11


DECLINÉ LA INVITACIÓN a comer de Kloughn y preferí pasarme por la oficina de fianzas.

– ¿Alguna novedad? -pregunté a Connie-. Me he quedado sin fugitivos.

– ¿Y qué pasa con Bender?

– No me gustaría quitárselo a Vinnie.

– Vinnie tampoco lo quiere -dijo Connie.

– No es eso -gritó Vinnie desde dentro de su despacho-. Lo que pasa es que tengo muchas cosas que hacer. Cosas importantes.

– Sí -dijo Lula-, tiene que tocarse las pelotas.

– Será mejor que me traigas a ese tío -gritó Vinnie-. No me hace ninguna gracia perder la fianza de Bender.

– Creo que Bender tiene algo -dijo Lula-. Es uno de esos borrachos con suerte. Es como si tuviera línea directa con Dios. Dios protege a los débiles y a los inútiles, como ya sabéis.

– No es Dios quien protege a Bender -gritó Vinnie-. Bender sigue libre porque tengo en nómina a un par de taradas incompetentes.

– Vale, muy bien -dije-. Vamos a atrapar a Bender.

– ¿Nosotras? -preguntó Lula.

– Sí, tú y yo.

– Ya lo hemos intentado -dijo Lula-. Te estoy diciendo que está bajo la protección de Dios. Y yo no voy a meter las narices en los asuntos de Dios.

– Te invito a comer.

– Voy a por el bolso.

– Una cosa -dije a Connie-. Necesito unas esposas.

– No hay más esposas -gritó Vinnie-. ¿Tú te crees que las esposas caen del cielo?

– No puedo detenerle sin esposas.

– Improvisa.

– Oye -dijo Lula mirando por el gran ventanal de la oficina-, fijaos en el coche que acaba de aparcar al lado del de Stephanie. Dentro van un oso y un conejo. Y el oso es el que conduce.

Todas nos asomamos a la ventana.

– Ah-ah -dijo Lula-, ¿no acaba de tirar el conejo algo en el coche de Stephanie?

Se oyó un ensordecedor ¡buuuuumm!, y el CR-V voló varios metros por el aire y estalló en una llamarada.

– Parece que era una bomba -dijo Lula.

Vinnie salió corriendo de su despacho.

– ¡La hostia! -exclamó-. ¿Qué ha sido eso? -se detuvo y se quedó sin respiración al ver la columna de fuego que se elevaba delante de su oficina.

– No es nada, sólo otro de los coches de Stephanie volando por los aires -dijo Lula-. Un enorme conejo le ha tirado una bomba.

– ¿No te revienta que hagan eso? -dijo Vinnie. Y se volvió a su despacho.

Lula, Connie y yo bajamos a la calle a ver cómo ardía el CR-V. Un par de coches patrulla llegaron ululando al lugar, seguidos de una ambulancia y dos coches de bomberos.

Cari Costanza salió de uno de los vehículos de la policía.

– ¿Hay algún herido?

– No.

– Bien -dijo, mientras en su cara se dibujaba una sonrisa-. Entonces puedo disfrutarlo. Me perdí lo de las arañas y el fiambre del sofá.

El compañero de Costanza, Big Dog, se acercó a nosotras.

– Así se hace, Steph -dijo-. Todos nos preguntábamos cuándo te cargarías otro coche. Apenas me acuerdo de la última explosión.

Costanza asintió con la cabeza.

– Hace meses.

Vi a Morelli aparcar detrás de un coche de bomberos. Se bajó de la camioneta y se acercó caminando.

– Dios bendito -dijo, contemplando lo que se estaba transformando a toda velocidad en un montón de chatarra calcinada.

– Era el coche de Steph -explicó Lula-. Lo ha bombardeado un conejo gigante.

Morelli adoptó un gesto de seriedad y me miró.

– ¿Es cierto?

– Lula lo vio.

– Supongo que no quieres ni plantearte la posibilidad de tomarte unas vacaciones -dijo Morelli-. Irte a Florida un mes o dos, por ejemplo.

– Me lo pensaré -contesté-. En cuanto detenga a Andy Bender.

Morelli conservaba el gesto serio.

– Me sería más fácil detenerle si tuviera un par de esposas.

Morelli metió la mano debajo de su jersey y sacó unas esposas. Me las entregó sin decir una palabra, con la misma expresión en la cara.

– Dales un beso de despedida -murmuró Lula detrás de mí.


En términos generales, un Trans Am rojo no es un buen coche para hacer guardias. Afortunadamente, con el nuevo pelo teñido de amarillo canario de Lula y mis ojos sobrecargados de rímel, teníamos toda la pinta de dos mujeres de negocios, de esas que podían estar en un Trans Am rojo enfrente de la casa de Bender.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lula-. ¿Se te ocurre alguna idea?

Yo estaba observando con prismáticos las ventanas de Bender.

– Creo que hay alguien dentro, pero no consigo ver lo suficiente para saber quién es.

– Podríamos llamar por teléfono y ver quién contesta -dijo Lula-. Lo malo es que me he quedado sin dinero para el móvil y el tuyo ardió en el coche.

– Podríamos ir y llamar a la puerta.

– Sí, me gusta la idea. A lo mejor nos vuelven a tirotear. Tenía la esperanza de que alguien me disparara hoy. Ha sido lo primero que he pensado al levantarme: jo, espero que alguien me pegue un tiro hoy.

– Sólo nos han disparado aquella vez.

– Eso me tranquiliza mucho -dijo Lula.

– Bueno, ¿y qué se te ocurre?

– Se me ocurre que nos vayamos a casa. Ya te lo he dicho: Dios no quiere que pillemos a ese sujeto. Hasta mandó a un conejo para volar tu coche.

Dios no envió a un conejo a volar mi coche.

– ¿Qué otra explicación le encuentras? ¿Crees que se ve todos los días un conejo conduciendo un coche por la calle?

Abrí la puerta de un empujón y salí del Trans Am. Llevaba las esposas en una mano y el spray de pimienta en la otra.

– Estoy de mal humor -dije a Lula-. Estoy hasta la coronilla de serpientes, arañas y cadáveres. Y ahora no tengo ni coche. Voy a entrar y voy a sacar a Bender a rastras. Y después de entregar su lamentable culo en la comisaría de policía me voy a ir a Chevy's y me voy a tomar uno de esas margaritas de tres litros que hacen.

– Ya -dijo Lula-. Y supongo que quieres que vaya contigo.

Yo ya estaba a mitad del jardín.

– Lo que quieras -dije-. Haz lo que te salga de las narices.

Oía a Lula resoplando detrás de mí.

– Oye, conmigo no te pongas así -decía-. No me digas que haga lo que me salga de las narices. Ya te he dicho lo que quiero hacer. Y ¿ha servido de algo? Pues no.

Llegué a la puerta de la casa de Bender y probé el picaporte. La puerta estaba cerrada por dentro. Llamé con fuerza, tres veces. No hubo respuesta, así que llamé otras tres veces con el puño.

– Abran la puerta -grité-. Agentes de fianzas.

La puerta se abrió y la mujer de Bender se me quedó mirando.

– No es el momento oportuno -dijo.

– Nunca es el momento oportuno -respondí, y la retiré a un lado.

– Ya, pero es que no lo entiende. Andy está enfermo.

– ¿Espera que nos lo creamos? -preguntó Lula-. ¿Es que parecemos tontas?

Bender entró en la sala tambaleándose. Tenía el pelo revuelto y los ojos medio cerrados. Llevaba la chaqueta del pijama y unos pantalones caquis manchados.

– Me muero -dijo-. Me estoy muriendo.

– No es más que una gripe -dijo su mujer-. Tienes que volverte a la cama.

Bender alargó los brazos.

– Espósame. Entrégame. Tienen un médico que hace visitas de vez en cuando, ¿no?

Le puse las esposas a Bender y le pregunté a Lula.

– ¿Hay algún médico?

– Tienen un pabellón en St. Francis.

– Seguro que tengo ántrax -dijo Bender-. O la viruela.

– Sea lo que sea, no huele muy bien -dijo Lula.

– Tengo diarrea. Y vómitos -se quejaba Bender-. Me gotea la nariz y siento la garganta irritada. Y creo que tengo fiebre. Tócame la frente.

– Sí, claro -dijo Lula-. Estaba loca por que llegara esta ocasión.

Se limpió la nariz con una manga y dejó una mancha de mocos en la chaqueta del pijama. Echó la cabeza hacia atrás y estornudó rociando la mitad de la habitación.

– ¡Eh! -gritó Lula-. ¡Cúbrete! ¿No has oído hablar de los pañuelos? ¿Y por qué haces eso con la manga?

– Me estoy mareando -dijo Bender-. Voy a potar otra vez.

– ¡Vete al baño! -gritó su mujer. Agarró un cubo de plástico azul del suelo-. Toma el cubo.

Bender metió la cabeza en el cubo y vomitó.

– La hostia -dijo Lula-. Esto es la Casa de la Peste. Yo me largo de aquí. Y tampoco vas a meterle en mi coche -me dijo-. Si quieres llevártelo, llama a un taxi.

Bender sacó la cabeza del cubo y alargó las manos temblorosas.

– Bueno, ya estoy mejor. Ahora puedo irme contigo.

– Espérame -dije a Lula-. Tenías razón con lo de Dios.


– Ha sido muy difícil llegar hasta aquí, pero merecía la pena -dijo Lula lamiendo la sal del borde de su copa-. Es la madre de todos los margaritas.

– Y además es terapéutico. El alcohol se cargará todos los gérmenes que podamos haber pillado de Bender.

– Claro, joder -dijo Lula.

Di un trago de mi copa y eché un vistazo alrededor. El bar estaba lleno de gente que acababa de salir del trabajo. La mayoría era de mi edad. Y casi todos parecían más felices que yo.

– Mi vida es una mierda -dije a Lula.

– Dices eso porque has tenido que ver a Bender vomitando en un cubo.

En parte era cierto. Ver a Bender vomitando en un cubo no había elevado mi estado de ánimo, precisamente.

– Estoy pensando en buscarme otro trabajo -dije-. Quiero trabajar donde trabajan todos estos. Parecen muy felices.

– Porque han llegado aquí antes que nosotras y están ya medio mamados.

O puede que fuera porque ninguno de ellos estaba amenazado por un lunático.

– He perdido otro par de esposas -confesé-. Se las dejé puestas a Bender.

Lula echó la cabeza para atrás y soltó una risotada.

– ¿Y tú quieres cambiar de trabajo? -dijo-. ¿Por qué ibas a hacer algo así, con lo buena que eres en éste?


Eran las once de la noche y casi todas las casas de la calle de mis padres estaban a oscuras. El Burg era de acostarse y levantarse temprano.

– Siento lo de Bender -dijo Lula, dejando que el Trans Am se detuviera junto a la acera-. Podríamos decirle a Vinnie que ha muerto. Podríamos decirle que estábamos a punto de detenerle y que se murió de repente. Pum. Tieso como un bacalao.

– Mejor aún. ¿Por qué no volvemos y le matamos? -dije. Abrí la puerta para salir, me enganché un pie en la alfombrilla y caí de morros fuera del coche. Me volví boca arriba y me quedé mirando a las estrellas.

– Estoy bien -dije a Lula-. Quizá duerma aquí esta noche.

Ranger entró en mi campo de visión, me agarró de la cazadora vaquera y me puso en pie.

– No es una buena idea, cariño -miró a Lula-. Ya te puedes ir.

El Trans Am aceleró y desapareció de nuestra vista.

No estoy borracha -dije a Ranger-. Sólo he tomado un margarita.

Sus dedos seguían aferrados a mi cazadora, pero suavizó la presión.

– He oído que estás teniendo problemas con un conejo.

– Puto conejo.

Ranger sonrió.

– Estás borracha, sin lugar a dudas.

No estoy borracha. Estoy a punto de sentirme feliz -no estaba haciendo eses exactamente, pero el mundo estaba un poco desenfocado. Me apoyé en Ranger para no caerme-. ¿Tú qué haces aquí?

Me soltó la cazadora y me rodeó con sus brazos.

– Quería hablar contigo.

– Podías haberme llamado.

– Intenté llamarte. Pero tu teléfono no funciona.

– Ah, sí. Se me había olvidado. Estaba en el coche cuando voló por los aires.

– He estado investigando a Dotty y he conseguido algunos nombres que deberíamos investigar.

– ¿Ahora?

– Mañana. Te paso a recoger a las ocho.

– No me toca entrar en el cuarto de baño hasta las nueve.

– De acuerdo. Paso a las nueve y media.

– ¿Te estás riendo? Noto que te estás riendo. ¡Mi vida no tiene gracia!

– Cariño, tu vida debería ser una teleserie en horario de máxima audiencia.


Exactamente a las nueve y media salí de casa medio dormida y el sol me hizo parpadear. Había logrado ducharme y estaba decentemente vestida, pero eso era todo. Media hora no es mucho tiempo para que una chica se ponga guapa. Sobre todo si la chica tiene resaca. Me había recogido el pelo en una coleta y llevaba la barra de labios en el bolsillo de la cazadora vaquera. Cuando me dejaran de temblar las manos y los ojos dejaran de arderme, intentaría pintarme los labios.

Ranger llegó conduciendo un lustroso Mercedes negro y me esperó junto a la acera. La abuela estaba junto a mí, al otro lado de la puerta.

– No me importaría verle desnudo -dijo.

Me acomodé en el asiento de piel color crema al lado de Ranger, cerré los ojos y suspiré. El coche olía delicioso, a cuero y a patatas fritas.

– Que Dios te bendiga -dije. Tenía patatas fritas y Coca-Cola para mí encima del salpicadero.

– Tank y Lester están investigando campings en Pensilvania y New Jersey. Han empezado por los más cercanos para luego ir abriendo el radio de acción. Buscan cualquiera de los coches y hablan con toda la gente que pueden. Tenemos tu lista de familiares de Evelyn, pero me parece que son pistas poco fiables. A Evelyn le preocuparía que se pusieran en contacto con Mabel. Y lo mismo pienso de los familiares de Dotty. Hay cuatro compañeras de trabajo que son amigas de Dotty. Tengo sus nombres y direcciones. Creo que deberíamos empezar por ellas.

– Eres muy amable, gracias por ayudarme en esto. La verdad es que no es un encargo de nadie. Lo hago por la seguridad de Annie.

– Yo no lo hago por la seguridad de Annie. Lo hago por tu seguridad. Tenemos que conseguir que encierren a Abruzzi. Ahora está jugando contigo. Pero cuando se aburra de este juego va a ir en serio. Si la policía no le puede culpar de lo de Soder, es posible que Annie pueda acusarle de algo. Asesinato múltiple, por ejemplo, si los dibujos están hechos del natural.

– Si encontramos a Annie, ¿podremos protegerla?

– Al menos hasta que Abruzzi sea condenado. Protegerte a ti es más difícil. Mientras Abruzzi esté libre cualquier cosa que no sea tenerte encerrada en la Baticueva el resto de tu vida será insuficiente.

Humm. Encerrada en la Baticueva el resto de mi vida.

– Dijiste que en la Baticueva hay televisión, ¿no?

Ranger me echó una mirada de reojo.

– Cómete las patatas.


Barbara Ann Guzmán era la primera de la lista. Vivía en una urbanización de East Brunswick, un agradable vecindario de familias de ingresos medios. Kathy Snyder, que también estaba en la lista, vivía dos puertas más abajo. Las dos casas tenían garajes. Ninguno de ellos tenía ventanas.

Ranger aparcó delante de la casa de los Guzmán.

– Las dos tendrían que estar en el trabajo.

– ¿Vamos a entrar?

– No. Vamos a llamar a la puerta, y a ver si oímos niños dentro.

Llamamos dos veces y no oímos nada. Me deslicé por detrás de una azalea y miré por la ventana del salón de Barbara Ann. Las luces apagadas, la televisión apagada, ni un zapatito de niño tirado por el suelo.

Anduvimos dos casas más abajo, hasta donde vivía Kathy Snyder. Llamamos al timbre y nos abrió una mujer mayor.

– Buscamos a Kathy -dije.

– Está en el trabajo -contestó la mujer-. Soy su madre. ¿Qué desean?

Ranger le pasó una serie de fotos.

– ¿Ha visto a alguna de estas personas?

– Esta es Dotty -dijo la mujer-. Y su amiga. Pasaron la noche en casa de Barbara Ann. ¿Conocen a Barbara Ann?

– Barbara Ann Guzmán -dijo Ranger.

– Sí. No fue anoche. Estuvieron aquí la noche anterior. Todo un llenazo para la casa de Barbara Ann.

– ¿Sabe usted dónde están ahora?

Miró las fotos y negó con la cabeza.

– No. Tal vez lo sepa Kathy. Sólo las vi cuando salí a pasear. Doy un paseo alrededor de la manzana todas las noches, para hacer un poco de ejercicio, y las vi llegar en el coche.

– ¿Recuerda qué coche era? -preguntó Ranger.

– Era un coche corriente. Azul, creo -desplazó la mirada de Ranger a mí-. ¿Pasa algo?

– Esa mujer, la amiga de Dotty, ha tenido una racha de mala suerte y estamos intentando ayudarla a enderezar las cosas -dije.

La tercera mujer vivía en un edificio de apartamentos de New Brunswick. Recorrimos metódicamente el garaje subterráneo, fila por fila, buscando el Honda azul de Dotty o el Sentra gris de Evelyn. No obtuvimos ningún resultado en la búsqueda, así que aparcamos y subimos a la sexta planta en el ascensor. Llamamos a la puerta de Pauline Woods y no obtuvimos respuesta. Lo intentamos en los apartamentos vecinos, con igual resultado. Ranger llamó por última vez al apartamento de Pauline y luego se coló dentro. Yo me quedé fuera vigilando. Cinco minutos después Ranger estaba otra vez en el descansillo y la puerta de Pauline cerrada como antes.

– El apartamento estaba limpio -dijo-. Nada que pueda indicar la presencia de Dotty. Ni tampoco su nueva dirección en lugar visible.

Salimos del garaje subterráneo y atravesamos la ciudad en dirección a Highland Park. New Brunswick es una población universitaria, con la universidad estatal Rutgers en un extremo y el Douglass College en el otro. Yo me gradué en el Douglass, sin honores. Estaba en el pelotón, como el noventa y ocho por ciento de la clase, y bien contenta. Me dormía en la biblioteca y me pasaba las clases de historia soñando despierta. Suspendí matemáticas dos veces, y nunca llegué a entender la teoría de las probabilidades. Vamos, es que, para empezar, ¿a quién le importa si sacas una bola blanca o una bola negra de la bolsa? Y segundo, si tienes preferencia por un color, no lo dejes a la suerte. Mira dentro de la puñetera bolsa y elige el color que te guste.

Para cuando tuve edad de ir a la universidad ya había abandonado toda esperanza de volar como Superman, pero nunca fui capaz de sentir verdadero interés por ninguna ocupación alternativa. Cuando era pequeña leía tebeos del Pato Donald y del Tío Güito. El Tío Güito siempre iba a sitios exóticos a buscar oro. Una vez que lo conseguía, se lo llevaba a su depósito de dinero y amontonaba las monedas con un bulldozer. Ésa era mi idea de un trabajo interesante. Ir a vivir una aventura. Volver con oro. Amontonarlo con un bulldozer. ¿O es que no suena divertido? Por eso es fácil comprender mi falta de motivación por los estudios. Vamos a ver, ¿qué falta te hacen las buenas notas para conducir un bulldozer?

– Yo estudié aquí -dije a Ranger-. Hace ya un montón de años, pero todavía me siento como una estudiante cuando paso por la ciudad.

– ¿Eras buena estudiante?

– Era una estudiante espantosa. No sé cómo, el Estado consiguió educarme a mi pesar. ¿Tú fuiste a la universidad?

– A Rutgers, en Newark. Al cabo de dos años me alisté en el ejército.

Nada más conocer a Ranger esto me habría sorprendido. Ahora, ya nada me sorprendía.

– La última mujer de la lista tendría que estar en el trabajo, pero su marido estará en casa -dijo Ranger-. Trabaja en los comedores universitarios y entra a las cuatro. Se llama Harold Bailey. Y su mujer se llama Louise.


Recorrimos un barrio de casas más viejas. La mayoría eran viviendas de dos pisos, de madera, con porches tan anchos como la casa y un garaje independiente detrás. No eran ni grandes ni pequeñas. Muchas de ellas habían sufrido restauraciones desastrosas, añadiéndoles fachadas de ladrillo falso o ganando habitaciones cerrando los porches.

Aparcamos y nos dirigimos a la casa de los Bailey. Ranger llamó al timbre y, como nos imaginábamos, un hombre nos abrió la puerta. Ranger se presentó y le pasó las fotografías.

– Estamos buscando a Evelyn Soder -dijo Ranger-. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos. ¿Ha visto a alguna de estas personas en los últimos días?

– ¿Por qué están buscando a esa tal Soder?

– Su ex marido ha sido asesinado. Evelyn ha estado fuera de casa últimamente y su abuela ha perdido el contacto con ella. Y le gustaría asegurarse de que Evelyn se ha enterado de la muerte de su ex marido.

– Estuvo aquí con Dotty anoche. Llegaron justo cuando yo me iba. Pasaron la noche aquí y se fueron por la mañana. Yo casi no las he visto. No sé dónde han ido hoy. Pensaban llevar a las niñas de excursión al campo o algo así. A visitar sitios históricos. Ese tipo de cosas. Es posible que Louise sepa más. Pueden intentar localizarla en el trabajo.

Regresamos al coche y Ranger salió del barrio.

– Vamos siempre un paso por detrás -dije.

– Eso pasa siempre con los niños desaparecidos. He trabajado en muchos casos de secuestros realizados por los padres y no paran de moverse. Normalmente se van más lejos de sus casas y pasan más de una noche en cada sitio. Pero el comportamiento es muy similar. Para cuando recibes alguna información sobre ellos, ya se han ido.

– ¿Cómo los atrapas?

– Insistencia y paciencia. Si perseveras el tiempo suficiente, acabas por tener éxito. A veces se tarda años.

– Dios mío, no puedo tardar años. Tendré que esconderme en la Baticueva.

– Una vez que entras en la Baticueva, es para siempre, cariño.

Ayyyy.

– Prueba a llamarlas -dijo Ranger-. Los números del trabajo están en el expediente.

Barbara Ann y Kathy se mostraron cautelosas. Ambas admitieron que habían visto a Dotty y a Evelyn, y sabían que también iban a estar con Louise. Las dos insistieron en que no sabían dónde pensaban ir luego. Me dio la impresión de que decían la verdad. Pensé que seguramente Evelyn y Dotty sólo harían planes con un día de antelación. Suponía que habían intentado ir de camping, pero que, por alguna razón, aquello no había funcionado. Y ahora iban de un sitio a otro para que no se las localizara.

Pauline no tenía ni idea de la historia.

Louise fue la más comunicativa, posiblemente porque era la que estaba más preocupada.

– Sólo se quisieron quedar una noche -dijo-. Sé que lo que me contáis del ex marido de Evelyn es cierto, pero hay algo más. Los niños estaban agotados y se querían ir a casa. También Evelyn y Dotty parecían muy cansadas. No querían hablar de ello, pero yo me di cuenta de que estaban huyendo de algo. Creí que era del ex marido de Evelyn, pero ya veo que no. ¡Santa Madre de Dios! -dijo-. ¿No pensaréis que lo ha matado ella?

– No -dije-. Lo mató un conejo. Una cosa más: ¿te fijaste en el coche que llevaban? ¿Iban todos juntos en un solo coche?

– Era el coche de Dotty. El Honda azul. Al parecer, Evelyn llevaba su coche, pero se lo robaron un momento que lo dejaron en el camping. Me contaron que se fueron a hacer la compra y al volver el coche y todo lo que tenían en él había desaparecido. ¿Te imaginas?

Le di el teléfono de mi casa y le pedí que me llamara si recordaba cualquier cosa que pudiera servirnos de ayuda.

– Callejón sin salida -dije a Ranger-. Pero sé por qué se fueron del camping -y le conté lo del robo del coche.

– La versión más probable es que Evelyn y Dotty regresaron de la compra, vieron otro coche aparcado al lado del suyo y se fueron, abandonándolo todo -dijo Ranger.

– Y al ver que no volvían, Abruzzi lo hizo desaparecer.

– Es lo que yo haría -dijo Ranger-. Cualquier cosa con tal de ponerles las cosas difíciles.

Estábamos atravesando Highland Park, acercándonos al puente que cruza el río Raritan. Otra vez estábamos sin pistas, pero al menos teníamos algo más de información. No sabíamos dónde estaba Evelyn ahora, pero sabíamos dónde había estado. Y sabíamos que ya no llevaba el Sentra.

Ranger paró en un semáforo y se volvió hacia mí.

– ¿Cuándo disparaste una pistola por última vez? -preguntó.

– Hace un par de días. Maté una serpiente. ¿Esa pregunta tiene truco?

– Es una pregunta muy seria. Deberías llevar pistola. Y deberías sentirte cómoda disparando con ella.

– Vale. Te prometo que la próxima vez que salga llevaré la pistola.

– ¿Y le pondrás balas?

Dudé un momento.

– Le pondrás balas -dijo Ranger, mirándome fijamente.

– Claro -dije.

Se estiró para abrir la guantera y sacó una pistola. Era una Smith amp; Wesson 38 especial de cinco tiros. Se parecía muchísimo a mi pistola.

– Me pasé por tu apartamento esta mañana y te recogí esto -dijo Ranger-. La encontré en el tarro de las galletas.

– Todos los tipos duros guardan sus pistolas en el tarro de las galletas.

– Dime uno.

– Rockford.

Ranger sonrió.

– Acepto la corrección.

Tomó una carretera que discurría paralela al río y al cabo de un kilómetro se metió en una zona de aparcamiento delante de un edificio grande, parecido a un almacén.

– ¿Qué es esto? -pregunté.

– Una galería de tiro. Vas a entrenarte a disparar.

Sabía que era necesario, pero detestaba el ruido y el manejo del arma. No me gustaba la idea de tener en las manos un aparato que, básicamente, producía explosiones. Siempre tenía la sensación de que pasaría algo y me volaría limpiamente el dedo gordo.

Ranger me pertrechó con protectores para los oídos y gafas. Cargó las balas y dejó la pistola en la estantería de la cabina que me habían asignado. Acercó la diana de papel hasta siete metros. Si alguna vez en mi vida iba a disparar contra alguien, lo más probable es que ese alguien estuviera bastante cerca de mí.

– Muy bien, Tex -dijo-, a ver qué tal se te da.

Amartillé y disparé.

– Estupendo -dijo Ranger-. Ahora vamos a probar con los ojos abiertos.

Me corrigió la forma de agarrar el arma y la postura. Y volví a intentarlo.

– Mejor.

Practiqué hasta que me dolía el brazo y no podía seguir apretando el gatillo.

– ¿Cómo te sientes ahora con la pistola? -preguntó Ranger.

– Más cómoda, pero sigue sin gustarme.

– No hace falta que te guste.

Ya era tarde cuando salimos de la galería de tiro y, de vuelta a la ciudad, nos encontramos con el tráfico de hora punta. No tengo paciencia con el tráfico. Si hubiera sido yo la que conducía habría soltado maldiciones y me habría dado cabezazos contra el volante. Ranger estuvo impasible, con un control total. Calma zen. Podría jurar que varias veces hasta dejó de respirar.

Cuando nos encontramos en el atasco de entrada a Trenton, Ranger se desvió por una salida, giró por una calle lateral y se detuvo en un pequeño aparcamiento situado entre tiendas con fachadas de ladrillo y casas adosadas de tres pisos. Los escaparates de las tiendas estaban sucios y turbios. Pintadas de spray negro cubrían los pisos bajos de las viviendas.

Si en aquel preciso momento alguien hubiera salido de una casa tambaleándose, con la sangre manando de varios orificios de bala en diversas partes del cuerpo, no me habría sorprendido lo más mínimo.


Miré por la ventanilla del coche y me mordí el labio inferior.

– No iremos a la Baticueva, ¿verdad?

– No, cariño. Vamos a Shorty's a comernos una pizza.

Un pequeño rótulo de neón colgaba sobre la puerta del edificio contiguo al aparcamiento. Como era de esperar, en él se leía «Shorty's». Las dos pequeñas ventanas de la fachada del edificio habían sido pintadas de negro. La puerta era de madera gruesa y no tenía ventana.

Miré a Ranger con desconfianza.

– ¿Es rica la pizza de aquí? -intenté que la voz no me temblara, pero en mi cabeza la oí débil y lejana. Era la voz del miedo. Puede que «miedo» sea una palabra demasiado fuerte. Después de lo que había pasado la última semana, quizá habría que reservar «miedo» para situaciones de peligro de muerte. Aunque no sé; tal vez «miedo» fuera adecuada en este caso.

– La pizza de aquí es muy rica -contestó Ranger, y me abrió la puerta.

La repentina oleada de ruido y el olor a pizza casi me tiran al suelo. El interior de Shorty's estaba oscuro y lleno de gente. Los laterales aparecían cubiertos de reservados y el centro de la sala, atestado de mesas. Una vieja sinfonola berreaba música desde una esquina del fondo. La mayor parte de los clientes de Shorty's eran hombres. Las mujeres que se veían tenían toda la pinta de sabérselas arreglar solas. Los hombres llevaban vaqueros y botas de trabajo. Eran jóvenes y viejos, con caras marcadas por años de sol y cigarrillos. Y no parecían necesitar clases de tiro.

Nos acomodamos en el reservado de una esquina lo bastante oscura como para que no se vieran ni las manchas de sangre ni las cucarachas. Ranger parecía encontrarse a gusto, con la espalda apoyada en la pared y la camisa negra fundiéndose con las sombras.

La camarera iba vestida con una camiseta blanca de Shorty's y una falda corta negra. Tenía unas tetas enormes, el pelo castaño, rizado y muy abundante, y más rímel del que yo me hubiera puesto en mi vida, ni siquiera en mis días de mayor inseguridad. Sonrió a Ranger como si le conociera mucho mejor que yo.

– ¿Qué vais a tomar? -dijo.

– Pizza y cerveza -contestó Ranger.

– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.

– Bastante a menudo. Tenemos un piso franco en el barrio. La mitad de la gente que hay aquí es de la zona. La otra mitad son de una parada de camiones que hay en la manzana de al lado.

La camarera dejó caer sobre la maltratada mesa unos posavasos de cartón y puso un vaso de cerveza helada en cada uno de ellos.

– Creía que no bebías -dije a Ranger-. Por ese rollo tuyo de que el cuerpo es un templo. Y ahora resulta que bebes vino en mi apartamento y cerveza en Shorty's.

– No bebo cuando estoy trabajando. Y nunca me emborracho. Y el cuerpo es un templo solamente cuatro días a la semana.

– Vaya -dije-, te estás echando a perder con tanta pizza y tanta cerveza tres días a la semana. Ya me parecía haberte notado una acumulación de grasa alrededor de la cintura.

Ranger levantó una ceja.

– Una acumulación de grasa alrededor de la cintura. ¿Alguna cosa más?

– Puede que una papada incipiente.

La cierto era que Ranger no tenía grasa en ningún sitio. Ranger era perfecto. Y los dos lo sabíamos.

Dio un trago de cerveza y me miró atentamente.

– ¿No te parece que estás arriesgando mucho con esas observaciones cuando yo soy lo único que te separa de ese sujeto de la barra que tiene una serpiente tatuada en la frente?

Miré al sujeto de la serpiente.

– Parece un buen chico -bueno para ser un psicópata asesino.

Ranger sonrió.

– Trabaja para mí.

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