2


Ese Les Sebring parece un buen tío -dijo Lula una vez que hubimos vuelto a mi CR-V-. Estoy segura de que ni siquiera se lo monta con animales de granja.

Lula se estaba refiriendo al rumor de que mi primo Vinnie había mantenido en otros tiempos una relación sentimental con un pato. Aquel rumor nunca fue ni confirmado ni desmentido oficialmente.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lula-. ¿Qué es lo siguiente de la lista?

Eran poco más de las diez. El bar restaurante de Soder, La Zorrera, ya estaría abriendo para la hora del almuerzo.

– Lo siguiente es una visita a Soder -dije-. Probablemente será una pérdida de tiempo, pero tengo la sensación de que es algo que debemos hacer de todos modos.

– Que no se diga que no lo hemos intentado -dijo Lula.

El bar de Steven Soder no quedaba muy lejos de la oficina de Sebring. Estaba encajonado entre la tienda de electrodomésticos de ocasión Carmine y un salón de tatuajes. La puerta de La Zorrera estaba abierta. Su interior resultaba oscuro y poco atrayente a esas horas. A pesar de ello, dos fulanos habían logrado dar con la puerta y estaban sentados junto a la barra de madera pulida.

– Yo ya he estado aquí -dijo Lula-. No está mal el sitio. Las hamburguesas no son malas. Y si llegas temprano, antes de que el aceite se rancie, los aros de cebolla también están bien.

Entramos y nos detuvimos unos instantes, mientras se nos acostumbraban los ojos a la oscuridad. Soder estaba detrás de la barra. Cuando entramos levantó la mirada e hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza. Medía más o menos un metro ochenta. Corpulento. Pelo rubio rojizo. Ojos azules. Piel sonrosada. Tenía pinta de beber más de la cuenta de su propia cerveza.

Nos instalamos en la barra y él se acercó a nosotras.

– Stephanie Plum -dijo-. Hace tiempo que no nos veíamos. ¿Qué se te ofrece?

– Mabel está preocupada por Annie. Le he dicho que iba a preguntar por ahí.

– Sería más exacto decir que está preocupada por perder esa ruina de casa.

– No va a perder la casa. Tiene dinero para cubrir la fianza -a veces miento sólo por no perder la costumbre. Es la única habilidad de los cazarrecompensas que domino a la perfección.

– Qué pena -dijo Soder-. Me encantaría verla tirada en la calle. Toda esa familia es una calamidad.

– ¿O sea que crees que Evelyn y Annie se han largado sin más?

– Sé que es así. Me dejó una puta nota. Fui a su casa a recoger a la cría y había una carta para mí en la repisa de la cocina.

– ¿Qué decía la carta?

– Decía que se largaban y que nunca más volvería a ver a la cría.

– Supongo que no le caes bien, ¿eh? -dijo Lula.

– Está loca -dijo Soder-. Es una borracha y está loca. Se levanta por la mañana y no sabe ni abrocharse la chaqueta. Espero que encontréis a la cría pronto, porque Evelyn no está capacitada para cuidar de ella.

– ¿Tienes alguna idea de adonde puede haber ido?

Soltó un bufido desdeñoso.

– Ni la menor idea. No tenía amigos y era más aburrida que una caja de clavos. Y que yo sepa no tenía mucho dinero. Probablemente estarán viviendo en el coche alrededor de Pine Barrens, comiendo de lo que encuentren en los contenedores de basura.

No era una bonita imagen.

Dejé mi tarjeta sobre la barra.

– Por si se te ocurre algo que pueda ayudarme.

Cogió la tarjeta y me guiñó el ojo.

– Oye -dijo Lula-. No me ha gustado ese guiño. Si vuelves a guiñarle el ojo te lo arranco de la órbita.

– ¿Qué le pasa a la gorda? -me preguntó Soder-. ¿Es que sois pareja?

– Es mi guardaespaldas -contesté.

– No soy gorda -dijo Lula-. Soy una mujer grande. Lo bastante grande como para correrte a patadas en el culo por todo el bar.

Soder se la quedó mirando fijamente.

– Estoy impaciente por que lo hagas.

Saqué a Lula del bar a rastras y nos paramos en la acera, deslumbradas por la luz del sol.

– No me ha gustado -dijo Lula.

– No me digas.

– No me ha gustado cómo a su hija la llamaba todo el rato «la cría». Y no está bien que quiera que echen a una anciana de su casa.

Llamé a Connie por el móvil y le pedí que me consiguiera la dirección de la casa 3e Soder y los datos de su coche.

– ¿Crees que tendrá a Annie en el sótano? -preguntó Lula.

– No, pero no vendría mal echar un vistazo.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Ahora vamos a hacerle una visita al abogado divorcista de Soder. Tuvo que haber alguna justificación para que pusieran la fianza. Me gustaría conocer los detalles.

– ¿Conoces al abogado de Soder?

Entré en el coche y miré a Lula.

– Dickie Orr.

Lula sonrió.

– ¿Tu ex? Siempre que le vamos a ver te echa de la oficina. ¿Crees que te va a contar cosas de un cliente?

Yo había tenido el matrimonio más breve de la historia del Burg. Casi no había acabado de abrir los regalos de boda cuando pillé a aquel capullo en la mesa del comedor con mi archienemiga, Joyce Barnhardt. Cuando lo pienso, no acabo de entender por qué acepté casarme con Dickie Orr. Supongo que estaba enamorada de la idea de estar enamorada.

Las chicas del Burg tienen unas expectativas muy concretas. Una crece, se casa, tiene hijos, procura disfrutar de la vida y aprende a preparar un buffet para cuarenta personas. Mi sueño era ser irradiada como Spiderman y poder volar como Superman. Mis expectativas consistían en casarme. Hice lo que pude para estar a la altura de las expectativas, pero la cosa no funcionó. Supongo que me porté como una estúpida. Arrastrada por la educación y la apostura de Dickie. Perdí la cabeza cuando supe que era abogado.

No vi sus defectos. El pobre concepto que Dickie tiene de las mujeres. Su capacidad para mentir sin remordimientos. Supongo que eso no debería reprochárselo demasiado, puesto que a mí también se me da bastante bien. Pero yo no miento sobre cosas personales… como el amor y la fidelidad.

– A lo mejor Dickie tiene un buen día -dije-. A lo mejor hasta tiene ganas de charlar.

– Sí, y puede que sea más fácil si no saltas por encima de la mesa de su despacho para intentar estrangularle, como la última vez.

El despacho de Dickie estaba al otro lado de la ciudad. Había dejado un bufete muy importante y se había instalado por su cuenta. Por lo que yo sabía, las cosas le iban bien. Ahora ocupaba una oficina de dos habitaciones en el Edificio Carter. Yo ya había estado allí una vez, brevemente, y había perdido un poquito el control.

– Esta vez me portaré mejor.

Lula puso los ojos en blanco y entró en el CR-V.

Enfilé por la calle State hasta Warren y giré hacia Somerset. Encontré sitio para aparcar justo enfrente del despacho de Dickie y lo consideré una buena señal.

– Uh-uh. Tienes buen karma para aparcar. Eso no es bueno para las relaciones interpersonales. ¿Has leído tu horóscopo de hoy?

Volví la mirada hacia ella.

– No. ¿Decía algo malo?

– Decía que tus lunas no están en buena posición y que tienes que ser prudente al tomar decisiones sobre el dinero. Y no sólo eso: vas a tener problemas con los hombres.

– Siempre tengo problemas con los hombres.

En mi vida había dos hombres y no sabía qué hacer con ninguno de los dos. Ranger me daba más miedo que vergüenza, y Morelli había decidido que, a no ser que cambiara mi forma de vida, le daba más problemas que satisfacciones. Hacía semanas que no sabía nada de Morelli.

– Ya, pero éstos van a ser problemas gordos.

– Te lo estás inventando.

– Para nada.

– Te lo estás inventando.

– Bueno, vale, puede que haya exagerado un poco, pero la parte de los problemas es verdad.

Metí veinticinco centavos en el parquímetro y crucé la calle. Lula y yo entramos en el edificio y subimos en el ascensor a la tercera planta. El despacho de Dickie estaba al final del pasillo. En la placa de la puerta se leía «Richard Orr, Abogado». Reprimí el impulso de escribir «gilipollas» debajo de su nombre. Después de todo era una mujer desdeñada y eso conlleva ciertas responsabilidades. De todas formas, sería mejor escribir «gilipollas» al salir.

La recepción de la oficina de Dickie estaba elegantemente decorada en estilo industrial. Negros y grises con alguna silla tapizada en púrpura. Si los Supersónicos hubieran contratado a Tim Burton para decorarla habría salido algo parecido. La secretaria de Dickie estaba sentada detrás de una amplia mesa de caoba. Caroline Sawyer. La recordaba de mi última visita. Levantó la mirada cuando Lula y yo entramos. Abrió los ojos despavorida y alargó la mano hacia el teléfono.

– Si te acercas más, llamo a la policía -dijo.

– Quiero hablar con Dickie.

– No está aquí.

– Apuesto a que está mintiendo -dijo Lula-. Tengo un don especial para descubrir cuándo miente la gente -Lula sacudió un dedo ante la cara de Sawyer-. Al Señor no le gusta que la gente mienta.

– Juro por Dios que no está aquí.

– Ahora estás blasfemando -dijo Lula-. Ahora sí que te has metido en un lío.

La puerta del despacho interior se abrió y Dickie asomó la cabeza.

– Mierda -dijo al vernos a Lula y a mí. Metió la cabeza de nuevo y cerró de un portazo.

– Necesito hablar contigo -grité.

– No. Vete. Caroline, llama a la policía.

Lula se inclinó sobre la mesa de Caroline.

– Si llamas a la policía te rompo una uña. Tendrás que volver a hacerte la manicura.

Caroline bajó la cabeza y se miró las uñas.

– Me las hice ayer mismo.

– Hicieron un buen trabajo -dijo Lula-. ¿Adonde vas?

– Uñas Kim's, en la calle Segunda.

– Son los mejores. Yo también voy allí -dijo Lula-. La última vez hice que me las dibujaran. ¿Ves? Tienen estrellitas chiquititas pintadas.

Caroline echó una mirada a las uñas de Lula.

– Alucinante -dijo.

Sorteé a Sawyer y llamé a la puerta de Dickie.

– Abre. Prometo que no intentaré estrangularte. Necesito hablar contigo sobre Annie Soder. Ha desaparecido.

La puerta se abrió un poco.

– ¿Qué quieres decir con… desaparecido?

– Al parecer se la ha llevado Evelyn, y Les Sebring va a reclamar la fianza de custodia de la niña.

La puerta se abrió del todo.

– Es lo que me temía que ocurriera.

– Estoy intentando ayudar a encontrar a Annie. Esperaba que tú pudieras darme alguna información sobre el caso.

– No sé si podré ser de alguna ayuda. Fui el abogado de Soder. A Evelyn la representó Albert Kloughn. Durante el proceso de divorcio hubo tanta saña y tantas amenazas por ambas partes que el juez consideró conveniente imponer las fianzas.

– ¿Soder también tuvo que pagar una fianza?

– Sí, aunque fue relativamente insignificante. Soder tiene un negocio en la ciudad y no es probable que huya. Evelyn, por su parte, no tenía nada que la atara aquí.

– ¿Qué opinión te merece Soder?

– Fue un buen cliente. Pagó los honorarios cuando tuvo que hacerlo. Durante el juicio perdió un poco los estribos. Entre él y Evelyn no queda ni un rescoldo de amor.

– ¿Te parece que es un buen padre?

Dickie se encogió de hombros.

– No lo sé.

– ¿Y qué me dices de Evelyn?

– Nunca me pareció que estuviera muy centrada. Siempre en las nubes. Encontrarla sería lo mejor para la niña. Evelyn puede perderla y no darse cuenta hasta después de varios días.

– ¿Algo más? -pregunté.

– No, pero se me hace raro que no me hayas saltado al cuello -dijo Dickie.

– ¿Decepcionado?

– Sí. Me había comprado un spray de defensa personal.

Habría resultado divertido si hubiera sido un chiste improvisado, pero sospechaba que Dickie lo decía en serio.

– Tal vez la próxima vez.

– Ya sabes dónde estoy.

Lula y yo salimos contoneándonos de la oficina, recorrimos el pasillo y bajamos en ascensor.

– No ha sido tan divertido como la vez anterior -dijo Lula-. Ni siquiera le has amenazado. No le has perseguido alrededor de la mesa ni nada.

– Creo que ya no le odio tanto como antes.

– Qué lástima.

Cruzamos la calle y miramos al coche. Tenía una multa colocada en el parabrisas.

– Lo ves -dijo Lula-. Es por tus lunas. Al elegir este parquímetro estropeado hiciste una mala elección económica.

Metí la multa en el bolso y abrí la puerta con rabia.

– Ten cuidado -dijo Lula-. Los problemas con los hombres están a punto de llegar.

Llamé a Connie y le pedí la dirección de Albert Kloughn. Al cabo de unos minutos ya tenía las direcciones del despacho de Kloughn y de la casa de Soder. Las dos estaban en Hamilton Township.

Primero pasé por delante de la casa de Soder. Vivía en una urbanización de apartamentos con jardín. Eran edificios de ladrillo de dos plantas, decorados con contraventanas blancas y columnas en las puertas principales para darles un aire colonial. El apartamento de Soder estaba en la planta baja.

– Supongo que no tendrá a la niña en el sótano -dijo Lula-. Dado que no tiene sótano.

Nos quedamos sentadas observando el apartamento durante varios minutos, pero no pasaba nada, así que nos fuimos a ver a Kloughn.

Albert Kloughn tenía una oficina de dos despachos en una galería comercial, al lado de una lavandería automática. Dentro había una mesa para la secretaria, pero no parecía haber secretaria fija. En su lugar, Kloughn ocupaba la mesa y tecleaba en el ordenador. Era como yo de alto y parecía estar entrando en la pubertad. Tenía el pelo de color arena, carita de querubín y el cuerpo del muñequito de las pastas Pillsbury.

Cuando entramos, levantó la mirada hacia nosotras y sonrió inseguro. Probablemente pensó que queríamos cambio para las lavadoras. Notabas en los pies las vibraciones de los tambores del otro lado de la pared y se escuchaba el rugido sordo de las inmensas lavadoras comerciales.

– ¿Albert Kloughn? -pregunté.

Llevaba camisa blanca, corbata de rayas rojas y verdes y pantalones caquis. Se levantó y se alisó la corbata con un gesto automático.

– Yo soy Albert Kloughn -dijo.

– Vaya, qué desilusión tan grande -dijo Lula-. ¿Y dónde está la nariz roja que pita cuando se la estruja? ¿Y los zapatones de clown?*

– No soy de esa clase de clown. Jo. Todo el mundo me dice lo mismo. Llevo oyendo lo mismo desde el jardín de infancia. Se escribe K-l-o-u-g-h-n. ¡Kloughn!

– Podría ser peor -dijo Lula-. Podrías llamarte Albert Folla.

Le di a Kloughn mi tarjeta.

– Soy Stephanie Plum y ésta es mi ayudante, Lula. Tengo entendido que representaste a Evelyn Soder en su proceso de divorcio.

– ¡Guau! -dijo él-. ¿De verdad eres una cazarrecompensas?

– Agente de fianzas -respondí.

– Ya, y eso es cazarrecompensas, ¿no?

– Hablemos de Evelyn Soder…

– Claro. ¿Qué quieres saber? ¿Se ha metido en algún lío?

– Evelyn y Annie han desaparecido. Según parece, Evelyn se llevó a Annie para que no tuviera que ver a su padre. Dejó un par de cartas.

– Debe de haber tenido alguna buena razón para irse -dijo Kloughn-. No le hacía ninguna ilusión poner en peligro la casa de su abuela. Pero no tenía otra alternativa. No tenía otro sitio de donde sacar el dinero de la fianza.

– ¿Se te ocurre alguna idea de dónde pueden haber ido?

Kloughn negó con la cabeza.

– No. Evelyn no hablaba mucho. Que yo sepa, toda su familia vivía en el Burg. No quiero ser cruel con ella ni nada por el estilo, pero no me dio la impresión de que fuera especialmente inteligente. Ni siquiera estoy seguro de que supiera conducir. Siempre que venía a la oficina la traía alguien.

– ¿Dónde está tu secretaria? -preguntó Lula.

– En este momento no tengo secretaria. Antes tenía una a tiempo parcial, pero dijo que


Juego de palabras en inglés, al pronunciarse igual el apellido del personaje, Kloughn, y la palabra clown, payaso. [N. del T.]


la pelusilla que salía de las secadoras le producía sinusitis. Tal vez debiera poner un anuncio en los periódicos, pero no me organizo muy bien. Abrí este despacho hace sólo un par de meses. Evelyn fue una de mis primeras dientas. Por eso la recuerdo.

Seguramente Evelyn era su única dienta.

– ¿Pagó la factura?

– La está pagando a plazos mensuales.

– Si te manda un cheque por correo, te agradecería que me dijeras de dónde es el matasellos.

– Estaba a punto de decir eso mismo -dijo Lula-. También se me había ocurrido a mí.

– Sí, y yo también -dijo Kloughn-. Yo también lo había pensado.

Una mujer golpeó con los nudillos en la puerta abierta de la oficina y asomó la cabeza.

– La secadora del fondo no funciona. Se ha tragado todas mis monedas de veinticinco y se ha quedado como muerta. Y, por si fuera poco, ahora no puedo abrir la puerta.

– Oiga -dijo Lula-, ¿usted cree que es asunto nuestro? Este hombre es abogado. Y sus monedas de veinticinco le importan un carajo.

– Estamos todo el día igual -dijo Kloughn. Luego sacó un formulario del cajón superior de la mesa y le dijo a la mujer-: Tome, rellene esto y la dirección le devolverá el dinero.

– ¿Te perdonan el alquiler a cambio? -preguntó Lula a Kloughn.

– No. Lo más probable es que me desahucien -recorrió la estancia con la mirada-. Ésta es mi tercera oficina en cuatro meses. En la primera tuve un incendio accidental en la papelera que se propagó por todo el edificio. Y después de aquello, en la siguiente, declararon el edificio en ruinas cuando un cuarto de baño se derrumbó y hundió el techo.

– ¿Un baño público? -preguntó Lula.

– Sí. Pero juro que no fue por mi culpa. Estoy casi seguro.

Lula miró el reloj.

– Es mi hora de almorzar.

– Oye, ¿'qué os parece si almuerzo con vosotras? -dijo Kloughn-. Tengo algunas ideas respecto a este caso. Podríamos charlar sobre todo ello mientras comemos.

Lula le miró de hito en hito.

– No tienes a nadie con quien comer, ¿verdad?

– Claro que sí, tengo montones de gente con la que comer. Todo el mundo quiere comer conmigo. Lo que pasa es que hoy no he quedado con nadie.

– Eres un peligro ambulante -dijo Lula-. Si comemos contigo lo más seguro es que nos envenenemos.

– Si os ponéis muy mal puedo conseguiros un buen dinero -dijo-. Y si morís, sería un pastón.

– Vamos a comer algo rápido -dije.

Los ojos se le iluminaron.

– Me encanta la comida rápida. Siempre es igual. Puedes confiar en ella. No da sorpresas.

– Y es barata -dijo Lula.

– ¡Exacto!

Puso un pequeño cartel de «Estamos comiendo» en la ventana de la oficina y cerró la puerta con llave al salir. Pasó al asiento trasero del CR-V y se inclinó hacia adelante.

– ¿Qué te pasa? ¿Eres medio perro labrador? -dijo Lula-. Me estás echando el aliento. Apóyate en el respaldo y ponte el cinturón de seguridad. Y como empieces a babear, vas a la calle.

– Madre mía, qué divertido -dijo él-. ¿Qué vamos a comer? ¿Pollo frito? ¿Sandwiches de atún? ¿Hamburguesas con queso?

Diez minutos más tarde salíamos del servicio para coches del McDonald's cargados de hamburguesas, batidos y patatas fritas.

– Muy bien, os voy a decir lo que pienso -dijo Kloughn-: Creo que Evelyn no anda muy lejos. Es una persona agradable, pero es muy asustadiza, ¿verdad? Vamos, que… ¿adonde va a ir? ¿Cómo sabemos que no está con su abuela?

– ¡Su abuela fue la que me pidió que la buscara! Se va a quedar sin la casa.

– Ah, es verdad. Se me había olvidado.

Lula le miró por el espejo retrovisor.

– ¿Qué pasa? ¿Fuiste a una de esas escuelas de derecho gratuitas?

– Muy graciosa -hizo otro gesto para alisarse la corbata-. Fue un curso por correspondencia.

– ¿Eso es legal?

– Por supuesto. Te ponen exámenes y todo.

Entré en el aparcamiento de la lavandería y paré el coche.

– Bueno, pues ya hemos vuelto del almuerzo -dije.

– ¿Ya? Pero ha sido muy rápido. Ni siquiera me he acabado las patatas -dijo-. Y luego tengo que comerme la tarta.

– Lo siento. Tenemos mucho trabajo.

– ¿Sí? ¿Qué clase de trabajo? ¿Estáis detrás de alguien peligroso? Seguro que podría ayudaros.

– ¿No tienes que hacer cosas tuyas?

– Es mi hora de comer.

– No lo pasarías bien con nosotras -dije-. No vamos a hacer nada interesante. Pensaba volver a casa de Evelyn y, a lo mejor, hablar con algunos vecinos.

– A mí se me da bien hablar con la gente -dijo-. Ésa fue una de mis mejores asignaturas… hablar con gente.

– No me parece bien echarle antes de que se coma la tarta -dijo Lula. Luego le miró por encima del respaldo de su asiento-. ¿Te la vas a comer toda?

– Vale, que se quede -dije-. Pero que no hable con nadie. Tiene que quedarse dentro del coche.

– Como el conductor de repuesto, ¿no? -dijo-. Por si hay que salir corriendo.

No. No va a haber necesidad de salir corriendo. No eres el conductor. No vas a conducir. Yo conduzco.

– Claro, claro. Ya lo sé -dijo.

Dejamos el aparcamiento, entramos en la avenida Hamilton y nos dirigimos al Burg girando por el hospital St. Francis. Atravesamos el laberinto de callejuelas y me detuve delante de la casa de Evelyn. El barrio estaba muy tranquilo a mediodía. Sin niños ni bicicletas. Nadie sentado en los porches. Prácticamente nada de tráfico.

Necesitaba hablar con los vecinos de Evelyn, pero no quería que Lula y Kloughn estuvieran presentes. Lula asustaba terriblemente a la gente. Y Kloughn nos daba un aire de misioneros. Aparqué junto a la acera, Lula y yo bajamos del coche y me guardé las llaves en el bolsillo.

– Vamos a echar un vistazo por ahí -dije a Lula.

Ella miró a Kloughn.

– ¿No crees que deberíamos dejarle una ventana abierta? ¿No hay alguna ley al respecto?

– Creo que la ley sólo se refiere a los perros.

– Pero es que él parece entrar en ese grupo -dijo Lula-. La verdad es que es muy mono, muy de andar por casa.

No me apetecía volver al coche y abrir la puerta. Me temía que Kloughn saliera corriendo.

– No le va a pasar nada -dije-. No tardaremos mucho.

Nos acercamos al porche y llamamos al timbre. No hubo respuesta. Seguía sin verse nada a través de la ventana de la fachada.

Lula pegó la oreja a la puerta.

– No se oye nada ahí dentro -dijo.

Fuimos a la parte de atrás y miramos por la ventana de la cocina. Los mismos dos cuencos de cereales y los mismos vasos seguían en la repisa junto al fregadero.

– Tenemos que echar un vistazo dentro -dijo Lula-. Seguro que la casa está plagada de pistas.

– Nadie tiene llave.

Lula intentó abrir la ventana.

– Cerrada.

Le dio un meneo a la puerta.

– Claro que nosotras somos cazarrecompensas y si creyéramos que ahí dentro hay algún delincuente tendríamos derecho a romper la puerta.

Sabido es que de vez en cuando he quebrantado la ley levemente, pero aquello era una fractura múltiple.

– No quiero fastidiarle la puerta a Evelyn.

Vi cómo Lula examinaba la ventana.

– Y tampoco quiero romperle la ventana. En este caso no estamos actuando como personal de cumplimiento de fianzas y no tenemos motivos para entrar a la fuerza.

– Sí, pero si la ventana se rompiera accidentalmente, sería de buenas vecinas entrar a investigar. Como para intentar arreglarla por dentro -Lula describió un arco con su enorme bolso de cuero negro y lo estrelló contra la ventana-. ¡Uy! -dijo.

Cerré los ojos y apoyé la frente en la puerta. Respiré profundamente y me dije a mí misma que había que mantener la calma. Por supuesto, tenía ganas de gritarle a Lula y puede que incluso de estrangularla, pero ¿qué lograría con eso?

– Vas a pagar el arreglo de esa ventana -dije.

– Y una mierda. Es una casa de alquiler. Tienen seguros y rollos de ésos -quitó los trozos de cristal que quedaban, metió el brazo por la ventana rota y abrió la puerta.

Saqué del bolso unos guantes de goma desechables y nos los pusimos. No tenía sentido dejar aquello lleno de huellas, teniendo en cuenta que habíamos entrado ilegalmente. Con la suerte que tengo, seguro que entraban ladrones y cuando llegara la policía encontraban mis huellas por todas partes.

Lula y yo entramos en la cocina y cerramos la puerta tras de nosotras. Era una cocina pequeña y, con Lula a mi lado, la abarrotábamos por completo.

– Tal vez sería mejor que vigilaras desde el salón -dije-. No vaya a ser que alguien entre y nos pille.

– Vigilancia es mi segundo nombre. No se me escapa nadie.

Empecé por la encimera, revolviendo los habituales cacharros de cocina. No había mensajes escritos en el bloc de notas. Revisé un montón de correo. No había nada de interés, aparte de unas toallas muy monas de Martha Stewart que se venden por teléfono. Pegado con papel celo en el frigorífico había un dibujo de una casa hecho con ceras de color rojo y verde. De Annie, supuse. Los platos estaban cuidadosamente apilados en los armarios de encima del fregadero. Los vasos no tenían ni una mancha y estaban alineados en fila de a tres en los estantes. En el frigorífico había cantidad de condimentos, pero ningún alimento perecedero. Ni leche, ni zumo de naranja. Ni fruta, ni verduras frescas.

Saqué algunas conclusiones de aquella cocina. La despensa de Evelyn estaba mejor surtida que la mía. Se marchó precipitadamente, pero tuvo la precaución de tirar la leche. Si era una borracha, se drogaba o estaba chiflada, era una borracha, drogada o chiflada responsable.

No encontré nada de interés en la cocina, así que pasé al salón y al comedor. Abrí cajones y miré debajo de los cojines.

– ¿Sabes adonde iría yo si tuviera que esconderme? -dijo Lula-. Iría a Disney World. ¿Has estado alguna vez en Disney World? Iría allí, sobre todo si tuviera problemas, porque en Disney World todo el mundo es feliz.

– Yo he ido siete veces a Disney World -dijo Kloughn.

Lula y yo dimos un brinco al oír su voz.

– Oye -dijo Lula-, tú tenías que quedarte en el coche.

– Me he cansado de esperar.

Le lancé a Lula una mirada asesina.

– Estaba vigilando -dijo ella-. No sé cómo se me ha colado -Lula se volvió hacia Kloughn-. ¿Cómo has entrado aquí?

– La puerta de la cocina estaba abierta. Y la ventana, rota. No la habréis roto vosotras, ¿verdad? Podríais meteros en un buen lío por algo así. Eso se llama allanamiento de morada.

– Nos hemos encontrado la ventana así -dijo Lula-. Por eso nos hemos puesto guantes de goma. No queremos joder las pruebas si han robado algo.

– Bien pensado -dijo Kloughn, con los ojos brillantes y la voz una octava más aguda-. ¿De verdad creéis que han robado algo? ¿Creéis que habrá habido algún herido?

Lula le miró como si nunca hubiera visto a nadie tan simple.

– Voy a investigar en el piso de arriba -dije-. Vosotros dos quedaos aquí y no toquéis nada.

– ¿Qué vas a buscar en el piso de arriba? -quiso saber Kloughn, siguiéndome por las escaleras-. Apuesto a que vas a buscar alguna pista que te lleve hasta Evelyn y Annie. ¿Sabes dónde miraría yo? Miraría…

Me giré en redondo, casi haciéndole perder el equilibrio.

¡Abajo! -dije, señalando con un brazo rígido y gritándole a un milímetro de su nariz-. Siéntate en el sofá y no te levantes hasta que yo te lo diga.

– Jo. No hace falta que me grites. Con que me lo digas es suficiente, ¿vale? Madre mía, hoy debes de tener uno de esos días, ¿verdad?

Entorné los ojos.

– ¿Uno de qué días?

– Ya sabes.

– No es uno de esos días.

– No, ella es así en los días buenos -dijo Lula-. No quieras saber cómo se pone en uno de esos días.

Dejé a Lula y a Kloughn en la planta baja y me metí por los dormitorios a solas.

Todavía quedaba ropa colgada en los armarios y doblada en los cajones de las cómodas. Evelyn debía de haberse llevado sólo lo imprescindible. O su desaparición era temporal o se había marchado a toda prisa. O puede que las dos cosas a la vez.

No había ni una señal de Steven que yo pudiera distinguir. Evelyn había esterilizado la casa de su presencia. No había productos de higiene masculina abandonados en el cuarto de baño, ni un cinturón de hombre colgado en el armario, ni una foto de familia en un marco de plata. Yo había hecho una limpieza similar en mi casa cuando me separé de Dickie. Pero, aun así, durante meses me vi sorprendida por elementos olvidados: un calcetín de hombre que se había caído detrás de la lavadora, un juego de llaves del coche que había desaparecido debajo del sofá y habíamos dado por perdido…

En el armario de las medicinas había lo de siempre: un bote de Tylenol, un frasco de jarabe infantil para la tos, seda dental, tijeras de uñas, colutorio, una caja de tiritas, polvos de talco… Ni estimulantes ni tranquilizantes. Nada de alucinógenos. Nada de píldoras de la felicidad. También era notoria la ausencia de cualquier tipo de alcohol. Ni vino ni ginebra en los armarios de la cocina. Ni cerveza en el frigorífico. Puede que Carol estuviera equivocada respecto a la bebida y a las píldoras. O puede que Evelyn se lo hubiera llevado todo.

Kloughn asomó la cabeza por el quicio de la puerta del baño.

– No te importa que yo también eche un vistazo, ¿verdad?

– ¡Sí, me importa! Te he dicho que te quedes en el sofá. Y ¿qué está haciendo Lula? Ella tenía que controlarte.

– Lula está de centinela. No hacen falta dos personas para eso, así que he pensado ayudarte en la búsqueda. ¿Ya has mirado en el dormitorio de Annie? Acabo de mirar yo y no he encontrado ni una pista, pero sus dibujos dan miedo. ¿Te has fijado en sus dibujos? Esa cría está trastornada, te lo digo yo. Es por culpa de la televisión. Demasiada violencia.

– El único dibujo que he visto ha sido el de una casa verde y roja.

– ¿Y el rojo parecía sangre?

– No, parecían ventanas.

– Ah-ah -dijo Lula desde el salón.

Maldita sea. Odio ese «ah-ah».

– ¿Qué pasa? -grité desde arriba.

– Un coche acaba de aparcar detrás de tu CR-V.

Escudriñé entre las cortinas del dormitorio de Evelyn. Era un Lincoln negro. De él se apearon dos sujetos y se acercaron a la puerta de la casa de Evelyn. Agarré a Kloughn de la mano y lo arrastré escaleras abajo detrás de mí. Que no te entre el pánico, pensé. La puerta está cerrada. Y no se ve nada desde fuera. Hice un gesto a los otros para que estuvieran callados y todos nos quedamos quietos como estatuas, sin apenas respirar, mientras uno de los hombres llamaba a la puerta.

– No hay nadie en casa -dijo.

Solté el aire cuidadosamente. Ahora se largarían, ¿no? Pues no. Se oyó una llave entrando en la cerradura. Ésta chascó y la puerta se abrió.

Lula y Kloughn se pusieron detrás de mí. Los dos hombres se quedaron quietos en el porche.

– ¿Sí? -les dije, intentando aparentar que era de la casa.

Los hombres tendrían cuarenta y muchos o cincuenta años. De estatura media. Estructura sólida. Vestidos con trajes oscuros. Ambos blancos. Y no parecía que les alegrara especialmente haberse encontrado a los Tres Chiflados en casa de Evelyn.

– Queremos ver a Evelyn -dijo uno de ellos.

– No está -contesté-. ¿De parte de quién?

– Eddie Abruzzi. Y éste es mi socio, Melvin Darrow.

Загрузка...