13

PARTE DEL PROBLEMA era que veía a toda la gente de barrera de espaldas. Ya es bastante difícil reconocer a alguien que conoces íntimamente de esa manera. Casi imposible localizar a una persona que sólo has visto dos veces y muy brevemente.

Lula se dejó caer en el asiento de mi lado.

– No te lo vas a creer – dijo-. Acabo ver los ojos del diablo.

Tenía su recibo de apuestas agarrado fuertemente en una mano e hizo la señal de la cruz.

– Santa Madre de Dios. Fíjate. Me estoy santiguando. ¿Pero qué hago? Soy baptista. Los baptistas no hacemos ese rollo de la cruz.

– ¿Los ojos del diablo? -pregunté.

– Abruzzi. Me he encontrado con Abruzzi. Venía de recoger el dinero y de hacer otra apuesta, y me di de bruces con él, como si fuera el destino. Me miró de arriba a abajo y yo le miré a los ojos y casi me meo en los pantalones. Cuando veo esos ojos siento como si la sangre se me helara.

– ¿Te ha dicho algo?

– No. Me ha sonreído. Ha sido espantoso. Una de esas sonrisas que son como un corte en la cara que no alcanza a los ojos. Y, con una tranquilidad escalofriante, se ha dado la vuelta y se ha alejado.

– ¿Estaba solo? ¿Cómo iba vestido?

– Estaba con ese tal Darrow otra vez. Creo que Darrow debe de ser su guardaespaldas. Y no sé cómo iba vestido. Cuando estoy a dos metros de Abruzzi es como si se me paralizara el cerebro. Esos espeluznantes ojos me anulan por completo -Lula se estremeció-. Diosssss -dijo.

Al menos ya sabía que Abruzzi estaba allí. Y que estaba con Darrow. Volví a recorrer con la mirada la gente de la barrera. Empezaba a reconocer a algunos. Se iban a hacer las apuestas y volvían a su lugar preferido.

Era gente de Jersey. Los más jóvenes iban vestidos con camisetas y vaqueros o pantalones de trabajo. Los mayores llevaban pantalones de poliéster Sansabelt y polos de punto de tres botones. Sus expresiones eran animadas. Los de Jersey no son muy comedidos. Y sus cuerpos estaban acolchados con una buena capa protectora a base de pescado frito y grasa de bocadillos de salchicha.

Con el rabillo del ojo vi a Lula santiguarse otra vez.

– Me reconforta -dijo al darse cuenta de que la observaba-. Creo que es posible que los católicos hayan acertado con esto.

Empezó la tercera carrera y Lula se levantó de su asiento como un cohete.

– ¡Corre, Elección de Dama! -gritó-. ¡Elección de Dama! ¡Elección de Dama!

Elección de Dama ganó por media cabeza y Lula se quedó anonadada.

– He vuelto a ganar -dijo-. Aquí pasa algo raro. Yo no gano nunca.

– ¿Por qué has apostado a Elección de Dama?

– Era obvio. Yo soy una dama. Y tenía que elegir.

– ¿Tú crees que eres una dama?

– Joder, claro -dijo Lula.

Esta vez salí con ella de las gradas y la acompañé a las ventanillas. Se movía con cautela, mirando a todas partes, intentando evitar otro encuentro con Abruzzi. Yo miraba con la intención contraria.

Lula se paró y se puso rígida.

– Ahí está -dijo-. En la ventanilla de cincuenta dólares.

Yo también le había visto. Era el tercero de la cola. Darrow estaba detrás de él. Sentí que todos los músculos de mi cuerpo se contraían. Era como si me tensara desde los ojos hasta el mismísimo esfínter.

Fui hasta donde estaba y me planté delante de su cara.

– Hola -dije-. ¿Se acuerda de mí?

– Por supuesto -dijo Abruzzi-. Tengo tu retrato enmarcado encima de la mesa de mi despacho. ¿Sabes que duermes con la boca abierta? La verdad es que resulta muy sensual.

Me quedé inmóvil para no mostrar ninguna emoción. Lo cierto era que me dejaba sin respiración. Y me provocaba una punzada de repulsión que me revolvía el estómago. Esperaba que dijera algo de las fotos. Pero no esperaba aquello.

– Supongo que tiene que organizar esas bromas estúpidas para compensar que no está teniendo ningún éxito en localizar a Evelyn -dije-. Ella tiene algo que usted quiere y no puede obtenerlo, ¿verdad?

Ahora le tocó a Abruzzi quedarse parado. Durante un aterrador instante creí que me iba a pegar. Luego recuperó la compostura y la sangre volvió a correr por su rostro.

– Eres una putilla estúpida -dijo.

– Sí -respondí-. Y además soy su peor pesadilla -de acuerdo, era una frase como de película mala, pero siempre había querido decirla-. Y no me impresiona nada lo del conejo. Estuvo bien la primera vez, cuando metieron a Soder en mi apartamento, pero empieza a resultar manido.

– Tú dijiste que te gustaban los conejos -dijo Abruzzi-. ¿Ya no te gustan tanto?

– Espabile -le contesté-. Búsquese otro pasatiempo.

Y giré sobre mis talones y me largué.

Lula me esperaba a la entrada del túnel que llevaba a nuestros asientos.

– ¿Qué le has dicho?

– Le he dicho que no apostara a Sueño de Melocotón en la cuarta.

– Y un cuerno -replicó Lula-. No es frecuente ver a un hombre ponerse tan pálido.

Cuando llegamos a los asientos las rodillas me flaqueaban y las manos me temblaban tanto que me costaba sujetar el programa.

– ¡Dios! -dijo Lula-. ¿No estarás teniendo un ataque al corazón o algo parecido, verdad?

– Estoy bien -respondí-. Es la emoción de las carreras.

– Ya, eso me imaginaba.

– No es porque me asuste Abruzzi -se me escapó una risita histérica.

– Claro, ya lo sé -dijo Lula-. A ti no te asusta nada. Eres una cazarrecompensas fuerte y dura.

– Exactamente -afirmé. Y me concentré en estabilizar la respiración.


– Tendríamos que hacer esto más a menudo -dijo Lula saliendo de mi coche y abriendo el Trans Am.

Estaba aparcado en la calle, enfrente de la oficina. La oficina estaba cerrada, pero la librería nueva del edificio de al lado seguía abierta. Las luces estaban encendidas y se veía a Maggie Masón desembalando libros en el escaparate.

– Perdí en la última carrera -dijo Lula-, pero aparte de eso he tenido un día muy bueno. Me lo he tomado con calma. La próxima vez podríamos ir a Freehold y así no tendríamos que preocuparnos por encontrarnos a ya sabes quién.

Lula se fue en su coche, pero yo me quedé allí. Ahora estaba como Evelyn. Sin un lugar seguro donde vivir. A falta de algo mejor, me fui al cine. A media película me levanté y me salí. Me metí en el coche y me fui a casa. Aparqué en el estacionamiento y no me permití dudar un instante al volante. Salí del CR-V, lo cerré con el control remoto y me dirigí, decidida, a la puerta trasera que daba al vestíbulo. Subí en ascensor al segundo, recorrí el pasillo y abrí la puerta de mi apartamento. Inspiré profundamente y entré. Estaba muy silencioso. Y oscuro.

Encendí las luces… todas las luces que había en la casa. Pasé de una habitación a otra, sorteando el sofá del mal fario. Volví a la cocina, saqué seis galletas de la bolsa de galletas de chocolate congeladas y las puse encima de una hoja de papel de hornear. Las metí en el horno y me quedé allí, esperando. Al cabo de cinco minutos toda la casa olía a galletas caseras. Animada por el aroma, me dirigí al salón y miré al sofá. Parecía perfecto: ni manchas, ni huellas del cadáver.

«¿Ves, Stephanie?», me dije a mí misma. «El sofá está bien. No hay motivos para tenerle miedo».

«¡Ja!», me susurró al oído una Irma invisible. «Todo el mundo sabe que el mal fario no se ve. Y, créeme, este sofá tiene un mal fario de lo peor y más gordo que haya visto en mi vida. Este sofá tiene la madre de todo el mal fario».

Intenté obligarme a sentarme en él, pero no fui capaz de lograrlo. Soder y el sofá estaban firmemente unidos en mi cabeza. Sentarse en aquel sofá era como sentarse en el regazo serrado por la mitad de Soder. El apartamento era demasiado pequeño para que conviviéramos el sofá y yo. Uno de los dos tendría que marcharse.

– Lo siento -dije al sofá-. No es nada personal, pero has pasado a mejor vida.

Me incliné sobre uno de sus extremos y empujé el sofá por el salón y por el pequeño vestíbulo de enfrente de la cocina, hasta sacarlo por la puerta y dejarlo en el descansillo. Lo coloqué contra la pared, entre mi apartamento y el de la señora Karwatt. Luego entré corriendo en casa, cerré la puerta y solté un suspiro. Sabía que el mal fario no existía. Lamentablemente, eso era en el plano intelectual. Y el mal fario es una realidad emocional.

Saqué las galletas del horno, las puse en un plato y me las llevé al salón. Encendí la televisión y busqué una película. Irma no había dicho nada de que el mal fario se quedara en el mando, por lo que supuse que no se pegaba a los aparatos electrónicos. Acerqué una silla del comedor hacia el televisor, me comí dos galletas y me puse a ver la película.

A mitad de la película sonó el timbre de la puerta. Era Ranger. Vestido, como siempre, de negro. Con su cinturón de herramientas, como si fuera Rambo. El pelo recogido atrás. Cuando abrí la puerta permaneció en silencio. Las comisuras de su boca se curvaban levemente con la promesa de una sonrisa.

– Cariño, tu sofá está en el descansillo.

– Tiene el mal fario de la muerte.

– Sabía que tenía que haber una buena razón.

Le hice un gesto de desaprobación con la cabeza.

– Eres un presuntuoso -no sólo me había localizado en las carreras; además, su caballo había pagado cinco a uno.

– Hasta los superhéroes necesitan divertirse de vez en cuando -dijo, mirándome de arriba a abajo y entrando en el salón por delante de mí-. Huele como si quisieras marcar tu territorio con galletas de chocolate.

– Necesitaba algo con lo que exorcizar los demonios.

– ¿Algún problema?

– No -no desde que había sacado el sofá al descansillo-. ¿Qué hay de nuevo? Parece que vas vestido para trabajar.

– He tenido que poner orden en un edificio a primera hora de esta noche.

Una vez estuve con él mientras su equipo ponía orden en un edificio. Consistió en tirar a un traficante de drogas por la ventana de un tercer piso.

Tomó una galleta del plato.

– ¿Congeladas?

– Ya no.

– ¿Qué tal os ha ido en las carreras?

– Me encontré con Eddie Abruzzi.

– ¿Y?

– Tuvimos una pequeña charla. No le saqué todo lo que yo esperaba, pero estoy convencida de que Evelyn tiene algo que él desea.

– Yo sé lo que es -dijo Ranger comiéndose la galleta.

Me quedé mirándole, boquiabierta.

– ¿De qué se trata?

Sonrió.

– ¿Cuánto interés tienes por saberlo?

– ¿Estamos jugando?

Negó con la cabeza lentamente.

– Esto no es un juego -me apoyó contra la pared y se acercó a mí. Una de sus piernas se deslizó entre mis piernas y sus labios rozaron ligeramente los míos-. ¿Cuánto interés tienes por saberlo, Steph? -preguntó otra vez.

Dímelo.

– Lo añadiré a tu deuda.

Como si eso me fuera a importar. ¡Hacía semanas que había superado mi crédito!

– ¿Me lo vas a decir o no?

– ¿Recuerdas que te conté que a Abruzzi le gustan los juegos de guerra? Bueno, pues no se trata sólo de jugar. Colecciona objetos: armas antiguas, uniformes del ejército, medallas militares. Y no sólo los colecciona. Se los pone. Sobre todo cuando juega. Algunas veces cuando está con mujeres, según me han contado. Y otras, cuando va a cobrar una deuda importante. Se dice por ahí que Abruzzi ha perdido una medalla que, supuestamente, perteneció a Napoleón. Se cuenta que Abruzzi intentó comprarle la medalla al tipo que la tenía, pero éste no se la quiso vender, de modo que Abruzzi le mató y se la quitó. Abruzzi guardaba esa medalla en el escritorio de su casa. Se la ponía para competir. Creía que le hacía invencible.

– ¿Y es eso lo que tiene Evelyn? ¿La medalla?

– Eso he oído.

– ¿Cómo se hizo con ella?

– No lo sé.

Se apretó contra mí y el deseo me recorrió el estómago y me abrasó el bajo vientre. Estaba duro por todas partes. Los muslos, la pistola… todo estaba duro.

Bajó la cabeza y me besó en el cuello. Tocó con la lengua el lugar en que me acababa de besar. Y volvió a besarme. Su mano se deslizó por debajo de mi camiseta, con la palma calentando mi piel y sus dedos en la base de mi pecho.

– Hora de pagar -dijo-. Me voy a cobrar la deuda.

Casi me desplomo en el suelo. Me agarró de la mano y tiró de mí hacia el dormitorio.

– La película -dije-. Lo mejor de la película viene ahora -con toda sinceridad, no podía recordar ni un solo detalle de la película. Ni el título ni los actores.

Estaba pegado a mí, la cara a unos milímetros de la mía y su mano en mi nuca.

– Vamos a hacerlo, cariño -dijo-. Va a ser estupendo.

Y me besó. El beso se hizo más profundo, más urgente y más íntimo. Yo tenía las manos apoyadas sobre su pecho y sentía sus músculos vigorosos y los latidos de su corazón. O sea que tiene corazón, pensé. Eso es buena señal. Por lo menos debe tener algo humano.

Dejó de besarme y me metió en el dormitorio. Se quitó las botas, dejó caer el cinturón de herramientas y se desnudó. La luz era escasa, pero suficiente para ver que lo que Ranger prometía con su ropa de trabajo puesta se mantenía cuando se la quitaba. Era todo músculos firmes y piel oscura. Su cuerpo tenía unas proporciones perfectas. Su mirada era intensa e intencionada.

Me quitó la ropa y me tendió en la cama. Y de repente estaba dentro de mí. Una vez me dijo que acostarme con él me incapacitaría para estar con otros hombres. En aquel momento pensé que era una advertencia ridicula. Ya no me parecía nada ridicula.

Cuando acabamos, nos quedamos un rato tumbados el uno junto al otro. Luego recorrió todo mi cuerpo con una mano.

– Ha llegado el momento -dijo.

– ¿De qué?

– No creerías que ibas a pagar la deuda tan fácilmente, ¿verdad?

– Huy, huy, huy ¿ha llegado el momento de las esposas?

– No necesito esposas para esclavizar a una mujer -dijo Ranger besándome un hombro.

Me besó suavemente en los labios y luego bajó la cabeza para besarme la barbilla, el cuello, la clavícula. Siguió bajando, besándome el relieve de los pechos y los pezones. Me besó el ombligo y el estómago, y luego puso la boca en mi… ¡oh, Dios mío!


A la mañana siguiente, seguía en mi cama. Estaba pegado a mí, sujetándome contra él con un brazo. Me despertó el sonido de la alarma de su reloj. Apagó la alarma y se separó de mí para ver el busca que había dejado en la mesilla, al lado de la pistola.

– Tengo que irme, cariño -dijo. Y al momento siguiente estaba vestido. Y al siguiente se había ido.

¡Mierda! ¿Qué había hecho? Lo había hecho con el Mago. ¡Hostias! Bueno, tranquilidad. Vamos a analizarlo con sensatez. ¿Qué acababa de pasar? Que lo habíamos hecho. Y que se había ido. Se había ido de una manera ligeramente brusca, pero, por otro lado, era Ranger. ¿Qué esperaba? Y la noche anterior no había sido nada brusco. Había sido… asombroso. Suspiré y me levanté de la cama. Me di una ducha, me vestí y fui a la cocina a decirle buenos días a Rex. Pero Rex no estaba allí. Rex estaba viviendo con mis padres.

El piso parecía vacío sin él, así que decidí pasarme por casa de mis padres. Era domingo, y existía el aliciente añadido de los donuts. Mi madre y mi abuela siempre compraban donuts a la vuelta de la iglesia.

La niña caballo galopaba por toda la casa vestida con la ropa de la catequesis. Al verme, dejó de galopar y me miró con expresión meditabunda.

– ¿Ya has encontrado a Annie?

– No -le contesté-. Pero he hablado por teléfono con su madre.

– La próxima vez que hables con su madre, dile que Annie se está perdiendo muchas cosas en el colegio. Dile que me han puesto en el grupo de lectura de los Corceles Negros.

– Ya estás contando mentiras -dijo la abuela-. Te han puesto en el grupo de los Pájaros Azules.

– Yo no quiero ser un pájaro azul -protestó Mary Alice-. Los pájaros azules son una caca. Quiero ser un corcel negro.

Y se fue galopando.

– Me encanta esa cría -dije a la abuela.

– Sí. Me recuerda muchísimo a ti cuando tenías su edad. Una gran imaginación. Lo ha sacado de mi familia. Aunque se saltó una generación con tu madre. Tu madre, Valerie y Angie son unos pájaros azules sin remedio.

Cogí un donut y me serví una taza de café.

– Tienes un aspecto distinto -dijo la abuela-. No consigo saber qué es. Y no has dejado de sonreír desde que has entrado.

Maldito Ranger. Había reparado en la sonrisa al lavarme los dientes. ¡No se me borraba!

– Es increíble lo que puede hacer por ti dormir bien una noche -dije a la abuela.

Valerie se acercó a la mesa perezosamente.

– No sé qué hacer con Albert -dijo.

– ¿No tiene una casa con dos cuartos de baño?

– Vive con su madre y tiene menos dinero que yo.

Hasta el momento, ninguna sorpresa.

– Los hombres buenos son difíciles de encontrar -dije-. Y cuando los encuentras, siempre tienen algo malo.

Valerie rebuscó en la bolsa de los donuts.

– Está vacía. ¿Dónde está mi donut?

– Se lo ha comido Stephanie -dijo la abuela.

– ¡Sólo me he comido uno!

– Ah -dijo la abuela-, entonces, a lo mejor he sido yo. Me he comido tres.

– Necesitamos más donuts -pidió Valerie-. Tengo que comerme un donut.

Agarré mi bolso y me lo enganché al hombro.

– Voy por más. Yo también me comería otro.

– Te acompaño -dijo la abuela-. Quiero montar en ese lustroso coche negro. Supongo que no me dejarás conducirlo, ¿verdad?

Mi madre estaba junto a la cocina.

– Ni se te ocurra dejarle conducir. Te hago responsable. Si conduce y tiene un accidente serás tú quien vaya a visitarla a la residencia.

Fuimos al Tasty Pastry de Hamilton. Yo trabajé allí cuando estaba en el instituto. Y también perdí la virginidad allí. Detrás de la vitrina de los pasteles, después de cerrar, con Morelli. No estoy muy segura de cómo ocurrió. Un momento antes estaba vendiéndole un pastel y al momento siguiente estaba tirada en el suelo con las bragas bajadas. A Morelli siempre se le ha dado bien convencer a las señoras de que se quiten las bragas.

Aparqué el coche en el pequeño estacionamiento de al lado del Tasty Pastry. La hora punta de después de misa ya había pasado y el solar estaba vacío. Había siete espacios para aparcar perpendiculares a la pared de ladrillo rojo de la pastelería y estacioné en el del medio.

La abuela y yo entramos en la tienda y compramos otra docena de donuts. A lo mejor eran demasiados, pero es preferible que sobren a tener que pasar por una escasez de donuts.

Salimos de la pastelería y estábamos acercándonos al CR-V de Ranger cuando un Ford Explorer verde entró a toda marcha en el aparcamiento y frenó sonoramente a nuestro lado. El conductor llevaba una máscara de Clinton de goma y el asiento del pasajero estaba ocupado por el conejo. El corazón me dio un salto en el pecho y sentí un chorro de adrenalina.

– Corre -dije a la abuela, empujándola mientras metía la mano en el bolso para buscar la pistola-. Vuelve a entrar en la pastelería.

El tipo de la máscara de goma y el del traje de conejo se bajaron del coche antes incluso de que éste parara. Corrieron hacia la abuela y hacia mí con las pistolas en la mano y nos arrinconaron entre los dos coches. El de la máscara de goma era de altura y complexión normales. Llevaba vaqueros y zapatillas deportivas, y una cazadora de Nike. El conejo llevaba la cabeza del disfraz y ropa de calle.

– Contra el coche, y las manos donde pueda verlas -dijo el tipo de la máscara.

– ¿Quién se supone que eres? -preguntó la abuela-. Pareces Bill Clinton.

– Sí, soy Bill Clinton -contestó el tipo-. Póngase contra el coche.

– Nunca he acabado de entender lo del puro -dijo la abuela.

¡Póngase contra el coche!

Me pegué al coche mientras la cabeza me iba a mil por hora. Por la calle, delante de nosotras, pasaban coches constantemente, pero estábamos fuera de su campo visual. Dudaba que, si gritaba, llegaran a oírme, a no ser que alguien pasara por la acera.

El conejo se acercó a mí.

Thaaa id ya raa raa da haar id ra raa.

– ¿Qué?

Haaar id ra raa.

– No nos enteramos de lo que estás diciendo por culpa de esa estúpida cabezota de conejo que llevas -dijo la abuela.

Raa raa -contestó el conejo-. ¡Raa raa!

La abuela y yo miramos a Clinton, que sacudió la cabeza con fastidio.

– No sé que está diciendo. ¿Qué demonios es raa raa? -preguntó al conejo.

Haaar id ra raa.

– Dios -se quejó Clinton-. No hay quien te entienda. ¿Nunca antes habías intentado hablar con la careta puesta?

Ra raa, gilipollas raa puta -dijo el conejo a la vez que le daba un empujón a Clinton. Este le hizo un gesto grosero al conejo-. Jaaaark -siguió diciendo. Y a continuación se abrió la bragueta y se sacó el pito. Lo sacudió en dirección a Clinton y luego lo sacudió hacia la abuela y hacia mí.

– Creía recordar que eran más grandes -dijo la abuela.

El conejo se la sobó y tiró de ella hasta que logró una medio erección.

Rogga. Ga rogga -murmuró.

– Creo que intenta deciros que esto es sólo un avance -dijo Clinton-. Para que sepáis lo que podéis esperar.

El conejo seguía trabajándosela. Había encontrado el ritmo y le estaba pegando en serio.

– Quizá podrías ayudarle a acabar -dijo Clinton-. Adelante. Tócasela.

Se me torció el gesto.

– ¿Estás loco? ¡No pienso tocársela!

– Ya se la toco yo -dijo la abuela.

Kraa -contestó el conejo. Y el pito se le aflojó un poco.

Un coche entró en el aparcamiento y Clinton le dio un tirón del brazo al conejo.

– Vámonos.

Retrocedieron sin dejar de apuntarnos con las pistolas. Los dos hombres se metieron en el Explorer y se marcharon.

– Tal vez tendríamos que haber comprado unos canutillos -dijo la abuela-. De repente me han entrado ganas de comer canutillos.

Metí a la abuela en el CR-V y la llevé a casa.

– Hemos vuelto a ver al conejo -dijo a mi madre-. El mismo que me dio las fotos. Supongo que debe de vivir cerca de la pastelería. Esta vez nos ha enseñado el pajarito.

Mi madre estaba lógicamente horrorizada.

– ¿Llevaba anillo de casado? -preguntó Valerie.

– No me he fijado -dijo la abuela-. No le estaba mirando precisamente a las manos.

– Te han apuntado con una pistola y te han acosado sexualmente -dije a la abuela-. ¿No has pasado miedo? ¿No estás nerviosa?

– No eran armas de verdad -contestó la abuela-. Y estábamos en el aparcamiento de una pastelería. ¿Quién podría tomarse en serio una cosa así en el aparcamiento de una pastelería?

– Las armas eran de verdad -aclaré.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Creo que me voy a sentar un poco -dijo la abuela-. Creía que ese conejo era uno de esos exhibicionistas. ¿Te acuerdas de Sammy el Ardilla? Siempre estaba bajándose los calzones en los patios de los vecinos. A veces le dábamos un sandwich cuando acababa.

El Burg siempre ha tenido unos cuantos exhibicionistas, algunos con problemas mentales, otros borrachos impenitentes, y otros que sólo querían pasar un buen rato. En la mayoría de los casos, la actitud general es de tolerancia resignada. De vez en cuando alguno de ellos se baja los calzones donde no debe y acaba con el culo lleno de perdigones.

Llamé a Morelli y le conté lo del conejo.

– Estaba con Clinton -expliqué-. Y no se llevaban demasiado bien.

– Deberías poner una denuncia.

– Sólo podría reconocer una parte corporal del fulano en cuestión, y no creo que la tengáis en los ficheros policiales.

– ¿Llevas la pistola?

– Sí. Pero no me dio tiempo a sacarla.

– Póntela en la cintura. De todas maneras es ilegal llevarla escondida. Y no sería mala idea que la cargaras con un par de balas de verdad.

– La llevo cargada -las balas se las había puesto Ranger-. ¿Han identificado ya al tipo del maletero?

– Thomas Turkello. También conocido como Thomas Turkey. Matón de alquiler de fuera de Filadelfia. Imagino que era prescindible y que era mejor cargárselo que correr el riego de que hablara. El conejo probablemente sea del círculo interno.

– ¿Algo más?

– ¿Qué más quieres?

– Las huellas de Abruzzi en el arma homicida.

– Lo siento.

No quería colgar, pero no tenía nada más que decir. Lo cierto era que sentía un agujero en el estómago al que no quería poner nombre. Tenía un miedo mortal a que fuera soledad. Ranger era fuego y magia, pero no era real. Morelli era todo lo que yo quería en un hombre, pero él quería que me convirtiera en algo que no era.

Colgué el teléfono y me retiré a la sala de estar. En casa de mis padres, si te sentabas delante de la televisión, no se esperaba que hablaras. Incluso si le hacían una pregunta directa, al televidente se le concedía el privilegio de hacerse el sordo. Esas eran las reglas.

La abuela y yo estábamos juntas en el sofá, viendo el canal meteorológico. Era difícil decir cuál de las dos estaba más consternada.

– Supongo que fue una buena idea no tocarla -dijo la abuela-. Aunque debo admitir que tenía cierta curiosidad. No es que fuera exactamente bonita, pero al final estaba bastante grande. ¿Habías visto alguna tan grande?

Un momento perfecto para invocar el derecho a no contestar de la televisión.

Tras un par de minutos de previsiones meteorológicas me fui a la cocina y me comí el segundo donut. Recogí mis cosas y me asomé al salón.

– Me voy -dije a la abuela-. Bien está lo que bien acaba, ¿verdad?

La abuela no respondió. Estaba abstraída en el canal meteorológico. Había un área de altas presiones cruzando los Grandes Lagos.

Volví a mi apartamento. Esta vez llevaba la pistola en la mano desde antes de salir del coche. Atravesé el aparcamiento y entré en el edificio. Me detuve al llegar a mi puerta. Esa era siempre la peor parte. Una vez que estaba dentro del apartamento, me sentía segura. Además de la cerradura, tenía un cerrojo y una cadena de seguridad. Sólo Ranger podía entrar sin previo aviso. No sé si atravesaba la puerta como un fantasma o si se diluía como un vampiro y se deslizaba por debajo. Suponía que un mortal podría hacerlo de alguna manera, pero no sabía cuál.

Abrí la puerta e inspeccioné el apartamento como la versión cinematográfica de un agente de la CÍA: agazapada de habitación en habitación, con la pistola en la mano y las piernas flexionadas, lista para disparar. Abría las puertas de golpe y cruzaba los umbrales de un salto. Menos mal que no me podía ver nadie, porque sabía que parecía una idiota. Lo bueno fue que no encontré ningún conejo con sus partes colgando. Comparado con ser violada por un conejo, lo de las serpientes y las arañas parecía peccata minuta.

Ranger llamó a los diez minutos de llegar yo al apartamento.

– ¿Vas a estar en casa un rato? -preguntó-. Quiero mandarte a una persona para que instale un sistema de seguridad.

O sea, que el hombre misterioso también lee el pensamiento.

– Se llama Héctor -añadió Ranger-. Ya está en camino.

Héctor era delgado e hispano, y vestía de negro. Tenía el lema de una pandilla tatuado en el cuello y una lágrima solitaria tatuada debajo de un ojo. Tenía veintipocos años y sólo hablaba español.

Héctor tenía la puerta abierta y estaba haciendo los últimos ajustes, cuando llegó Ranger. Dedicó a Héctor un saludo apenas audible en español y comprobó el sensor que acababa de instalar en la entrada.

Acto seguido me miró a mí, sin dejar traslucir el menor pensamiento. Nuestros ojos se encontraron durante unos larguísimos instantes y luego se volvió a Héctor. Mi español se reduce a las palabras «burrito» y «taco», de manera que no me enteré de lo que decían. Héctor hablaba y gesticulaba, y Ranger escuchaba y preguntaba. Héctor le entregó a Ranger un pequeño artefacto, recogió sus herramientas y se fue. Ranger me hizo un gesto con el dedo para que me acercara a él.

– Este es tu mando. Es lo bastante pequeño para que lo lleves con las llaves del coche. Tienes un código de cuatro dígitos para abrir y cerrar la puerta. Si han forzado la puerta, el mando te avisará. No está conectado a ningún servicio de seguridad. Tampoco tiene alarma. Está diseñado para darte fácil acceso y avisarte si alguien ha entrado en tu casa, para que no te lleves más sorpresas. La puerta es de acero y Héctor ha instalado un cerrojo en el suelo. Si te cierras por dentro, estarás segura. No se puede hacer gran cosa con las ventanas. La escalera de incendios es un problema. Aunque el problema es menor si tienes una pistola en la mesilla de noche.

– ¿Esto también lo apuntas en la cuenta? -pregunté mirando el mando.

– No hay cuenta. Y lo que nos damos el uno al otro no tiene precio. De ningún tipo. Ni económico, ni emocional. Tengo que volver al trabajo.

Hizo un intento de irse y yo le agarré por la pechera de la camisa.

– No tan deprisa. Esto no es la televisión. Es mi vida. ¿Hay algo más que deba saber de ese rollo del «sin precio emocional»?

– Así es como tiene que ser.

– ¿Y qué trabajo es ése al que tienes que volver?

– Estoy dirigiendo una operación de vigilancia para una agencia gubernamental. Somos trabajadores autónomos. No me irás a freír con preguntas sobre los detalles, ¿verdad?

Le solté la camisa y dejé escapar un suspiro.

– No puedo hacerlo. Esto no va a funcionar.

– Lo sé -dijo Ranger-. Tienes que arreglar tu relación con Morelli.

– Necesitábamos tomarnos un descanso.

– Ahora mismo estoy comportándome como un buen chico porque me interesa, pero soy un oportunista, y me siento atraído por ti. Y volveré a meterme en tu cama si el descanso de Morelli se alarga demasiado. Si me lo propusiera, podría hacerte olvidar a Morelli. Y eso no sería bueno para ninguno de los dos.

– Dios.

Ranger sonrió.

– Cierra bien la puerta.

Y se fue.

Cerré la puerta y puse el cerrojo del suelo. Ranger había logrado que dejara de pensar en el conejo masturbador. Ahora tenía que dejar de pensar en Ranger. Sabía que todo lo que decía era cierto, con la posible excepción de lo de olvidar a Morelli. No era fácil de olvidar. Lo había intentado con todas mis fuerzas durante años y no lo había conseguido.

Sonó el teléfono y, al contestar, alguien hizo ruido de besitos. Colgué y volvió a sonar. Más besitos. A la tercera vez, desconecté el cable.

Media hora después había alguien a mi puerta.

– Sé que estás ahí dentro -gritó Vinnie-. He visto el CR-V en el aparcamiento.

Descorrí el cerrojo del suelo, el de la puerta, la cadena de seguridad y abrí la cerradura.

– Dios bendito -dijo Vinnie cuando por fin abrí-. Cualquiera diría que hay algo valioso en esta ratonera.

Yo soy valiosa.

– Como cazarrecompensas, desde luego que no. ¿Dónde está Bender? Me quedan dos días para entregar a Bender o pagar su fianza al tribunal.

– ¿Has venido a decirme eso?

– Sí. Pensé que necesitabas que te lo recordara. Hoy tengo a mi suegra en casa y me está volviendo loco. He pensado que éste era un buen momento para ir por él. He intentado llamarte, pero no te funciona el teléfono.

Qué diablos, no tenía nada mejor que hacer. Estaba encerrada en el apartamento con el teléfono desconectado.

Dejé a Vinnie esperándome en el vestíbulo y fui a buscar mi cartuchera. Regresé con la funda de nailon negra sujeta a la pierna y mi 38 cargada y lista para disparar.

– Vaya -dijo Vinnie, evidentemente impresionado-. Por fin te lo tomas en serio.

Efectivamente. Me tomaba en serio que un conejo me hiciera guarrerías. Salimos del aparcamiento, Vinnie de copiloto y yo al volante. Me dirigí al centro de la ciudad, con un ojo atento a la carretera y el otro puesto en el retrovisor. Un todo-terreno verde se puso detrás de mí. Se saltó una línea continua y me adelantó. El fulano de la máscara de Clinton iba al volante y el espantoso conejo iba sentado a su lado. El conejo se volvió, sacó la cabeza por el techo solar y me miró. Las orejas le revoloteaban con el aire y se sujetaba la cabeza con ambas manos.

– Es el conejo -grité- ¡Dispárale! ¡Coge mi pistola y dispárale!

– ¿Estás loca? -dijo Vinnie-. No puedo disparar sobre un conejo desarmado.

Intenté sacar la pistola de la funda al mismo tiempo que conducía, sin gran éxito.

– Pues entonces le disparo yo. No me importa que me metan en la cárcel. Merecerá la pena. Le voy a pegar un tiro en esa estúpida cabeza de conejo -conseguí sacar la pistola de la funda, pero no quería disparar a través del parabrisas de Ranger-. Ocúpate del volante -dije a Vinnie. Abrí la ventanilla, me asomé y disparé.

El conejo se protegió inmediatamente en el interior del coche. El todoterreno aceleró y giró a la izquierda por una calle lateral. Esperé a que pasara el tráfico y fui detrás. Les vi delante de mí. Giraron una y otra vez hasta que completaron el círculo y volvimos a meternos en la calle State. El todoterreno se detuvo en una tienda abierta las veinticuatro horas y los dos hombres salieron corriendo por detrás del edificio de ladrillo. Vinnie y yo nos bajamos del CR-V y corrimos detrás de ellos. Les seguimos un par de manzanas, se metieron por un jardín y desaparecieron.

– ¿Por qué seguimos a un conejo? -Vinnie estaba doblado por la cintura, jadeando.

– Es el que tiró la bomba a mi CR-V.

– Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Tendría que habértelo preguntado antes. Me habría quedado en el coche. Dios, no puedo creer que hayas estado disparando por la ventanilla del coche. ¿Quién te crees que eres, Terminator? Joder, tu madre me arranca los huevos si se entera de esto. ¿En qué estabas pensando?

– Me he puesto nerviosa.

– No te has puesto nerviosa. ¡Te has vuelto loca!

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