CAPITULO SEIS

Plantación Julian, Louisiana, julio de 1857

Sour Billy Tipton estaba frente a la casa, lanzando su cuchillo contra el gran árbol muerto situado junto al camino de grava, cuando vio a los jinetes que se aproximaban. Transcurría la mañana, pero ya el calor era infernal, y Sour Billy estaba sudando mucho y pensando en tomar un baño cuando terminara sus lanzamientos de cuchillo. Vio a los jinetes surgir de entre los árboles donde el viejo camino hacía un recodo. Se inclinó sobre el tronco muerto, tiró del cuchillo, lo devolvió a su funda y lo guardó. Todos los proyectos de nadar fueron olvidados.

Los jinetes se aproximaban con toda parsimonia, con tanta audacia como descaro, erguidos sobre los caballos a plena luz del día como si les perteneciera la plantación. Sour Billy pensó que no debían ser de por allí; todos sus vecinos sabían que a Damon Julian no le gustaba que nadie entrara en sus terrenos sin su permiso. Cuando los desconocidos todavía se encontraban a una distancia demasiado grande como para identificarlos, Sour Billy se preguntó si serían acaso algunos amigos del criollo Montreuil que se dirigían allí con el propósito de crear problemas. Si era así, iban a arrepentirse.

Entonces descubrió a qué se debía su lenta marcha, y se tranquilizó. Dos negros encadenados avanzaban dando tumbos tras los dos jinetes. Cruzó los brazos y se recostó contra el árbol, aguardando a que llegaran junto a él.

Aun tardaron un rato. Por fin, uno de los jinetes observó la casa, con su pintura desconchada y sus escaleras delanteras medio podridas, escupió un poco de jugo de tabaco de mascar y se volvió hacia Sour Billy.

—¿Es ésta la plantación Julian?—preguntó. Era un hombretón de rostro enrojecido y una verruga en la nariz, vestido con pieles apestosas y un sombrero gacho de fieltro.

—Así es —contestó Sour Billy. Sin embargo, no miraba al jinete ni a su acompañante, un joven delgado de mejillas sonrosadas que probablemente era hijo del que había hablado. Se levantó y, acercándose a los dos negros encadenados de aspecto macilento, pobre y miserable, Sour Billy sonrió.

—Vaya —dijo al fin—, si son Lily y Sam. Nunca pensé volver a veros por aquí. Debe hacer ya dos años que os escapasteis. El señor Julian se pondrá muy contento de veros otra vez.

Sam, un negrazo corpulento, alzó la cabeza y miró a Sour Billy, pero en sus ojos no hubo el más ligero asomo de desafío; sólo temor.

—Venimos con ellos desde Arkansas, mi hijo y yo —dijo el hombre del rostro enrojecido—. Primero dijeron que eran negros emancipados, pero no me engañaron ni un segundo, no señor.

Sour Billy miró a los cazadores de esclavos y asintió.

—Continúa.

—Nos dieron un trabajo terrible, esos dos. Perdimos mucho tiempo en conseguir que nos dijeran de donde procedían. Los azotamos convenientemente y utilizamos algunos trucos más que nosotros sabemos. Habitualmente, basta asustar un poco a los negros y en seguida aflojan, pero con estos no fue así —añadió, escupiendo—. Bueno, pues al fin se lo sacamos. Enséñaselo, Jim.

El muchacho desmontó, se acercó a la mujer y levantó su mano derecha. Le faltaban tres dedos. Uno de los muñones todavía estaba envuelto en una venda.

—Empezamos con la mano derecha porque advertimos que era zurda —añadió el hombre—. No queríamos lisiarla demasiado, ¿comprende?, pero no encontramos nada sobre ellos en los periódicos, ni había carteles de busca y captura, así que…—se encogió de hombros—. Al llegar al tercer dedo, como ve usted, el hombre nos lo dijo al fin. Y la mujer le soltó una maldición terrible por ello —añadió gruñendo—. Sea como sea, aquí los tiene. Dos esclavos como estos bien merecen que nos den alguna recompensa por cazarlos. ¿Está en casa el señor Julian?

—No —respondió Sour Billy, observando el sol. Faltaban aún dos horas para el mediodía.

—Bien —dijo el jinete—, usted debe ser el capataz, ¿verdad? ¿Ese al que llaman Sour Billy?

—En efecto —respondió el aludido—. ¿Sam y Lily os han hablado de mí?

El cazador de esclavos se rió otra vez.

—Vaya si hablaron de todos ustedes cuando por fin nos dijeron de dónde procedían. No han parado de hablar en todo el viaje. Un par de veces les hemos hecho callar, yo y mi hijo, pero de inmediato se ponían a decir una estupidez tras otra. Cosas raras, ¿sabe?

Sour Billy contempló a los fugados con ojos fríos, cargados de malicia, pero ninguno de los esclavos se atrevió levantar su mirada hacia él.

—Quizá pueda usted hacerse cargo de los dos negros y darnos la recompensa; así podríamos irnos ahora —dijo el hombre.

—No —dijo Sour Billy Tipton—. Tendréis que esperar. El señor Julian querrá daros las gracias personalmente. No tardará. Regresará cuando oscurezca.

—Cuando oscurezca, ¿eh? —dijo el hombre, al tiempo que intercambiaba una mirada con su hijo—. Es curioso, señor Sour Billy, pero esos negros dijeron que nos diría precisamente eso. Cuentan historias de lo que sucede aquí cuando oscurece. Mi hijo y yo tomaremos el dinero y nos iremos ya, si no le importa.

—Le importará al señor Julian —respondió Sour Billy—. Y tampoco puedo daros el dinero. ¿Vais a creer en los estúpidos cuentos de un par de negros?

El hombre frunció el ceño, sin dejar de mascar tabaco un instante.

—Es cierto que los negros cuentan muchas mentiras —dijo al fin—, pero conozco algunos que dicen la verdad de vez en cuando. Bueno, señor Sour Billy, lo que haremos será esperar, como usted dice, a que regrese ese señor Julian. Pero no crea que nos dejaremos engañar —llevaba una pistola al cinto y la mostró—. Mantendré aquí a mi amiga mientras espero; mi hijo lleva otra igual, y los dos somos expertos con el cuchillo, ¿comprende? Esos negros nos han hablado de ese cuchillito suyo que esconde en la espalda, así que no eche atrás el brazo, para rascarse o algo así, o a nosotros nos picarán también los dedos. Aguardemos, y portémonos como amigos.

Sour Billy volvió los ojos al cazador de esclavos y le dedicó una mirada fría, pero el hombretón era demasiado estúpido para captarla.

—Esperaremos dentro —dijo Sour Billy, manteniendo las manos bien lejos de la espalda.

—Muy bien —contestó el cazador de esclavos, y desmontó—. Por cierto, me llamo Tom Johnston, y ése es mi chico, Jim.

—El señor Julian se sentirá complacido de conoceros —dijo Sour Billy—. Atad los caballos y traed dentro a los negros. Cuidado con los escalones, están podridos en algunos sitios.

La mujer empezó a lloriquear camino de la casa, pero Jim Johnston le dio un preciso bofetón en la boca y la mujer guardó de nuevo silencio.

Sour Billy les condujo a la biblioteca, y descorrió las pesadas cortinas para dejar entrar un poco de luz en la sala sombría y polvorienta. Los esclavos se sentaron en el suelo, mientras que los dos cazadores se estiraron en unos grandes sillones de cuero.

—Vaya —dijo Tom Johnston—, qué sitio tan estupendo.

—Todo está roto y sucio, papá —dijo el más joven—. Tal como dijeron esos negros que estaría.

—Bien, bien —intervino Sour Billy, mirando a los dos negros—. Bien, bien. Al señor Julian no le va a gustar que andéis por ahí contando cosas de la casa. Os habéis ganado una buena azotaina.

Sam, el enorme negro, reunió el valor necesario para alzar la cabeza y responder:

—No tengo miedo de los azotes.

Sour Billy sonrió ligeramente.

—Bueno, en ese caso, hay cosas peores, Sam. Claro que las hay.

Aquello fue excesivo para la mujer, Lily. Se volvió hacia el joven.

—Está diciendo la verdad, massa Jim, es cierto. Escúcheme. Llévenos fuera antes de que oscurezca. Usted y su padre pueden ser nuestros amos, trabajaremos, trabajaremos muy duramente, de verdad. No nos escaparemos, seremos buenos negros, massa. Nunca nos escaparemos, pero vámonos antes, antes… No esperen al anochecer; entonces será demasiado tarde.

El muchacho volvió a pegarle, con fuerza, con la culata de la pistola, dejándole una marca en el rostro y haciéndola caer de espaldas sobre la alfombra, donde se quedó entre temblores y sollozos.

—Calla esa mentirosa boca negra —dijo el joven.

—¿Queréis beber algo?—preguntó Sour Billy.

Pasaron las horas. Se acabaron casi dos botellas del mejor coñac de Julian, tragándolo como si fuera whisky barato. Comieron. Charlaron. Sour Billy no participó mucho; se limitó a sonsacar a Tom Johnston, que estaba borracho y ufano y enamorado de su propia voz. Los cazadores de esclavos tenían una casa cerca de Napoleon, Arkansas, pero al parecer no iban mucho por allí, ya que siempre estaban viajando. Había una señora Johnston que se quedaba en la casa, con su hija. Los hombres no explicaban gran cosa de sus negocios a las mujeres.

—No hay ninguna razón por la que las mujeres deban saber qué les pasa y qué hacen sus maridos. Alguna vez se les cuenta algo, sólo para que no se preocupen si llegas tarde, y después tienes que acabar pegándoles. Es mejor que no sepan nada y así se alegran cuando te ven por casa.

Johnston le causó a Sour Billy la impresión de que prefería cazar muchachas negras, así que poco le debía importar su mujer.

Fuera, el sol se hundía por el oeste.

Cuando las sombras se adueñaron de la sala, Sour Billy se levantó, corrió las cortinas y encendió unas velas.

—Voy a buscar al señor Julian —dijo.

El joven Johnston estaba terriblemente pálido cuando se volvió hacia su padre.

—Papá, no he oído llegar a nadie —dijo.

—Esperad —dijo Sour Billy Tipton. Los dejó, cruzó el salón de baile oscuro y desierto, y subió la gran escalinata. Arriba, entró en un dormitorio grande y recargado, con las amplias ventanas francesas enmarcadas en madera, y la barroca cama amortajada con un dosel de terciopelo negro.

—Señor Julian —dijo en voz baja, desde la puerta. La sala estaba negra y cargada.

Bajo el dosel, algo se estiró. Las cortinas de terciopelo se retiraron y apareció Damon Julian, pálido, tranquilo, frío. Sus ojos negros parecían surgir de la oscuridad e impresionaron a Sour Billy.

—¿Sí, Billy? —dijo una voz suave.

Sour Billy le explicó todo lo sucedido. Damon Julian sonrió.

—Llévalos al comedor. Estaré allí dentro de un momento.

El comedor tenía un gran candelabro antiguo, pero no se había encendido nunca desde que Sour Billy podía recordar. Tras hacer entrar a los cazadores de esclavos, encontró unas cerillas y encendió una lamparilla de aceite que colocó en mitad de la gran mesa, de modo que formaba un pequeño círculo de luz sobre el mantel de lino blanco, pero dejaba el resto de la habitación, estrecha y de techos altos, en la penumbra. Los Johnston tomaron asiento y el joven miró a su alrededor con intranquilidad y la mano siempre puesta en la pistola. Los negros se abrazaron muertos de miedo al otro extremo de la mesa.

—¿Dónde está ese Julian?—gruñó Tom Johnston.

—Pronto llegará, Tom —dijo Sour Billy—. Espera.

Durante casi diez minutos, nadie pronunció ni una palabra. Luego, Jim Johnston suspiró.

—Mira, papá —dijo—. Hay-alguien junto a esa puerta.

La puerta conducía a la cocina. Allí la oscuridad era total. La noche se había cerrado y la única iluminación de aquella parte de la casa era la lámpara de aceite sobre la mesa. Tras la puerta de la cocina no podía verse nada más que sombras amenazadoras… y algo parecido al perfil de una forma humana, de pie y muy quieta.

Lily empezó a gimotear y el negro Sam la abrazó aún con más fuerza. Tom Johnston se puso en pie, su silla chirrió sobre el suelo de madera, su rostro parecía tenso. Sacó la pistola y la amartilló.

—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¡Salga!

—No hay que alarmarse —dijo Damon Julian.

Todos se volvieron, y Johnston dio un salto. Julian estaba bajo la arcada que daba al vestíbulo, destacando de la oscuridad, con una sonrisa encantadora, vestido con un traje oscuro y una corbata de seda roja luciendo en su cuello. Sus ojos eran oscuros y burlones, la llama de la lámpara reflejada en ellos.

—Sólo es Valerie —dijo Julian.

Con un susurro de las faldas, Valerie apareció y se quedó junto a la puerta de la cocina, pálida y quieta y, pese a todo, sorprendentemente hermosa. Johnston la miró y se echó a reír.

—¡Ah! —dijo—, sólo es una mujer. Lo siento, señor Julian. Esos cuentos de negros me ponen nervioso.

—Le comprendo perfectamente —contestó Damon Julian.

—Hay otros detrás de él —susurró Jim Johnston. Todos los veían ahora; unas figuras difusas, imprecisas, perdidas en la oscuridad a espaldas de Julian.

—Son sólo mis amigos —respondió Julian, con una sonrisa. A su derecha apareció una mujer con un traje largo azul pálido—. Cynthia —dijo Julian. Otra mujer, vestida de verde, se colocó a su izquierda—. Adrienne —añadió él. Alzó el brazo con un gesto lánguido y triste.

—Y esos son Raymond, y Jean, y Kurt.—Fueron apareciendo todos, moviéndose en silencio como gatos, desde otras puertas que iban a dar al gran salón—. Y detrás están Alain y Jorge y Vincent.

Johnston se volvió, y allí estaban, surgiendo de las sombras. Otros más salieron a la vista detrás del propio Julian. A excepción del susurro de los vestidos, nada de ellos hacía el menor ruido al desplazarse. Todos les miraban y sonreían.

Sour Billy no sonreía, aunque estaba divirtiéndose por el modo en que Tom Johnston había asido su arma y movía los ojos como un animal atemorizado.

—Señor Julian —dijo Sour Billy—, tengo que advertirle que aquí el señor Johnston no quiere que le estafen. Tiene una pistola, señor Julian, y su hijo otra igual, y ambos son expertos en el uso del cuchillo.

—¡Ah! —contestó Damon Julian.

Los negros empezaron a rezar. El joven Jim Johnston observó a Damon Julian y sacó también su arma.

—Les hemos traído sus negros —dijo—. Pero no vamos a molestarle pidiéndole una recompensa, no señor. Será mejor que nos vayamos en seguida.

—¿Irse? —dijo Julian—. ¿Pretenden que les deje marchar sin una recompensa? ¿Desde cuándo se viaja ahora desde Arkansas sólo para devolver un par de negros? Nunca lo había oído.

Cruzó la sala. Jim Johnston, al ver sus oscuros ojos, mantuvo la pistola en alto y no se movió. Julian se la quitó de la mano y la dejó sobre la mesa. Luego le dio un golpecito al muchacho en la mejilla.

—Bajo la suciedad, eres un muchacho muy guapo —le dijo.

—¿Qué está haciendo con mi chico?—inquirió Tom Johnston—. ¡Apártese de él!—insistió, alzando la pistola. Damon Julian sonrió.

—Su hijo tiene una cierta belleza salvaje. Usted, en cambio, tiene una verruga.

—Todo él es una verruga —apuntó Sour Billy Tipton.

Tom Johnston abrió los ojos y Damon Julian sonrió.

—Es cierto —dijo—. Muy divertido, Billy.

Julian hizo un gesto a Valerie y Adrienne. Ellas se inclinaron ante él y cada una tomó al joven Johnston por un brazo.

—¿Necesitan ayuda?—se ofreció Sour Billy.

—No —contestó Julian—, gracias.

Con un elegante y natural gesto de la mano, la alzó y la llevó suavemente al cuello del joven. Jim Johnston emitió un sonido sordo. Una fina línea roja apareció repentinamente en su cuello, un pequeño lazo escarlata cuyas tiras se iban haciendo más y más largas mientras los demás observaban, deseosos todos ellos de hacerle otras hendiduras semejantes. Jim Johnston empezó a agitarse, pero el férreo abrazo de las dos pálidas mujeres le mantenía inmóvil. Damon Julian se inclinó hacia adelante y llevó la boca al reguero de sangre, roja, cálida y brillante.

Tom Johnston hizo un ruido incoherente y animalesco desde lo más hondo y tardó demasiado en reaccionar. Por último, asió de nuevo la pistola y apuntó con ella. Alain se puso en su camino y, de repente, Vincent y Jean estaban tras él, y Raymond y Cynthia se colocaban a su lado y le asían con sus manos pálidas y frías. Johnston lanzó una maldición y disparó. Hubo un relámpago y el salón se llenó de un humo acre, y el delgado Alain se tambaleó hacia atrás y cayó, debido a la fuerza de la bala. De su camisa brotó un reguero de sangre oscura. Medio tendido, medio sentado, Alain se tocó el pecho y apartó la mano ensangrentada.

Raymond y Cynthia tenían asido firmemente a Johnston, y Jean le quitó de las manos la pistola con un movimiento rápido y preciso. El hombretón no se resistió. Observaba a Alain. El flujo de sangre se había detenido. Alain sonreía, mostrando sus blancos dientes, terribles y afilados. Se levantó y se acercó al cazador.

—¡No! —gritó Johnston—, ¡no! ¡Le he disparado, debería estar muerto! ¡Le he disparado!

—Los negros, a veces, dicen la verdad, señor Johnston —dijo Sour Billy Tipton—. Toda la verdad. Debería haberles hecho caso.

Raymond le quitó el sombrero al hombre y le asió fuertemente del cabello, tirando de la cabeza hacia atrás y dejando descubierto su cuello grueso y enrojecido. Alain se rió y abrió la garganta a Johnston con sus afilados dientes. Después, los demás se acercaron.

Sour Billy Tipton sacó su navaja y se acercó con ella a los dos negros.

—Vamos —les dijo—, el señor Julian no os necesita esta noche, pero vosotros no volveréis a escaparos. Al sótano. Vamos, un poco de rapidez u os dejo aquí con ellos.

Esa frase tuvo el efecto deseado, como bien sabía Sour Billy.

El sótano era pequeño y húmedo. Se llegaba a él a través de una trampilla que había bajo una alfombra. La tierra del sótano estaba demasiado mojada para que éste pudiera ser considerado como sótano. Cinco centímetros de agua estancada cubrían el suelo, el techo era tan bajo que un hombre no podía ponerse derecho, y las paredes estaban verdes a consecuencia de la humedad y los hongos. Sour Billy encadenó a los negros lo bastante cerca uno del otro como para que pudieran tocarse. Pensó que era toda una amabilidad por su parte. También les llevó una cena caliente.

Después, hizo su propia cena y la engulló con lo que había quedado de la segunda botella de coñac que habían abierto los Johnston. Estaba terminando cuando Alain entró en la cocina. Se le había secado la sangre en la camisa y se le apreciaba un agujero negro, chamuscado, donde le había atravesado la bala, pero por lo demás no tenía un aspecto peor que el de costumbre.

—Se acabó —le dijo Alain—. Julian quiere verte en la biblioteca.

Sour Billy apartó el plato y acudió a la cita. El comedor necesitaba una buena limpieza, apreció al pasar por él. Adrienne y Kurt y Armand estaban saboreando un buen vino en silencio, con los cuerpos —o lo que de ellos quedaba—, justamente a sus pies. Algunos de los otros se encontraban fuera, en la sala de juegos, charlando.

La biblioteca estaba muy oscura. Sour Billy había esperado encontrar a Damon Julian solo, pero cuando entró pudo ver tres figuras imprecisas entre las sombras, dos sentadas y una de pie. No logró reconocer de quiénes se trataba. Aguardó junto a la puerta hasta que Julian le habló al fin.

—En adelante, no traigas a esa clase de gente a mi biblioteca —dijo—. Eran repugnantes, y han dejado mal olor.

Sour Billy sintió un ligero aguijonazo de miedo.

—Sí, señor —dijo, dirigiéndose a la silla desde la que había hablado Julian—. Lo siento, señor Julian.

Tras un instante de silencio, Julian prosiguió:

—Cierra la puerta, Billy. Ven, puedes utilizar la lámpara.

La lámpara estaba hecha de suntuosos cristales coloreados rojos y su llama daba a la sucia habitación el tono rojo-marrón de la sangre seca. Damos Julian estaba sentado en una silla de respaldo alto, apoyaba la barbilla en sus dedos largos y finos y su rostro mostraba una leve sonrisa. Valerie estaba sentada a su derecha. La manga de su túnica se había roto en el forcejeo, pero no parecía haberlo advertido. Sour Billy pensó que su palidez era aún mayor de lo habitual. A unos pasos, Jean permaneció en pie tras otra de las sillas, con un aspecto nervioso y alertado, dando vueltas a un enorme anillo de oro que tenía en un dedo.

—¿Tiene que estar él?—preguntó Valerie a Julian. Dedicó una breve mirada a Sour Billy, con la irritación en sus grandes ojos púrpura.

—Claro, Valerie —replicó Julian. Extendió la mano y tomó la de ella. La muchacha tembló y apretó los labios con fuerza—. He traído a Sour Billy para que tengas más confianza —continuó Julian.

Jean reunió todo su valor y se quedó mirando fijamente a Sour Billy, con el ceño fruncido.

—Dijiste que ese Johnston tenía esposa.

Así que se trataba de eso, pensó Billy.

—¿Tienes miedo?—le preguntó a Jean, con aire de burla. Jean no era uno de los favoritos de Julian, así que no había peligro en mofarse de él—. En efecto, tenía esposa, pero eso no debe preocuparos. Nunca le contaba gran cosa de lo que hacía, ni adónde iba, ni cuándo regresaría. No va a perseguiros, está claro.

—No me gusta, Damon —gruñó Jean.

—¿Y qué hay de los esclavos?—preguntó Valerie—. Se escaparon hace dos años, y les contaron a los Johnston muchas cosas, algunas peligrosas. Lo mismo pueden haberles dicho a otros.

—¿Billy? —dijo Julian. Sour Billy se encogió de hombros.

—Supongo que les habrán dicho cosas a todos los malditos negros entre aquí y Arkansas, pero eso no me preocupen absoluto. Son sólo cuentos de negros, que nadie va a creer.

—Ojalá —musitó Valerie, volviéndose hacia Damon Julian en actitud suplicante—. Damon, por favor. Jean tiene razón. Hemos estado aquí demasiado tiempo. Esto ya no es seguro.

Recuerda lo que le hicieron a aquella señora Lalaurie de Nueva Orleans, aquella que torturaba a sus esclavos por placer. Al final, las murmuraciones la delataron. Y lo que ella hacía no era nada comparado con…—dudó, tragó saliva y añadió, en voz muy baja—… con lo que hacemos nosotros. Con lo que nos vemos obligados a hacer.

Al decir esto, apartó su rostro del de Julian.

Lenta y suavemente, Julian alzó una blanca mano, acarició la mejilla de la muchacha, le pasó un dedo por el perfil del rostro con ternura, y luego la tomó por debajo de la barbilla y la obligó a mirarle.

—¿Tan asustadiza te has vuelto, Valerie? ¿Tengo que recordarte quién eres? ¿Ya has estado haciéndole caso a Jean otra vez? ¿Es él el maestro ahora? ¿Es él el maestro de sangre?

—No —contestó ella, con sus profundos ojos violetas más abiertos que nunca y un deje de temor en la voz—. No.

—¿Quién es el maestro de sangre, querida Valerie?—inquirió Julian. Tenía en la mirada una expresión de paciencia, cansancio y aburrimiento.

—Tú, Damon —susurró ella—. Tú.

—Mírame, Valerie. ¿Crees de veras que he de preocuparme por los cuentos que expliquen un par de esclavos? ¿Qué me importa lo que digan de mí?

Valerie abrió la boca, pero no emitió palabra alguna.

Satisfecho, Damon Julian la soltó. La muchacha tenía profundas marcas rojas en la piel, donde los dedos de Julian la habían estado apretando. Julian le sonrió a Sour Billy mientras Valerie se retiraba.

—¿Qué opinas tú, Billy?

Sour Billy Tipton miró al suelo y se movió, inquieto. Sabía lo que debía decir, pero últimamente había dado algunas vueltas al tema en su cabeza, y había ciertas cosas que debía decirle a Julian y que éste no iba a tomar bien. Había estado postponiendo sus palabras, pero ahora se daba cuenta de que era su última oportunidad.

—No lo sé, señor Julian —dijo débilmente.

—¿No lo sabes, Billy? ¿Qué es lo que no sabes?—su tono era frío y vagamente amenazador. Sin embargo, Sour Billy siguió adelante.

—No sé cuánto tiempo más podremos continuar, señor Julian. He estado pensando en ello, y hay cosas que no me gustan. Esta plantación producía mucho dinero cuando la llevaba Garoux, pero ahora casi no vale nada. Ya sabe que puedo hacer trabajar a cualquier esclavo, vaya si puedo, pero no puedo hacer rendir lo que está muerto o huido. Cuando usted y sus amigos empezaron a llevarse a los pequeños de sus chozas, o a ordenar a las muchachas que acudieran a la casa grande, de donde jamás volvían a salir, empezaron nuestros problemas. Ahora, ya hace más de un año que no hay esclavos aquí, a excepción de esas muchachas bonitas, que permanecen muy poco tiempo —se rió, nervioso—. Ya no recogemos cosechas, y hemos vendido media plantación, las mejores parcelas. Además, esas muchachas cuestan mucho dinero, señor Julian. Nos hemos metido en problemas de dinero. Y no es eso todo. Abusar de los negros es una cosa, pero utilizar a los blancos para saciar la sed, es muy peligroso. En Nueva Orleans quizá sea más seguro, pero usted y yo sabemos que fue Cara quien mató al hijo menor de Henri Cassand. Se trata de un vecino, señor Julian. Ya todos saben que aquí sucede algo raro y, si empiezan a morir sus esclavos y sus hijos, nos vamos a ver en un buen lío.

—¿Lío? —replicó Damon Julian—. Contigo, somos casi veinte. ¿Qué pueden hacernos esos animales?

—Mister Julian —siguió Sour Billy—. ¿Y si llegan de día?

Julian movió una mano con gesto despreocupado.

—No sucederá tal cosa. Y si es así, los trataremos como se merecen.

Sour Billy hizo una mueca. Julian podía hacerse el despreocupado, pero era Sour Billy quien corría los mayores riesgos.

—Creo que ella tiene razón, señor Julian —dijo al fin, en tono lastimero—. Creo que debemos irnos a otro sitio. Ya hemos agotado este lugar. Es peligroso continuar aquí.

—Pues yo me siento cómodo aquí, Billy —dijo Julian—. Yo me alimento de ese ganado, y no voy a alejarme de él.

—Hablemos entonces de dinero. ¿De dónde vamos a sacar dinero?

—Nuestros invitados han dejado los caballos. Llévalos mañana a Nueva Orleans y véndelos. Procura que no les sigan el rastro. También puedes vender una parcela más. Neville, de Bayou Cross, querrá comprártela también. Hazle una visita, Billy —sonrió Julian—. Incluso puedes invitarle a cenar aquí, para discutir mi propuesta. Pídele que venga con su adorable esposa y ese encantador hijo que tienen. Sam y Lily pueden servir la cena. Será como solía ser antes de que los esclavos se fugaran.

Billy pensó que hablaba en broma. Sin embargo, nunca se podía tratar con ligereza ninguna palabra de Julian.

—La casa… —dijo—. Vendrán a cenar y verán en qué estado se encuentra todo esto. Seguro. Contarán extrañas historias cuando vuelvan a su casa.

—Si vuelven, Billy.

—Damon —intervino Jean, tembloroso—, no querrás decir que…

La sala, oscura e inundada de rojo, estaba caliente. Sour Billy había empezado a sudar.

—Neville es… Por favor, señor Julian, no puede usted coger a Neville. No se puede ir cogiendo gente por ahí y comprando chicas de lujo.

—Esa criatura tuya tiene razón por una vez —dijo Valerie con un hilillo de voz—. Hazle caso.

Jean también asentía, envalentonado por tener a los demás de su parte.

—Podríamos vender la finca entera —dijo Billy—. De todas maneras, está podrida por todas partes. Trasladémonos todos a Nueva Orleans. Estaremos mucho mejor allí, con los criollos y los negros emancipados y la basura del río. Unos cuantos más o menos no se echarán en falta, ¿sabe?

—No —respondió Julian, con un tono de voz helado, que les indicó que no toleraría más discusiones al respecto. Sour Billy enmudeció de golpe. Jean empezó a jugar de nuevo con su anillo, con expresión de resentimiento y temor. En cambio, sorprendentemente, Valerie no calló.

—Vámonos nosotros, entonces.

—¿Nosotros? —inquirió Julian, volviendo lánguidamente la cabeza.

—Jean y yo —dijo ella—. Mándanos lejos. Será… Será mejor así, también para ti. Este lugar será más seguro cuantos menos de nosotros lo habitemos. Tus chicas durarían así un poco más.

—¿Enviaros lejos, querida Valerie? ¿Y perderos? No, no, me sentiría demasiado preocupado por vosotros. ¿Dónde podríais ir, me pregunto?

—A cualquier sitio.

—¿Todavía esperas encontrar tu ciudad de las sombras en una cueva?—le espetó Julian en son de burla—. Tu fe resulta conmovedora, muchacha. ¿Has tomado a ese pobre y débil Jean por tu pálido rey?

—No —contestó Valerie—. No. Sólo queremos descansar. Por favor, Damon. Si nos quedamos todos, nos encontrarán, nos cazarán y nos matarán. Vámonos.

—Eres tan hermosa, Valerie, tan exquisita.

—Por favor —dijo ella, temblorosa—. Vámonos y descansemos.

—Pobre pequeña —prosiguió Julian—. No puede haber descanso. Dondequiera que vayas, tu sed viajará contigo. No, debes quedarte.

—Por favor —repitió ella, obnubilada—. Maestro de sangre mío.

Los ojos oscuros de Damon Julian se achicaron ligeramente y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Si tantas ganas tienes de irte, quizá deba darte lo que tanto pides.

Valerie y Jean le miraron a la vez, esperanzados.

—Quizá os envíe lejos —musitó Julian—. A los dos. Pero no juntos, no. Eres tan hermosa, Valerie. Mereces algo mejor que Jean. ¿Qué opinas, Billy?

Sour Billy sonrió.

—Envíelos lejos a todos, señor Julian. No necesita a ninguno de ellos, ya que me tiene a mí. Echelos y ya verá lo felices que se sienten.

—Interesante —dijo Damon Julian—. Lo pensaré. Ahora dejadme, todos vosotros. Billy, ve a vender los caballos, y entrevístate con Neville sobre la tierra que quiero vender.

—¿Nada de cenas?—preguntó aliviado Sour Billy.

—Nada —respondió Julian.

Sour Billy fue el último en llegar a la puerta. Tras él, Julian apagó la luz y la oscuridad fue total en la sala. Sin embargo, Sour Billy dudó un instante en el umbral y se volvió.

—Señor Julian —dijo—, usted me prometió… Hace ya muchos años de eso. ¿Cuándo será?

—Cuando ya no te necesite, Billy. Tú eres mis ojos durante el día. Tú haces las cosas que yo no puedo hacer. ¿Cómo podría pasarme sin ti ahora? Pero no temas, no falta mucho. Y el tiempo no te parecerá nada cuando entres a formar parte de nosotros. Los años y los días son lo mismo para aquel que posee una vida eterna.

La promesa reanimó mucho a Sour Billy, quien partió para realizar los encargos de Julian.

Aquella noche, soñó. En sus sueños era tan oscuro y grácil como el propio Julian, elegante y predador. En sus sueños siempre era de noche y merodeaba por las calles de Nueva Orleans bajo una pálida luna llena. Desde las ventanas y los balconcillos de hierro forjado le observaban pasar y podía sentir sus miradas fijas sobre él, los hombres llenos de temor y las mujeres atraídas por sus tenebrosos poderes. El avanzaba en la oscuridad, deslizándose silencioso sobre las aceras de ladrillo, escuchando los pasos frenéticos y los jadeos de la gente. Bajo la luz desvaída de una lámpara de aceite colgada de la pared, capturaba a un joven elegante y bien parecido y le desgarraba la garganta entre carcajadas. Una belleza criolla despampanante le observaba de lejos, y él la perseguía, dándole caza por callejuelas y jardines, mientras ella huía. Por fin, en un rincón iluminado por una farola de hierro forjado, la muchacha se volvía para hacerle frente. Se parecía un poco a Valerie. Sus ojos eran violáceos y llenos de ardor. El se le acercaba, la acorralaba y la tomaba. La sangre criolla no era tan ardiente y sabrosa como la comida criolla. La noche era suya, y todas las noches para siempre jamás, y la sed roja estaba en su interior.

Al despertar de su sueño, estaba caliente y enfebrecido, y tenía las sábanas húmedas.

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