11


DI OTRO SORBO A MI CAFÉ y eché una mirada a toda la cafetería. La habían puesto muy bonita, con baldosas blancas y negras en el suelo, y mesas y sillas de hierro forjado tipo heladería. Morelli y yo éramos los únicos clientes. Al Burg le costaba acostumbrarse a las cosas nuevas.

– Gracias por haber sido tan amable conmigo anoche -dije a Morelli.

Se recostó en la silla.

– Contra toda sensatez, estoy enamorado de ti.

La taza de café se detuvo a medio camino y mi corazón dio un salto mortal.

– No te vuelvas loca -dijo Morelli-. Eso no significa que quiera mantener una relación contigo.

– Podías haber dado con una peor -dije.

– ¿Con quién? ¿Con la asesina del hacha?

¡Tú tampoco eres perfecto!

– Yo no me encuentro muertos sentados en el sofá de mi casa.

– Bueno, yo no tengo una cicatriz de un navajazo en la ceja por una pelea en un bar.

– Eso pasó hace años.

– ¿Y? Lo del muerto en mi sofá fue ayer. Han pasado veinticuatro horas y no me ha pasado nada malo.

Morelli se apartó de la mesa.

– Tengo que irme a trabajar. Intenta no meterte en líos.

Y se fue a luchar contra el crimen. Yo, por mi parte, no tenía crimen contra el que luchar. Bender era mi único caso pendiente y estaba deseando aparentar que no existía. Estaba pensando en comerme un segundo cruasán cuando Les Sebring me llamó al móvil.

– ¿Podrías pasarte por mi despacho? -preguntó-. Me gustaría hablar contigo.

Crucé la ciudad y recibí otra llamada en el momento en que me encontraba recorriendo la calle de la oficina de Sebring en busca de un sitio donde aparcar.

– Es un mamarracho -dijo Valerie-. No me dijiste que era un mamarracho.

– ¿Quién?

– Albert Kloughn. ¿Y esa manía que tiene de estar pegado a una? A veces puedo sentir su aliento en el cuello, en serio.

– Es inseguro. Intenta pensar en él como en una mascota.

– Un labrador amarillo.

– Más bien un hámster gigante.

– Tenía ciertas esperanzas de que se casara conmigo -dijo Valerie-. Esperaba que fuera más alto.

– Valerie, no se trata de un ligue. Es un empleo. ¿Dónde está ahora?

– Ha pasado a la lavandería. Hay algún problema con la máquina expendedora de detergente.

– Es un buen tipo. Puede que un poquito enervante. Pero no te despedirá por tirar la sopa de pollo. De hecho, te comprará otra cosa para almorzar. Piénsalo.

– Y no tendría que haberme puesto estos zapatos -dijo Valerie-. Voy vestida fatal.

Corté la comunicación y encontré un sitio para aparcar en una calle frente a la oficina de Sebring. Metí una moneda en el parquímetro y me aseguré de que se ponía en marcha. No quería que me pusieran otra multa por aparcamiento indebido. Todavía no había pagado la última.

La secretaria de Sebring me acompañó al piso superior y me condujo a su despacho privado. Sebring me estaba esperando. Y también Jeanne Ellen Burrows.

Alargué mi mano hacia Sebring.

– Un placer volver a verte -dije.

Saludé a Jeanne Ellen con un movimiento de cabeza. Ella me devolvió una sonrisa.

– Supongo que te has quedado sin un trabajo -dije a Jeanne Ellen.

– Sí. Y hoy mismo me voy a Puerto Rico a detener a un fugitivo por encargo de Les. Quería contarte algo de Soder antes de irme. No sé que tendrá de cierto, pero Soder insistía en que Annie estaba en peligro. Nunca me contó de qué se trataba, pero consideraba que Evelyn no estaba capacitada para proteger a la niña. No tuve éxito en localizar a Annie, pero me di cuenta de que Dotty era el contacto… el eslabón más débil. Por eso la vigilaba.

– ¿Y la puerta de atrás? Estaba sin vigilancia.

– Tenía micrófonos en la casa -dijo Jeanne Ellen-. Sabía que estabas dentro.

– ¿Con la casa pinchada y no pudiste encontrar a Evelyn?

– Nunca se mencionó el paradero de Evelyn. Tú me descubriste antes de que tuviera la oportunidad de seguir a Dotty hasta Evelyn.

– ¿Y qué me dices de Soder? ¿De la escena en la librería y en la casa de Dotty?

– Soder era un idiota. Estaba convencido de que, con amenazas, podía hacer que Dotty hablara.

– ¿Por qué me estás contando todo esto?

Jeanne Ellen se encogió de hombros.

– Cortesía profesional.

Dirigí la mirada a Sebring.

– ¿Tienes algún interés especial en todo esto?

– No, a no ser que Soder vuelva de entre los muertos.

– ¿Tú qué opinas? ¿Crees que Annie está en peligro?

– Alguien ha matado a su padre -dijo Sebring-. No es buena señal. A no ser, claro está, que fuera la madre de Annie la que contratara a los asesinos. En tal caso, todo sería miel sobre hojuelas.

– ¿Algunos de los dos sabe cómo encaja Eddie Abruzzi en este rompecabezas?

– Era el dueño del bar de Soder -respondió Jeanne Ellen-. Y Soder le tenía miedo. Si Annie estaba de verdad en peligro, creo que la amenaza podía provenir de Abruzzi. No por nada en concreto; no es más que una sensación que tengo.

– He oído que te encontraste a Soder muerto en tu sofá -dijo Sebring-. ¿Sabes lo que eso significa?

– ¿Que mi sofá tiene el mal fario de la muerte?

Sebring sonrió y sus dientes casi me cegaron.

– El mal fario no se puede lavar -dijo-. Una vez que se instala en el sofá, allí se queda para siempre.

Salí del despacho con aquella alegre nota final. Entré en el coche y me tomé un respiro para repasar todas las novedades. ¿Qué significaba todo aquello? No significaba gran cosa. Reforzaba mi temor de que Evelyn y Annie no sólo huían de Soder, sino también de Abruzzi.

Valerie volvió a llamar.

– Si salgo a comer con Albert, ¿será como estar ligando?

– Sólo si te desgarra la ropa.

Colgué y puse el coche en marcha. Iba a regresar al Burg y a hablar con la madre de Dotty. Era el único contacto que tenía con Evelyn. Si la madre de Dotty me decía que Dotty y Evelyn estaban bien y que volvían a casa, daría por cerrado el caso. Me iría al centro comercial y me haría la manicura.


La señora Palowski abrió la puerta y dio un respingo al verme en su porche.

– Dios mío -dijo. Como si el mal fario fuera contagioso.

Le dediqué una sonrisa de confianza y un ligero saludo con los dedos.

– Hola. Espero no ser inoportuna.

– En absoluto, querida. Me he enterado de lo de Steven Soder. No sé ni qué pensar.

– Yo tampoco -dije-. No sé por qué lo dejaron en mi sofá -hice una mueca de disgusto-. Imagínese. Al menos no lo mataron allí. Lo metieron ya muerto -en cuanto lo dije me sonó sin sentido. Dejar un cadáver serrado por la mitad en el sofá de una chica no suele ser un acto fortuito-. La cuestión, señora Palowski, es que necesito hablar con Dotty. Tenía la esperanza de que se hubiera enterado de lo de Soder y se hubiera puesto en contacto con usted.

– Pues la verdad es que sí. Me ha llamado esta mañana y le he dicho que tú la andabas buscando.

– ¿Le ha dicho cuándo pensaba volver?

– Ha dicho que iba a estar fuera algún tiempo. Eso es todo.

Me quedé sin manicura.

La señora Palowski se envolvió en sus propios brazos con fuerza.

– Evelyn ha metido a Dotty en todo este lío, ¿verdad? No es el estilo de Dotty dejar el trabajo y sacar a Amanda del colegio para irse de excursión al campo. Creo que pasa algo malo. Me enteré de lo de Steven Soder y me fui directamente a misa. Pero no a rezar por él. Por mí se puede ir al infierno -se santiguó-. Recé por Dotty.

– ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar su hija? Si intentaba ayudar a Evelyn, ¿dónde puede haberla llevado?

– No lo sé. Le he estado dando vueltas, pero no se me ocurre nada. Dudo que Evelyn tenga mucho dinero. Y Dotty tiene siempre lo justo. Por eso no me las imagino cogiendo un avión. Ayer Dotty dijo que tenía que parar un momento en el centro comercial y comprar algunas cosas de camping que le faltaban, o sea que a lo mejor está realmente de acampada. A veces, antes del divorcio, Dotty y su marido iban al camping que hay en Washington Crossing. No me acuerdo del nombre, pero estaba cerca del río y se podían alquilar pequeñas caravanas.

Conocía aquel camping. Había pasado por delante de él un millón de veces al ir a New Hope.


Bueno, ahora ya estaba en el buen camino. Tenía una pista. Podía ponerme a investigar en el camping. Lo único malo era que no me apetecía investigar sola. En esta época del año estaba demasiado solitario. Demasiado fácil para que Abruzzi me tendiera una emboscada. Por eso, respiré profundamente y llamé a Ranger.

– Sí -contestó Ranger.

– Tengo una pista sobre Evelyn y me vendría bien un poco de respaldo.

Veinte minutos más tarde aparcaba en el estacionamiento de Washington Crossing y Ranger se detenía a mi lado. Conducía un brillante todoterreno negro con llantas desmesuradas y faros extras encima de la cabina. Cerré mi coche y me instalé en el asiento del copiloto. El interior del coche era como si Ranger se comunicara con Marte habitualmente.

– ¿Cómo anda tu salud mental? -preguntó-. Me he enterado de lo de Soder.

– Todavía tiemblo.

– Yo tengo un remedio.

Ay, madre.

Metió la marcha y se dirigió a la salida.

– Ya sé lo que estás pensando -dijo-. Y no me refería a eso. Iba a sugerirte algo de trabajo.

– Ya lo sabía.

Me miró y sonrió.

– Estás loca por mí.

Era cierto. Que Dios me ayude.

– Vamos hacia el norte -dije-. Existe una posibilidad de que Dotty y Evelyn estén en las caravanas del camping.

– Conozco bien ese camping.

La carretera estaba desierta a esas horas del día. Dos carriles que serpenteaban paralelos al río Delaware atravesando la campiña de Pensilvania. Grupos de árboles y racimos de casas preciosas bordeaban la carretera. Ranger conducía en silencio. Su busca sonó dos veces, y las dos veces leyó el mensaje y no contestó. Las dos veces se guardó para sí lo que decía el mensaje. Un comportamiento normal en Ranger. Llevaba una vida secreta.

El busca sonó por tercera vez. Ranger se lo soltó del cinturón y leyó el mensaje. Luego limpió la pantalla, volvió a guardarse el busca y siguió con la mirada fija en la carretera.

Hola -dije.

Dirigió los ojos a mí.

Ranger y yo éramos como agua y aceite. Él era el Hombre Misterioso y yo Doña Curiosidad. Ambos lo sabíamos. Ranger lo soportaba con una actitud moderadamente divertida. Yo lo soportaba apretando los dientes.

Bajé la mirada a su busca.

– ¿Jeanne Ellen? -pregunté. No pude evitarlo.

– Jeanne Ellen está camino de Puerto Rico -dijo Ranger.

Nos miramos a los ojos un instante, y luego volvió a concentrar su atención en la carretera. Fin de la conversación.

– Menos mal que tienes un buen culo -dije-. Porque desde luego puedes ser muy borde.

– El culo no es mi mejor parte, cariño -dijo Ranger sonriéndome.

Y aquello sí que daba por terminada la conversación. No tuve respuesta.

Diez minutos después llegábamos al camping. Estaba situado entre la carretera y el río, y pasaba completamente desapercibido. No tenía ningún cartel indicador. Y no tenía nombre, que nosotros supiéramos. Un camino de tierra bajaba a una pradera de casi media hectárea. En la orilla del río había desperdigadas una serie de cabanas y de caravanas destartaladas, todas ellas con una mesa de picnic y una parrilla en el exterior. En aquel momento tenía cierto aire de abandono. Y producía una ligera sensación de riesgo e intriga, como un campamento gitano.

Ranger recorrió la entrada, inspeccionando los alrededores.

– Ni un coche -dijo.

Metió el vehículo en el camino y aparcó. Introdujo la mano debajo del salpicadero, sacó una Glock y nos apeamos.

Examinamos sistemáticamente todas las cabanas y caravanas, intentado abrir las puertas, mirando por las ventanas, comprobando si las parrillas se habían usado recientemente. La cerradura de la cuarta cabaña estaba rota. Ranger llamó una vez con los nudillos y abrió la puerta.

La habitación central tenía una pequeña cocina en un extremo. Nada de alta tecnología. Fregadero, fogón y un frigorífico de los años cincuenta. El suelo estaba revestido de linóleo sucio. Al fondo había un sofá grande, una mesa y cuatro sillas. La otra habitación de la cabaña era un dormitorio con dos pares de literas. Éstas tenían colchones, pero no había ni sábanas ni mantas. El cuarto de baño era minúsculo. Un lavabo y un retrete. Ni ducha ni bañera. La pasta de dientes que encontramos en el lavabo parecía reciente.

Ranger recogió del suelo una pinza del pelo de color rosa, de niña.

– Se han marchado -dijo.

Examinamos el frigorífico. Estaba vacío. Salimos de allí e inspeccionamos las cabanas y caravanas restantes. Todas estaban cerradas. Inspeccionamos el contenedor de basura y encontramos una sola bolsa de desperdicios.

– ¿Tienes alguna otra pista? -preguntó Ranger.

– No.

– Vamos a pasarnos por sus casas.


Recogí mi coche en Washington Crossing y crucé el río. Lo dejé aparcado delante de la casa de mis padres y volví a meterme en el coche de Ranger. Primero fuimos a casa de Dotty. Ranger aparcó a la entrada, sacó otra vez la Glock de debajo del salpicadero y nos dirigimos a la puerta principal.

Ranger colocó una mano en el picaporte, con su utilísima herramienta de forzar cerraduras en la otra. Y la puerta se abrió sola. Sin la menor violencia. Al parecer éramos los segundos en la carrera del allanamiento.

– Espera aquí -dijo Ranger.

Entró en el salón e hizo un reconocimiento rápido. Luego recorrió el resto de la casa con la pistola en la mano. Regresó al salón y me hizo un gesto para que entrara.

– ¿No hay nadie en casa? -pregunté, al tiempo que entraba y cerraba la puerta con pestillo.

– No. Los cajones están abiertos y hay papeles tirados por la encimera de la cocina. O ha entrado alguien o Dotty se fue muy deprisa.

– Yo estuve aquí después de que Dotty se marchara. No entré en la casa, pero miré por las ventanas y estaba todo recogido. ¿Crees que pueden haber entrado ladrones? -en el fondo de mi corazón sabía que no eran ladrones, pero hay que mantener la esperanza.

– No creo que el motivo haya sido el robo. Hay un ordenador en la habitación de la niña y un anillo de compromiso con un diamante en el joyero de la madre. La televisión sigue aquí. Lo que yo creo es que no somos los únicos que buscamos a Evelyn y Annie.

– Puede que fuera Jeanne Ellen. Había puesto un micro en la casa. Puede que regresara a recogerlo antes de irse a Puerto Rico.

– Jeanne Ellen no es tan descuidada. No habría dejado la puerta principal abierta. Y nunca dejaría pruebas de su presencia.

Mi voz subió una octava involuntariamente.

– A lo mejor tenía un mal día. Joder, ¿o es que nunca tiene un mal día?

Ranger me miró y sonrió.

– Vale, es que estoy empezando a hartarme de la perfecta Jeanne Ellen -dije.

– Jeanne Ellen no es perfecta -dijo Ranger-. Sólo es muy buena -me pasó un brazo por encima de los hombros y me besó debajo de la oreja-. Puede que encontremos un terreno en el que tus habilidades superen las de Jeanne Ellen.

Le miré con los ojos entornados.

– ¿Se te ocurre algo?

– Nada que quiera comprobar en este preciso instante -sacó un par de guantes de goma del bolsillo-. Me gustaría hacer una investigación más exhaustiva. No se llevó muchas cosas. Casi toda su ropa está aquí -entró en el dormitorio y encendió el ordenador. Abrió todos los archivos que podían parecer interesantes-. Nada que nos pueda servir -dijo por fin, apagando el ordenador.

Su teléfono no tenía identificador de llamadas y no había ningún mensaje en el contestador. Facturas y listas de la compra se amontonaban sobre la encimera de la cocina. Las revisamos, conscientes de que probablemente sería un esfuerzo inútil. Si hubiera habido algo provechoso, el intruso se lo habría llevado.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

– Ahora nos vamos a visitar la casa de Evelyn.

Uh-uh.

– Hay un problema con la casa de Evelyn. Abruzzi le ha puesto vigilancia. Cada vez que me paso por allí, Abruzzi aparece a los diez minutos.

– ¿Por qué le iba a importar a Abruzzi que tú estuvieras en casa de Evelyn?

– La última vez que me lo encontré me dijo que sabía que yo estaba metida en esto por el dinero, que yo sabía lo que estaba en juego. Y que yo sabía lo que intentaba recuperar. Creo que Abruzzi anda detrás de algo y que, lo que sea, está relacionado con Evelyn. Es posible que Abruzzi piense que esa cosa está escondida en la casa y no quiere que yo ande metiendo la nariz por allí.

– ¿Tienes alguna idea de qué es lo que quiere recuperar?

– No. Ni la menor idea. He registrado la casa y no encontré nada que me llamara la atención. Claro que no buscaba escondites secretos. Buscaba algo que me llevara hasta Evelyn.

Ranger tiró de la puerta al salir y se aseguró de que quedaba bien cerrada.

Cuando llegamos a casa de Evelyn el sol estaba ya muy bajo. Ranger recorrió la calle con el coche.

– ¿Conoces a la gente de esta calle?

– A casi todos. A unos mejor que a otros. Conozco a la vecina de Evelyn. Linda Clark vive dos casas más abajo. Los Rojack viven en la de la esquina. Betty y Arnold Lando, en la acera de enfrente. Los Lando están de alquiler y no conozco a la familia que vive junto a ellos. Si buscara un soplón, mis sospechas recaerían en alguien de esa familia. Hay un anciano que parece estar siempre en casa. Se pasa el día sentado en el porche. Tiene toda la pinta de haberse dedicado a romper piernas hace cien años.

Ranger aparcó delante de la mitad de la casa que correspondía a Carol Nadich. Luego rodeó la vivienda y entró en la mitad de Evelyn por la puerta de la cocina. Ranger no tuvo que romper una ventana para entrar. Introdujo una fina herramienta en la cerradura y diez segundos más tarde la puerta estaba abierta.

La casa seguía igual que como yo la recordaba. Los platos en el fregadero. El correo cuidadosamente apilado. Los cajones cerrados. Ninguna de las señales de exploración que habíamos encontrado en casa de Dotty.

Ranger hizo su habitual recorrido, empezando por la cocina y acabando arriba, en el dormitorio de Evelyn. Iba detrás de él cuando, de repente, recordé algo. Lo que me había contado Kloughn sobre los dibujos de Annie. Unos dibujos aterradores, según había dicho Kloughn. Sangrientos.

Entré en la habitación de Annie y pasé las hojas del cuaderno que tenía encima de su escritorio. La primera página tenía un dibujo de una casa, similar al que había abajo. Después había una página llena de garabatos y rayajos. Y luego, un dibujo infantil de un hombre. Tirado en el suelo. El suelo era rojo. De un rojo que manaba del cuerpo del hombre.

– ¡Eh! -llamé a Ranger-. Ven a echar un vistazo a esto.

Ranger se puso a mi lado y observó el dibujo. Pasó la hoja y encontró un segundo dibujo con rojo en el suelo. Dos hombres tendidos en un suelo rojo. Otro hombre los apuntaba con una pistola. Alrededor de la pistola había muchas marcas de goma de borrar. Supongo que las pistolas son difíciles de dibujar.

Ranger y yo nos miramos.

– Podría ser sólo la televisión -dije.

– No nos vendrá mal llevarnos el cuaderno, por si acaso no lo es.

Ranger acabó de registrar la habitación de Evelyn, pasó a la de Annie y, luego, al cuarto de baño. Cuando terminó con él, se quedó en el centro con las manos en las caderas.

– Si hay algo aquí está bien escondido -dijo-. Sería más fácil si supiera qué es lo que estamos buscando.

Nos fuimos de la casa como habíamos venido. Abruzzi no nos esperaba en el porche de atrás. Y tampoco junto al coche de Ranger. Me senté a su lado y recorrí la calle con la mirada. No había ni rastro de Abruzzi. Casi me sentí decepcionada.

Ranger encendió el motor, me llevó a casa de mis padres y aparcó detrás de mi coche. El sol se había puesto y la calle estaba oscura. Ranger apagó las luces y se giró para verme mejor.

– ¿Vas a pasar la noche aquí otra vez?

– Sí. Mi apartamento sigue precintado. Supongo que podré entrar mañana -y entonces, ¿qué? Un escalofrío incontrolable me estremeció la espalda. Mi sofá tenía mal fario.

– Veo que te mueres de ganas de volver -dijo Ranger.

– Ya pensaré en algo. Gracias por ayudarme.

– Me siento engañado -dijo Ranger-. Normalmente, cuando estoy contigo, explota un coche o se incendia un edificio.

– Siento desilusionarte.

– La vida es una putada -dijo Ranger. Me agarró por las mangas de la cazadora, me atrajo hacia él y me besó.

¿Ahora me besas? ¿Por qué no lo hiciste cuando estábamos solos en mi apartamento?

– Habías bebido tres copas de vino y te quedaste dormida.

– Ah, sí. Ya me acuerdo.

– Y te dio un ataque de pánico sólo de pensar en acostarte conmigo.

Estaba casi tumbada en el asiento, encajada contra el volante, medio sentada en el regazo de Ranger. Sus labios rozaban los míos al hablar y sentía el calor de sus manos a través de la camiseta.

– Tú no eras el único causante de mi pánico -dije-. Había tenido un día desastroso.

– Cariño, tú tienes un montón de días desastrosos.

– Hablas como Morelli.

– Morelli es un buen tío. Y te quiere.

– ¿Y tú?

Ranger sonrió.

Otro escalofrío me recorrió la columna vertebral.

La luz del porche se encendió y la abuela nos miró desde la ventana de la sala.

– Salvado por la abuela -dijo Ranger soltándome-. Voy a esperar a que entres en casa. No quiero que te secuestren durante mi turno de guardia.

Abrí la puerta y bajé del coche. Hice una mueca mental, ya que ser secuestrada, o que me pegaran un tiro, no era del todo inverosímil.

Cuando crucé la puerta, la abuela me estaba esperando.

– ¿Quién es el chico del coche molón?

– Ranger.

– Ese hombre está buenísimo -dijo la abuela-. Si yo tuviera veinte años menos…

– Si tuvieras veinte años menos todavía tendrías veinte años de más -dijo mi padre.

Valerie estaba en la cocina ayudando a mi madre a glasear magdalenas. Me serví un vaso de leche y una magdalena, y me senté a la mesa.

– ¿Qué tal te ha ido el trabajo? -pregunté a Valerie.

– No me han despedido.

– Genial. Antes de que te des cuenta, te estará proponiendo matrimonio.

– ¿Tú crees?

Le eché una mirada de soslayo.

– Era una broma.

– Podría pasar -dijo Valerie espolvoreando una magdalena con confites de colores.

– Valerie, no te vas a casar con el primer hombre que te encuentres…

– Pues sí. Con tal de que tenga una casa con dos cuartos de baño, juro por Dios que me da lo mismo que sea Jack el Destapador.

– Estoy pensando en comprarme un ordenador para practicar cibersexo -dijo la abuela-. ¿Alguna de vosotras sabe cómo funciona eso?

– Entras en un chat -contestó Valerie-. Y conoces a alguien. Y luego cada uno le escribe guarrerías al otro.

– Parece divertido -dijo la abuela-. ¿Y cómo se hace la parte del sexo?

– Bueno, la parte del sexo te la tienes que hacer tú misma.

– Sabía que era demasiado bueno para ser cierto -dijo la abuela-. Todo tiene su lado negativo.


Por la mañana, mientras estaba la última en la cola del baño, empecé a considerar el punto de vista de Valerie. Si tuviera que enfrentarme a las opciones de vivir eternamente con mis padres, casarme con Jack el Destripador o volver a casa con el sofá del mal fario, tenía que admitir que la de Jack el Destripador resultaba la más seductora. Bueno, puede que no Jack el Destripador, pero Pepe el Plasta podía tolerarse.

Llevaba mi atuendo habitual: vaqueros, botas y una camiseta elástica. Me había peinado con rizos y llevaba una buena capa de rímel. Llevo toda mi vida de adulta escondida detrás del rímel. Y si me siento muy insegura, añado perfilador de ojos. Hoy era día de perfilador. Además, me había pintado las uñas de los pies. Había sacado la artillería pesada, ¿no? Morelli había llamado para decirme que ya habían quitado la cinta de precinto. Se había encargado de que una empresa de limpieza le diera un repaso al apartamento, derrochando lejía concentrada donde fuera necesario. El creía que acabarían más o menos a mediodía. Por mí podían acabar más o menos en noviembre.

Estaba en la cocina, tomando una última taza de café antes de empezar el día, cuando Mabel apareció por la puerta de atrás.

– Acabo de tener noticias de Evelyn -dijo-. Me ha llamado y me ha dicho que se encuentran bien. Que está con una amiga y que no me preocupe -se puso la mano sobre el corazón-. Me siento mucho mejor. Y saber que tú la estabas buscando me ha ayudado mucho. Me daba tranquilidad de espíritu. Muchas gracias.

– ¿Ha dicho Evelyn cuándo pensaba volver?

– No. Pero me ha dicho que no estaría aquí para el funeral de Steven Soder. Supongo que todavía hay resentimientos.

– ¿Ha dicho dónde se encontraba? ¿O quién era la amiga con la que estaba?

– No. Tenía prisa. Me ha parecido que llamaba desde una tienda o un restaurante. Se oía mucho ruido de fondo.

– Si vuelve a llamar, dile que quiero hablar con ella.

– No pasa nada malo, ¿verdad? Ahora que ha desaparecido Steven todo debería estar en orden.

– Me gustaría hablar con ella sobre su casero.

– ¿Estás buscando una casa de alquiler?

– Podría ser -y era cierto.

Sonó el teléfono y la abuela corrió a contestar.

– Para ti -dijo pasándome el auricular-. Es Valerie.

– Necesito ayuda -pidió Valerie-. Tienes que venir aquí corriendo.

Y colgó.

– Tengo que irme -dije-. A Valerie le pasa algo.

– Antes era de lo más lista -reflexionó la abuela-. Pero se fue a California. Supongo que todo ese sol de California le secó el cerebro como si fuera una pasa.

¿Sería un problema realmente serio?, pensé. ¿Más sopa de pollo en el ordenador? ¿Y qué le podía importar a Kloughn? No tenía archivos porque no tenía clientes.

Llegué al aparcamiento y dejé el coche de morro delante de la oficina de Kloughn. Miré por los enormes ventanales de la oficina pero no vi a Valerie. Salí del coche y Valerie vino corriendo desde la lavandería.

– Por aquí -dijo-. Está en la lavandería.

– ¿Quién?

– ¡Albert!

Una hilera de sillas de plástico color turquesa se alineaban contra la pared, enfrente de las secadoras. Dos mujeres mayores fumaban, sentadas en las sillas, sin quitarle ojo a Valerie. Sin perder detalle. No había nadie más.

– ¿Dónde? -dije-. No le veo.

Valerie reprimió un sollozo y señaló una de las secadoras industriales.

– Está ahí.

Me acerqué a mirar. Decía la verdad. Albert Kloughn estaba metido dentro de la secadora. Todo apelotonado y con el culo contra la puerta redonda de cristal, tenía el mismo aspecto que Winnie the Pooh atascado en la madriguera del conejo.

– ¿Está vivo? -pregunté.

– ¡Sí! Claro que está vivo -Valerie se acercó a la puerta y dio unos golpecitos-. Por lo menos, creo que está vivo.

– ¿Qué hace ahí dentro?

– La mujer del jersey azul creyó que había perdido su alianza en la secadora. Dijo que se había quedado enganchada en el fondo del tambor. Así que Albert se metió dentro para recuperarla. Pero, no sé cómo, la puerta se cerró de repente y ahora no podemos abrirla.

– Dios. ¿Y por qué no has llamado a los bomberos o a la policía?

Dentro del tambor hubo movimiento y Kloughn emitió unos ruidos ahogados. Sonaban algo parecido a «no, no, no».

– Creo que le da vergüenza -dijo Valerie-. Piensa en cómo quedaría. Imagínate que le hacen una foto y sale en los periódicos. Nadie volvería a contratarle y yo me quedaría sin trabajo.

– Ahora tampoco le contrata nadie -dije. Intenté abrir la puerta. Probé a tocar todos los botones. Busqué un cierre de seguridad-. No consigo nada de nada-dije.

– Esa secadora está estropeada -intervino la señora del jersey azul-. Siempre se queda atascada. Le pasa algo al cierre. La semana pasada envié una reclamación, pero parece que aquí nadie hace el menor caso. La máquina de jabón tampoco funciona.

– Yo creo que necesitamos ayuda especializada -dije a Valerie-. Deberíamos llamar a la policía.

Los movimientos frenéticos y el «no, no, no» se repitieron una vez más. Y luego se oyó dentro de la secadora algo que sonó como un pedo.

Valerie y yo retrocedimos un paso.

– Me parece que está nervioso -dijo Valerie.

Seguramente había algún mecanismo de apertura dentro, pero Kloughn estaba encajado de espaldas a la puerta y no podía acceder a él.

Rebusqué en el fondo del bolso y encontré algunas monedas. Introduje una en la ranura, bajé el calor al mínimo y puse la secadora en marcha.

Los balbuceos de Kloughn se convirtieron en gritos mientras se bamboleaba un poco, pero en general mantenía bastante bien la estabilidad. Al cabo de cinco minutos la secadora detuvo su bamboleo. Hoy en día no te dan mucho más por una moneda de veinticinco centavos.

La puerta se abrió con facilidad y entre Valerie y yo sacamos a Kloughn y le ayudamos a ponerse en pie. Tenía el pelo esponjado, como el plumón de una cría de petirrojo. Estaba calentito y olía bien, igual que la ropa recién planchada. Tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos.

– Creo que me he tirado un pedo -dijo.

– ¿Sabes una cosa? -dijo la señora del jersey azul-. He encontrado mi alianza. No estaba en la secadora después de todo. Me la guardé en el bolsillo y se me olvidó.

– Qué bien -dijo Kloughn con la mirada perdida y un poco de saliva en la comisura de los labios.

Valerie y yo le teníamos sujeto por los sobacos.

– Ahora nos vamos a la oficina -dije a Kloughn-. Intenta andar.

– Todo me da vueltas. Estoy fuera de la máquina, ¿verdad? Sólo estoy un poco mareado, ¿verdad? Todavía oigo el motor. Tengo el motor metido en la cabeza -Kloughn movía las piernas como el monstruo de Frankenstein-. No siento los pies -dijo-. Se me han dormido.

A tirones y empujones conseguimos llevarle al despacho y le sentamos en su silla.

– Ha sido como montarse en una atracción de feria -dijo-. ¿Habéis visto cómo daba vueltas? Era como la casa de la risa, ¿verdad? Como en el parque de atracciones. Yo siempre me subo a todo. Estoy acostumbrado a ese tipo de cosas. Siempre me pongo en primera fila.

– ¿De verdad?

– Bueno, no. Pero lo pienso muchas veces.

– ¿A que es una monada? -dijo Valerie, y le besó en la coronilla de su esponjosa cabeza.

– Caramba -dijo Kloughn con una amplia sonrisa-. Caray.

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