5


ABRÍ LOS OJOS y miré el reloj: las ocho y media. No era precisamente un madrugón. Oí cómo la lluvia repiqueteaba en la escalera de incendios y contra el cristal de la ventana. Opino que la lluvia debería caer por la noche, cuando todo el mundo está durmiendo. Por la noche, la lluvia es acogedora. Durante el día, la lluvia es como un dolor de tripas. Otra putada por parte de la creación. Como la eliminación de residuos. Cuando uno se plantea crear un universo tiene que ser más previsor.

Me levanté de la cama y fui sonámbula hasta la cocina. Rex se había pasado toda la noche corriendo y estaba profundamente dormido en su lata de sopa. Puse la cafetera y me dirigí al cuarto de baño arrastrando los pies. Una hora después estaba en el coche, dispuesta a comenzar el día, sin saber qué hacer primero. Seguramente debería hacerle una visita de cortesía a Kloughn. Se había roto la nariz por mi culpa. Cuando le dejé en su coche tenía los ojos amoratados y una tirita le enderezaba la nariz. El problema era que, si iba a verle ahora, corría el riesgo de que se me pegara para todo el día. Y la verdad era que no quería tener a Kloughn pegado a mí. Ya era bastante patosa cuando iba a mi aire. Con Kloughn pegado a mis talones estaba condenada al desastre.

Me encontraba en el aparcamiento, con la mirada perdida en la lluvia que corría por el parabrisas del coche, cuando me di cuenta de que había una bolsita de plástico hermética sujeta en el limpiaparabrisas. Dentro de la bolsa había una cuartilla de papel blanco doblada cuatro veces. Tenía un mensaje escrito en rotulador negro.

«¿Te gustaron las serpientes?»

Estupendo. Era exactamente lo que me apetecía para empezar el día. Volví a meter el papel en la bolsa de plástico, y ésta en la guantera. En el asiento del copiloto estaban los dos expedientes de los NCT que Connie me había dado. Andy Bender seguía libre. Lo mismo que Laura Minello. Iba a capturar a uno de ellos aquella mañana. Lo malo era que no tenía esposas. Y prefería sacarme un ojo con un tenedor antes que volver a pedir otras esposas en la oficina. Sólo me quedaba Annie Soder.

Puse el CR-V en marcha y enfilé rumbo al Burg. Aparqué delante de la casa de mis padres, pero llamé a la puerta de Mabel.

– ¿Con quién salía Evelyn cuando era pequeña? -le pregunté a Mabel-. ¿Tenía alguna amiga íntima?

– Dotty Palowsky. Pasaron juntas los primeros años en el colegio. Y también fueron juntas al instituto. Luego Evelyn se casó y Dotty se trasladó.

– ¿Siguen siendo amigas?

– Creo que perdieron el contacto. Después de casarse, Evelyn se fue encerrando más y más en sí misma.

– ¿Sabes dónde vive Dotty ahora?

– No sé dónde estará ella, pero su familia sigue viviendo aquí, en el Burg.

Yo conocía a su familia. Los padres de Dotty vivían en Roebling. También tenía varios tíos, tías y primos en el Burg.

– Necesito una cosa más -dije a Mabel-. Una lista de los parientes de Evelyn. De todos.

Cuando salí de la casa llevaba la lista en la mano. No era muy larga. Unos tíos en el Burg. Tres primos, todos ellos en el área de Trenton. Un primo en Delaware.

Salté la barandilla que separaba los dos porches y pasé a la casa de al lado a ver a la abuela Mazur.

– Fui al velatorio de Shleckner -dijo la abuela-. Te digo que ese Stiva es un genio. Entre los embalsamadores no tiene competencia. ¿Recuerdas cómo tenía el viejo Shlecker la cara de marcas y cicatrices? Bueno, pues Stiva se las había tapado, no sé cómo. Y ni siquiera se notaba que tenía un ojo de cristal. Los dos estaban exactamente iguales. Era un milagro.

– ¿Cómo sabes lo del ojo de cristal? ¿No los tenía cerrados?

– Sí, pero justo cuando estaba a su lado se abrieron un momento. Puede que fuera cuando se me cayeron las gafas de leer dentro del féretro.

– Hummm.

– Bueno, no se le puede reprochar a una persona que sienta curiosidad por esas cosas. Además, no fue culpa mía. Si le hubieran dejado los ojos abiertos no habría tenido que indagar.

– ¿Te vio alguien abrirle los ojos a Shleckner?

– No. Lo hice a escondidas.

– ¿Has averiguado algo interesante sobre Evelyn y Annie?

– No, pero me he enterado de muchas cosas sobre Steven Soder. Le gusta beber. Y también le gusta apostar. Se rumorea que perdió gran cantidad de dinero y que se quedó sin el bar. Según se cuenta, perdió el bar en una partida de cartas hace algún tiempo y ahora tiene socios.

– Yo también he oído unos rumores parecidos. ¿Te contó alguien quiénes eran los socios?

– El nombre que me dieron fue el de Eddie Abruzzi.

Madre mía. ¿Por qué será que no me sorprende en absoluto?

Estaba en el coche, lista para marcharme, cuando sonó el móvil. Era Kloughn.

– Jopé, tendrías que verme. Tengo los dos ojos morados. Y la nariz hinchada. Por lo menos ahora está recta. He tenido que dormir cuidando mucho cómo me ponía.

– Lo siento. De verdad, lo siento mucho.

– Oye, no pasa nada. Supongo que cuando uno se dedica a luchar contra el crimen, estas cosas son normales. Bueno, ¿qué vamos a hacer hoy? ¿Vamos a volver a por Bender? Tengo algunas ideas. Podríamos comer juntos.

– Verás, la cuestión es que… suelo trabajar sola.

– Ya lo sé, pero a veces trabajas con un ayudante, ¿verdad? Yo puedo ser tu ayudante de vez en cuando, ¿no? Me he pertrechado bien. Me he hecho imprimir AGENTE DE FIANZAS en una gorra negra esta mañana. Y tengo un spray de pimienta y esposas…

¿Esposas? Cálmate, loco corazón mío.

– ¿Son esposas reglamentarias, con su llave y todo?

– Sí. Las he comprado en la armería de la calle Rider. También quería comprarme una pistola, pero no tenía suficiente dinero.

– Te recojo a las doce.

– Madre mía, va a ser genial. Estaré preparado. En mi despacho. Esta vez podríamos comer pollo frito. A no ser que a ti no te apetezca el pollo frito. Si no te apetece el pollo frito, podemos comprar un burrito o una hamburguesa o…

Hice ruidos con el teléfono.

– No te oigo bien -grité-. Pierdo cobertura. Hasta las doce.

Y corté la comunicación.

Salí del Burg y tomé la ruta de Hamilton. En unos minutos estaba en la oficina. Aparqué junto a la acera detrás de un Porsche negro nuevo, que sospeché que pertenecía a Ranger.

Todo el mundo me miró cuando crucé la puerta de entrada. Ranger estaba junto a la mesa de Connie. Iba, una vez más, con el uniforme negro de las Fuerzas Especiales. Me miró a los ojos y yo sentí un espasmo nervioso en el estómago.

– Un amigo trabajaba anoche en urgencias y me dijo que te habías presentado allí con un chavalín hecho polvo -dijo Lula.

– Kloughn. No estaba tan hecho polvo. Sólo tenía la nariz rota. Y no me preguntes más.

Vinnie estaba apoyado en el quicio de la puerta de su despacho.

– ¿Quién es el clown ese? -quiso saber.

– Albert Kloughn -dijo Ranger-. Un abogado.

Me abstuve de preguntarle a Ranger cómo conocía a Kloughn. La respuesta era obvia: Ranger conocía a todo el mundo.

– A ver si lo adivino -me dijo Vinnie-. Necesitas otro par de esposas.

– Te equivocas. Necesito una dirección. Tengo que hablar con Dotty Palowsky.

Connie escribió su nombre en el sistema de búsqueda. Un minuto después empezó a llegar la información.

– Ahora es Dotty Reinhold. Y vive en South River -Connie imprimió los datos y me entregó la hoja-. Está divorciada, tiene dos hijos y trabaja para la Red de Autopistas de Peaje, en East Brunswick.

En otras circunstancias me habría quedado a charlar, pero me daba miedo que a alguien le diera por preguntar por la nariz de Kloughn.

– Me voy corriendo -dije-. Tengo mucho que hacer.

Me detuve en la misma puerta de la oficina. Me protegía un pequeño entoldado. Sobre él, la lluvia caía de un modo incesante, que no llegaba al nivel de aguacero pero era suficiente para destrozarme el peinado y empaparme los vaqueros.

Ranger salió detrás de mí.

– No estaría mal que llevaras más de una bala en la recámara, cariño.

– ¿Te has enterado de lo de las serpientes?

– Me encontré con Costanza. Estaba mirando la vida a través del culo de un vaso de cerveza.

– No me está resultando fácil encontrar a Annie Soder.

– No eres la única.

– ¿Jeanne Ellen tampoco puede dar con ella?

– Todavía no.

Nuestras miradas quedaron fijas un momento.

– ¿En qué equipo estás tú? -pregunté.

Me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Sus dedos me rozaron la sien con la levedad de una pluma, mientras con el pulgar me recorría la mandíbula.

– Tengo mi propio equipo.

– Háblame de Jeanne Ellen.

Ranger sonrió.

– Esa información tiene un precio.

– ¿Y cuál sería ese precio?

Su sonrisa se ensanchó.

– Intenta no mojarte demasiado hoy -dijo. Y desapareció.

Maldita sea. ¿Qué pasa con los hombres de mi vida? ¿Por qué siempre son los primeros en irse? ¿Por qué nunca me voy yo la primera y les dejo antes? Porque soy una boba, por eso. Una boba sin remedio.


Recogí a Kloughn en la lavandería. Iba vestido con vaqueros negros, camiseta negra y su nueva gorra de agente de fianzas. Y calzaba unos mocasines marrones con borlas. Llevaba el spray de pimienta enganchado a la cintura y se había metido las esposas en el bolsillo de atrás. Sus ojos y su nariz tenían unos preocupantes tonos de negro, azul y verde.

– Vaya -dije-. Tienes una pinta horrible.

– Es por las borlas, ¿verdad? No estaba muy seguro de si las borlas iban con la indumentaria. Podría ir a cambiarme a casa. Podía haberme puesto zapatos negros, pero me parecían demasiado elegantes.

– No me refiero a las borlas, sino a la nariz y los ojos -vale, y las borlas.

Kloughn entró en el coche y se puso el cinturón de seguridad.

– Supongo que son gajes del oficio. A veces hay que llegar a las manos, ¿verdad? Son gajes del oficio, ¿sabes lo que te quiero decir?

– Tu oficio es la ley.

– Sí, pero también soy ayudante de cobro de fianzas, ¿verdad? Patrullo las calles contigo, ¿verdad?

Ves, Stephanie, me dije, esto es lo que pasa cuando revientas la tarjeta de crédito comprando cosas innecesarias como zapatos y ropa interior, y no puedes permitirte comprar esposas.

– Iba a comprarme una pistola eléctrica -dijo Kloughn-, pero la tuya no funcionó anoche. ¿Qué le pasa? Pagas una pasta por esos cacharros y luego no funcionan. Siempre pasa eso, ¿verdad? ¿Sabes lo que necesitas? Un abogado. Te han estafado con publicidad engañosa.

Me paré en un semáforo y saqué la pistola eléctrica del bolso para examinarla.

– No lo entiendo -le dije a Kloughn-. Siempre ha funcionado bien.

Me quitó la pistola de las manos y le dio vueltas en las suyas.

– A lo mejor se le han acabado las pilas.

– No. Son nuevas. Y he comprobado que estuvieran cargadas.

– ¿Es posible que lo estuvieras haciendo mal?

– No creo. No es muy difícil. Aplicas los electrodos contra alguien y aprietas el botón.

– ¿Así? -dijo Kloughn, colocando los electrodos contra su brazo y apretando el botón. Soltó un gritito y se desmoronó en el asiento.

Le quité la pistola de la mano inerte y la observé desconcertada. Ahora parecía funcionar a la perfección.

Volví a meter la pistola eléctrica en el bolso, regresé al Burg y me detuve en la Ferretería de la Esquina. Era un establecimiento destartalado que llevaba abierto desde que me alcanzaba la memoria. La tienda ocupaba dos edificios contiguos, con una puerta abierta en el muro que los separaba. La puerta era de madera sin barnizar y linóleo resquebrajado. Las estanterías estaban llenas de polvo y el aire olía a fertilizantes y a herramientas. Cualquier cosa que uno necesitara la podía encontrar en aquella tienda al doble de precio que en cualquier otro sitio. La ventaja de la Ferretería de la Esquina era su situación. Estaba en el Burg. No necesitabas meterte en la autopista 1 ni ir a Hamilton Township. Para mí, la ventaja adicional en esta ocasión era que en la ferretería a nadie le llamaría la atención que me paseara con un tipo con los dos ojos morados. En el Burg todo el mundo estaría ya al tanto de lo de Kloughn.

Cuando llegamos a la ferretería, Kloughn empezaba a recuperar la consciencia. Los dedos se le movían y tenía un ojo abierto. Dejé a Kloughn en el coche y entré en la tienda a comprar siete metros de cadena de grosor mediano y un candado. Tenía un plan para detener a Bender.

Extendí los siete metros de cadena en la calle, detrás de mi CR-V. Le saqué a Kloughn las esposas del bolsillo trasero y enganché un extremo de la cadena a un grillete de las esposas y el otro lo sujeté con el candado al parachoques de mi coche. Metí lo que sobraba de la cadena, con las esposas, por la ventanilla trasera y me senté al volante. Estaba empapada, pero merecía la pena. Esta vez Bender no iba a poder salir corriendo con mis esposas. Cuando consiguiera agarrar a Bender, estaría esposado a mi coche.

Conduje hasta la otra punta de la ciudad, me detuve a una manzana de la casa de Bender y le llamé por el móvil. Cuando contestó, colgué.

– Está en casa -le dije a Kloughn-. Vamos a ello.

Kloughn se estaba mirando la mano, mientras movía los dedos.

– Siento una especie de cosquilleo.

– Eso es porque te has dado una descarga con mi pistola eléctrica.

– Creía que no funcionaba.

– Pues la has arreglado.

– Soy muy habilidoso -dijo Kloughn-. Se me dan muy bien este tipo de cachivaches.

Me subí al bordillo de la acera delante del apartamento de Bender, atravesé su patio de tierra y aparqué con el guardabarros trasero pegado a la entrada. Salí del coche de un salto, crucé la puerta y me planté en su salón.

Bender estaba en su sillón, viendo la televisión. Al verme entrar los ojos se le pusieron como platos y se le descolgó la mandíbula.

– ¡Tú! -dijo-. ¿Qué coño…?

En un segundo se había levantado del sillón y había salido disparado hacia la puerta de atrás.

– Deténle. Gaséale. -Le dije a Kloughn-. Ponle la zancadilla. ¡Haz algo!

Kloughn se lanzó por el aire y agarró a Bender por una pierna. Ambos fueron a parar al suelo. Yo me tiré encima de Bender y le puse las esposas. Me quité de encima de él, entusiasmada.

Bender se levantó como pudo y corrió hacia la puerta, arrastrando la cadena tras él.

Kloughn y yo chocamos los cinco.

– Jopé, que lista eres -dijo Kloughn-. A mí nunca se me habría ocurrido engancharle al coche. Tengo que admitirlo. Eres buena. Eres muy buena.

– Cerciórate de que la puerta de atrás esté cerrada -dije a Kloughn-. No quiero que saqueen el apartamento.

Apagué la televisión y Kloughn y yo salimos por la puerta justo a tiempo de ver cómo Bender se largaba conduciendo mi CR-V.

Mierda.

– ¡Oye! -gritó Kloughn a Bender-. ¡Que te llevas mis esposas!

Bender llevaba un brazo por fuera de la ventana, manteniendo la puerta del lado del conductor cerrada. La cadena serpenteaba entre la puerta y el parachoques, arrastrando por el suelo una parte que echaba chispas. Bender levantó el brazo y nos sacó el dedo justo antes de doblar la esquina y desaparecer de nuestra vista.

– Seguro que dejaste la llave de contacto puesta -dijo Kloughn-. Y creo que eso es ilegal. Seguro que tampoco cerraste la puerta. Siempre hay que quitar la llave y cerrar la puerta.

Le lancé una mirada asesina.

– Claro que estas circunstancias eran especiales -añadió.


Kloughn se acurrucaba bajo el pequeño tejadillo que protegía la entrada de la casa de Bender. Yo estaba en la acera, bajo la lluvia, empapada hasta los huesos, esperando el coche de la poli. Con la lluvia llega un momento en que ya no la notas.

Cuando llamé a la policía para presentar la denuncia por el robo del vehículo esperaba que me contestaran Costanza o mi amigo Eddie Gazarra. El coche que apareció no era el de ninguno de los dos.

– O sea, que eres la famosa Stephanie Plum -dijo el poli.

– Casi nunca le disparo a la gente -expliqué mientras me acomodaba en el asiento trasero-. Y el incendio de la funeraria no fue culpa mía -me incliné hacia adelante y un chorro de agua cayó de mi nariz al suelo del coche-. Normalmente es Costanza el que acude a mis llamadas.

– El no ha ganado la porra.

– ¿Hay una porra?

– Sí, aunque la participación ha descendido mucho desde lo de las serpientes.

Quince minutos después se iba el coche patrulla y aparecía Morelli.

– ¿Has vuelto a oírlo en la radio? -pregunté.

– Ya ni siquiera necesito oír la radio. En cuanto tu nombre aparece por ahí, recibo unas cuarenta y cinco llamadas.

Hice una pequeña mueca, que esperaba fuera irresistible.

– Lo siento.

– A ver si lo entiendo bien -dijo Morelli-. Bender se ha largado encadenado al coche.

– En aquel momento me pareció una buena idea.

– ¿Y tu bolso estaba dentro del coche?

– Sí.

Morelli miró a Kloughn.

– ¿Quién es el chavalín de los mocasines y los ojos morados?

– Albert Kloughn.

– ¿Y te lo has traído porque…?

– Tenía esposas.

Morelli luchó contra las ganas de sonreír y perdió.

– Entrad en la furgoneta. Os llevo a casa.

Dejamos primero a Kloughn.

– Oye, ¿te has dado cuenta de una cosa? -dijo Kloughn-. Al final no hemos almorzado. ¿No os parece que podríamos ir a comer todos juntos? Hay un mexicano al final de la calle. O podríamos comer una hamburguesa o un rollito de primavera. Conozco un sitio donde hacen unos rollitos muy buenos.

– Ya te llamaré -contesté.

Se estuvo despidiendo de nosotros con la mano hasta que desaparecimos.

– Sería genial. Llámame. ¿Tienes mi teléfono? Puedes llamarme cuando quieras. Prácticamente ni siquiera duermo.

Morelli paró en un semáforo, me miró y sacudió la cabeza.

– Pues sí, estoy empapada.

– A Albert le pareces una monada.

– Sólo quiere unirse a la pandilla -me retiré un mechón de pelo de la cara-. ¿Y tú? ¿Te parece que soy una monada?

– Creo que eres una trastornada.

– Ya. Pero aparte de eso, te parece que soy mona, ¿verdad? -le dediqué mi sonrisa de Miss América y pestañeé vertiginosamente.

Se quedó mirándome con cara de palo.

Empezaba a sentirme como Escarlata O'Hara al final de Lo que el viento se llevó, cuando está decidida a recuperar a Rhett Butler. El problema era que si recuperaba a Morelli no sabría muy bien qué hacer con él.

– La vida es complicada -dije.

– Además de verdad, bizcochito.


Me despedí de Morelli y crucé chorreando el vestíbulo de mi edificio. Seguí chorreando en el ascensor y recorrí chorreando el pasillo hasta la puerta de mi vecina, la señora Karwatt. Le pedí la copia de la llave de mi apartamento y entré en él chorreando. De pie, en medio de la cocina, me quité toda la ropa y me sequé el pelo hasta que dejé de chorrear. Miré los mensajes. Ninguno. Rex salió de su lata de sopa, me miró asombrado y volvió a la lata corriendo. No era precisamente el tipo de reacción que hace que una mujer desnuda se sienta genial… ni siquiera por parte de un hámster.

Una hora después estaba vestida con ropa seca y esperando a Lula en el portal.

– Bueno, explícame cómo es la cosa -dijo Lula cuando me acomodé en su Trans Am-. Tienes que hacer una investigación y no tienes coche.

Levanté la mano para impedir la consiguiente pregunta.

– No preguntes.

– Últimamente todo el mundo me dice «no preguntes».

– Me han robado. Me han robado el coche.

¡Anda ya!

– Estoy segura de que la policía lo encontrará. Mientras tanto quiero hacerle una visita a Dotty Palowsky Reinhold. Vive en South River.

– ¿Y dónde está South River?

– Tengo un mapa. Gira a la izquierda al salir del aparcamiento.

South River está en un lateral de la autopista 18. Es una pequeña ciudad encajonada entre centros comerciales y yacimientos de arcilla, y es la localidad del Estado que tiene más bares por kilómetro cuadrado. La entrada proporciona una vista panorámica del vertedero. La salida cruza el río para adentrarse en Sayreville, famosa por la gran estafa de la tierra de 1957 y por Jon Bon Jovi.

Dotty Reinhold vivía en una urbanización construida en los años sesenta. Los jardines eran pequeños. Las casas aún más. Y los coches eran grandes y numerosos.

– ¿Habías visto alguna vez tantos coches? -dijo Lula-. Cada casa tiene por lo menos tres. Están por todas partes.

Era un vecindario fácil de vigilar. Había llegado a un punto en que las casas estaban llenas de adolescentes. Los adolescentes tenían coches propios y amigos con coches propios. Uno más en la calle ni se notaría. Y mejor aún, era una urbanización. No había nadie sentado en los porches. Todo el mundo se refugiaba en los jardines traseros, del tamaño de sellos de correos, abarrotados de parrillas al aire libre, piscinas prefabricadas y montones de sillas de jardín.

Lula aparcó el coche una manzana antes, y en la acera de enfrente, de la casa de Dotty.

– ¿Tú crees que Annie y su madre estarán viviendo con Dotty?

– Si es así, lo sabremos en seguida. No se puede esconder a dos personas en el sótano si una de ellas es un niño. Se asustaría. Y los niños hablan. Si Annie y Evelyn están aquí, estarán entrando y saliendo como invitados normales.

– ¿Y nos vamos a quedar aquí sentadas hasta que lo averigüemos? A mí me parece que puede llevarnos mucho tiempo. No sé si estoy en condiciones de quedarme quieta tanto rato. ¿Y qué pasa con la comida? Además, tengo que ir al cuarto de baño. Me he tomado un refresco de tamaño gigante antes de pasar a recogerte. No me habías avisado de que esto llevaría tanto tiempo.

Miré a Lula furiosa.

– Bueno, pues tengo que ir al baño -dijo Lula-. No puedo evitarlo. Tengo que hacer pis.

– A ver qué te parece esto. Hemos pasado un centro comercial al venir, ¿qué te parece si te llevo allí, me quedo con el coche y me encargo yo sola de la vigilancia?

Media hora más tarde estaba otra vez junto al bordillo, sola, espiando a Dotty. La llovizna se había convertido en lluvia y algunas casas tenían las luces encendidas. La de Dotty estaba a oscuras. Un Honda Civic azul pasó a mi lado y entró en la parcela de Dotty. Una mujer se apeó de él y desabrochó los cinturones de los dos niños que iban en sus sillitas en el asiento de atrás. La mujer llevaba una gabardina con capucha, pero pude ver su cara en la penumbra y estaba casi segura de que era Dotty. O, para ser más exactos, estaba segura de que no era Evelyn. Los niños eran pequeños. Tal vez de dos y siete años. Y no es que yo sea una experta en niños. Toda mi experiencia infantil se reduce a mis dos sobrinas.

El pequeño grupo familiar entró en la casa y las luces se encendieron. Puse el Trans Am en marcha y me acerqué hasta llegar justo frente a la casa de los Reinhold. Ahora podía ver a Dotty claramente. Se había quitado la gabardina y se movía por la casa. La sala estaba en la parte delantera. En ella había una televisión encendida. Al fondo de la sala había una puerta que, obviamente, daba a la cocina. Dotty entraba y salía por la puerta, del frigorífico a la mesa. No se veía a más adultos. Dotty no hizo ademán de cerrar las cortinas de la sala.

A las nueve en punto los niños estaban en la cama y las luces de su cuarto se apagaron. A las nueve y cuarto Dotty recibió una llamada telefónica. A las nueve y media seguía hablando y yo me fui al centro comercial a recoger a Lula. A una manzana y media de la casa de Dotty me crucé con un estilizado coche negro que iba en dirección contraria. Pude ver a quien lo conducía: Jeanne Ellen Burrows. Casi me subo a la acera y me meto en el césped.

Cuando llegué, Lula me esperaba a la entrada del centro.

– ¡Entra! -grité-. Tengo que volver a casa de Dotty. Me he cruzado con Jeanne Ellen Burrows según salía de la urbanización.

– ¿Y qué hay de Evelyn y Annie?

– Ni rastro de ellas.

La casa estaba a oscuras cuando regresamos. El coche seguía delante de la casa. A Jeanne Ellen no se la veía por ningún sitio.

– ¿Estás segura de que era Jeanne Ellen? -preguntó Lula.

– Absolutamente. El vello del brazo se me puso de punta y me dio un repentino dolor de cabeza.

– Sí. Entonces era Jeanne Ellen.


Lula me dejó delante del portal de mi casa.

– Siempre que quieras hacer una guardia cuenta conmigo -dijo-. La vigilancia es una de mis actividades favoritas.

Cuando entré en la cocina Rex estaba dando vueltas en la rueda. Dejó de correr y me miró con los ojos brillantes.

– Buenas noticias, chicarrón -dije-. De camino a casa entré en la tienda y compré la cena.

Vacié el contenido de la bolsa sobre la encimera. Siete Tastykakes: dos Krimpets de dulce de leche, un Júnior de coco, dos KandyKakes de mantequilla de cacahuete, una magdalena con crema y un Júnior de chocolate. Hay pocas cosas mejores en la vida. Los Tastykakes son otra de las múltiples ventajas de vivir en Jersey. Los hacen en Filadelfía y los llevan a Trenton con toda su fresca dulzura. Una vez leí que se elaboran 439.000 Krimpets de dulce de leche todos los días. Y no se puede decir que sean muchos los que llegan a New Hampshire. ¿De qué sirve toda esa nieve y esos paisajes si tienes que vivir sin Tastykakes?

Me comí el Júnior de coco, un Krimpet de dulce de leche y un KandyKake. A Rex le di un trozo del Krimpet.

Las cosas no me han ido especialmente bien últimamente. En las últimas semanas he perdido tres pares de esposas y un coche, y han dejado una bolsa llena de serpientes en mi puerta. Por otro lado, las cosas tampoco están mal del todo. De hecho, podrían ir mucho peor. Podría vivir en New Hampshire, donde me vería obligada a comprar los Tastykakes por correo.

Eran casi las doce cuando me metí en la cama. Había dejado de llover y la luz de la luna se abría paso entre la capa de nubes desgarradas. Las cortinas estaban echadas y el dormitorio a oscuras.

La ventana de mi dormitorio daba a una vieja escalera de incendios. Era práctica para tomar el aire fresco en noches calurosas. Y para secar la ropa, poner en cuarentena las plantas de interior cuando tenían parásitos y enfriar las cervezas cuando llegaba el frío. Desgraciadamente, también era un sitio en el que pasaban cosas malas. Benito Ramírez había sido abatido a tiros en mi escalera de incendios. La verdad es que no es fácil subir por una escalera de incendios, pero tampoco es imposible.

Estaba tumbada en la oscuridad, cavilando sobre las ventajas de los Juniors de coco sobre los Krimpets de dulce de leche, cuando oí unos ruidos como de arañazos detrás de las cortinas del dormitorio. Había alguien en la escalera de incendios. Sentí que un chorro de adrenalina abrasaba mi corazón y bombeaba en mis entrañas. Salté de la cama, corrí a la cocina y llamé a la policía. Luego saqué la pistola de la lata de galletas. Sin balas. Maldita sea. Piensa, Stephanie… ¿Dónde pusiste las balas? Solía haber unas cuantas en el azucarero. Ya no. El azucarero estaba vacío. Revolví en los cajones y logré encontrar cuatro balas. Las metí en mi Smith amp; Wesson del calibre 38 y cinco tiros y volví al dormitorio.

Me quedé quieta en la oscuridad y escuché. Ya no se oían los ruidos en la ventana. El corazón me latía con fuerza y la pistola me temblaba en la mano. Contrólate, me dije. Probablemente no era más que un pájaro. Un búho. Son aves nocturnas, ¿no? La tonta de Stephanie, aterrada por un búho.

Me acerqué a la ventana y escuché atentamente. Silencio. Abrí la cortina una fracción de centímetro para mirar.

¡Ayyy!

Había un tío enorme en la escalera. Sólo le vi un instante, pero se parecía a Benito Ramírez. ¿Cómo era posible? Ramírez estaba muerto.

Oí un tremendo estruendo y entonces me di cuenta de que le había disparado las cuatro balas al tipo de la escalera a través de la ventana.

¡Cáscaras! Aquello no estaba bien. En primer lugar, podía haberme cargado a alguien. Y odio hacerlo. En segundo lugar, no tenía ni idea de si aquel tipo llevaba pistola, y la justicia tuerce el gesto cuando alguien dispara contra gente desarmada. A la justicia ni siquiera le hace mucha ilusión que se dispare contra gente armada. Y lo que era peor, me había cargado la ventana.

Corrí la cortina a un lado y puse la nariz contra el cristal. Allí no había nadie. Miré con más atención y vi que le había disparado a una figura de cartón de tamaño natural. Estaba tirada en el suelo de la escalera de incendios y tenía varios agujeros.

Todavía estaba aturdida, respirando agitadamente y con la pistola en la mano, cuando oí ulular la sirena de la policía a lo lejos. Estupendo, Stephanie. Para una vez que llamo a la policía, resulta ser una falsa alarma bochornosa. Una perversa tomadura de pelo. Como las serpientes.

¿Y quién haría una cosa así? Alguien que supiera que a Ramírez lo mataron en mi escalera de incendios. Dejé escapar un suspiro. Todo el Estado sabía lo de Ramírez. Salió en todos los periódicos. Bueno, entonces alguien que tuviera acceso a aquellas figuras de cartón. Cuando Ramírez boxeaba había cientos de ellas por todas partes. Ahora ya no se veían tanto. Una persona me vino a la mente: Eddie Abruzzi.

Un coche patrulla entró en el aparcamiento del edificio con las luces parpadeando y de él salió un poli de uniforme.

Abrí la ventana y me asomé afuera.

– Falsa alarma -grité-. No hay nadie. Habrá sido un pájaro.

Levantó la mirada hacia mí.

– ¿Un pájaro?

– Creo que era un búho. Un búho muy grande. Perdona por haberte molestado.

Me saludó con la mano, se metió en el coche y se fue.

Cerré la ventana con seguro, aunque no tenía mucho sentido, ya que faltaba gran parte del cristal. Me fui a la cocina y me comí el otro Júnior de chocolate. Estaba medio dormida, pensando en los valores nutricionales de un desayuno a base de magdalenas rellenas de crema, cuando llamaron a la puerta.

Era Tank, la mano derecha de Ranger.

– Tu coche apareció en una tienda de vehículos de segunda mano -dijo, entregándome mi bolso-. Esto estaba en el suelo de la parte de atrás.

– ¿Y mi coche?

– En tu aparcamiento -me dio las llaves-. El coche está bien, salvo por una cadena que tiene enganchada al guardabarros. No sabíamos de qué se trataba.

Cuando Tank se fue cerré la puerta, regresé tambaleándome a la cocina y me comí el paquete de magdalenas. Me dije a mí misma que podía comérmelas, ya que se trataba de una celebración. Había recuperado mi coche. Las calorías no cuentan cuando se trata de celebrar algo. Todo el mundo lo sabe.

Estaría bien tomar un café, pero, aquella mañana, hacerlo me parecía un esfuerzo ímprobo. Tenía que cambiar el filtro, poner el café y el agua, y apretar el botón. Y eso sin mencionar que el café me despertaría, y no creía que estuviera preparada para afrontar el día. Lo mejor sería volverme a la cama.

Acababa de meterme entre las sábanas cuando el timbre de la puerta sonó otra vez. Me puse una almohada encima de la cabeza y cerré los ojos. El timbre siguió sonando.

– ¡Lárguese! -grité-. ¡No hay nadie en casa!

Entonces empezaron a llamar con los nudillos. Y a tocar el timbre. Tiré la almohada y me levanté de la cama. Fui hasta la puerta con paso decidido, la abrí de un tirón y miré con furia.

– ¿Qué?

Era Kloughn.

– Es sábado -dijo-. He traído donuts. Yo desayuno donuts todos los sábados por la mañana.

Miró más atentamente.

– ¿Te he despertado? Madre mía, no tienes muy buena pinta al levantarte, ¿verdad? No me extraña que no te hayas casado. ¿Siempre duermes con chándal? ¿Cómo consigues que el pelo se te levante de esa manera?

– ¿Qué te parecería romperte la nariz por segunda vez? -pregunté.

Kloughn pasó por mi lado y se metió en el apartamento.

– He visto el coche en el aparcamiento. ¿Lo ha encontrado la policía? ¿Tienes mis esposas?

– No tengo tus esposas. Y vete de mi casa. Largo.

– Sólo necesitas un café -dijo Kloughn-. ¿Dónde tienes los filtros? Yo también me levanto hecho un cascarrabias. Y en cuanto tomo un café, vuelvo a ser persona.

¿Por qué a mí?, pensé.

Kloughn sacó el café del frigorífico y puso la cafetera en marcha.

– No estaba seguro de si los cazarrecompensas trabajaban los sábados -dijo-, pero he pensado que más vale prevenir que lamentar. Y aquí me tienes.

Estaba muda.

La puerta de entrada seguía abierta y oí que alguien, detrás de mí, golpeaba suavemente en el quicio. Era Morelli.

– ¿Interrumpo algo? -preguntó.

– No es lo que parece -dijo Kloughn-. Simplemente he traído donuts de mermelada.

Morelli me echó un vistazo.

– Horripilante.

Le miré con los ojos entornados.

– He pasado una mala noche.

– Eso me han contado. Por lo visto te vino a visitar un gran pájaro. ¿Un búho?

– ¿Y?

– ¿Hizo algún estropicio?

– Nada digno de mención.

– Ahora te veo más que cuando estábamos viviendo juntos -dijo Morelli-. ¿No estarás organizando todas estas movidas sólo para que me pase por aquí, verdad?

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