CAPITULO TREINTA

Los años de la fiebre:
noviembre de 1857–abril de 1870

Ambos fueron fieles a sus promesas. Abner Marsh siguió buscando, pero no encontró su barco.

Dejaron la plantación Gray en cuanto Karl Framm recuperó suficientes fuerzas para viajar, varios días después de la desaparición de Joshua. Gray y sus hijos se habían mostrado muy curiosos durante aquellos días, al ver que no publicaban nada los periódicos sobre la explosión de un vapor, que los vecinos no la habían oído, y que Joshua había escapado. Cuando Toby, Karl Framm y él ascendieron el río, el Sueño del Fevre no estaba, como era de esperar. Marsh regresó a San Luis.

Continuó la búsqueda durante el largo y terrible invierno. Escribió más cartas, merodeó por bares y billares próximos a los muelles, contrató varios detectives, leyó demasiados periódicos, encontró a Yoerger y Grove y el resto de la tripulación del Eli Reynolds y los envió río arriba y abajo, en camarote, para que buscaran. Nada. Nadie había visto el Sueño del Fevre, ni tampoco el Ozymandias. Abner Marsh pensó que le habrían cambiado el nombre otra vez. Leyó todos los malditos poemas que Byron y Shelley habían escrito, pero en esta ocasión no hubo suerte. Llegó a aprendérselos de memoria, e incluso leyó a otros poetas, pero lo único que encontró por ese camino fue un vapor del Missouri de palas en popa y aspecto miserable, llamado el Hiawatha.

Marsh recibió, de hecho, un informe de los detectives, pero no le decía nada que no imaginara ya. El vapor de ruedas a los costados Ozymandias había salido de Natchez aquella noche de octubre con unas cuatrocientas toneladas de carga, cuarenta pasajeros de camarote y casi el doble en cubierta. La carga nunca fue entregada, ni se había vuelto a ver al vapor ni a los pasajeros, excepto en algunos puestos de leña justo a la salida de Natchez. Abner Marsh releyó aquel informe al menos media docena de veces, preocupado. Los tiempos de paso ante los puestos eran bastante mediocres, lo que indicaba que Sour Billy estaba haciéndolo condenadamente mal, a menos que estuviera manteniendo tal velocidad para que Julian y su gente de la noche tuvieran una apacible travesía. Ciento veinte personas se habían esfumado. A Marsh le entró un sudor frío. Contempló la carta y recordó lo que le había dicho Damon Julian: nadie en el río olvidará nunca su Sueño del Fevre.

Durante meses, Abner Marsh fue víctima de terribles pesadillas sobre un barco que se deslizaba por el río, todo negro, con todas las lámparas y velas apagadas, con grandes y negros lienzos alquitranados colgados alrededor de la cubierta principal para que ni el resplandor rojizo de los hornos escapara, un barco oscuro como la muerte y negro como el pecado, una sombra moviéndose a través de la niebla y bajo la luz de la luna, apenas visible, silencioso y rápido. En sus sueños, el barco no hacía ningún ruido al avanzar, y unas formas blancas merodeaban en silencio por sus cubiertas y por su gran salón, y en sus camarotes los pasajeros se apretujaban aterrados, hasta que las puertas se abrían a la medianoche y empezaban a gritar. Una o dos veces, Marsh se despertó gritando también y ni siquiera despierto podía olvidar su barco soñado envuelto en sombras y gritos, con un humo más negro que los ojos de Julian y un vapor del color de la sangre.

Cuando el hielo empezó a fundirse en la parte superior del río, Abner Marsh se tuvo que enfrentar con un difícil problema. No había encontrado el Sueño del Fevre y la búsqueda le había llevado al borde de la ruina. Los libros de contabilidad le relataban una triste historia: sus arcas estaban casi vacías. Poseía una compañía de vapores sin ningún barco y no le quedaban fondos para comprar o construir uno modesto. Así pues, aun contra su voluntad, Marsh escribió a sus agentes y detectives para terminar la cacería.

Con el poco dinero que le había quedado subió río arriba, donde el Eli Reynolds seguía todavía posado en el atajo donde había embarrancado. Le ajustaron un nuevo timón y le arreglaron un poco la rueda de palas, y aguardó a las crecidas de primavera. La crecida llegó y el atajo se hizo practicable otra vez, y Yoerger y su tripulación condujeron al Reynolds a San Luis, donde se le puso una rueda de palas nueva, otro motor con el doble de potencia y una segunda caldera. Incluso lo volvieron a pintar, y compraron una alfombra amarilla esplendorosa para el salón principal. Luego, Marsh se lanzó al comercio de Nueva Orleans, para el cual el barco era demasiado pequeño, demasiado viejo y mal dotado, pero pudo continuar así la búsqueda con sus propios medios.

Abner sabía, ya antes de comenzar, que casi no había ninguna esperanza. Sólo entre Cairo y Nueva Orleans, había unos mil setecientos kilómetros de río. Después estaba el alto Mississippi, por encima de Cairo hasta las cataratas de St. Anthony, y estaba el Missouri, el Ohio y el Yazoo, y el río Rojo y unos cincuenta afluentes navegables para los vapores, la mayoría de los cuales tenían a su vez tributarios, por no mencionar todas las pequeñas cañadas y atajos que eran navegables sólo parte del año, cuando se tenía un buen piloto. El Sueño del Fevre podía estar oculto en cualquiera de ellos, y si el Eli Reynolds pasaba ante él sin reconocerlo, significaría comenzar otra vez toda la búsqueda. Miles de vapores llenaban el Mississippi y su sistema de navegación fluvial, y muchos se iniciaban en el negocio cada mes, lo que significaba un montón de nombres nuevos que comprobar a través de los periódicos. Sin embargo, Marsh era, ante todo, obstinado. Siguió buscando, y el Eli Reynolds se convirtió en su hogar.

No consiguió muchos contratos. Los vapores más grandes, rápidos y lujosos del río competían por el recorrido San Luis-Nueva Orleans, y el Reynolds, con lo viejo y lento que era, atraía a pocos pasajeros.

—No es que sea más lento que un caracol y dos veces más feo —le dijo uno de sus empleados a Marsh en el otoño de 1858, al darle aviso de que se iba para ocupar otro puesto—. Es también usted, si quiere que le diga la verdad.

—¿Yo?—rugió Marsh—. ¿Qué diablos quiere decir?

—La gente del río habla, ya sabe usted. Dicen que tiene encima una especie de maldición, peor que la del Drennan White. A uno de sus barcos le estallaron las calderas, dicen, y todo el mundo murió. Otros cuatro quedaron estrujados e inservibles entre el hielo. Otro fue quemado después de que todos los que iban en él murieran de la fiebre amarilla y el último, se dice que lo embarrancó usted mismo después de un ataque de locura y de golpear al piloto con un garrote.

—¡Maldito estúpido piloto! —exclamó Abner.

—Y ahora le digo, ¿ quién querrá viajar con un hombre maldito como usted? O siquiera trabajar para él. Yo no, se lo aseguro. Yo no.

El hombre que había contratado para sustituir a Jonathon Jeffers le rogó una vez más a Abner que sacara el Eli Reynolds del tráfico de Nueva Orleans y que efectuara el trabajo en el alto Mississippi o en el Illinois, para los cuales estaba mejor dotado, o incluso el Missouri, que era duro y peligroso pero enormemente provechoso si el barco no se estrellaba contra los salientes. Abner Marsh se negó y se enfadó con el hombre al insistir éste. Pensaba que no había ninguna oportunidad de encontrar al Sueño del Fevre en los ríos del norte. Además, durante los últimos meses había estado haciendo paradas secretas en ciertos puestos de leña de Louisiana y en islas desiertas del Mississippi y de Arkansas, tomando a bordo esclavos fugitivos y llevándolos al norte, a los estados libres. Toby le puso en contacto con un grupo llamado el “ferrocarril subterráneo”, que preparaba todos los detalles. Abner Marsh no tenía ninguna simpatía a los malditos ferrocarriles e insistía en llamarlo el “río subterráneo” pero de todos modos se sintió satisfecho de esa actividad pues consideraba que, de algún modo, estaba haciéndole daño a Damon Julian. En ocasiones, se mezclaba con los huidos en la cubierta principal y les preguntaba por la gente de la noche y el Sueño del Fevre, imaginándose que quizá los negros conocían cosas que los blancos ignoraban, pero ninguno supo decirle nada de utilidad.

Durante casi tres años, Abner Marsh continuó la búsqueda. Fueron años difíciles. En 1860, Marsh estuvo muy endeudado a causa de las pérdidas que le ocasionaba el Reynolds. No le quedó más remedio que cerrar las oficinas que mantenía en San Luis, Nueva Orleans y otras ciudades del río. Las pesadillas ya no le atormentaban como antes, pero con el paso de los años fue haciéndose más y más solitario. A veces le parecía que los tiempos pasados con Joshua York en el Sueño del Fevre habían sido los únicos momentos que verdaderamente había vivido, y que los meses y años transcurridos desde entonces habían pasado como un sueño. Otras veces, pensaba todo lo contrario, que aquello —los números rojos del libro de contabilidad, la cubierta del Eli Reynolds bajo sus pies, el olor del vapor o las manchas sobre la alfombra amarilla nueva— era lo verdaderamente real. El recuerdo de Joshua, el esplendor del gran barco que habían construido juntos, el frío terror que Julian le había inoculado aquello era el sueño. No era extraño, pues, que se hubieran desvanecido y que la gente del río le tomara por loco.

Los acontecimientos del verano de 1857 parecieron todavía más irreales cuando, uno por uno, todos los que habían compartido alguna de las experiencias de Marsh comenzaron a marcharse. El viejo Toby Lanyard se había ido al este un mes después de regresar a San Luis. Ser devuelto a la esclavitud una vez había sido suficiente para él, y lo único que deseaba ahora era alejarse lo más posible de los estados esclavistas. Marsh recibió una breve carta del cocinero a primeros de 1858, en la que le decía que había encontrado un buen empleo en un hotel de Boston. Después de aquello, no volvió a saber de Toby nunca más. Dan Albright se colocó en un nuevo y reluciente barco de palas a los costados en Nueva Orleans. Sin embargo, en el verano de 1857, Albright y su barco tuvieron la desgracia de estar en Nueva Orleans durante un violento brote de fiebre amarilla. Miles de personas murieron, entre ellas Albright, y eventualmente llevó a la ciudad a mejorar su sistema sanitario para que no fuera tan parecido a una cloaca abierta durante el verano. El capitán Yoerger dirigió el Eli Reynolds para Marsh hasta el término de la estación de 1859, cuando se retiró a su granja de Wisconsin, donde murió en paz un año después. Tras la marcha de Yoerger, Marsh tomó personalmente el mando del barco para ahorrar un sueldo. En aquel tiempo, sólo un puñado de rostros familiares permanecía entre la tripulación. Doc Turney había sido atracado y muerto en Natchez-bajo-la-Colina el verano anterior y Cat Grove había abandonado el río por completo para dirigirse primero a Denver, después a San Francisco y, por último, a la China o al Japón, o a cualquier otro lugar dejado le la mano de Dios. Marsh contrató a Jack Ely, su viejo segundo maquinista del Sueño del Fevre, para sustituir a Turney, y tomó también a algunos marineros más que le habían servido en el desaparecido vapor, pero todos murieron o se fueron o aceptaron otros empleos. Para 1860, sólo quedaban el propio Marsh y Karl Framm de todos los que habían vivido con ellos los días de triunfo y de terror de 1857. Framm pilotaba el Reynolds, aunque todas sus referencias le hacían candidato al timón de un barco mucho mayor y más prestigioso. Framm recordaba de entonces muchas cosas que no comentar, ni siquiera con Marsh. Todavía conservaba su buen carácter, pero ya no salía relatar tantas historias, y Marsh podía ver en sus ojos un temor que nunca estuvo allí antes. Framm siempre llevaba una pistola consigo.

—Por si acaso los encuentro —decía.

—Esa cosilla no va hacerle ningún efecto a Julian —se burló de él una vez Abner.

Karl Framm conservaba todavía su taimada sonrisa, y su diente de oro brilló a la luz, pero no había alegría en su mirada cuando habló.

—No es para Julian, capitán. Es para mí. No volverán a cogerme con vida —miró a Marsh—. Puedo hacer lo mismo por usted, si llega el caso.

—No llegaremos a eso —le contestó Marsh, abandonando la cabina del piloto.

Marsh recordaría aquella conversación el resto de sus días. También recordaría una fiesta de Navidad en San Luis, en 1859, que ofreció el capitán de uno de los grandes barcos del Ohio. Marsh y Framm asistieron, junto con todos los demás marineros de la ciudad. Cuando todo el mundo hubo bebido un poco se empezaron a contar historias del río. Marsh las conocía todas, pero era reconfortante y tranquilizador escuchar a los tipos narrarlas una vez más a los comerciantes y banqueros y a las mujeres hermosas que no las habían oído nunca. Hablaron del Old Al, el rey de los caimanes, del vapor fantasma de Raccourci, del Mike Fink y el Jim Bowie, del Roarin Jack Russell, y de la gran carrera entre el Eclipse y el A. L. Shotwell, del piloto que conducía a su barco, entre la niebla, por un peligroso paso del río, incluso después de muerto, y del maldito vapor que había llevado la viruela río arriba, veinte años antes, y que había matado a unos veinte mil indios.

—Arruinó el comercio de pieles —concluyó el narrador. Todo el mundo rió, excepto Marsh y otros dos. Después, alguien empezó a farolear sobre barcos imposiblemente grandes, el Hurricano y el E. Jenkins y otros, que cultivaban sus propios bosques en las cubiertas y tenían unas ruedas tan grandes que necesitaban todo un año dar la vuelta entera. Abner Marsh sonrió.

Karl Framm se abrió paso entre la multitud, con una copa de coñac en las manos.

—Yo sé una historia —dijo, con un ligero deje a borrachera—, que es cierta. Existe un barco llamado Ozymandias, ¿sabéis…?

—Nunca he oído hablar de él —dijo alguien. Framm sonrió.

—Y será mejor que no lo veas nunca, porque si lo encuentras no lo contarás. Sólo navega de noche, ese barco. Y es oscuro, todo él oscuro. Pintado de negro como sus chimeneas todo él, pero dentro tiene un salón con una alfombra del color de la sangre y por todas partes lleva espejos enmarcados en plata que no reflejan nada. Esos espejos están siempre vacíos, aunque haya muchas personas a bordo, individuos de tez pálida vestidos con buenas ropas. Individuos que sonríen mucho, pero que no se reflejan en los espejos.

Alguien se sobrecogió. Todos se habían callado.

—¿Por qué?—preguntó un maquinista a quien Marsh conocía un poco.

—Porque están muertos —dijo Framm—. Todos ellos, del primero al último, todos están muertos. Sólo que no descansan en paz. Son pecadores y han de seguir en el barco para siempre, en ese barco negro de alfombras rojas y espejos vacíos, arriba y abajo por el río, sin tocar nunca puerto, no señor.

—Fantasmas —dijo alguien.

—Brujería —añadió una mujer—, igual que en el barco de Raccourci.

—¡Diablos, no!—continuó Karl Framm—. Se puede pasar por medio de un fantasma, pero no del Ozymandias. Es totalmente real, y lo aprenderéis pronto, para vuestra desgracia, si os topáis con él de noche. Esos muertos en vida están hambrientos. Beben sangre, ¿sabéis? Sangre roja y caliente. Se ocultan en la oscuridad y, cuando ven aproximarse las luces de otro barco, salen en su persecución y, cuando lo atrapan, suben a bordo todos aquellos rostros sonrientes y pálidos, con sus ricos vestidos. Y después hunden el barco, o lo queman, y a la mañana siguiente no queda nada, salvo un par de chimeneas sobresaliendo en el río, o quizá un naufragio lleno de cadáveres. Excepto los pecadores. Los pecadores suben a bordo del Ozymandias y navegan en él para siempre —dio un sorbo al coñac y sonrió—. Así que si alguna vez estáis en el río de noche y veis una sombra en el agua a vuestra espalda, mirad bien. Puede ser un vapor pintado todo de negro y con una tripulación blanca como los fantasmas. No lleva luces, ese Ozymandias, así que a veces no se le ve hasta que está justo detrás de uno, con sus palas negras batiendo el agua. Si lo veis, será mejor que tengáis un buen piloto, y un poco de petróleo o un poco de sebo a bordo. Porque es un barco grande y muy rápido, y cuando te alcanza de noche estás perdido. Atended a su sirena. Sólo la hace sonar cuando sabe que tiene algún barco bajo su poder así que, si la escucháis, empezar a contar vuestros pecados.

—¿Cómo suena esa sirena?

—Exactamente como un hombre gritando —respondió Karl Framm.

—Dime otra vez el nombre —pidió un joven piloto.

Ozymandias —contestó Framm. Sabía pronunciar bien aquella rara palabra.

—¿Qué significa eso?

Abner Marsh se puso en pie.

—Es de un poema —intervino—. “Mirad mis obras, vosotros los poderosos, desesperados.”

Los reunidos le miraron sin entender nada, y una dama gorda se echó a reír con una risa nerviosa y disimulada.

—Hay maldiciones y cosas peores en ese viejo diablo del río —apuntó un sobrecargo de poca estatura. Mientras hablaba, Marsh asió a Karl Framm del brazo y le arrastró fuera.

—¿Por qué demonios ha tenido que contar esa historia? —le preguntó al piloto.

—Para meterles miedo —dijo Framm—. Para que si lo ven alguna maldita noche, tengan el sentido común de echar a correr.

Abner Marsh caviló considerando aquello y, por último, inclinó ligeramente la cabeza en señal de aceptación.

—Supongo que no importa. Lo llamó con el nombre que le puso Sour Billy. Si hubiera mencionado el Sueño del Fevre, le hubiera arrancado la cabeza allí mismo, ¿me oye?

Framm le oyó, pero no le importó mucho. La historia corría de boca en boca, para bien o para mal. Marsh escuchó una versión distorsionada en labios de otro hombre un mes después, mientras cenaba en el “Albergue de los Plantadores”, y otras dos veces durante aquel invierno. El relato cambió en varios extremos, naturalmente, e incluso el nombre del barco negro. Ozymandias era un nombre demasiado extraño para la mayoría de los narradores, al parecer. Sin embargo, aunque no mencionaran el nombre del barco, la historia seguía siendo la misma.

Poco más de medio año después, Marsh escuchó otra historia, que cambiaría su vida.

Acababa de sentarse a cenar en un pequeño hotel de San Luis, más barato que el “Albergue de los Plantadores” y que el “Sureño”, pero que servía buenas comidas. También estaba menos frecuentado por la gente de los barcos, cosa que convenía a Marsh. Sus viejos amigos y rivales le miraban de una forma rara aquellos últimos años, o le evitaban como si fuera un gafe, o simplemente aceptaban sentarse a su mesa para hablar de sus infortunios, y Marsh no tenía paciencia para nada de todo aquello. Prefería que lo dejaran solo. Aquel día de 1860 estaba allí sentado, tranquilamente, bebiendo una copa de vino a la espera de que el camarero le sirviera el pato asado con batata y judías y el pan caliente que había pedido, cuando le abordaron.

—Llevaba un año sin verle —dijo el tipo. Marsh le reconoció vagamente. El hombre había sido fogonero en el A. L. Shotwell unos años antes. Con un gruñido, le invitó a tomar asiento.

—No le importa, ¿verdad? —dijo el ex fogonero, sentándose inmediatamente y empezando a parlotear. Ahora era segundo maquinista en un nuevo barco de Nueva Orleans del que nunca había oído hablar Marsh, y le llenó de chismes y noticias del río. Marsh le escuchó educadamente, preguntándose cuándo le traerían la comida. No había tomado nada en todo el día.

Acababa de llegar el pato, y Marsh estaba untando de mantequilla un pedazo de estupendo pan caliente cuando el maquinista dijo:

—¿Ha oído hablar de la gran tormenta de Nueva Orleans?

Marsh masticó el pan, tragó y tomó otro trozo.

—No —murmuró, sin gran interés.

Aislado como vivía, no llegaba hasta él gran cosa sobre inundaciones, tormentas y demás calamidades. El hombre silbó por entre la hendidura de sus dientes amarillentos.

—Diablos, fue una cosa terrible. A un montón de barcos se les rompieron las amarras y fueron zarandeados a base de bien. El Eclipse era uno de ellos. Oí que había salido con graves desperfectos.

Marsh tragó el trozo de pan y dejó en el mantel el cuchillo y el tenedor que acababa de asir para trinchar el pavo.

—El Eclipse —murmuró.

—Sí.

—¿Cómo de graves?—preguntó Marsh—. El capitán Sturgeon volverá a ponerlo en condiciones, ¿verdad?

—Diablos, quedó demasiado malparado para eso —contestó el maquinista—. Según oí, lo utilizarán de muelle en Memphis.

—De muelle —repitió Marsh quedamente, pensando en aquellos viejos y cansados cascos grises que formaban los muelles de San Luis y Nueva Orleans y las demás grandes ciudades portuarias del río, cascos desprovistos de motores y calderas, cáscaras vacías utilizados solamente para cargar mercancía y trasladar carga—. No puede ser… Ese barco…

—Bueno, supongo que es lo que se merece —dijo el tipo—. Diablos, le hubiéramos ganado con el Shotwell a no ser por…

Marsh emitió un gruñido estrangulado en lo más hondo de la garganta.

—¡Fuera de aquí!—rugió—. Si no fuera porque estuvo en el Shotwell le pegaba ahora mismo una patada y lo echaba a la calle por lo que acaba de decir. Y ahora, ¡largo de aquí!

El maquinista se levantó rápidamente.

—¡Está tan loco como decían! —masculló antes de irse.

Abner Marsh permaneció sentado en aquella mesa larguísimo rato, sin tocar la comida que tenía ante sí, sin mirar nada en concreto y con una extraña y fría mirada en sus ojos. Por fin, se le acercó tímidamente un camarero.

—¿Le pasa algo a su pato, capitán?

Marsh miró hacia el plato. El pato se había enfriado un poco y la grasa empezaba a solidificar a su alrededor.

—Ya no tengo hambre —dijo. Apartó el plato, pagó la cuenta y se fue.

Pasó la semana siguiente trabajando sobre sus libros de contabilidad, sumando las deudas. Después, llamó a Karl Framm.

—Ya no tiene sentido —le dijo Marsh—. Ya nunca podrá correr contra el Eclipse, aunque lo encuentre, que no lo encontraré. Estoy harto de buscar. Voy a llevar el Reynolds al tráfico del Missouri, Karl. Tengo que ganar un poco de dinero.

Framm se quedó mirándolo con expresión acusadora.

—No tengo licencia para el Missouri.

—Lo sé. Puede irse. De todos modos, merece un barco mejor que el Reynolds.

Karl Framm dio una chupada a la pipa y no dijo nada. Marsh no se atrevió a mirarle a los ojos, y revolvió algunos papeles.

—Le pagaré todos los salarios que le debo —dijo.

Framm asintió y se volvió para irse. Al llegar a la puerta se detuvo.

—Si consigo un barco, seguiré buscando. Si lo encuentro, se lo haré saber.

—No lo encontrará —respondió Abner en tono convencido. A continuación Framm cerró la puerta y desapareció del barco y de la vida de Abner Marsh, y éste se quedó solo como nunca lo había estado. Ahora no quedaba nadie más que él, nadie que recordara el Sueño del Fevre ni el traje blanco de Joshua ni el infierno que llamaba desde el fondo de los ojos de Damon Julian. Ahora sólo seguía vivo porque Marsh lo recordaba, y Marsh se disponía a olvidar.

Pasaron los años.

El Eli Reynolds hizo dinero en el tráfico del Missouri. Durante casi un año navegó por la zona y Marsh lo capitaneó, y sudó con él y atendió a su carga, a sus pasajeros y a sus libros de contabilidad. Con sus dos primeros viajes obtuvo lo suficiente para pagar tres cuartas partes de sus considerables deudas. Pudo haberse hecho rico, de no haber conspirado contra él los acontecimientos del mundo: la situación de Lincoln (Marsh votó por él, pese a ser republicano), la secesión, el bombardeo de Fuerte Sumter. Marsh pensó con frecuencia en las palabras de Joshua York conforme se acercaba la carnicería: “La sed roja vive en esta nación, y sólo la sangre la saciará.”

Y costó una gran cantidad de sangre, pensó Marsh con amargura cuando todo hubo pasado. Rara vez hablaba de la guerra, o de sus experiencias en ella, y mostraba poca paciencia con quienes explicaban las batallas una y otra vez.

—Hubo una guerra —solía decir en voz alta—. Y la ganamos. Ahora ya ha pasado, y no veo la necesidad de contarla una vez y otra, como si fuera algo de lo que hubiera que enorgullecerse. Sólo una cosa buena se sacó de ella, y fue terminar con la esclavitud. El resto no sirvió de nada. Matar a un hombre no es motivo para sentirse orgulloso, maldita sea.

Marsh y el Eli Reynolds regresaron al alto Mississippi durante los primeros años de la lucha, llevando tropas desde St. Paul y Wisconsin y Iowa hacia el sur. Después, se enroló en un buque armado de la Unión, y entró en acción en un par de batallas fluviales.

Karl Framm también luchó en el río. Marsh oyó que había muerto en la batalla de Vicksburg, pero nunca llegó a tener la certeza absoluta.

Cuando llegó la paz, Marsh regresó a San Luis e introdujo al Reynolds en el transporte del alto Mississippi. Formó durante poco tiempo sociedad con los capitanes propietarios de cuatro barcos rivales, estableciendo una línea de paquebotes con viajes regulares para competir con más eficacia ante las grandes compañías que dominaban el curso alto del río. Sin embargo, todos ellos eran hombres duros y de voluntad férrea, y al cabo de medio año de peleas y bravatas la compañía se disolvió. Por aquella época, Abner Marsh descubrió que ya no le quedaban ánimos para seguir en el negocio de los vapores. El río había cambiado. Después de la guerra, no parecían quedar más de una tercera parte de los vapores que antes habían surcado las aguas de la cuenca, pero la competencia era más dura puesto que los ferrocarriles abarcaban cada vez más cantidad de tráfico de mercancías y pasajeros. Ahora, cuando uno llegaba a San Luis, encontraba quizá una docena de vapores en el embarcadero, cuando antes los barcos se apretujaban a lo largo de más de un kilómetro. También hubieron otros cambios después de la guerra. El carbón empezó a sustituir a la leña en casi todas partes, a excepción de las zonas más salvajes del Missouri. Llegaron interventores federales con una serie de normas y leyes que había que seguir, registros de seguridad, comprobaciones y todo tipo de cosas, e incluso se prohibieron las carreras entre barcos. Los marineros también cambiaron. La mayoría de los hombres que Abner había tratado estaban muertos o retirados, y quienes ocupaban sus lugares eran extraños con costumbres extrañas. El viejo marinero bullicioso, malediciente, malgastador y salvaje que le daba a uno palmadas en la espalda, le invitaba a copas durante toda la noche y le contaba a uno exageradas mentidas era ya una especie en extinción. Incluso Natchez-bajo-la-Colina era un espectro de lo que había sido, según escuchó Marsh, y era ahora tan tranquila como la ciudad sobre la colina con sus grandes mansiones y sus bonitos nombres.

Una noche de mayo de 1868, más de diez años después de haber visto por última vez a Joshua York y el Sueño del Fevre, Abner Marsh dio un paseo por el embarcadero. Volvió a pensar en la noche en que se habían conocido Joshua y él, y paseó por los mismos muelles. Allí habían estado los vapores, los grandes y orgullosos barcos de ruedas a los costados y los resistentes pequeños de ruedas en popa, los viejos y los nuevos, y entre ellos el Eclipse, amarrado a su muelle flotante. Ahora el propio Eclipse se había convertido en muelle y había en el río muchachos que se llamaban a sí mismos fogoneros y marineros de cubierta y aprendices de piloto que nunca habían puesto sus ojos en él. Y el muelle aparecía casi vacío. Marsh se detuvo un momento y contó. Cinco barcos. Seis, si contaba el Eli Reynolds. El Reynolds era tan viejo que Marsh casi temía ya sacarlo al río. Debía ser el barco más viejo del mundo, pensó, y con el capitán más viejo, y tanto el barco como él estaban muy cansados.

El Gran República estaba cargando mercaderías. Era un enorme vapor de palas a los costados salido de algún astillero de Pittsburgh el año anterior. Decían que medía 115 metros, lo que le convertía en el mayor vapor del río ahora que el Eclipse y el Sueño del Fevre se habían esfumado en el olvido. Y también resultaba impresionante. Marsh lo había visto una docena de veces, y había subido a bordo en una ocasión. Su cabina del piloto estaba rodeada por toda clase de adornos lujosos y tenía una cúpula con dibujos, y los cuadros, cristales, maderas pulidas y alfombras del interior bastaban para dejarle a uno sin respiración. Se suponía que era el barco más hermoso y lujoso nunca construido, con el suficiente lujo para cubrir de vergüenza a todos los demás barcos. Sin embargo, según había oído Marsh, no era especialmente rápido, y estaba perdiendo dinero a una velocidad que asustaba. Se quedó quieto con los brazos cruzados sobre el pecho, con aspecto grave y malhumorado bajo su severo abrigo negro, y observó a los estibadores que lo estaban cargando en aquel momento. Todos ellos eran negros. Aquel era otro cambio. Ahora, todos los estibadores del río eran negros. Los inmigrantes que habían hecho aquel trabajo y el de marineros de cubierta antes de la guerra se habían ido, Marsh ignoraba dónde, y los negros liberados ocupaban su lugar.

Mientras cargaban, los negros estaban cantando. Su canción era grave y melancólica. “La noche es oscura, el día es largo”, decía. “Y nosotros estamos lejos del hogar. Llorad, hermanos, llorad.” Marsh conocía el cántico. Tenía otra estrofa que decía: “La noche ha pasado, el largo día ha venido, y nos vamos a casa. Gritad, hermanos, gritad.” Sin embargo, los mozos no cantaban aquel verso, aquella noche no, allí en el muelle vacío, cargando un barco nuevo, enorme y elegante ,como ninguno, pero que ni así podía conseguir lo suficiente para sobrevivir. Al observar su alrededor y escuchar aquellos cánticos, le pareció a Marsh como si todo el río estuviera agonizando, y él con el río. Había visto suficientes noches oscuras y días largos para el tiempo que le quedaba en la tierra, y ya no estaba seguro de haber tenido nunca un hogar.

Abner Marsh se alejó a paso lento del muelle, de regreso al hotel. Al día siguiente, desmontó las oficinas, despidió a la tripulación, disolvió la “Compañía de Paquebotes del río Fevre” y puso en venta el Eli Reynolds.

Marsh tomó el dinero que le quedaba, abandonó para siempre San Luis y se compró una casita en su ciudad natal, Galena, a la vera del río. Sólo que ya no era el río Fevre. Le habían cambiado el nombre años antes por Galena, y ahora todo el mundo lo denominaba así. El nuevo nombre sonaba mejor, decían los vecinos. Abner Marsh siguió llamándolo río Fevre, como lo había hecho desde niño.

No tenía grandes ocupaciones en Galena. Leyó montones de periódicos. Aquélla era una costumbre que había arraigado en él durante los años en que buscaba a Joshua, y todavía le gustaba mantener un registro de los barcos más rápidos y sus tiempos. Todavía quedaban algunos de ellos. El Robert E. Lee había salido de New Albany en 1866, y era un auténtico purasangre. El Salvaje Bob Lee, le llamaban algunos marineros, o simplemente el Bad Bob. Y el capitán Tom Leathers, el marino más duro, mezquino y maldecido de todos los capitanes de vapor, había botado en 1869 un nuevo Natchez, el sexto de la serie. Leathers siempre llamaba a sus buques Natchez. El nuevo era más rápido que todos los anteriores, según los periódicos, cortaba el agua como un cuchillo y Leathers se ufanaba a lo largo y ancho del río de cómo iba a darle una lección al capitán John Cannon y su Salvaje Bob Lee. Los periódicos hablaban mucho de ellos. Se cocía una carrera en la parte ya no transitada del Illinois, y parecía que iba a ser de las que se comentan durante años.

—Me gustaría ver esa maldita carrera —le dijo a la mujer que había contratado para limpiar la casa todos los días—. Ninguno de ellos tendría la menor oportunidad contra el Eclipse, tiene usted mi palabra.

—Los dos tienen mejores tiempos que su Eclipse —contestó ella. A la mujer le encantaba contradecirle. Marsh dio un bufido.

—Eso no significa nada. El río es más corto ahora. Cada año se hace más corto. Dentro de poco se podrá pasear desde San Luis a Nueva Orleans a pie.

Abner leía algo más que periódicos. Gracias a Joshua, había desarrollado el gusto por la poesía, por “todas aquellas malditas cosas”, y también leía alguna novela esporádicamente. Aprendió a tallar madera y construyó detalladas miniaturas de sus barcos, tal como los recordaba. Los pintó y todo, y los hizo todos a la misma escala, para poderlos colocar uno al lado del otro y observar las diferencias de tamaño.

—Ese es mi Elizabeth A. —le dijo orgulloso a la mujer el día que terminó el sexto modelo, el más grande—. El barco más suave que surcó nunca el río. Hubiera establecido récords de no ser por aquella desdichada helada. Ya ve qué grande era. Casi cien metros. Mire cómo empequeñece a mi viejo Nick Perrot —señaló—. Y ese es el Dulce Fevre, y el Dunleith, que me dio un montón de problemas con su motor de babor, vaya si me los dio. Y el siguiente es mi Mary Clarke, al que le estallaron las calderas —Marsh movió la cabeza—. Murió mucha gente allí. Quizá fue culpa mía, no lo sé. A veces le doy vueltas en la cabeza. El pequeño del fondo es el Eli Reynolds. No hay mucho que ver, pero era un barco muy resistente. Aguantó todo lo que quise echarle y más, y siguió humeando y haciendo girar las palas hasta el último momento. ¿Sabe cuántos años duró, ese pequeño y feo vapor de rueda en popa?

—No —contestó la mujer—. ¿No tuvo usted ningún otro barco más? ¿Uno realmente lujoso? Oí decir que…

—No haga caso de lo que haya oído. Sí, tuve otro barco, el Sueño del Fevre, que lleva el nombre en honor del río. La mujer le contestó con un gruñido.

—No me extraña que esto nunca llegue a convertirse en la ciudad que debería ser, con gente como usted y su insistencia con lo del río Fevre. Deben pensar que por aquí estamos todos enfermos. ¿Es que no puede llamarlo por su verdadero nombre? Se llama río Galena ahora.

—¡Cambiarle el maldito nombre a un maldito río!—se indignó Marsh—. ¡Nunca escuché una tontería semejante! Por lo que a mí respecta es el río Fevre, y seguirá siendo el río Fevre no importa qué diablos diga el condenado alcalde —frunció el ceño—. Ni usted tampoco. Diablos, de la manera que dejan que siga obstruyéndose con sedimentos, pronto tendrán que llamarle la condenada cañada Galena.

—¡Vaya lenguaje! Pensaba que un hombre que lee poesía sería capaz de hablar de modo civilizado.

—No se preocupe de mi maldito lenguaje —dijo Marsh—. Y no vaya contando eso de la poesía por la ciudad, ¿entendido? Conocí a un hombre a quien le gustaba la poesía, y por eso guardo estos libros. Y ahora deje de meter la nariz en mis asuntos y mantenga mis barcos sin polvo.

—Desde luego. ¿Hará usted una maqueta del otro barco? ¿Qué me dice? ¿Hará el Sueño del Fevre?

Marsh se sentó en un gran sillón lleno de cojines y se quedó pensativo.

—No —contestó al fin—. No la haré. De ese barco sólo quiero olvidarme, así que aplíquese a limpiar el polvo y deje de molestarme con sus malditas preguntas y estupideces.

Tomó un periódico y empezó a leer sobre el Natchez y las últimas hazañas del capitán Leathers. Su ama de llaves emitió un ruido como un cloqueo y, por último, se puso a limpiar el polvo.

La casa tenía un alto torreón redondo orientado al sur. Por la tarde, Marsh solía subir allí con una copa de vino o una taza de café, y a veces con un pedazo de pastel. No comía como solía hacerlo. Desde la guerra había cambiado y la comida no parecía saberle igual. Seguía siendo un hombre corpulento, pero había perdido por lo menos treinta kilos desde los tiempos de Joshua y el Sueño del Fevre. La carne le colgaba fofa por todas partes, como si la hubiera comprado un par de tallas más grande, esperando que encogiera. También en su cara se notaba el mismo proceso.

—Estoy aún más feo de lo que ya era —gruñía cuando se ponía delante de un espejo.

Sentado junto a la ventana del torreón, Marsh veía el río. Pasaba muchas noches allí leyendo, bebiendo y mirando las aguas. El río estaba hermoso a la luz de la luna, corriendo ante él continuamente, como lo había hecho antes de que él naciera y como seguiría haciendo una vez estuviera muerto y enterrado. Comprender aquello le hacía sentirse más tranquilo, y él guardaba aquel sentimiento como un tesoro. Había leído un poema de Keats que decía que no hay nada tan triste como algo hermoso que se muere, y a veces le parecía a Marsh que todas las cosas hermosas del mundo estaban marchitándose. Además, se sentía solo. Había estado en el río demasiados años y no tenía verdaderos amigos en Galena. Nunca recibía visitas, y nunca hablaba con nadie salvo con su fastidiosa ama de llaves. Ella le irritaba considerablemente, pero a Marsh no le importaba demasiado, ya casi nada conseguía levantar en él su antigua sangre caliente. A veces, pensaba que su vida había terminado y aquello le enfurecía tanto que se ponía colorado. Todavía existían tantas cosas que no había hecho nunca… Pero no había ninguna duda de que se estaba haciendo viejo. Antes solía llevar el bastón de roble sobre todo para señalar con él, pero ahora poseía uno con empuñadura de oro, muy cara, para ayudarse a caminar mejor. Y tenía arrugas en torno a sus ojos e incluso en torno a las verrugas, y una especie de mancha marrón sorprendente en la mano izquierda. A veces se había mirado la mano preguntándose cómo habría llegado la mancha hasta allí. Anteriormente nunca la había advertido. Entonces, maldecía y cogía un periódico o un libro.

Marsh estaba sentado en el salón, leyendo un libro de Dickens sobre sus viajes por el río a través de América, cuando la mujer le llevó una carta. Gruñó de sorpresa y cerró de golpe el libro de Dickens, murmurando para sí:

—Maldito estúpido inglés, me encantaría arrojarlo en mitad del río.

Cogió la carta y la abrió, dejando que el sobre resbalara al suelo. Ya era raro tener una carta, pero ésta era más rara ya que iba dirigida a “Paquebotes del río Fevre” en San Luis, desde donde se habían cuidado de redirigirla a Galena. Abner Marsh desplegó un papel crujiente y amarillento, y de pronto contuvo la respiración.

Era papel de carta muy antiguo, y lo recordaba muy bien. Lo había hecho imprimir unos trece años antes para ponerlo en los escritorios de los camarotes del barco. Sobre el encabezamiento había un bonito dibujo a pluma y tinta con su gran vapor de ruedas en los costados y el nombre “Sueño del Fevre” en letras adornadas y curvas. También reconoció aquella ligera y fluida caligrafía. El mensaje era corto:


Querido Abner:

He tomado mi decisión.

Si está bien y lo desea, reúnase conmigo en Nueva Orleans en cuanto pueda. Me encontrará en el “Arbol Verde” de Gallatin Street.

Joshua York.


—¡Al infierno con él! —masculló Marsh—. Después de todos estos años, ¿cree ese estúpido que puede mandarme una de sus malditas cartas y obligarme a hacer un maldito viaje a Nueva Orleans? ¡Y sin una palabra de explicación siquiera! ¿Quién diablos se cree que es?

—Yo, desde luego, no lo sé —dijo el ama de llaves.

Abner Marsh se puso de pie.

—Mujer, dónde diablos puso mi tabaco blanco?—rugió.

Загрузка...