15

LA SIGUIENTE LLAMADA era de Morelli.

– Acabo de llegar al trabajo y me he enterado de una cosa muy interesante -dijo-. ¿Conoces a Leo Klug?

– No.

– Es carnicero, trabaja en la tienda de Sal Carto. Tu madre seguramente compra las salchichas allí. Leo es como de mi altura pero más corpulento. Tiene una cicatriz que le recorre la cara. Pelo oscuro.

– Vale. Ya sé quién es. Hace un par de semanas estuve allí comprando salchichas y me atendió él.

– Aquí es bien sabido que Klug hace algunos trabajos de carnicería extras.

– No estás hablando de vacas.

– Las vacas son el trabajo fijo -dijo Morelli.

– Tengo la sensación de que no me va a gustar el rumbo que está tomando esta conversación.

– Últimamente, a Klug se le ha visto con un par de tíos que trabajan para Abruzzi. Y esta mañana, Klug ha aparecido muerto, víctima de un accidente de coche.

– Ay, Dios mío.

– Lo encontraron en una cuneta, a media manzana de la carnicería.

– ¿Se sabe quién le atropello?

– No, pero hay muchas posibilidades de que fuera un conductor borracho.

Pensamos en ello durante un instante.

– Lo mejor sería que tu madre llevara el LeSabre a un túnel de lavado -sugirió Morelli.

– Hostias. Mi madre ha matado a Leo Klug.

– Eso no lo he oído -dijo Morelli.

Colgué el teléfono y preparé café. Me hice un huevo revuelto y metí una rebanada de pan en la tostadora. Stephanie Plum, diosa del hogar. Salí sigilosamente del apartamento, le birlé el periódico al señor Wolesky y lo leí mientras desayunaba.

Lo estaba devolviendo a su sitio cuando Ranger y Héctor salieron del ascensor.

– Ya sé dónde están -dijo Ranger-. Acabo de recibir una llamada. Vámonos.

Dirigí la mirada a Héctor.

– No te preocupes por Héctor -dijo Ranger.

Agarré el bolso y la chaqueta y apreté el paso para alcanzar a Ranger. Otra vez llevaba el todoterreno de los faros especiales. Me encaramé al asiento y me puse el cinturón de seguridad.

– ¿Dónde está?

– En el aeropuerto de Newark. Jeanne Ellen volvía con su fugitivo y vio a Dotty, a Evelyn y a los niños en la sala de espera de la puerta de embarque contigua. Hice que Tank comprobara qué vuelo era. Tenía que salir a las diez, pero lo han retrasado una hora. Tenemos que llegar a tiempo.

– ¿Adonde iban?

– A Miami.

Había mucho tráfico en la zona de Trenton. Durante un rato se fue aligerando, pero volvió a complicarse en la autopista. Afortunadamente, mantenía un flujo constante. El típico tráfico de Jersey. De ese que te hace subir la adrenalina. Parachoques contra parachoques a ciento veinte kilómetros por hora.

Miré el reloj cuando tomamos la desviación del aeropuerto. Eran casi las diez. Unos minutos después, Ranger entraba en la terminal de salidas y se detenía junto a la acera.

– Vamos muy ajustados de tiempo -dijo-. Adelántate tú mientras aparco. Si llevas un arma, tendrás que dejarla en el coche.

Le entregué la pistola y salí corriendo. Revisé el panel de salidas en cuanto entré en la terminal. El vuelo no se había vuelto a retrasar. Y seguía en la misma puerta de embarque. Me chasqueé los nudillos mientras esperaba en la cola del control de seguridad. Estaba a un paso de Evelyn y Annie. Si las perdía aquí sería una faena enorme.

Pasé el control de seguridad y seguí los indicadores hasta la puerta de embarque. Mientras recorría los pasillos iba mirando a todo el mundo. Miré al frente y vi a Evelyn y a Dotty con los niños, dos puertas más allá. Estaban sentados, esperando. No había en ellos nada de raro. Dos madres con sus hijos, de viaje a Florida.

Me acerqué a ellas sigilosamente y me senté en un asiento vacío junto a Evelyn.

– Tenemos que hablar -dije.

Dieron la impresión de sorprenderse sólo ligeramente. Como si ya nada les pudiera sorprender demasiado. Ambas tenían aspecto cansado. Parecía que hubieran dormido con la ropa puesta. Los niños se entretenían dando voces y poniéndose pesados. Como todos los niños que se ven habitualmente en los aeropuertos. Hartos.

– Pensaba llamarte -dijo Evelyn-. Te habría llamado al llegar a Miami. Para que le dijeras a la abuela que me encontraba bien.

– Quiero saber de qué huyes. Y si no me lo cuentas te voy a causar problemas. Voy a impedir que te vayas.

¡No!-exclamó Evelyn-. Por favor, no lo hagas. Es importante que nos vayamos en ese avión.

Dieron el primer aviso de embarque.

– La policía de Trenton te está buscando -dije-. Te quieren interrogar sobre dos asesinatos. Puedo llamar a seguridad y hacer que te lleven a Trenton.

Evelyn se puso pálida.

– Me mataría.

– ¿Abruzzi?

Ella asintió.

– Quizá deberías contárselo -intervino Dotty-. No nos queda mucho tiempo.

– Cuando Steven perdió el bar, Abruzzi vino a casa con sus hombres y me hizo una cosa.

Instintivamente, resollé con fuerza.

– Lo siento -dije.

– Era su modo de asustarnos. Le gusta jugar al ratón y al gato. Se divierte jugando antes de matar. Y le encanta dominar a las mujeres.

– Tendrías que haber ido a la policía.

– Me habría matado antes de que llegara a testificar. O peor aún, le habría hecho algo a Annie. La Justicia se mueve demasiado despacio para un hombre como Abruzzi.

– ¿Y ahora por qué te persigue? -Ranger ya me había dado la respuesta, pero quería oírla de labios de Evelyn.

– Abruzzi es un chiflado de la guerra. Participa en juegos de guerra y colecciona medallas y cosas así. Y había una que guardaba en su escritorio. Creo que era su medalla favorita porque perteneció a Napoleón. Total que, cuando nos divorciamos Steven y yo, el juez le concedió derechos de visita. Todos los sábados Annie se iba con él. Hace un par de semanas, Abruzzi celebró en su casa la fiesta de cumpleaños de su hija y exigió a Steven que llevara a Annie.

– ¿Annie era amiga de la hija de Abruzzi?

– No. Para Abruzzi era sólo una forma de demostrar su poder. Siempre está haciendo cosas por el estilo. A los que trabajan con él les llama «sus tropas». Y ellos tienen que tratarle como si fuera el Padrino, o Napoleón, o algún general importante. La cosa es que hizo esa fiesta para su hija y toda su tropa tuvo que asistir con sus hijos. A Steven lo consideraba parte de su tropa. Le había ganado el bar y, después de eso, era como si le perteneciera. A Steven no le hizo gracia perder el bar, pero sí creo que le gustaba pertenecer a la familia de Abruzzi. Le hacía sentirse importante estar asociado a alguien que todo el mundo temía.

Hasta que lo serraron por la mitad.

– Resulta que, durante el transcurso de la fiesta, Annie se metió en el despacho de Abruzzi, encontró la medalla en el escritorio y se la llevó a la fiesta para enseñársela al resto de los chavales. Nadie le prestó demasiada atención y, no sé cómo, Annie se la metió en el bolsillo. Y se la trajo a casa.

Dieron el segundo aviso de embarque y por el rabillo del ojo vi a Ranger observando desde lejos.

– Continúa -dije-. Todavía tenemos tiempo.

– En cuanto vi la medalla supe lo que significaba.

– ¿Tu billete de huida?

Sí. Mientras continuara en Trenton, Abruzzi seguiría siendo nuestro dueño. Y no tenía dinero para marcharme. Ni cualificación profesional. Y lo que es peor, estaba el acuerdo de divorcio. Pero aquella medalla valía un montón de dinero. Abruzzi no hacía más que presumir de ello. Así que hice las maletas y me marché. Salí de casa una hora después de que entrara la medalla. Acudí a pedirle ayuda a Dotty porque no sabía a quién más recurrir. Hasta que vendiera la medalla no tenía nada de dinero.

– Lamentablemente, lleva su tiempo vender una medalla como ésa -dijo Dotty-. Y había que hacerlo con discreción.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Evelyn.

– Le he complicado la vida a Dotty. La metí en esta historia y ahora no puede salir de ella.

Dotty vigilaba a la pandilla de crios.

– Todo se arreglará -dijo. Pero no parecía estar muy convencida.

– ¿Y qué me dices de los dibujos que hizo Annie en su cuaderno? -pregunté-. Eran imágenes de personas asesinadas. Llegué a pensar que tal vez había presenciado un asesinato.

– Si te fijas bien, verás que los hombres de los dibujos llevan medallas. Hizo esos dibujos mientras yo hacía las maletas. Todo el mundo que entraba en contacto con Abruzzi, incluidos los niños, adquirían conocimientos sobre la guerra y las medallas al mérito militar. Era una obsesión.

De repente me sentí derrotada. Yo no sacaba nada en limpio de aquello. No había testigos de ningún asesinato. Nadie que me pudiera ayudar a eliminar a Abruzzi de mi vida.

– En Miami nos espera un comprador -explicó Dotty-. He vendido mi coche para pagar estos billetes.

– ¿Podéis confiar en ese comprador?

– Parece que sí. Y un amigo mío nos va a buscar al aeropuerto. Es un chico muy agudo y se va a encargar de supervisar la transacción. Tengo entendido que la operación es muy sencilla. Un experto examina la medalla, y le dan a Evelyn un maletín lleno de dinero.

– Y luego ¿qué?

– Probablemente tengamos que permanecer escondidas. Empezar una nueva vida. Cuando detengan o maten a Abruzzi podremos volver a casa.

No tenía motivos para detenerlas. Me parecía que habían tomado algunas decisiones equivocadas, pero ¿quién era yo para juzgarlas?

– Buena suerte -dije-. No perdáis el contacto conmigo. Y llama a Mabel. Se preocupa mucho por vosotras.

Evelyn se levantó y me dio un abrazo. Dotty reunió a los niños y todos juntos partieron hacia Miami.

Ranger se acercó y me echó un brazo por encima.

– Te han contado una historia lacrimógena, ¿a que sí?

– Sí.

Sonrió y me besó en la coronilla.

– Realmente deberías pensar en dedicarte a otro tipo de cosas. A cuidar gatitos, tal vez. O al diseño floral.

– Ha sido muy convincente.

– ¿La niña fue testigo de un asesinato?

– No. Robó una medalla que vale un maletín lleno de dinero.

Ranger levantó las cejas y sonrió.

– Bien por ella. Me gustan los niños emprendedores.

– No tengo testigos de ningún asesinato. Y el conejo y el oso están muertos. Creo que estoy jodida.

– Puede que después de la comida -dijo él-. Yo invito.

– Quieres decir que invitas a comer.

– Eso también. Conozco un sitio aquí, en Newark, que hace que Shorty's parezca un bar de mariquitas.

Madre mía.

– Y, por cierto, revisé tu treinta y ocho cuando la dejaste en el coche y sólo tiene dos balas. Tengo la penosa impresión de que la pistola volverá al tarro de las galletas en cuanto vacíes el tambor.

Sonreí a Ranger. Yo también puedo ser misteriosa.


Ranger mandó un mensaje a Héctor mientras volvíamos a casa y éste estaba delante de mi apartamento, esperándonos, cuando salimos del ascensor. Le entregó el nuevo mando a Ranger y a mí me sonrió y me apuntó con los dedos pulgar e índice como si fueran una pistola.

Bang-dijo.

– Muy bien -comenté a Ranger-. Héctor está aprendiendo inglés.

Ranger me lanzó el mando y se fue con Héctor.

Entré en el apartamento y me quedé en la cocina. ¿Y ahora qué? Ahora tenía que esperar y seguir preguntándome cuándo vendría Abruzzi a por mí. ¿Cómo lo haría? ¿Y cómo sería de espantoso? Más espantoso de lo que podía imaginar, seguro.

Si fuera mi madre me pondría a planchar. Mi madre planchaba para quitarse los nervios. Cuando mi madre planchaba había que mantenerse a distancia. Si fuera Mabel estaría haciendo pasteles. ¿Y la abuela Mazur? Lo suyo sí que era fácil: el Canal Meteorológico. ¿Y yo qué hago? Como Tastykakes.

Bueno, pues ahí estaba el problema. Que no tenía Tastykakes. Había comido una hamburguesa con Ranger, pero me había saltado el postre. Y ahora necesitaba un Tastykake. Sin Tastykake me quedaría allí sentada, preocupada pensando en Abruzzi. Desgraciadamente, no tenía medio de acercarme a Tastykakelandia, porque no tenía coche. Todavía estaba esperando que llegara el puñetero cheque del seguro.

Eh, un momento. Podía ir andando hasta la tienda de veinticuatro horas. Cuatro manzanas. No es el tipo de cosas que hace una chica normal de Jersey, pero qué demonios… Llevaba la pistola en el bolso con dos balas preparadas. Eso me daba cierta confianza. Me la habría metido en la cintura del vaquero como Ranger y Joe, pero no había espacio. A lo mejor debería limitarme a un solo Tastykake.

Cerré la puerta y bajé por las escaleras hasta la primera planta. No vivía en un edificio lujoso. Estaba siempre limpio y bien cuidado. La construcción no tenía grandes fantasías. Y, en realidad, tampoco era de una gran calidad. Pero era resistente. Tenía una puerta principal y una trasera y ambas daban a un pequeño vestíbulo. Las escaleras y el ascensor también daban a él. Una de las paredes estaba cubierta por los cajetines del correo. El suelo era de baldosas. Los propietarios habían añadido una maceta con una palmera y un par de sillones de orejas para compensar la falta de piscina.

Abruzzi estaba sentado en uno de los sillones. Llevaba un traje impecable. La camisa era de un blanco deslumbrante. Su cara, inexpresiva. Hizo un gesto hacia el otro sillón.

– Siéntate -dijo-. Creo que deberíamos charlar un rato.

Darrow estaba inmóvil junto a la puerta.

Me senté en el sillón, saqué la pistola del bolso y apunté a Abruzzi.

– ¿De qué le gustaría hablar?

– ¿Esa pistola es para asustarme?

– Es por precaución.

– No es una buena estrategia militar para una rendición.

– ¿Quién de los dos se supone que se está rindiendo?

– Tú, por supuesto -contestó-. Muy pronto vas a ser tomada como prisionera de guerra.

– Últimas noticias: necesita ayuda psiquiátrica urgente.

– He sufrido bajas en mis tropas por tu culpa.

– ¿El conejo?

– Era un valioso miembro de mis huestes.

– ¿Y el oso?

Abruzzi sacudió la mano con desprecio.

– El oso era un subcontratado. Hubo que sacrificarlo en tu beneficio y por mi protección. Tenía la mala costumbre de chismorrear con gente de fuera de la familia.

– De acuerdo, ¿y Soder? ¿Era de sus tropas?

– Soder me falló. No tenía carácter. Era un cobarde. No era capaz de controlar ni a su propia esposa ni a su hija. Era un riesgo inútil. Lo mismo que su bar. El seguro del bar valía más que el bar mismo.

– No estoy segura de cuál es mi papel en todo esto.

– Tú eres el enemigo. Elegiste ponerte del lado de Evelyn en este juego. Como seguro que sabrás, Evelyn tiene algo que quiero. Te doy una última oportunidad de sobrevivir. Me puedes ayudar a recuperar lo que es legítimamente mío.

– No sé de qué me está hablando.

Abruzzi miró mi pistola.

– ¿Dos balas?

– Es todo lo que necesito -madre mía, no podía creer que hubiera dicho aquello. Tenía la esperanza de que Abruzzi se marchara, porque lo más probable era que me hubiera hecho pis en la silla.

– Entonces, ¿es la guerra? -preguntó Abruzzi-. Deberías pensártelo dos veces. No te va a gustar lo que te va a pasar. Se acabaron los juegos y la diversión.

No dije nada.

Abruzzi se levantó y se dirigió a la puerta. Darrow le siguió.

Me quedé un rato sentada en el sillón, con la pistola en la mano, esperando a que los latidos de mi corazón recuperaran su ritmo habitual. Me levanté y comprobé la superficie del sillón. Luego comprobé la superficie de mis asentaderas. Ambos secos. Era un milagro.

Andar cuatro manzanas para comprar un Tastykake había perdido parte de su encanto. Tal vez sería mejor ocuparme de dejar mis asuntos en orden. Aparte de buscar una familia adoptiva para Rex, el único cabo suelto de mi vida era Andy Bender. Subí al apartamento y llamé a la oficina.

– Voy a detener a Bender -dije a Lula-. ¿Quieres venir conmigo?

– Para nada, monada. Tendrías que meterme en un traje anticontaminación completo para que me acercara a ese sitio. Y aun así, no iría. Ya te he dicho que Dios tiene algo con ese tío. Tiene planes.

Colgué a Lula y llamé a Kloughn.

– Voy a ir a detener a Bender -dije-. ¿Quieres venirte conmigo?

– Ah, qué rabia. No puedo. Me gustaría. Ya sabes lo mucho que me gustaría. Pero no puedo. Me acaban de encargar un caso. Un accidente de coche que ha ocurrido justo enfrente de la lavandería. Bueno, no ha sido exactamente enfrente de la lavandería. He tenido que correr unas cuantas manzanas para llegar a tiempo. Pero creo que va a haber algunas lesiones muy buenas.

Tal vez sea lo mejor, me dije. Tal vez, a estas alturas, sea mejor que haga el trabajo yo sola. Tal vez hubiera sido mejor que lo hubiera hecho yo sola también antes. Lamentablemente, sigo sin esposas. Y lo que es peor, no tengo coche. Lo único que tengo es una pistola con dos balas.

Así que elegí la única alternativa que me quedaba: llamé a un taxi.


– Espéreme aquí -dije al taxista-. No tardaré mucho.

Me miró fijamente y luego desvió la mirada hacia las viviendas de protección oficial.

– Tienes suerte de que conozca a tu padre; si no fuera por eso, no me quedaría aquí ni loco. Éste no es precisamente un barrio elegante.

Llevaba la pistola enfundada en la cartuchera de nailon negra, sujeta a la pierna. Dejé el bolso en el taxi. Me acerqué a la puerta y llamé.

Me abrió la mujer de Bender.

– Vengo a buscar a Andy -dije.

– Estás de broma, ¿no?

– Lo digo en serio.

– Ha muerto. Suponía que te habrías enterado.

Por un momento se me quedó la mente en blanco. Mi segunda reacción fue de incredulidad. Me estaba mintiendo. Entonces miré detrás de ella y me di cuenta de que el apartamento estaba limpio, y de que no había ni rastro de Andy Bender.

– No me había enterado -dije-. ¿Qué pasó?

– ¿Recuerdas que tenía la gripe?

Asentí.

– Pues la gripe le mató. Resultó ser uno de esos supervirus. Cuando tú te fuiste, le pidió a un vecino que le llevara al hospital, pero ya le había alcanzado los pulmones y se acabó. Fue voluntad divina.

El vello de los brazos se me puso de punta.

– Lo siento.

– Sí, ya, claro -dijo, y cerró la puerta.

Regresé al taxi y me desmoroné en el asiento trasero.

– Estás terriblemente pálida -dijo el taxista-. ¿Te encuentras bien?

– Me acaba de pasar una cosa muy absurda, pero estoy bien. Me estoy acostumbrando a las cosas absurdas.

– ¿Adonde vamos ahora?

– Lléveme a la oficina de Vinnie.


Entré como una tromba en la oficina.

– No os lo vais a creer -dije a Lula-. Andy Bender ha muerto.

– Anda ya. ¿Me estás vacilando?

La puerta del despacho de Vinnie se abrió de golpe.

– ¿Había testigos? Joder, no le habrás disparado por la espalda, ¿verdad? La compañía de seguros odia que hagamos eso.

– No le he disparado en ningún sitio. Ha muerto de gripe. Acabo de pasar por su apartamento. Su mujer me ha dicho que había muerto. De gripe.

Lula se santiguó.

– Me alegro de haberme aprendido esto de la señal de la cruz -dijo.

Ranger estaba junto al escritorio de Connie. Tenía un expediente en la mano y sonreía.

– ¿Te acabas de bajar de un taxi?

– Puede.

Su sonrisa se ensanchó.

– Has ido a por un fugitivo en taxi.

Puse la mano encima de mi pistola y solté un suspiro.

– No me fastidies. No estoy teniendo muy buen día y, como sabes, todavía me quedan dos balas en el arma. Puede que acabe utilizándolas con alguno de los presentes.

– ¿Necesitas que te lleven a casa?

– Sí.

– Soy tu hombre -dijo Ranger.

Connie y Lula se abanicaron sin que éste las viera.

Me subí al coche y miré alrededor.

– ¿Buscas a alguien?

– A Abruzzi. Me ha vuelto a amenazar.

– ¿Le ves?

– No.

No hay mucha distancia entre la oficina y mi apartamento. Un par de kilómetros. Los semáforos y el tráfico ralentizan el tráfico, dependiendo de la hora del día. En aquel momento me habría gustado que la distancia fuera mayor. Me sentía a salvo de Abruzzi cuando estaba con Ranger.

Entró en el aparcamiento y frenó.

– Hay un tipo en el todoterreno aparcado junto al contenedor de basura -dijo Ranger-. ¿Le conoces?

– No. No vive en el edificio.

– Vamos a hablar con él.

Salimos del coche, nos acercamos al todoterreno y Ranger dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor.

El conductor bajó el cristal.

– ¿Sí?

– ¿Espera a alguien?

– ¿Y a usted qué le importa?

Ranger metió una mano, agarró al tipo por las solapas de la chaqueta y le sacó medio cuerpo por la ventanilla.

– Quiero que le lleves un mensaje a Eddie Abruzzi -dijo Ranger-. ¿Me harás ese favor?

El conductor asintió.

Ranger soltó al sujeto y retrocedió un paso.

– Dile a Abruzzi que ha perdido la guerra y que abandone ya.

Los dos estuvimos con las armas desenfundadas y apuntando al todoterreno hasta que desapareció de nuestra vista.

Ranger levantó la vista hacia mi ventana.

– Vamos a quedarnos aquí un minuto para permitir que el resto del equipo salga de tu apartamento. No quiero tener que dispararle a nadie. Hoy voy con prisa. No quiero perder el tiempo rellenando formularios de la policía.

Esperamos cinco minutos, entramos en el edificio y subimos por las escaleras. El pasillo del segundo piso estaba vacío. El mando de seguridad informaba de que la puerta de mi apartamento había sido forzada. Ranger entró primero y recorrió la casa. Estaba vacía.

El teléfono sonó cuando Ranger estaba a punto de irse. Era Eddie Abruzzi, que no perdió el tiempo conmigo. Preguntó por Ranger.

Éste se puso al aparato y pulsó la tecla del altavoz.

– No te metas en esto -dijo Abruzzi-. Es un asunto privado entre la chica y yo.

– Error. Desde este momento, has desaparecido de su vida.

– ¿O sea, que estás poniéndote de su parte?

– Sí, me estoy poniendo de su parte.

– Entonces no me dejas elección -dijo Abruzzi-. Te sugiero que te asomes a la ventana y mires al aparcamiento.

Y colgó.

Ranger y yo nos acercamos a la ventana y miramos. El todoterreno había vuelto. Se acercó al coche con faros especiales de Ranger, el tipo del asiento del copiloto lanzó un paquete en su interior y el coche fue inmediatamente envuelto por las llamas.

Nos quedamos quietos unos minutos, observando el espectáculo, mientras escuchábamos las sirenas acercándose.

– Me gustaba ese coche -dijo Ranger.


Cuando llegó Morelli ya eran más de las seis y los restos del coche estaban siendo izados a la plataforma de un coche grúa. Ranger estaba acabando con el papeleo policial. Miró a Morelli y le saludó con un movimiento de cabeza.

Morelli se situó muy cerca de mí.

– ¿Quieres contármelo? -preguntó.

– ¿Extraoficialmente?

– Extraoficialmente.

– Nos enteramos de que Evelyn estaba en el aeropuerto de Newark. Fuimos hasta allí y la encontramos antes de que subiera al avión. Después de escuchar su historia decidí que tenía que tomar aquel avión, así que dejé que se marchara. En cualquier caso, no tenía motivos para detenerla. Sólo quería saber de qué iba todo esto. Cuando volvimos, nos esperaban los hombres de Abruzzi. Tuvimos unas palabras e incendiaron el coche.

– Tengo que hablar con Ranger -dijo Morelli-. No te vas a ningún sitio, ¿verdad?

– Si me dejaras el coche iría a por una pizza. Me muero de hambre.

Morelli me dio sus llaves y un billete de veinte.

– Trae dos. Yo me encargo de llamar a Pino's.

Salí del aparcamiento y puse rumbo al Burg. Giré en el hospital y miré por el espejo retrovisor. Iba con mucho cuidado. Intentaba no dejar traslucir mi miedo, pero hervía dentro de mí. No cesaba de repetirme que sólo era cuestión de tiempo el que la policía encontrara algo contra Abruzzi. Era demasiado evidente. Estaba demasiado encerrado en su propia locura con aquel juego. Había demasiada gente involucrada. Había matado al oso y a Soder para que no hablaran, pero había otros. No podía matarlos a todos.

No vi a nadie girar detrás de mí, pero eso no era ninguna garantía. A veces resulta difícil descubrir que te siguen si usan más de un coche. Por si acaso, desenfundé la pistola después de aparcar junto al bar. Sólo tenía que recorrer una pequeña distancia. Una vez dentro estaría a salvo. Siempre había un par de polis en Pino's. Me apeé del coche y me dirigí a la puerta del bar. Di dos pasos y una furgoneta verde surgió de la nada. Frenó en seco, la ventanilla se abrió y Valerie me miró con la boca sellada con cinta adhesiva y los ojos desencajados de miedo. Dentro de la furgoneta había otros tres hombres, incluido el conductor. Dos de ellos llevaban máscaras de goma: Nixon y Clinton otra vez. El otro llevaba una bolsa de papel con agujeros para los ojos. Supuse que el presupuesto sólo daba para dos máscaras. El Bolsa sostenía una pistola pegada a la cabeza de Valerie.

No sabía qué hacer. Me quedé helada. Mental y físicamente paralizada.

– Tira la pistola -dijo el Bolsa-. Y acércate despacio a la furgoneta o te juro por Dios que mato a tu hermana.

La pistola cayó de mi mano.

– Deja que se vaya.

– Cuando tú entres.

Me adelanté indecisa y Nixon me tiró en el asiento de atrás. Me tapó la boca con cinta adhesiva y me inmovilizó las manos con más cinta. La furgoneta, con un rugido, salió del Burg y, cruzando el río, se adentró en Pensilvania.

Diez minutos más tarde estábamos en un camino de tierra. Las casas eran pequeñas y escasas, y estaban medio ocultas entre pequeñas arboledas. La furgoneta redujo la velocidad y se paró en un montículo. El Bolsa abrió la puerta y empujó a Valerie. Vi cómo caía al suelo y rodaba por el terraplén hasta dar con las zarzas de la cuneta. El Bolsa cerró la puerta y la furgoneta siguió su camino.

Unos minutos después, la furgoneta se metía por un camino de grava y se detenía. Todos salimos del vehículo y entramos en una pequeña cabaña de madera. Estaba bien decorada. No en plan caro, pero sí resultaba cómoda y limpia. Me llevaron hasta una silla de la cocina y me dijeron que me sentara. Un rato después, un segundo coche rodó sobre la grava y la tierra del camino. La puerta de la cabaña se abrió y entró Abruzzi. Era el único que no llevaba máscara.

Se sentó en otra silla, frente a mí. Estábamos tan cerca que nuestras rodillas se rozaban y podía sentir el calor de su cuerpo. Alargó una mano y me arrancó la cinta adhesiva de la boca.

– ¿Dónde está? -preguntó-. ¿Dónde está Evelyn?

– No lo sé.

Me dio una bofetada con la mano abierta que me pilló por sorpresa y me tiró de la silla. Cuando caí al suelo estaba aturdida; demasiado confusa para llorar y demasiado asustada para protestar. Sentí el sabor de la sangre y parpadeé para secar las lágrimas.

El de la máscara de Clinton me levantó por las axilas y me volvió a sentar en la silla.

– Te lo voy a preguntar otra vez -dijo Abruzzi-. Te lo voy a seguir preguntando hasta que me contestes. Cada vez que no me contestes te voy a hacer daño. ¿Te gusta el dolor?

– No sé dónde está. Me das demasiada importancia. No se me da tan bien encontrar a la gente.

– Ah, pero eres amiga de Evelyn, ¿no? Su abuela vive en la casa de al lado de tus padres. Conoces a Evelyn de toda la vida. Creo que sabes dónde está. Y creo que sabes por qué quiero encontrarla.

Abruzzi se levantó y se dirigió a la cocina. Encendió el gas, cogió un atizador de la chimenea y lo puso encima de la llama. Probó el atizador con una gota de agua. El agua chisporroteó y se evaporó.

– ¿Qué prefieres primero? -dijo Abruzzi-. ¿Te sacamos un ojo? ¿Hacemos algo sexual?

Si le decía a Abruzzi que Evelyn estaba en Miami iría allí y la encontraría. Probablemente las mataría, a ella y a Annie. Y luego, probablemente, me mataría a mí también, dijera lo que dijera.

– Evelyn está cruzando el país -respondí-. En coche.

– Respuesta incorrecta. Sé que tomó un avión a Miami. Desgraciadamente, Miami es muy grande. Necesito saber en qué parte de Miami está.

El Bolsa me sujetó las manos contra la mesa, el de la máscara de Nixon me arrancó una manga y me sujetó la cabeza, y Abruzzi me aplicó el atizador caliente al brazo. Alguien gritó. Supongo que fui yo. Y me desmayé. Cuando recuperé el sentido estaba en el suelo. El brazo me ardía y la habitación olía como si estuvieran haciendo un asado.

El Bolsa me levantó y me volvió a sentar en la silla. Lo más espantoso de todo aquello era que, de verdad, no sabía dónde estaba Evelyn. Por mucho que me torturaran no podría decírselo. Tendrían que torturarme hasta la muerte.

– Muy bien -dijo Abruzzi-. Una vez más. ¿Dónde está Evelyn?

Se oyó el motor de un coche acelerando fuera y Abruzzi se paró a escuchar. El de la máscara de Nixon se acercó a la ventana y, de repente, una luz cegadora traspasó las cortinas y la furgoneta verde atravesó el ventanal de la fachada, destrozándolo. Hubo un montón de polvo y de confusión. Estaba de pie, sin saber muy bien hacia dónde ir, cuando me di cuenta de que Valerie conducía la furgoneta. Abrí la puerta, me lancé dentro y le grité que saliera de allí. Metió la marcha atrás, salió de la casa de espaldas a unos setenta kilómetros por hora y tomó el camino a toda velocidad.

Valerie todavía tenía la boca y las manos atadas con cinta adhesiva, pero eso no le hacía ir más despacio. Voló por el camino de tierra, entró en la autopista y se acercó a la entrada del puente. Ahora mi miedo era que nos cayéramos al río si no reducía la velocidad. Había trozos de pared enganchados en los limpiaparabrisas, el cristal estaba roto y el morro de la furgoneta destrozado.

Le quité la cinta de la boca y soltó un aullido. Sus ojos seguían desencajados y le moqueaba la nariz. La ropa que llevaba estaba rasgada y sucia. Le grité que fuera más despacio y se puso a llorar.

– Dios mío -dijo entre sollozos-. ¿Qué clase de vida llevas? Esto no es real. Es como en la puta televisión, joder.

– Caramba, Val, has dicho «joder».

– Joder, claro. Estoy alucinando, joder. No puedo creer que te haya encontrado. Me puse a andar sin más. Creía que estaba yendo hacia Trenton, pero iba en dirección contraria. Y entonces vi la furgoneta. Y al mirar por la ventana vi que te estaban quemando. Y habían dejado las llaves en el contacto. Y… y voy a vomitar.

Frenó ruidosamente a un lado de la carretera, abrió la puerta y vomitó.

Después de eso, yo me hice cargo del volante. No podía llevar a Valerie a casa en aquellas condiciones. A mi madre le daría un patatús. Y me daba miedo ir a mi apartamento. No tenía teléfono, así que no podía ponerme en contacto con Ranger. Sólo quedaba Morelli. Puse rumbo al Burg y a la casa de Morelli y, sólo por probar, me desvié una manzana para pasar por delante de Pino's.

El coche de Morelli seguía allí, y el Mercedes de Ranger y su Range Rover negro. Morelli, Ranger, Tank y Héctor estaban en el aparcamiento. Llevé la furgoneta hasta un lado del coche de Morelli y Valerie y yo salimos tambaleándonos.

– Está en Pensilvania -dije-. En una casa junto a un camino de tierra. Iba a matarme, pero Valerie entró en la casa con la furgoneta y conseguimos largarnos.

– Joder, ha sido espantoso -dijo Valerie; los dientes le castañeteaban-. Estaba asustadísima, joder -se miró las muñecas, todavía inmovilizadas con la cinta adhesiva-. Tengo las manos atadas: -observó, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento.

Héctor sacó una navaja y nos cortó las cintas. Primero a mí y luego a Valerie.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Morelli a Ranger.

– Tú llévate a Steph y a Valerie a casa -contestó.

Ranger me miró y nuestros ojos se encontraron por un instante. Entonces Morelli me echó un brazo por encima y me ayudó a subir a su coche. Tank acomodó a Valerie a mi lado.

Morelli nos llevó a su casa. Hizo una llamada de teléfono y apareció ropa limpia. De su hermana, supuse. Estaba demasiado cansada para preguntarlo. Valerie se arregló y la llevamos a casa de mis padres. Nos paramos un instante en la sala de urgencias del hospital para que me vendaran la quemadura y volvimos a casa de Morelli.

– Clávame un tenedor -dije a Morelli-. Estoy muerta.

Morelli cerró la puerta de su casa con llave y apagó las luces.

– Quizá debieras plantearte la posibilidad de hacer un trabajo menos peligroso, como ser bala de cañón humana o muñeco de banco de pruebas.

– Estabas preocupado por mí.

– Sí -dijo Morelli, acercándome a él-. Estaba preocupado por ti.

Me abrazó con fuerza y descansó su mejilla en mi cabeza.

– No he traído pijama -dije. Sus labios me rozaron la oreja.

– Bizcochito, no lo vas a necesitar.


Desperté en la cama de Morelli con el brazo ardiéndome salvajemente y el labio superior hinchado. Morelli me tenía firmemente abrazada. Y Bob estaba al otro lado. El timbre del despertador sonaba junto a la cama. Morelli alargó un brazo y lo tiró de la mesilla.

– Va a ser uno de esos días… -dijo.

Se levantó de la cama y media hora después estaba vestido y en la cocina. Llevaba zapatillas de deporte, vaqueros y una camiseta. Tomaba café y una tostada apoyado en la encimera.

– Ha llamado Costanza mientras estabas en el cuarto de baño -dijo, dando un sorbo al café y mirándome por encima del borde de la taza-. Uno de los coches patrulla encontró a Eddie Abruzzi hace una hora más o menos. Estaba en su coche, en el aparcamiento del mercado de frutas y verduras de los granjeros. Al parecer, se ha suicidado.

Miré a Morelli estupefacta. No podía creer lo que acababa de oír.

– Dejó una nota -siguió Morelli-. Decía que estaba deprimido por unos asuntos de negocios.

Hubo un largo silencio entre los dos.

– No ha sido un suicidio, ¿verdad? -dije en tono de pregunta, cuando quería ser una afirmación.

– Soy policía -contestó Morelli-. Si creyera que no es un suicidio tendría que investigarlo.

Ranger había matado a Abruzzi. Estaba tan segura de ello como de que estaba allí de pie. Y Morelli también lo sabía.

– Vaya -dije en voz baja.

Morelli me miró.

– ¿Te encuentras bien?

Dije que sí con la cabeza.

Se acabó el café y dejó la taza en el fregadero. Me abrazó con fuerza y me besó.

Dije «vaya» otra vez. Ahora con más sentimiento. Morelli sí que sabía besar.

Cogió la pistola de la repisa de la cocina y se la encajó en la cintura.

– Hoy me llevaré la Ducati y te dejo la camioneta. Y cuando vuelva del trabajo tenemos que hablar.

– Madre mía. Más charlas. Hablar nunca nos lleva a nada.

– Vale, a lo mejor no deberíamos hablar. A lo mejor sólo deberíamos dedicarnos al sexo salvaje.

Por fin, un deporte que me gustaba.

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