la puerta, sacar la pistola, encender todas las luces de la casa y hacer otra bochornosa imitación de los polis de la tele.

La cocina era fácil de inspeccionar. No había nada. Lo siguiente eran el salón y el comedor. También eran fáciles. El cuarto de baño era más peliagudo. Tenía que vérmelas con la cortina de la ducha. Tenía que acordarme de no cerrarla. Descorrí la cortina y solté un suspiro de alivio. No había ningún muerto en la bañera.

A primera vista, el dormitorio parecía en orden. Desgraciadamente, sabía por experiencias anteriores que el dormitorio estaba lleno de escondrijos para todo tipo de cosas desagradables, como serpientes. Miré debajo de la cama y en todos los cajones. Abrí el armario y solté otro suspiro. No había nadie. Había recorrido todo el apartamento y no había encontrado ni muertos ni vivos. Podía encerrarme con total seguridad.

Estaba saliendo del dormitorio cuando caí en la cuenta. El recuerdo visual de algo extraño. Algo fuera de lugar. Regresé al armario y abrí la puerta. Y allí estaba, colgado con el resto de mi ropa, entre la chaqueta de ante y una camisa vaquera. El disfraz de conejo.

Me puse unos guantes de goma, saqué el traje de conejo del armario y lo dejé en el ascensor. No quería que mi apartamento volviera a ser objeto de otra investigación policial a gran escala. Utilicé el teléfono público del vestíbulo para hacer una llamada anónima a la policía, contando lo del disfraz de conejo en el ascensor. A continuación regresé a mi apartamento y metí Los cazafantasmas en el reproductor de DVD. A media película me llamó Morelli.

– No sabrás nada del disfraz de conejo que hay en el ascensor de tu casa, ¿verdad?

– ¿Quién, yo?

– Extraoficialmente, sólo por curiosidad morbosa, ¿dónde lo has encontrado?

– Estaba colgado en mi armario.

– Dios.

– ¿Tú crees que eso significa que el conejo ya no lo necesita? -pregunté.

Llamé a Ranger a primera hora de la mañana.

– Quiero hablarte del sistema de seguridad -dije.

– ¿Sigues teniendo visitas?

– Anoche encontré un disfraz de conejo en mi armario.

– ¿Con alguien dentro?

– No. Sólo el traje.

– Te mando a Héctor.

– Héctor me aterroriza.

– Sí, a mí también -dijo Ranger-. Pero no ha matado a nadie desde hace más de un año. Y es gay. Seguro que estarás a salvo.

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