Rebus y Jean Burchill paseaban por Arthur's Seat. Era una mañana espléndida, pero soplaba un viento frío. Decían de Arthur's Seat que era como un león preparándose para saltar, pero a Rebus más bien le parecía un elefante o un mamut con un cabezón protuberante y una depresión en el cuello que se prolongaba formando el lomo.
– En sus tiempos fue un volcán -explicó Jean-, igual que el peñasco del castillo. Después hubo granjas, canteras e iglesias.
– La gente venía aquí en peregrinación, ¿no es cierto? -dijo Rebus deseoso de mostrar sus conocimientos.
Ella asintió con la cabeza.
– Y aquí desterraban a quienes tenían deudas hasta que las pagaban. Hay mucha gente que cree que el nombre procede del rey Arturo.
– ¿Y no es así?
Ella dijo que no.
– Lo más probable es que sea gaélico: Ardna-Said, o Alto de los Pesares.
– Un nombre muy alegre.
Ella sonrió.
– El parque está lleno de nombres por el estilo: peña del Púlpito, rincón del Polvorín -dijo mirándolo-. Por no citar acre del Crimen y risco del Ahorcado.
– ¿Eso dónde está?
– Cerca del estanque de Duddingston y del ferrocarril de los Inocentes.
– Al que llamaban así porque utilizaban caballos a falta de tren, ¿no es cierto?
– Puede ser -respondió ella sonriendo-, pero hay otras teorías. Las Costillas de Sansón -añadió señalando hacia el estanque-. Ahí hubo un fuerte romano. ¿No sabía tal vez que habían llegado tan al norte? -añadió dirigiéndole una mirada picara.
Rebus se encogió de hombros.
– La historia nunca ha sido mi fuerte. ¿Hay constancia de dónde encontraron los féretros?
– La documentación de la época es algo ambigua. «En la vertiente nordeste de Arthur's Seat», dice el Scotsman, en una pequeña abertura de un afloramiento apartado -dijo ella encogiéndose de hombros-. Yo me he recorrido todo el monte y no he dado con el lugar. Otro detalle que mencionaba el periódico es que los féretros estaban dispuestos en dos gradas, ocho en cada una, y que había una tercera grada recién empezada.
– ¿Como si alguien pensara añadir más?
Ella se envolvió en la chaqueta, pero a Rebus le pareció que no era sólo el viento lo que la hacía temblar. Pensó en el ferrocarril de los Inocentes, que en la actualidad era una senda y camino de bicicletas en la que hacía un mes se había cometido un atraco, pero consideró que no era el momento más apropiado para hablar de ello. También podía hablarle de los suicidios y las jeringuillas a un lado del camino, pero vivían en mundos muy diferentes.
– Me temo que lo único que yo puedo aportar es historia -dijo ella de pronto-. He indagado en todos los departamentos pero no recuerdan a nadie que mostrara interés por los ataúdes, con excepción de algún estudiante o turista. Esos ataúdes formaron parte de una colección privada y después pasaron a la Sociedad de Anticuarios, que los donó al museo. -Se encogió de hombros-. No le he sido de mucha ayuda, ¿verdad?
– Jean, en un caso como éste todo es útil; cualquier dato, aunque no aporte nada, sirve para descartar otros.
– Me da la impresión de que no es la primera vez que dice eso.
Rebus sonrió.
– Tal vez no, pero no lo digo por decir. ¿Está libre después?
– ¿Por qué? -replicó ella jugueteando con la pulsera que le había comprado a Bev Dodds.
– Voy a llevar los ataúdes a un experto y un poco de historia no vendría mal. -Hizo una pausa y contempló Edimburgo-. Dios, qué ciudad tan preciosa, ¿verdad?
– ¿Lo dice por complacerme? -preguntó ella mirándolo.
– ¿Cómo dice?
– La otra tarde, cuando nos paramos en el puente North, me pareció que no le impresionaba la vista.
– La miro, pero no siempre la veo. Ahora sí que la veo.
Estaban en la cara oeste del monte y desde allí apenas se dominaba la mitad de la urbe; Rebus sabía que desde más arriba la vista era completa, pero desde aquel lugar se apreciaban bien agujas, chimeneas y hastiales escalonados con el telón de fondo de los montes Pentland al sur y el Firth of Forth al norte y, más allá, la costa de Fife.
– Puede ser cierto -reconoció ella y, sonriendo, se puso de puntillas inclinándose hacia él y dándole un beso en la mejilla-. Mejor será irse -añadió.
Rebus asintió con la cabeza sin saber qué decir hasta que ella volvió a tiritar y vio que realmente tenía frío.
– Detrás de Saint Leonard hay un café -dijo él-. Invito yo. Pero no vaya a creer que es por altruismo, sino porque tengo que pedirle un gran favor.
Ella se echó a reír, llevándose la mano a la boca y disculpándose.
– ¿Qué he dicho? -preguntó Rebus.
– Nada; es que Gill me previno al respecto diciéndome que si seguíamos viéndonos estuviese preparada para «el gran favor».
– ¿Ah, sí?
– Y tenía razón, ¿verdad?
– No del todo, porque lo que le pido no es un gran favor, sino un favor enorme.
Siobhan llevaba camiseta de cuello vuelto y un suéter de cuello de pico de lana; unos viejos pantalones de pana gruesa remetidos en dos pares de calcetines. Había limpiado sus viejas botas de excursión con betún y le habían quedado bien. El anorak no se lo había puesto hacía años, pero para aquella ocasión le venía que ni pintado. Se había provisto, además, de un gorro con borla y de una mochila con un paraguas, el móvil, una cantimplora y un termo de té con azúcar.
– ¿Seguro que no te falta nada? -preguntó Hood riendo.
Él iba con vaqueros y chándal, y llevaba un chubasquero amarillo nuevo; al mirar al sol, los rayos destellaron en sus gafas. Aparcaron en un área de estacionamiento. Había que saltar una valla tras la cual arrancaba una pendiente suave que más arriba se hacía abrupta. La empinada cuesta estaba yerma, con excepción de algunas piedras y matas de tojo.
– ¿Tú qué crees? ¿Habrá una hora hasta la cumbre? -preguntó Hood.
– Con un poco de suerte -contestó Siobhan cargándose la mochila.
Las ovejas los miraron saltar la cerca con alambre de espino en el que había prendidos mechones de lana gris. Hood ayudó a Siobhan y después él salvó el obstáculo de un salto apoyándose con una mano en uno de los postes.
– No hace mal día -dijo cuando atacaron la subida-. ¿Crees que Flip lo habría hecho sola?
– No lo sé -contestó Siobhan.
– Yo no creo que fuera de ésas. Seguro que al ver esta pendiente habría vuelto a su Golf GTi.
– Lo malo es que no tenía coche.
– Oportuna puntualización. ¿Cómo habría llegado aquí, entonces?
Lo que también era un dato importante, porque por aquellos alrededores no había ningún pueblo y sólo se veía alguna granja aquí y allá. El paraje estaba a sesenta kilómetros escasos de Edimburgo, pero la ciudad, desde allí, parecía un recuerdo lejano. Siobhan pensó que por aquel lugar no pasarían muchos autobuses. Si Flip había estado allí, habría necesitado ayuda.
– A lo mejor vino en taxi -dijo.
– No es un servicio fácil de olvidar.
– No. -Cierto que, a pesar del llamamiento público y de las fotos en la prensa, ningún taxista había informado de una carrera semejante-. Tal vez la acompañó una amiga, o alguien que aún no hemos localizado.
– Puede ser -dijo Hood no muy convencido.
Siobhan advirtió que iba ya sin aliento y que un minuto después se quitaba el chubasquero y se lo ponía debajo del brazo.
– No sé cómo tú puedes llevar tanta ropa -repuso, y ella entonces se quitó el gorro y abrió la cremallera del anorak.
– ¿Satisfecho?
Hood se encogió de hombros.
Llegados al tramo más abrupto, se vieron obligados a trepar con pies y manos con cuidado pues aquel terreno pedregoso cedía bajo su peso. Siobhan se detuvo a descansar sentada con las rodillas hacia arriba y bien apoyada en los talones; dio un sorbo de agua.
– ¿Ya te desfondas? -preguntó Hood, que la precedía unos tres metros.
Ella le ofreció la cantimplora, pero él negó con la cabeza y continuó ascendiendo. Siobhan advirtió que tenía el pelo bañado en sudor.
– Grant, no se trata de una carrera -gritó, pero él no respondió.
Reemprendió el ascenso medio minuto después y vio que Hood se había adelantado bastante. «Esto es trabajo en equipo», pensó. Grant era como tantos otros que había conocido: obcecado y seguramente incapaz de razonar las cosas. Se guiaba más bien por una especie de instinto, un impulso básico irracional.
En un tramo en que la pendiente era más suave, Hood hizo un alto para descansar, estirándose con las manos en la cadera y contemplando la vista. Siobhan vio que agachaba la cabeza para escupir, pero la saliva era excesivamente viscosa y le quedó colgando de la boca como un hilo; sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió. Ella, al llegar a su altura, le tendió la cantimplora.
– Toma -dijo, y él, algo remiso, aceptó dar un trago-. Empieza a nublarse -añadió Siobhan, que prestaba más interés al cielo que a la panorámica. Habían aparecido unas nubes espesas y negras. Era curioso cómo cambiaba el tiempo de un momento a otro en Escocia y, además, la temperatura había descendido tres o cuatro grados, tal vez más-. A ver si nos cae un chaparrón -dijo, mientras Hood asentía con la cabeza y le devolvía la cantimplora.
Siobhan consultó el reloj y vio que llevaban veinte minutos de subida, lo que significaba que seguramente estaban a quince minutos del coche, teniendo en cuenta que el descenso sería más rápido. Miró hacia arriba y calculó que les faltarían otros quince o veinte minutos para la cumbre. Hood jadeaba ruidosamente.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Siobhan.
– Es un buen ejercicio -respondió él con voz ronca reanudando la escalada.
Vio que el sudor bañaba su sudadera azul oscuro. Seguro que no tardaría un minuto en quitársela para quedarse en camiseta justo cuando empezara a empeorar el tiempo. Efectivamente, ella vio que se detenía a quitársela.
– Comienza a hacer frío -dijo Siobhan.
– Pero yo tengo calor -repuso él atándose las mangas de la sudadera a la cintura.
– Ponte el chubasquero, por lo menos.
– Me asaría.
– Qué va.
Le pareció que iba a replicar, pero no lo hizo. Ella había vuelto a subirse la cremallera del anorak. Las nubes bajas y la niebla comenzaban a impedir la visibilidad del paisaje. O tal vez ya estaba lloviendo.
Cinco minutos más tarde empezó la lluvia. Al principio era fina, pero poco después comenzaron a caer gotas gruesas. Siobhan se puso el gorro y vio que Hood se enfundaba el chubasquero. Empezaron a soplar rachas de viento; Hood perdió pie y cayó sobre una rodilla, lanzando una maldición, pero siguió adelante cojeando y agarrándose la pierna.
– ¿Hacemos un alto? -preguntó ella, a sabiendas de que no respondería.
La lluvia arreciaba a pesar de que a lo lejos se veía ya el cielo azul. No duraría mucho. De todos modos, Siobhan tenía las piernas mojadas y los pantalones pegados a la piel. Oyó el ruido de chapoteo de las deportivas de Hood, pero él había puesto el piloto automático y miraba al vacío con la mente fija en llegar a la cima a toda costa.
Superaron un último repecho, la pendiente disminuyó notablemente y pronto alcanzaron la cumbre. La lluvia amainaba. A unos siete metros vieron un mojón de piedras. Siobhan sabía que los montañeros añadían a veces una piedra al llegar a la cima; ése sería seguramente su origen.
– Vaya, no hay bar -dijo Hood poniéndose en cuclillas a recobrar el aliento.
Había dejado de llover y un rayo de sol atravesó las nubes y bañó las colinas circundantes con un amarillo misterioso. Estaba temblando pero, como el agua había escurrido por el chubasquero empapándole la sudadera, no era cuestión de ponérsela. Sus vaqueros habían adquirido un color azul oscuro.
– Hay té caliente, si quieres -dijo Siobhan.
Él hizo un gesto afirmativo y ella le sirvió una taza. Hood lo tomó mirando el mojón.
– ¿Encontraremos algo terrorífico? -preguntó.
– Tal vez no encontremos nada.
Él asintió con la cabeza.
– Mira a ver -añadió.
Siobhan cerró el termo y se acercó al mojón. Dio la vuelta a su alrededor y comprobó que era un simple montón de piedras.
– Aquí no hay nada -dijo poniéndose en cuclillas para examinarlo mejor.
– Tiene que haber algo -repuso Hood levantándose y acercándose-. Tiene que haberlo.
– Pues si lo hay está bien escondido.
Hood tocó el mojón con el pie, lo derribó de una patada y se puso de rodillas a escarbar entre las piedras con cara de rabia y apretando los dientes. Enseguida, la pila de piedras había desaparecido. Siobhan, que había dejado de interesarse, miró a su alrededor por si había alguna otra posibilidad, pero no vio nada. Hood metió la mano en el bolsillo del chubasquero y sacó las dos bolsitas de plástico para pruebas que había llevado. Siobhan lo vio meterlas debajo de las piedras más grandes y ponerse a rehacer el monolito, que a media altura volvió a desmoronarse.
– Déjalo, Grant.
– ¡Qué mierda! -exclamó él.
– Grant -dijo ella con voz queda-, vuelve a nublarse. Vámonos.
Él no parecía muy dispuesto; se sentó con las piernas estiradas apoyado en los brazos hacia atrás.
– Ha sido un error -reconoció casi llorando.
Siobhan lo miró y comprendió que tendría que engatusarlo para iniciar el descenso. Estaba mojado, tiritando y como enajenado. Se agachó frente a él.
– Grant, tienes que sobreponerte -dijo apoyando las manos en sus rodillas-. Si me fallas, estamos perdidos. Formamos equipo, ¿recuerdas?
– Equipo -repitió él, mientras ella asentía con la cabeza.
– Así que vamos a actuar como un equipo marchándonos de aquí ahora mismo.
Hood le miró las manos y alargó las suyas cogiéndoselas, pero ella se puso en pie haciéndolo levantarse.
– Vamos, Grant.
Estaban de pie y él la miraba fijamente.
– ¿Recuerdas lo que dijiste cuando buscábamos aparcamiento cerca de Victoria Street? -preguntó.
– ¿Qué?
– Me preguntaste si siempre me atenía a las normas…
– Grant… -replicó ella tratando de mirarlo con simpatía en vez de con compasión-. No lo estropees -añadió en voz baja intentando soltarse de sus manos.
– ¿Estropear, qué? -inquirió él con voz de falsete.
– Formamos equipo -repitió Siobhan.
– ¿Ah, sí?
Él no dejaba de mirarla mientras ella asentía con la cabeza. Siguió haciendo aquel gesto y él le soltó poco a poco las manos. Siobhan echó a andar para iniciar el descenso y no había dado cinco pasos cuando él la adelantó a la carrera ladera abajo como un poseso, perdiendo pie un par de veces, pero recuperándose de un salto.
– No es granizo, ¿verdad? -lo oyó gritar finalmente.
Pero sí que lo era. Siobhan notaba las punzadas en la cara mientras seguía cuesta abajo tratando de alcanzarlo. Al saltar la cerca, a Hood se le enganchó el chubasquero en el alambre de espino y se le abrió una costura. La ayudó a saltar ruborizado y balbuciendo maldiciones.
Dentro del coche se quedaron sentados un minuto para recobrar el aliento, y comenzó a condensarse vaho en el cristal del parabrisas, así que Siobhan bajó su ventanilla. Había dejado de granizar y volvía a salir el sol.
– Maldito tiempo escocés -espetó Hood-. No es de extrañar que seamos unos resentidos.
– No me digas. Ni lo había notado.
Él lanzó un resoplido, pero sonrió. Siobhan lo miró esperando que todo hubiera pasado. Así lo parecía por su modo de actuar. Se quitó el anorak y lo echó en el asiento de atrás mientras él se quitaba el chubasquero. Su camiseta desprendía vapor. Siobhan sacó el portátil de debajo del asiento y conectó el móvil; la señal era débil, pero bastaría.
– Dile que es un cabrón -dijo Hood.
– Seguro que le encantaría -replicó ella comenzando a teclear un mensaje mientras él se inclinaba para leerlo.
«Acabo de subir al cerro del Cervato y no hay rastro de la siguiente clave. ¿Me he equivocado?»
Hizo clic en enviar y, mientras aguardaba, se sirvió un té. Hood trataba de despegar los vaqueros de las piernas.
– En cuanto arranquemos pondré la calefacción -dijo. Siobhan asintió con la cabeza y le ofreció otro té-. ¿A qué hora es la entrevista con el banquero?
Ella consultó el reloj.
– Tenemos dos horas por delante; nos da tiempo de ir a casa a cambiarnos.
– No debe de estar -dijo él mirando la pantalla.
Siobhan se encogió de hombros y él le dio a la llave de contacto. Rodaron en silencio a medida que el cielo iba despejándose, y enseguida vieron que había sido un aguacero local. Al llegar a Innerleithen, la carretera estaba seca.
– No sé si no habría sido mejor haber ido por la A 701 hasta la vertiente oeste. Habría sido más fácil subir.
– Ahora ya da igual -dijo Siobhan, consciente de que él seguía pensando en la montaña. El portátil anunció de pronto la recepción de un mensaje. Hizo clic en entrada, pero resultó ser un anuncio para un sitio porno-. No es el primero que recibo -explicó-. Qué harás tú con el ordenador…
– Los envían al azar -dijo él ruborizándose-. Deben de disponer de un programa que les señala cuándo estás en la red.
– Sí, claro.
– ¡Es verdad! -exclamó Hood.
– De acuerdo, de acuerdo. Te creo.
– Yo no haría eso nunca, Siobhan.
Ella asintió con la cabeza sin decir nada más. Estaban en las afueras de Edimburgo cuando llegó el anuncio de otro mensaje. Éste sí era de Programador. Hood detuvo el coche en el arcén.
– ¿Qué dice?
– Lee -dijo Siobhan volviendo hacia él la pantalla. Después de todo, eran un equipo…
«Del cerro del Cervato sólo quería el nombre. No había que escalarlo.»
– ¡Cabrón! -musitó Hood.
Siobhan tecleó la respuesta. «¿Lo sabía Flip?» La contestación tardó dos minutos. «Faltan dos pasos para Hellbank. Siguen claves en aproximadamente diez minutos. Tienes veinticuatro horas para resolverlas. ¿Quieres continuar?»
Ella miró a Hood.
– Dile que sí.
– Todavía no -replicó ella sosteniéndole la mirada-. Creo que ahora él depende tanto de nosotros como nosotros de él.
– ¿Podemos correr ese riesgo?
Pero Siobhan ya estaba tecleando: «Necesito saber si a Flip la ayudaba alguien. ¿Quién más jugaba?».
La respuesta fue inmediata: «Por última vez, ¿quieres seguir jugando?».
– No lo perdamos -dijo Hood.
– Sabía que iba a subir a esa montaña, seguramente del mismo modo que sabía que Flip no lo haría -explicó ella mordiéndose el labio inferior-. Creo que podemos apretarle un poco.
– Nos faltan dos claves para Hellbank, que es hasta donde Flip llegó.
Siobhan asintió con la cabeza despacio y comenzó a teclear: «Continúo hasta el siguiente nivel, pero, por favor, dime si a Flip la ayudaba alguien».
Hood se recostó en el asiento conteniendo la respiración. No contestaban y Siobhan consultó el reloj.
– Ha dicho diez minutos.
– Te gusta el juego, ¿verdad?
– ¿Qué es la vida sin un poco de riesgo?
– Una experiencia más tranquila y placentera.
– Habla el corredor de fondo -replicó ella.
Hood limpió el vaho del parabrisas.
– Si Flip no tuvo que subir al cerro del Cervato, a lo mejor no hizo ningún viaje. Quiero decir que tal vez resolviera el juego desde casa.
– ¿Con lo cual…?
– Con lo cual no habría ido a ningún lugar difícil.
– Quizá lo sepamos por la próxima clave.
– Si es que la hay.
– Hay que tener fe -dijo ella cantando.
– La fe para mí es eso: una canción de George Michael.
El portátil volvió a anunciar la entrada de otro mensaje, y Hood se inclinó para leerlo.
«El maíz aparece donde acabó el sueño del masón.»
Cuando aún estaban pensando en ello, llegó otro mensaje: «No creo que a Flip la ayudase nadie. ¿Te ayuda a ti alguien, Siobhan?».
Ella tecleó «No» e hizo clic en enviar.
– ¿Por qué no quieres que lo sepa? -preguntó Hood.
– Porque puede cambiar las reglas o enfadarse. Dice que Flip jugaba sola y quiero que piense lo mismo de mí -respondió Siobhan mirándolo-. ¿Hay algún problema?
Hood reflexionó un instante y negó con la cabeza.
– ¿Qué querrá decir esta clave?
– No tengo la menor idea. Supongo que tú no eres masón.
Hood volvió a negar con un gesto.
– No aprobé el ingreso. ¿Tienes tú idea de dónde podemos encontrar a un masón?
– ¿En la policía de Lothian y Borders? -replicó Siobhan sonriendo-. No creo que sea muy difícil.
Los ataúdes estaban en Saint Leonard, así como los informes de las autopsias, pero había un pequeño problema: el de Los Saltos lo tenía Steve Holly porque Bev Dodds se lo había entregado para hacer la foto. Así que Rebus decidió ir a ver al periodista; cogió la chaqueta y se acercó a la mesa de Ellen Wylie, donde ella miraba con cara de aburrimiento a Donald Devlin, que examinaba la documentación de una fina carpeta de papel Manila.
– Tengo que salir -dijo Rebus.
– Afortunado. ¿Necesita que lo acompañen?
– Quédate con el profesor. No tardaré.
– ¿Se puede saber adónde peregrina? -preguntó Devlin alzando la vista.
– Tengo que ver a un periodista.
– Ah, nuestro muy apreciado cuarto poder.
El modo de hablar del profesor le atacaba los nervios, y no era el único a juzgar por la mirada de Wylie, que estaba sentada lo más apartada posible del viejo y cuando podía situaba la silla en el otro lado de la mesa.
– Iré lo más rápido que pueda -añadió Rebus para tranquilizarla, pero ella lo siguió con la mirada hasta la puerta.
Él notaba, además, que Devlin se mostraba exageradamente dispuesto a ayudar. Era como si hubiese rejuvenecido al ver que volvía a ser útil; le complacía aquella revisión de los informes de las autopsias, leía párrafos en voz alta, y cuando él estaba ocupado tratando de concentrarse, era impepinable que el viejo le plantease alguna pregunta. No era la primera vez que Rebus maldecía a Gates y a Curt, e incluso Wylie había resumido perfectamente la situación al decir: «Dígame usted si quien nos ayuda es él o somos nosotros quienes le hacemos un favor. Quiero decir, si yo hubiera querido ser auxiliar geriátrica, habría pedido trabajo en una residencia de ancianos».
Rebus procuró no contar el número de bares por los que pasaba durante el trayecto en coche.
El periódico sensacionalista de Glasgow tenía sus oficinas en el ático de un edificio rehabilitado de Queen Street, unas puertas más allá de la BBC. Tentando a la suerte aparcó en línea amarilla justo enfrente. La entrada estaba abierta y subió los tres pisos hasta unas puertas de cristal que franqueó para entrar en una pequeña área de recepción, donde una telefonista le sonrió mientras acababa de atender una llamada.
– Creo que ha salido y ya no vuelve en todo el día. ¿Tiene el número de su móvil? -¿Tenía el pelo rubio corto peinado por detrás de las orejas y, sobre ellas, un conjunto negro de auriculares y micrófono-. Gracias -dijo poniendo fin a la llamada; pulsó un botón para atender otra y alzó un dedo para dar a entender a Rebus que no lo había olvidado aunque no lo mirase.
Él miró alrededor buscando dónde sentarse, pero no había sillas; sólo una maceta con un agave escuálido.
– Creo que ha salido y no vuelve en todo el día. ¿Tiene el número de su móvil? -dijo otra vez la mujer, y dictó el número a su nuevo interlocutor-. Lo siento -añadió dirigiéndose a Rebus.
– No pasa nada. Quiero ver a Steve Holly, pero me parece que ya sé lo que va a decirme.
– Me temo que estará fuera todo el día.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Tiene el número de su móvil?
– Lo tengo.
– ¿Le espera?
– No lo sé. He venido a recoger la muñeca, si ha terminado con ella.
– Aah, «eso» -exclamó la mujer haciendo un gesto de estremecimiento-. Esta mañana dejó en mi silla el pequeño ataúd para gastarme una broma.
– Debe de ser muy entretenido trabajar con él -repuso Rebus.
Ella volvió a sonreírle.
– Creo que lo tiene en su cubículo -dijo.
– ¿Han hecho ya las fotos? -preguntó Rebus.
– Oh, sí.
– Entonces, ¿podría…? -añadió señalando hacia donde pensaba que estaría el cubículo de Holly.
– No veo inconveniente -contestó la mujer al tiempo que volvía a sonar la centralita.
– Bien, no la molesto más -dijo Rebus dando media vuelta como si supiera con seguridad adónde iba.
Pero no resultó difícil, pues no había más que cuatro «cubículos» o mesas separadas por paneles. Estaban todas vacías y vio el pequeño ataúd junto al teclado de Holly, con un par de copias de Polaroid encima. Bendijo su suerte porque, de haber estado allí Holly, habría tenido que esquivar sus preguntas y quizás habría surgido algún problema. Aprovechó la oportunidad para echar una ojeada al puesto de trabajo del reportero. Tenía números de teléfono y recortes de prensa pinchados en la pared, un perrito Scooby Doo de cinco centímetros sobre el monitor, un calendario de mesa de Los Simpson con una página de tres semanas atrás llena de garabatos, una grabadora abierta y sin batería, y un titular de periódico pegado con cinta adhesiva a un lado del monitor: «El Cally, súper, como una bala; el Celtic, una pena». Rebus sonrió; tal vez Holly fuese hincha del Rangers o quizá sólo le gustaba el nuevo lenguaje generado por el fútbol. Ya iba a marcharse cuando advirtió en la pared junto a la mesa el nombre de Jean con su número de teléfono. Lo rompió y se guardó los papelitos, y en ese momento vio otro número debajo: el suyo… y el de Gill Templer. Y debajo, los nombres de Bill Pryde, Siobhan Clarke y Ellen Wylie. Tenía los números particulares de Templer y Clarke. No sabía si estarían apuntados en otro lugar, pero optó por llevárselos.
En la calle llamó a Siobhan al móvil, pero le contestaron que en ese momento no estaba disponible. En el parabrisas tenía una multa, pero no se veía ningún guardia. En Edimburgo los llamaban los «Blue Meanies» por el uniforme que llevaban; seguramente, él era el único que había visto El submarino amarillo sin estar «colocado» y entendía lo del nombre, los «azules malos», no pudo menos que maldecir que le hubiesen multado mientras guardaba el papelito en la guantera. Se fumó un cigarrillo durante el lento regreso a Saint Leonard. Había muchas calles de dirección prohibida; en Princes Street no pudo doblar a la izquierda, y las obras en el puente Waverley habían provocado un embotellamiento, así que continuó hasta The Mound y siguió por Market Street. Había puesto Buried Alive in the Blues (Enterrada viva en blues), de Janis Joplin. Mejor que agonizar en las calles de Edimburgo.
En la comisaría vio que Ellen Wylie también parecía a punto de entonar un blues.
– ¿Qué te parece un viajecito? -dijo Rebus.
– ¿Adónde? -preguntó ella mirándolo.
– Profesor Devlin, usted también está invitado.
– Qué intrigante -dijo el hombre. Aquel día no llevaba chaqueta de punto, sino un jersey con cuello de pico dado de sí en las axilas y encogido por detrás-. ¿Un viaje sorpresa?
– No exactamente -contestó Rebus-. Vamos a una funeraria.
– No hablará en serio -dijo Wylie mirándolo.
Rebus asintió con la cabeza señalando los ataúdes que tenía en fila en la mesa.
– Para saber la opinión de un especialista, hay que acudir a un especialista.
– Evidentemente -añadió Devlin.
La funeraria no estaba lejos de Saint Leonard. Rebus no había vuelto a visitar ninguna desde el fallecimiento de su padre, ocasión en la que entró en la sala mortuoria para tocar la frente del viejo como él mismo le había enseñado al morir su madre: «Johnny, si los tocas nunca tendrás miedo a los muertos». En algún lugar de la ciudad, Conor Leary descansaba en otro féretro. Todo el mundo compartía los impuestos y la muerte, aunque él conocía delincuentes que en su vida habían pagado un penique de impuestos, si bien, de todos modos, también a ellos les aguardaba el ataúd un día.
Jean Burchill, que había llegado antes que ellos, se levantó de la silla de la recepción contenta de tener compañía. Era un ambiente tétrico a pesar de los ramos de flores frescas; Rebus se preguntó si harían descuento en las coronas. Las paredes de la sala estaban forradas de madera y se notaba un leve olor a cera de muebles; los picaportes de latón de las puertas brillaban y el suelo era de mármol a cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Rebus hizo las presentaciones. Al estrechar la mano de Jean Burchill, Devlin preguntó:
– ¿Y qué conserva usted concretamente?
– Objetos del siglo diecinueve relacionados con creencias y asuntos sociales…
– La señorita Burchill nos está ayudando en el caso aportando la perspectiva histórica -terció Rebus.
– No estoy muy seguro de entenderlo -dijo Devlin como perdido.
– Yo fui la encargada de organizar la exposición de ataúdes de Arthur's Seat.
Devlin enarcó las cejas.
– ¡Ah, qué interesante! ¿Existe alguna relación con la avalancha actual?
– No creo que se pueda denominar «avalancha» a la aparición de cinco ataúdes en treinta años -respondió Ellen Wylie.
Devlin quedó un tanto desconcertado, quizá porque nadie objetaba nunca su modo de hablar. Miró a Wylie y se volvió hacia Rebus.
– ¿Es que existe una conexión histórica?
– No lo sabemos. Es lo que intentamos averiguar.
Se abrió la puerta del fondo dando paso a un hombre de unos cincuenta años con traje oscuro, camisa blanca impecable y corbata gris brillante. Llevaba el cabello corto y canoso y su rostro era alargado y pálido.
– ¿Señor Hodges? -preguntó Rebus. El interpelado asintió con la cabeza casi haciendo una reverencia y Rebus estrechó su mano-. Hablé con usted por teléfono. Soy el inspector Rebus.
A continuación hizo el resto de presentaciones.
– Esta es una de las peticiones más curiosas que he recibido en mi vida, inspector -dijo casi en un susurro-. En cualquier caso, el señor Patullo los espera en su despacho. ¿Les apetece tomar un té?
Rebus aceptó complacido y Hodges los invitó a pasar.
– Como le expliqué por teléfono, inspector, en la actualidad la fabricación de féretros se basa prácticamente en lo que podríamos denominar producción en cadena. El señor Patullo es uno de esos artesanos excepcionales que aún los realiza por encargo. Nosotros utilizamos sus servicios hace muchos años, todos los que yo llevo en la empresa, desde luego.
El pasillo por donde Hodges los conducía estaba también forrado de madera, aunque sin luz natural, y terminaba ante una puerta. El hombre la abrió y los hizo pasar a un despacho espacioso, en el que todo estaba recogido y no había nada a la vista. Rebus se esperaba, si acaso, muestrarios de tarjetas de condolencia o catálogos de ataúdes, pero el único indicio de que formaba parte de una funeraria era la ausencia de detalle alguno. Era de lo más discreto. Quizá para que los clientes que entrasen allí olvidasen el objeto de la visita, porque, indudablemente, dedujo, no convendría en absoluto a los intereses de la funeraria que rompieran a llorar cada dos minutos.
– Los dejo con él -dijo Hodges cerrando la puerta.
Había sillas para todos, pero Patullo estaba de pie junto a una ventana de cristal esmerilado. Llevaba una gorra de tweed que sujetaba por el borde con unas manos de dedos nudosos y piel apergaminada. Rebus calculó que tendría más de setenta años. Conservaba un abundante cabello blanco y unos ojos límpidos aunque recelosos. Se mantenía erguido, si bien algo encorvado, y su mano tembló al estrechársela Rebus.
– Señor Patullo -dijo-, le agradezco enormemente su presencia.
El anciano se encogió de hombros y Rebus pasó a presentarles a todos antes de tomar asiento. Llevaba los ataúdes en una bolsa de supermercado, y los fue sacando y colocando sobre la impoluta superficie del escritorio del señor Hodges. Eran cuatro: el de Perth, el de Nairn, el de Glasgow y el más reciente de Los Saltos.
– Le agradecería que los examinara y nos dijera lo que observa en ellos -pidió Rebus.
– Observo que son ataúdes en miniatura -contestó Patullo con voz seca.
– Me refiero a su opinión como artesano.
Patullo se sacó unas gafas del bolsillo y se situó delante de los ataúdes.
– Cójalos si quiere -dijo Rebus, y el hombre lo hizo para examinar las tapas y las muñecas, estudiando los clavos.
– Son tachuelas de alfombra y clavos pequeños de carpintero -explicó-. Los machihembrados son muy toscos pero, claro, en un trabajo a esta escala…
– ¿Qué?
– Pues que no es de esperar que haya colas de milano perfectas. -Volvió a examinarlos-. ¿Quieren saber si los hizo un especialista en ataúdes? -Rebus asintió con la cabeza-. No creo. Se advierte cierta habilidad, pero falla algo. Las proporciones no son adecuadas. Son muy romboidales -añadió dándoles la vuelta para examinarlos por debajo-. ¿Ven ustedes aquí, donde marcó el contorno con lápiz?
– Rebus asintió con la cabeza.
– Los marcó y los cortó con una sierra, pero sin pasar la máquina de aplanar, sólo los lijó. ¿Desea saber si son obra de la misma persona? -añadió, mirando por encima de las gafas a Rebus, quien volvió a asentir-. Éste es algo más basto -dijo el hombre alzando el ataúd de Glasgow- y la madera es distinta, porque es de balsa y en los otros es de pino, pero los machihembrados son iguales y las medidas también.
– Entonces, ¿cree que son obra de la misma persona?
– No me jugaría la cabeza -replicó Patullo cogiendo otro de los ataúdes-. Mire, en éste las proporciones son distintas y la ensambladura es algo más tosca. O está hecho más de prisa o yo diría que es obra de otra persona.
Rebus miró el ataúd y vio que era el de Los Saltos.
– Entonces, ¿serían obra de dos personas? -preguntó Wylie y, como el anciano asintió, expulsó aire y puso los ojos en blanco. Dos culpables representaban el doble de trabajo y la mitad de posibilidades de llegar a una solución.
– ¿Serían imitación de un modelo? -aventuró Rebus.
– No podría asegurarlo -respondió el hombre.
– Con lo cual… -añadió Jean Burchill sacando de su bolsa de bandolera una caja de la que extrajo envuelto en papel de seda uno de los ataúdes de Arthur's Seat.
Rebus le había pedido que lo llevase y ella lo miró para darle a entender lo que le había dicho en el café, que estaba arriesgando su empleo, porque si descubrían que sacaba objetos del museo o si ocurría algún percance tendría que dimitir. Rebus hizo un gesto afirmativo, y ella se levantó y puso el ataúd en la mesa.
– Éste es bastante delicado -previno al anciano.
Devlin también se había levantado y Wylie se acercó para verlo mejor.
– ¡Dios mío! -exclamó Devlin con voz entrecortada-. ¿Es uno de los de…?
Jean Burchill asintió con la cabeza. Patullo, sin tocar el ataúd, se inclinó a mirarlo a la altura de la superficie de la mesa.
– Quisiéramos saber -dijo Rebus- si cree usted que ése podría ser el que ha servido de modelo a los demás.
Patullo se frotó una mejilla.
– Éste es un diseño mucho más sencillo, pero bien hecho; aunque los lados son excesivamente rectos. No es la forma de féretro que se lleva hoy. Han adornado la tapa con tachones. -Volvió a restregarse la mejilla y se incorporó apoyándose en la mesa-. No están copiados de él. Es cuanto puedo decir.
– Nunca había visto ninguno fuera del museo -dijo Devlin acercándose para ocupar el lugar de Patullo y sonriendo a Jean Burchill-. ¿Sabe que yo tengo una teoría sobre su autor?
– ¿Quién sería? -preguntó Burchill enarcando una ceja.
Devlin miró de nuevo a Rebus.
– ¿Recuerda el retrato del doctor Kennet Lovell que le mostré? -Rebus asintió con la cabeza y Devlin se volvió hacia Burchill-. Fue el anatomista que realizó la autopsia de Burke y sobre quien posteriormente recayó gran parte de culpabilidad en el caso.
– ¿Compraba cadáveres a Burke? -preguntó ella con interés.
Devlin negó con un gesto.
– No existen datos históricos que lo demuestren pero, como tantos anatomistas de la época, probablemente compraría los cadáveres sin hacer muchas preguntas sobre su procedencia. Lo curioso es -añadió pasándose la lengua por los labios- que el doctor Lovell se interesaba igualmente por la ebanistería.
– El profesor Devlin tiene una mesa hecha por él -dijo Rebus a Burchill.
– Lovell era un buen hombre y un buen cristiano -añadió Devlin.
– ¿Los haría como memorial mortuorio? -inquirió Burchill.
Devlin se encogió de hombros y miró a su alrededor.
– Yo no tengo pruebas, desde luego…
Su voz se apagó como si hubiese advertido que su entusiasmo estaba fuera de lugar.
– Es una teoría interesante -opinó Jean Burchill, pero Devlin se contentó con encogerse de nuevo de hombros como percatándose de que lo decía por condescendencia.
– Como les digo, está bastante bien hecho -añadió Patullo.
– Hay otras teorías -dijo Jean Burchill- según las cuales tal vez fuesen brujas o marinos los autores de los ataúdes de Arthur's Seat.
– Los marineros solían ser buenos carpinteros -afirmó Patullo-. Por necesidad en algunos casos y en otros para entretenerse durante las travesías.
– Bien -dijo Rebus-, gracias por haber venido, señor Patullo. ¿Quiere que le pida un coche?
– No es necesario.
Se despidieron y Rebus fue con el grupo al Café Metropole, donde pidieron cafés y se sentaron en un reservado.
– Un paso adelante y dos atrás -se quejó Wylie.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Rebus.
– Si no hay relación entre los otros ataúdes y el de Los Saltos, es como dar palos de ciego.
– Yo no lo creo -terció Jean Burchill-. Bueno, no sé si tengo vela en este entierro, pero a mí me parece que quien dejó el de Los Saltos debió de inspirarse en algún precedente.
– De acuerdo -dijo Wylie-, pero es más verosímil que lo hiciera por una visita al museo, ¿no cree?
Rebus miró a Wylie.
– ¿Quieres decir que deberíamos investigar los cuatro casos previos?
– Quiero decir que su única relevancia es ver si están relacionados con el de Los Saltos, suponiendo siempre que ello tenga realmente algo que ver con la desaparición de Balfour. Cosa de la que no estamos seguros. -Rebus fue a decir algo, pero ella prosiguió-: Si se lo planteamos a Templer, como es nuestra obligación, dirá lo mismo que acabo de decir. Cada vez nos alejamos más del caso Balfour -añadió llevándose la taza a los labios y dando un sorbo.
Rebus se volvió hacia Devlin, que estaba sentado a su lado.
– ¿Qué piensa usted, profesor?
– No tengo más remedio que estar de acuerdo, por mucho que me duela volver al anonimato de viejo jubilado.
– ¿No había nada en los informes de las autopsias?
– De momento no. Me da la impresión de que las dos mujeres cayeron al agua vivas porque sus cadáveres presentaban heridas, aunque es algo habitual por las piedras del río con que la víctima se golpea la cabeza al caer. En cuanto a la de Nairn, cabe señalar que las mareas y la fauna marina afectan terriblemente a un cadáver, y más si permanece mucho tiempo en el agua. Lamento no poder ayudarlos en nada más.
– Todo es útil -dijo Jean Burchill- porque aunque un dato no aporte nada puede servir para descartar otros.
Miró a Rebus, pensando que sonreiría al oír citadas sus propias palabras, pero él pensaba en otra cosa. Le preocupaba que Wylie tuviera razón. Cuatro ataúdes dejados por la misma persona y otro por alguien distinto inducía a descartar toda relación. El problema era que a él le parecía que esa relación existía, aunque fuera incapaz de hacérselo comprender a una persona como Wylie. En ocasiones había que guiarse más por el instinto, al margen del reglamento, y él pensaba que ésta era una de ellas, pero dudaba que Wylie quisiera secundarle.
Y no se lo reprochaba.
– Tal vez podría usted hacer un último repaso de los informes -dijo a Devlin.
– Encantado -respondió el anciano con una inclinación de cabeza.
– Y hable con los forenses de los casos. A veces recuerdan algo…
– Por supuesto.
Rebus centró su atención en Ellen Wylie.
– Podrías hacer el informe para Templer señalando lo que hemos averiguado. Seguro que tendrás trabajo en la investigación principal.
– ¿O sea que no abandona? -preguntó Wylie, enderezando la espalda.
Rebus le dirigió una sonrisa desmayada.
– Estoy casi a punto. Un par de días más y veremos.
– ¿Para qué, exactamente?
– Hasta convencerme de que no vamos a ninguna parte.
Por el modo en que Jean Burchill lo miró desde el otro lado de la mesa, comprendió que ella deseaba ofrecerle algo, algún tipo de consuelo: un apretón de manos o quizás alguna palabra de ánimo, pero le alegró que hubiera gente delante que se lo impidiera porque, si no, él habría farfullado alguna cosa, algo parecido a: «Consuelo es lo último que necesito».
A no ser que consuelo y olvido fueran lo mismo.
Beber durante la jornada de trabajo no era frecuente. En un bar, el tiempo deja de existir y con ello el mundo exterior. Mientras uno está en un pub se siente inmortal y joven, y cuando sales tambaleante a la hiriente luz del día, rodeado de gente que va a sus cosas, el mundo brilla de otra manera. En definitiva, es lo que hace la gente desde hace siglos: anestesiar su conciencia con alcohol. Pero aquel día…, aquel día Rebus fue sólo a tomarse dos copas. Sabía que podía salir perfectamente del bar con dos copas. Tres o cuatro habrían supuesto quedarse hasta la hora de cierre o hasta no poder tenerse en pie. Mientras que dos era una cifra razonable. Sonrió pensándolo.
Vodka con zumo de naranja; no era su bebida preferida, pero no dejaba olor. Podía volver a Saint Leonard y nadie lo notaría. Se la tomaba simplemente para que el mundo le pareciera algo más llevadero. Sonó el móvil y pensó en no hacer caso, pero el pitido molestaba a los clientes y lo cogió.
– Diga.
– A que acierto dónde estás -dijo la voz; era Siobhan.
– No pensarás que estoy en un pub.
Fue como si hubiera propiciado que el joven de la máquina tragaperras ganase en aquel preciso momento un especial con la consiguiente cascada de monedas.
– ¿Decías…?
– Es que tengo una cita.
– ¿No encuentras una excusa mejor?
– Bueno, ¿qué es lo que quieres?
– Necesito un masón listo.
– ¿Un qué?
– Alguien que sea masón. Ya sabes, esos que dan la mano de un modo raro y se remangan los pantalones.
– Lo siento; yo suspendí el examen de ingreso.
– Pero alguno conocerás.
Rebus reflexionó un instante.
– ¿Puede saberse de qué se trata?
Siobhan le explicó lo de la última clave.
– Vamos a ver -dijo él-. ¿Qué te parece Watson?
– ¿Él es masón?
– Sí, a juzgar por su modo de dar la mano.
– ¿Tú crees que le molestaría que le llamase?
– Todo lo contrario. -Hizo una pausa-. Ahora vas a preguntarme si tengo su número de teléfono; pues tienes suerte -añadió sacando su agenda y dándoselo.
– Gracias, John.
– ¿Qué tal va la investigación?
– Va bien.
Rebus detectó cierta reticencia.
– ¿Y Grant, qué tal? -preguntó.
– Muy bien.
– Está ahí contigo, ¿no?
– Sí.
– Entendido. Ya hablaremos. Ah, espera.
– ¿Qué?
– ¿Se ha puesto en contacto contigo un tal Steve Holly?
– ¿Quién es?
– Un buitre del cuarto poder.
– Ah, ése. Habré hablado con él un par de veces.
– ¿Te ha llamado alguna vez a casa?
– No seas tonto. Ese número no se lo doy a nadie.
– Es curioso, porque lo tiene con una chincheta en la pared de su despacho.
Siobhan no dijo nada.
– ¿Tienes idea de cómo se habrá hecho con él?
– Bueno, supongo que se las habrá arreglado de algún modo. No pienso darle ninguna información, si es eso lo que piensas.
– Lo único que pienso, Siobhan, es que hay que andar con cuidado con él porque es resbaladizo como la mierda fresca y huele igual de mal.
– Una delicia. Tengo que dejarte.
– Sí, yo también -dijo cortando la comunicación y apurando la segunda copa.
Bien. Ya estaba: dos y no más. Lo malo era que en la tele iba a empezar otra carrera y él había puesto el ojo en el caballo castaño llamado Long Day's Journey. Tal vez, una más no le haría daño. Sonó de nuevo el teléfono y, con una maldición en la boca, salió a la calle entrecerrando los ojos por la fuerte luz.
– ¡Diga!
– No ha estado nada bien.
– ¿Quién es?
– Steve Holly. Nos conocimos en casa de Bev.
– Qué curioso. Estaba pensando en usted.
– Suerte que nos conocimos allí porque, si no, no habría sabido quién era por la descripción de Margot. Margot es la telefonista rubia. La rubia lo ha delatado, Rebus.
– ¿Qué quiere decir?
– Vamos, Rebus: el ataúd.
– Dijo que ya había terminado con él.
– ¿Así que es una prueba?
– No, voy a devolvérselo a la señorita Dodds.
– Claro. Me huelo algo.
– Muy listo. Eso que «se huele» es una investigación policíaca. De hecho, estoy hasta el cuello de trabajo en este momento. Así que si no le importa…
– Bev dijo algo sobre los otros ataúdes…
– ¿Ah, sí? A lo mejor oyó mal.
– No creo -dijo Holly haciendo una pausa, pero Rebus no añadió nada más-. Muy bien -agregó el periodista-. Ya hablaremos.
«Ya hablaremos.» Lo mismo que él acababa de decirle a Siobhan. Por una fracción de segundo pensó que Holly había escuchado la conversación; pero era imposible. Cuando se cortó la comunicación le intrigaron dos cosas: que Holly no le hubiera dicho nada de los números de teléfono que le había quitado, así que seguramente aún no lo había advertido, y que, si le llamaba al móvil, era que sabía el número. Él, generalmente, daba el número del busca, pero el caso es que no recordaba cuál le había dado a Bev Dodds.
La banca Balfour no parecía realmente un establecimiento bancario. En primer lugar estaba en Charlotte Square, una de las zonas más elegantes de la ciudad nueva. Frente a ella, la gente que había salido de compras aguardaba cola resignadamente en la parada del autobús, pero dentro del edificio el ambiente cambiaba: mullidas alfombras, una escalera impresionante, una araña enorme y paredes recién pintadas de un blanco deslumbrante. Nada de ventanillas con colas: las transacciones las efectuaban tres empleados jóvenes y bien vestidos en sus respectivas mesas bien separadas para garantizar la discreción. Los demás clientes aguardaban turno sentados en cómodos sillones, hojeando periódicos y revistas de las mesitas de centro. Era un ambiente muy especial, como si el dinero allí, más que de respeto, fuera objeto de adoración. A Siobhan le recordó a un templo.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Hood.
– Cree que debemos hablar con Watson -respondió ella guardando el móvil en el bolsillo.
– ¿Es ése su número? -preguntó él señalando lo que había anotado en su bloc.
– Sí -contestó Siobhan marcando una G delante de las cifras con objeto de hacer más difícil la identificación si el bloc caía en manos de alguien. G de Granjero, su apodo. Le fastidiaba que un periodista a quien apenas conocía tuviera su número particular, a pesar de que no le había llamado.
– ¿Te parece que alguno de ésos tiene números rojos? -dijo Hood.
– Los empleados, seguro. Los clientes, no creo.
Una mujer de mediana edad apareció por una de las puertas, la cerró suavemente y se acercó a ellos con no menos discreción.
– El señor Marr los recibirá enseguida.
Pensaban que los conduciría a la puerta, pero la mujer se dirigió a la escalera, adelantándoseles cuatro o cinco escalones sin decir nada más. En el primer piso llamó con los nudillos a una puerta doble y aguardó.
– ¡Adelante! -oyeron decir, al tiempo que la mujer abría las dos hojas de la puerta y los invitaba a pasar con un leve gesto.
Era un despacho enorme con tres ventanales cubiertos con persianas venecianas de lino blanco. Había una mesa de roble para juntas con bolígrafos, blocs y jarras de agua que ocupaba un tercio del espacio, y una zona de recepción con un sofá de cuero y sillón a juego y un televisor en el que aparecían las cotizaciones de bolsa. Ranald Marr estaba de pie detrás de su monumental escritorio de anticuario de nogal. También él lucía una tez bruñida que parecía más efecto del Caribe que de un solárium de Nicholson Street. Era alto, de pelo canoso perfectamente cuidado y llevaba un traje de raya diplomática con chaqueta cruzada hecho a medida. Se dignó acercarse a ellos para recibirlos.
– Soy Ranald Marr -dijo innecesariamente-. Gracias, Camille -añadió para la mujer, que cerró la puerta a su espalda.
A continuación, Marr les señaló el sofá, donde ellos se sentaron mientras que él lo hacía en el sillón y cruzaba las piernas.
– ¿Hay alguna novedad? -preguntó con un gesto obsequioso.
– La investigación avanza, señor -contestó Hood, mientras Siobhan hacía esfuerzos para no mirarlo de reojo por aquella frase hecha, que parecía copiada de las noticias de la tele.
– El motivo de nuestra visita, señor Marr -añadió lentamente ella-, es que, al parecer, Philippa participaba en un juego de rol.
– ¿Ah, sí? -replicó Marr con gesto de sorpresa-. ¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
– Bien, señor -terció Hood-, es que nos hemos enterado de que a usted también le gusta esa clase de juegos.
– ¿«Esa clase de…»? Ah -exclamó Marr con una palmada-, ya sé a qué se refieren. Lo dicen por mis soldados. ¿Era eso a lo que jugaba Flip? -añadió frunciendo el entrecejo-. Nunca mostró interés…
– Se trata de un juego en el que se dan unas claves y quien participa en él debe ir resolviéndolas para avanzar a otro nivel.
– Ah, eso es muy distinto entonces -repuso Marr dándose una palmada en las rodillas y levantándose-. Vengan conmigo -dijo; fue a la mesa y sacó una llave de un cajón-. Por aquí -indicó abriendo bruscamente la puerta del despacho y avanzando por el rellano de la escalera principal hasta otra escalera más estrecha que conducía al segundo piso.
Siobhan advirtió que cojeaba levemente aunque lo disimulaba bien y seguramente no utilizaba bastón por vanidad. Olía a colonia y no llevaba alianza. Cuando introdujo la llave en la cerradura vio que el reloj de pulsera era un modelo muy elaborado con correa del mismo tono que el bronceado de su dueño.
Abrió la puerta y los precedió para encender las luces, pues la ventana del cuarto estaba cubierta con una tela negra. La pieza sería como la mitad del despacho del directivo y la ocupaba casi totalmente una mesa de unos seis por tres metros con una maqueta de un campo de verdes colinas, un río azul, con arboledas y casas en ruinas, sobre la que se enfrentaban dos ejércitos con sus respectivos regimientos en orden de batalla; estaban formados por varios centenares de soldaditos de menos de tres centímetros de altura, pero de impresionante realismo.
– Casi todos los he pintado yo mismo, procurando diferenciarlos en algo para darles mayor detalle.
– ¿Recrea usted batallas históricas? -preguntó Hood cogiendo un cañón.
A Marr no pareció gustarle y se limitó a asentir con la cabeza arrebatándole educadamente la pieza de la mano con el índice y el pulgar.
– Sí, exactamente. Juego a la guerra, podría decirse -añadió colocando en su sitio el cañoncito.
– Yo fui una vez a un juego de guerra en el que se dispara con pintura -dijo Hood-. ¿Ha probado usted eso?
Marr le dirigió una leve sonrisa.
– Fuimos en cierta ocasión con el personal del banco. A mí no acabó de gustarme; demasiado jaleo. Pero John lo pasó bien. Siempre está diciéndome que debemos repetirlo.
– Se refiere usted al señor Balfour -aventuró Siobhan.
Había una estantería llena de libros sobre construcción de maquetas y batallas y otras con cajas de plástico transparente llenas de tropas a la espera de entrar en combate.
– ¿Modifica usted alguna vez el resultado? -preguntó Siobhan.
– Eso forma parte de la estrategia -contestó Marr-. Se estudian los errores del vencido y así se intenta alterar la historia.
Siobhan advirtió un tono de entusiasmo en su voz y se acercó a un maniquí con uniforme. Había más uniformes, unos mejor conservados que otros, enmarcados con cristal en las paredes, pero no vio armas de ninguna clase.
– Éste es de la guerra de Crimea -dijo Marr señalando uno de los uniformes.
– ¿Juega usted contra otras personas? -preguntó Hood.
– A veces.
– ¿Acuden aquí?
– No, aquí nunca. Tengo un campo de batalla más grande en el garaje de casa.
– Entonces, ¿qué necesidad hay de tener otro aquí?
Marr sonrió.
– Me sirve para relajarme y me ayuda a pensar, las pocas veces que puedo hacer una pausa en el trabajo. ¿Cree que es algo infantil? -espetó.
– En absoluto -contestó Siobhan, no del todo sincera, pues a ella le parecía una afición algo machista y pueril, y advirtió que Grant Hood miraba aquellos soldaditos como un niño-. ¿Juega alguna vez de otra manera? -preguntó.
– ¿Qué quiere decir?
Ella se encogió de hombros como si lo hubiese dicho sin intención, por mantener la conversación.
– No sé -respondió-. Efectuando movimientos según instrucciones recibidas por correo. Me han dicho que hay ajedrecistas que juegan así. O bien por Internet.
Hood la miró captando lo que insinuaba.
– Conozco algunos sitios de Internet en los que se juega con una especie de cámara -dijo Marr.
– ¿Una cámara en la red? -aventuró Hood.
– Eso es. De ese modo es posible jugar de un continente a otro.
– ¿Lo ha hecho alguna vez?
– La tecnología no es mi fuerte.
Siobhan dirigió de nuevo su atención a la librería.
– ¿Ha oído hablar de un personaje llamado Gandalf?
– ¿Cuál de ellos?
Ella lo miró sin decir nada.
– Conozco dos: el mago de El señor de los anillos y un tipo bastante raro que tiene una tienda de juegos en Leith Walk.
– ¿Así que ha estado en esa tienda?
– He comprado algunas piezas durante años, pero generalmente las compro por correo.
– ¿Y por Internet?
Marr asintió con la cabeza.
– Un par de veces. Díganme: ¿quién les habló de esto?
– ¿De que le gustaban los juegos? -inquirió Hood.
– Sí.
– Ha tardado usted bastante en preguntarlo -dijo Siobhan.
– Se lo pregunto ahora -replicó Marr fulminándola con la mirada.
– Me temo no estar autorizada a decírselo.
Marr se mostró claramente contrariado, pero no hizo ninguna observación.
– ¿Acaso me equivoco si digo que el juego en que participaba Flip no tenía nada que ver con esto? -preguntó.
– Nada en absoluto, señor -contestó Siobhan.
Marr hizo un evidente gesto de alivio.
– ¿Se encuentra bien, señor? -inquirió Hood.
– Perfectamente. Es que… estamos todos bastante tensos por la desaparición.
– Lo comprendemos -dijo Siobhan y, tras echar un último vistazo al cuarto, añadió-: Bien, señor Marr, gracias por enseñarnos sus juguetes. No lo entretenemos más… Estoy segura de haber visto soldados igual que éstos en alguna parte. ¿No sería en el piso de David Costello? -preguntó casi a punto de dar media vuelta.
– Sí, creo que le di uno a David -repuso Marr-. ¿Fue él quien…? -comenzó a preguntar, pero se interrumpió negando con la cabeza-. Olvidaba que no están autorizados a contestar.
– Así es, señor -añadió Hood.
Cuando salían, Hood contuvo la risa.
– No le ha gustado nada que le dijeras «sus juguetes».
– Lo sé; por eso lo dije.
– No te molestes en abrir aquí una cuenta; seguro que te lo niegan.
– Conoce Internet, Grant -dijo ella sonriendo-. Y si le gusta esa clase de juegos tendrá una mente analítica.
– ¿Será Programador?
– No estoy segura. -Siobhan arrugó la nariz-. No veo qué interés podría tener para ello.
– Sí, quizá no mucho… -dijo Hood encogiéndose de hombros-, salvo el de hacerse con el control del banco.
– Sí, claro, siempre está ese móvil -admitió ella, pensando en el soldadito sin fusil y con la cabeza retorcida del piso de Costello. Un regalito de Ranald Marr…, pero el joven había afirmado que no tenía ni idea de dónde había salido. Sin embargo, después había llamado para mencionar la afición del banquero…
– Bueno -dijo Hood-, no hemos avanzado nada en la resolución de la clave.
Siobhan interrumpió por un instante sus pensamientos y se volvió hacia él.
– Grant, prométeme una cosa.
– ¿Qué?
– Que no vas a presentarte en mi apartamento a medianoche.
– No puedo prometértelo -replicó él-. Recuerda que trabajamos contrarreloj.
Ella lo miró, pensando en su reacción en lo alto del monte al cogerle las manos, pero ahora lo veía entregado, apasionado por la investigación.
– Prométemelo -repitió.
– De acuerdo. Te lo prometo -contestó él; después se volvió y le hizo un guiño.
En la comisaría, Siobhan se sentó en un váter y se miró la mano levantándola a la altura de los ojos. Le temblaba un poco. Era curioso cómo puede uno ser presa de estremecimiento interior sin que se note; pero sabía que su cuerpo lo manifestaba también de otro modo: sarpullidos o granos en el cuello y las mejillas, o aquel eczema que a veces le salía entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.
Temblaba porque le costaba centrarse en lo fundamental. Era importante hacer bien el trabajo y también no cabrear a Gill Templer, pero ella no estaba tan endurecida como John Rebus. Aquel caso era importante y lo que le molestaba era no saber con certeza si Programador también lo era, aunque de una cosa estaba segura: el juego se estaba convirtiendo en una obsesión para ella. No hacía más que tratar de ponerse en el lugar de Flip Balfour y pensar como ella, pero era imposible saber si lo hacía bien. Además, estaba Grant, que cada vez le estorbaba más. Cierto que sin él no habría llegado muy lejos, por lo que también tenía su importancia contemporizar con él. No sabía con certeza si Programador era un hombre, aunque tenía la corazonada de que sí. Pero era un riesgo fiarse de las corazonadas; había visto a Rebus fastidiar más de un caso al fiarse de una corazonada respecto a la inocencia o la culpabilidad de una persona.
No dejaba de pensar en el cargo de enlace de prensa, diciéndose si no había quemado sus puentes. Gill debía su éxito al hecho de haber actuado como los jefes del cuerpo, hombres como Carswell, y aunque probablemente creyera habérsela jugado al sistema, a Siobhan le daba la impresión de que más bien el sistema se la había jugado a ella, moldeándola, cambiándola, amoldándola a su estructura de levantar barreras y guardar distancias, haciendo escarmentar a personas como Ellen Wylie.
Oyó la puerta y poco después llamaban discretamente con los nudillos en el cubículo.
– Siobhan, ¿estás ahí?
Era la voz de Dilys Gemmill, una agente de uniforme.
– ¿Qué sucede, Dilys?
– Es por lo de esta noche. ¿Vas a venir?
Era algo habitual. Cuatro o cinco agentes de uniforme y ella iban a un bar con música desenfrenada para hacer su tertulia tomando Moscow Mules, y ella era el único miembro honorífico de la policía secreta.
– No creo que pueda ir, Dilys.
– Vamos, mujer.
– La próxima vez, seguro. ¿De acuerdo?
– Tú te lo pierdes -dijo Dilys saliendo de los servicios.
– No es para tanto -musitó Siobhan levantándose y abriendo la cabina.
Rebus permaneció delante de la iglesia, en la acera de enfrente. Después de ir a casa a cambiarse, ahora no se decidía a entrar. Era una iglesia modesta, como era el deseo de Leary, quien se lo había reiterado en sus conversaciones: «Quiero un funeral modesto, rápido y sencillo». Llegó un taxi, del que se bajó el doctor Curt, quien reparó en él al detenerse para abrocharse la chaqueta.
Aunque el templo era pequeño, la asistencia era numerosa. Oficiaba el arzobispo que había estudiado en el colegio escocés de Roma con Leary y habían acudido decenas de sacerdotes y miembros del clero. El público sería modesto, pero Rebus dudaba mucho que fuera rápido y sencillo.
Curt cruzó la calle y Rebus tiró la colilla al suelo y, al meterse las manos en los bolsillos, advirtió que tenía ceniza en la manga, pero no se molestó en sacudirla.
– Hace un día muy a tono -dijo Curt mirando el gris cárdeno del cielo nublado, que incluso en la calle producía una sensación de claustrofobia.
Rebus se pasó la mano por la nuca y notó que sudaba. En tardes como aquélla, Edimburgo era como una ciudad-prisión, amurallada.
Curt se estiró unos centímetros la manga de la camisa para que se vieran los gemelos de plata antiguos. Llevaba un traje azul oscuro con camisa blanca y corbata negra, y había lustrado sus zapatos negros. El patólogo iba siempre impecablemente vestido, y Rebus se dijo que su traje, pese a ser el mejor y más serio de su vestuario, era andrajoso comparado con el de Curt. Lo había comprado hacía seis o siete años en Austin Reed, y se había visto obligado a meter barriga para abrocharse los pantalones, sin pasársele por la imaginación abrocharse la chaqueta. Quizás era ya hora de reemplazarlo. Ya no lo invitaban a muchas bodas y bautizos, pero sí a funerales de colegas y clientes de los bares que él frecuentaba, que iban cayendo. Tan sólo tres semanas antes había asistido a la cremación de un agente uniformado de Saint Leonard que había muerto apenas un año después de jubilarse; concluida la ceremonia, había puesto en una percha la camisa, la misma que llevaba ahora previa comprobación de que el cuello estaba presentable.
– ¿Entramos? -preguntó Curt.
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, ahora entraré -dijo.
– ¿Qué sucede?
– Nada -respondió Rebus-. Es que no sé… -añadió sacando las manos de los bolsillos para coger el paquete de cigarrillos, del que ofreció uno a Curt, quien lo aceptó.
– ¿No sabes, qué? -preguntó el forense dándole fuego.
Rebus aguardó a encender el suyo, dio un par de caladas y expulsó humo con profusión.
– Es que quiero recordarle tal como lo conocí -dijo-. Y si entro ahí tendré que oír discursos y recuerdos de otras personas; no será el Conor que tengo en mi cabeza.
– Sí, fuisteis muy amigos en otra época -repuso Curt-, pero yo no lo conocía tanto.
– ¿Va a venir Gates? -preguntó Rebus.
– Tenía un compromiso -respondió Curt.
– La autopsia, ¿la habéis hecho vosotros?
– Murió de una hemorragia cerebral.
Seguía llegando gente a pie y en coche, y se paró otro taxi, del que bajó Donald Devlin. A Rebus le pareció atisbar una chaqueta de punto debajo de la del traje. El viejo profesor subió a buen paso la escalinata de la iglesia y cruzó la puerta.
– ¿Te ha servido de ayuda? -preguntó Curt.
– ¿Quién?
– El veterano -dijo Curt señalando con la cabeza el taxi.
– No mucho, pero ha hecho cuanto ha podido.
– Pues ha cumplido igual que Gates o yo hubiéramos hecho.
– Supongo -dijo Rebus pensando en Devlin inclinado sobre la mesa, examinando los informes, y en Ellen Wylie manteniendo las distancias.
– Estuvo casado, ¿verdad? -preguntó.
Curt asintió con la cabeza.
– Sí, es viudo. ¿Por qué lo dices?
– Realmente, por nada.
Curt consultó el reloj.
– Yo voy a entrar. ¿Vienes? -preguntó tirando el cigarrillo.
– No, creo que no.
– ¿Vendrás al cementerio?
– Creo que tampoco -contestó Rebus mirando las nubes-. Ya veremos.
– Hasta luego, pues -dijo Curt.
– Hasta la próxima vez que haya un homicidio -replicó Rebus dando media vuelta y alejándose.
En su mente se agolpaban imágenes de la sala de disección y de las autopsias; del bloque de madera que colocaban bajo la cabeza de los muertos; de los canalillos de la mesa para el drenaje de los líquidos corporales; del instrumental y de los especímenes en tarros; lo que le hizo pensar en los que había visto en el museo del Colegio de Médicos entre el horror y la fascinación. Sabía que algún día, tal vez no muy lejano, él también acabaría en la mesa de disección, quizá para que lo examinaran Curt y Gates: sería uno de sus cadáveres rutinarios, una rutina igual que la que en aquel momento tenía lugar en la iglesia de la que se alejaba. Imaginaba que parte de la misma se desarrollaría en latín: a Leary le gustaba mucho la misa en latín y solía recitarle trozos enteros porque sabía que él no lo entendía.
«¿Cuando tú eras niño no enseñaban latín?», preguntó en una ocasión a Rebus.
«Tal vez en los colegios de ricos -contestó él-. Al que yo fui sólo enseñaban carpintería y metalistería.»
«¿Formaban trabajadores para la religión de la industria?», había replicado Leary conteniendo la risa que pugnaba por salir de su pecho. Aquel era el sonido que Rebus recordaba, igual que aquel chasquido de la lengua cuando el cura consideraba que le decía alguna sandez, o el gruñido exagerado cuando se levantaba para coger otra Guinness de la nevera.
«Ah, Conor», exclamó agachando la cabeza para que los que pasaban por su lado no vieran las lágrimas que afloraban a sus ojos.
Siobhan hablaba por teléfono con Watson.
– Me alegro de oírla, Siobhan.
– Bueno, señor, llamo para pedirle un favor, y perdone que turbe su paz y tranquilidad.
– No crea que viene bien tanta paz y tranquilidad -replicó Watson riendo, aunque ella notó algo tras sus palabras.
– Es bueno seguir activo -añadió Siobhan, y enseguida hizo una mueca porque le sonó a respuesta de consultorio sentimental.
– Sí, eso dicen -dijo él riendo de nuevo, ahora con menos naturalidad-. ¿Qué nueva ocupación me sugiere?
– No lo sé -respondió ella rebulléndose en la silla al advertir el rumbo que tomaba la conversación. Grant Hood estaba sentado frente a ella en aquel sillón de Rebus, que le parecía recuperado del despacho de Watson-. ¿El golf, quizá?
Hood frunció el entrecejo preguntándose de qué diablos hablaba.
– Yo siempre he sostenido que donde esté un buen paseo… -dijo Watson.
– Ah, sí, pasear es bueno.
– ¿Verdad? Gracias por recordármelo.
Notaba el tono picajoso de Watson y no acababa de entender qué nervio sensible había tocado.
– En cuanto al favor… -empezó Siobhan.
– Sí, mejor será que me lo pida rápido antes de que me ponga las zapatillas de deporte.
– Es una especie de clave para un acertijo.
– ¿De un revoltigrama?
– No, señor. Es algo relacionado con el caso de una desaparecida, Philippa Balfour; ella trataba de resolver ciertas claves y nosotros intentamos hacer lo mismo.
– ¿Y en qué puedo yo ayudarlos? -preguntó Watson, más calmado, con cierto interés.
– Pues bien, señor, la clave dice: «El maíz aparece donde acaba el sueño del masón», y pensamos que se refiere a alguien que pertenece a la logia masónica.
– ¿Les han dicho que yo era masón?
– Sí.
Watson guardó silencio un instante.
– Espere un momento, que coja un bolígrafo -dijo al fin, y luego se hizo repetir la clave para apuntarla-. Masón, ¿con eme mayúscula?
– No, señor. ¿Es importante la diferencia?
– Esto no lo sé con seguridad, pero lo normal sería verlo escrito con mayúscula.
– En ese caso, ¿habría que darle otra interpretación?
– Un momento, no digo que esté mal. Tengo que pensarlo. ¿Puede esperar una media hora?
– Naturalmente.
– ¿Me llama desde Saint Leonard?
– Sí, señor.
– Siobhan, no es necesario que siga llamándome «señor».
– Entendido…, señor. Lo siento, no puedo evitarlo -añadió sonriendo.
– Bueno -dijo Watson algo más animado-, le llamaré en cuanto haya reflexionado sobre esto. ¿Aún no tienen ninguna pista clara sobre el caso?
– Estamos haciendo cuanto podemos, señor.
– Sí, claro. ¿Qué tal le va a Gill Templer?
– Creo que está en su elemento.
– Ella puede llegar donde quiera, Siobhan, mire lo que le digo. De Gill puede usted aprender mucho.
– Sí, señor. Espero su llamada.
– Adiós, Siobhan.
– Va a estudiarlo -dijo a Grant, al tiempo que colgaba.
– Estupendo; el tiempo apremia.
– Pues bien, sabihondo, a ver tu gran idea.
Él la miró como aceptando el reto y alzó un dedo.
– En primer lugar, a mí me parece una cita de Shakespeare o algo así. -Alzó otro dedo-. Segundo, corny, es decir, «maíz», ¿se refiere a «pasado de moda» o tiene que ver quizá con el origen de la planta?
– ¿Te refieres a su procedencia?
Hood se encogió de hombros.
Siobhan agitó la cabeza desalentada, pero él alzó otro dedo.
– Tercero, pongamos que lo de masón se refiere al origen de la palabra; los francmasones o albañiles. ¿No será una lápida? Allí es donde acaban todos los sueños, en definitiva. Tal vez sea un tallo de maíz esculpido -añadió cerrando el puño-. Eso es todo lo que se me ocurre.
– Si es una lápida tendremos que saber de qué cementerio -repuso ella cogiendo el papel con la frase clave-. Aquí no hay ninguna referencia a un mapa o a una página…
Hood asintió con la cabeza.
– Es una clave distinta. No sé -dijo Grant.
Siobhan lanzó un resoplido y dejó el papel en la mesa.
– Cada vez es más difícil -reconoció-. ¿O es que se me embota el cerebro?
– Quizá sería mejor hacer una pausa -dijo él rebulléndose en el viejo sillón-. O darse por vencidos.
Siobhan miró el reloj. Era cierto; llevaban casi diez horas dándole vueltas. Habían perdido la mañana en el viajecito y aún tenía agujetas por la ascensión. Le asaltó la tentación de un buen baño con sales y una botella de Chardonnay…, pero sabía que por la mañana, al levantarse, estaría casi agotado el tiempo para resolver la clave. Suponiendo que Programador no se saltara las reglas del juego. Lo que le fastidiaba era que sólo sabría si lo hacía o no, si lograba resolver la clave a tiempo. No pensaba arriesgarse.
Por otra parte, se preguntaba si la visita a la Banca Balfour no había sido también una pérdida de tiempo… Ranald Marr y sus soldaditos, la información dada por David Costello, el ejemplar roto encontrado en su piso… Se preguntaba si el joven había querido insinuar algo sobre Marr, pero no se le ocurría qué era. Además, comenzaba a tener la sospecha de que todo aquel esfuerzo era inútil, que Programador estaba riéndose de ellos, que el juego no tenía nada que ver con la desaparición de Flip. Tal vez no fuera mala idea salir a tomar unas copas con las compañeras… Sonó el teléfono y lo cogió con ansia.
– Agente Clarke de Investigación Criminal -contestó.
– Agente Clarke, aquí recepción. Tiene una visita.
– ¿Quién es?
– Un tal señor Gandalf; es un tipo un poco raro -añadió la voz en tono más bajo-, como si se hubiera quedado colgado en la época hippy.
Siobhan bajó a la sala de visitas. Gandalf llevaba entre las manos un sombrero tirolés marrón oscuro y acariciaba la pluma. Iba con una cazadora de cuero marrón, la misma camiseta de Grateful Dead que llevaba en la tienda, pantalones de pana azul claro tan raídos como las sandalias.
– Hola -dijo Siobhan.
Él abrió los ojos sorprendido como si no la reconociera.
– Soy Siobhan Clarke -añadió ella tendiéndole la mano-. Nos vimos en su tienda.
– Sí, sí -musitó él mirándole la mano sin hacer gesto de estrechársela.
– ¿A qué se debe su visita, señor Gandalf? -preguntó ella bajando el brazo.
– Le dije que intentaría averiguar algo sobre Programador.
– Ah, sí-dijo Siobhan-. ¿Quiere subir conmigo? Podríamos tomar un café.
Él miró hacia la puerta por la que acababa de entrar y negó despacio con la cabeza.
– No me gustan las comisarías -replicó muy serio-. Dan malas vibraciones.
– Sí, lo comprendo -dijo Siobhan-. ¿Quiere que hablemos fuera? -añadió mirando a la calle. Aún era hora punta y pasaban muchos coches.
– Aquí cerca hay una tienda de unos conocidos…
– ¿Con buenas vibraciones?
– De primera -replicó Gandalf, animado de inmediato.
– ¿No estará ya cerrada?
Gandalf negó con un gesto.
– He visto que estaba abierta.
– Muy bien. Espere un momento -dijo Siobhan acercándose al mostrador, donde un agente en mangas de camisa vigilaba tras una luna de seguridad-. ¿Puede llamar al agente Hood para decirle que vuelvo dentro de diez minutos?
El agente asintió.
– Vamos -dijo Siobhan a Gandalf-. ¿Cómo se llama la tienda?
– La Tienda del Nómada.
Siobhan la conocía. Era más bien un almacén de venta de alfombras y objetos de artesanía estupendos; allí había comprado ella en un arrebato un kilim porque la alfombra que le gustaba estaba fuera de sus posibilidades. Tenían artículos de India y de Irán. Al entrar, Gandalf saludó con la mano al dueño, quien le devolvió el saludo y continuó examinando unos papeles.
– Buenas vibraciones -dijo Gandalf con una sonrisa, y Siobhan no pudo por menos de sonreír también.
– Aunque no estoy segura de que ayude a mi saldo en números rojos -repuso.
– Se trata de simple dinero -añadió Gandalf como quien enuncia una máxima filosófica.
Siobhan se encogió de hombros y fue al grano.
– Bien, ¿qué tiene que decirme sobre Programador?
– No mucho, salvo que puede tener otros nombres.
– ¿Como por ejemplo?
– Questor, Quizling, Myster, Spellbinder, OmniSent… ¿Quiere que siga?
– ¿Y eso qué significa?
– Son nombres de personas que plantean adivinanzas por Internet.
– ¿En juegos que están actualmente en curso?
Gandalf estiró el brazo y tocó una alfombra que colgaba de la pared.
– Podría uno pasarse años seguidos estudiando este dibujo sin acabar de entenderlo -dijo.
Siobhan repitió la pregunta.
– No, son juegos antiguos. Algunos implican adivinanzas lógicas; otros, la numerología; y hay otros en los que se asume un papel, como el de caballero o aprendiz de brujo -contestó mirándola-. Se trata de un mundo virtual y Programador tiene virtualmente a su disposición cualquier nombre.
– ¿Y no hay modo de localizarlo?
Gandalf se encogió de hombros.
– Tal vez si se pone en contacto con la CIA o el FBI…
– Lo tendré en cuenta.
Gandalf se rebulló nervioso.
– También averigüé otra cosa -dijo casi con un estremecimiento y moviéndose ligeramente.
– ¿Qué?
Sacó una hoja de papel del bolsillo de atrás del pantalón y se la dio a Siobhan, que la desdobló. Era un recorte de prensa de hacía tres años relativo a un estudiante que había desaparecido de su casa, en Alemania. En un monte del norte de Escocia apareció un cadáver que llevaba allí varias semanas o meses, mutilado por los animales. Había sido una identificación difícil, pues no quedaban más que la piel y los huesos, y sólo concluyó cuando los padres del estudiante alemán ampliaron la búsqueda y fueron ellos quienes aseguraron que era su hijo Jürgen. Una sola bala había atravesado la cabeza del joven y a siete metros del cadáver se halló un revólver. La policía lo consideró suicidio, argumentando que el arma podía haber sido desplazada por una oveja o cualquier otro animal. Siobhan pensó que era plausible. Los padres, no obstante, no quedaron convencidos de que no hubieran asesinado a su hijo, pues el revólver no era suyo; nunca se descubrió de dónde procedía y la principal incógnita era cómo había ido a parar a las montañas de Escocia. Siobhan frunció el entrecejo y releyó el último párrafo:
«A Jürgen le gustaban los juegos de rol y pasaba horas seguidas navegando por Internet. Sus padres creen que es posible que participase en algún juego con trágicas consecuencias».
– ¿Esto es todo? -preguntó alzando el recorte.
Gandalf asintió con la cabeza.
– ¿De dónde lo sacó?
– Me lo dejó un conocido y tengo que devolvérselo -dijo estirando el brazo.
– ¿Por qué?
– Porque está escribiendo un libro sobre los peligros del correo electrónico. Por cierto, que quiere hacerle a usted una entrevista un día de éstos.
– Tal vez más adelante -dijo Siobhan doblando el recorte sin intención de devolvérselo-. Gandalf, necesito esto. Cuando termine se lo devolveré a su amigo.
Gandalf puso cara de decepción, como si Siobhan no hubiese cumplido su palabra en un trato.
– Le prometo que se lo devolveré cuando concluya la investigación.
– ¿No puede hacer una fotocopia?
Siobhan lanzó un suspiro. Esperaba poder darse el ansiado baño al cabo de una hora, tal vez con una ginebra con tónica en vez del vino.
– De acuerdo -contestó-. Vamos a la comisaría y…
– Aquí tiene fotocopiadora -dijo él señalando hacia el rincón donde estaba el dueño.
– De acuerdo, como quiera.
A Gandalf se le iluminó el rostro como si le hubieran dado la mayor de las alegrías.
El hombre se quedó en la tienda y ella volvió a la comisaría, donde encontró a Grant Hood, que acababa de hacer una pelota con otra hoja y la lanzaba a la papelera.
– ¿Algo nuevo? -preguntó ella.
– He estado dándoles vueltas a diversos anagramas.
– ¿Y qué?
– Nada. ¿Y si le decimos a Programador que estamos atascados?
– Casi se nos ha agotado el plazo -dijo Siobhan mirando otra hoja por encima de su hombro y viendo que había combinado diversos anagramas con las letras de «el sueño del masón».
– ¿Lo dejamos? -preguntó Hood.
– No sé…
Hood notó algo en su tono de voz.
– ¿Tienes algún dato?
– Gandalf me ha dado esto -respondió ella tendiéndole el artículo. Observó que lo leía moviendo despacio los labios y pensó si sería una costumbre.
– Interesante. ¿Indagamos?
– Yo creo que debemos hacerlo, ¿tú no?
Hood negó con la cabeza.
– Lo pasamos al expediente de la investigación del caso. Nosotros tenemos centrado el trabajo en esa maldita clave.
– ¿Pasarlo…? -exclamó ella pasmada-. Esto es nuestro, Grant. ¿Y si resulta crucial?
– Dios, Siobhan, recapacita. Es una investigación en la que intervienen muchas personas. No es algo «nuestro», no seas egoísta.
– No quiero que nadie se aproveche de nuestro esfuerzo.
– ¿Aunque ello signifique encontrar con vida a Flip Balfour?
– No seas idiota -dijo ella tras una pausa y torciendo el gesto.
– Todo eso es influencia de John Rebus, ¿verdad?
– ¿Cómo dices? -replicó ella encendida.
– Eso de querer quedártelo tú, como si la investigación fuese algo personal e intransferible.
– Gilipolleces.
– Sabes que sí. Lo leo en tu cara.
– No puedo creerme lo que estoy oyendo.
El se levantó y arrimó su cara a la de ella. Estaban solos en el departamento.
– Sabes perfectamente que es verdad -repitió Hood despacio.
– Oye, yo lo único que pretendía…
– … es que no quieres compartirlo y, si ése no es el estilo de Rebus, ya me dirás.
– ¿Sabes lo que te pasa a ti?
– Me da la impresión de que estoy a punto de saberlo.
– Que eres un cobarde y siempre actúas según las normas.
– Siobhan, eres una policía; no un detective privado.
– Y tú eres un cobarde con anteojeras que sólo mira al frente.
– ¡Los cobardes no llevan anteojeras! -replicó él entre dientes.
– ¡Tú sí las llevas! -vociferó ella.
– Vale -dijo él, algo más calmado-. Vale. Yo siempre cumplo las normas, ¿no es eso?
– Mira, yo sólo quería…
Hood la cogió por los brazos y la atrajo hacia sí para besarla. Siobhan se puso tensa y apartó la cara, pero como él no la soltaba optó por recostarse en la mesa.
– Me encanta ver tan buena compenetración en el trabajo -retumbó una voz desde la puerta.
Hood la soltó y Rebus entró en el cuarto.
– Por mí no os reprimáis -añadió-. Aunque yo no incurra en esos innovadores métodos policiales, no quiere decir que los censure.
– Estábamos… -empezó Hood.
Siobhan había rodeado la mesa y se dejó caer temblorosa en su sillón. Rebus se acercó.
– ¿Puedo cogerlo? -dijo señalando el sillón de Watson. Hood asintió con la cabeza y Rebus se lo llevó rodando hasta su mesa; advirtió que en la de Ellen Wylie estaban los informes de las autopsias atados de nuevo con cuerda y pensó que era para devolverlos-. ¿Os dio Watson alguna solución? -preguntó.
– Aún no ha llamado -respondió ella, tratando de dominar su voz-. Estaba a punto de hacerlo yo.
– Sí, acabo de verlo.
– Creo -replicó ella sin alzar la voz aunque el corazón le latía aceleradamente- que ha habido un malentendido sobre lo que sucedía…
Rebus alzó una mano.
– Efectivamente, Siobhan. Yo no quiero saber nada. No se hable más.
– Pero yo creo que sí que hay que explicarlo -replicó ella alzando la voz y dirigiendo la vista hacia donde estaba Hood, que ya se había acoquinado y desviaba la mirada.
Siobhan comprendió que estaba avergonzado y atemorizado: el jovencito ingenioso, con un coche rápido, aficionado a los aparatitos de última generación… Casi le daban ganas de beberse una botella entera de ginebra sin baño ni nada.
– ¿Sí? -dijo Rebus, ahora realmente intrigado.
«Podría hundir tu carrera ahora mismo, Grant», pensó Siobhan, pero dijo:
– No, nada.
Rebus la miró, pero ella no alzó la vista de los papeles que tenía en la mesa.
– ¿Y tú dices algo, Grant? -inquirió Rebus en tono de guasa, sentándose.
– ¿Cómo? -dijo Hood ruborizándose.
– Que si has resuelto algo de la última clave.
– No mucho, señor -respondió él agarrado con fuerza al borde de una de las mesas.
– ¿Y tú? -preguntó Siobhan moviéndose en su asiento.
– ¿Yo? -respondió Rebus dándose unos golpecitos en los nudillos con el bolígrafo-. Creo que hoy he extraído la raíz cuadrada de cero -añadió dejando el bolígrafo-. Por eso os invito.
– ¿Ya has tomado un par de copas? -preguntó Siobhan.
– Unas cuantas -dijo él entornando los ojos-. Han enterrado a un amigo y estoy pensando en mi velatorio particular esta noche. Si queréis acompañarme, estupendo.
– Yo tengo que irme a casa -alegó Siobhan.
– Yo no…
– Vamos, Grant. Te vendrá bien.
Hood miró a Siobhan, como buscando consejo, permiso quizá.
– Bueno, me tomaré una copa -se decidió al fin.
– Buen chico -dijo Rebus-. Una sólo.
Cuando aún le quedaba algo de cerveza en la jarra y Rebus había dado cuenta de dos whiskies dobles y dos cervezas, a Hood se le cayó el alma a los pies al ver que volvían a llenársela.
– Tengo que conducir -dijo.
– Coño, Grant -espetó Rebus-, es lo único que sabes decir.
– ¿Perdón?
– Eso y las disculpas. No entiendo que tengas que disculparte por haber besuqueado a Siobhan.
– No sé cómo sucedió.
– No pienses más en ello.
– Creo que es este caso que nos… -Un pitido interrumpió su frase-. ¿Es el suyo o el mío? -preguntó metiendo la mano en el bolsillo; pero era el móvil de Rebus, quien le hizo una señal con la cabeza para indicarle que hablaría fuera del bar.
– Diga.
Era un atardecer frío, los taxis circulaban a la caza de clientes. Vio a una mujer que estuvo a punto de caer por dar un traspié en una losa partida y a la que un joven de cabeza rapada y anillo en la nariz ayudó a recoger las naranjas que se le habían salido de la bolsa de la compra. Un acto de cortesía; pero él permaneció alerta hasta que el joven se alejó. Por si acaso.
– John, soy Jean. ¿Está de servicio?
– De vigilancia -dijo él.
– Dios mío, lo siento…
– No pasa nada, Jean. Era broma. Estoy tomando una copa.
– ¿Qué tal el funeral?
– No asistí. Bueno, sí que fui pero no tuve fuerzas para quedarme.
– ¿Y ahora está bebiendo?
– ¿No será usted el teléfono de la esperanza?
– No -contestó ella riendo-. Es que estoy sola con una botella de vino viendo la tele…
– ¿Y?
– Y me gustaría estar acompañada.
Rebus sabía que no estaba en condiciones de conducir; ni en condiciones para nada, a decir verdad.
– No sé, Jean. No me conoce cuando estoy bebido.
– ¿Se transforma en Mr Hyde? -preguntó ella riendo otra vez-. Lo he vivido con mi marido, y no creo que sea muy distinto en usted.
Intentaba quitarle importancia, pero él notó una leve crispación. Tal vez fuera por el nerviosismo de invitarlo y el temor de que él rehusara. O quizás algo más…
– Bueno, puedo ir en taxi -dijo, pensando en que seguía vestido de luto, sin corbata y con los dos primeros botones de la camisa desabrochados-. Podría ir a casa a cambiarme.
– Bueno.
Miró a la acera de enfrente. La mujer que había dado el traspiés estaba en la parada del autobús y seguía mirando en el interior de la bolsa para comprobar que no faltaba nada. Era una de tantas escenas de la vida urbana; se desconfía siempre de las apariencias y no acaba uno de dar crédito a una buena acción.
– Hasta luego -dijo Rebus.
Al entrar en el pub vio que Grant Hood estaba de pie junto a la jarra vacía y que al acercarse levantaba las manos en gesto de rendición.
– Tengo que irme -dijo.
– Yo también -añadió Rebus.
Hood se quedó un tanto defraudado, como si hubiera deseado que Rebus se quedase allí para emborracharse.
– ¿Puedes conducir? -preguntó Rebus mirando la jarra vacía y pensando si no habría convencido al camarero para que tirase el contenido.
– Estoy bien -respondió Hood.
– Estupendo -dijo Rebus dándole una palmadita en el hombro-. Entonces, me llevas a Portobello.
Siobhan pasó una hora tratando de borrar de su mente todo lo relacionado con el caso, pero no podía. El baño no había servido de nada y la ginebra no le hacía efecto. La música del equipo de alta fidelidad, Envy of Angels, de Mutton Birds, no la arrullaba como de costumbre. Cada medio minuto volvía a resonar en su cerebro la última clave y se repetía la escena de Grant sujetándola de los brazos mientras John Rebus, ¡precisamente Rebus!, los sorprendía desde la puerta; y se preguntaba qué habría sucedido de no haberlos advertido de su presencia, cuánto tiempo llevaría observándolos y si había oído la discusión.
Se levantó del sofá y comenzó a pasear otra vez por el cuarto con el vaso en la mano diciendo «No, no, no», como si repitiéndolo pudiera conjurar lo que había sucedido. Pero ahí estaba el problema: que no se pueden deshacer las cosas.
– Imbécil de mierda -se vituperó a sí misma en voz alta, repitiéndolo una y otra vez hasta que las palabras perdieron su sentido.
«Imbécil de mierda…»
«No, no, no, no…»
«Flip Balfour… Gandalf… Ranald Marr…»
«Grant Hood.»
«Imbécil de mierda, imbécil de mierda…»
Estaba junto a la ventana cuando acabó una canción. En la pausa de silencio oyó un coche que daba la vuelta al final de su calle y supo por instinto quién era. Corrió hasta la lámpara y dio un pisotón al interruptor dejando el cuarto a oscuras. Había luz en el vestíbulo, pero no creía que se viera desde la calle. Tenía miedo de hacer algún movimiento que la delatara. El coche se había detenido. Comenzó a sonar otra canción y se agachó para coger el mando a distancia y apagar el tocadiscos. Ahora oía el coche al ralentí y el corazón le saltaba en el pecho.
Sonó el interfono. Alguien quería entrar; aguardó sin moverse con la mano tan tensa en el vaso que sintió un calambre. Se lo cambió de mano. Volvió a sonar el timbre.
«No, no, no…»
Olvídate, Grant. Sube al Alfa y vete. Mañana haremos como si no hubiese sucedido nada.
«Bzz, bzz, bzz…»
Comenzó a tararear para sus adentros, inventando una melodía; ni siquiera una melodía, sino simples sonidos para contrarrestar el zumbido del interfono y de los latidos en las sienes.
Oyó la puerta de un coche y se relajó un poco. Pero casi se le cayó el vaso de las manos cuando sonó el teléfono.
Lo veía iluminado por el resplandor de la farola de la calle, en el suelo junto al sofá. A los seis timbrazos se grabaría en el contestador. Dos…, tres…, cuatro…
«¡A lo mejor era Watson!»
– Diga -contestó tumbándose en el sofá con el auricular en la oreja.
– ¿Siobhan? Soy Grant.
– ¿Dónde estás?
– Acabo de llamar a tu puerta.
– Será que no funciona. ¿Qué quieres?
– Podrías abrirme, para empezar.
– Estoy cansada, Grant. Iba a acostarme.
– Sólo cinco minutos, Siobhan.
– Pues no.
– Oh.
El silencio era como un tercer interlocutor, opresivo, hosco, introducido unilateralmente.
– Vete a casa, ¿vale? Hasta mañana.
– Será demasiado tarde para Programador.
– Ah, ¿has venido a hablar de trabajo? -preguntó ella metiendo la mano libre debajo del brazo con el que sujetaba el auricular.
– No exactamente.
– Ya, eso me pareció. Escucha, Grant, digamos que fue un momento de locura, ¿de acuerdo? Vamos a olvidarlo.
– Ah, ¿eso crees que fue?
– ¿Tú no?
– ¿De qué tienes miedo, Siobhan?
– ¿Qué quieres decir? -replicó ella endureciendo la voz.
Hubo una pausa.
– Nada. No quería decir nada. Perdona.
– Nos vemos en el trabajo.
– Bien.
– Que descanses. Mañana resolveremos la clave.
– Si tú lo dices.
– Claro que sí. Buenas noches, Grant.
– Buenas noches, Siob.
Colgó sin molestarse siquiera en decirle que detestaba que la llamasen «Siob», como las niñas del colegio. A uno de sus novios de la universidad también le gustaba llamarla así. Sí, sabía que era difícil pronunciar su nombre entero, incluso para los profesores de su colegio en Inglaterra.
«Buenas noches, Siob.»
«Imbécil de mierda.»
Oyó cómo arrancaba el coche y vio el haz de los faros bañar el techo y la pared del fondo. Siguió sentada a oscuras, acabando la ginebra sin saborearla. Cuando sonó de nuevo el teléfono lanzó una maldición.
– Oye -vociferó-, ya está bien, ¿no?
– Bueno…, si es así-dijo la voz de Watson.
– Diablos, señor, lo siento.
– ¿Esperaba otra llamada?
– No…, es que…, ya se lo explicaré.
– De acuerdo. Mire, he hecho algunas llamadas porque hay gente que conoce la Obra mejor que yo y pensé que podrían orientarme.
A juzgar por el tono comprendió que no había averiguado nada.
– ¿No ha habido suerte?
– No, no es eso. Espero la llamada de un par de personas; yo he insistido pero no estaban en casa y les dejé un mensaje. La esperanza es lo último que se pierde, dicen.
– Sí, supongo que sí -replicó ella con sonrisa desmayada.
– Así que le llamaré mañana. ¿Cuál es el plazo límite?
– A mediodía.
– Pues al levantarme haré unas llamadas de seguimiento.
– Gracias, señor.
– Me agrada poder ser útil de nuevo. -Hizo una pausa-. ¿Está deprimida, Siobhan?
– Lo superaré.
– Estoy seguro. Hasta mañana.
– Buenas noches, señor.
Colgó. Había acabado la ginebra. «Todo eso es influencia de John Rebus, ¿verdad?», le había dicho Grant durante la discusión. Y ahora allí estaba: con un vaso vacío en la mano, sentada a oscuras y mirando por la ventana.
– Yo no soy como él -dijo en voz alta.
Cogió el teléfono y marcó el número de Rebus, pero respondió el contestador. Sabía que podía llamarle al móvil, pero a lo mejor estaba bebiendo; lo más seguro es que estuviera emborrachándose. Podía reunirse con él y recorrer los bares que abren tarde, guarecidos de la oscuridad de la noche en aquellos tugurios lóbregos.
Pero él querría hablar de Grant Hood y del abrazo en que creería haberlos sorprendido. Y si hablaban de otra cosa, el hecho, de todos modos, planearía sobre la conversación.
Lo pensó un minuto y finalmente marcó el número del móvil; pero estaba desconectado. Otro servicio de contestador, otro mensaje abortado. La última oportunidad era el busca, pero ya había perdido impulso. Se haría un té… y se lo llevaría a la cama. Enchufó la tetera y buscó las bolsitas, pero la caja estaba vacía. No tenía más que unas bolsitas de manzanilla; se preguntó si estaría abierta la gasolinera de Canonmills, o la tienda de patatas fritas de Broughton Street. ¡Sí, eso solucionaba su problema! Se puso los zapatos y el abrigo, comprobó que llevaba las llaves y el dinero, y salió, asegurándose de que cerraba bien la puerta; bajó la escalera y salió a la calle en busca del único apoyo posible: chocolatinas.