8


DÓNDE ESTÁ Bonnie? -preguntó la niña-. A Oliver y a mí siempre nos cuida Bonnie.

– Bonnie nos ha dado plantón -dijo Lula-. Por eso estamos nosotras.

– No quiero que seas mi canguro. Estás gorda.

– No estoy gorda. Soy una mujer con sustancia. Y será mejor que tengas cuidado con lo que dices, porque si dices cosas de ésas en primer grado, te echarán del colegio de una patada en el culo. Estoy segura de que en primero no consienten esa clase de lenguaje.

– Le voy a decir a mi madre que has dicho «culo». Cuando sepa que has dicho «culo» no te pagará. Y nunca más te llamará para que nos cuides.

– ¡Qué desgracia tan grande! -dijo Lula.

– Esta es Lula. Y yo soy Stephanie -dije a la niña-. ¿Tú cómo te llamas?

– Me llamo Amanda y tengo siete años. Y no me gustáis ninguna de las dos.

– Va a ser una maravilla cuando llegue a la edad de tener el síndrome premenstrual -dijo Lula.

– Tu mamá no tardará mucho -dije a Amanda-. ¿Qué te parece si ponemos la televisión?

– A Oliver no le gustaría -dijo Amanda.

– Oliver -dije-, ¿quieres ver la televisión?

Oliver sacudió la cabeza.

– No -gritó-. ¡No, no, no!

Y se puso a llorar. A pleno pulmón.

– Ahora sí que la has armado buena -dijo Lula-. ¿Por qué grita? Tía, no puedo oír ni mis pensamientos. Que alguien le calle.

Me agaché junto a él.

– Oye, chicarrón. ¿Qué te pasa?

– ¡No, no, no! -gritó con la cara roja como un ladrillo y contraída por la ira.

– Si sigue frunciendo el ceño de esa manera tendrán que ponerle Botox.

Le palpé la zona del pañal. No parecía húmeda. No tenía ninguna cuchara metida por la nariz. Ninguna extremidad parecía haber sido amputada.

– No sé qué le pasa -dije-. Yo sólo entiendo de hámsters.

– Pues a mí no me mires -dijo Lula-. Yo no tengo ni idea de niños. Nunca fui niña. Nací en un antro de consumo de crack. En mi barrio la opción de ser niño ni siquiera se tenía en cuenta.

– Tiene hambre -dijo Amanda-. Va a seguir llorando así hasta que le deis algo de comer.

Encontré una caja de galletas en un armario y le ofrecí una a Oliver.

– No -gritó, y le dio un manotazo a la galleta.

Un perro de aspecto cochambroso salió disparado desde el pasillo y se zampó la galleta antes de que tocara el suelo.

– Oliver no quiere comer galletas -dijo Amanda.

Lula se tapó las orejas con las manos.

– Si no deja de aullar me voy a quedar sorda. Me está levantando dolor de cabeza.

Saqué una botella de zumo de la nevera.

– ¿Quieres de esto? -pregunté.

– ¡No!

Lo intenté con un helado.

– ¡No!

– ¿Qué te parecería una pierna de cordero? -preguntó Lula-. Yo me comería una pierna de cordero.

A estas alturas, Oliver estaba tirado en el suelo boca arriba, pataleando sobre las baldosas.

– ¡No, no, no!

– Esto sí que es un berrinche en toda regla -dijo Lula-. Este crío necesita un poco de disciplina.

– Le voy a decir a mi madre que habéis hecho llorar a Oliver -amenazó Amanda.

– Oye, no me agobies -contesté-. Hago lo que puedo. Tú eres su hermana. Podrías ayudarme.

– Quiere un sandwich de queso a la plancha -replicó Amanda-. Es su comida favorita.

– Menos mal que no quería una pierna de cordero -dijo Lula-. No habríamos sabido cómo cocinarla.

Encontré una sartén, mantequilla y queso, y me puse a tostar el sandwich. Oliver seguía desgañitándose a pleno pulmón y ahora se le había añadido el perro, que aullaba dando vueltas alrededor de él.

El timbre de la puerta sonó y pensé que, con la suerte que estaba teniendo, probablemente sería Jeanne Ellen. Dejé que Lula se encargara del sandwich de queso y fui a abrir. Me equivocaba en cuanto a que fuera Jeanne Ellen, pero no respecto a mi suerte. Era Steven Soder.

– ¿Qué demonios es esto? -dijo-. ¿Qué estás haciendo tú aquí?

– De visita.

– ¿Dónde está Dotty? Tengo que hablar con ella.

– ¡Eh! -gritó Lula desde la cocina-. Necesito una opinión autorizada sobre este sandwich.

– ¿Quién es ésa? -quiso saber Soder-. No parece la voz de Dotty. Más bien parece la de la gorda que me atizó con el bolso.

– En este momento estamos ocupadas -dije-. Quizá podrías volver más tarde.

Pasó por mi lado flexionando sus músculos y entró en la cocina.

– ¡Tú! -gritó a Lula-. Te voy a matar.

– No hables así delante de la n-i-ñ-a -dijo Lula-. No se debe usar esa clase de lenguaje violento. Cuando llegan a la adolescencia les remueve un montón de mierda por dentro.

– No soy estúpida -dijo Amanda-. Sé deletrear. Y le voy a contar a mi madre que has dicho «mierda».

– Todo el mundo dice «mierda» -contestó Lula, y me miró a mí-. ¿Verdad que todo el mundo dice «mierda»? ¿Qué tiene de malo decir «mierda»?

El sandwich de queso fundido de la sartén tenía una pinta estupenda, así que lo saqué con una espátula, lo puse en un plato y se lo pasé a Oliver. El perro dejó de correr en círculos, robó el sandwich del plato y se lo comió de un bocado. Y Oliver volvió a su berrinche.

– Oliver tiene que comer en la mesa -dijo Amanda.

– En esta casa hay que recordar un montón de cosas -protestó Lula.

– Quiero hablar con Dotty -dijo Soder.

– Dotty no está aquí -grité por encima del llanto de Oliver-. Habla conmigo.

– Ni lo sueñes -respondió-. Y, por los clavos de Cristo, que alguien haga callar a ese crío.

– El perro se ha comido su sandwich -explicó Lula-. Y es culpa tuya por habernos distraído.

– Pues haz tu numerito de Tía Jemima* y prepárale otro sandwich -dijo Soder.

Los ojos de Lula se le salían de las órbitas.


* Aunt Jemima es una famosa marca de sirope y harina para hacer tortitas, y se caracteriza por el dibujo de una cocinera negra al más puro estilo tradicional. [N. del T.J


– ¿Tía Jemima, dices? ¿Has dicho tía Jemima? -se encaró con él hasta que su nariz estuvo a unos milímetros de la de Soder, con una mano en la cadera y con la otra sujetando fuertemente la sartén-. Escúchame, asqueroso fracasado del culo, será mejor que no me llames Tía Jemima, porque puedo darte Tía Jemima en la cara con esta sartén. Lo único que me contiene es que no quiero m-a-t-a-r-t-e delante de los e-n-a-n-o-s.

Entendía la postura de Lula, a pesar de que, al ser una mujer trabajadora blanca, mi perspectiva de Tía Jemima era completamente diferente. A mí, ese personaje sólo me traía buenos recuerdos, de humeantes tortitas chorreando sirope. Me encantaba Tía Jemima.

– Toc, toc -dijo Jeanne Ellen desde la puerta abierta-. ¿Puede añadirse uno más a esta fiesta?

Jeanne Ellen llevaba otra vez su modelo de cuero negro.

– ¡Ahí va! -dijo Amanda-. ¿Eres Catwoman?

– Michelle Pfeiffer era Catwoman -dijo Jeanne Ellen. Luego bajó la mirada a Oliver. Estaba de nuevo tumbado en el suelo, pataleando y gritando-. Basta -dijo Jeanne Ellen.

Oliver parpadeó dos veces y se metió el dedo pulgar en la boca.

Jeanne Ellen me sonrió.

– ¿De canguro?

– Pues sí.

– Qué bonito.

– Tu cliente está inmiscuyéndose -protesté.

– Te presento mis disculpas -dijo Jeanne Ellen-. Ya nos vamos.

Amanda, Oliver, Lula y yo nos quedamos quietos como estatuas hasta que la puerta se cerró detrás de Jeanne Ellen y Soder. Luego, Oliver se puso a llorar otra vez.

Lula intentó calmarle, pero sólo consiguió que Oliver gritara aun más. Así que le hicimos otro sandwich de queso a la plancha.

Oliver estaba acabándose el sandwich cuando regresó Dotty.

– ¿Qué tal todo? -preguntó.

Amanda miró a su madre. Luego nos miró detenidamente a Lula y a mí.

– Muy bien -dijo-. Me voy a ver la televisión.

– Steven Soder se ha pasado por aquí -dije.

A Dotty se le fue el color de la cara.

– ¿Ha estado aquí? ¿Soder ha venido aquí?

Alargó una mano hacia Oliver, en un protector gesto maternal. Retiró el pelo de la frente del niño.

– Espero que Oliver no os haya dado mucho la lata.

– Oliver se ha portado de maravilla -dije-. Tardamos un poco en descubrir que lo que quería era un sandwich de queso a la plancha, pero a partir de ahí se ha portado de maravilla.

– A veces ser madre separada puede llegar a desbordarte un poco -dijo Dotty-. Las responsabilidades. Y lo de estar sola. Cuando todo va bien no importa, pero a veces a una le gustaría que hubiera otro adulto en casa.

– Le tienes miedo a Soder.

– Es una persona horrible.

– Deberías contarme lo que está pasando. Podría ayudarte -al menos, esperaba poder ayudarla.

– Necesito pensármelo -dijo Dotty-. Te agradezco el ofrecimiento, pero necesito pensármelo.

– Me pasaré mañana por la mañana para ver si estás bien -dije-. Tal vez mañana podamos aclarar todo esto.


Lula y yo ya estábamos a medio camino de Trenton y ninguna de las dos había dicho una palabra.

– La vida se está volviendo cada vez más rara -dijo Lula por fin.

Aquella frase resumía en gran medida mis pensamientos. Supongo que había progresado un poco. Había hablado con Evelyn. Ya sabía que, por el momento, se encontraba en lugar seguro. Y sabía que no estaba demasiado lejos. Dotty había tardado en ir y volver menos de una hora.

Soder se estaba poniendo muy pesado, pero entendía su comportamiento. Era un capullo, pero también era un padre preocupado. Lo más probable era que Dotty estuviera negociando una especie de tregua entre Evelyn y Soder.

A la que no podía entender era a Jeanne Ellen. El hecho de que siguiera vigilando la casa me preocupaba. Ahora que Dotty conocía la existencia de Jeanne Ellen, permanecer al acecho parecía algo sin sentido. Entonces, ¿por qué seguía Jeanne Ellen enfrente de la casa de Dotty cuando nos fuimos? Era posible que Jeanne Ellen quisiera ejercer cierta presión acosándola. Intentar que Dotty capitulara a base de hacerle la vida insoportable. Había otra posibilidad, que parecía algo desatinada pero que había que tener en cuenta: la protección. Jeanne Ellen estaba allí como la escolta de la reina. Tal vez Jeanne Ellen estaba protegiendo el vínculo entre Evelyn y Annie. Esto me planteaba una serie de preguntas que no era capaz de contestar, tales como: ¿de quién protegía Jeanne Ellen a Dotty? ¿De Abruzzi?

– ¿Estarás a las nueve? -me preguntó Lula cuando aparqué delante de la oficina.

– Supongo que sí. ¿Y tú?

– No me lo perdería por nada del mundo.

De camino a casa me detuve en la tienda y compré algunas cosas. Para cuando llegué al apartamento ya era la hora de la cena y el edificio estaba lleno de aromas de comida. Sopa minestrone detrás de la puerta de la señora Karwatt. Burritos en el otro extremo del pasillo.

Llegué a mi puerta con la llave en la mano y me quedé helada. Si Abruzzi podía meterse en un coche cerrado con llave, también podría entrar en el apartamento. Había que tener cuidado. Metí la llave en la cerradura. La giré. Abrí la puerta. Me quedé un momento quieta en el descansillo, con la puerta abierta, tomándole el pulso al apartamento. Escuchando el silencio. Tranquilizada por los latidos de mi corazón y el hecho de que no se hubiera lanzado a devorarme una jauría de perros furiosos.

Atravesé el umbral, dejando la puerta abierta, y recorrí las habitaciones, abriendo cuidadosamente cajones y armarios. Ninguna sorpresa, gracias a Dios. Sin embargo, sentía algo peculiar en el estómago. Me estaba costando mucho borrar la amenaza de Abruzzi de mi cabeza.

– Toc, toc -dijo una voz desde el quicio de la puerta.

Kloughn.

– Estaba por el barrio -dijo-, y se me ha ocurrido pasar a saludarte. Además, traigo comida china. Era para mí, pero he comprado demasiada. Y he pensado que podría apetecerte. Pero no te la tienes que comer si no quieres. Aunque, claro, si te apeteciera sería genial. No sé si te gusta la comida china. O si prefieres comer sola. O…

Agarré a Kloughn y tiré de él hacia el interior del apartamento.


– ¿Qué es esto? -dijo Vinnie cuando me presenté con Kloughn.

– Albert Kloughn -dije-. Abogado.

– ¿Y?

– Me ha invitado a cenar y yo le he invitado a venir con nosotros.

– Parece el muñequito de las galletas. ¿Qué te ha dado de cenar, bollitos de mantequilla?

– Comida china -dijo Kloughn-. Ha sido uno de esos impulsos incontrolables. De repente me apetecía comida china.

– No me vuelve loco la idea de llevarme a un abogado a una detención -dijo Vinnie.

– No pienso denunciarle, se lo juro por Dios -dijo Kloughn-. Y fíjese, tengo una linterna, y un spray de defensa y todo. Estoy pensando en comprarme una pistola, pero no acabo de decidirme entre una de seis balas o una semiautomática. Aunque tiendo a inclinarme por la semiautomática.

– Decídete por la semiautomática -recomendó Lula-. Le caben más balas. Uno nunca tiene suficientes balas.

– Quiero un chaleco antibalas -dije a Vinnie-. La última vez que hicimos una detención juntos lo destrozaste todo a tiro limpio.

– Fueron unas circunstancias especiales -replicó Vinnie.

Sí, vale.

Kloughn y yo nos pertrechamos con sendos chalecos Kevlar y los cuatro nos metimos en el Cadillac de Vinnie.

Media hora más tarde estábamos aparcados a la vuelta de la esquina de la casa de Bender.

– Ahora vais a ver cómo trabaja un profesional -dijo Vinnie-. Tengo un plan y espero que cada uno cumpla su cometido, de manera que escuchad con atención.

– ¡Madre mía! -suspiró Lula-. Un plan.

– Stephanie y yo nos ocuparemos de la puerta principal -prosiguió Vinnie-. Lula y el clown cubrirán la puerta trasera. Todos entramos al mismo tiempo y entre todos reducimos a ese hijo de la gran puta.

– Menudo pedazo de plan -dijo Lula-. Nunca se me habría ocurrido una cosa así.

– K-l-o-u-g-h-n -corrigió Albert.

– Lo único que tenéis que hacer es esperar a que yo grite: «Agentes de fianzas» -dijo Vinnie-. Entonces forzamos las puertas y entramos todos gritando: «Quietos…, agentes de fianzas».

– Yo no lo voy a hacer -me opuse-. Me sentiría como una idiota. Eso sólo lo hacen en televisión.

– A mí me gusta -dijo Lula-. Siempre he querido forzar una puerta y entrar gritando cosas.

– Quizá me equivoque -intervino Kloughn-, pero forzar las puertas puede que sea ilegal.

– Sólo es ilegal si no es la casa indicada -dijo Vinnie mientras se ajustaba la hebilla de una cartuchera de nailon.

Lula sacó una Glock de su bolso y se la colocó en la cintura de la minifalda de lycra.

– Estoy lista -dijo-. Qué pena que no nos acompañe un equipo de televisión. Esta falda amarilla se vería de maravilla.

– Yo también estoy listo -dijo Kloughn-. Llevo la linterna por si se van las luces.

No quería alarmarle, pero ésa no es la razón por la que los cazarrecompensas llevan linternas de un kilo de peso.

– ¿Alguien ha comprobado si Bender está en casa? -pregunté-. ¿Alguien ha hablado con su mujer?

– Vamos a escuchar debajo de la ventana -propuso Vinnie-. Parece que hay alguien viendo la televisión.

Todos cruzamos el césped de puntillas, nos pegamos a la pared y escuchamos agazapados debajo de la ventana.

– Parece una peli -dijo Kloughn-. Parece una peli guarra.

– Entonces Bender tiene que estar en casa -dijo Vinnie-. Su mujer no va a estar ahí tirada y sola viendo una película porno.

Lula y Kloughn rodearon la casa para ir por la puerta de atrás, y Vinnie y yo nos acercamos a la entrada principal. Vinnie sacó la pistola y llamó a la puerta, que habían remendado con una gran plancha de contrachapado.

– ¡Abran! -gritó Vinnie-. ¡Agentes de fianzas!

Dio un paso hacia atrás y estaba a punto de darle una patada a la puerta con la bota, cuando oímos a Lula entrar por la puerta de atrás gritando como una loca.

Antes de que pudiéramos reaccionar, la puerta principal se abrió de golpe y un sujeto desnudo salió corriendo y casi me tira escalones abajo. Dentro de la casa se formó un pandemónium. Había hombres que intentaban huir, unos desnudos y otros vestidos, todos blandiendo sus armas y gritando: «¡Quítate d'emmedio, joputa!».

Lula estaba en el centro de todo aquello.

– ¡Eh! -gritaba-. ¡Esto es una operación de la policía judicial! ¡Todo el mundo quieto!

Vinnie y yo habíamos logrado llegar al centro de la sala, pero no se veía ni rastro de Bender. Demasiados hombres en demasiado poco espacio y todos intentando salir de la casa. A nadie le importaba que Vinnie llevara la pistola desenfundada. No estoy segura de que se hubieran dado cuenta en medio de aquella confusión.

Vinnie disparó al aire, arrancando un trozo de techo. En ese momento se hizo el silencio porque no quedaba nadie en el salón, salvo Vinnie, Lula, Kloughn y yo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lula-. ¿Qué es lo que acaba de pasar aquí?

– No he visto a Bender-dijo Vinnie-. ¿'Es ésta su casa?

– ¿Vinnie? -clamó una voz femenina desde el dormitorio-. Vinnie, ¿eres tú?

Vinnie abrió unos ojos como platos.

– ¿Candy?

Una mujer desnuda, de una edad indefinida, entre los veinte y los cincuenta años, salió de la habitación. Tenía unas tetas enormes y el vello púbico recortado en forma de rayo. Alargó los brazos hacia Vinnie.

– Cuánto tiempo sin verte -dijo ella-. ¿Qué hay de nuevo?

Una segunda mujer salió del dormitorio.

– ¿En serio que es Vinnie? -preguntó-. ¿Qué hace aquí?

Me colé en el dormitorio por detrás de las mujeres en busca de Bender. En la habitación había focos y una cámara, ahora abandonada. No estaban viendo una película porno… la estaban haciendo.

– Bender no está ni en el dormitorio ni en el cuarto de baño -dije a Vinnie-. Y no hay más casa.

– ¿Estás buscando a Andy? -preguntó Candy-. Se ha ido hace un rato. Dijo que tenía cosas que hacer. Por eso le pedimos prestada su casa. Deliciosamente privada. Al menos hasta que apareciste tú.

– Creíamos que era una redada -dijo la otra mujer-. Creíamos que erais polis.

Kloughn le dio a cada una de las mujeres su tarjeta.

– Albert Kloughn, abogado -dijo-. Por si necesitan un abogado alguna vez.


Una hora después entraba en mi aparcamiento con Kloughn chachareando a mi lado. Había puesto a los Godsmack en el reproductor de CD, pero el volumen no era suficiente para neutralizar del todo a Kloughn.

– Madre mía, ha sido increíble -decía Kloughn-. Nunca había visto a una estrella de cine tan de cerca. Y sobre todo desnuda. No la he mirado, demasiado, ¿verdad? Quiero decir, que no se puede evitar mirar, ¿verdad? Hasta tú la has mirado, ¿verdad?

Verdad. Pero no me he puesto de rodillas para examinar el vello púbico en forma de rayo.

Aparqué y acompañé a Kloughn a su coche, para cerciorarme de que abandonaba el aparcamiento sano y salvo. Me giré para entrar en el edificio y solté un grito al chocar con Ranger.

Estaba pegado a mí y sonreía.

– ¿Una buena cita?

– Ha sido un día muy raro.

– ¿Cómo de raro?

Le conté lo de Vinnie y la película porno.

Ranger echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Algo que no se veía muy a menudo.

– ¿Esto es una visita social? -pregunté.

– Todo lo social que puede ser, tratándose de mí. Vuelvo a casa del trabajo.

– A la Baticueva -nadie sabía dónde vivía Ranger. La dirección que figuraba en su carné de conducir era un solar vacío.

– Sí. A la Baticueva.

– Me encantaría conocerla alguna vez.

Nos miramos a los ojos.

– Tal vez algún día -dijo-. A tu coche no le vendría mal una pasadita por el taller.

Le conté lo de las arañas y que Abruzzi me había amenazado con que en un momento u otro me arrancaría el corazón.

– A ver si lo he entendido -dijo Ranger-. Ibas en el coche después de ser atacada por una bandada de gansos cuando una araña se te echó encima e hizo que te estrellaras contra un coche aparcado.

– Deja de sonreír -pedí-. No tiene gracia. Odio las arañas.

Me echó un brazo por encima de los hombros.

– Ya lo sé, cariño. Y tienes miedo de que Abruzzi cumpla su amenaza.

– Sí.

– Hay demasiados hombres peligrosos en tu vida.

Le miré de soslayo.

– ¿Se te ocurre alguna forma de reducir la lista?

– Podrías matar a Abruzzi.

Levanté las cejas.

– No le importaría a nadie -dijo Ranger-. No es un tipo muy querido.

– ¿Y los otros tíos peligrosos de mi vida?

– No son una amenaza mortal. Puede que te rompan el corazón, pero no te lo arrancarán del cuerpo.

Madre mía, ¿y aquello se suponía que debía tranquilizarme?

– Aparte de tu sugerencia de matarle, no sé qué hacer para frenar a Abruzzi -dije a Ranger-. Soder puede que quiera recuperar a su hija, pero Abruzzi va detrás de algo más. Y sea lo que sea, cree que yo también voy tras ello -levanté la mirada a mi ventana. No me volvía loca la idea de entrar en el apartamento sola. La amenaza de arrancarme el corazón todavía me ponía los pelos de punta. Y de vez en cuando sentía arañas inexistentes arrastrándose por mi piel-. Bueno -dije-, y ya que estás aquí, ¿no te apetece subir y tomar una copa de vino?

– ¿Me estás invitando a algo más que a una copa de vino?

– Algo así.

– Deja que adivine. Quieres que compruebe que tu apartamento es seguro.

– Sí.

Cerró el coche con el mando y, cuando llegamos al segundo piso, cogió mis llaves y abrió la puerta del apartamento. Encendió las luces y echó una mirada alrededor. Rex estaba corriendo en su rueda.

– Quizá debieras enseñarle a ladrar -dijo Ranger.

Atravesó la sala y se adentró en el dormitorio. Encendió la luz y lo recorrió con la mirada. Levantó el faldón de la cama y miró debajo.

– Tienes que pasar la fregona por aquí debajo, nena -dijo. Se desplazó hasta la cómoda y abrió todos los cajones. Nada saltó de ellos. Metió la cabeza en el cuarto de baño. Todo en orden.

– Ni serpientes, ni arañas, ni hombres malos -dijo Ranger. Alargó los brazos, me agarró por el cuello de la cazadora vaquera con ambas manos, con los dedos rozándome levemente el cuello, y me acercó a él.

– Te estás haciendo con una buena cuenta. Supongo que me avisarás cuando estés dispuesta a pagar la deuda.

– Claro. Sin duda. Serás el primero en saberlo- ¡Dios, me estaba portando como una idiota!

Ranger me sonrió.

– Tienes esposas, ¿verdad?

Glups.

– La verdad es que no. En este momento estoy sin esposas.

– ¿Cómo vas a detener a los malos si no tienes esposas?

– Sí, es un problema.

– Yo tengo esposas -dijo Ranger, tocando mi rodilla con la suya.

Mi corazón iba a unas doscientas pulsaciones por minuto. Yo no era exactamente una forofa de que me esposaran a la cama. Era más bien una persona de «apaga todas las luces y vamos a ver qué pasa».

– Creo que estoy hiperventilando -dije-. Si pierdo el sentido ponme una bolsa de papel sobre la nariz y la boca.

– Nena -dijo Ranger-, dormir conmigo no es el fin del mundo.

– Hay problemas.

Él levantó la ceja.

– ¿Problemas?

– Bueno, relaciones, en realidad.

– ¿Mantienes alguna relación? -preguntó Ranger.

– No. ¿Y tú?

– Mi forma de vida no facilita las relaciones estables.

– ¿Sabes lo que necesitamos? Vino.

Me soltó el cuello de la cazadora y me siguió a la cocina. Se apoyó en la encimera mientras yo sacaba dos copas de vino de un armario y descorchaba la botella de vino merlot que acababa de comprar. Llené las copas, le di una a Ranger y me quedé otra para mí.

– Chinchín -dije. Y me bebí el vino de un trago.

Ranger le dio un sorbo.

– ¿Te encuentras mejor?

– Bueno, ahí andamos. Ya apenas tengo ganas de desmayarme. Y las náuseas casi han desaparecido -me rellené la copa y llevé la botella a la sala-. Bueno -dije-, ¿te apetece ver la televisión?

Él tomó el mando de la mesita de centro y se arrellanó en el sofá.

– Cuando se te pasen las náuseas me avisas.

– Creo que ha sido la historia de las esposas lo que me ha trastornado.

– Qué decepción. Creía que había sido la idea de verme desnudo -buscó entre los canales de deportes y se detuvo en un partido de baloncesto-. ¿Te parece bien el baloncesto? ¿O preferirías que buscara una película violenta?

– El baloncesto está bien.

Vale, ya sé que había sido yo la que había sugerido lo de la televisión, pero ahora que tenía a Ranger en el sofá la cosa se estaba poniendo demasiado complicada. Llevaba el pelo negro hacia atrás, recogido en una coleta. Iba vestido con el uniforme negro de los cuerpos especiales, se había quitado la cartuchera de la cintura, pero llevaba una nueve milímetros a la espalda y un reloj de la Marina en la muñeca. Y estaba tirado en mi sofá viendo baloncesto.

Noté que mi copa estaba vacía y me serví un tercer trago.

– Esto me resulta extraño -dije-. ¿Ves baloncesto en la Baticueva?

– No tengo demasiado tiempo libre para ver la televisión.

– ¿Pero en la Baticueva hay televisión?

– Sí, en la Baticueva hay televisión.

– Tenía esa curiosidad.

Bebió un poco de vino y me miró. Era distinto a Morelli. Morelli era como un muelle fuertemente apretado. Con él siempre era consciente de la energía que contenía. Ranger era un gato. Silencioso. Todos los músculos relajados a voluntad. Probablemente hacía yoga. Puede que no fuera humano.

– ¿Y en qué piensas ahora? -preguntó.

– Me preguntaba si serías humano.

– ¿Qué otras alternativas hay?

Me bebí la copa de un golpe.

– No estaba pensando en nada en particular.


Me desperté con dolor de cabeza y la lengua pegada al cielo de la boca. Estaba en el sofá, arropada con la colcha de mi dormitorio. La televisión estaba en silencio y Ranger se había ido. Por lo que podía recordar, había visto unos cinco minutos de baloncesto antes de quedarme dormida. Soy una bebedora desastrosa. Dos copas y media y entro en coma.

Me metí bajo la ducha caliente hasta que me quedé hecha una pasa y las pulsaciones que sentía detrás de los ojos se hubieron suavizado parcialmente. Me vestí y puse rumbo al McDonald's. Compré una grande de patatas y una Coca en el servicio de coches y me quedé en el aparcamiento. Éste es el remedio Stephanie Plum contra la resaca. El teléfono móvil sonó cuando me había comido la mitad de las patatas.

– ¿Te has enterado del incendio? -preguntó la abuela-. ¿Sabes algo al respecto?

– ¿Qué incendio?

– El bar de Steven Soder quedó reducido a cenizas anoche. Para ser exactos tendría que decir que esta mañana, puesto que el fuego empezó después de cerrar. Lorraine Zupek acaba de llamarme. Ya sabes que su nieto es bombero. Le ha contado que todos los coches de bomberos de la ciudad acudieron allí, pero que no pudieron hacer nada. Creo que sospechan que ha podido ser intencionado.

– ¿Ha habido algún herido?

– Lorraine no me lo ha dicho.

Me metí un puñado de patatas fritas en la boca y puse en marcha el coche. Quería ver personalmente el lugar del siniestro. No estaba segura de por qué. Supongo que por curiosidad morbosa. Si Soder tenía socios, la cosa no era del todo inesperada. Era bien sabido que los socios solían aparecer por el negocio, le sacaban hasta el último céntimo y luego acababan por cargárselo.

Tardé veinte minutos en cruzar la ciudad. La policía había cortado la calle del La Zorrera, así que aparqué a dos manzanas de allí y fui andando. Todavía quedaba un camión de bomberos por allí y un par de coches patrulla de la policía estaban aparcados junto a la acera. Un fotógrafo del Trenton Times hacía fotos. No habían puesto cinta de policía, pero los agentes se encargaban de mantener a los mirones a distancia.

La fachada de ladrillos estaba ennegrecida. Las ventanas habían desaparecido. Encima del bar había dos plantas de apartamentos. Habían quedado destruidas por completo. El agua sucia se acumulaba en la calzada y en las aceras. La manguera del camión cisterna que quedaba desaparecía en el interior del edificio, pero no estaba funcionando.

– ¿Ha habido algún herido? -pregunté a uno de los espectadores.

– Parece ser que no -dijo-. El bar ya había cerrado. Y los apartamentos estaban vacíos. Incumplían algunas normas y los estaban reformando.

– ¿Saben cómo empezó el fuego?

– No lo han explicado.

No reconocí a ninguno de los polis ni de los bomberos. No vi a Soder por ninguna parte. Eché un último vistazo y me largué. Lo siguiente que quería hacer era pasarme un momento por la oficina. A estas alturas Connie ya debería tener un completísimo informe sobre Evelyn.

– Jesús -dijo Lula al verme entrar-, no tienes muy buena pinta.

– Resaca -expliqué-. Me encontré con Ranger después de dejar a Kloughn y nos tomamos un par de copas de vino.

Connie y Lula dejaron lo que estaban haciendo y se me quedaron mirando.

– ¿Y bien? -dijo Lula-. ¿No te vas a parar ahí, verdad? ¿Qué pasó?

– No pasó nada. Yo estaba un poco asustada con lo de las arañas y todo eso, así que Ranger subió a mi casa para ver si estaba todo en orden. Tomamos un par de vinos y se fue.

– Ya, pero ¿qué me cuentas de la parte que va entre las copas y el se fue? ¿Qué pasó en ese rato?

– No pasó nada.

– Espera un momento -dijo Lula-. ¿Me estás diciendo que tenías a Ranger en el apartamento, los dos bebiendo vino, y no pasó nada? ¿Nada de jugueteo?

– Eso no tiene sentido -dijo Connie-. Cada vez que os encontráis en la oficina, te mira como si fueras el almuerzo. Tiene que haber alguna explicación. Tu abuela estaba presente, ¿verdad?

– Sólo estábamos nosotros dos. Ranger y yo solos.

– ¿Le desmotivaste? ¿Le pegaste o algo así? -preguntó Lula.

– Nada de eso. Estuvimos tan amigos -de un modo tenso e incómodo.

– Amigos -repitió Lula-. Ya.

– ¿Y a ti eso qué te parece? -preguntó Connie.

– No lo sé -dije-. Supongo que ser amigos está bien.

– Sí, sólo que estar desnudos y sudorosos estaría mejor -dijo Lula.

Todas nos quedamos pensándolo durante un momento.

Connie se abanicó con un bloc de notas.

– ¡Fuíu! -dijo-. Qué calentón.

Me resistí a mirar si los pezones se me habían puesto duros.

– ¿Ha llegado el informe de Evelyn?

Connie rebuscó entre la pila de carpetas que se amontonaban en su mesa y sacó una.

– Ha llegado esta misma mañana.

Me dio la carpeta y leí la primera página. Pasé a la segunda.

– No dice mucho -dijo Connie-. Evelyn siempre estuvo muy cerca de su casa. Incluso de pequeña.

Metí la carpeta en el bolso y miré a la cámara de vídeo.

– ¿Está Vinnie?

– Todavía no ha llegado. Probablemente tenga a Candy inflándole el ego -dijo Lula.

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