CAPITULO DOS

Nueva Orleans, mayo de 1857

Sour Billy Tipton llegó a la Lonja Francesa pasadas las diez y presenció las subastas de cuatro cubas de vino, siete cajas de frutos secos y un cargamento de muebles, antes de que empezaran con los esclavos. De pie, en silencio, con los codos apoyados en el largo mostrador de mármol de bar que se extendía alrededor de la rotonda, tomando una copa de absenta mientras observaba a los encanteurs pregonar sus mercancías en dos idiomas. Sour Billy era un hombre oscuro, cadavérico, de rostro largo y caballuno, picado por una viruela de la juventud, y cabello fino, casposo y oscuro. Rara vez sonreía, y tenía unos ojos temibles, de hielo.

Aquellos ojos, aquellas pupilas frías y peligrosas, eran la protección de Sour Billy. La Lonja Francesa era un lugar enorme, demasiado para su gusto, y en realidad no le agradaba frecuentarlo. Estaba situada en la rotonda del hotel de San Luis, bajo una elevada cúpula por la que penetraba la luz diurna sobre el punto de puja y los licitantes. La cúpula medía casi treinta metros. Altas columnas rodeaban la sala, formando una galería. El techo estaba profusamente ornamentado, las paredes cubiertas de pinturas originales, el mostrador del bar era de sólido mármol, el suelo era de mármol, las mesas de los encanteurs eran de mármol. Los clientes eran tan selectos como la decoración; ricos plantadores de la parte alta del río, y jóvenes elegantes criollos de la vieja ciudad. Sour Billy odiaba a los criollos, con sus ricas ropas, sus andares arrogantes y sus ojos oscuros y desdeñosos. No le gustaba mezclarse con ellos. Tenían la sangre caliente y pendenciera, llegando con frecuencia al duelo y en ocasiones algunos de aquellos jóvenes se habían sentido agraviados por la forma en que Sour Billy hablaba su idioma, el francés, y miraba a sus mujeres, con su despreciable, altanero y presuntuoso americanismo. Pero cuando esto ocurría, ellos se sentían atrapados por la mirada de los ojos de Sour, descoloridos, fijos y llenos de malicia, y, con demasiada frecuencia, se volvían atrás.

Si por él fuera, acudiría a comprar negros a la Lonja americana del St. Charles, donde los modales eran menos refinados, se hablaba inglés en lugar de francés, y se sentía menos fuera de lugar. La grandeza de la rotonda del San Luis no le impresionaba, salvo por la calidad de las bebidas que allí se servían.

No obstante, seguía yendo allí una vez al mes, ya que no tenía otro remedio. La Lonja Americana era un buen lugar para comprar un bracero o un cocinero, de la negrura de piel que uno prefiriera, pero para encontrar una chica guapa, una de esas jóvenes bellezas ochavonas de tez oscura que Julian prefería, había que ir a la Lonja Francesa. Julian quería belleza, insistía en la belleza.

Sour Billy hizo lo que Damon Julian le había dicho.

Eran casi las once cuando se liquidó la última partida de vino y los comerciantes empezaron a presentar su mercancía procedente de las cárceles de esclavos de las calles Moreau, Esplanade y Common; hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, y también niños, un número desproporcionado de ellos de piel clara y rasgos blancos. También debían ser listos, pensó Sour Billy, y probablemente hablarían francés. Estaban en fila en uno de los lados de la sala para ser inspeccionados. Varios jóvenes criollos pasaban satisfechos ante ellos, haciendo leves comentarios y observando de cerca la mercancía expuesta. Sour Billy se quedó junto al bar y pidió otra absenta. El día anterior había visitado la mayoría de los patios y visto lo que había para ofrecer. Sabía lo que quería.

Uno de los subastadores dio unos golpes en la mesa de mármol con el mazo y al momento los clientes cesaron de conversar y centraron su atención en él. Hizo una seña y una mujer joven, de unos veinte años, subió insegura al cercano cuévano. Era una casi cuarterona, de ojos grandes, y tenía una cierta belleza. Llevaba un vestido de percal y lazos verdes en el pelo. El subastador empezó a cantar sus elogios efusivamente. Sour Billy observaba con desinterés mientras dos jóvenes criollos pujaban por ella. Finalmente fue vendida por 1.400 dólares.

Después vino una anciana, presentada como buena cocinera, que no fue vendida; y después una joven madre con dos niños, que se vendían en grupo. Sour Billy aguardó unas cuantas ventas más. Eran las doce y cuarto y la Lonja estaba a rebosar de licitadores y espectadores cuando llegó el producto que estaba aguardando.

Se llamaba Emily, dijo el encanteur.

—¡Mírenla, señores! —parloteó en francés—, fíjense en ella. ¡Qué perfección! Hace años que no se vende aquí algo semejante, ¡años!, y pasarán muchos más hasta que vuelva a repetirse.

Sour Billy se sintió tentado de asentir. Emily tenía dieciséis o diecisiete años, juzgó, pero ya era toda una mujer. Parecía un poco atemorizada por la subasta, pero la oscura simplicidad de sus vestidos realzaba su figura y tenía un rostro hermoso, de ojos grandes y dulces y bella piel de color café con leche. A Julian le gustaría.

La puja se animó. A los plantadores no les era de utilidad una chica tan hermosa, pero seis o siete de los criollos mostraron su entusiasmo. Sin duda, los otros esclavos le habían dado a Emily alguna idea respecto a lo que podía suponer para ella ser vendida. Era lo suficientemente hermosa para obtener, con el tiempo, la emancipación y convertirse en la amante de uno de aquellos elegantes criollos que la mantuviera en alguna casita de la calle Rampant, al menos hasta que él se casara. Acudiría a los bailes de cuarteronas de la sala de baile Orleans, con trajes de seda y lazos, y sería causa de más de un duelo. Sus hijas tendrían la piel aún más clara, y crecerían en una vida igualmente refinada. Quizá, cuando ya fuera anciana, aprendería a arreglar el cabello o se encargaría de una pensión. Sour Billy tomó un trago de su copa, con el rostro helado.

La puja subió. Al llegar a los dos mil sólo quedaban tres licitadores. En aquel punto, uno de ellos, moreno y calvo, pidió que la desnudaran. El encanteur masculló una breve orden y Emily se quitó amargamente las ropas y las apartó. Alguien hizo un impúdico elogio que levantó una oleada de carcajadas entre el público. La muchacha sonrió levemente mientras el subastador reía y añadía un comentario de su cosecha. La puja se reanudó.

A los 2.500, el hombre calvo se retiró, una vez obtenida la vista que deseaba. Quedaban dos competidores, ambos criollos. Pujaron sucesivamente en tres ocasiones, forzando el precio hasta los 3.200. Entonces dudaron, y el subastador consiguió una última puja del más joven: 3.300 dólares.

—Tres mil cuatrocientos —dijo tranquilamente su oponente. Sour Billy lo reconoció. Era un joven esbelto llamado Mantreuil, notorio jugador y duelista.

El otro hombre movió la cabeza; la subasta había terminado. Montreuil sonreía a Emily con anticipada satisfacción. Sour Billy aguardó tres latidos del corazón, hasta que el mazo estuvo a punto de caer. Entonces, apartó el vaso de absenta y dijo:

—Tres mil setecientos.

Su voz sonó alta y clara.

El encanteur y la chica se volvieron a un tiempo, sorprendidos. Montreuil y varios de sus amigos dedicaron a Billy miradas amenazadoras.

—Tres mil ochocientos —respondió Montreuil.

—Cuatro mil —dijo Sour Billy.

Era un precio elevado, incluso para aquella belleza. Montreuil cuchicheó con dos hombres próximos a él y los tres se volvieron sobre sus talones de repente, abandonando la rotonda sin una palabra más. Sus pasos resonaron airados en el mármol.

—Me parece que he ganado la subasta —dijo Sour Billy—. Vístete y prepárate para marchar.—Todos los demás lo miraban.

—¡Naturalmente! —dijo el encanteur. Otro subastador se acercó a su mesa y, a golpe de mazo, presentó a la atención del público una nueva chica. La Lonja Francesa comenzó a zumbar otra vez.

Sour Billy Tipton condujo a Emily por el largo pasaje que iba desde la rotonda hasta la calle St. Louis, pasando ante todas las elegantes tiendas, bajo las miradas curiosas de los desocupados y adinerados paseantes. Al salir a la luz del día, parpadeando a consecuencia de la claridad, Sour Billy vio acercarse a Montreuil.

—Monsieur —empezó a decir éste.

—Hable inglés si quiere hablar conmigo —dijo Sour Billy en tono cortante—. Llámeme señor Tipton, Montreuil.

Sus largos dedos se crisparon y sus fríos ojos de hielo se fijaron en el criollo.

—Señor Tipton —dijo Montreuil en un inglés correcto, sin acento. Tenía el rostro ligeramente enrojecido. Detrás de él, sus dos acompañantes permanecían atentos—. Ya he perdido otras chicas antes, ésta es sorprendente, pero no me importa haberla perdido. Lo que me parece ofensivo es su manera de pujar, señor Tipton. Me ha dejado usted en ridículo ahí dentro, tirándome a la cara su victoria, y tomándome por tonto.

—Bien, bien —respondió Sour Billy—. Bien, bien.

—Juega usted un juego peligroso —le advirtió Montreuil—. ¿Sabe quién soy? Si fuera usted un caballero, le retaría inmediatamente, señor.

—Los duelos son ilegales, Montreuil —replicó Sour Billy—, ¿no lo sabía? Además, yo no soy un caballero.

Se volvió hacia la cuarterona, que estaba a unos pasos, junto a la pared del hotel, observando a los hombres.

—Ven —le dijo, al tiempo que bajaba de la acera. La muchacha siguió tras él.

—Ya me las pagará, monsieur —gritó Montreuil a sus espaldas.

Sour Billy no le prestó más atención y dobló la esquina. Caminó a buen paso, con una firmeza en el andar que no había mostrado en el interior de la Lonja Francesa. En las calles era donde Sour Billy se sentía como en su casa, donde había crecido, donde había aprendido a sobrevivir. La esclava Emily se apresuraba tras él como podía, tropezando con sus pies desnudos en los adoquines de la acera. En las calles del Vieux Carré se alineaban casas de ladrillo y estuco, cada una con su bello balcón de hierro forjado más anchos que las estrechas aceras. En cambio, las calzadas estaban sin pavimentar y las recientes lluvias las habían convertido en barrizales. A lo largo de las aceras habían abierto canales, los profundos fosos de los cipreses estaban llenos de agua estancada, olía a suciedad y a aguas de albañal.

Pasaron junto a limpias y pequeñas tiendas y junto a cárceles para esclavos de ventanas con gruesas rejas, dejaron atrás hoteles elegantes y antros llenos de humo y de negros emancipados de mirada hosca, atravesaron callejones estrechos y húmedos, y amplios jardines con sus pozos o sus fuentes, se cruzaron con altaneras damas criollas con sus acompañantes y carabinas, y pasaron frente a un grupo de esclavos huidos y vueltos a capturar que limpiaban las acequias encadenados y con collares de hierro bajo la vigilante atención de un blanco armado de un látigo. Al poco rato, dejaron atrás por fin el Barrio Francés y se adentraron en la parte americana de Nueva Orleans, más nueva y más vulgar. Sour Billy había dejado el caballo frente a una taberna. Montó en él y le dijo a la muchacha que caminara a su lado. Salieron de la ciudad en dirección sur y pronto abandonaron las rutas principales. Sólo se detuvieron una vez, durante poco tiempo, para dejar descansar el caballo de Sour Billy y comer un poco de pan y queso que llevaba en la alforja. El hombre dejó que la muchacha bebiera agua de un arroyo.

—¿Es usted mi nuevo massa, señor?—le preguntó ella, con un inglés sorprendentemente bueno.

—Tu capataz —respondió Sour Billy—. Esta noche conocerás a Julian. Cuando llegue la oscuridad —sonrió—. Le gustarás.

Tras esto, Sour Billy le ordenó que permaneciera callada, y continuaron el camino. Como la muchacha iba a pie, avanzaba con lentitud y ya casi era de noche cuando alcanzaron la plantación de Julian. El camino bordeaba el embarcadero y zigzagueaba entre un espeso bosque en el que los árboles estaban cubiertos de musgo español. Rodearon un enorme y estéril roble y salieron a los campos teñidos de rojo por las últimas luces del sol, que se extendían descuidados y llenos de maleza desde la orilla del agua hasta la casa. Había un muelle viejo y un almacén de leña para los vapores que recorrían el río y, detrás de la mansión, se divisaba una hilera de cabañas para los esclavos. Pero no había esclavos, y los campos no habían sido labrados desde hacía años. La casa no era grande como solían serlo las pertenecientes a las plantaciones ni particularmente bella; era una vulgar estructura cuadrada de madera, cuya capa de pintura exterior empezaba a cuartearse. Lo único que destacaba en ella era una alta torre rodeada por un balcón.

—Ya estamos en casa —dijo Sour Billy.

La muchacha preguntó si la plantación tenía algún nombre.

—Lo tenía hace años —dijo Sour Billy—, cuando el propietario era Garoux. Pero enfermó y murió, junto con todos sus agradables hijos, y ya no tiene nombre. Ahora, cierra la boca y date prisa.

La condujo a la parte trasera, a su propia entrada, y abrió el candado con una llave que llevaba pendiente del cuello con una cadena. Sour Billy tenía tres habitaciones para él, en la parte de la casa destinada a los sirvientes. Empujó a Emily hacia el dormitorio.

—Quítate esas ropas —le ordenó. La muchacha le obedeció enseguida, pero se quedó mirándolo con ojos atemorizados.

—No me mires así —dijo él—. Tú eres de Julian y yo no voy a hacerte nada. Voy a calentar un poco de agua. En la cocina hay una bañera; lávate esa suciedad y vístete —abrió un armario de madera profusamente tallada y sacó un vestido largo de brocado, de color negro—. Toma, esto te servira.

La muchacha dio un respingo.

—No, no puedo ponerme una cosa así. Es un vestido de señora blanca.

—Cierra la boca y haz lo que te he dicho —replicó Sour Billy—. Julian te quiere hermosa, muchacha.

Tras esto, dejó a solas a la muchacha y se encaminó a la parte principal de la casa.

Encontró a Julian en la biblioteca, tranquilamente sentado en un gran sillón de cuero, con una copa de coñac en la mano, a oscuras. A su alrededor, cubiertos de polvo, se adivinaban los libros que habían pertenecido al viejo René Garoux y a sus hijos. Llevaban años sin que nadie los tocara. Julian Damon no era aficionado a la lectura.

Sour Billy entró y permaneció en pie a una respetuosa distancia, en silencio hasta que Julian habló.

—¿Y bien?—preguntó al fin la voz desde la oscuridad.

—Cuatro mil —dijo Sour Billy—, pero le gustará. Amable, joven y hermosa, verdaderamente hermosa.

—Los demás llegarán pronto. Alain y Jean ya están aquí, los muy estúpidos. Tienen sed. Tráela a la sala de baile cuando esté lista.

—Así lo haré —respondió Sour Billy rápidamente—. Ha habido algunos problemas en la subasta, señor.

—¿Problemas?

—Un tahur criollo llamado Montreuil. La quería también y no le gustó que se la quitara. Creo que es posible que él sienta curiosidad. Es un jugador, se le ve mucho en los salones de juego. ¿Quiere que me cuide de él una noche de éstas?

—Háblame de él —ordenó Julian. Su voz era líquida, blanda, profunda y sensual, rica como una copa de buen coñac.

—Es joven, de tez morena, ojos negros y cabello oscuro. Alto. Tiene fama de duelista. Duro, fuerte y atlético, pero de rostro agradable, como todos ellos.

—Lo veré —dijo Damon Julian.

—Sí, señor —asintió Sour Billy Tipton. Se volvió y se dirigió a la parte posterior d la casa, a sus habitaciones.

Emily estaba transformada dentro del traje de brocado. La esclava y la niña se habían desvanecido a la vez; bañada y vestida adecuadamente, se había convertido en una mujer de belleza oscura, casi etérea. Sour Billy la examinó meticulosamente.

—Resultarás —comentó—. Vamos, te espera un baile.

La sala de baile era la cámara más grande y lujosa de la casa. Tres enormes arañas de cristal tallado con cientos de pequeñas velas la iluminaban. Escenas de río en óleos magníficos colgaban de las paredes y los suelos eran de madera bellamente pulida. A un extremo de la sala, una amplia puerta doble se abría a un vestíbulo; al otro extremo, se iniciaba una gran escalinata que se dividía en dos. Las barandillas relucían.

Los invitados aguardaban ya cuando Sour Billy llegó con la muchacha.

Eran nueve personas, incluido Julian; seis hombres y tres mujeres, ellos con trajes oscuros de corte europeo y ellas con vestidos de pálidas sedas. Excepto Julian, los demás aguardaban en la escalinata, quietos y en silencio, respetuosamente. Sour Billy los conocía a todos: la pálida mujer a quien llamaban Adrienne y Synthia, y Valerie, el apuesto y moreno Raymond, con su cara de niño, Kurt, cuyos ojos ardían como brasas encendidas, y todos los otros. Uno de ellos, Jean, temblaba levemente mientras aguardaba, con los dientes blancos y largos asomándole entre los labios y ligeros espasmos en las manos. Sentía una sed furiosa, pero no se movió. Esperaba a Damon Julian. Todos esperaban a Damon Julian.

Julian cruzó la sala de baile hasta llegar a su nueva esclava, Emily. Se acercó con la gracia majestuosa de un gato, de un caballero, de un rey. Se movía como una sombra fluctuante, líquida e inevitable. Era un hombre oscuro, a pesar de que su piel era muy pálida; su cabello era negro y rizado, sus ropas sombrías, sus ojos tenían un brillo de pedernal.

Se detuvo ante la muchacha y sonrió. Su sonrisa era elegante y sofisticada.

—Exquisita —dijo simplemente.

Emily se sonrojó y empezó a tartamudear.

—Cállate —la interrumpió Sour Billy—. No hables a menos que el señor te lo diga.

Julian pasó un dedo por la mejilla oscura y suave de la muchacha y ésta tembló e intentó permanecer quieta. El le acarició lánguidamente el cabello, la tomó por la cabeza y le hizo fijar los ojos en los suyos. Emily los apartó y dio un grito, alarmada, pero Julian le asió el rostro entre ambas manos y le impidió que apartara la mirada.

—Adorable —dijo—. Eres muy hermosa, muchacha. Y nosotros apreciamos la belleza. Todos nosotros.

Le soltó el rostro, tomó una mano de la muchacha entre las suyas, la alzó, le dio la vuelta y se inclinó para depositar un suave beso en la parte interior de su muñeca.

La esclava todavía temblaba, pero no se resistió. Julian la hizo volverse un poco y le tendió su brazo a Sour Billy Tripton.

—¿Quieres hacer los honores, Billy?

Sour Billy se colocó tras él y desenvainó un machete que llevaba oculto a la espalda. Emily abrió desmesuradamente los ojos, temerosa, e intentó retroceder, pero Billy ya la había asido con fuerza y actuaba con rapidez y precisión. La afilada hoja apenas se había hecho visible y ya estaba roja: un sencillo y diestro corte en la muñeca, allí donde Julian había posado sus labios. De la herida empezó a escapar sangre que cayó gota a gota en el suelo, resonando estruendosamente en el silencio de la gran sala.

Por un instante, la muchacha dejó escapar un quejido, pero, antes de que comprendiera bien lo que estaba sucediendo, Sour Billy había enfundado de nuevo el machete y Julian le había tomado la mano otra vez. El hombre alzó por segunda vez el brazo de la muchacha, inclinó los labios sobre la muñeca ensangrentada y comenzó a chupar.

Sour Billy se retiró hacia la puerta. Los demás abandonaron la escalinata y se aproximaron, entre los suaves susurros de las sedas femeninas. Formaron un círculo hambriento en torno a Julian y a su presa, con los ojos oscuros y ardientes. Cuando Emily perdió el conocimiento, Sour Billy se precipitó hacia adelante y la sostuvo entre sus brazos. La muchacha parecía no pesar en absoluto.

—Que belleza —murmuró Julian cuando por fin se separó de ella, con los labios húmedos de sangre y los ojos pesados y satisfechos. Sonreía.

—Por favor, Damon —suplicó el llamado Jean, temblando como si tuviera un acceso de fiebre.

La sangre corría lenta y oscura por el brazo de Emily mientras Julian le dedicaba a Jean una mirada fría y cargada de maldad.

—Valeria —dijo Julian—, tú eres la siguiente.

Una joven pálida de ojos violetas y vestido amarillo se aproximó, se arrodilló delicadamente y empezó a lamer el terrible líquido; no aplicó la boca a la herida abierta hasta que hubo limpiado por completo el brazo de la desmayada Emily.

Después, a instancias de Julian, se acercaron Raymond, Adrienne y Jorge. Por último, cuando los demás hubieron terminado, Julian se volvió a Jean con una sonrisa y un gesto. Jean cayó sobre la esclava con un suspiro sofocado, arrancándola de los brazos de Sour Billy, y empezó a succionar la garganta.

Damon Julian hizo un gesto de desagrado.

—Cuando haya terminado, límpialo todo —le dijo a Sour Billy.

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