CAPITULO ONCE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
Natchez, agosto de 1857

La noche se hizo interminable para Abner Marsh. Tomó una cena ligera para tranquilizar a su estómago y calmar sus temores, y poco después se retiró a su camarote, pero no le fue fácil conciliar el sueño. Durante horas, permaneció con la mirada puesta en las sombras y la mente absorbida por confusos pensamientos de sospecha, ira y culpabilidad. Marsh sudaba como un condenado bajo las sábanas, finas y limpias.

Cuando logró conciliar el sueño, no cesó de moverse y agitarse y se despertó varias veces. Tuvo sueños furtivos e incoherentes, sueños de sangre, de barcos ardiendo y dientes amarillentos, y siempre Joshua York, pálido y frío bajo una luz escarlata, con los ojos llenos de fiebre y de muerte.

El día siguiente fue el más largo que Abner había conocido. Todos sus pensamientos le llevaban una y otra vez al mismo punto. A mediodía, ya sabía qué hacer. Le habían descubierto, y eso ya no se podía evitar. Tendría que reconocerlo ante Joshua en la primera oportunidad. Si significaba el fin de la sociedad, que así fuera, aunque el pensamiento de perder el Sueño del Fevre hacía que se sintiera enfermo y desgraciado. La mera posibilidad le hundía en la misma desesperación que había sentido cuando vio los destrozos que el hielo había causado en sus barcos. Pensó en que aquél sería su final, y que quizá era lo que se merecía por traicionar la confianza de Joshua. Sin embargo, las cosas no podían seguir como hasta entonces. Además, pensó, Joshua tenía que oír el relato de sus propios labios, lo que significaba que tenía que hablar con él antes de que lo hiciera aquella mujer, Katherine. Por tanto, dio órdenes concretas.

—Quiero que se me avise en el mismo instante en que regrese el capitán York. Sea la hora que sea, y esté dónde esté, avísenme de inmediato.

Después, aguardó, mientras disfrutaba hasta dónde le era posible de una fastuosa cena compuesta por cerdo asado, con judías verdes y cebollas, seguido de medio pastel de frambuesa.

Faltaban dos horas para la medianoche cuando se le acercó un miembro de la tripulación.

—El capitán York ha regresado, capitán. Trae consigo a algunas personas. El señor Jaffers las está instalando en camarotes.

—¿Ha subido Joshua a su camarote?—preguntó Marsh. El hombre asintió y Abner se encaminó hacia las escaleras, con el puño fuertemente asido al bastón.

Al llegar ante la puerta del camarote, dudó un instante, echó hacia atrás sus anchos hombros y dio unos golpes secos en ella con la empuñadura del bastón. York abrió al tercer golpe.

—Entre, Abner —le dijo con una sonrisa. Marsh entró, cerró la puerta tras sí y se apoyó contra la madera mientras York cruzaba la estancia y reanudaba lo que estaba haciendo. Acababa de sacar una bandeja de plata y tres vasos. Sacó un cuarto.

—Me alegro de que haya venido. He traído a bordo a unas personas que quiero que conozca. Vendrán a tomar una copa en cuanto se hayan instalado en sus camarotes.

York cogió una botella de su bebida privada del rincón donde las guardaba, buscó su cuchillo e hizo saltar el sello de cera.

—No se preocupe por eso —le dijo Marsh con brusquedad—. Joshua, tenemos que hablar.

York dejó la botella sobre la bandeja y volvió la cara hacia Marsh.

—¡Ah! ¿Sobre qué? Parece usted trastornado, Abner.

—Mire, Joshua: Yo tengo una copia de cada llave del barco. El señor Jeffers me las guarda en la caja fuerte. Cuando usted fue a Natchez, cogí la de este camarote y entré para husmear.

Joshua York apenas se movió, pero al escuchar las palabras de Marsh sus labios se crisparon ligeramente. Abner Marsh le miraba de frente, como debe hacer un hombre en tales ocasiones, y notó la frialdad y la furia de quien se siente traicionado en la mirada de su socio. Casi hubiera preferido que Joshua empezara a gritarle, o incluso que desenvainara un arma, antes que soportar aquella mirada.

—¿Y encontró algo que le interesara?—preguntó York al fin, con voz inexpresiva.

Abner Marsh apartó su mirada de los ojos grises de Joshua y señaló el escritorio con el bastón.

—Esos libros —dijo—. Están llenos de muertos.

York no respondió. Dirigió una breve mirada al escritorio, frunció el ceño y se sentó en uno de los sillones mientras se servía una copa de aquella bebida suya tan espesa y repugnante. Tomó un poco, y sólo entonces le hizo un gesto a Abner para que se sentara.

—Siéntese —le ordenó. Una vez Marsh hubo tomado asiento frente a él, York añadió una pregunta terminante—: ¿Por qué?

—¿Por qué?—repitió Marsh, un poco enfadado—. Quizá porque estaba harto de tener un socio que no me cuenta nada, que no confía en mí.

—Tenemos un pacto.

—Ya lo sé, Joshua. Y lo siento mucho, si eso sirve para algo. Lamento haberlo hecho, y lamento aún más que me descubrieran —continuó con una sonrisa triste—. Esa Katherine me vio salir, y posiblemente se lo dirá a usted. Mire, comprendo que debería haberme dirigido directamente a usted para hablarle de lo que me estaba corroyendo. Voy a hacerlo ahora. Quizá sea demasiado tarde, pero aquí estoy, Joshua. Amo a este barco nuestro como nunca he amado nada, y el día que le quitemos los cuernos al Eclipse va a ser el más grandioso de mi vida. Pero he estado pensando y he llegado a la conclusión de que prefiero renunciar a ese día y a este barco, antes de dejar que las cosas continúen como están. El río está lleno de canallas, estafadores, predicadores extravagantes, abolicionistas, republicanos y todo tipo de gentes extrañas, pero de todas ellas, la más extraña es usted. Lo juro. Lo del horario nocturno no me importa, ni me quita el sueño. Esos libros llenos de muertos ya son otra cosa, pero no le incumbe a nadie lo que otro hombre lea o deje de leer. Una vez conocí a un piloto del Gran Turco que tenía unos libros capaces de hacer enrojecer de vergüenza al mismísimo Karl Framm. En cambio, lo que no puedo soportar son esas paradas suyas, esos viajes a tierra por su cuenta, usted solo. Está retrasando el barco, maldita sea, y está arruinando nuestra reputación antes incluso de que la tengamos. Bueno, Joshua, eso no es todo. Le observé la noche que regresó de Nueva Madrid. Tenía sangre en las manos. Niéguelo si quiere, o insúlteme si lo prefiere, pero estoy completamente seguro. Tenía usted sangre en las manos, vaya si la tenía.

Joshua York tomó un largo trago y frunció el ceño mientras volvía a llenar la copa. Al levantar de nuevo la mirada, el hielo que antes había en ella se había fundido. Parecía pensativo.

—¿Está usted proponiéndome que disolvamos nuestra sociedad? —preguntó.

Marsh sintió como si una mula le hubiera pegado una coz en el estómago.

—Si así lo quiere, está en su derecho. No tengo dinero para cubrir mi parte, por supuesto, pero puede usted quedarse el Sueño del Fevre y yo me quedaré mi Eli Reynolds y quizá pueda sacarle algún provecho, que le remitiré por poco que sea.

—¿Es eso lo que prefiere?

Marsh se quedó mirándolo.

—Maldita sea, Joshua, bien sabe que no…

—Abner —dijo York—, le necesito. No puedo gobernar el Sueño del Fevre yo sólo. Estoy aprendiendo a pilotar un poco, pero ambos sabemos que no soy un marinero del río, pese a que me he familiarizado bastante con él y sus rutas. Si me deja, la mitad de la tripulación le seguirá. Seguro que el señor Jeffers, y el señor Blake y Hairy Mike se van con usted, y sin duda otros más. Le son leales.

—Puedo ordenarles que se queden aquí —se ofreció Marsh.

—Yo preferiría que se quedara usted. Si accedo a olvidar su invasión de mi intimidad, ¿podemos seguir como antes?

Abner Marsh tenía un nudo tan fuerte en la garganta que pensó que iba a ahogarse. Tragó saliva y pronunció la palabra más difícil de todas cuantas había dicho en su vida, desde su nacimiento.

—No.

—Vaya… —musitó Joshua.

—Yo tengo que confiar en mi socio —dijo Marsh—. Y él tiene que confiar en mí. Cuéntemelo, Joshua, explíqueme que está ocurriendo, y seguirá teniendo un socio.

Joshua York hizo un gesto y tomó un largo sorbo de su bebida, meditando.

—No me creerá —dijo al fin—. Es una historia mucho más extraordinaria que las que explica el señor Framm.

—Inténtelo. No hay ningún mal en ello.

—Sí, vaya si lo hay… Se lo aseguro, Abner —replicó York en tono serio. Dejó la copa y se acercó a la librería—. ¿Buscó usted entre los libros durante la inspección?

—Sí —asintió Marsh.

York sacó uno de los volúmenes sin título encuadernado en cuero, volvió al sillón y lo abrió por una página llena de extraños caracteres.

—Si hubiera sido capaz de leer esto —le dijo a Marsh—, este libro y los demás volúmenes gemelos le habrían dado la clave.

—Los miré, pero no les encontré sentido.

—Naturalmente que no —asintió York—. Abner, lo que voy a explicarle puede ser difícil de aceptar. Pero, tanto si lo cree como si no, no debe hablar de ello fuera de esta habitación, ¿comprendido?

—Sí.

York mantuvo los ojos fijos en él.

—Esta vez no quiero confusiones, Abner. ¿Lo ha comprendido bien?

—Sí —repitió Marsh, con un gruñido.

—Muy bien —dijo Joshua, al tiempo que colocaba un dedo sobre la página por donde tenía abierto el volumen—. Este código es relativamente sencillo, Abner, pero para descifrarlo debe comprender primero la lengua en que está escrito, un dialecto antiguo del ruso que se ha dejado de hablar hace varios siglos. Los documentos originales transcritos en este libro son muy, muy antiguos. Hablan de unas personas que vivieron y murieron en una zona al norte del mar Caspio, hace muchos siglos.—Hizo una pausa—. Perdón, no debería decir “personas”. El ruso no es una de las lenguas que mejor domino, pero creo que la palabra adecuada es edoroten.

—¿Cómo? —dijo Marsh.

—Sólo es uno de los términos utilizados, naturalmente. En otras lenguas les otorgan otros nombres. Kruvnik, védomec, wieszczy. También se les llama vitkakis y vrkoták, aunque estos dos últimos tienen un significado ligeramente distinto de los anteriores.

—Todas esas palabras no significan nada para mí —dijo Marsh, aunque algunas de las que había pronunciado York le parecieron familiares, sonaban como las que Smith y Brow intercambiaban entre sí.

—Entonces, no le recitaré los nombres que se les da en África, ni tampoco los asiáticos. ¿Significa algo nosferatu para usted?

Marsh lo miró con expresión de desconcierto. Joshua York suspiró.

—¿Y vampiro?—continuó.

Esta sí la conocía Marsh.

—¿Qué clase de historia pretende usted contarme? —dijo con un gruñido.

—Una historia de vampiros —le contestó York con una leve sonrisa—. Seguramente, habrá oído hablar de ellos. Los muertos vivientes, los inmortales, rondadores de la noche, criaturas sin alma, condenados a vagar eternamente. Duermen en ataúdes llenos de tierra del lugar donde nacieron, evitan la luz de sol y la forma de la cruz, y todas las noches se levantan a beber la sangre de los vivos. También cambian de forma y pueden adoptar la de un murciélago o la de un lobo. Algunos, que utilizan con frecuencia la forma de un lobo, son conocidos por hombres-lobo, y son considerados una especie totalmente distinta. Pero eso es un error. Son sólo dos caras de una misma moneda, Abner. Los vampiros también pueden transformarse en niebla, y sus víctimas pueden convertirse también en vampiros. Es inexplicable que, multiplicándose así, los vampiros no hayan acabado ya por completo con los hombres vivos. Por fortuna, además de su vasto poder tienen también algunos puntos débiles. Aunque su fuerza es temible, no pueden entrar en una casa donde no hayan sido invitados, ni en forma humana ni como animales o niebla. Sin embargo, poseen un gran magnetismo animal, esa fuerza sobre la que ha escrito Mesmer, y pueden obligar a sus víctimas a invitarles. En cambio, la forma de la cruz les hace huir, el ajo les impide el paso, y no pueden cruzar corrientes de agua. Aunque su aspecto en muy parecido al suyo o el mío, no tienen alma y, por tanto, no se reflejan en los espejos. El agua bendita les quema, la plata es un anatema para ellos y la luz diurna puede destruirlos si los coge fuera de sus ataúdes. Y si se les cercena y separa la cabeza del cuerpo y se clava una estaca de madera en el corazón, se puede librar al mundo de su presencia para siempre.

Joshua se reclinó hacia atrás y alzó su copa para beber, sonriendo.

—Le hablo de estos vampiros, Abner —prosiguió, dando unos golpecitos sobre el libro con los dedos—. Aquí está la historia de algunos de ellos. Son seres reales. Viejos, eternos y reales. Un odoroten del siglo XVI escribió este libro acerca de los que le habían precedido. Un vampiro de verdad.

Abner Marsh no dijo nada.

—No me cree —comentó Joshua York.

—No es fácil —reconoció Marsh, al tiempo que se mesaba los recios pelos de su barba.

Hubo otras muchas cosas que se calló. Lo que Joshua le acababa de explicar sobre los vampiros no le preocupaba ni la mitad de lo que le preocupaba la naturaleza del propio York.

—Dejemos ahora la cuestión de si le creo o no —dijo Marsh—. Si puedo tragarme los cuentos del señor Framm, al menos puedo escuchar los suyos. Adelante.

—Es usted un hombre inteligente, Abner —sonrió Joshua—. Debería ser capaz de deducir algo por sí solo.

—No me creo tan inteligente —repuso Marsh—. Cuénteme.

York tomó otro sorbo y se encogió de hombros.

—Esos vampiros son mis enemigos. Existen en realidad, Abner, y están aquí, a lo largo del río. A través de estos libros, de lo que leo en los periódicos, y mucho trabajo concienzudo, los he seguido desde las montañas de Europa oriental, desde los bosques alemanes y polacos, desde las estepas rusas. Hasta aquí. Hasta su valle del Mississippi, hasta el nuevo mundo. Yo les conozco, y vengo a ponerles fin, a ellos y a todo lo que siempre han sido.—Sonrió—. ¿Comprende ahora mis libros, Abner? ¿Y la sangre en mis manos?

Abner Marsh pensó un poco en aquello antes de responder. Por último, dijo:

—Recuerdo cuánto insistió en que quería espejos por todas partes, cubriendo las paredes del salón, en lugar de cuadros o cosas así. ¿Era para… protegerse?

—Exacto. Igual que la plata. ¿Recuerda usted algún otro vapor que lleve tanta plata a bordo?

—No.

—Y, naturalmente, está el río. Ese viejo diablo de río, el Mississippi. Una corriente de agua como el mundo no ha visto dos. El Sueño del Fevre es un santuario. Yo puedo darles caza, ¿comprende?, pero ellos no pueden acercarse a nosotros.

—Me sorprende que no le haya dicho a Toby que lo aderece todo con abundante ajo —dijo Marsh.

—Lo pensé —reconoció York—, pero no me gusta el sabor.

Marsh reflexionó sobre todo lo que había escuchado.

—Supongamos que le creo. No digo que sea así, pero supongámoslo para lo que voy a preguntarle. Siguen habiendo cosas que me molestan. ¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Si se lo hubiera contado en el “Albergue de los Plantadores”, cuando le conocí, no me habría permitido nunca formar parte de su compañía, y yo necesitaba la posibilidad de ir donde tengo que ir.

—¿Y por qué solamente sale de noche?

—Bien, ellos merodean de noche, y son más fáciles de descubrir cuando están en movimiento que cuando se refugian en la seguridad de sus santuarios, bien ocultos. Yo conozco las costumbres de esos seres, y sigo sus horarios y costumbres.

—¿Y esos amigos suyos, Simon y los demás?

—Simon es socio mío desde hace mucho tiempo. Los demás se han unido a mí más recientemente. Ellos saben la verdad y me ayudan en mi misión. Igual que espero usted haga, de ahora en adelante. No se preocupe, Abner, todos nosotros somos tan mortales como usted.

Marsh se mesó la barba.

—Póngame una copa —dijo. Cuando York se inclinó hacia adelante, añadió rápidamente—: No, de esa botella no, Joshua. Cualquier otra cosa. ¿Tiene whisky?

York se levantó y le sirvió una copa, que Marsh apuró de un trago.

—No puedo decir que me agrade nada de esto —continuó Abner—. Muertos, gente que bebe sangre, etcétera. Yo nunca he creído en esas historias.

—Abner, el juego al que me dedico es peligroso. Nunca he tenido intención de mezclar en él ni a usted ni a su tripulación. Nunca le hubiera contado lo que acabo de contarle, pero usted insistió. Si prefiere quedarse al margen, no pondré ninguna objeción. Haga lo que le digo, maneje el Sueño del Fevre por mí: eso es todo lo que le pido. Yo me las entenderé con ellos. ¿Duda usted de mi capacidad para hacerlo?

Marsh observó la relajada postura de Joshua, recordó la fuerza que se ocultaba en aquellos ojos grises, y lo poderoso de su apretón de manos.

—No —respondió.

—Fui sincero en muchas de las cosas que le dije —prosiguió Joshua—. Mi propósito no es mi única obsesión. Yo amo a este barco tanto como lo ama usted, Abner, y comparto también todos sus sueños. Quiero llegar a pilotarlo, a conocer el río. Quiero estar presente el día que venzamos al Eclipse. Créame cuando digo…

Llamaron a la puerta.

Marsh se quedó perplejo. York sonrió y se encogió de hombros.

—Son mis amigos de Natchez que vienen a tomar esa copa —aclaró—. Un momento —dijo en voz alta. Se volvió hacia Marsh y le susurró en voz baja y perentoria—. Piense en lo que acabo de contarle, Abner. Volveremos a hablar de ello, si quiere. Pero ahora créame, y no comente con nadie lo que hemos hablado. No tengo ningún deseo de involucrar a nadie más.

—Tiene usted mi palabra —contestó Marsh—. Al fin y al cabo, ¿quién me creería?

Joshua sonrió.

—Entonces, si es tan amable de hacer entrar a mis invitados mientras sirvo unas copas… —dijo.

Marsh se levantó y abrió la puerta. Fuera, un hombre y una mujer aguardaban, hablando entre sí en susurros quedos. Detrás, Marsh vio la luna entre las chimeneas del barco, como un refulgente motivo de decoración. Escuchó un retazo de una canción obscena que venía de Natchez-bajo-la-Colina, difuso en la distancia.

—Adelante —dijo.

Los desconocidos eran una pareja de aspecto elegante. Marsh los observó al entrar. El hombre era joven, casi un muchacho, delgado y muy guapo, con el cabello negro, el rostro muy pálido y unos labios gruesos y sensuales. Sus ojos negros mostraron una mirada fiera y fría al cruzarse con los de Marsh. Y la mujer… Abner Marsh la miró, y le fue difícil retirar la mirada. Era una auténtica belleza. Llevaba el cabello largo, negro como la noche, y tenía una piel fina como la seda, de un blanco lechoso. Su cintura era tan estrecha que Marsh estuvo tentado de alargar los brazos para ver si sus manazas podían rodearla. En lugar de eso, observó su rostro, de acusados pómulos, y descubrió que ella también estaba mirándole. Tenía unos ojos increíbles. Marsh no había visto nunca a nadie con un color de ojos semejante, un púrpura profundo, aterciopelado, lleno de promesas. Sintió que podía ahogarse en aquellos ojos. Le recordaban un color que había visto una vez en el río, entre dos luces, un extraño estallido violáceo que había refulgido sólo un instante, antes de que la oscuridad lo inundara todo. Marsh se quedó contemplando aquellos ojos unos instantes que le parecieron siglos, hasta que la mujer le dedicó al fin una enigmática sonrisa y se volvió súbitamente.

Joshua había llenado cuatro copas: la de Marsh con una buena cantidad de whisky, la suya y las de los otros con su bebida privada.

—Me alegro de tenerlos aquí —dijo mientras servía las bebidas—. Confío en que los camarotes serán de su satisfacción.

—Desde luego —contestó el hombre levantando la copa y observándola dubitativamente. Al recordar el desagradable sabor del producto, Marsh no lo culpó ni un ápice.

—Tiene usted un barco magnífico, capitán York —dijo la mujer con voz cálida—. Me parece que disfrutaré mucho del trayecto.

—Espero que todos nosotros viajemos juntos durante una temporada —contestó con cortesía Joshua—. En cuanto al Sueño del Fevre, me siento muy orgulloso de él, pero sus cumplidos deben ir dirigidos a mi socio —añadió, señalando con un pequeño gesto de la mano a Abner—. Si me permiten hacer las presentaciones, este formidable caballero es el capitán Abner Marsh, socio mío en la Compañía de Paqubotes del río Fevre y auténtico amo y señor del Sueño del Fevre, a decir verdad.

La mujer volvió a sonreír a Abner, mientras el hombre le saludaba con gesto adusto.

—Abner —continuó York—, le presento al señor Raymond Ortega, de Nueva Orleans, y a su prometida, la señorita Valerie Mersault.

—Encantado de tenerlos con nosotros —contestó Marsh con cierta torpeza.

Joshua alzó su copa. —Un brindis, por los nuevos comienzos —dijo.

Todos repitieron sus palabras, y bebieron.

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