CAPITULO VEINTINUEVE

Plantación Gray, Louisiana, octubre de 1857

Dos de los mozos de la plantación levantaron a Joshua York de la parte trasera de la carreta y le llevaron al interior de la casa, donde le dejaron en un dormitorio tras subirle por una amplia y curvada escalinata.

—¡Dejadle a oscuras!—les gritó Abner Marsh—. Y corred bien las cortinas, ¿entendido? No quiero que entre en la habitación ni un maldito rayo de sol.

Se volvió un instante hacia sus compañeros mientras el plantador y sus hijos, junto a un par más de esclavos, salían otra vez al exterior para ver el cadáver de Valerie. Framm había pasado un brazo por los hombros de Toby para mantenerse en pie.

—Será mejor que se meta algo de comida en el cuerpo, señor Framm —le dijo Marsh. El piloto asintió—. Y recuerde lo que ha sucedido. Estábamos en el Eli Reynolds y estalló la caldera. Todos resultaron muertos salvo nosotros. El barco se hundió quedando fuera de la vista, bastantes kilómetros río arriba, donde la profundidad es mucha. Eso es lo único que sabe, ¿entendido? Déjeme el resto a mí.

—Es mucho más de lo que sé —contestó Framm—. ¿Cómo diablos he llegado aquí?

—No se preocupe por eso. Limítese a hacer lo que le he dicho —ordenó Marsh, volviéndose y ascendiendo torpemente la escalinata mientras Toby ayudaba a Framm a llegar hasta una silla.

Los esclavos habían dejado a Joshua York en una amplia cama con dosel y estaban desnudándole cuando entró Marsh. El rostro y las manos de Joshua eran lo peor, horriblemente llagados, pero incluso debajo de las ropas su pálida piel lechosa había enrojecido un poco. Se movió débilmente mientras le quitaban las botas, y emitió un gemido.

—Dios, este hombre está terriblemente quemado —dijo uno de los esclavos, moviendo la cabeza.

Marsh se encogió de hombros y acercó a las ventanas, que seguían abiertas de par en par. Las cerró y corrió las cortinas.

—Traedme una manta o algo —les ordenó— y colgadla ahí. Hay demasiada luz. Y dejad caer también los colgantes del dosel sobre la cama.

Hablaba con el tono de voz imperioso de un capitán de barco, y no hubo la más mínima discusión.

Abner sólo se decidió a marcharse cuando la habitación estuvo totalmente a oscuras y cuando una flaca y ojerosa negra entró para atender las quemaduras de York con hierbas y plantas curativas y toallas de agua fría. Abajo, el plantador —un hombre brusco, de rostro pétreo y mandíbulas cuadradas que se presentó como Aaron Gray —y dos de sus hijos estaban sentados a la mesa con Karl Framm. El aroma de la comida le recordó a Marsh las muchas horas transcurridas desde que comiera por última vez. Se sentía débil.

—¿Nos acompaña, capitán? —dijo Gray, y Marsh tomó asiento complacido y dejó que le sirvieran gran cantidad de pollo frito con pan de maíz, guisantes y verduras.

Joshua había tenido razón respecto a lo de las preguntas, reflexionó Marsh mientras engullía la comida. Los Gray les hicieron centenares y Marsh las contestó lo mejor que pudo, cuando no tenía la boca llena. Framm se excusó cuando Marsh estaba ya repitiendo pollo. El pobre piloto tenía todavía mal aspecto y se dejó conducir a la cama. Cuantas más preguntas contestaba Marsh, menos cómodo se sentía. No era un mentiroso de nacimiento como algunos marineros que él conocía, y aquello se hacía más patente con cada palabra que soltaba. Sin embargo, consiguió terminar la comida sin problemas, aunque le dio la impresión de que Gray y su hijo mayor le miraban con cierta extrañeza.

—Su negro está bien —dijo el hijo segundo cuando ya dejaban la mesa— y Robert ha ido a buscar al doctor Moore para que atienda a los otros dos. Sally se cuidará de ellos mientras tanto. No tiene que preocuparse de nada, capitán. Quizá quiera descansar usted también. Habrá sido terrible para usted, perder su barco y todos sus amigos.

—Así es —contestó Abner. Apenas escuchaba la palabra descanso, se sintió terriblemente agotado. Llevaba más de treinta horas sin dormir—. Me encantaría dormir un poco.

—Acompáñale a su habitación, Jim —dijo el plantador—. ¡Ah!, capitán. Robert hará también una visita al encargado de pompas fúnebres, para esa desdichada. Realmente trágico. ¿Cuál dijo que era su nombre?

—Valerie —respondió Marsh. Sin embargo, le resultó imposible recordar el apellido que utilizaba la mujer, así que lo improvisó—, Valerie York.

—Tendrá un buen entierro cristiano —dijo Gray—, a menos que prefieran llevarla con su familia, claro está.

—No —dijo Marsh—. Está bien así.

—De acuerdo. Jim, lleva arriba al capitán. Ponle cerca de ese pobre amigo suyo, el quemado.

—Sí, señor.

Marsh apenas se molestó en observar la habitación que le habían asignado. Cayó dormido como un tronco.

Cuando despertó, era de noche.

Marsh se sentó erguido en la cama. Las horas que había pasado remando se habían cobrado su tributo. Las articulaciones le crujieron al moverse, tenía unas agujetas terribles en los hombros y en los brazos parecía que alguien le hubiera pegado una paliza con un buen barrote de roble. Gruñó y se acercó poco a poco al borde del colchón, poniendo los pies desnudos en el suelo. Mientras se acercaba a la ventana para abrirla y dejar entrar un poco de aire frío de la noche, cada paso le envió aguijonazos de dolor. Fuera había un pequeño balcón de piedra y, más allá, una franja de árboles y los campos, desolados y vacíos a la luz de la luna. A lo lejos, Marsh distinguió el mortecino resplandor del bagazo, elevando al cielo su velo de humo. Más lejos aún estaba el río, que era sólo una cinta fina y brillante desde donde él se encontraba.

Marsh sintió un escalofrío, cerró la ventana y volvió a acostarse. Ahora la habitación estaba helada, así que se cubrió con las mantas. La luna formaba sombras y claroscuros en todos los rincones y los muebles, todos extraños para él, se hacían más extraños bajo la pálida luz. No podía dormir. Se descubrió pensando en Damon Julian y el Sueño del Fevre, preguntándose si el barco estaría todavía donde lo dejaron. Pensó también en Valerie. La había mirado cuando la colocaron bajo la yola, y no le había gustado nada su aspecto. Nadie habría imaginado que había sido tan hermosa, tan grácil, tan pálida, y que sus ojos violetas fueron enormes y bellos. Abner Marsh sintió pena por ella y pensó que era un sentimiento extraño, ya que apenas veinticuatro horas antes, había intentado matarla con su fusil para búfalos. Meditó que el mundo era un lugar desconcertante, cuando tantas cosas podían cambiar en sólo un día.

Por fin, volvió a dormirse.

—Abner —le llegó como un susurro, perturbando sus sueños—. Abner —repetía la voz—. Ábrame.

Abner Marsh se incorporó súbitamente. Joshua York estaba de pie en el balcón, dando golpecitos en el cristal de la ventana con una mano blanca y llena de cicatrices.

—Aguarde —dijo Marsh. Fuera todavía era de noche y la casa estaba en silencio. Joshua sonrió a Marsh cuando éste saltó de la cama y avanzó hacia él. Tenía la cara cubierta de grietas y ampollas, y retazos de piel muerta. Marsh abrió las puertas del balcón y Joshua pasó adentro con su triste traje blanco, ahora todo sucio y arrugado. Abner Marsh no recordó la botella vacía que había tirado al río hasta que Joshua ya estuvo dentro. Abner dio un paso atrás, de repente.

—Joshua no estará usted… no estará sediento, ¿verdad?

—No —contestó Joshua. Su capa gris se movió y se agitó debido al viento que penetraba por las puertas abiertas del balcón—. No quería romper la cerradura ni el cristal. No tema, Abner.

—Tiene mejor aspecto —comentó Marsh mientras le observaba. Los labios de Joshua todavía estaban partidos y los ojos continuaban hundidos en unas ojeras prácticamente negras, pero se le veía muy mejorado. A mediodía había parecido a punto de morir.

—Sí —dijo York—. Abner, he venido a despedirme.

—¿Cómo? —soltó Marsh, absolutamente sorprendido—. No puede irse ahora…

—Tengo que hacerlo, Abner. Esa gente de la plantación, sea quien sea, me ha visto. También tengo un vago recuerdo sobre un doctor que me atendía. Mañana estaré curado; ¿qué cree usted que pensarán entonces?

—¿Y qué pensarán si mañana por la mañana le llevan el desayuno y ven que se ha ido? —contestó Marsh.

—Desde luego, se sentirán sorprendidos, pero será más fácil de entender que si me ven curado. Puede usted sorprenderse tanto como ellos, Abner. Dígales que debo haberme extraviado en un acceso de fiebre. Nunca me encontrarán.

—Valerie ha muerto —le informó Marsh.

—Sí —contestó Joshua—. Ahí afuera hay un carro con un ataúd. Supuse que era para ella —suspiró y movió la cabeza—. Le fallé, Abner. Le he fallado a todo mi pueblo. No deberíamos haberla traído con nosotros.

—Lo decidió ella. Y, al menos, se ha librado de él.

—¿ Librarse ? —repitió Joshua con un tono de amargura—. ¿Es esa la libertad que les traigo a los míos? Vaya un regalo. Durante un tiempo, antes de que Damon Julian entrara en mi vida, me atreví a soñar que Valerie y yo llegaríamos a ser amantes algún día. No amantes al modo de mi gente, inflamados por la sangre, sino con una pasión nacida de la ternura, el afecto y el mutuo deseo. Hablábamos de ello —continuó, torciendo la boca en una mueca de reproche hacia sí mismo—. Ella creía en mí, y yo la he matado.

—Al diablo —dijo Marsh—. A1 final, ella dijo que le amaba, Joshua. No la obligó nadie a venir, sino que lo decidió ella. Todos tenemos que tomar decisiones, dijo usted. Yo creo que ella tomó la correcta. Era una dama terriblemente hermosa.

Joshua se estremeció.

—“Ella avanza en belleza, como la noche” —citó en voz muy baja, con la mano fija en sus puños apretados—. A veces me pregunto si existe alguna hora para mi raza, Abner. Las noches están llenas de sangre y de terror, y los días son inmisericordes.

—¿Dónde va a ir? —preguntó Marsh.

—Regreso al barco —dijo Joshua en tono inexorable.

—No puede —casi gritó Abner.

—No tengo otra elección.

—Acaba usted de escapar de allí —dijo Marsh en tono acalorado—. Después de todo, emprendimos la aventura para librarnos de él, así que no puede volver ahora como si nada. Aguarde. Ocúltese en los bosques o vaya a alguna ciudad. Yo saldré de aquí y nos reuniremos para planear la forma de recuperar el barco.

—¿Otra vez? —dijo Joshua moviendo la cabeza en señal de negativa—. Hay algo que nunca le he contado, Abner. Sucedió hace mucho tiempo, durante mis primeros meses en Inglaterra, cuando la sed roja empezó a asaltarme con regularidad, obligándome a salir en busca de sangre. Una noche que había luchado contra el impulso y éste me había dominado, salí de caza por las calles, a medianoche, y me encontré con una pareja, un hombre y una mujer que se apresuraban, camino de alguna parte. Mi costumbre era evitar aquellas presas, y dedicarme a los que caminaban a solas, para mi propia seguridad. Sin embargo, aquella noche tenía una sed espantosa e, incluso a la distancia, pude apreciar que la mujer era muy hermosa. Me atrajo como la llama atrae a la polilla, y me acerqué. Ataqué desde la sombra y llevé la mano al cuello del hombre, desgarrándole media garganta, según pensé. Luego le aparté a un lado y él cayó. Tomé a la mujer entre mis brazos y acerqué los dientes a su cuello, con mucha suavidad. Mis ojos la mantenían quieta y callada, como en trance. Acababa de probar el primer sorbo de su sangre cálida y dulce cuando alguien me cogió por detrás y me separó de la muchacha. Era el hombre, su acompañante. Después de todo, no le había matado. Era un tipo enorme y tenía el cuello grueso con muchos músculos y grasa y, aunque mis uñas se habían clavado profundamente en él y le habían hecho manar sangre, volvía a estar en pie. No llegó a decir una sola palabra. Sólo colocó los puños como lo haría un boxeador y me pegó en pleno rostro. Era muy fuerte y el golpe me aturdió, abriéndome una herida sobre el ojo. Yo me quedé como abstraído, pues ser arrancado de tu víctima de ese modo es una sensación mareante y desorientadora. El hombre me volvió a golpear y yo le contesté con un revés. Cayó pesadamente, con unas largas marcas de mis zarpas en la mejilla y uno de los ojos medio saltado de su órbita. Me volví a la mujer y apreté otra vez los labios contra la herida abierta. Nuevamente saltó sobre mí el hombre. Aparté de mí su brazo y casi se lo arranqué del hombro, y le rompí una pierna de una patada. Cayó de nuevo. Esta vez, me quedé mirándole. Dolorosamente, volvió a levantarse, alzó los puños y avanzó hacia mí. Dos veces más le derribé, y dos veces se levantó. Por fin, le rompí el cuello y murió, y después acabé con la mujer.

“Más tarde, no podía apartarle de mi mente. Debió darse cuenta de que yo no era del todo humano. Debió darse cuenta de que, por fuerte que fuera, no podía enfrentarse a mi fuerza, a mi velocidad y a mi sed. Yo me había abstraído en mi propia fiebre y en la belleza de su acompañante, y no había acertado a matarlo. El pudo haberse ahorrado la muerte. Pudo haber corrido, o haber pedido auxilio. Incluso pudo haber ido a buscar un arma, pero no lo hizo. Vio a su dama en mis brazos, me vio chuparle la sangre y lo único que se le ocurrió fue levantarse y atacarme con sus enormes y inútiles puños. Cuando tuve un momento para reflexionar, sentí la gran admiración que habían provocado en mí su fuerza, su loco valor, el amor que debía profesarle a su dama.

“Sin embargo, Abner, a pesar de todo eso no pude dejar de pensar también que había sido un estúpido. Ni se salvó él, ni salvó a su dama.

“Usted, Abner Marsh, me recuerda a ese hombre. Julian le ha arrebatado su barco y en lo único que piensa usted es en recuperarlo, así que cierra los puños y se lanza directo contra él, y Julian le derriba una y otra vez. Si prosigue con esos ataques, un día no podrá volverse a levantar. ¡Abandone, Abner, olvídelo!

—¿Qué diablos está diciendo?—preguntó Abner en tono airado—. Son Julian y sus vampiros los que tienen que preocuparse ahora. Ese maldito barco no puede ir a ninguna parte sin un piloto.

—Yo puedo ser ese piloto —dijo Joshua.

—¿Usted?

—Sí.

Marsh se sintió enfermo de ira, víctima de una traición.

—¿Por qué?—preguntó—. ¡Joshua, usted no es como ellos!

—Lo seré, a no ser que regrese —musitó York en tono grave—. A menos que tome mi pócima, la sed volverá a asaltarme, y con más fuerza después de todos estos años que me he pasado sin probar la sangre. Y entonces beberé y beberé, y me volveré como Julian. Y la próxima vez que entre en un dormitorio a medianoche, no será para charlar.

—¡Regrese, pues! ¡Quédese su maldita bebida, pero no mueva ese barco, al menos hasta que yo pueda llegar a él!

—Con hombres armados, ¿verdad? Con estacas afiladas y odio en los corazones, ¿no? Dispuesto a matar… No, no lo permitiré.

—Pero… ¿de qué lado está usted?

—Del de mi gente.

—O sea, con Julian —soltó Marsh.

—No —contestó Joshua, con un suspiro—. Escuche, Abner, e intente comprender. Julian es el maestro de sangre. El los controla a todos. Algunos son como él, malvados y corruptos. Katherine, Raymond y otros le siguen por su propia voluntad. Pero no todos. Ya vio usted a Valerie, ya la escuchó hoy en la barca. No estoy solo. Nuestras razas no son tan diferentes, todos llevamos dentro de nosotros el bien y el mal, y todos tenemos sueños. Sin embargo, si ataca usted el barco, si hace algo contra Julian, ellos lo defenderán, no importa cuáles sean sus esperanzas como personas. Siglos de enemistad y de miedo los guiarán e impulsarán. Entre el día y la noche corre un río de sangre que no es fácil de cruzar. Y quienes duden, si los hay, tendrán que tomar partido.

“Si ese momento llega, Abner, si usted y los suyos van contra él, habrá una gran matanza. Julian no está solo. Los demás le protegen y morirán por él, y los suyos también morirán.

—A veces hay que correr el riesgo —dijo Marsh—. Y quienes ayuden a Julian se habrán merecido la muerte.

—¿De verdad?—Joshua parecía triste—. Quizá tenga razón. Quizá todos debamos morir. Estamos fuera de lugar en este mundo que ha construido su raza. Los suyos ya han matado a todos los míos, salvo un puñado. Quizá sea el momento para acabar con los últimos supervivientes —sonrió inexorable—. Si eso es lo que pretende, Abner, recuerde también quién soy yo. Usted es mi amigo, pero ellos son sangre de mi sangre, son mi pueblo y les pertenezco. Incluso pensaba que era su rey.

Su voz era tan amarga y desesperada que Abner Marsh sintió desvanecerse su ira, y su lugar lo ocupó la lástima.

—Al menos, lo intentó —dijo.

—Y fallé. Le fallé a Valerie y a Simon. Les fallé a todos los que creían en mí. Les fallé a usted y al señor Jeffers, y también a aquel bebé. Creo que incluso le fallé a Julian, no sé bien cómo.

—No fue culpa suya —insistió Marsh.

Joshua se encogió de hombros, pero en sus ojos grises había una mirada fría e inexorable.

—Lo pasado, pasado está. Lo que me preocupa es esta noche, y mañana por la noche, y la noche siguiente. Tengo que regresar. Me necesitan, aunque no lo sepan. Debo regresar y hacer lo que pueda, por poco que sea.

—¿Y usted me dice que abandone?—masculló Marsh—. ¿Cree que soy como ese maldito estúpido que se expuso a su ataque una y otra vez? Diablos, Joshua, ¿y qué hay de usted? ¿Cuántas veces ha bebido ya Julian de sus venas? Me parece que es usted tan tozudo y estúpido como dice que soy yo.

—Quizá —concedió, con una sonrisa.

—Diablos —soltó Marsh—, de acuerdo. Regrese con Julian, pedazo de idiota. ¿Qué demonios quiere que haga yo?

—Lo mejor será que escape de esta casa lo antes que pueda —dijo Joshua—, antes de que nuestros anfitriones se hagan más suspicaces de lo que ya son.

—Ya había pensado en ello.

—Bien, Abner, se acabó. No vuelva a buscarnos nunca más.

—Diablos —contestó Abner Marsh frunciendo el ceño. Joshua sonrió.

—Maldito loco —dijo—. Bueno, búsquenos si quiere. No nos encontrará.

—Ya lo veremos.

—Quizá todavía nos quede alguna esperanza. Regresaré y someteré a Julian y construiré mi puente entre el día y la noche, y usted y yo juntos venceremos al Eclipse.

Abner Marsh masculló algo en tono burlón, pero en lo más hondo de su alma quiso creer en ello.

—Cuide bien mi dichoso barco —le dijo—. Nunca ha habido otro más rápido, y será mejor que lo mantenga en buen estado para cuando vaya a recuperarlo.

Cuando Joshua sonrió, la piel seca y muerta alrededor de su boca se cuarteó y saltó. Se llevó una mano al rostro y la acabó de arrancar. Saltó toda entera, como si sólo fuera una máscara, una terrible máscara llena de arrugas y cicatrices. Debajo, la piel volvía a mostrar un tono lechoso, sereno y sin arrugas, lista para empezar de nuevo, lista para que el mundo y la vida escribieran sus páginas sobre ella. York estrujó su antiguo rostro en la mano; retazos de viejos dolores y escamas de piel se le escaparon de entre los dedos y cayeron al suelo. Se limpió la mano en el gabán y la tendió a Abner. Ambos apretaron con fuerza.

—Todos tenemos que tomar decisiones —dijo Marsh—. Fue usted quien me lo dijo, y tenía razón. Las decisiones no siempre son fáciles. Algún día también usted tendrá que escoger, me temo. Escoger entre sus amigos de la noche y… bueno, llámele el bien. Hacer el bien. Ya sabe a qué me refiero. Cuando llegue el momento, haga la elección correcta.

—Y usted también, Abner. Tome sus decisiones sabiamente.

Joshua York se volvió, con la capa ondulando tras él, y salió afuera. Saltó sobre la balaustrada con grácil facilidad y se dejó caer desde siete metros de altura al suelo como si lo hiciera todos los días, aterrizando sobre los pies. A continuación desapareció, moviéndose con tal rapidez que pareció fundirse con la noche. Quizá se había convertido en niebla, pensó Abner Marsh.

Lejos, en el resplandor distante que formaba el río, un vapor hizo sonar su sirena, una llamada difusa y melancólica, medio perdida y medio solitaria. Era una mala noche en el río. Abner Marsh se estremeció y se preguntó si estaría helando. Cerró las puertas del balcón y regresó al lecho.

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