3


MADRE MÍA. Eddie Abruzzi. Y yo que pensaba que hoy estaba siendo un día de mierda.

– He sido informado de que Evelyn se ha mudado -dijo Abruzzi-. Usted no sabrá dónde se encuentra, ¿verdad?

– No -dije-. Pero, como puede ver, no se ha mudado.

Abruzzi miró alrededor.

– Sus muebles siguen aquí. Pero eso no significa que no se haya marchado.

– Bueno, técnicamente… -dijo Kloughn.

Abruzzi le miró perplejo.

– ¿Quién es usted?

– Soy Albert Kloughn. El abogado de Evelyn.

Aquello hizo sonreír a Abruzzi.

– Evelyn ha contratado a un clown de abogado. Perfecto.

– K-l-o-u-g-h-n -dijo Albert Kloughn.

– Y yo soy Stephanie Plum.

– Ya sé quién eres -dijo Abruzzi. Su voz era escalofriantemente tranquila y sus pupilas estaban contraídas al tamaño de puntas de alfiler-. Mataste a Benito Ramírez.

Benito Ramírez era un boxeador de la categoría pesos pesados que intentó liquidarme en varias ocasiones y que acabó siendo tiroteado en la escalera de incendios de mi casa cuando trataba de entrar por mi ventana. Era un psicópata asesino de una maldad extrema, que encontraba placer y fuerza en el dolor de los demás.

– Ramírez era mío -dijo Abruzzi-. Había invertido un montón de tiempo y dinero en él. Y le entendía. Compartíamos muchos objetivos comunes.

– Yo no le maté. Lo sabe, ¿verdad?

– Tú no apretaste el gatillo… pero como si lo hubieras hecho -desvió su atención a Lula-. A ti también te conozco. Eres una de las putas de Benito. ¿Qué tal lo pasabas con él? ¿Disfrutabas? ¿No te sentías privilegiada? ¿Aprendiste algo?

– No me encuentro muy bien -dijo Lula. Y se desmayó de repente, cayendo encima de Kloughn y arrastrándole con ella al suelo.

Ramírez había maltratado a Lula. La había torturado y dejado por muerta. Pero Lula no había muerto. De lo que se deduce que no es nada fácil matar a Lula.

Al contrario que Kloughn, que tenía toda la pinta de estar a punto de estirar la pata. Estaba atrapado debajo de Lula y sólo le asomaban los pies, en una excelente imitación de la Malvada Bruja del Este cuando la casa de Dorothy le cae encima. Profirió un sonido que era mitad chillido ratonil, mitad estertor de agonía.

– Socorro -susurró-. No puedo respirar.

Darrow agarró a Lula de una pierna y yo la agarré de un brazo, y juntos se la quitamos de encima.

– ¿Se ve algo roto? -preguntó-. ¿Me ha despanzurrado?

– ¿Qué hacéis aquí? -inquirió Abruzzi-. ¿Y cómo habéis entrado?

– Hemos venido a visitar a Evelyn -dije-. La puerta de atrás estaba abierta.

– ¿Tú y tu amiga, la puta gorda, siempre lleváis guantes de goma?

Lula abrió un ojo.

– ¿A quién estás llamando gorda? -abrió el otro ojo-. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy en el suelo?

– Te has desmayado -expliqué.

– Eso es mentira -dijo, poniéndose de pie-. Yo no me desmayo. No me he desmayado ni una sola vez en mi vida -miró a Kloughn, que seguía tumbado en el suelo-. ¿Y a éste, qué le pasa?

– Le has caído encima.

– Me has aplastado como a una mosca -dijo Kloughn, haciendo un esfuerzo para levantarse-. Tengo suerte de estar vivo.

Abruzzi nos contempló a todos un instante.

– Esta casa es de mi propiedad -dijo-. No volváis a entrar en ella. No me importa si sois amigos de la familia, abogados o putas asesinas. ¿Entendido?

Apreté los labios con fuerza y no dije nada.

Lula cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y dijo: «Hum».

Y Kloughn asintió vigorosamente con la cabeza.

– Sí, señor -dijo-. Lo entendemos. No hay problema. Sólo hemos entrado esta vez debido a que…

Lula le dio una patada en la pantorrilla.

– ¡Ay! -chilló Kloughn, doblándose por la cintura para agarrarse la pierna.

– Fuera de esta casa -dijo Abruzzi, dirigiéndose a mí-. Y no volváis.

– La familia de Evelyn me ha contratado para velar por sus intereses. Eso incluye pasar por aquí de vez en cuando.

– No me estás escuchando -dijo Abruzzi-. Te estoy diciendo que te mantengas al margen. Al margen de esta casa y al margen de los asuntos de Evelyn.

En mi cabeza se dispararon varias alarmas a la vez. ¿Por qué se preocupaba Abruzzi por Evelyn y por su casa? Era su casero. Por lo que yo sabía de sus negocios, aquél no era siquiera un inmueble importante para él.

– ¿Y si no lo hago?

– Haré que tu vida sea muy desagradable. Sé cómo amargarle la vida a una mujer. Benito y yo teníamos eso en común. Ambos sabíamos cómo hacer que una mujer nos prestara atención. Dime -siguió Abruzzi-, ¿cómo fueron los últimos momentos de Benito? ¿Sufrió mucho? ¿Tuvo miedo? ¿Sabía que iba a morir?

– No lo sé -dije-. Estaba al otro lado de la ventana. No sé lo que sentía -aparte de una furia enloquecida.

Abruzzi se me quedó mirando un instante.

– El destino es algo muy curioso, ¿verdad? Has vuelto a entrar en mi vida. Y otra vez estás en el bando contrario. Será interesante ver cómo se desarrolla esta campaña.

– ¿Campaña?

– Soy un estudioso de la historia militar. Y esto, en cierto sentido, es una guerra -hizo un leve gesto con la mano-. Tal vez no sea una guerra. Más bien una escaramuza, creo yo. Lo llamemos como lo llamemos, es un combate, más o menos. Como hoy me siento generoso, te voy a dar una oportunidad. Puedes salir de la casa de Evelyn y de su vida y yo te dejo en paz. Así habrás conseguido la amnistía. Si continúas la contienda, te consideraré tropa enemiga. Y empezará el juego de guerra.

Madre mía. Aquel tío estaba completamente chalado. Levanté una mano para detenerle.

– No voy a jugar a juegos de guerra. Sólo soy una amiga de la familia que se preocupa por las cosas de Evelyn. Ya nos vamos. Y le sugiero que haga lo mismo -y le sugiero que se tome una pastilla. Una pastilla muy grande.

Les abrí camino a Lula y a Kloughn, pasando por delante de Abruzzi y Darrow, y fui hacia la puerta. Nos metimos en el coche y nos marchamos de allí.

– Hostias -dijo Lula-. ¿Qué ha sido eso? Estoy totalmente aterrada. Eddie Abruzzi tiene los mismos ojos que Ramírez. Y Ramírez no tenía corazón. Creía que había olvidado todo aquello, pero al ver esos ojos he vuelto a revivirlo. Ha sido como volver a estar con Ramírez. Ya te digo, estoy aterrorizada. Me han dado sudores fríos. Estoy hiperventilando, eso es lo que me pasa. Necesito una hamburguesa. No, espera un momento. Acabo de comerme una hamburguesa. Necesito otra cosa. Necesito… necesito… necesito ir de compras. Necesito zapatos.

A Kloughn le brillaban los ojos.

– O sea, que Ramírez y Abruzzi son unos delincuentes, ¿verdad? Y Ramírez ha muerto, ¿no? ¿A qué se dedicaba? ¿Era un asesino profesional?

– Era boxeador profesional.

– Recórcholis. Aquel Ramírez. Recuerdo haber leído cosas sobre él en los periódicos. Recórcholis, tú eres la que mató a Benito Ramírez.

– Yo no le maté -dije-. Estaba en mi escalera de incendios, intentando entrar, y alguien le disparó.

– Sí. Ella casi nunca le dispara a nadie -dijo Lula-. Y la verdad es que a mí me da igual. Yo lo que tengo es que salir de aquí. Necesito aire de centro comercial. Podría respirar mejor si tuviera aire de centro comercial.

Llevé a Kloughn de nuevo a la lavandería y dejé a Lula en la oficina. Ella salió disparada en su Trans Am rojo y yo subí a hacerle una visita a Connie.

– ¿Recuerdas al fulano que detuviste ayer? -dijo Connie-. ¿Martin Paulson? Ya está en la calle. Cometieron algún error en su primer arresto y han desestimado el caso.

– Deberían encerrarle sólo por estar vivo.

– Parece ser que, cuando le soltaron, sus primeras palabras como hombre libre fueron ciertas alusiones poco afectuosas hacia ti.

– Estupendo -me desplomé en el sofá-. ¿Sabías que Eddie Abruzzi era el jefe de Benito Ramírez? Nos lo hemos encontrado en casa de Evelyn. Y hablando de eso, hay una ventana rota que tenemos que arreglar. Está en la parte de atrás.

– Ha sido un crío con una pelota de béisbol, ¿verdad? -dijo Connie-. Y después de que le vieras romper la ventana salió corriendo y no sabes quién es. Espera. Mejor todavía. No le has visto en ningún momento. Cuando llegaste la ventana ya estaba rota.

– Exactamente. Bueno, ¿qué me puedes contar de Abruzzi?

Connie tecleó su nombre en el ordenador. En menos de un minuto, empezó a aparecer la información. La dirección de su domicilio, direcciones anteriores, historial laboral, esposas, hijos, antecedentes policiales. Lo imprimió todo y me entregó la hoja.

– Podemos encontrar la marca de pasta de dientes que usa y el tamaño de su huevo derecho, pero llevaría un poco más de tiempo.

– Muy tentador, pero creo que no necesito saber el tamaño de sus huevos, por ahora.

– Apuesto a que son grandes.

Me puse las manos sobre los oídos.

– ¡No te escucho! -la miré de reojo-. ¿Qué más sabes de él?

– No sé mucho. Sólo que es el propietario de unos cuantos edificios en el Burg y en el centro de la ciudad. He oído decir que no es buena persona, pero no conozco ningún detalle. No hace mucho fue arrestado, acusado de un delito menor de actividades delictivas. La acusación no prosperó debido a la ausencia de testigos vivos. ¿Por qué quieres saber cosas de Abruzzi? -preguntó Connie.

– Curiosidad morbosa.

– Hoy me han entrado dos casos. A Laura Minello la arrestaron por hurto hace un par de semanas y ayer no se presentó en el juzgado.

– ¿Qué había robado?

– Un BMW nuevo. Rojo. Se lo llevó del concesionario a plena luz del día.

– ¿Para probarlo?

– Sí. Sólo que no le dijo a nadie que se lo llevaba, y lo estuvo probando cuatro días, hasta que la pillaron.

– Una mujer con esa iniciativa es digna de respeto.

Connie me entregó dos expedientes.

– El segundo que no se ha presentado en el juzgado ha sido Andy Bender. Es reincidente en violencia doméstica. Creo recordar que ya le detuviste en otra ocasión. Probablemente estará en casa, borracho como una cuba, sin enterarse de si es lunes o viernes.

Hojeé el expediente de Bender. Connie tenía razón. Ya había tenido que vérmelas con él. Era un negado delgaducho. Y un bebedor de la peor especie.

– Es el fulano aquel que me siguió con la sierra mecánica -dije.

– Sí, pero tómalo por el lado positivo. Al menos no tenía pistola.

Puse los dos expedientes en mi bolso.

– Quizá podrías meter el nombre de Evelyn Soder en tu ordenador y ver si te cuenta sus secretos más ocultos.

– Los secretos más ocultos suponen una búsqueda de cuarenta y ocho horas.

– Ponlo en mi cuenta. Tengo que irme pitando. Necesito hablar con el Mago.

– El Mago no contesta a su busca -dijo Connie-. Dile que me llame.

El Mago es Ranger. Es el Mago porque hace magia. Pasa misteriosamente a través de puertas cerradas con llave. Parece que lee el pensamiento. Es capaz de no comer postre. Y puede producirme un calentón con sólo tocarme con la punta de un dedo. No estaba muy segura de si debía llamarle. En aquel momento teníamos una relación extraña, llena de dobles sentidos y de tensión sexual sin resolver. Pero también éramos socios, o algo parecido, y él tenía unos contactos que yo nunca podría tener. La búsqueda de Annie iría infinitamente más rápida con la colaboración de Ranger.

Entré en el coche y marqué el número de Ranger en el teléfono móvil. Le dejé un mensaje en el contestador y empecé a leer el expediente de Bender. No parecía que hubiera pasado nada nuevo desde la última vez que le vi. Seguía sin trabajo. Seguía pegando a su mujer. Y todavía vivía en las viviendas sociales del otro extremo de la ciudad. No iba a ser difícil encontrar a Bender. Lo difícil iba a ser meterle a la fuerza en el CR-V.

Oye, me dije, no tiene sentido ponerse negativa de entrada. Míralo por el lado positivo, ¿vale? Sé una de esas personas que ven la botella medio llena. A lo mejor el señor Bender está arrepentido de no haberse presentado en el juzgado. A lo mejor se alegra de verme. A lo mejor se le ha quedado la sierra mecánica sin combustible.

Puse el coche en marcha y me dispuse a cruzar la ciudad. Era una tarde agradable y las viviendas de protección oficial parecían habitables. Los jardines yermos de delante de las casas desprendían un optimismo que sugería que tal vez este año creciera en ellos algo de hierba. A lo mejor los contenedores de la acera dejaban de rezumar aceite. A lo mejor caía un billete de lotería con un premio grande. Pero, claro, a lo mejor no.

Aparqué delante de la casa de Bender y me quedé observando un rato. A falta de una expresión más acertada, esta parte del suburbio podría describirse como de apartamentos con jardín. Bender vivía en el bajo. Con su esposa maltratada y, afortunadamente, sin hijos.

Una especie de bazar al aire libre, por llamarlo de alguna manera, ofrecía sus mercancías a poca distancia. El bazar estaba formado por dos coches, un viejo Cadillac y un Oldsmobile nuevo. Los dueños los habían aparcado en la acera y vendían bolsos, camisetas, DVD y Dios sabe qué más, expuestos en los maleteros. Unas cuantas personas deambulaban a su alrededor.

Rebusqué en el bolso y encontré el cilindro de tamaño mini del spray de pimienta. Lo agité para asegurarme de que estuviera en buenas condiciones y me lo guardé en el bolsillo del pantalón para tenerlo a mano. Saqué un par de esposas de la guantera y me las coloqué por la parte trasera de los vaqueros, bajo la pretina del pantalón. Muy bien; ya estaba equipada como una auténtica cazarrecompensas. Me acerqué a la puerta de Bender, inspiré profundamente y llamé.

La puerta se abrió y Bender me miró a la cara.

– ¿Qué?

– ¿Andy Bender?

Se inclinó hacia mí entornando los ojos.

– ¿La conozco de algo?

No pierdas el tiempo, me dije mientras buscaba las esposas a mi espalda. Muévete rápido y cógele por sorpresa.

– Stephanie Plum -dije sacando las esposas y cerrándole una alrededor de la muñeca izquierda-. Agente de fianzas. Tenemos que ir a la comisaría y que le den una nueva fecha para el juicio.

Le puse una mano en el hombro y le hice girar para ponerle la otra esposa en la muñeca derecha.

– Eh, espera un momento -dijo él, dando un tirón-. ¿Qué coño es esto? No voy a ir a ningún sitio.

Hizo un movimiento para alejarse de mí, perdió el equilibrio, se escoró hacia un lado y se dio contra una mesa auxiliar. Una lámpara y un cenicero se estrellaron contra el suelo. Bender los miró pasmado.

– Me has roto la lámpara -dijo, con la cara enrojecida y los ojos achinados-. No me hace ninguna gracia que me hayas roto la lámpara.

– ¡Yo no he roto la lámpara!

– He dicho que la has roto. ¿Eres dura de oído?

Levantó la lámpara del suelo y la tiró contra mí. Yo me aparté y la lámpara pasó por mi lado y fue a dar contra la pared.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo, pero Bender me inmovilizó antes de que pudiera hacerme con el spray. Era unos centímetros más alto que yo, delgado y nervudo. No es que fuera especialmente fuerte, pero era peligroso como una serpiente. Y estaba enardecido por el odio y la cerveza. Rodamos por el suelo unos instantes, dándonos patadas y arañazos. Él intentaba hacerme daño y yo intentaba librarme de él, pero ninguno de los dos estábamos teniendo mucho éxito.

La habitación era un batiburrillo de cosas, con montones de periódicos, platos sucios y latas de cerveza vacías. Nos golpeábamos contra sillas y mesas, tirando platos y latas al suelo y rodando luego por encima de ellos. Una lámpara de pie cayó al suelo, seguida de una caja de pizza.

Logré escapar de su abrazo y ponerme en pie. Él se lanzó tras de mí, blandiendo un cuchillo de cocina. Supongo que debía de estar entre el montón de basura que cubría el suelo de la sala. Solté un grito y me di la vuelta. No tenía tiempo de sacar el spray de pimienta.

Se movía con una rapidez sorprendente, teniendo en cuenta que llevaba una cogorza de cuidado. Salí corriendo a la calle. Y él me siguió pisándome los talones. Dejé de correr cuando He gamos al mercadillo de objetos robados y puse el Cadillac entre Bender y yo, mientras recuperaba el aliento.

Uno de los vendedores se me acercó.

– Tengo unas camisetas muy bonitas -me dijo-. Exactamente iguales que las que venden en Gap. Y las tengo en todas las tallas.

– No me interesa -dije.

– Las llevo a muy buen precio.

Bender y yo bailábamos alrededor del coche. Primero se movía él y luego me movía yo, luego se movía él, y luego me movía yo. Mientras, intentaba sacar el spray de pimienta del bolsillo. El problema era que los pantalones eran demasiado ajustados, el spray estaba en el fondo del bolsillo y las manos me sudaban y me temblaban.

Había un sujeto sentado en el capó del Oldsmobile.

– Andy -gritó-, ¿por qué persigues a esa chica con un cuchillo?

– Porque me ha fastidiado el almuerzo. Yo estaba tan tranquilo comiendo mi pizza y viene ella y me la destroza entera.

– Ya lo veo -dijo el tipo del Oldsmobile-. Tiene pizza por todas partes. Parece que se ha revolcado en ella.

Había otro fulano sentado en el Oldsmobile.

– Pervertida -dijo éste.

– Chicos, ¿por qué no me echáis una mano? -pedí-. Haced que tire el cuchillo. Llamad a la policía. ¡Haced algo!

– Oye, Andy -dijo uno de los hombres-, que quiere que tires el cuchillo.

– La voy a destripar como a un pescado -aulló Bender-. Voy a hacerla filetes como si fuera una trucha. Ninguna zorra va a entrar en mi casa y fastidiarme la comida sin más.

Los dos tíos del Oldsmobile sonreían.

– Andy necesita un cursillo de control de la ira -dijo uno de ellos.

El de las camisetas seguía a mi lado.

– Sí, y tampoco sabe mucho de pesca. Ese cuchillo no es de cortar pescado.

Por fin logré sacar el spray de pimienta del bolsillo. Lo agité y lo dirigí hacia Bender.

Los tres hombres se movilizaron de inmediato, cerrando los maleteros de golpe y alejándose de nosotros.

– Oye, haz el favor de tener presente para dónde sopla el viento -dijo uno de ellos-. No necesito que me limpien las fosas nasales. Y tampoco quiero que se me estropee la mercancía. Soy un hombre de negocios, ¿entiendes lo que te digo? Y éstas son mis existencias.

– Esa mierda no me asusta -dijo Bender, siguiéndome alrededor del Cadillac, cuchillo en ristre-. Me encanta. Échamelo. Me han echado tanto spray de pimienta que me he hecho adicto.

– ¿Qué llevas en la muñeca? -preguntó a Bender uno de los hombres-. Parece un grillete. ¿Os habéis metido tú y tu señora en el rollo del sadomasoquismo?

– Son mis esposas -dije-. Ha violado su compromiso de libertad bajo fianza.

– Oye, yo te conozco -me dijo uno de ellos-. Recuerdo que vi tu foto en un periódico. Tú incendiaste una funeraria y ardió hasta las cejas.

– ¡No fue culpa mía!

Otra vez sonreían todos.

– ¿No te siguió Andy el año pasado con una sierra mecánica? ¿Y ahora todo lo que llevas es ese spray de pimienta de nena? ¿Dónde tienes la pistola? Probablemente seas la única en todo el barrio que no lleva pistola.

– Dame las llaves -dijo Bender al tío de las camisetas-. Me largo de aquí. Esto se está convirtiendo en un auténtico muermo.

– No he acabado las ventas.

– Ya venderás en otro momento.

– Mierda -dijo el fulano, y le lanzó las llaves.

Bender se metió en el coche y salió disparado.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Por qué le has dado las llaves?

El de las camisetas se encogió de hombros.

– El coche es suyo.

– No consta ningún coche en el inventario de la fianza -dije.

– Supongo que Andy no lo cuenta todo. Además, es de reciente adquisición.

Reciente adquisición. Probablemente lo robó la noche anterior, al mismo tiempo que las camisetas.

– ¿Estás segura de que no quieres una camiseta? Tenemos más en el Oldsmobile -dijo. Abrió el maletero y sacó un par de camisetas-. Mira. Éste es el modelo con escote en pico. Incluso tienen un poco de lycra. Estarías guapísima con esta camiseta. Te marcaría las tetas.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– ¿Cuánto tienes?

Volví a meter la mano en el bolsillo del pantalón y saqué dos dólares.

– Hoy es tu día de suerte -dijo el tipo-, ya que la tengo rebajada a dos dólares.

Le entregué el dinero, pillé la camiseta y me encaminé fatigosamente a mi CR-V.

Aparcado justo enfrente del mío había un estilizado coche negro. Apoyado en él, un hombre me miraba y sonreía. Era Ranger. Llevaba el pelo negro retirado de la cara y recogido en una coleta. Vestía pantalones de trabajo negros, botas Bates negras y una camiseta negra que se amoldaba a los músculos que había desarrollado cuando estaba en las Fuerzas Especiales.

– Parece que has estado de compras -dijo.

Tiré la camiseta dentro del CR-V.

– Necesito ayuda.

– ¿Otra vez?

Tiempo atrás le había pedido a Ranger que me ayudara a atrapar a un sujeto llamado Eddie DeChooch. Estaba acusado de traficar con cigarrillos de contrabando y me estaba dando toda clase de problemas. Ranger, que tiene mentalidad de mercenario, había establecido como precio por ayudarme pasar una noche juntos, como él quisiera. Toda la noche. Y él podía decidir las actividades de esa noche. No es que fuera exactamente un sacrificio, puesto que Ranger me atrae como la luz a las polillas. Pero la idea me asustaba. A ver, es el Mago, ¿verdad? Prácticamente tengo un orgasmo con sólo estar a su lado. ¿Qué pasaría con una penetración real? Dios mío, mi vagina entera acabaría incendiándose. Eso sin mencionar que todavía no estoy muy segura de si continúo comprometida con Morelli o no.

Al final resultó que necesité la ayuda de Ranger para llevar cabo la captura. Y habría sido una captura perfecta, si no llega a ser por un par de detalles… como que DeChooch perdió una oreja de un disparo. Ranger se llevó a DeChooch al pabellón vigilado de presidiarios del hospital St. Francis y yo me retiré a mi apartamento y me metí en la cama, con ánimo de no pensar más en los duros acontecimientos del día.

Lo que ocurrió después aún sigue vivido en mi memoria. A la una de la mañana el cerrojo de la puerta de mi casa se deslizó y oí cómo la cadena de seguridad se descolgaba. Conocía a mucha gente capaz de abrir una cerradura. Pero sólo conocía a uno que supiera soltar una cadena de seguridad desde fuera.

Ranger se plantó en la puerta de mi dormitorio y golpeó suavemente en el quicio.

– ¿Estás despierta?

– Ahora sí. Me has dado un susto de muerte. ¿Nunca te has planteado llamar a un timbre?

– No quería sacarte de la cama.

– Bueno, ¿y qué pasa? -pregunté-. ¿Está bien DeChooch?

Ranger se soltó la funda de la pistola y la dejó caer en el suelo.

– DeChooch está perfectamente, pero tú y yo tenemos asuntos pendientes.

¿Asuntos pendientes? Oh, Dios mío, ¿se refería al precio que había fijado por la captura? La habitación daba vueltas delante de mis ojos e, involuntariamente, me apreté la sábana contra el pecho.

– Es algo repentino -dije-. Quiero decir que no esperaba que fuera esta noche. Ni siquiera sabía si iba a ser alguna noche. No estaba segura de que lo hubieras dicho en serio. No es que me vaya a echar atrás de lo que habíamos acordado, pero, hum, lo que intento decir es que…

Ranger levantó una ceja.

– ¿Te pongo nerviosa?

– Sí -maldita sea.

Se sentó en la mecedora del rincón. Se recostó ligeramente, puso los codos en los brazos de la mecedora con los dedos unidos por las puntas.

– ¿Y bien? -pregunté.

– Puedes relajarte. No he venido a cobrarme la deuda.

Parpadeé.

– ¿Ah, no? Y ¿por qué has tirado la funda de la pistola?

– Estoy cansado. Quería sentarme y el cinturón no me dejaría ponerme cómodo.

– Ah.

– ¿Desilusionada?

– No -mentirosa, mentirosa, cara de mariposa.

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Entonces, ¿cuáles son los asuntos pendientes?

– DeChooch va a pasar la noche en el hospital. Lo van a trasladar mañana a primera hora de la mañana. Hace falta que alguien esté presente durante la entrega para asegurarse de que hacen bien el papeleo.

– ¿Y tengo que ser yo?

Ranger me miró por encima de sus dedos entrelazados.

– Tienes que ser tú.

– Podías haberme llamado para decírmelo.

Recogió el cinturón del suelo y se puso de pie.

– Podría haberte llamado, pero no habría sido tan entretenido.

Me besó en los labios suavemente y se fue hacia la puerta.

– Oye -dije-, en cuanto al trato… Estabas de broma, ¿verdad?

Era la segunda vez que se lo preguntaba y obtuve la misma respuesta: una sonrisa.

Y allí estábamos, semanas después. Ranger todavía no se había cobrado la deuda y yo me encontraba en la incómoda situación de volver a pedirle ayuda.

– ¿Conoces las fianzas de custodia infantil? -pregunté.

Inclinó la cabeza una fracción de centímetro. Eso, para Ranger, era el equivalente a un asentimiento entusiasta.

– Sí.

– Estoy buscando a una madre y a su hija.

– ¿Qué edad tiene la niña?

– Siete años.

– ¿Del Burg?

– Sí.

– Una niña de siete años es difícil de esconder -dijo Ranger-. Se asoman por las ventanas y se escapan por cualquier puerta. Si la niña está en el Burg, se correrá la voz. El Burg no es un buen sitio para guardar un secreto.

– Yo no he oído nada. No tengo ni una pista. Connie está buscando con el ordenador, pero no empezará a obtener respuestas hasta dentro de uno o dos días.

– Dame toda la información que tengas y preguntaré por ahí.

Miré detrás de Ranger y vi el Cadillac a lo lejos, dirigiéndose hacia nosotros. Bender seguía al volante. Redujo la velocidad al llegar a nuestro lado, me mostró un dedo, y desapareció por la esquina.

– ¿Amigo tuyo? -preguntó Ranger.

Abrí la puerta izquierda de mi CR-V.

– Se supone que tengo que detenerle.

– ¿Y?

– Mañana.

– También podría ayudarte con ése. Podría abrirte una cuenta.

Le hice una mueca.

– ¿Conoces a Eddie Abruzzi?

Ranger me quitó una rodaja de pepperoni del pelo y me sacudió unas migas de patata frita de la camiseta.

– Abruzzi no es una buena persona. Será mejor que no te acerques a él.

Yo intentaba ignorar las manos de Ranger en mi pecho. Aparentemente, no era más que un inocente acto de limpieza. En la boca del estómago, yo lo sentía como un acto sexual.

– Deja ya de toquetearme -dije.

– Tal vez deberías acostumbrarte, teniendo en cuenta lo que me debes.

– ¡Estoy intentando mantener una conversación! La madre desaparecida tiene alquilada una casa propiedad de Abruzzi. Esta mañana me he tropezado con él.

– A ver si adivino… Te has caído en su almuerzo.

Bajé la vista hacia la camiseta.

– No. El almuerzo era del tío que me ha sacado el dedo.

– ¿Dónde te has encontrado con Abruzzi?

– En la casa de alquiler. Es una cosa muy rara… Abruzzi no quería verme por la casa y tampoco quería que investigara la desaparición de Evelyn. Vamos a ver, ¿a él que le importa? Ni siquiera es una propiedad importante para él. Y luego se puso muy raro con que esto era una campaña militar y un juego de guerra.

– La principal fuente de ingresos de Abruzzi son los préstamos leoninos -dijo Ranger-. Luego invierte en negocios legítimos como los inmuebles. Su pasatiempo son los juegos de guerra. ¿No sabes lo que son?

– No.

– El aficionado a los juegos de guerra estudia estrategia militar. Cuando empezaron no eran más que una pandilla de tíos en una habitación, moviendo soldaditos de juguete sobre un mapa extendido encima de la mesa. Un juego de mesa, como el Risk. Montan batallas imaginarias y las libran. Ahora muchos de estos jugadores compiten por ordenador. Es como Dragones y Mazmorras para adultos. Me han contado que Abruzzi se lo toma muy en serio.

– Está loco.

– Esa es la impresión generalizada. ¿Algo más? -preguntó Ranger.

– No. Eso es todo.

Ranger entró en su coche y se fue.

Así acabó la parte del día en la que intenté ganar un poco de dinero. Todavía me quedaba Laura Minello, gran ladrona de coches, pero me sentía desanimada y no tenía esposas. Lo más sensato sería retomar la búsqueda de la niña. Si volvía ahora a la casa lo más probable era que Abruzzi ya no estuviera allí. Casi con toda seguridad se habría ido a casa, muy orgulloso de haberme amenazado, a mover algunos soldaditos de plomo.

Regresé a la calle Key y aparqué delante de la casa de Carol Nadich. Llamé al timbre y, mientras esperaba, me quité un poco de mozzarella del pecho.

– Hola -dijo Carol al abrir la puerta-. ¿Qué pasa ahora?

– ¿Annie solía jugar con algún niño del vecindario? ¿Crees que tenía alguna amiga íntima?

– La mayoría de los niños de esta calle son más mayores y Annie pasaba mucho tiempo en casa. ¿Eso que tienes en el pelo es pizza?

Me llevé la mano al pelo y tanteé.

– ¿Hay pepperoni?

– No. Sólo queso y salsa de tomate.

– Bueno -dije-. Mientras no haya pepperoni…

– Espera un momento -dijo Carol-. Recuerdo que Evelyn me contó que Annie había hecho una nueva amiguita en el colegio. Evelyn estaba preocupada porque aquella niña se creía que era un caballo.

Palmada mental. Mi sobrina Mary Alice.

– Lo siento, pero no sé cómo se llama la niña caballo -añadió.

Dejé a Carol y recorrí en coche las dos calles que me separaban de la casa de mis padres. Era media tarde. Las clases ya habrían acabado y Mary Alice y Angie estarían sentadas en la cocina, comiendo galletas mientras eran interrogadas por mi madre. Una de las primeras lecciones que aprendí es que todo tiene un precio. Si quieres una galleta después de clase, tienes que contarle a mi madre cómo te ha ido el día.

Cuando éramos pequeñas, Valerie siempre tenía montones de cosas que contar. Que la habían admitido en el coro. Que había ganado el concurso de ortografía. Que la habían elegido para la función de Navidad. Que Susan Marrone le había dicho que Jimmy Wiznesky pensaba que era muy guapa.

Yo también tenía montones de cosas que contar. A mí no me habían admitido en el coro. No había ganado el concurso de ortografía. No me habían elegido para la función de Navidad. Y había empujado sin querer a Billy Bartolucci por las escaleras y se había roto la rodillera del pantalón.

La abuela me abrió la puerta.

– Justo a tiempo para comer una galleta y contarnos cómo te ha ido el día -dijo-. Seguro que ha sido tremebundo. Estás rebozada en comida. ¿Has estado persiguiendo a algún asesino?

– He estado persiguiendo a un tío acusado de violencia doméstica.

– Espero que le hayas dado una patada donde más duele.

– La verdad es que no he tenido la oportunidad de darle una patada, pero le he destrozado la pizza -me senté a la mesa con Angie y Mary Alice y pregunté-: ¿Cómo van las cosas?

– Me han admitido en el coro -dijo Angie.

Contuve los deseos de gritar y tomé una galleta.

– ¿Y qué tal tú? -pregunté a Mary Alice.

Mary Alice bebió un trago de su vaso de leche y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Ya no soy un reno porque he perdido las astas.

– Se le cayeron cuando volvíamos del colegio y un perro hizo sus necesidades encima de ellas -dijo Angie.

– De todas formas ya no quería ser un reno -explicó Mary Alice-. Los renos no tienen unas colas tan bonitas como los caballos.

– ¿Conoces a Annie Soder?

– Claro -dijo Mary Alice-, está en mi clase. Es mi mejor amiga, lo que pasa es que últimamente nunca viene al colegio.

– Hoy he ido a verla, pero no estaba en casa. ¿Tú sabes dónde está?

– No -contestó Mary Alice-. Supongo que se habrá marchado. Eso es lo que pasa cuando uno se divorcia.

– Si Annie pudiera ir adonde quisiera, ¿dónde iría?

– A Disney World.

– ¿Adonde más?

– A casa de su abuela.

– ¿Adonde más?

Mary Alice se encogió de hombros.

– ¿Y su mamá? ¿Adonde le gustaría ir a su mamá?

Se encogió de hombros otra vez.

– Intenta ayudarme. Quiero encontrar a Annie.

– Annie también es un caballo -dijo Mary Alice-. Annie es un caballo marrón, sólo que no galopa tan rápido como yo.

La abuela se acercó a la puerta principal movida por su radar del Burg. Una buena ama de casa del Burg nunca se pierde nada que ocurra en la calle. Una buena ama de casa del Burg puede escuchar sonidos procedentes de la calle inapreciables para el oído humano normal.

– Fíjate -dijo la abuela-. Mabel tiene visita. Alguien que no había visto nunca.

Mi madre y yo nos unimos a la abuela junto a la puerta.

– Un buen coche -dijo mi madre.

Era un Jaguar negro. Nuevecito. Sin una sola gota de barro ni una mota de polvo encima. Una mujer salió de detrás del volante. Iba vestida con pantalones de cuero negro, botas de cuero negro de tacón alto y una chaqueta corta de cuero negro que se adaptaba a sus formas. Sabía quién era. Había coincidido con ella en una ocasión. Era el equivalente femenino de Ranger. Según tenía entendido, ella, lo mismo que Ranger, se dedicaba a una multitud de actividades, entre las cuales se incluían -sin limitarse a ellas- la de guardaespaldas, cazarrecompensas e investigadora privada. Se llamaba Jeanne Ellen Burrows.

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