6


OH, Dios, no sabía que vosotros habíais vivido juntos -dijo Kloughn-. Oye, yo no quiero meterme en medio ni nada por el estilo. Sencillamente trabajamos juntos, ¿verdad?

– Verdad -dije.

– ¿O sea, que éste es el tío con el que estás comprometida? -preguntó Kloughn.

Una sonrisa se insinuó en la comisura de la boca de Morelli.

– ¿Estás comprometida?

– Algo así -respondí-. Ahora no quiero hablar de eso.

Kloughn dijo en tono de disculpa:

– Todavía no se ha tomado un café.

Morelli partió un trozo de un donut.

– ¿Tú crees que el café servirá de algo?

Los dos me miraron.

Con un brazo estirado señalé la puerta.

Fuera.

Cuando salieron, di un portazo y corrí el cerrojo de seguridad. Me apoyé en la puerta y cerré los ojos. Morelli estaba estupendo. Camiseta y vaqueros, y una camisa de franela roja sin abrochar, como si fuera una chaqueta. Y, además, olía muy bien. Su aroma aún permanecía en mi recibidor, mezclado con el de los donuts de mermelada. Aspiré profundamente y tuve un ataque de lujuria. Después me di un pescozón mental. ¡He dejado que se vaya! ¿En qué estaba pensando? Ah, sí, ya recuerdo. Estaba pensando en que acababa de decir que estaba horripilante. ¡Horripilante! Tenía un calentón por un tipo que pensaba que yo era horripilante. Aunque, por otra parte, se había pasado para comprobar si me encontraba bien.

Mientras daba vueltas a estos pensamientos me dirigí al cuarto de baño. Ya me encontraba totalmente despejada. Ahora estaba dispuesta a enfrentarme al día. Encendí la luz y vi mi imagen en el espejo. ¡Aaaaarg! Horripilante.


Se me ocurrió que el sábado era un buen día para seguir a Dotty. No tenía ninguna razón especial para pensar que estaba ayudando a Evelyn. Era sólo una intuición. Pero a veces una intuición es todo lo que necesitas. Las amistades infantiles tienen algo especial. Pueden dejarse de lado por motivos de conveniencia, pero casi nunca se olvidan.

Mary Lou Molnar ha sido mi amiga desde que tengo memoria. La verdad es que, hoy en día, no se puede decir que tengamos mucho en común. Ahora es Mary Lou Stankovik. Está casada y tiene un par de crios. Y yo vivo con un hámster. Aun así, si tuviera que contarle un secreto a alguien, sería a Mary Lou Stankovik. Y si yo fuera Evelyn, recurriría a Dotty Palowsky.

Eran casi las diez cuando llegué a South River. Pasé por delante de la casa de Dotty y aparqué un poco más abajo, en la misma calle. El coche de Dotty estaba delante de la casa. En la acera había un Jeep rojo. No era el coche de Evelyn. Ella tenía un Sentra gris de hace nueve años. Empujé el asiento para atrás y estiré las piernas. Si hubiera sido un hombre el que acechara la casa habría resultado sospechoso. Afortunadamente, nadie prestaba demasiada atención a una mujer.

La puerta principal se abrió y de ella salió un hombre. Los dos niños de Dotty salieron detrás de él y le rodearon correteando. Él les agarró de la mano y todos juntos fueron hasta el Jeep y se metieron dentro.

El ex marido en día de visita.

El Jeep se alejó y cinco minutos después Dotty cerró la casa y se metió en su Honda. La seguí discretamente mientras salía de la urbanización en dirección a la autopista. No esperaba que la siguieran. Ni una sola vez miró por el retrovisor.

Fuimos directamente a uno de los centros comerciales de la carretera 18 y aparcamos delante de una librería. Observé a Dotty salir del coche y cruzar el aparcamiento hasta la tienda. Llevaba las piernas desnudas, un vestido de verano y una rebeca de punto. Yo habría tenido frío con aquella indumentaria. El sol brillaba, pero el aire era fresco. Supongo que a Dotty se le había acabado la paciencia para esperar el buen tiempo. Empujó la puerta y se dirigió directamente a la zona de la cafetería. Podía verla a través del ventanal del escaparate. Pidió un café solo y se lo llevó a una mesa. Se sentó de espaldas al escaparate y miró alrededor. Consultó el reloj y dio un sorbo al café. Esperaba a alguien.

Por favor, que sea Evelyn. Me facilitaría tanto las cosas…

Salí del coche y recorrí la corta distancia que me separaba de la librería. Me puse a curiosear la sección de detrás de la cafetería, oculta tras los estantes de libros. No conocía personalmente a Dotty, pero me preocupaba que ella me reconociera a mí. Recorrí la tienda con la mirada en busca de Annie y de Evelyn. Tampoco quería que me vieran ellas.

Dotty levantó la mirada de su café y la fijó en alguien. Seguí la dirección de sus ojos pero no vi ni a Annie ni a Evelyn. Estaba tan empeñada en que serían ellas que casi no distinguí al pelirrojo que se dirigía hacia Dotty. Era Steven Soder. Mi primera reacción fue salirle al paso. No sabía qué hacía allí, pero lo iba a estropear todo. Evelyn saldría corriendo si le veía. Y de repente lo comprendí, como el genio de la ciencia que soy: Dotty estaba esperándole.

Soder pidió un café y se lo llevó a la mesa de Dotty. Se sentó enfrente de ella y se arrellanó en la silla. Una postura arrogante. Veía su cara y no era amable.

Dotty se inclinó hacia adelante y le dijo algo a Soder. Él sonrió, con una sonrisa torcida que parecía más una mueca, y asintió con la cabeza. Mantuvieron una breve conversación. Soder apuntó con un dedo a la cara de Dotty y dijo algo que la hizo palidecer. Luego se levantó, hizo un comentario final y se fue. Su café se quedó intacto en la mesa. Dotty se recompuso, comprobó que Soder había desaparecido de vista y también se fue.

Seguí a Dotty hasta el aparcamiento. Ella se metió en su coche y yo corrí al mío. Un momento. No está. Sí, es verdad que a veces soy algo descuidada, pero normalmente recuerdo dónde he dejado el coche. Recorrí la fila de arriba abajo. Y las filas de al lado. El coche no estaba.

Dotty salió de su sitio en el aparcamiento y se dirigió a la salida. Un estilizado coche negro siguió de cerca al de Dotty. Jeanne Ellen.

– ¡Maldita sea!

Metí la mano en el bolso, busqué el teléfono móvil y marqué con violencia el número de Ranger.

– Llama a Jeanne Ellen y pregúntale qué ha hecho con mi coche -le dije a Ranger-. ¡Ahora mismo!

Un minuto después me llamaba Jeanne Ellen.

– Puede que haya visto un CR-V negro delante de la tienda de platos preparados -me dijo.

Apreté el botón de desconexión con tal fuerza que me rompí una uña. Volví a meter el teléfono en el bolso y recorrí furiosa el centro comercial en dirección a la tienda de comida preparada. Encontré el coche y lo examiné. No había arañazos que delataran por dónde había forzado la cerradura Jeanne Ellen. No había cables sueltos de hacer el puente. Había entrado en el coche y lo había movido sin dejar ni una señal de su presencia. Éste era un truco que Ranger podía llevar a cabo sin esfuerzo, y que yo no podía ni soñar en lograr. El hecho de que Jeanne Ellen pudiera hacerlo me reventaba.

Abandoné el centro comercial y regresé a casa de Dotty. No había nadie. Ningún coche en la entrada. Probablemente Dotty había llevado a Jeanne Ellen directamente hasta Evelyn. Estupendo. ¿Qué más da? Ni siquiera voy a ganar nada con esto. Puse los ojos en blanco. No, no daba igual. Si volvía de vacío a ver a Mabel, se pondría a gimotear otra vez. Prefería andar sobre lava y cristales rotos antes que volver a ser testigo de sus llantos.

Me quedé allí hasta primera hora de la tarde. Leí el periódico, me limé las uñas, ordené el bolso y hablé por el teléfono móvil con Mary Lou Stankovik durante media hora. Tenía cierto cosquilleo en las piernas, del confinamiento, y el culo dormido. Había tenido mucho tiempo para pensar en Jeanne Ellen Burrows, y ni uno solo de los pensamientos era agradable. De hecho, después de pensar en Jeanne Ellen durante casi una hora, me sentía francamente rabiosa y no estoy muy segura, pero me parece que me empezaba a salir humo de la cabeza. Jeanne Ellen tenía las tetas más grandes y el culo más pequeño que yo. Era mejor cazarrecompensas. Tenía un coche más bonito. Y llevaba pantalones de cuero. Podía soportar todo eso. Lo que no podía soportar era su contacto con Ranger. Creía que su relación se había terminado, pero estaba claro que me había equivocado. El sabía dónde localizarla en cada momento del día.

Mientras que ella tenía una relación con él, sobre mi cabeza pendía la amenaza de una sola noche de sexo salvaje. Vale, yo había aceptado aquel acuerdo en un momento de desesperación profesional. Su ayuda a cambio de mi cuerpo. Y sí, había sido divertido y frívolo de una manera algo peligrosa. Y es verdad, me resulta muy atractivo. Qué le voy a hacer; soy humana, por Dios bendito. Una mujer tendría que estar muerta para no sentirse atraída por Ranger. Y, además, últimamente no he conseguido llevarme a Morelli a la cama.

Total, que aquí estoy yo con mi noche única. Y ahí está Jeanne Ellen con esa especie de relación. Bueno, se acabó. No voy a tontear con un hombre que puede que esté manteniendo una relación.

Marqué el número de Ranger y tamborileé con los dedos en el volante mientras esperaba a que contestara.

– Sí -dijo Ranger.

– No te debo nada -le dije-. No hay trato.

Ranger se quedó callado un par de segundos. Probablemente preguntándose por qué habría hecho aquel trato para empezar.

– ¿Tienes un mal día? -preguntó por fin.

– Que tenga un mal día no tiene nada que ver con esto -dije, y colgué.

Mi móvil sonó y pensé si contestar o no. Al final, la curiosidad se impuso sobre la cobardía. Es la historia de mi vida.

– He estado sometida a una gran tensión -dije-. Quizá hasta tenga fiebre.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– Pensaba que a lo mejor querías retractarte de lo que me has dicho respecto al trato -dijo Ranger.

Se hizo un largo silencio en el teléfono.

– ¿Y bien? -preguntó Ranger.

– Estoy pensando.

– Eso siempre es peligroso -dijo Ranger. Y colgó.

Todavía estaba considerando si rectificar o no cuando llegó Dotty en su coche. Aparcó en el paseo de entrada, sacó dos bolsas de la compra del asiento de atrás y entró en casa.

Mi teléfono móvil sonó de nuevo. Levanté los ojos al cielo y lo abrí resignada.

– Sí.

– ¿Has tenido que esperar mucho? -preguntó Jeanne Ellen.

Giré la cabeza en todas direcciones, calle arriba y calle abajo.

– ¿Dónde estás?

– Detrás de la furgoneta azul. Te alegrará saber que esta tarde no te has perdido nada. Dotty ha tenido un día muy ajetreado, como buena ama de casa.

– ¿Se ha dado cuenta de que la seguías?

Hubo una pausa en la que imaginé que Jeanne Ellen estaba pasmada de que pudiera pensar que alguna vez la descubrían.

– Por supuesto que no -respondió-. Hoy no tenía a Evelyn en su agenda.

– Bueno, no te desanimes -dije-. El día no se ha acabado.

– Cierto. Había pensado en quedarme un ratito más, pero la calle parece demasiado concurrida con las dos aquí.

– ¿Y?

– Y he pensado que sería una buena idea que te fueras.

– De eso nada. Vete tú.

– Si pasa algo te llamo -dijo Jeanne Ellen.

– Eso es mentira.

– Aciertas otra vez. Déjame que te diga una cosa que no es mentira: si no te largas le voy a meter un balazo a tu coche.

Sabía por experiencias anteriores que los agujeros de bala son muy malos para las ventas de segunda mano. Desconecté el teléfono, puse el coche en marcha y me fui. Conduje exactamente dos manzanas y aparqué delante de una casita blanca. Cerré el coche y, andando, rodeé el edificio hasta situarme directamente detrás de la casa de Dotty, una calle más allá. No había nadie en la calle. Los vecinos de Dotty no desplegaban una gran actividad a la vista. Todavía estaban todos en el centro comercial, viendo el fútbol, en el partido de los hijos o en el lavacoches. Atajé entre dos casas y salté la vallita blanca que rodeaba el patio trasero de Dotty. Crucé el patio y llamé a la puerta de servicio de la casa.

Dotty abrió la puerta y se me quedó mirando, sorprendida de ver a una desconocida en su propiedad.

– Soy Stephanie Plum -dije-. Espero no haberte asustado por aparecer de repente en tu puerta trasera.

El alivio sustituyó a la sorpresa.

– Claro, tus padres son vecinos de Mabel Markowitz. Yo fui al colegio con tu hermana.

– Me gustaría hablar contigo sobre Evelyn. Mabel está preocupada por ella y le prometí que haría algunas indagaciones. He venido por la puerta de atrás porque la parte de delante está bajo vigilancia.

Dotty abrió la boca y los ojos desmesuradamente.

– ¿Hay alguien vigilándome?

– Steven Soder ha contratado a una investigadora privada para encontrar a Annie. Se llama Jeanne Ellen Burrows y está en un Jaguar negro, detrás de la furgoneta azul. La he visto al llegar y no quería que ella me viera, por eso he venido por detrás -toma ya, Jeanne Ellen Burrows. Golpe directo. ¡Pumba

– Dios mío -dijo Dotty-. ¿Qué puedo hacer?

– ¿Sabes dónde está Evelyn?

– No. Lo siento. Evelyn y yo hemos perdido el contacto.

Estaba mintiendo. Había tardado demasiado en decir que no. Y en sus mejillas estaban apareciendo unas manchas de color que antes no tenía. Quizá fuera una de las peores mentirosas que conocía. Era una vergüenza para las mujeres del Burg. Las mujeres del Burg eran unas mentirosas estupendas. No me extrañaba que Dotty hubiera tenido que mudarse a South River.

Me colé en la cocina y cerré la puerta.

– Escucha -dije-, no te preocupes por Jeanne Ellen. No es peligrosa. Sencillamente no la lleves hasta Evelyn.

– Quieres decir que si supiera dónde está Evelyn debería tener cuidado cuando fuera a verla.

– Cuidado no sería suficiente. Jeanne Ellen puede seguirte sin que te des ni cuenta. Ni te acerques adonde esté Evelyn. Mantente lejos de ella.

Aquel consejo no le gustó nada a Dotty.

– Hummm -dijo.

– Quizá deberíamos hablar de Evelyn.

Ella negó con la cabeza.

– No puedo hablar de Evelyn.

Le entregué una de mis tarjetas.

– Llámame si cambias de opinión. Si Evelyn se pone en contacto contigo y decides ir a verla, por favor, plantéate pedirme ayuda. Puedes llamar a Mabel y comprobar que lo que digo es cierto.

Dotty miró la tarjeta y asintió.

– De acuerdo.

Salí por la puerta de atrás y crucé los patios para acceder a la calle. Recorrí la manzana que me separaba de mi coche y me fui a casa.


Cuando salí del ascensor se me cayó el alma a los pies al ver a Kloughn acampado en el descansillo. Estaba sentado con la espalda contra la pared, las piernas estiradas y los brazos cruzados sobre el pecho. La cara se le iluminó al verme y se levantó rápidamente.

– Madre mía -dijo-, has estado fuera toda la tarde. ¿Dónde estabas? ¿No habrás atrapado a Bender, verdad? ¿No le atraparías sin mí, no? Quiero decir que somos un equipo, ¿verdad?

– Verdad -dije-. Somos un equipo -Un equipo sin esposas.

Entramos en el apartamento y los dos fuimos directamente a la cocina. Eché un vistazo al contestador. No parpadeaba. Ningún mensaje de Morelli suplicando una cita. Claro que Morelli nunca suplicaba nada. Pero una chica tiene que mantener las esperanzas. Profundo suspiro mental. Iba a pasar la noche del sábado con Albert Kloughn. Me parecía el fin del mundo.

Kloughn me miraba expectante. Era como un cachorro, con los ojos brillantes y meneando la cola, esperando que le saquen a dar un paseo. Encantador… de un modo increíblemente exasperante.

– ¿Y ahora, qué? -dijo-. ¿Qué hacemos ahora?

Necesitaba pensármelo. Normalmente, el problema solía ser encontrar al fugitivo. Y encontrar a Bender no me había costado nada. Lo que me costaba era conservarlo.

Abrí el frigorífico y miré el interior. Mi lema siempre ha sido: «Cuando todo lo demás falla, come algo».

– Vamos a preparar la cena -propuse.

– Madre mía, una auténtica comida casera. Eso sí que es una maravilla. No he comido desde hace horas. Bueno, me he comido una chocolatina justo antes de que llegaras, pero eso no cuenta, ¿verdad? Quiero decir que no es comida de verdad. Y todavía tengo hambre. No es una comida como debe ser, ¿verdad?

– Verdad.

– ¿Qué vamos a hacer? ¿Pasta? ¿Tienes pescado? Podríamos comer un poco de pescado. O un buen filete. Yo todavía sigo comiendo carne. Mucha gente ya no come carne, pero yo sí. Yo como de todo.

– ¿Comes mantequilla de cacahuete?

– Por supuesto. Me encanta la mantequilla de cacahuete. La mantequilla de cacahuete es un alimento básico, ¿verdad?

– Verdad.

Yo como cantidad de mantequilla de cacahuete. No hay que cocinar. Sólo se mancha un cuchillo en la preparación. Y puedes confiar en ella. Siempre es igual. Lo contrario que elegir un pescado que, según mi experiencia, puede resultar algo arriesgado.

Preparé para los dos unos sandwiches de mantequilla de cacahuete y de mantequilla con pepinillos. Y como tenía visita, les añadí una capa de patatas fritas.

– Son muy creativos -dijo Kloughn-. Así se logran muchas texturas. Y no te manchas los dedos de aceite de coger las patatas por separado. Tengo que recordarlo. Siempre estoy abierto a nuevas recetas.

Bueno, pues ya estaba dispuesta a hacer otro intento de atrapar a Bender. Me iba a meter en su casa una vez más. Tan pronto como localizara otro par de esposas.

Marqué el número de Lula.

– Bueno -le dije cuando contestó-, ¿cómo se presenta la noche?

– Estoy intentando decidir qué me pongo, ya que es sábado por la noche. Y no soy una de esas perdedoras que no tienen citas. Ya debería haber salido, pero no acabo de decidirme entre dos vestidos.

– ¿Tienes esposas?

– Claro que tengo esposas. Una nunca sabe cuándo las va a necesitar.

– ¿Me las podrías dejar? Sólo un par de horas. Tengo que entregar a Bender.

– ¿Vas a capturar a Bender esta noche? ¿Necesitas ayuda? Puedo anular la cita. Así no tendría que elegir el vestido. De todas maneras tienes que venir hasta aquí para recoger las esposas, así que me podrías llevar contigo.

– No tienes ninguna cita, ¿verdad?

– La tendría si quisiera.

– Paso a buscarte dentro de media hora.


Lula estaba sentada delante y Kloughn en el asiento de atrás. Habíamos aparcado enfrente del apartamento de Bender e intentábamos dilucidar la mejor manera de atacar.

– Tú vigila la puerta de atrás -dije a Lula-. Y Albert y yo entraremos por la principal.

– No me gusta ese plan -dijo Lula-. Yo quiero entrar por delante. Y quiero ser yo quien le ponga las esposas.

– Yo creo que las esposas debería llevarlas Stephanie -dijo Kloughn-. Ella es la cazarrecompensas.

– Ya -dijo Luía-. Y yo qué soy, ¿hígado picado? Además, son mis esposas. Debería ser yo quien las lleve. O las llevo yo o no hay esposas.

– ¡Vale! -dije-. entras por la puerta principal y llevas las esposas. Pero asegúrate de que se las pones a Bender.

– ¿Y yo qué? -quiso saber Kloughn-. ¿Yo dónde voy? ¿Me encargo de la puerta de atrás? ¿Y qué hago? ¿Reviento la puerta?

– ¡No! Nada de reventar la puerta. Te quedas allí y esperas. Tu cometido es encargarte de que Bender no se escape por detrás. O sea, que si se abre la puerta de atrás y ves salir a Bender, tienes que detenerle.

– Puedes confiar en mí. No se me escapará. Ya sé que parezco bastante duro, pero soy aún más duro de lo que aparento. Soy muy, muy duro.

– Cierto -dijimos Lula y yo al unísono.

Kloughn rodeó la casa y Lula y yo nos dirigimos a la puerta principal. Llamé con los nudillos y nos pusimos una a cada lado de la puerta. Se oyó el inconfundible sonido de una escopeta amartillándose, Lula y yo nos echamos una mirada de «oh, mierda» y Bender abrió de un tiro un agujero de cincuenta centímetros en su puerta principal.

Lula y yo echamos a correr. Nos metimos en el coche de cabeza, oímos otro disparo de escopeta, me puse como pude al volante y arrancamos quemando llantas. Giré en la esquina del edificio, me salté el bordillo y frené en seco a unos centímetros de Kloughn. Lula agarró a Kloughn por la pechera de la camisa, lo arrastró al interior del coche y salimos disparados.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Kloughn-. ¿Por qué nos vamos? ¿No estaba en casa?

– Hemos cambiado de opinión respecto a capturarle hoy -le dijo Lula-. Habríamos podido apresarle si hubiéramos querido, pero nos lo hemos pensado mejor.

– Nos lo hemos pensado mejor porque nos ha disparado -expliqué a Kloughn.

– Estoy bastante seguro de que eso es ilegal -dijo él-. ¿Habéis respondido a sus disparos?

– Lo he pensado -contestó Lula-, pero cuando te cargas a alguien hay que hacer un montón de papeleo. No quería perder toda la noche.

– Al menos has conseguido llevar las esposas -dijo Kloughn.

Lula se miró las manos.

– Ah-ah -dijo-. Se me deben de haber caído con la emoción del momento. No es que me asustara, ¿sabes? Sencillamente me emocioné.

Por el camino me detuve en el bar de Soder.

– Sólo será un minuto -dije-. Tengo que hablar con Steven Soder.

– Por mí no hay inconveniente -dijo Lula-. Me vendría bien una copa -miró a Kloughn-. ¿Tú que dices, muñecote?

– Claro que sí, a mí también me vendría bien una copa. Es sábado por la noche, ¿verdad? Los sábados por la noche hay que salir a tomar una copa.

– Yo podía haber quedado con alguien -dijo Lula.

– Yo también -replicó Kloughn-. Hay montones de mujeres que quieren salir conmigo. Pero no me apetecía. De vez en cuando conviene alejarse de todo ese barullo.

– La última vez que estuve en este bar me tuvieron que echar de malas maneras -dijo Lula-. ¿Tú crees que se acordarán de mí?

Soder me vio en cuanto entramos.

– Hombre, si es la pequeña Miss Fracasada -dijo-. Y sus dos amigos fracasados.

– Di lo que quieras -contesté.

– ¿Ya has encontrado a mi cría? -era una broma, no una pregunta.

Me encogí de hombros. Un gesto que significaba «puede que sí, pero también puede que no».

Fracasaaaaada -canturreó Soder.

– Deberías aprender un poco de urbanidad -dije-. Tendrías que ser más civilizado conmigo. Y tendrías que haber sido más agradable con Dotty esta mañana.

Aquello le puso en tensión.

– ¿Cómo sabes lo de Dotty?

Otro gesto de hombros.

– No vuelvas a encogerte de hombros -dijo-. Ese cerebro de chorlito de mi ex mujer es una secuestradora. Y será mejor que me cuentes lo que sepas.

Le dejé sin conocer la amplitud de mis conocimientos. Probablemente no fuera una postura muy inteligente, pero era definitivamente muy satisfactoria.

– He cambiado de opinión respecto a la copa -dije a Lula y a Kloughn.

– Por mí, de acuerdo -respondió Lula-. La verdad es que no me gusta el ambiente de este bar.

Soder miró otra vez a Kloughn.

– Oye, a ti te recuerdo. Eres el retrasado mental de abogado que representó a Evelyn.

Kloughn resplandeció.

– ¿Te acuerdas de mí? No creí que nadie se acordara de mí. Madre mía, quién lo iba a decir.

– Evelyn se quedó con la cría por tu culpa -dijo Soder-. Armaste mucho escándalo a cuenta de este bar. Y le diste la cría a una cretina drogadicta, gilipollas incompetente.

– A mí no me parecía drogadicta -dijo Kloughn-. Si acaso un poco… despistada.

– ¿Qué te parece si despisto mi pie en tu culo? -amenazó Soder, dirigiéndose al final de la larga barra de roble.

Lula metió la mano en el gran bolso de cuero que llevaba al hombro.

– Tengo un spray por aquí perdido. Y tengo una pistola.

Le di la vuelta a Kloughn y le empujé hacia la puerta.

¡Vámonos!-grité en su oreja-. ¡Corred al coche!

Lula seguía con la cabeza baja, revolviendo en el bolso.

Seque tengo una pistola por aquí.

– ¡Olvida la pistola! -dije a Lula-. Vámonos de aquí.

– Y un cuerno -contestó-. Este tipo se merece que le peguen un tiro. Y pienso hacerlo si encuentro la pistola.

Soder salió de detrás de la barra y se lanzó sobre Kloughn. Yo me planté delante de él y me dio un empellón con ambas manos.

– Oye, no la empujes así -dijo Lula, y le dio a Soder un golpe con el bolso en la nuca. El se giró y ella le volvió a pegar, atizándole esta vez en la cara y haciéndole dar dos pasos atrás.

– ¿Qué…? -gruñó Soder, aturdido, parpadeando y tambaleándose ligeramente.

Dos matones se acercaban a nosotros desde el otro extremo del bar y la mitad de los presentes había sacado la pistola.

– Ah-ah -dijo Lula-. Creo que me he dejado la pistola en el otro bolso.

Agarré a Lula de una manga, la arrastré hacia la puerta y las dos salimos corriendo. Abrí el coche desde lejos con el control remoto, saltamos a su interior y salí disparada de allí.

– En cuanto consiga encontrar la pistola pienso volver y meterle el cargador por el culo -dijo Lula.

Desde que conozco a Lula nunca la he visto meterle un cargador por el culo a nadie. Las bravuconadas injustificadas son una de las cualidades que más valoramos los cazarrecompensas.

– Necesito un día libre -dije-. Sobre todo, necesito un día sin Bender.


Una de las cosas buenas que tienen los hámsters es que les puedes contar cualquier cosa. Los hámsters no te juzgan, mientras les des de comer.

– No tengo vida propia -dije a Rex-. ¿Cómo he llegado a este punto? Antes era una persona muy interesante. Era divertida. Y ahora, fíjate en mí. Son las dos de la tarde del domingo y he visto Los cazafantasmas dos veces. Ni siquiera llueve. No hay excusa, salvo que soy aburrida.

Le eché una mirada al contestador. A lo mejor estaba estropeado. Levanté el auricular del teléfono y escuché el tono de llamada. Apreté el botón del contestador y una voz me dijo que no tenía mensajes. Estúpido invento.

– Necesito un hobby -me dije.

Rex me lanzó una mirada de «sí, claro». ¿Ganchillo? ¿Jardinería? ¿Pintura decorativa? No, creo que no.

– Bueno, y ¿qué te parecen los deportes? Podría jugar al tenis -no, espera un momento, ya intenté jugar al tenis y era una calamidad. ¿Y golf? No, también era una calamidad jugando al golf.

Llevaba vaqueros y camiseta y tenía el botón superior del pantalón desabrochado. Demasiadas magdalenas. Me puse a pensar en que Steven Soder me había llamado fracasada. Puede que tuviera razón. Cerré los ojos con fuerza para ver si era capaz de verter una lágrima de autocompasión. No hubo suerte. Metí el estómago y me abroché el pantalón. Dolor. Y un rollo de grasa cayó sobre la cintura. Nada atractivo.

Entré decidida en el dormitorio y me puse pantalones cortos y zapatillas de deporte. No era ninguna fracasada. Sólo tenía un pequeño michelín en la cintura. Vaya una cosa. Un poco de ejercicio y aquella grasa desaparecería. Y además disfrutaría del beneficio extra de las endorfinas. No sabía exactamente lo que eran las endorfinas, pero sabía que eran buenas y que las proporcionaba el ejercicio.

Me subí al CR-V y fui hasta el parque de Hamilton Township. Podría haber ido corriendo desde casa pero eso no tenía ninguna gracia. En Jersey no perdemos la menor oportunidad de sacar el coche. Además, mientras conducía me iba preparando. Necesitaba concienciarme para aquello del ejercicio. Esta vez iba a tomármelo muy en serio. Iba a correr. Iba a sudar. Iba a tener un aspecto genial. Iba a sentirme genial. A lo mejor hasta me aficionaba a correr.

Era un maravilloso día de cielo azul y el parque estaba abarrotado. Encontré un sitio al final del aparcamiento, cerré bien el CR-V y me fui trotando al circuito de footing. Hice unos ejercicios de estiramiento para calentar y empecé a correr a trote suave. A los doscientos metros recordé por qué nunca hacía aquello. Lo odiaba. Odiaba correr. Odiaba sudar. Odiaba las zapatillas enormes y espantosas que llevaba.

Conseguí llegar a la marca de los quinientos metros, en la que tuve que parar, gracias a Dios, debido a una punzada en el costado. Me miré el michelín. Allí seguía.

Recorrí un kilómetro y me desplomé en un banco. Este se asomaba a un estanque en el que la gente pasaba remando en barcas. Una familia de patos nadaba junto a la orilla. Al otro lado del estanque podía ver el aparcamiento y un quiosco de bebidas. En aquel quiosco habría agua. En mi banco no había agua. Diantres, ¿a quién quería engañar? No quería agua. Lo que quería era una Coca-Cola. Y un paquete de Cracker Jacks.

Estaba observando a los patos, pensando en que hubo momentos en la historia en que los michelines se consideraban sexys y que era una pena no haber vivido en aquellos tiempos, cuando, de repente, una bestia prehistórica enorme, peluda y amarillenta se me echó encima y hundió su hocico en mi entrepierna. Socorro. Era Bob, el perro de Morelli. En un principio, Bob había venido a vivir a mi casa, pero tras algunas idas y venidas, decidió que prefería vivir con Morelli.

– Se ha puesto nervioso al verte -dijo Morelli, sentándose a mi lado.

– Creí que le ibas a llevar a una escuela para perros.

– Y lo llevé. Aprendió a sentarse, a estarse quieto y a rodar. Pero el curso no incluía olisqueo de entrepierna -me miró de arriba abajo-. Rostro ruborizado, un leve sudor en la frente, el pelo recogido en una coleta, zapatillas de deporte. A ver si lo adivino: has estado haciendo ejercicio.

– ¿Y?

– Oye, me parece estupendo. Sólo que me sorprende. La última vez que salí a correr contigo tomaste un desvío hacia la pastelería.

– Estoy pasando una página de mi vida.

– ¿No te puedes abrochar los vaqueros?

– No, si además quiero respirar.

Bob divisó un pato en la orilla y corrió tras él. El pato se metió en el agua y Bob se hundió hasta las orejas. Se volvió y nos miró aterrado. Posiblemente era el único labrador del mundo que no sabía nadar.

Morelli entró en el lago y arrastró a Bob hasta la orilla. Bob se sacudió en la hierba y salió corriendo inmediatamente detrás de una ardilla.

– Eres todo un héroe -dije a Morelli.

Él se quitó los zapatos y se enrolló los pantalones hasta las rodillas.

– He oído que tú también has hecho alguna heroicidad últimamente. Butch Dziewisz y Frankie Burlew estaban anoche en el bar de Soder.

– No fue culpa mía.

– Claro que fue culpa tuya -dijo Morelli-. Siempre es culpa tuya.

Puse los ojos en blanco.

– Bob te echa de menos.

– Bob debería llamarme de vez en cuando. Y dejarme un mensaje en el contestador.

Morelli se recostó en el banco.

– ¿Qué hacías en el bar de Soder?

– Quería hablar con él de Evelyn y Annie, pero no estaba de buen humor.

– ¿Le cambió el humor antes o después de que le pegaran con el bolso?

– La verdad es que estuvo más suave después de que Lula le atizara.

Aturdido fue la palabra que utilizó Butch.

– Aturdido puede que fuera la más acertada. No nos quedamos para comprobarlo.

Bob regresó de su cacería de ardillas y le ladró a Morelli.

– Bob está nervioso -dijo Morelli-. Le he prometido que daríamos una vuelta al lago. ¿En qué dirección vas tú?

Tenía un kilómetro si volvía sobre mis pasos y tres si seguía dando la vuelta al lago con Morelli. Estaba muy bien con sus pantalones enrollados y me sentía irresistiblemente tentada. Desgraciadamente, tenía una ampolla en el talón, seguía notando la punzada en el costado y sospechaba que no estaba de lo más atractiva.

– Voy hacia el aparcamiento -contesté.

Hubo un momento incómodo, en el que esperaba que Morelli prolongara el rato que habíamos pasado juntos. Me habría gustado que me acompañara al coche. La verdad es que le echaba de menos. Echaba de menos la pasión y las bromas cariñosas. Ya no me tiraba del pelo. Ya no intentaba mirar por debajo de mi camisa o de mi falda. Estábamos en un periodo de reflexión y no tenía la menor idea de cómo acabar con aquello.

– Procura tener cuidado -dijo Morelli.

Nos miramos el uno al otro durante un instante y nos fuimos cada uno por nuestro lado.

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