Capítulo 14

Era una tarde de domingo de sol hiriente y bajo que proyectaba una geometría cambiante de sombras increíblemente largas y oblicuas. El viento combaba los árboles y las nubes se desplazaban como máquinas bien engrasadas. Rebus dejó atrás el indicador: «LOS SALTOS, HERMANADO CON ANGOISE», y miró a Jean, que iba callada a su lado. Llevaba toda una semana así, tardando en contestar cuando sonaba el teléfono y en abrir cuando llamaban a la puerta. Los médicos habían dicho que el tiempo todo lo cura…

Aunque Rebus le había propuesto quedarse en casa, ella decidió acompañarlo. Aparcaron junto a un BMW reluciente, al lado del cual se veían restos de agua jabonosa en la cuneta. Rebus puso el freno de mano y se volvió hacia ella.

– Tardaré un minuto. ¿Te quedas en el coche?

Ella reflexionó un instante y asintió con la cabeza. Rebus cogió del asiento de atrás el ataúd envuelto en un periódico con un titular de Steve Holly en la primera página, bajó del coche sin cerrar la puerta y llamó a la Casita del Torno.

Le abrió Bev Dodds en persona, sonriente y en delantal con volantes.

– Siento no ser un turista -dijo Rebus, haciendo que se le disipase la sonrisa-. Qué, ¿el negocio va viento en popa?

– ¿Qué desea?

Rebus le mostró el envoltorio.

– Pensé que le gustaría recuperarlo. Al fin y al cabo, es suyo, ¿no?

Ella abrió las hojas de periódico.

– Ah, gracias -contestó.

– Es realmente suyo, ¿verdad?

– Bueno, es propiedad de quien lo encuentra -dijo ella sin mirarlo a la cara.

Pero Rebus negó con un gesto.

– No; me refiero a que es obra suya, señorita Dodds. He visto el nuevo letrero -añadió señalando con la cabeza-. ¿No me dice quién lo ha hecho? Me apuesto algo a que es obra suya. La madera está muy bien trabajada. Seguro que no le faltan formones y herramientas adecuadas.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó ella con voz destemplada.

– Cuando vine con Jean Burchill, que se ha quedado en el coche y que ya está bien, por cierto, gracias por interesarse…, cuando estuvo conmigo aquí, dijo usted que iba con frecuencia al museo.

– ¿Y? -inquirió ella mirando por encima del hombro de Rebus, pero apartó la vista al cruzar su mirada con la de Jean Burchill.

– Dijo que, sin embargo, no había visto los ataúdes de Arthur's Seat -siguió Rebus, frunciendo sarcásticamente el entrecejo-. Habría debido darme cuenta en ese momento -añadió mirándola, pero ella no contestó nada y Rebus advirtió que se ruborizaba y le daba vueltas al ataúd con las manos-. Pero, claro, usted ha obtenido un buen negocio extra, ¿verdad? Pues escuche lo que le digo…

Vio que tenía los ojos bañados en lágrimas y que alzaba la vista para mirarlo.

– ¿Qué? -preguntó con voz ahogada.

– Que ha tenido suerte de que no lo advirtiera antes -dijo él con un dedo imperativo-, porque a lo mejor se lo habría dicho a Donald Devlin y ahora se vería como Jean, si no mucho peor.

Se dio media vuelta camino del coche, arrancó de paso el letrero de CERÁMICAS y lo tiró al arroyo. Ella continuó allí en la puerta mirando cuando él puso el motor en marcha. Por la acera llegaba una pareja de turistas y Rebus sabía adónde iban y a qué. Dio un forzado golpe de volante para maniobrar, de forma que las cuatro ruedas aplastaran el letrero.

Llegados a Edimburgo, Jean le preguntó si iban a Portobello. Él asintió y le preguntó a su vez si le parecía bien.

– Muy bien -contestó ella-. Necesito que alguien me ayude a quitar el espejo del dormitorio.

Rebus la miró.

– De momento; hasta que se me curen los hematomas -añadió ella en voz baja.

Rebus hizo un gesto afirmativo.

– ¿Sabes lo que necesito, Jean?

– ¿Qué? -preguntó ella volviéndose hacia él.

– Esperaba que tú fueras capaz de decírmelo… -respondió él moviendo la cabeza a un lado y a otro.


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