CAPITULO NUEVE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
río Mississippi,
agosto de 1857

Los días se sucedieron, tediosos, mientras el Sueño del Fevre se deslizaba Mississippi abajo.

Un vapor rápido podía hacer el recorrido de San Luis a Nueva Orleans y regreso en unos veintiocho días, contando las paradas intermedias, en las que se perdía una semana o más en los muelles para cargar y descargar mercaderías, y sumando incluso algunos posibles días de mal tiempo. Sin embargo, al paso que llevaba el Sueño del Fevre, iba a tardar más de un mes sólo el trayecto de ida. A Abner Marsh le parecía como si el río, el tiempo y Joshua York se hubieran confabulado para retrasarlo. La niebla cayó sobre las aguas durante dos días, espesa y gris como algodón sucio. Dan Albright avanzó entre ella durante unas seis horas, manejando con cautela el vapor entre sólidos y móviles muros de niebla que se apartaban y dejaban un camino abierto tras el vapor, convirtiendo a Marsh en un manojo de nervios. Si por él hubiera sido, hubieran atracado en el mismo momento en que la niebla se cerró sobre el río antes que arriesgar el Sueño del Fevre, pero en el río era él piloto quien decidía estas cosas y no el capitán, y Albright había insistido en seguir. Sin embargo, al final, la niebla se hizo demasiado densa incluso para él, y perdieron un día y medio en un varadero cerca de Menphis, contemplando el paso del agua enlodada y escuchando chapoteos lejanos. En una ocasión, se acercó una balsa con un incendio en la cubierta, y oyeron a sus tripulantes llamarles con unos gritos vagos y difusos que resonaron por el río antes de que el gris engullera a la balsa y los sonidos al mismo tiempo.

Cuando la niebla se levantó lo suficiente para que Karl Framm juzgara seguro volver a navegar, consiguieron avanzar menos de una hora a buen ritmo antes de topar con un banco de arena, debido a que Framm había intentado colarse por un atajo poco conocido para recuperar algún tiempo. Los marineros de cubierta, los fogoneros y los estibadores se repartieron por la orilla, bajo la supervisión de Hairy Mike, y tiraron del vapor para arrancarlo de la arena, pero el proceso llevó más de tres horas, y después tuvieron que avanzar con precauciones, con Albright delante, en la yola, sondeando el fondo. Por fin salieron de la zona peligrosa y volvieron a las aguas tranquilas, pero no acabaron ahí sus dificultades. Tres días después hubo una tormenta y en más de una ocasión el barco hubo de seguir el camino más largo en los recodos del río debido a obstáculos o aguas poco profundas en los atajos, o tuvo que avanzar a marcha lenta, con las palas casi inmóviles, mientras el piloto libre de servicio, junto con un oficial y varios marineros, se adelantaba con la yola para realizar las mediciones y gritar los resultados: “Una cuarta y dos”, “una cuarta menos tres”, “marca tres”. Las noches eran negras y encapotadas cuando no estaban llenas de niebla. Cuando el barco se movía, lo hacía con precaución, a un cuarto de velocidad o menos, sin que se permitiera ni fumar en la cabina del piloto y con todas las ventanas cuidadosamente cerradas y cubiertas con las cortinas para que las luces del barco no estorbaran la visión del río al timonel. Las orillas parecían bajas y desoladas durante aquellas noches, y les rodeaban como cadáveres inquietos, cambiando aquí y allá de modo que no se podía discernir con exactitud dónde había aguas profundas, o siquiera dónde terminaban las aguas y empezaba tierra firme. El río estaba oscuro como un pecado, sin luna ni estrellas sobre él. Algunas noches, incluso resultaba difícil apreciar el “halcón nocturno”, como denominaban al aparato situado a media altura en el mástil de la bandera que servía al piloto para situar con precisión las marcas de la ribera que utilizaban para guiarse. Sin embargo, Framm y Albright, aunque muy diferentes entre sí, eran ambos excelentes pilotos y mantuvieron al Sueño del Fevre en movimiento siempre que fue posible. Las ocasiones en que permanecían fondeados eran momentos en los que nada en absoluto se movía en el río, salvo troncos y almadías y un puñado de barcos de fondo plano y vapores de pequeño tamaño que apenas transportaban nada.

Joshua York les ayudó bastante; todas las noches subía a la cabina del piloto y pasaba allí las horas como un buen aprendiz.

—Acabo de decirle que en una noche como ésta no puedo enseñarle nada —le comentó en cierta ocasión Framm a Marsh durante la cena—. Yo no puedo enseñarle las marcas cuando casi no las veo, ¿no cree? Pues bien, ese hombre tiene los ojos más agudos que he visto nunca para escrutar la oscuridad. Hay veces que juraría que puede ver a través del agua, y que no le importa en absoluto lo negra que esté. Lo he tenido junto a mí y he ido diciéndole cuáles son las marcas que me guían desde la orilla, y nueve veces de cada diez las ha visto él antes que yo. Anoche creo que hubiera metido el barco en otro banco de arena de no haber sido por Joshua.

Sin embargo, York también hizo que el barco se retrasara. Por órdenes suyas, se realizaron seis paradas más, una en Greenville, otra en un embarcadero privado de Tennessee, dos en pequeñas poblaciones y dos más en unos puestos de leña. En un par de ocasiones, desapareció durante toda la noche En Memphis, York no tuvo que resolver nada en tierra, pero en todos los demás lugares hizo uso de sus prerrogativas de forma casi intolerable. Cuando atracaron en Helena, pasó toda la noche fuera, y en Napoleon les hizo perder tres días, con Simon, dedicándose a Dios sabía qué. En Vicksburg todavía fue peor; pasaron allí cuatro noches antes de que Joshua York regresara al fin al Sueño del Fevre.

El día que zarparon de Memphis, la puesta de sol fue especialmente hermosa. Los dispersos retazos de niebla adquirieron un tono anaranjado y las nubes del oeste tomaron un color rojo vívido y fiero, hasta que todo el firmamento pareció incendiarse. Sin embargo, Abner Marsh, de pie en la cubierta superior, sólo tenía ojos para el río. No había más vapores a la vista. El agua delante de ellos estaba en calma; aquí, el viento levantaba un pequeño oleaje, y allá, la corriente se deslizaba alrededor de los restos terriblemente oscuros de un árbol caído arrastrado desde la orilla, pero en general el viejo diablo estaba tranquilo. Al ponerse el sol, las aguas enfangadas adquirieron un tono rojizo, un tono que se hizo más y más intenso y oscuro hasta que el Sueño del Fevre pareció avanzar sobre un río de sangre. Luego el sol se ocultó tras los árboles y las nubes y, poco a poco, la sangre fue oscureciéndose, hasta tomar el color marrón de la sangre seca, y al fin llegó al negro, negro de muerto, negro de sepultura. Marsh contempló cómo se desvanecía el último remolino carmesí. Aquella noche no salieron las estrellas, y Marsh bajó a cenar con sangre en su mente.

Ya habían transcurrido días desde que dejaron Nueva Madrid, y Abner Marsh no había hecho nada, ni dicho nada. Pero había estado acumulando una gran cantidad de reflexiones sobre lo que había visto, o sobre lo que no había visto, en el camarote de Joshua. Naturalmente, no podía estar seguro de haber llegado a percibir una imagen concreta. Además, aunque así fuera… Quizás Joshua se había cortado en los bosques. Pero Marsh se había fijado muy bien en las manos de York la noche siguiente y no había apreciado rastros de cortes o arañazos. Quizás había matado algún animal, o había tenido que defenderse de unos ladrones. Había una docena de buenas razones, pero todas ellas resultaban inconsistentes ante el silencio de Joshua. Si éste no tenía nada que ocultar, ¿por qué se mostraba tan reservado? Cuanto más pensaba Abner Marsh en todo aquello, menos le gustaba.

Marsh había visto bastante sangre en su vida. Más bien demasiada: peleas, latigazos, duelos y enfrentamientos con armas. El río atravesaba territorio de esclavos, y allí la sangre de quienes tenían la piel negra corría con facilidad. Los estados sin esclavos no eran mucho mejores. Marsh había estado en la sangrienta Kansas durante una temporada y había visto quemar y fusilar a muchos hombres. De joven, había servido en la milicia de Illinois, y estado en la guerra con Halcón Negro. Todavía soñaba a veces con la batalla de Bad Axe, donde habían acabado con la gente de Halcón Negro, mujeres y niños incluidos, mientras trataban de cruzar el Mississippi para buscar la seguridad de la ribera occidental. Aquél había sido un día sangriento, pero necesario, pues Halcón Negro había arrasado y asolado todo Illinois.

En cambio, la sangre que pudiera o no haber habido en las manos de Joshua era algo distinto que tenía a Marsh inquieto, nervioso.

Sin embargo, se dijo Marsh, habían llegado a un acuerdo. Y un trato siempre era un trato, y todo hombre debía cumplirlos, para bien o para mal, los hiciera con un presidiario, con un tahúr o con el mismísimo diablo. Joshua York había mencionado que tenía enemigos, recordaba Marsh, y los arreglos de un hombre con sus enemigos eran asunto suyos. York había sido bastante sincero con Marsh.

Marsh llegó a esta conclusión y, seguidamente, intentó quitarse de la cabeza todo el asunto.

Sin embargo, el Mississippi se volvía sangre, y también sus sueños eran sangrientos. A bordo del Sueño del Fevre el ambiente se hacía cada vez más tenso y sombrío. Un fogonero se descuidó y el vapor le produjo quemaduras, por lo que tuvieron que bajarle a tierra en Napoleon. Un estibador se marchó en Vicksburg, lo cual era una tontería, pues aquél era territorio de esclavos, y él un emancipado. Entre los pasajeros de cubierta empezaron las reyertas. Jeffers lo achacaba al aburrimiento y al calor húmedo, sofocante y denso del mes de agosto. La escoria se vuelve loca cuando llega el calor, le apoyó Hairy Mike. Abner Marsh no estaba muy seguro. Casi parecía que eran objeto de un castigo.

Pasaron Missouri y Tennessee y Marsh se corroía. Las ciudades, pueblos y puestos de leña se sucedían unos a otros, los días se transformaron en semanas angustiosamente lentas y las ausencias de York les hicieron perder pasajeros y carga. Marsh bajó a tierra, a los bares y hoteles frecuentados por los marineros del río, y escuchó, y no le gustó nada lo que oyó respecto a su barco. Según alguien, pese a todas sus calderas, el Sueño del Fevre era demasiado grande y pesado, y bastante lento. Otro rumor afirmaba que tenían problemas con los motores, y que fácilmente podía producirse la explosión de alguna caldera. Ese rumor era muy perjudicial, pues las explosiones de calderas eran uno de los accidentes más temidos. El primer oficial de un barco de Nueva Orleans le dijo a Marsh, en Vicksburg, que el Sueño del Fevre parecía bastante bueno, pero que su capitán era un tipo de la parte norte del río que no tenía el valor suficiente para aprovechar sus posibilidades. Marsh de poco le rompe la cabeza al individuo. También se hablaba de York, de él y de sus extraños amigos, y de sus costumbres. El Sueño del Fevre estaba empezando a hacerse una cierta reputación, desde luego, pero no del tipo que Abner Marsh había previsto.

Cuando se acercaban a Natchez, Marsh ya había llegado al límite.

El cielo empezaba a oscurecerse cuando avistaron a Natchez en la distancia, unas cuantas luces brillando en la tarde ya rojiza y unas sombras cada vez más alargadas por el oeste. Había sido un buen día, a pesar del calor. Habían hecho el mejor tiempo desde que salieran de Cairo. El río tenía una pátina dorada y el sol brillaba sobre su superficie dándole aspecto de cobre bruñido, meciéndose y bailando cuando el viento soplaba sobre el agua. Marsh se había acostado por la tarde, un tanto afectado por el clima, pero salió en seguida del camarote al escuchar el sonido de la sirena en respuesta a la llamada de otro vapor que venía hacia ellos, alto y grácil. Era una conversación entre dos barcos, uno río arriba y otro río abajo, para decidir cuál pasaría por la derecha y cuál por la izquierda cuando se cruzaran. Era algo normal, que se repetía una docena de veces cada día, pero había algo en la sirena del otro barco que llamó la atención de Marsh, que le arrancó de sus sudadas sábanas y le hizo salir a la cubierta principal justo a tiempo de verlo pasar: Era el Eclipse, rápido y altivo, con su anagrama brillante entre las chimeneas reluciendo al sol, sus pasajeros agolpados en las cubiertas y su humareda espesa y poderosa. Marsh contempló el barco que se alejaba río arriba hasta que sólo se divisó de él su humareda, con una extraña sequedad en la garganta.

Cuando el Eclipse se hubo desvanecido como se desvanecen los sueños por la mañana, Marsh se volvió y miró hacia Natchez, muy próxima ya. Escuchó las campanas que indicaban la señal del próximo amarre y la sirena que volvía a sonar.

En el embarcadero se amontonaba un sin fin de vapores y, tras ellos, dos ciudades aguardaban al Sueño del Fevre. Sobre los acantilados verticales y altaneros estaba Natchez-sobre-la-Colina, la ciudad propiamente dicha, con sus calles amplias, sus árboles y flores, y sus grandes mansiones, cada una con un nombre: Monmouth, Linden, Auburn, Ravenna, Concord, Belfast, Windy Hill The Burn… Marsh había estado en Natchez media docena de veces cuando era joven, antes de tener vapores y empresas, y siempre había ido a pasear por allí arriba y contemplado aquellas magníficas casas. Eran auténticos palacios y Marsh no se sentía del todo cómodo en aquel ambiente. Las familias que residían en ellas se comportaban también como reyes; arrogantes y reservados, tomando sus bebidas de hierbabuena y sus copas de jerez, poniendo a enfriar su condenado vino, divirtiéndose con las carreras de s ls caballos purasangre o con la caza de osos, y enfrentándose en duelos a pistola o a sable por la afrenta más nimia. Ricachos, había oído Marsh que los llamaban. Eran un grupo selecto, y cada uno de ellos parecía un coronel. A veces asomaban por el embarcadero y, entonces, uno tenía que invitarles a subir a bordo y obsequiarles con cigarros y bebidas, aunque no se les tuviera simpatía.

Y, sin embargo, todos ellos parecían ajenos a lo que les rodeaba. Desde sus grandes mansiones en los acantilados, los ricachos tenían una espléndida vista sobre la majestuosa brillantez del río, pero no alcanzaban a ver lo que quedaba bajo sus pies.

Pero debajo de las mansiones, entre el río y los acantilados, había otra ciudad: Natchez-bajo-la-Colina. No habían allí columnas de mármol, ni tampoco preciosas flores exóticas. Las calles eran de fango y polvo. Alrededor del embarcadero de los vapores se agolpaban los burdeles, que ocupaban también las aceras de Silver Street, o lo que quedaba de ellas. Gran parte de la calle se había hundido en el río veinte años antes, y las aceras que aún existían estaban medio sumergidas y llenas de mujeres llamativas y jóvenes peligrosos, de ojos fríos y provocadores. La calle principal estaba llena de bares, salones de billar y salas de juego y cada noche la ciudad que estaba bajo la ciudad se agitaba y bullía. Bravatas y peleas, sangre, partidas de póker amañadas y venganzas violentas, prostitutas dispuestas a todo y hombres que le sonreían a uno mientras le robaban la cartera y le rebanaban la garganta sin dudarlo un momento. Así era Natchez-bajo-la-Colina. Whisky y carne y cartas, luces rojas y canciones estridentes y ginebra aguada, esa era la vida de la ciudad junto al río. Los marineros amaban y odiaban a la vez Natchez-bajo-la-Colina y su población de mujeres baratas, jugadores, rebanadores de cuellos, negros y mulatos emancipados, aunque los más ancianos juraban que la ciudad bajo los acantilados ya no era nada comparada con lo salvaje que había sido cuarenta años atrás, o incluso antes de que Dios enviara el huracán para limpiarla, en 1840. Marsh no sabía nada al respecto; era lo bastante salvaje para él, y allí había pasado noches memorables, hacía tiempo. Sin embargo, ahora, tenía un mal presentimiento que crecía conforme se acercaba.

Por un instante, Marsh dio vueltas a la idea de pasar de largo, de subir a la cabina del piloto y decirle a Albright que siguiera sin detenerse. Sin embargo, tenían que desembarcar pasajeros y descargar mercancías. Además, la tripulación debía estar esperando con ansiedad una noche en la fabulosa Natchez, por tanto Marsh reprimió sus recelos. Sueño del Fevre entró en el embarcadero y quedó fondeado para pasar la noche. Amortiguaron el vapor y dejaron morir el fuego en las calderas. Entonces, la tripulación se escapó del barco lo mismo que la sangre de una herida abierta. Algunos se detuvieron en el embarcadero para comprar helados o frutas a los buhoneros negros con sus carretillas, pero la mayoría se encaminaron directamente hacia Silver Street y sus cálidas luces rojas.

Abner Marsh se quedó apoyado en la barandilla de la cubierta superior hasta que empezaron a aparecer las estrellas. Una canción llegó sobre las aguas desde las ventanas de burdeles, pero no le levantó el ánimo. Por fin, Joshua abrió la puerta de su camarote y salió a la noche.

—¿Va usted a tierra, Joshua?—le preguntó Marsh.

—Sí, Abner —sonrió fríamente York.

—¿Cuánto tiempo estará fuera esta vez?

Joshua le dedicó un elegante encogimiento de hombros.

—No lo sé decir. Regresaré tan pronto como pueda, espéreme.

—Preferiría ir con usted, Joshua —dijo Marsh—. Ahí a Natchez, Natchez-bajo-la-Colina. Es un lugar difícil, y podríamos estar un mes esperándole mientras usted se pudría en cualquier rincón con la garganta cortada. Déjeme acompañarle y mostrarle la ciudad. Yo soy un hombre del río, y usted no.

—No —contestó York —. Tengo asuntos que resolver en tierra, Abner.

—Somos socios, ¿no? Sus asuntos son los míos, en lo que respecta al Sueño del Fevre.

—Tengo otros intereses además del barco, amigo mío. Cosas en las que no puede ayudarme, que tengo que hacer yo solo.

—Simon va con usted, ¿no?

—A veces. Eso es distinto, Abner. Simon y yo… compartimos intereses que le excluyen a usted.

—Una vez habló usted de enemigos, Joshua. Si se trata de eso, de cuidarse de quienes le quieren mal, entonces dígamelo. Puedo ayudarle.

—No, Abner —insistió York—. Mis enemigos no lo son de usted.

—Déjeme decidir eso, Joshua. Hasta ahora ha sido sincero conmigo. Confíe en que yo lo sea con usted.

—No puedo —contestó York en tono pesaroso—. Abner, tenemos un trato. No me haga más preguntas, por favor. Y ahora, si me permite, tengo que bajar.

Abner Marsh asintió y se apartó. Joshua pasó ante él y empezó a bajar las escaleras.

—Joshua —gritó Marsh cualldo York ya estaba casi abajo. Se volvió a mirarle—. Tenga cuidado, Joshua. Natchez puede resultar… sangrienta.

York se quedó mirándolo un largo rato con unos ojos más grises e ilegibles que el humo.

—Sí —dijo al fin—. Tendré cuidado.

Se volvió y desapareció. Abner Marsh le vio desembarcar y desaparecer en Natchez-bajo-la-Colina. Su alta y esbelta figura dejaba largas sombras bajo las lámparas humeantes. Cuando Joshua York se perdió de vista, Marsh se dio la vuelta y se encaminó al camarote del capitán. La puerta estaba cerrada con llave, tal como esperaba. Metió la mano en su gran bolsillo y sacó la llave.

Antes de colocarla en la cerradura, dudó un instante. Tener un duplicado de cada llave guardado en la caja fuerte del vapor no podía considerarse una traición, sino simple sentido común. Al fin y al cabo, algunas personas morían en camarotes cerrados con llave y siempre era mejor tener una que verse obligado a derribar la puerta. No obstante, utilizar la llave era otra cosa. Había un pacto de por medio, después de todo. Sin embargo, los socios deben confiar el uno en el otro y, si Joshua York no le otorgaba confianza, ¿cómo podía esperar que confiara en él? Resuelto, Marsh abrió la puerta y entró en el camarote de York.

Ya dentro, encendió una lámpara de aceite y cerró con llave otra vez. Se quedó quieto un momento, indeciso, y echó una mirada en derredor preguntándose qué iba a encontrar. El camarote de York era grande y lujoso y tenía el mismo aspecto que en las anteriores ocasiones en que Marsh lo había visitado. Sin embargo, allí debía haber algo que le aclarara el comportamiento de York, alguna clave para comprender la naturaleza de las particularidades de su socio.

Marsh se dirigió al escritorio, que parecía el lugar más indicado para empezar, se sentó con precaución en la butaca de York y empezó a examinar los periódicos. Los manejó con cuidado, fijándose en la posición de cada uno antes de tomarlo, para poderlo dejar todo exactamente como lo había encontrado al entrar. Los periódicos… eran sólo periódicos. Debía haber unos cincuenta en el escritorio, antiguos y recientes, el Herald y el Tribune de Nueva York, varios de Chicago, todos los de San Luis y Nueva Orleans, otros de Napoleon y Baton Rouge, de Memphis, Greenville, Vicksburg y Bayou Sara, y semanarios de una docena de pequeñas poblaciones de la ribera. La mayoría estaba intacta. Pero de unos cuantos se habían recortado noticias.

Bajo el montón de periódicos, Marsh encontró dos grandes libros encuadernados en piel. Los sacó con cuidado, intentando ignorar el espasmo nervioso de su estómago. Marsh pensó que podían contener anotaciones personales, algo que le dijera de dónde venía York y adónde se proponía ir. Abrió el primer libro y frunció el ceño, disgustado. No era un diario. Sólo eran recortes de periódico, cuidadosamente pegados. Bajo cada uno de ellos, Joshua había anotado la fecha y el lugar de procedencia.

Marsh leyó el primer recorte, procedente de un periódico de Vicksburg, acerca de un cuerpo que habían encontrado en la orilla del río. La fecha era de seis meses atrás. En la página opuesta había otros dos, ambos también de Vicksburg: una familia encontrada muerta en una cabaña a treinta kilómetros de la ciudad, y una muchacha negra —probablemente fugitiva —encontrada cadáver en el bosque, debido a causas desconocidas.

Marsh pasó unas páginas, leyó algo y siguió pasando páginas. Al cabo de un rato cerró el libro y abrió el otro. Lo mismo. Páginas y páginas de cadáveres, muertes misteriosas, cuerpos descubiertos aquí y allá, todos ordenados por ciudades. Marsh cerró los libros y los devolvió a su lugar. Intentó encontrar sentido a lo que acababa de ver. Los periódicos traían muchas otras noticias de muertes y asesinatos que York no se había molestado en recortar. ¿Por qué? Repasó unos cuantos periódicos más hasta estar seguro. Entonces, frunció el entrecejo. Parecía que a Joshua no le interesaban en absoluto las muertes por disparos o cuchilladas, ni los ahogados, ni los muertos en explosiones de calderas o quemados, ni tampoco los jugadores y ladrones colgados por la ley. Las noticias que recopilaba eran diferentes. Muertes que nadie podía explicar, tipos con las gargantas abiertas, cuerpos mutilados y desgarrados, o en avanzado estado de descomposición para que nadie pudiera decir de qué habían muerto, cuerpos sin huellas, encontrados muertos sin razón aparente alguna, o hallados con heridas tan pequeñas que habían pasado inadvertidas en el primer examen, cadáveres intactos, pero desangrados. Entre los dos libros, debían haber unos cincuenta o sesenta relatos, recopilación de nueve meses de muertes producidas a todo lo largo del bajo Mississippi.

Por un momento, Abner tuvo miedo ante el pensamiento de que quizás Joshua recopilaba los relatos de sus propias fechorías. Sin embargo, al pensarlo mejor, comprobó que no podía ser. Algunos casos, quizás, pero en otros las fechas no correspondían; Joshua había estado con él en San Luis o en New Albany o a bordo del Sueño del Fevre cuando aquellas personas habían encontrado sus horribles finales. No podía ser el responsable.

En cambio, observó Marsh, había una clara relación con las paradas que había ordenado York, con sus viajes secretos a tierra firme. Estaba visitando los lugares donde se habían producido dichas muertes, uno por uno. ¿Qué andaba buscando? ¿Qué… o a quién? ¿Un enemigo? ¿Un enemigo que había sido el causante de todas esas muertes, subiendo y bajando por el río? Si era así, Joshua debía estar del lado del bien, pero entonces ¿por qué el silencio, si sus fines eran justos?

Al llegar a este punto, Marsh dedujo que tenía que haber más de un enemigo. Ninguna persona podía, ella sola, ser responsable de todas las muertes recogidas en los libros y, además, Joshua había dicho “enemigos”. Por otro lado había regresado de Nueva Madrid con las manos manchadas de sangre, pero ello no había interrumpido su búsqueda.

No conseguía encontrarle sentido.

Marsh empezó a revisar los cajones y rincones del escritorio de York. Papeles, sobres y cartas de lujo con una imagen del Sueño del Fevre impresa y el nombre de la compañía, otros sobres, tinta, media docena de plumas, un secante, un mapa de la cuenca del río con varios puntos señalados, crema de limpiar botas, lacre… En pocas palabras, nada que le diera una pista. En un cajón encontró unas cartas y las leyó esperanzado, pero no decían nada. Dos de ellas eran cartas de crédito y el resto simple correspondencia comercial con sus agentes en Londres, Nueva York, San Luis y otras ciudades. Marsh encontró una de un banquero de San Luis en la que se refería a la Compañía de Paquebotes del río Fevre. “En mi opinión, es la que mejor se adapta a los propósitos de que me habló. Su propietario es un experimentado hombre del río con reputación de honesto, de aspecto no muy agradable, pero honrado, y que recientemente ha padecido algunos reveses de fortuna que pueden hacerle receptivo a lo que usted se propone ofrecerle.” La carta proseguía, pero no le dijo a Marsh nada que no supiera ya.

Tras devolver las cartas donde las había encontrado, Abner Marsh se levantó y recorrió el camarote a la busca de algo más, de algo importante. No encontró nada; ropa en los cajones, la horrible bebida de York en su sitio, trajes colgados en el armario, y libros por todas partes. Miró los títulos de los volúmenes que había junto a la cama: uno era de poemas de Shelley y el otro una especie de libro de medicina del que apenas entendió una palabra. En las estanterías encontró más de lo mismo: mucha ficción y poesía, gran cantidad de historia, libros de medicina, filosofía y ciencias naturales, un viejo y polvoriento tomo sobre alquimia y un estante completo de volúmenes en lenguas extranjeras. Había algunos libros sin título, encuadernados a mano en cuero bellamente repujado y páginas en los bordes en oro, y Marsh sacó uno con la esperanza de que fueran éstos el diario que andaba buscando y que le daría la respuesta a sus preguntas. Pero, aunque lo fuera, no le sería posible leerlo; las palabras pertenecían a un código ilegible y grotesco, y la mano que las había escrito no era precisamente la de Joshua puesto la escritura no mostraba los rasgos airosos de la de éste, sino otros apretados y minúsculos.

Marsh recorrió el camarote una última vez para asegurarse de que no había pasado nada por alto y, finalmente, se decidió a salir casi tan ignorante como había entrado. Introdujo la llave en la cerradura, le dio la vuelta con cuidado, apagó la lámpara, salió y volvió a cerrar la puerta tras sí. Fuera hacía un poco de frío, y Marsh advirtió que estaba empapado de sudor. Deslizó la llave en el bolsillo del tabardo y se volvió para irse.

Se detuvo al instante.

A pocos pasos, la vieja y cadavérica Katherine le miraba fijamente con ojos fríos y malévolos. Marsh decidió seguir adelante, como si nada hubiera pasado. Se llevó la mano a la gorra.

—Buenas noches, señora —la saludó.

Katherine le sonrió levemente, con un rictus horripilante que transformó su rostro lobuno en una máscara de tenebrosa alegría.

—Buenas noches, capitán —le contestó.

Sus dientes, advirtió Marsh, eran amarillentos y muy largos.

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