7


FUI cojeando HASTA el quiosco y compré una Coca-Cola y un paquete de Cracker Jacks. Los Cracker Jacks no se pueden considerar comida basura, porque son maíz y cacahuetes, y todos conocemos su alto valor nutritivo. Y, además, llevan un premio dentro.

Recorrí el corto espacio que me separaba de la orilla del agua, abrí el paquete y un ganso vino corriendo y me picó en la rodilla. Di un salto hacia atrás, pero él siguió acercándose a mí, graznando y picándome. Tiré una palomita de maíz lo más lejos que pude y el ganso fue tras ella. Grave error por mi parte. Al parecer, tirar un Cracker Jack es el equivalente, en ganso, a mandar una invitación para una fiesta. De repente me encontré rodeada de gansos que venían corriendo de todos los rincones del parque, con sus estúpidas patas palmeadas, meneando sus gordos culos de ganso, agitando sus grandes alas de ganso, y con sus ojos negros y diminutos de ganso fijos en el paquete de Cracker Jacks. Se peleaban entre ellos y se lanzaban sobre mí, graznando, chillando y golpeándose violentamente para ganar una posición privilegiada.

– ¡Escapa corriendo, querida! Dales las palomitas -gritó una ancianita desde un banco contiguo-. ¡Tírales la caja o esos monstruos te comerán viva!

Agarré el paquete con fuerza.

– No he llegado al premio. El premio sigue dentro del paquete.

– ¡Olvídate del premio!

Se acercaban más y más gansos, volando desde el otro lado del lago. Demonios, a mí me parecía que venían hasta de Canadá. Uno de ellos me golpeó de lleno en el pecho y me tiró al suelo. Di un grito y solté la caja de palomitas. Los gansos la atacaron sin consideración a la vida, humana o gansa. El ruido era ensordecedor. Las alas me golpeaban y sus uñas me desgarraban la camiseta.

Aquel frenesí gastronómico me pareció que duraba horas, pero en realidad debió de durar como un minuto. Los gansos se fueron tan rápidamente como habían venido, y todo lo que quedó fueron plumas y cagadas de ganso. Enormes y gelatinosos pegotes de caca de ganso… hasta donde alcanzaba la vista.

Junto a la anciana del banco había un anciano.

– ¿No sabes mucho de la vida, verdad? -dijo.

Me recompuse como pude, llegué hasta el coche, abrí la puerta y me acomodé desmañadamente detrás del volante. Se acabó el ejercicio. Salí del aparcamiento con el piloto automático y, no sé cómo, logré llegar a la avenida Hamilton. Estaba a un par de manzanas de mi apartamento cuando noté un movimiento en el asiento de al lado. Giré la cabeza para mirar y una araña del tamaño de un plato se me echó encima.

¡Ayyyyyyy! ¡Hostias! ¡hostias!

Le di a un coche aparcado, me subí a la acera y acabé parando en una isleta de césped. Abrí la puerta de golpe y salí del coche de un salto. Todavía estaba pegando saltos y sacudiéndome el pelo cuando llegaron los primeros policías.

– A ver si lo he entendido -dijo uno de los polis-. ¿Casi se estrella contra el Toyota que está aparcado junto al bordillo, sin mencionar los daños a su propio CR-V, porque la atacó una araña?

– No era sólo una araña. Estamos hablando de más de una. Y muy grandes. Posiblemente eran arañas mutantes. Una manada de arañas mutantes.

– Me resulta familiar -dijo-. ¿No es usted la cazarrecompensas?

– Sí, y soy muy valiente. Excepto con las arañas.

Y excepto con Eddie Abruzzi. Abruzzi sabía cómo asustar a las mujeres. Conocía todos los bichejos repugnantes que resultaban desmoralizantes e irracionalmente aterradores. Serpientes, arañas y fantasmas en la escalera de incendios.

Los polis intercambiaron una mirada que significaba «chicas…» y se acercaron pavoneándose al CR-V. Metieron las cabezas dentro y, un instante después, se escuchó un grito doble y cerraron la puerta de golpe.

– ¡Dios, qué alucine! -gritó uno de ellos-. ¡Hostias!

Tras una breve discusión se decidió que aquello era demasiado para un simple exterminador y, una vez más, llamaron a Control de Animales. Una hora después declaraban el CR-V zona libre de arañas. Me habían puesto una multa por conducción temeraria y había intercambiado datos con el dueño del coche aparcado.

Recorrí las dos manzanas que me quedaban, aparqué y entré con pie inseguro en el edificio. El señor Kleinschmidt se encontraba en el portal.

– Tienes un aspecto horrible -dijo-. ¿Qué te ha pasado? ¿Son plumas de ganso eso que llevas pegado a la camiseta? ¿Y cómo es que la llevas toda rota y manchada de hierba?

– No se lo iba a creer. Ha sido realmente desagradable.

– Seguro que has estado dando de comer a los gansos del parque. No deberías haberlo hecho. Esos gansos son unas fieras.

Solté un suspiro y me metí en el ascensor. Cuando entré en el apartamento noté que había algo diferente. La luz del contestador estaba parpadeando. Sí. ¡Por fin! Le di al botón y me acerqué a escuchar.

– ¿Te han gustado las arañas? -preguntó una voz.

Todavía seguía de pie en medio de la cocina, en una especie de conmoción por el día que llevaba, cuando llegó Morelli. Llamó con los nudillos una sola vez y la puerta abierta se desplazó. Bob entró delante y se puso a corretear, investigando.

– Tengo entendido que has tenido un problema con unas arañas -dijo Morelli.

– Eso es poco decir.

– He visto tu CR-V en el aparcamiento. Te has cargado todo el lado derecho.

Le puse el mensaje del contestador.

– Ha sido Abruzzi. La voz del contestador no es la suya, pero está detrás de esto. Cree que es una especie de juego de guerra. Alguien debió de seguirme al parque. Allí abrieron el coche y metieron las arañas mientras estaba corriendo.

– ¿Cuántas arañas?

– Cinco tarántulas de las grandes.

– Puedo hablar con Abruzzi.

– Gracias, pero puedo arreglármelas sola.

Sí, claro, por eso le arranqué la puerta a un coche aparcado. La verdad es que me habría encantado que Morelli tomara parte en el asunto y me quitara de encima a Abruzzi. Desgraciadamente eso daba una mala impresión: hembra tontita e incompetente necesita macho fuerte para salir de situación desesperada.

Morelli me miró de arriba abajo, reparando en las manchas de hierba, las plumas de ganso y los desgarrones de la camiseta.

– Le compré un perrito caliente a Bob después de dar el paseo alrededor del lago y en el quiosco se estaba hablando mucho de una mujer a la que había atacado una bandada de gansos.

– Hummm. Fíjate qué cosas.

– Decían que ella había provocado el ataque dándole a uno de ellos un Cracker Jack.

– No fue culpa mía -dije-. Maldito ganso estúpido.

Bob, que había estado vagando por el apartamento, entró en la cocina y nos sonrió. Un trozo de papel higiénico le colgaba de los labios. Abrió la boca y sacó la lengua. ¡Argh! Abrió la boca todavía más y vomitó un perrito caliente, un puñado de hierba, un montón de fango y una bola de papel higiénico.

Los dos nos quedamos mirando la humeante montaña de vomitona del perro.

– Bueno, creo que ya es hora de que me vaya -dijo Morelli lanzando un vistazo a la puerta-. Sólo quería cerciorarme de que estabas bien.

– Espera un momento. ¿Quién va a limpiar esto?

– Me encantaría ayudarte, pero…, tía, qué mal huele -se puso la mano sobre la nariz y la boca-. Tengo que irme -dijo-. Es tarde. Tengo cosas que hacer -ya estaba en el descansillo-. Quizá fuera mejor que te marcharas, que alquilaras otro apartamento.

Otra oportunidad para utilizar la mirada asesina.


No dormí bien… algo que seguramente es normal después de ser atacada por gansos asesinos y arañas mutantes. A las seis de la mañana me levanté de la cama, me di una ducha y me vestí. Decidí que me merecía un homenaje después de una noche tan horrorosa, así que me metí en el coche y conduje hasta Barry's Coffees. Siempre había cola en Barry's, pero merecía la pena porque tenía cuarenta y dos clases diferentes de cafés, más toda clase de bebidas calientes exóticas.

Pedí un mochacccino con doble ración de caramelo y me lo llevé a la barra de la ventana. Me coloqué junto a una señora de pelo corto y de punta, teñido de rojo fuego. Era bajita y rechoncha, con mejillas como manzanas y cuerpo de manzana. Llevaba enormes pendientes de plata y turquesas, aparatosos anillos en todos sus dedos retorcidos, un chándal de poliéster blanco y zapatillas de plataforma. Tenía los ojos embadurnados de rímel. El rojo oscuro de su lápiz de labios había pasado a la taza del capuchino.

– Oye, querida -dijo con una voz de dos paquetes diarios-. ¿Eso es un mochaccino con caramelo? Yo solía tomar de ésos, pero me daban temblores. Demasiado azúcar. Si sigues tomándolos acabarás con diabetes. Mi hermano tiene diabetes y le tuvieron que cortar un pie. Fue algo terrible. Primero los dedos se le pusieron negros; luego todo el pie, y más tarde la piel se le empezó a caer a grandes trozos. Era como si le hubiera atrapado un tiburón y le arrancara bocados de carne.

Miré alrededor en busca de otro sitio para tomarme el café, pero aquello estaba hasta los topes.

– Ahora está en una residencia, pues ya no puede manejarse muy bien solo -dijo-. Le voy a visitar siempre que puedo, pero tengo cosas que hacer. Cuando llegas a mi edad lo último que quieres es quedarte sentada perdiendo el tiempo. Cualquier mañana podría despertarme muerta. Claro que yo me mantengo en muy buena forma. ¿Qué edad crees que tengo?

– ¿Ochenta años?

– Setenta y cuatro. Unos días estoy mejor que otros -dijo-. ¿Cómo te llamas, querida?

– Stephanie.

– Yo me llamo Laura. Laura Minello.

– ¿Laura Minello? Ese nombre me suena. ¿Es usted del Burg?

– No. He vivido toda mi vida en North Trenton. En la calle Cherry. Trabajaba en la oficina de la Seguridad Social. Trabajé allí veintitrés años, pero no me puedes recordar de eso. Eres demasiado joven.

Laura Minello. La conocía de algo, pero no podía recordar de qué.

Laura Minello señaló a un Corvette rojo aparcado enfrente de Barry's.

– ¿Ves ese coche rojo de lujo? Es mío. Bonito, ¿eh?

Miré al coche. Luego miré a Laura Minello. Luego volví a mirar al coche. Oh, cielos. Rebusqué en mi bolso los expedientes que me había dado Connie.

– ¿Hace mucho que tiene ese coche? -pregunté a Laura.

– Un par de días.

Saqué los papeles del bolso y revisé la primera página. Laura Minello, acusada de robo de vehículos, edad: setenta y cuatro años. Residente en la calle Cherry.

Los caminos del Señor son inescrutables.

– Ha robado ese Corvette, ¿verdad?

– Lo tomé prestado. Los viejos tienen derecho a hacer estas cosas, y disfrutar un poco antes de hincar el pico.

Ay, madre. Tenía que haber mirado el contrato de la fianza antes de aceptar el caso. Nunca te metas con los viejos. Siempre es un desastre. Los viejos manipulan las cosas. Y te hacen quedar como un capullo cuando vas a detenerlos.

– Qué extraña coincidencia -dije-. Yo trabajo para Vincent Plum, su avalista. No se presentó al juicio y tienen que darle fecha nueva.

– Muy bien. Pero hoy no puede ser. Me voy a Atlantic City. Búsqueme un hueco la semana que viene.

– La cosa no funciona así.

Un coche patrulla pasó por delante de Barry's. Se detuvo justo detrás del Corvette y los dos polis se apearon.

– Huy, huy, huy… -dijo Laura-. Esto tiene mala pinta.

Uno de los polis era Eddie Gazarra, que estaba casado con mi prima Shirley la Llorona. Gazarra comprobó la matrícula del Corvette y rodeó el coche. Volvió al coche patrulla e hizo una llamada.

– Malditos polis -dijo Laura-. No tienen nada mejor que hacer que andar por ahí fastidiando a los ancianos. Debería haber una ley contra eso.

Golpeé en la ventana de la cafetería y atraje la atención de Gazarra. Señalé a Laura y sonreí. «Aquí está», dije sin palabras.


Era cerca de mediodía y estaba aparcada enfrente de la oficina de Vinnie, intentando reunir valor para entrar. Había seguido a Gazarra y a Laura Minello hasta la comisaría y me habían dado el recibo de entrega por su captura. El recibo me supondría el quince por ciento de la fianza de Minello. Y ese quince por ciento se convertiría en una aportación esencial al alquiler de este mes. Normalmente, la entrega de un recibo de captura es un motivo de celebración. Hoy se veía enturbiado por el hecho de haber perdido cuatro pares de esposas en el curso de la persecución de Bender. Eso sin mencionar que las cuatro veces había quedado como una completa idiota. Y Vinnie estaba en la oficina, agazapado en su guarida, deseando recordarme todo aquello.

Apreté los dientes, agarré el bolso y me dirigí a la puerta.

Lula dejó de limarse las uñas cuando entré.

– Hola, bombón -dijo-. ¿Qué hay de nuevo?

Connie levantó la mirada del ordenador.

– Vinnie está en su despacho. Saca los ajos y las cruces.

– ¿De qué humor está?

– ¿Has venido a decirme que has capturado a Bender? -gritó Vinnie desde el otro lado de la puerta cerrada.

– No.

– Entonces, estoy de mal humor.

– ¿Cómo puede oír con la puerta cerrada? -pregunté a Connie.

Ella levantó la mano con el dedo medio estirado.

– Te he visto -gritó Vinnie.

– Ha hecho instalar micros y cámaras para no perderse nada -dijo Connie.

– Sí, de segunda mano -añadió Lula-. Los ha sacado de la tienda de películas porno que cerró. Yo no los tocaría ni con guantes de goma.

La puerta de Vinnie se abrió y éste asomó la cabeza.

– Andy Bender es un borracho, por Dios Santo. Se levanta por las mañanas, se cae dentro de una lata de cerveza y no sale en todo el día. Tendría que haber sido un chollo para ti. Sin embargo, te está haciendo quedar como una cretina.

– Es uno de esos borrachos habilidosos -dijo Lula-. Hasta puede correr estando borracho. Y la última vez disparó contra nosotras. Vas a tener que pagarme más si me arriesgo a que me disparen.

– Sois patéticas las dos -dijo Vinnie-. Yo podría detener a ese tío con una mano atada a la espalda. Podría detenerle con los ojos cerrados.

– Ya -dijo Lula.

Vinnie se inclinó hacia ella.

– ¿No me crees? ¿Crees que no sería capaz de entregar a ese sujeto?

– Existen los milagros -respondió Lula.

– ¿Ah, sí? ¿Crees que haría falta un milagro? Bueno, pues te voy a enseñar un milagro. Vosotras dos, fracasadas, venid aquí esta noche a las nueve y atraparemos al fulano ese.

Vinnie metió la cabeza en el despacho y cerró de un portazo.

– Espero que tenga esposas -dijo Lula.

Le di a Connie el recibo de entrega de Laura Minello y esperé a que rellenara mi cheque. La puerta de entrada se abrió y todas nos giramos hacia ella.

– Eh, yo te conozco -dijo Lula a la mujer que entraba en la oficina-. Intentaste matarme.

Era Maggie Masón. La habíamos conocido en un caso anterior. Nuestras relaciones con Maggie empezaron mal, pero acabaron bien.

– ¿Sigues dedicándote a la lucha libre en el barro en el Snake Pit? -preguntó Lula.

– El Snake Pit cerró -Maggie se encogió de hombros como queriendo decir «esas cosas pasan»-. De todas formas, ya era hora de cambiar. La lucha libre estuvo bien durante algún tiempo, pero mi sueño siempre fue abrir una librería. Cuando el Pit cerró convencí a uno de los dueños para que se metiera en negocios conmigo. Por eso he pasado por aquí. Vamos a ser vecinas. Acabo de firmar el contrato de alquiler del edificio de al lado.


Estaba sentada en mi coche medio destrozado, frente a la oficina de Vinnie, pensando en qué hacer a continuación, cuando sonó el móvil.

– Tienes que hacer, algo -me dijo la abuela Mazur-. Mabel acaba de estar en casa, por decimocuarta vez. Nos está volviendo locas. Primero se pasa el día haciendo tartas y luego nos las trae a nosotras porque ya no le caben en su casa. La tiene alfombrada de tartas. Y esta última vez se ha puesto a llorar. A llorar. Ya sabes que aquí lo de llorar no nos hace mucha gracia.

– Está preocupada por Evelyn y Annie. Es la única familia que le queda.

– Pues encuéntralas -dijo la abuela-. Ya no sabemos qué hacer con tantos bizcochos de café.

Fui en el coche hasta la calle Key y aparqué delante de la casa de Evelyn. Pensé en Annie, durmiendo en su habitación del piso de arriba, jugando en el pequeño jardín de atrás. Una niñita de pelo rojo y rizado, y ojos grandes y profundos. Una cría que era la mejor amiga de mi sobrina, el caballo. ¿Qué clase de niña haría buenas migas con Mary Alice? No es que Mary Alice no sea una niña estupenda pero, seamos sinceros, se sale un poquito de lo normal. Seguramente tanto Mary Alice como Annie se sentían fuera de lugar y necesitaban una amiga. Y se encontraron la una a la otra.

«Háblame», le dije a la casa. «Cuéntame un secreto».

Estaba esperando a que la casa me contara algo cuando un coche se detuvo detrás de mí. Era un gran Lincoln negro y había dos hombres en los asientos delanteros. No tuve que pensar demasiado ni demasiado tiempo para deducir que eran Abruzzi y Darrow.

Lo más inteligente habría sido arrancar sin mirar atrás. Puesto que tengo un largo historial de hacer muy rara vez lo más inteligente, puse el seguro de la puerta, abrí un pequeño resquicio en la ventana y esperé a que Abruzzi viniera a hablar conmigo.

– Has cerrado la puerta -dijo Abruzzi cuando se me acercó-. ¿Tienes miedo de mí?

– Si tuviera miedo habría puesto el motor en marcha. ¿Viene mucho por aquí?

– Me gusta inspeccionar mis propiedades -respondió-. ¿Qué haces aquí? No estarás pensando en volver a allanar la casa, ¿verdad?

– No. Sólo estoy disfrutando de las vistas. Qué rara coincidencia que siempre aparezca cuando vengo por aquí.

– No es una coincidencia -dijo Abruzzi-. Tengo informadores por todas partes. Sé todo lo que haces.

– ¿Todo?

Se encogió de hombros.

– Muchas cosas. Por ejemplo, sé que estuviste en el parque el sábado. Y que después tuviste un desafortunado incidente en el coche.

– Algún subnormal creyó que tendría gracia meter unas arañas en mi coche.

– ¿Te gustan las arañas?

– No están mal. No son tan divertidas como los conejitos, por ejemplo.

– Tengo entendido que le diste a un coche aparcado.

– Una de las arañas me pilló por sorpresa.

– En una batalla el factor sorpresa es importante.

– Esto no es una batalla. Intento tranquilizar a una pobre anciana encontrando a una niña.

– Debes de pensar que soy estúpido. Eres una cazarrecompensas. Una mercenaria. Sabes perfectamente de qué va esto. Estás metida en ello por el dinero. Sabes lo que está en juego. Y sabes lo que estoy intentando recuperar. Lo que no sabes es con quién estás tratando. Por ahora estoy jugando contigo, pero en algún momento el juego llegará a aburrirme. Si no te has puesto de mi lado cuando llegue ese momento, iré a por ti sin piedad y te arrancaré el corazón mientras todavía esté latiendo.

Puag.

Iba vestido con traje y corbata. Con mucho estilo. Todo parecía caro. Sin manchas de grasa en la corbata. Era un demente, pero por lo menos iba bien vestido.

– Creo que me voy a ir ya -dije-. Usted probablemente necesitará ir a casa a tomar la medicación.

– Me alegro de saber que te gustan los conejitos -dijo él.

Puse el motor en marcha y arranqué. Abruzzi se quedó de pie, observando cómo me alejaba. Miré por el retrovisor para descubrir si me seguían. No vi a nadie. Giré por un par de calles. No me seguían. Tenía una sensación desagradable en el estómago. Se parecía mucho al horror.

Pasé por delante de la casa de mis padres y vi el Buick de mi tío Sandor aparcado a la entrada. Mi hermana estaba usando el coche del tío hasta que ahorrara suficiente dinero para comprarse uno. Pero a esa hora tenía que estar en el trabajo. Aparqué detrás de ella y entré en casa. La abuela Mazur, mi madre y Valerie estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina. Cada una tenía una taza de café delante, pero ninguna bebía.

Yo opté por tomarme un refresco y me senté en la cuarta silla.

– ¿Qué pasa?

– Han despedido a tu hermana del banco -dijo la abuela Mazur-. Se ha peleado con su jefe y la han despedido fulminantemente.

¿Valerie peleándose con alguien? ¿Santa Valerie? ¿La hermana con el mismo carácter que el pudín de vainilla?

Cuando éramos niñas, Valerie siempre entregaba los deberes a tiempo, hacía la cama antes de ir al colegio y se decía que tenía un asombroso parecido con las serenas estatuas de escayola de la Virgen María que se encontraban en los jardines y las iglesias del Burg. Incluso la regla de Valerie venía y se iba serenamente, llegando siempre puntualmente, al minuto, con delicado flujo y cambios de humor que iban de encantadora a más encantadora.

Yo era la hermana que sufría de dolor de ovarios.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. ¿Cómo has podido tener una pelea con tu jefe? Acababas de empezar en ese trabajo.

– Se puso irracional -dijo Valerie-. Y cruel. Cometí un error minúsculo y se puso como una fiera, y empezó a gritarme delante de todo el mundo. Y sin darme cuenta me puse a contestarle en el mismo tono. Y me despidió.

– ¿Le gritaste?

– Últimamente he estado un poco alterada.

Sin coña. El mes pasado decidió que iba a intentar hacerse lesbiana y ahora le daba por gritar. ¿Qué sería lo próximo? ¿Darle una vuelta completa a la cabeza?

– ¿Y qué error cometiste?

– Tiré un poco de sopa. Eso fue todo. Se me cayó un poco de sopa.

– Era una de esas sopas instantáneas -dijo la abuela-. Una de esas que tienen fideos pequeñitos. Valerie la derramó encima de un ordenador, la sopa se coló por todas las aberturas y se cargó el sistema. Casi tienen que cerrar el banco.

Yo no quería que le pasara nada malo a Valerie. Pero no dejaba de ser agradable ver que la cagaba después de toda una vida de perfección.

– Me imagino que no habrás recordado nada nuevo de Evelyn -dije a Valerie-. Mary Alice dijo que Annie y ella eran amigas íntimas.

– Eran amigas del colegio -dijo Valerie-. No recuerdo haber visto nunca a Annie.

Miré a mi madre.

– Y tú, ¿conociste a Annie?

– Evelyn solía traerla por aquí cuando era más pequeña, pero dejaron de visitarnos hace un par de años, cuando Evelyn empezó a tener problemas. Y Annie nunca vino a casa con Mary Alice. Más aún, creo que Mary Alice nunca nos habló de Annie.

– Al menos nada que pudiéramos entender -dijo la abuela-. Puede que nos dijera algo en el idioma de los caballos.

Valerie, con aspecto deprimido, empujaba una galleta con el dedo por la mesa de la cocina. Si fuerano la deprimida, la galleta ya no existiría. Y ahora que lo pienso…

– ¿Te vas a comer esa galleta? -pregunté a Valerie.

– Seguro que los fideos esos eran como lombrices -dijo la abuela-. ¿Recordáis cuando Stephanie tuvo lombrices? El médico dijo que eran de la lechuga. Decía que no lavábamos bien la lechuga.

Me había olvidado de las lombrices. No era uno de los mejores recuerdos de mi infancia. Igual que el día que vomité espaguetis con albóndigas encima de Anthony Balderry.

Me acabé el refresco, me comí la galleta de Valerie y pasé a la casa de al lado para charlar con Mabel.

– ¿Alguna novedad? -pregunté a Mabel.

– Me han vuelto a llamar de la oficina de fianzas. ¿No se presentarán aquí y me echarán por las buenas, verdad?

– No. Tendrían que hacerlo por la vía judicial. Y la agencia de fianzas tiene buena reputación.

– No he sabido nada de Evelyn desde que se fue -dijo Mabel-. Y a estas alturas ya tendría que haber sabido algo.

Regresé al coche y marqué el número de Dotty.

– Soy Stephanie Plum -dije-. ¿Va todo bien?

– La mujer de la que me hablaste sigue sentada delante de mi casa. Incluso me he tomado el día libre porque me tiene aterrada. He llamado a la policía, pero me han dicho que no pueden hacer nada.

– ¿Tienes la tarjeta con mi número de busca?

– Sí.

– Llámame si quieres ir a ver a Evelyn. Te ayudaré a esquivar a Jeanne Ellen.

Corté la comunicación e hice un gesto de impotencia. ¿Qué más podía hacer?

El timbre del teléfono me hizo dar un brinco. Era Dotty que me devolvía la llamada.

– De acuerdo, necesito ayuda. No estoy diciendo que sepa dónde está escondida Evelyn. Sólo digo que necesito ir a un sitio y no quiero que me sigan.

– Entendido. Estoy a unos cuarenta y cinco minutos.

– Entra otra vez por la puerta de atrás.

Puede que después de todo Jeanne Ellen me estuviera haciendo un favor. Había puesto a Dotty en situación de necesitar mi ayuda. Raro, ¿eh?

Lo primero que hice fue pasarme por la oficina y recoger a Lula.

– Vamos a divertirnos -dijo-. Yo me encargo de distraer a Jeanne Ellen. Soy la reina de la distracción.

– Estupendo. Pero recuerda una cosa: nada de tiros.

– Tal vez una llanta -dijo Lula.

– Ni una llanta. Nada. Ni un solo disparo.

– Espero que te des cuenta de que eso dificulta en gran medida mi maniobra de distracción.

Lula llevaba las botas nuevas con una minifalda de tejido elástico y color amarillo limón. Me dio la impresión de que no le costaría mucho distraer a alguien.

– Este es el plan -dije cuando llegamos a South River-: voy a aparcar a una manzana de la casa de Dotty y vamos a entrar por detrás. Luego, tú puedes ocuparte de Jeanne Ellen mientras yo me llevo a Dotty adonde esté Evelyn.

Acortamos por los patios y llamé con un solo golpe a la puerta de la cocina.

Dotty abrió la puerta y sofocó un grito.

– Santo Dios -dijo-. No esperaba a… dos personas.

Lo que no esperaba era a una negra sobredimensionada reventando una diminuta minifalda amarilla.

– Ésta es mi socia Lula -dije-. Se le dan bien las labores de distracción.

– Te creo.

Dotty iba vestida con vaqueros y zapatillas de deporte. Tenía preparada una bolsa de alimentos encima de la mesa de la cocina y llevaba a un niño de dos años en brazos.

– Tengo un problema -dijo-. Una amiga mía se ha quedado sin nada de comida en casa y no puede salir a la compra. Y quiero llevarle estas cosas.

– ¿Jeanne Ellen está delante de la casa?

– Se ha ido hace unos diez minutos. Lo hace de vez en cuando. Se pasa horas ahí sentada y luego se marcha un rato; pero siempre regresa.

– ¿Por qué no le llevas la compra a tu amiga cuando se va Jeanne Ellen?

– Tú me dijiste que no lo hiciera. Tú dijiste que, aunque no la viera, me seguiría.

– Bien pensado. Bueno, éste es el plan: tú y yo nos escabulliremos por la parte de atrás e iremos en mi coche. Y Lula se llevará tu coche. Lula nos confirmará que no nos siguen y despistará a Jeanne Ellen si aparece.

– No me vale -dijo Dotty-. Tengo que ir sola. Y necesito que alguien se quede con los crios. La canguro me acaba de dar plantón. Voy a tener que ir yo sola por detrás y llevarme tu coche, mientras tú te ocupas de los niños. No tardaré mucho.

Lula y yo gritamos «no» al mismo tiempo.

– No es buena idea -dije-. Nosotras no cuidamos niños. La verdad es que no sabemos nada de niños -miré a Lula-. ¿Tú sabes algo de niños?

Lula sacudió la cabeza con energía.

– No sé nada de niños. Y tampoco quiero saber nada de niños.

– Si no le llevo esta comida a Evelyn, va a salir a comprarla ella misma. Si la reconocen tendrá que buscar otro escondite.

– Evelyn y Annie no pueden pasarse toda la vida escondidas -dije.

– Ya lo sé. Estoy intentando arreglar las cosas.

– ¿Hablando con Soder?

La sorpresa se reflejó con claridad en su cara.

– Tú también me has estado vigilando.

– Soder no parecía muy feliz. ¿De qué discutíais?

– No te lo puedo decir. Y tengo que irme. Por favor, dejad que me vaya.

– Quiero hablar con Evelyn por teléfono. Necesito saber que está bien. Si puedo hablar con ella por teléfono dejaré que te vayas. Y Lula y yo nos quedaremos de canguros.

– Alto ahí -dijo Lula-. A mí no me convence ese trato. Los crios me aterran.

– De acuerdo -dijo Dotty-. No creo que pase nada malo por que hables con Evelyn.

Fue al salón y marcó el número. Mantuvieron una breve conversación y Dotty regresó y me pasó el teléfono.

– Tu abuela está preocupada -dije a Evelyn-. Está preocupada por ti y por Annie.

– Dile que estamos bien. Y, por favor, deja de buscarnos. Lo único que haces es complicar más las cosas.

– No es por mí por quien tienes que preocuparte. Steven ha contratado a una investigadora privada que es muy buena.

– Ya me lo ha dicho Dotty.

– Me gustaría hablar contigo.

– No puedo. Primero tengo que arreglar las cosas.

– ¿Qué cosas?

– No puedo hablar de eso -y colgó.

Le di a Dotty las llaves de mi coche.

– Estate muy atenta a Jeanne Ellen. No dejes de mirar el retrovisor por si te sigue.

Dotty agarró la bolsa de la compra.

– No dejes que Scotty beba del retrete -dijo, y se marchó.

El niño estaba de pie en medio de la cocina, mirándonos a Lula y a mí como si no hubiera visto a un ser humano en su vida.

– ¿Tú crees que éste será Scotty? -preguntó Lula.

Una niña apareció en el pasillo que conducía a las habitaciones.

Scotty es el perro -dijo-. Mi hermano se llama Oliver. ¿Y vosotras quiénes sois?

– Somos las canguros -dijo Lula.

Загрузка...