Capítulo 13

El miércoles por la mañana, Ranald Marr seguía sin aparecer. Su esposa Dorothy llamó a Los Enebros para hablar con la ayudante personal de John Balfour, quien le recordó en términos nada ambiguos que la familia estaba a punto de asistir a un entierro y que no le parecía conveniente molestar hasta después del mismo al señor o a la señora Balfour.

– ¿Se da usted cuenta de que han perdido a una hija? -espetó indignada la ayudante.

– ¡Y yo he perdido al mierda de mi marido, mala puta! -replicó Dorothy Marr, un tanto sorprendida de sí misma, pues era probablemente la primera vez que decía una palabrota desde que era niña. Pero ya era tarde para disculparse pues la ayudante había colgado para informar a un subordinado que no le pasasen ninguna otra llamada de la señora Marr.

Los Enebros estaba a rebosar de gente. Familiares y amigos, algunos llegados desde muy lejos, habían pernoctado allí y deambulaban por diversos pasillos en busca de desayuno. La cocinera, la señora Dolan, había decidido que el óbito excluía la comida caliente, y no cabía guiarse aquella mañana por el habitual olorcillo a salchichas, tocino y arroz con huevos y pescado. Sin embargo, en el comedor había un buen surtido de bolsas de cereales y conservas caseras, aunque sin la mermelada de grosella y manzana que hacía las delicias de Flip cuando era niña. La señora Dolan había confinado aquel tarro en la despensa, pues precisamente Flip era la última persona que la había degustado, con ocasión de una de sus infrecuentes visitas.

La cocinera explicaba llorosa aquellos pormenores a su hija Catriona, quien la consolaba tendiéndole un nuevo paquete de pañuelos de papel. Uno de los invitados, comisionado para averiguar si había café y leche caliente, asomó la cabeza por la puerta de la cocina pero se retiró de inmediato, incómodo al ver tan abatida a la infatigable señora Dolan.

John Balfour, en la biblioteca, le decía a su mujer que no quería «ningún maldito poli» en el cementerio.

– Pero, John, han trabajado mucho… Han pedido venir y tienen tanto derecho como… -replicó su esposa.

– ¿Como quién? -la interrumpió él, más apaciguado pero con más frialdad.

– Pues como toda esa gente que no conocemos -contestó ella.

– ¿Te refieres a conocidos míos? Tú también los conoces de fiestas y funciones, Jackie, por Dios bendito. Han venido a dar el pésame.

La esposa asintió con la cabeza y guardó silencio. Después del entierro servirían un bufé frío en Los Enebros, tanto para los familiares como para los socios y las amistades de su marido; casi setenta personas. Jacqueline Balfour habría preferido algo más sencillo para poder solventarlo en el comedor, pero con tanta gente había sido necesario alquilar un entoldado para instalarlo en el césped detrás de la casa, y de la comida se encargaría una empresa de Edimburgo, sin lugar a dudas propiedad de algún cliente de su marido. Ya había llegado la esposa del propietario para supervisar la descarga de mesas, manteles, la vajilla y cubertería de una interminable fila de furgonetas. La victoria pírrica de la señora Balfour fue lograr la inclusión, entre los invitados, de los amigos de Flip, decisión no menos peliaguda porque, naturalmente, a David Costello había que invitarlo con sus padres, a pesar de que a ella nunca le había gustado aquel joven que, a su entender, despreciaba a los Balfour. Ella esperaba que los Costello no aparecieran o que no se quedaran mucho rato.

– No hay mal que por bien no venga -dijo John Balfour como hablando a solas-Una circunstancia como ésta aprieta sus lazos con el banco y hace más difícil que se pasen a otro…

Jacqueline Balfour se puso en pie.

– ¡Es el entierro de nuestra hija, John! ¡No es uno de tus malditos negocios! ¡Flip no forma parte de ninguna… transacción comercial!

Balfour miró a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada.

– Mujer, baja la voz. Sólo quería decir… -añadió dejándose caer en el sofá sin acabar la frase y llevándose las manos a la cara-. Tienes razón, no pensaba… Dios me asista.

Su esposa fue a sentarse a su lado y lo cogió de las manos apartándoselas del rostro.

– Dios nos asista, John -dijo.


* * *

Steve Holly logró convencer a su jefe de la central del periódico en Glasgow de que necesitaba trasladarse cuanto antes al lugar de los hechos y, aprovechándose de la generalizada ignorancia geográfica de los escoceses, logró hacerle creer que Los Saltos estaba muy apartado de Edimburgo y convencerlo de que el hotel Greywalls sería el lugar ideal para hacer noche, sin molestarse en precisar, por supuesto, que el Greywalls estaba en Gullane y, por lo tanto, a poco más de media hora de coche de Edimburgo, ni que Gullane distaba mucho de estar a vuelo de pájaro a medio camino entre Los Saltos y Edimburgo. ¿Qué más daba? Pasó la noche en compañía de su novia Gina, que no era realmente su prometida sino una de tantas con las que había salido alguna vez en los últimos tres meses. Gina había accedido encantada pero, como temía llegar tarde al trabajo por la mañana, Holly había encargado un taxi; justificaría el gasto alegando que su coche había tenido una avería y lo había tomado él para volver a la ciudad.

Tras la opípara cena y un paseo por el parque -diseñado curiosamente por un tal Jekyll-, Steve y Gina hicieron buen uso de la amplia cama antes de quedarse dormidos como lirones, por lo que el taxi de Gina llegó antes de que se hubieran levantado y el periodista tuvo que desayunar solo, cosa que, de todos modos, agradeció. Después se detuvo en Gullane a comprar los periódicos de la competencia, que dejó en el asiento del copiloto para irlos hojeando sobre la marcha, con los consiguientes bocinazos y ráfagas luminosas de los otros coches cuando invadía el carril opuesto.

«¡Gilipollas! ¡Palurdos!», les gritaba él haciéndoles cortes de manga al tiempo que cogía el móvil para comprobar que el fotógrafo Tony estaba preparado para reunirse con él en el cementerio. Sabía que Tony había ido un par de veces a Los Saltos a ver a Bev, la «ceramista chiflada», como él la llamaba. Tony pensaba que tenía un posible ligue, pero él se lo había dicho claramente: «Es una chiflada, colega. Puedes echar un polvo, pero me apuesto algo a que te despiertas con la picha cortada». Tony se había echado a reír, contestándole que sólo pretendía unas poses artísticas de Bev para su álbum. Por eso, aquella mañana, cuando lo localizó, le dijo como de costumbre:

– ¿Te la has pasado por la piedra, colega?

Y como de costumbre rió generosamente su propia gracia hasta percatarse por el retrovisor de que llevaba un coche de la policía pegado al suyo lanzando ráfagas luminosas. A saber cuánto rato llevarían detrás de él.

– Te volveré a llamar, Tony. No dejes de estar en la iglesia a la hora -repuso frenando y parando en el arcén-. Buenos días, agentes -dijo bajando del coche.

– Buenos días, señor Holly -respondió uno de ellos.

Fue en ese momento cuando Steve Holly recordó que no era precisamente el ídolo de la policía de Lothian y Borders.

Diez minutos después volvía a rodar con los policías a la zaga en prevención de «más infracciones», como le dijeron. Sonó el móvil y pensó en no responder, pero era Glasgow, así que puso el intermitente y aparcó en el arcén para contestar la llamada, viendo por el retrovisor detenerse a los policías diez metros más atrás.

– Diga.

Te crees muy listo, ¿no, cabronazo?

Era el jefe.

– En este momento, no -replicó Holly.

Resulta que un amigo mío juega al golf, ¿sabes dónde? En Gullane, que prácticamente está al lado de Edimburgo. Y lo mismo sucede con Los Saltos. Así que no se te ocurra cargar ese viajecito en gastos.

– No hay ningún problema.

¿Ahora dónde estás?

Holly miró el entorno de campos de labor con márgenes de piedra gris. Se oía un tractor a lo lejos.

– Estoy de guardia ante el cementerio esperando a que llegue Tony. Dentro de un par de minutos iré a Los Enebros para seguir al cortejo hasta la iglesia.

¿Ah, sí? ¿Me lo puedes confirmar?

– ¿Confirmar, el qué?

¡Esa puta mentira que acabas de largarme!

Holly se pasó la lengua por los labios.

– No le entiendo -replicó pensando si habría en el coche algún dispositivo conectado con el periódico.

Tony llamó hace dos minutos al editor gráfico, que estaba precisamente en mi puto despacho. ¡Sabes desde dónde llamaba el fotógrafo a quien tú no has visto aún?

Holly no contestó.

A ver si lo adivinas.

– ¿Desde el cementerio? -dijo Holly.

¿No se te ocurre nada más? Quizá podrías llamar a un amigo a ver si te echa una mano.

Holly comenzaba a cabrearse y decidió que la mejor defensa era un ataque.

– Escuche -replicó entre dientes-, le he dado a su periódico la historia del año, adelantándome a toda la competencia y ¿ahora me trata así? Pues métase esa mierda de diario donde le quepa y mande a otro a cubrir el entierro, alguien que conozca el tema como yo. Mientras, el menda va a hacer un par de llamadas a otros periódicos, en su tiempo libre y con su propio teléfono, si no le importa, cabrón impresentable. Y si quiere saber por qué no estoy en el cementerio, se lo diré: porque me ha detenido un coche patrulla y no me van a dejar despistarlos ahora que los hemos sacado en la prensa. ¡Espere que les pregunte si quieren hablar con usted!

Holly guardó silencio, pero jadeando aposta sobre el transmisor.

Por una vez -dijo finalmente la voz desde Glasgow-, y creo que merecería grabarse en mi epitafio, me parece que he oído decir la verdad a Steve Holly. -Hizo otra pausa antes de contener la risa-. ¿Así que los tenemos nerviosos?

«¿Los tenemos?» Steve Holly comprendió que había capeado el temporal.

– Prácticamente los llevo de escolta todo el rato a ver si levanto la mano del volante para rascarme la nariz.

Entonces, ¿ahora estás parado?

– Estoy en el arcén con los intermitentes puestos. Y, con todo respeto, jefe, he perdido otros cinco minutos hablando con usted… No es que no sea un placer, pero…

Se oyó otro borbotón de risa contenida.

Qué narices, de vez en cuando hay que desahogarse un poco, ¿sabes? Una cosa, pon la factura del hotel en la cuenta de gastos, ¿de acuerdo?

– Sí, jefe.

Y vuelve de una puta vez a la carretera.

– De acuerdo, jefe. Y le juro que no le miento. Corto.

Holly puso fin a la comunicación, lanzó un profundo suspiro y se dispuso a hacer lo que le habían dicho: volver de una puta vez a la carretera.


* * *

El pueblo de Los Saltos no tenía iglesia ni cementerio, pero sí una capilla poco utilizada en la carretera entre Los Saltos y Causland que la familia había elegido preparándolo todo para la ocasión, pero los amigos de Flip que habían sido invitados se decían para sus adentros que aquella tranquilidad y recogimiento no se avenía con el carácter de la asesinada; ellos consideraban que le habría gustado algo más vistoso en Edimburgo, en un barrio donde la gente saca a pasear el perro o da una vuelta los domingos, un barrio donde, en la oscuridad, se reúnen jóvenes motoristas en animada fiesta y pueden follar furtivamente.

El cementerio era pequeño y limpio, con tumbas viejas, pero bien cuidadas. Habría sido del gusto de Flip algo más silvestre con enredaderas, musgo, hierba abundante y zarzas. Aunque, pensándolo bien, igual le daría porque estaba muerta, y santas pascuas. En aquel momento, quizá por primera vez, fueron capaces de diferenciar la pérdida de la punzante impresión, y les invadió la pena por aquella vida cortada de raíz.

La iglesia estaba a rebosar y hubo que dejar las puertas abiertas para que los que no cabían pudieran seguir desde fuera el oficio religioso. Era un día frío y el suelo estaba cubierto de escarcha. Los pájaros revoloteaban en los árboles piando perturbados por aquella invasión inesperada. Había una fila de coches en la carretera pero el furgón mortuorio había regresado discretamente a Edimburgo. Junto a los Rolls Royces, Mercedes y Jaguars, los chóferes de uniforme fumaban un cigarrillo.

Los padres eran feligreses, de hecho, de una parroquia de Edimburgo y habían conseguido que el sacerdote se trasladara allí para oficiar el funeral, pese a que hacía ya dos o tres navidades que no había visto a los Balfour. Era un hombre detallista que había repasado el sermón con los padres de la difunta, preguntándoles solícito detalles sobre su hija que lo ayudaran a componer el panegírico, pero a quien, al mismo tiempo, divertía la presencia de los medios de comunicación. Acostumbrado a la presencia de las cámaras tan sólo en bodas y bautizos, al enfocarlo una de ellas, esgrimió una sonrisa de oreja a oreja hasta darse cuenta de lo fuera de lugar que estaba esa actitud. Aquéllos no eran familiares de mejillas encendidas sino periodistas que con absoluto desapego escudriñaban el funeral con sus objetivos. Aunque se veía bien el cementerio desde la carretera, no se permitía hacer fotos del féretro al bajarlo a la fosa ni de la familia junto a la tumba; sólo se había autorizado fotografiarlo cuando lo sacaran de la iglesia.

Naturalmente, una vez que el público abandonara el camposanto, no habría ninguna restricción.

– Parásitos -dijo entre dientes uno de los invitados, cliente de Balfour de hacía muchos años. Pese al comentario, sería uno de tantos en comprar más de un periódico al día siguiente para ver si aparecía en las fotos.

Al no haber sitio en los bancos ni en los laterales, los representantes de la policía asistentes al acto formaron su propio grupo en la parte de atrás junto a la puerta. El ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, permanecía con las manos cruzadas y la cabeza levemente inclinada; detrás estaba la comisaria Gill Templer junto al inspector jefe Bill Pryde, y había más policías fuera vigilando. El asesino andaba suelto y también Ranald Marr, de momento principal sospechoso. Dentro de la iglesia, John Balfour volvía constantemente la cabeza como quien espera a alguien, pero sólo los que conocían la Banca Balfour se figuraban de quién se trataba.

John Rebus, junto a la pared del fondo, con su traje más presentable y una gabardina larga de color verde con el cuello subido, no dejaba de pensar en aquel paisaje inhóspito de montes yermos moteado de ovejas y matas amarillas de aulaga. Había leído la placa de la entrada que databa el templo del siglo diecisiete: había sido construido a expensas de los campesinos de la localidad y en él se había descubierto un sepulcro templario, por lo que los historiadores deducían la existencia de una primitiva iglesia anterior con camposanto.

«La lápida de la tumba del templario está en el museo de Escocia», informaba la placa.

Pensó en Jean, quien en un lugar como aquél apreciaría detalles, indicios del pasado que él no percibía. En aquel momento se le acercó Gill Templer muy seria, con las manos en los bolsillos, a preguntarle qué hacía allí.

– Presentar mis condolencias -respondió él, advirtiendo que Carswell movía ligeramente la cabeza al verlo-. A menos que haya una ley que me lo prohíba -añadió alejándose.

Siobhan, que estaba unos metros más allá, afuera, lo saludó con una mano enguantada. Miraba las colinas como pensando que el asesino iba a aparecer de pronto por allí. Rebus lo dudaba. Al terminar el oficio, sacaron el féretro y las cámaras dieron principio a su breve intervención. Los periodistas no se perdían detalle de la escena, pensando frases para sus artículos o hablando en voz baja por los móviles. Rebus se preguntó a qué compañía estarían abonados, porque él no conseguía cobertura con el suyo.

Los operadores de televisión, que habían filmado la escena de los portadores del féretro saliendo de la iglesia, desconectaron sus equipos y se los colgaron del hombro. Afuera reinaba el mismo silencio que en el interior, interrumpido sólo por el crujir de los pasos sobre la grava y algún sollozo que otro.

John Balfour caminaba sosteniendo a su esposa por los hombros. Los amigos de Flip se abrazaban y hundían el rostro en el pecho de sus compañeros. Rebus reconoció algunas caras: Tristram y Tina, Albert y Camille. No veía a Claire Benzie. Distinguió a unos vecinos de Flip, entre ellos el profesor Devlin, quien se le había acercado anteriormente para saber si había alguna novedad sobre los ataúdes. Rebus le dijo que no y el anciano le preguntó cómo se sentía. Él eludió responder y, moviendo la cabeza, el viejo dijo:

– Un poco frustrado, me parece.

– Es lo que se siente a veces.

Devlin lo miró.

– No creía yo que usted fuera un pragmático, inspector.

– El pesimismo siempre me ha servido de gran alivio -replicó Rebus alejándose.

Ahora contemplaba el cortejo. Había varios políticos, entre ellos la diputada Seona Grieve. David Costello salió de la iglesia antes que sus padres, parpadeó cegado por la luz y se puso unas gafas de sol que sacó del bolsillo.

«Las víctimas conservan grabada en sus ojos la imagen del asesino…»

Quien mirase a David Costello no vería más que su propio reflejo. ¿Era precisamente lo que pretendía? Tras él iban sus padres separados y con el paso cambiado; más que un matrimonio, parecían simples conocidos. Al dispersarse la concurrencia, David se encontró junto al profesor Devlin, quien le tendió la mano, pero el joven sólo lo miró y el patólogo se contentó con darle una palmadita en el brazo.

En aquel momento sucedió algo: llegaba un coche…, se oyó el ruido de la puerta al cerrarse y un hombre vestido de modo informal, con suéter de cuello de pico y pantalones grises, entró corriendo en el cementerio. Rebus vio que era Ranald Marr: iba sin afeitar y se le notaba el cansancio en los ojos llorosos, por lo que se figuró que habría dormido en el Maserati. Advirtió que Steve Holly fruncía el entrecejo sorprendido. El cortejo fúnebre había llegado a la tumba cuando Marr le dio alcance y se situó frente a John Balfour y su esposa. Balfour se soltó del brazo de ella y dio un abrazo a Marr. Templer y Pryde miraron a Colin Carswell, quien les hizo un gesto con las palmas de las manos hacia abajo para indicarles que no se precipitaran.

Rebus pensó que los periodistas no habían advertido el gesto de Carswell ocupados como estaban intentando comprender aquella interrupción, y en ese mismo instante vio que Siobhan miraba la fosa y el féretro como si hubiera visto algo sorprendente, y que, de pronto, daba media vuelta y echaba a andar entre las tumbas como si buscase algo en el suelo.

«Yo soy la resurrección y la vida…», comenzó a recitar el sacerdote. Marr estaba junto a John Balfour con la mirada fija en el féretro y, apartada unos metros, Siobhan se movía aún entre las tumbas; Rebus se imaginaba que los periodistas no la veían porque la tapaba el grupo congregado en torno a la fosa; la vio agacharse frente a una lápida baja a leer la inscripción y luego se incorporó y se retiró, ya más despacio.

Volvió la cabeza y se percató de que Rebus la observaba y le dirigió una fugaz sonrisa, que a él se le antojó forzada. A continuación se alejó del grupo y él la perdió de vista.

Carswell musitó algo a Gill Templer; sin duda, instrucciones para detener a Ranald Marr. Rebus sabía que probablemente le permitirían salir del cementerio antes de decirle que los acompañase. Tal vez lo llevaran a Los Enebros para interrogarlo, pero lo más probable es que, sin pasar por el bufé del entoldado, lo esperara una taza de té grisáceo en Gayfield Square.

«Polvo eres y en polvo te convertirás.»

Rebus, sin poder evitarlo, recordó los primeros compases de la canción de Bowie Ashes to Ashes.

Un par de periodistas se disponían ya a marchar a Edimburgo o a Los Enebros para hacer el reportaje sobre los invitados. Rebus metió las manos en los bolsillos de la gabardina y se puso a pasear por el perímetro del cementerio. Ya caía la lluvia de tierra sobre el féretro de Philippa Balfour, la última lluvia que recibiría la pulida madera. La madre lanzó un grito que el viento se llevó hacia las colinas.

Rebus miró una pequeña lápida que tenía ante sí. El difunto había vivido entre 1876 y 1937; apenas sesenta y un años. Se había perdido lo peor de Hitler y quizá, por su edad, tampoco habría combatido en la primera guerra mundial. Era carpintero, probablemente con clientes de las granjas locales; pensó por un instante en el autor de los ataúdes, pero al leer de nuevo el nombre de la lápida, Francis Campbell Finlay, no pudo por menos de reprimir una sonrisa. Siobhan había mirado el cuadrilátero de la fosa donde iban a reposar los restos de Philippa Balfour, un lugar en que el sol no brillaría. Programador la había dirigido hasta allí, pero ella sólo se había percatado una vez dentro del recinto. Había buscado el nombre de Frank Finlay y lo había encontrado. Se preguntó qué más habría encontrado al agacharse junto a aquella lápida. Miró al grupo de invitados que abandonaba el cementerio, vio que los chóferes apagaban el cigarrillo y se disponían a abrir las puertas. No veía a Siobhan pero sí a Carswell, que hablaba con Ranald Marr, y que éste respondía asintiendo resignadamente con la cabeza. Carswell alargó la mano y Marr le entregó las llaves del coche.

Rebus fue el último en salir del cementerio. Algunos vehículos maniobraban ya para dar la vuelta y un tractor aguardaba a que dejaran paso. Rebus no reconoció al conductor. Vio a Siobhan junto al arcén con los codos apoyados en el techo de su coche, sin prisas, y cruzó la carretera para saludarla.

– Ya me imaginé que te veríamos por aquí -dijo ella al tiempo que Rebus apoyaba también los codos en el techo del coche-. Te han echado la bronca, ¿verdad?

– No hago nada ilegal, como le he dicho a Gill.

– ¿Has visto llegar a Marr?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Qué van a hacer?

– Carswell va a llevarlo a casa de Balfour porque Marr quiere darle una explicación.

– ¿De qué?

– Ya se verá.

– No me parece a mí que vaya a confesarse culpable.

– No -asintió ella.

– No sé si… -dijo Rebus sin acabar la frase.

Siobhan apartó la vista del espectáculo que en aquel momento daba Carswell tratando de girar en redondo con el Maserati.

– ¿Qué?

– Esa última clave de Oclusión. ¿Tienes alguna otra idea?

Pensaba en la acepción de confinamiento de la palabra y en que no había mayor confinamiento que el de un ataúd.

Siobhan parpadeó y luego movió la cabeza, negando.

– ¿Y tú? -preguntó a su vez.

– ¿Quieres que siga pensando?

– Daño no hará.

El Maserati rugía carretera adelante acelerado en exceso por Carswell.

– No, claro que no -dijo Rebus mirándola-. ¿Vas a Los Enebros?

– No, vuelvo a Saint Leonard.

– Tienes trabajo, ¿eh?

Siobhan apartó los brazos del techo del coche y metió la mano en el bolsillo de su chubasquero negro.

– Sí -asintió-, trabajo.

Rebus advirtió que llevaba en la mano izquierda las llaves del coche y se preguntó qué habría en aquel bolsillo.

– Ve con cuidado, ¿de acuerdo? -añadió él.

– Te veré en el rancho -dijo ella.

– Ya sabes que estoy en la lista negra.

Ella sacó la mano del bolsillo y abrió la puerta.

– Es verdad -repuso subiendo al coche.

Rebus se inclinó a mirar por la ventanilla y Siobhan le dirigió una breve sonrisa. Él se apartó y el coche arrancó patinando ligeramente hasta entrar en el firme.

Siobhan hacía lo mismo que él habría hecho en su caso: no compartir con nadie lo que había encontrado. Rebus apretó el paso hasta su coche, dispuesto a seguirla.

En Los Saltos aminoró la marcha al pasar ante la casita de Bev Dodds, a quien esperaba haber visto en el entierro. El sepelio había atraído a algunos curiosos, pero había dos coches de la policía a ambos lados de la carretera para disuadir a los intrusos. Aquel miércoles había poco sitio donde aparcar, pero pensó que cualquier otro día entre semana habría sitio de sobra. La ceramista había reemplazado su rudimentario letrero por otro más vistoso y bien hecho. Pisó levemente el acelerador para no perder de vista el coche de Siobhan, mientras recordaba que los ataúdes seguían guardados en el cajón de abajo de su mesa y que Bev quería que le devolviese el que había encontrado ella; a lo mejor se portaba bien y lo recogía aquella misma tarde para llevárselo el jueves o el viernes. Eso le servía de pretexto para ir al rancho y volver a preguntar a Siobhan, suponiendo que se dirigiera allí.

Recordó que tenía media botella de whisky debajo del asiento. Sí que le apetecía un trago; lo normal después de un entierro. El alcohol diluye la sensación de inevitabilidad de la muerte. «Tentador», pensó al tiempo que ponía en el casete una cinta de Alex Harvey, «The Faith Healer». Pero el primer Alex Harvey era muy distinto del Alex Harvey del final; se preguntó en qué grado habría intervenido el alcohol en la muerte del cantante de Glasgow. No, mejor no iniciar una lista de muertos por alcohol, porque nunca se acaba.


* * *

– Cree que yo la maté, ¿verdad?

Eran tres en el cuarto de interrogatorio: Gill Templer, Bill Pryde y Ranald Marr, y fuera se oía un revuelo poco habitual de murmullos, pasos y llamadas telefónicas atendidas casi antes de que sonaran.

– No nos precipitemos sacando conclusiones, señor Marr -contestó Templer.

– ¿No es lo que están haciendo ustedes?

– Sólo son unas preguntas de seguimiento, señor -aclaró Bill Pryde.

Marr lanzó un resoplido desdeñoso.

– ¿Desde cuándo conocía a Philippa Balfour, señor Marr?

– Desde que nació -respondió Marr mirando a Gill Templer-. Era su padrino.

Gill Templer tomó nota.

– ¿Y cuándo comenzaron a sentir una mutua atracción física?

– ¿Quién afirma tal cosa?

– ¿Por qué abandonó tan precipitadamente su casa, señor Marr?

– He vivido unos días de mucho estrés -contestó Marr rebulléndose en la silla-. ¿Consideran que debo declarar en presencia de un abogado?

– Como le hemos informado previamente, la decisión está en su mano.

Marr reflexionó un instante.

– Continúen -dijo.

– ¿Mantenía usted relaciones con Philippa Balfour?

– ¿Qué clase de relaciones?

– La clase de relaciones por la que su padre lo colgaría a usted de los huevos -terció Bill Pryde rugiendo como un oso.

– Creo que le entiendo -dijo Marr con cara de pensar una respuesta-. Me limitaré a decirles que he hablado con John Balfour y él ha adoptado una actitud prudente respecto al tema de la conversación que hemos mantenido, cuyo contenido nada tiene que ver con el caso. Y eso es todo -añadió recostándose en la silla.

– ¡Joderse a su propia ahijada! -exclamó Bill Pryde con gesto de repulsa.

– ¡Inspector Pryde! -exclamó Gill Templer-. Disculpe usted el exabrupto de mi colega -añadió dirigiéndose a Marr.

– Disculpado.

– Sencillamente, a él le cuesta más que a mí ocultar su repugnancia y desprecio -espetó Templer.

Marr esbozó una levísima sonrisa.

– Y en cuanto a si hay algo que tenga o no que ver con el caso, somos nosotros quienes lo determinamos, ¿no cree, señor?

Marr se ruborizó, pero no entró al trapo. Se limitó a encogerse de hombros cruzando los brazos para darles a entender que por su parte no tenía más que añadir.

– Haga el favor un momento, inspector Pryde -dijo Templer señalando la puerta con la cabeza.

Al salir del cuarto entraron dos policías uniformados para vigilar al detenido. Comenzaban a arremolinarse agentes y Gill Templer entró con Bill Pryde en el lavabo de señoras, donde se atrincheraron apoyados contra la puerta para impedir la entrada.

– ¿Tú qué crees? -preguntó ella.

– Oye, esto es precioso -dijo Bill Pryde mirando los servicios, acercándose al lavabo para sacar de debajo la papelera y escupir en ella el chicle gastado, al tiempo que se echaba a la boca dos nuevas pastillas-. Algo han convenido entre los dos -respondió al fin admirando sus facciones en el espejo.

– Sí -asintió Templer-. Habríamos debido traerlo directamente aquí.

– Otra metedura de pata de Carswell -comentó Pryde.

Gill Templer asintió con la cabeza.

– ¿Crees que a Balfour se lo habrá confesado?

– Creo que probablemente le habrá dicho algo. Ha tenido toda la noche por delante para preparar su argumentación: «John, simplemente ocurrió, una sola ocasión hace mucho tiempo… No sabes cómo lo siento». Es un tipo de disculpa frecuente entre cónyuges.

Templer estuvo a punto de sonreír pensando que Pryde debía de hablar por experiencia.

¿Y Balfour no lo colgó de los huevos?

Pryde negó despacio con la cabeza.

– Cuanto más oigo hablar de John Balfour, menos me gusta. Su banco va mal, tiene la casa llena de clientes, se presenta su mejor amigo y le dice en cuatro palabras que se ha estado tirando a su hija, ¿y él qué hace? Llega a un acuerdo con él.

– ¿Quieres decir que han acordado echar tierra al asunto?

Bill Pryde asintió.

– Porque, de no hacerlo, estallaría el escándalo, se produciría la dimisión, habría puñetazos en público y se quedarían sin lo que ellos más estiman: el dinero.

– En ese caso, nos va a costar sacarle algo.

– A menos que apretemos de verdad -replicó Pryde.

– No creo que al señor Carswell le guste.

– Con todo respeto, comisaria Templer, el señor Carswell sería incapaz de encontrar su propio culo si no llevara el letrero de «INTRODUZCA AQUÍ LA LENGUA».

– No estoy dispuesta a tolerar esa clase de léxico -replicó Gill Templer casi sonriendo.

Volvían a empujar la puerta por fuera y ella dijo a voces que se esperasen.

– ¡Es que no puedo aguantarme! -exclamó una voz de mujer.

– Ni yo -contestó Bill Pryde con una mueca-, pero mejor será que vaya a los servicios notablemente inferiores de caballeros.

Templer asintió con la cabeza y comenzó a abrir la puerta mientras él dirigía una última mirada de admiración al lugar.

– No olvidaré este lugar, de verdad. También a los hombres nos gusta el lujo.

Cuando volvieron al cuarto de interrogatorio, Ranald Marr había adoptado la actitud de quien está convencido de que no va a tardar en sentarse de nuevo al volante de su Maserati. Gill Templer, resuelta a no aguantar semejante petulancia, optó por jugar su última carta.

– Su aventura con Philippa duró bastante, ¿verdad?

– Dios, ¿otra vez con eso? -replicó Marr poniendo los ojos en blanco.

– Lo sabemos bien porque Philippa se lo contó todo a Claire Benzie.

– ¿Eso explica Claire Benzie? No es ninguna novedad. Esa damita diría cualquier cosa con tal de dañar a Balfour.

– No creo -replicó Templer negando con la cabeza-, porque sabiendo lo que sabía habría podido utilizarlo en cualquier momento; con una simple llamada a John Balfour habría estallado el escándalo. Y no lo hizo, señor Marr. Es de suponer que porque Claire Benzie tiene sus principios.

– O porque esperaba el momento.

– Tal vez.

– En resumen: ¿qué tienen? Mi palabra contra la suya.

– Aparte del hecho de que usted le explicó bastante pormenorizadamente a Philippa cómo borrar los mensajes electrónicos.

– Cuestión que ya les aclaré.

– Sí, pero ahora sabemos el verdadero motivo.

Marr sostuvo la mirada de Templer, pero de nada iba a servirle; ignoraba que ella había interrogado a muchos asesinos durante su carrera en Investigación Criminal y sabía sostener miradas de odio y de locura. Al final fue él quien apartó los ojos y dejó caer los hombros.

– Escuchen -dijo-, hay una cosa…

– Estamos esperando, señor Marr -intervino Bill Pryde erguido en la silla como un magistrado eclesiástico.

– No dije… toda la verdad sobre el juego en que participaba Flip.

– No ha dicho toda la verdad en nada -lo interrumpió Pryde, a quien Templer apaciguó con una mirada, aunque Marr no había prestado atención al reproche.

– Yo ignoraba que fuese un juego -prosiguió-. No lo sabía entonces. Imaginé que era una simple pregunta…, para algún crucigrama tal vez. Es lo que pensé.

– Así que, ¿a usted le consultó una de las claves?

Marr asintió con la cabeza.

– La del sueño del masón. Ella pensó que yo podría aclarárselo.

– ¿Y por qué motivo?

Marr esbozó una sombra de sonrisa.

– Flip siempre me sobrestimó… No creo que hayan logrado hacerse una idea completa de su personalidad. Sé que ella, superficialmente, daba la impresión de ser la rica niña mimada que se dedica a ir a la universidad y a contemplar obras de arte, y luego se licencia y acaba casándose con alguien más rico incluso que ella. Pero Flip no era así -añadió negando despacio con la cabeza-. No digo que no tuviera esa faceta, pero en el fondo era una mujer compleja y capaz de sorprender. Eso de las claves es un ejemplo de ello; cuando lo supe, por un lado, me quedé pasmado pero, por otro…, en cierto modo era realmente propio de ella aquel repentino interés, aquel apasionamiento por cualquier cosa. Estuvo años yendo al zoo todas las semanas, todas, y yo me enteré por casualidad hace unos meses cuando, al salir de una reunión en el hotel Posthouse, coincidí con ella, que venía del zoo, que está cerca. ¿Comprenden? -añadió alzando la vista.

Gill Templer no estaba muy segura, pero asintió con la cabeza.

– Continúe -ordenó, pero fue como si su palabra hubiese roto el hechizo porque Marr hizo una pausa para respirar y pareció perder el hilo de lo que explicaba.

– Era… -dijo, abriendo y cerrando la boca sin decir nada. Luego negó con un gesto-. Estoy cansado y quiero irme a casa. Tengo que hablar con Dorothy.

– ¿Está en condiciones de conducir? -preguntó Templer.

– Perfectamente -respondió él con un profundo suspiro, pero al levantar la vista hacia ella las lágrimas bañaban sus ojos-. Dios mío -exclamó-, qué follón he organizado, ¿verdad? Pues lo haría mil veces de nuevo por revivir esos momentos con ella.

– ¿Está ensayando lo que le va a decir a su señora? -preguntó Pryde muy sereno, con lo que Templer advirtió que sólo a ella le había impresionado la historia de Marr.

Como para subrayar su sarcasmo, Pryde emitió un resoplido semejante al estallido de un globo.

– Santo Dios -dijo Marr casi atemorizado-, rezo para no caer nunca en su falta de sensibilidad.

– ¿Insensibilidad? Usted, que durante años se ha estado acostando con la hija de su amigo, comparado conmigo es un jodido armadillo, señor Marr.

Esta vez, Gill Templer tuvo que sacar del cuarto a su colega tirándole del brazo.


* * *

Rebus iba de un lado a otro como un marginado en Saint Leonard, donde todos estaban impacientes, convencidos de que algo averiguarían gracias a la declaración de Marr y de Claire Benzie. Eso desde luego.

– No, si no lo habéis trabajado -musitó Rebus sin que nadie le hiciera caso.

Sacó los ataúdes del cajón y unos papeles, además de un vaso de café que algún perezoso no se había molestado en tirar a la papelera. Se acomodó en el sillón heredado de Watson, dispuso los ataúdes sobre la mesa apartando los papeles y notó que el asesino se le escurría entre los dedos. El problema era que para que le dieran una segunda oportunidad tendría que aparecer otra víctima, y eso no le gustaba. No quería engañarse: las pruebas que tenía pinchadas en la pared no eran pruebas ni nada, sólo un simple conjunto de coincidencias y especulaciones, una sutil maraña tejida casi en el vacío y que al menor soplo se rompería. Sabía que Betty-Anne Jesperson se había escapado con un amante, mientras que Hazel Gibbs había caído borracha al agua en White Cart Water. Tal vez, Paula Gearing había sabido ocultar a todos una depresión y se había metido ella misma en el mar. En cuanto a la colegiala, Caroline Farmer, ¿no habría emprendido una nueva vida en una ciudad inglesa, lejos del triste pueblo de su adolescencia?

¿Qué más daba que alguien hubiese puesto un ataúd cerca de donde habían muerto? Ni siquiera existía la certeza de que fuera la misma persona en todos los casos; sólo contaba con la afirmación del ebanista y por los resultados de las autopsias no había modo de demostrar que se tratara de crímenes…, salvo en el caso del ataúd de Los Saltos. Otra laguna en el esquema, porque Flip Balfour era el primer caso en el que se podía afirmar que había perecido a manos de un agresor.

Se cogió la cabeza con las manos pensando en que le explotaría si no se la sujetaba. Demasiados fantasmas, demasiadas dudas. Demasiado dolor y duelo, pérdidas y sentimientos de culpabilidad. Se hallaba en el mismo estado de desánimo que otras veces lo había llevado, alguna que otra noche, a casa de Conor Leary, pero ya no tenía a quien recurrir.

Fue una voz de hombre la que contestó a su llamada al teléfono de Jean.

No está, lo siento. Últimamente la he visto muy ocupada.

– ¿Tienen mucho trabajo?

No especialmente. Jean debe de andar en uno de sus misteriosos viajes.

– ¡Ah!

El hombre se echó a reír.

No me refiero a un viaje material. Es que de vez en cuando se entrega a algún proyecto personal y ya puede estallar una bomba en el edificio que ella ni se enteraría.

Rebus sonrió pensando en sí mismo. El caso es que Jean no le había explicado que estuviese ocupada en nada aparte de su trabajo normal. Claro que no era asunto suyo.

– ¿Y en qué está trabajando ahora?

Hmm…, vamos a ver…, Burke y Hare, y la época del doctor Knox.

– ¿Los resurreccionistas?

Curioso término, ¿no cree? Realmente no resucitaron a nadie, tal como lo entendería un buen cristiano.

– Cierto.

Aquel hombre le fastidiaba por su manera de hablar y su tono de voz. Le fastidiaba que le estuviera informando tan a la ligera; ni siquiera había preguntado quién llamaba. Si Steve Holly lograba comunicarse con él, seguro que le sacaba cuanto quisiera sobre Jean; dirección y teléfono incluidos.

En realidad, creo que su investigación se centra en ese médico que hizo la autopsia de Burke. ¿Cómo se llamaba…?

Rebus recordó el retrato del Colegio de Médicos.

– Kennet Lovell -contestó.

Eso es -añadió el hombre un tanto sorprendido de que Rebus supiera el nombre-. ¿Colabora usted con ella? Puede dejarme un recado, si quiere.

– ¿Usted no sabrá por casualidad dónde está?

No me tiene al corriente.

«Hace bien», tuvo ganas de contestarle, pero no lo hizo y colgó. Era Devlin quien había hablado de Kennet Lovell a Jean, comentándole su teoría de que el médico depositaba los ataúdes de Arthur's Seat. Estaría, sin duda, investigando aquello. De todos modos, le extrañaba que no le hubiese dicho nada.

Miró a la mesa de enfrente, la que había utilizado Wylie, y vio que estaba llena de documentos. Frunció el entrecejo, se levantó y fue quitando papeles de encima hasta encontrar los informes sobre la autopsia de Hazel Gibbs y Paula Gearing, cuya devolución había encomendado; además, Devlin se lo había recordado en el Bar Oxford y tenía razón porque allí no hacían nada y a lo mejor los extraviaban entre el papeleo generado por el caso Balfour.

Los llevó a su mesa, trasladó su papeleo a la mesa de al lado y volvió a guardar los ataúdes en el último cajón, salvo el de Los Saltos, que guardó en una bolsa. Fue a la fotocopiadora -era el único lugar del departamento en que había papel- y cogió un folio en el que escribió: «QUE ALGUIEN ENVÍE ESTO, POR FAVOR, A LAS SEÑAS INDICADAS. DE PREFERENCIA EL VIERNES. SALUDOS. J. R.».

Miró al aparcamiento y le intrigó ver que no estaba ya el coche de Siobhan, a quien había seguido.

– Ha dicho que iba a Gayfield Square -le aclaró un compañero.

– ¿Cuándo?

– Hará cinco minutos.

Claro, mientras él hablaba por teléfono con el museo.

– Gracias -dijo saliendo sin más a por el coche.

No había un camino rápido para llegar a Gayfield Square y Rebus se tomó algunas libertades en cruces y semáforos. No vio el coche de ella al aparcar, pero la vio dentro, hablando con Grant Hood, quien vestía otro traje nuevo y lucía un bronceado sospechoso.

– ¿Has tomado el sol, Grant? -preguntó Rebus-. Creía que tu despacho en la central no tenía ventana.

Hood se llevó una mano a la mejilla cohibido.

– Algo me habrá dado… Perdón -añadió, fingiendo que veía a alguien-, tengo que irme.

– Este Grant empieza a preocuparme -dijo Rebus.

– ¿Tú qué crees, que es un bronceado de bote o de lámpara?

Rebus se encogió de hombros. Hood volvió la cabeza y, al ver que lo miraban, terció en la conversación de otros dos agentes como si dialogara realmente con ellos. Rebus se sentó a una mesa.

– ¿Alguna novedad? -preguntó.

– Han soltado a Ranald Marr. Lo único que ha declarado es que Flip le preguntó por la clave masónica.

– ¿Y ha explicado por qué nos mintió?

Siobhan se encogió de hombros.

– No lo sé; yo no estaba presente -replicó algo nerviosa.

– ¿Por qué no te sientas?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tienes qué hacer?

– Exacto.

– ¿Qué?

– ¿Cómo?

Rebus repitió la pregunta y ella lo miró fijamente.

– Perdona, pero para estar suspendido de empleo, ¿no pasas demasiado tiempo en comisaría?

– Había olvidado una cosa. -Conforme lo estaba diciendo, advirtió que de verdad había olvidado algo: el ataúd de Los Saltos-. ¿Has olvidado tú también algo, Siobhan?

– ¿Qué, por ejemplo?

– Compartir tus averiguaciones con el resto del equipo.

– No creo.

– ¿Has encontrado algo en la tumba de Francis Finlay?

– John… -dijo ella desviando la mirada-. Tú no trabajas en el caso.

– Tal vez. Tú, por el contrario, sí que trabajas en él, pero descarrilada.

– No tienes ningún derecho a decir eso -replicó ella sin mirarlo.

– Creo que sí.

– Demuéstralo.

– ¡Inspector Rebus!

Era la voz de la autoridad: Colin Carswell a veinte metros, en la puerta.

– Venga un momento, si es tan amable.

– Continuará -dijo Rebus mirando a Siobhan y dirigiéndose a la puerta.

Carswell lo aguardaba en el reducido despacho de Gill Templer, en presencia de ésta, que estaba de pie con los brazos cruzados. Carswell tomó asiento en el nuevo sillón detrás de la mesa y miró consternado el aumento de papeleo generado desde su última visita.

– Bien, inspector Rebus, ¿a qué se debe su visita? -preguntó.

– He venido a coger una cosa.

– Nada contagioso, espero -dijo Carswell con una sonrisita.

– Buena respuesta, señor -replicó Rebus con frialdad.

– John -interrumpió Gill Templer-, tendrías que estar en casa.

Él asintió con la cabeza.

– Pero me cuesta, dadas las novedades. Como la de avisar a Marr de que iban a detenerlo -dijo mirando a Carswell-. Me he enterado, además, de que se le permitió hablar con John Balfour antes del interrogatorio. Una acertada decisión, señor.

– Sus palabras me resbalan, Rebus -replicó Carswell.

– Pues salgamos afuera.

– John… -terció Gill Templer-. Creo que esto no nos lleva a ninguna parte, ¿no te parece?

– Quiero volver a trabajar en el caso.

Carswell lanzó un bufido y Rebus miró a Templer.

– Siobhan está jugando una carta peligrosa. Creo que se ha puesto en contacto con Programador, quizá para encontrarse con él.

– ¿Cómo lo sabes?

– Digamos que es una suposición bien fundamentada -respondió mirando a Carswell-. Antes de que diga alguna gracia sobre que la inteligencia no es mi fuerte, le diré que estoy de acuerdo. Pero en esto creo que no me equivoco.

– ¿Ha enviado alguna otra clave? -preguntó Templer interesada.

– Esta mañana en el cementerio.

– ¿Estaba entre los invitados? -inquirió ella entornando los ojos.

– Pudo dejarla en cualquier momento. El caso es que Siobhan quería verse con él.

– ¿Y?

– Y hace un rato la he visto en la sala de investigación considerándolo.

– Si ha recibido una nueva clave, estará dándole vueltas -dijo Gill Templer asintiendo despacio con la cabeza.

– Un momento, un momento -terció Carswell-. ¿Cómo sabemos que es cierto? ¿Vio que cogía alguna clave?

– La última recibida conducía a una determinada tumba y yo vi que se agachaba ante una lápida…

– ¿Y?

– Pues que creo que en ese momento recogió la otra clave.

– Pero ¿la vio cogerla o no?

– Vi que se agachaba…

– Pero ¿no la vio cogerla?

Al ver que iba a producirse otro enfrentamiento, Gill Templer intervino.

– ¿Por qué no la llamamos y se lo preguntamos? -propuso.

Rebus asintió con la cabeza.

– Voy a buscarla -dijo y, tras una pausa, preguntó-: ¿Da su permiso, señor?

– Vaya usted -repuso Carswell con un suspiro.

Pero Siobhan ya no estaba en la sala de investigación.

Rebus recorrió los pasillos preguntando por ella, y en la máquina de refrescos le dijeron que acababan de verla pasar; apretó el paso y abrió la puerta de la calle. No se la veía afuera ni había rastro de su coche. Pensó que tal vez habría aparcado más lejos y miró a derecha e izquierda. A un lado, la concurrida Leith Walk, y al otro, las calles estrechas del sector este de la ciudad nueva. Si Rebus se dirigía a la ciudad nueva, su piso quedaba a cinco minutos; sin embargo, volvió a entrar en la comisaría.

– Se ha ido -dijo jadeante a Gill Templer al regresar al despacho y ver que Carswell no estaba-. ¿Y el jefe?

– Le han llamado de la central. Creo que quería hablar con él el gran jefe.

– Gill, tenemos que encontrarla. Aquí hay agentes -añadió señalando con la cabeza hacia la sala de investigación- y no hay mucho trabajo.

– De acuerdo, John. La encontraremos; no te preocupes. Tal vez Bain sepa dónde ha ido. Empezaremos por él… -dijo cogiendo el teléfono.

Pero Eric Bain también había desaparecido. Dijeron que estaba en la central, pero no lo localizaban. Mientras, Rebus probó en el número de casa de Siobhan y en su móvil. En la casa le salió el contestador automático y en el móvil dejó un mensaje al responderle con la sintonía de comunicando.

Cuando cinco minutos más tarde, dirigiéndose a pie a casa de Siobhan, volvió a probar en el móvil, seguía comunicando. Pulsó el portero automático, pero no contestaba. Cruzó a la acera de enfrente y miró hacia la ventana tanto rato que los peatones comenzaron también a alzar la vista intrigados. Vio que el coche no estaba aparcado allí y comprobó que en las calles adyacentes tampoco.

Gill Templer, por su parte, había cursado un mensaje a través del busca de Siobhan para que llamase urgentemente, pero Rebus insistió más y finalmente decidió que salieran patrullas a localizar el coche.

Mientras miraba la casa desde enfrente, Rebus pensó que podía estar en cualquier sitio, no sólo en Edimburgo. Programador la había hecho ir al monte aquel y a la iglesia de Rosslyn y no podía saberse el lugar que habría escogido para la cita. Cuanto más lejos, más peligro corría Siobhan. Le daban ganas de propinarse puñetazos por no haberla arrastrado al despacho del jefe para que no se marchase. Volvió a probar en el móvil y seguía comunicando. Nadie hace una llamada tan larga -y tan cara- con el móvil. De pronto comprendió lo que sucedía: tenía el móvil conectado al portátil de Grant Hood y estaría avisando a Programador que iba camino de la cita.


* * *

Siobhan aparcó el coche. Faltaban dos horas para el encuentro con Programador. Sabía que hasta ese momento tenía que pasar inadvertida, pues por el aviso de Gill Templer en el busca sabía que Rebus se lo había contado todo y que si no cumplía las órdenes de ella tendría que dar explicaciones.

¿Explicaciones? Ni ella misma se explicaba lo que estaba haciendo. Sólo sabía que seguía un juego -y no un simple juego, sino algo que podía ser mucho más peligroso- y que era incapaz de dejarlo. Programador, quienquiera que fuese, hombre o mujer, la tenía atrapada hasta el punto de que no podía pensar en otra cosa. Echaba de menos las claves y sus mensajes y estaba deseando recibir más. Pero quería, además, saber lo máximo posible sobre Programador y el juego. Oclusión la había impresionado porque significaba que Programador tenía que haberse imaginado que iba a acudir al cementerio y que la clave comenzaría a tener sentido para ella cuando se hallase ante la tumba de Flip. Oclusión, claro. Lo cierto es que había sentido que el vocablo también era aplicable a ella, porque se sentía envuelta por el juego, atada a él e identificada con su creador y, al mismo tiempo, se sentía casi asfixiada por él. ¿Estaba Programador en el entierro? ¿Habría él -o ella, como sugería Bain- visto cómo cogía la nota? A ver si es que…, sintió escalofríos sólo de pensarlo. Pero no, el entierro había aparecido anunciado en los periódicos y Programador se habría enterado quizá por eso; además, era el cementerio más cercano a la casa de los Balfour y existían muchas posibilidades de que a Flip la enterrasen allí.

Pero todo ello no justificaba que estuviera haciendo lo que hacía, exponiéndose sola tontamente. Era la clase de tontería por la que ella regañaba a Rebus. Quizá fuese Grant quien la había impulsado a ello. Grant, el incondicional compañero de juego, con sus trajes y su bronceado y su fotogenia en televisión; el flamante relaciones públicas.

Un juego al que ella sabía que no quería jugar.

Que se había pasado de la raya muchas veces lo sabía, pero siempre había vuelto atrás; había infringido un par de reglas, pero nada importante, nada que amenazase su carrera. Siempre había vuelto al redil y no era una oveja negra nata como le parecía que era John Rebus; pero ahora se daba cuenta de que le complacía más estar en ese mismo terreno que convertirse en un Grant o un Derek Linford que sólo iban a lo suyo, haciendo lo que fuese por estar a buenas con los importantes, con gente como Colin Carswell.

Hubo un tiempo en que pensó que quizá podría aprender de Gill Templer, pero Templer se había vuelto como los demás. Tenía sus propios intereses y los defendía a toda costa. Para mantenerse en el cargo tenía que adoptar los peores atributos de alguien como Carswell y guardarse bien profundamente sus propios sentimientos.

Si ascender en el escalafón significaba renunciar a parte de uno mismo, a ella eso no le gustaba. Se percató perfectamente en la cena en Hadrian's cuando Templer le había insinuado algo sobre su futuro.

Quizás era eso lo que estaba haciendo ahora: arriesgarse sola por demostrarse algo a sí misma. Sí, a lo mejor no era estrictamente por el juego ni por Programador, sino por ella misma.

«Aceptada cita. Allí nos veremos. Siobhan.»

Después de enviar el mensaje, cerró el ordenador y desconectó el teléfono; de todos modos, tenía que recargar la batería. Los puso debajo del asiento para que no se viesen desde fuera, bajó del coche, cerró bien todas las puertas y comprobó si parpadeaba la lucecita de la alarma.

Faltaba algo menos de dos horas. Tenía tiempo de sobra.


* * *

Jean Burchill llamó al profesor Devlin, pero no contestaba al teléfono y, por ello, decidió escribirle una nota en la que le pedía que se pusiera en contacto con ella, y decidió entregársela en mano. Por el camino, en el taxi, se dijo que no era un asunto tan urgente y pensó que debía de ser consecuencia de que estaba deseando deshacerse de Kennet Lovell; le estaba dedicando demasiado tiempo y hasta lo había visto la noche anterior en sueños desollando cadáveres, bajo cuya piel aparecía madera pulimentada, entre aplausos de los colegas médicos que asistían a la autopsia, convirtiéndose la escena finalmente en una especie de espectáculo teatral.

Si quería avanzar en la investigación sobre Lovell, necesitaba pruebas de su afición a los trabajos con madera, porque de no encontrarlas estaría en un callejón sin salida. Pagó al taxista y permaneció ante la casa del profesor con la nota en la mano. Vio que no había buzones fuera y pensó que cada piso tendría el suyo y el cartero entraría a base de pulsar botones hasta que alguien abriera; pensó en echar la nota por debajo de la puerta, pero temió que se quedara en el suelo sin que nadie la recogiera, mezclada con la publicidad y la propaganda. No. Comprobó los botones y vio que había uno a nombre de D. Devlin, que pulsó pensando que tal vez habría regresado. No contestaban; miró los otros sin saber cuál tocar, cuando oyó un chasquido en el intercomunicador y una voz que decía:

– ¿Sí?

– ¿Doctor Devlin? Soy Jean Burchill, del museo. Podría hablar un momento…

¿Señorita Burchill? Qué sorpresa.

– Le he telefoneado…

Vio la señal de puerta abierta.

Devlin la aguardaba en el descansillo. Llevaba una camisa blanca remangada y pantalones con tirantes.

– Vaya, vaya -dijo tendiéndole la mano.

– Perdone que lo moleste tan de improviso.

– Ni mucho menos, joven. Pase, pase. Me temo que esto esté un poco… -dijo franqueándole la entrada al cuarto de estar, lleno de cajas y libros-. Separo el trigo de la paja -añadió.

Ella cogió un estuche, lo abrió y vio que contenía instrumental quirúrgico antiguo.

– ¿No irá a tirarlo? Esto, a lo mejor, le podría interesar al museo.

Él asintió con la cabeza.

– Estoy en contacto con el administrador del Colegio de Médicos y me ha dicho que es posible que incorporen una o dos piezas a su colección.

– ¿Con el mayor Cawdor?

– ¿Lo conoce? -inquirió Devlin enarcando las cejas.

– Estuve hablando con él sobre el retrato de Kennet Lovell.

– ¿Así que se ha tomado en serio mi teoría?

– Consideré que era interesante verificarla.

– Excelente -dijo Devlin juntando las manos-. ¿Y qué ha averiguado?

– No mucho. Eso es precisamente lo que me trae aquí, pues no he logrado encontrar en la literatura referencias a su afición a la carpintería.

– Oh, sí que está referenciado, se lo aseguro. Yo lo leí, pero hace muchos años, claro.

– Lo leyó, ¿dónde?

– En alguna monografía o en una tesina…, no recuerdo. Tal vez en una tesis universitaria.

Jean Burchill asintió despacio con la cabeza. Si se trataba de una tesis, únicamente existiría copia en la biblioteca de la universidad.

– Debí figurármelo -dijo.

– Pero ¿verdad que era un personaje notable? -preguntó Devlin.

– Sí, tuvo una vida muy completa…, a diferencia de sus esposas.

– ¿Ha estado en la tumba? -Sonrió por la simpleza de su pregunta-. Sí, claro. Y ha tomado nota de sus matrimonios. ¿Qué cree usted al respecto?

– Al principio, no pensé nada…, pero luego, reflexionando…

– ¿Comenzó a preguntarse si no habrían sido ayudadas en el viaje final? -dijo, y sonrió otra vez-. Es evidente, ¿verdad?

Jean Burchill notó que el cuarto olía a sudor rancio y vio que la transpiración bañaba la frente del profesor, cuyas gafas estaban empañadas. Le sorprendía que pudiera ver con ellas.

– ¿Quién mejor que un anatomista para cometer asesinatos impunemente? -dijo el anciano.

– ¿Usted cree que las asesinó?

El profesor negó con la cabeza.

– No podría determinarse al cabo de tantos años. Es simple suposición.

– Pero ¿por qué iba a hacerlo?

Devlin alzó los hombros tensando los tirantes.

– ¿Porque estaba en su mano…? ¿Usted qué cree?

– Yo, lo que he pensado es que era muy joven cuando asistió a la autopsia de Burke; joven e impresionable, y quizá fuera eso lo que lo impulsó a marcharse a África.

– Donde sólo Dios sabe los horrores que vería -añadió Devlin.

– Algo podría averiguarse a través de su correspondencia.

– Ah, ¿las cartas entre él y el reverendo Kirkpatrick?

– ¿Usted no sabrá por casualidad dónde se conservan…?

– Me apostaría algo a que se han perdido. Las tiraría al fuego cualquier descendiente del pastor.

– Y veo que usted va a hacer algo parecido.

Devlin miró el revoltijo de cajas.

– Pues sí -dijo-. Selecciono para la historia las que podrían llamarse mis modestas aportaciones.

Jean Burchill cogió una foto. Era una mujer de mediana edad vestida como de gala.

– ¿Es su esposa? -pregunto.

– Mi querida Anne. Falleció en la primavera de 1972. Por causas naturales, desde luego.

– ¿Por qué esa puntualización? -replicó ella mirándolo.

– Lo era todo para mí -dijo Devlin poniéndose serio-, más que todo… -añadió juntando las manos-. Pero ¿en qué estaré pensando, que no le ofrezco nada? ¿Un té, quizás?

– Un té; estupendo.

– No puedo prometerle que sea estupendo tratándose de bolsitas -dijo él con sonrisa taimada.

– Luego podría usted enseñarme la mesa de Kennet Lovell.

– Naturalmente. Está en el comedor. Se la compré a un anticuario de prestigio, aunque tengo que reconocer que no me garantizó su procedencia, caveat emptor, como dicen, pero me convenció y yo estaba bien predispuesto. -Se había quitado las gafas para limpiarlas con el pañuelo y al ponérselas de nuevo fue como si sus ojos se agrandaran-. Té -repitió dirigiéndose al pasillo seguido por ella.

– ¿Hace mucho que vive aquí? -preguntó Jean Burchill.

– Desde que murió Anne. Es una casa llena de recuerdos para mí.

– ¿Desde hace treinta años?

– Casi -contestó desde la cocina-. Tardaré un minuto -añadió.

– Muy bien -dijo ella regresando al cuarto de estar.

La esposa había muerto en el verano de 1972… Al pasar frente a una puerta abierta vio que era el comedor y que la famosa mesa casi llenaba el espacio. Encima de ella había un rompecabezas terminado. No, le faltaba una pieza. Era una vista aérea de Edimburgo. La mesa era sencilla. Entró en el cuarto y miró su superficie de madera pulida; tenía patas robustas sin florituras ni adornos. Una mesa utilitaria, pensó. Completar aquel rompecabezas debía de llevar horas…, días.

Se agachó al ver la pieza caída, casi tapada por una pata, y cuando la recogía advirtió que la mesa tenía por debajo un compartimento secreto: en la conjunción de las dos hojas había un hueco que alojaba un cajoncito. Ella lo había visto antes en ciertos modelos de mesa parecidos, pero nunca tan antiguos como del siglo XIX, y pensó si no le habrían vendido al profesor Devlin un mueble posterior a la época de Lovell… Se agachó más para abrir el cajoncito. Se resistía; ya estaba a punto de desistir cuando sonó un clic y se abrió revelando su contenido:

Un cepillo de carpintero, un cartabón y formones.

Una sierrecita y clavos.

«Herramientas de carpintero.»

Al levantar la vista vio que entraba Devlin.

– Ah, la pieza que faltaba -dijo él a guisa de explicación…


* * *

Ellen Wylie escuchó los informes sobre el entierro y cómo Ranald Marr se había presentado de pronto para abrazar a John Balfour. En Gayfield Square decía ahora que lo habían estado interrogando pero que después lo habían dejado en libertad.

– Es un chanchullo -repuso Shug Davidson-. Alguien ha movido los hilos.

No la había mirado al decirlo, pero no había necesidad; porque los dos sabían lo que era. ¿No era mover los hilos lo que ella había hecho con Steve Holly? Sí, pero el titiritero era el periodista. El discurso de Carswell le había llegado al alma. Cuando los convocaron pensó que su silencio la delataría, pero al ver que Rebus cargaba con la responsabilidad, eso le había hecho sentirse aún peor.

Shug Davidson lo sabía y, aunque compañero suyo, era a la vez amigo de Rebus desde hacía tiempo. Ahora, siempre que él hacía una observación, ella le daba vueltas buscando posibles alusiones. Ya no podía concentrarse; su propia comisaría, tan acogedora para ella, se había convertido en un lugar inhóspito y ajeno.

Por eso había vuelto a Saint Leonard; en Investigación Criminal no había nadie. De una percha colgaba una bolsa de trajes, prueba de que un oficial al menos había ido al funeral, y volvió allí a cambiarse. Pensó si sería Rebus, pero no estaba segura. Junto a su mesa tenía una bolsa de plástico con uno de los ataúdes. Tanto trabajo para no conseguir nada… Había puesto en su mesa los informes sobre las autopsias para remitirlos a una dirección; cogió la nota de Rebus, se sentó en su sillón y casi inconscientemente desató la cinta que ataba el legajo, abrió el primer expediente y comenzó a leer.

Ya lo había hecho, por supuesto; es decir, lo había hecho el profesor Devlin mientras ella, a su lado, tomaba notas. Había sido un trabajo lento, pero ahora se daba cuenta de que le había gustado por la idea de que quizás aquellos folios mecanografiados podían demostrar algo oculto; por el interés de trabajar en algo hipotético tan distinto de la investigación real; hasta el propio Rebus se había motivado como el que más, mordisqueando el bolígrafo, arrugando la frente o estirándose de pronto para relajar la tensión del cuello. Tenía fama de solitario; sin embargo, no le había importado delegar funciones, compartir su trabajo con ella. Ella, que le había reprochado que la compadeciera; pero no, es que él tenía complejo de mártir, y le daba resultado y a los demás les venía bien.

Mientras hojeaba los informes comprendió a lo que había ido en definitiva: a disculparse con Rebus de un modo aceptable. En ese momento alzó la vista y vio que lo tenía a tres metros de ella, observándola desde la puerta.

– ¿Lleva mucho rato ahí? -preguntó al tiempo que dos hojas se le escapaban de la mano.

– ¿Qué haces?

– Nada -respondió ella recogiendo las hojas-. Estaba…, no sé, dando un último repaso antes de devolverlas al archivo. ¿Qué tal en el entierro?

– Todos los entierros son iguales.

– Me han dicho que apareció Marr por allí.

Rebus asintió con la cabeza y entró en la sala.

– ¿Qué sucede? -preguntó ella.

– Esperaba encontrar aquí a Siobhan -respondió él acercándose a la mesa de ésta a ver si había algún indicio, algo, lo que fuese.

– Yo quería verlo -dijo Wylie.

– Ah -exclamó él apartándose de la mesa de Siobhan-. ¿Cómo es eso?

– Pues para darle las gracias.

Sus miradas se cruzaron en silencio.

– No tiene importancia, Ellen -repuso Rebus-. De verdad.

– Pero le he causado problemas.

– No, me los he buscado yo, y quizá para ti haya sido peor porque si yo me hubiera callado creo que lo habrías confesado.

– Tal vez -dijo ella-. Pero podría haber confesado igualmente.

– Yo te lo puse más difícil, y lo siento.

Wylie contuvo una sonrisa.

– Usted siempre invirtiendo la situación. Se supone que soy yo quien tiene que disculparse.

– Es verdad; no puedo evitarlo.

En la mesa de Siobhan no veía nada que le sirviera de pista.

– Bueno, ¿qué hago ahora? -preguntó ella-. ¿Voy y se lo explico a la comisaria Templer?

Rebus asintió con la cabeza.

– Si es lo que deseas… Claro que podrías callarte.

– ¿Y dejarle cargar con las consecuencias?

– A lo mejor me gusta. -En ese momento sonó el teléfono y él lo cogió precipitadamente-. Diga -dijo, y su expresión se relajó-. No, no está aquí. ¿Quiere dejar…? -Colgó-. Preguntaban por Silvers pero no han dejado recado.

– ¿Espera una llamada?

Rebus se pasó la mano por la barba.

– Siobhan anda por ahí.

– ¿Cómo, por ahí?

Rebus se lo explicó y cuando terminó comenzó a sonar el teléfono de otra mesa. Lo cogió; era otro recado y se dispuso a tomar nota.

– Sí, sí -dijo-, se lo dejo en la mesa, pero no sé si él pasará por aquí.

Mientras Rebus seguía al teléfono, Ellen Wylie continuó hojeando las autopsias y cuando él colgó vio que aproximaba la cara a uno de los folios como tratando de leer algo.

– Sí que tiene llamadas hoy Silvers -dijo Rebus al dejar una nota en la mesa del agente-. ¿Qué sucede?

Wylie señaló con el dedo la parte inferior del folio.

– ¿Puede leer esta firma?

– ¿Cuál?

Al final del informe de la autopsia había dos firmas con la fecha «26 de abril de 1982». Hazel Gibbs, la presunta víctima de Glasgow, había muerto el viernes anterior. Acompañaba a la primera firma la mención de «Patólogo suplente», y a la segunda la de «Patólogo jefe» y «Ciudad de Glasgow» no menos borroso.

– No estoy seguro -dijo Rebus escudriñando el garabato-. En la portada tienen que figurar los nombres.

– Eso es lo raro -repuso Wylie-, que no hay portada -añadió volviendo hojas hacia atrás para demostrárselo.

Rebus dio la vuelta a la mesa, se puso a su lado y se inclinó un poco más.

– A lo mejor no están en orden las hojas -dijo.

– Puede ser -asintió ella repasándolas-, pero no creo.

– ¿La tenía cuando recibimos los informes?

– No lo sé. El profesor Devlin no dijo nada.

– Creo que el patólogo jefe de Glasgow en aquella fecha era Ewan Stewart.

Wylie volvió a la página de las firmas.

– Sí -dijo-, exacto. Pero es la otra la que me interesa.

– ¿Por qué?

– Bueno, porque no sé si es que es cosa mía, pero si cierra usted los ojos un instante y vuelve a mirar, ¿no le parece que pone Donald Devlin?

– ¿Qué? -exclamó Rebus volviendo a mirar-. En aquella fecha, Devlin estaba en Edimburgo… -añadió; pero su voz bajó de tono al ver la anotación de «suplente»-. ¿Has examinado el informe?

– Lo examinó Devlin; yo hice más bien de secretaria, ¿recuerda?

Rebus se llevó la mano a la nuca y se frotó los músculos craneales.

– No lo entiendo -dijo-. ¿Por qué no diría Devlin…? -Cogió el teléfono, marcó el 9 y a continuación un número-: Con el profesor Gates, por favor. Es urgente. Soy el inspector Rebus. -Se hizo una pausa mientras la secretaria pasaba la comunicación-. ¿Sandy? Sí, ya sé que siempre digo que es urgente, pero esta vez creo que no me alejo de la verdad. Creo que en abril de 1982 Donald Devlin asistió a una autopsia en Glasgow. ¿Es posible? -Volvió a escuchar-. No, Sandy, ochenta y dos. Sí, en abril -asintió con la cabeza mirando a Wylie y comenzó a resumirle lo que le decían-: La crisis de Glasgow…, falta de personal…, la oportunidad para ti de optar a la jefatura aquí. Aja. Sandy, ¿todo eso equivale a decir que Devlin estuvo en Glasgow en abril de 1982? Gracias. Luego te llamo -añadió colgando de golpe-. Donald Devlin estaba allí.

– No lo entiendo -repuso Wylie-. ¿Por qué no lo dijo?

Rebus comenzó a pasar páginas del informe de Nairn. No, allí no había ningún patólogo que fuese Donald Devlin. De todos modos…

– No quería que nos enterásemos -dijo como respuesta a la pregunta de Wylie-. Quizá por eso arrancó la portada.

– Pero ¿por qué?

Rebus pensó a toda velocidad: Devlin había vuelto al bar Oxford ansioso por saber si habían devuelto las autopsias al archivo… El ataúd de Glasgow hecho con madera de balsa más basta que la de los otros, una solución improvisada si no se dispone del proveedor de costumbre, o de las herramientas habituales… El interés de Devlin por el doctor Kennet Lovell y por los ataúdes de Arthur's Seat…

«¡Jean!»

– Me da muy mala espina -dijo Wylie.

– Yo siempre me he distinguido por confiar en la intuición femenina… -Pero no era precisamente lo que había hecho ante el desagrado que Devlin provocaba en ella-. ¿Vamos en tu coche o en el mío? -preguntó.


* * *

Jean Burchill se levantó del suelo. Donald Devlin seguía en el marco de la puerta mirándola con ojos glaciales como el mar del Norte y unas pupilas diminutas como dos puntos.

– ¿Son suyas las herramientas, profesor? -preguntó ella.

– Pues de Kennet Lovell no son, ¿verdad, querida señora?

– Tengo que irme -dijo Jean tragando saliva.

– Creo que no voy a permitírselo.

– ¿Por qué?

– Porque creo que lo sabe.

– Sé ¿qué? -replicó ella mirando a su alrededor sin lograr ver nada que pudiera servirle.

– Sabe que yo dejé los ataúdes -contestó el anciano-. Lo leo en sus ojos. No finja.

– El primero fue después de morir su esposa, ¿verdad? Mató a esa pobre chica en Dunfermline.

– No es cierto -replicó él alzando un dedo-. Simplemente leí en el periódico que había desaparecido y fui allí a dejar una señal, un memento morí. Después hubo otras… A saber lo que les sucedería. -Dio un paso dentro de la habitación-. Entiéndalo, mi dolor por la pérdida tardó un tiempo en transformarse en otra cosa -añadió con una sonrisa temblorosa de sus labios brillantes de saliva-. A Anne le fue arrebatada la vida…, después de meses de agonía. No era justo; no había motivo ni culpable… Con tantos cadáveres como yo había examinado…, más los de después de su muerte…, al final quise que los acompañase algo de sufrimiento -dijo acariciando el borde de la mesa-. No debí mencionar a Kennet Lovell porque era lógico que una buena historiadora se interesase por mi teoría y descubriese inquietantes paralelismos entre el pasado y el presente, ¿no es cierto, señorita Burchill? Fue usted la única que estableció la relación de todos esos ataúdes durante años…

Jean hacía cuanto podía por controlar la respiración y en un momento dado consideró que tenía fuerzas para apartarse de la mesa.

– Lo que no entiendo -dijo ya sin apoyarse en ella- es que usted, que colaboraba en la investigación…

– La entorpecía, más bien. ¿Cómo iba a resistir la tentación? Al fin y al cabo, yo también investigaba vigilando a los demás…

– ¿Mató usted a Philippa Balfour?

– Ni mucho menos -respondió Devlin con gesto de repulsa.

– Pero dejó el ataúd…

– ¡Le digo que no! -exclamó irritado.

– Entonces, el último fue hace cinco años…

Avanzó un paso más hacia ella y Jean creyó que sonaba en alguna parte una musiquilla, pero advirtió que era él que tarareaba algo.

– ¿Conoce la canción? -preguntó, con las comisuras de los labios salpicadas de saliva blanca-. Swing Low, Sweet Chariot. El organista la tocó en el funeral de Anne -añadió inclinando levemente la cabeza y sonriendo-. Dígame, señorita Burchill, ¿qué hará cuando no oiga el sonido del carro?

Jean se agachó a coger un formón de aquéllos, pero él intentó apartarla tirándole del pelo; ella gritó tanteando por asir el mango frío del arma, notando que el corazón le saltaba en el pecho y perdía el equilibrio, pero antes de caer al suelo él le clavó el formón en el tobillo sin inmutarse. Volvió a clavárselo cuando la arrastraba hacia la puerta, pero ella logró incorporarse a medias y le dio un empujón, con lo que los dos fueron a chocar con la puerta entreabierta y cayeron en el vestíbulo. Se le había escapado de la mano el formón y estaba a gatas tratando de recuperarlo cuando sintió un golpe que le hizo ver las estrellas y le nubló la vista; le pareció que las espirales de la alfombra formaban un prado de interrogantes.

Era absurdo encontrarse en aquella situación, pensó. Tenía que incorporarse y defenderse. Era un viejo loco… Un nuevo golpe la hizo estremecerse. Vio el formón a sólo tres metros de la puerta cuando Devlin la agarró de las piernas y comenzó a arrastrarla hacia el cuarto de estar. La sujetaba de los tobillos como un torniquete. «Dios mío, Dios mío, Dios mío…», pensó. Buscaba con manos temblorosas algo a lo que agarrarse, algo con que defenderse. Volvió a gritar. Sentía la sangre atronándole en los oídos y no sabía si gritaba fuerte o no. A Devlin se le había desprendido un tirante y se le salían los faldones de la camisa. No, no…, no era posible. John no se lo perdonaría jamás…


* * *

La zona entre Canonmills e Inverleith era una ruta bastante fácil y sin complicaciones por tratarse de un barrio acomodado donde no había bloques de pisos. El coche patrulla hacía siempre una parada en la puerta del Botánico, frente al parque de Inverleith. Arboretum Place era una calle de dos direcciones con poco tráfico, perfecta para el descanso a mitad de turno. Era el agente Anthony Thompson quien siempre llevaba el termo de té y su compañero Kenny Milland, las galletas de chocolate, de una marca u otra.

– Fantástico -exclamó Thompson, aunque se contradijese con lo que le decía aquel dolor difuso en una muela siempre que entraba en contacto con el azúcar. No había vuelto a pasar por el dentista desde la Copa Mundial de Fútbol de 1994 y no le entusiasmaba la idea de volver.

Milland tomaba el té con azúcar y Thompson no. Por eso, Milland siempre llevaba su cucharilla y un par de bolsitas de plástico que compraba en una cadena de hamburgueserías en la que trabajaba su hijo mayor. No es que fuera un trabajo estupendo, pero tenía sus incentivos y Jason contaba con posibilidades de ascenso.

A Thompson le gustaban todas las películas norteamericanas de policías, desde Harry el Sucio hasta Seven, y cuando se tomaban el descanso fantaseaba a veces que aparcaban junto a un quiosco de donuts un día de clima tropical deslumbrante, pero recibían por radio orden de olvidarse del café y salir a toda pastilla en persecución de unos atracadores de banco o de unos criminales del hampa.

Pero en Edimburgo no había esa suerte. Un par de tiroteos en bares, niños que robaban coches (uno de ellos, hijo de un amigo suyo) y un cadáver en un contenedor de basuras eran todas las acciones relevantes en que había intervenido él en los veinte años que llevaba en el cuerpo. Por eso, cuando sonó la radio dando los datos de un coche y su conductor, a Anthony Thompson le costó reaccionar.

– Oye, Kenny, ¿no es ésa la matrícula?

Milland se volvió a mirar por la ventanilla un coche que estaba aparcado allí mismo.

– No lo sé. La verdad es que no presté atención, Tony -respondió dando otro mordisco a la galleta.

Pero Thompson cogió el micrófono y pidió que les repitiesen la matrícula. Tras lo cual abrió la puerta, dio la vuelta al coche patrulla y miró la parte delantera del vehículo en cuestión.

– Lo teníamos aparcado en nuestras propias narices -dijo antes de coger de nuevo el micrófono.


* * *

Al recibir el mensaje, Gill Templer envió a la zona media docena de agentes del caso Balfour y acto seguido se puso al habla con el agente Thompson.

– Thompson, ¿qué cree, que está en el Botánico o en el parque de Inverleith?

– ¿Dice usted que va a una cita?

– Eso parece.

– Mire, el parque es un simple espacio llano en el que se ve bien a la gente. El Botánico tiene rincones y recovecos en donde puede uno sentarse a charlar.

– ¿Usted cree que estará en el Botánico?

– El caso es que no falta mucho para la hora de cierre…, así que tal vez no.

– Muchas gracias por la información -dijo Templer con un suspiro.

– El Botánico es muy grande, señora. ¿Por qué no envía allí a los agentes con apoyo de varios de uniforme? Mientras, mi compañero y yo podemos mirar en el parque.

Gill Templer consideró la sugerencia. No quería espantar a Programador… ni a Siobhan Clarke. Los quería ver a los dos en Gayfield Square. Los agentes que había enviado, de lejos podían pasar por paisanos, pero los de uniforme, por supuesto que no.

– No -respondió-. No hace falta. Empezaremos por el Botánico. No se muevan de ahí por si vuelve al coche.


* * *

En el coche patrulla, Milland se encogió resignadamente de hombros.

– Tú ya has cumplido, Tony -dijo acabando las galletas y haciendo una bola con el envoltorio.

Thompson no respondió nada. Se le había pasado la ilusión.

– O sea, que tenemos que estarnos aquí. ¿Queda té? -preguntó su compañero tendiéndole el vaso.


* * *

En el café Du Thé no se decía té, sino «infusión de hierbas», de grosella y ginseng, para ser más precisos. A Siobhan le gustó el sabor aunque estuvo tentada de añadirle un poco de leche para suavizarlo. Se tomó la infusión y un trocito de tarta de zanahoria. Había comprado un periódico de la noche en un quiosco cercano y en la página tres aparecía una foto del féretro de Flip portado a hombros a la salida de la iglesia. Había fotos más pequeñas de los padres y de un par de famosos que a ella le habían pasado inadvertidos.

Eso fue después de un paseo por el Botánico, que no había pensado cruzar; sin embargo, sin darse cuenta se vio en la puerta este, junto a Inverleith Row. A la derecha había cafés y tiendas en dirección a Canonmills. Como tenía tiempo por delante consideró ir a buscar el coche, pero pensó que era mejor dejarlo donde estaba, pues no sabía cómo estaría el aparcamiento en el lugar al que se dirigía. En aquel momento recordó que había dejado el teléfono debajo del asiento, pero ya era demasiado tarde; si cruzaba otra vez el Botánico y volvía allí con el coche o a pie, llegaría tarde a la cita y no sabía la paciencia que tendría Programador.

Una vez tomada la decisión, dejó el periódico en el café y volvió hacia el Botánico, pero simplemente para pasar ante la entrada andando por Inverleith Row, donde, justo antes del campo de rugby de Goldenacre, dobló a la derecha y continuó por un camino que se convertía en una especie de pista. Ya empezaba a anochecer cuando dobló una esquina y se acercó a las puertas del cementerio de Warriston.


* * *

Nadie respondía en el portero automático de Donald Devlin y Rebus pulsó otros botones hasta que alguien contestó. Se identificó y le abrieron. Tras él entró Ellen Wylie, quien lo adelantó en la escalera y fue la primera en llegar a la puerta del piso de Devlin, a la que llamó con los puños, a puntapiés, tocando el timbre y haciendo sonar el buzón.

– Nada -dijo.

Rebus, que llegó jadeante, se agachó ante el buzón y levantó la visera.

– Profesor Devlin -gritó-. Soy John Rebus. Tengo que hablar con usted.

En el descansillo de abajo se abrió una puerta por la que asomó una cabeza.

– No pasa nada -dijo Wylie-. Somos policías.

– ¡Ssh! -exclamó Rebus acercando el oído al buzón.

– ¿Qué sucede? -musitó Wylie.

– Oigo algo… -Era un ruido parecido al maullido de un gato-. Devlin no tenía perro ni gato, ¿verdad?

– No me consta.

Rebus volvió a mirar por la rendija del buzón. El vestíbulo estaba vacío y veía al fondo la puerta del cuarto de estar entreabierta; pensó que estarían echadas las cortinas porque no veía su interior. En ese preciso momento abrió desmesuradamente los ojos.

– ¡Santo Dios! -exclamó levantándose, retrocediendo unos pasos y pegando una patada a la puerta y luego otra.

Se oyó crujir la madera, pero no cedía. Cargó contra ella con el hombro, pero nada.

– ¿Qué sucede? -preguntó Wylie.

– Hay alguien dentro.

Iba a lanzar una nueva carga contra la puerta, pero Wylie lo retuvo.

– Los dos a la vez -dijo.

Es lo que hicieron: contaron hasta tres y se lanzaron los dos al mismo tiempo contra la puerta. Se oyó crujir el marco, que al segundo asalto se rompió, y la puerta se abrió de golpe haciendo que Wylie aterrizase a cuatro patas. Al levantar la vista, vio lo que Rebus había atisbado: casi a ras del suelo una mano tanteaba la puerta del cuarto de estar, intentando abrirla.

Rebus entró corriendo y la abrió de par en par. Allí estaba Jean, llena de magulladuras con la cara cubierta de sangre y de moco y el pelo alborotado y empapado también, de sudor y sangre. Tenía un ojo amoratado que no podía abrir y de la boca le brotaba saliva rosa al respirar.

– Santo Dios -exclamó Rebus arrodillándose a su lado y estudiando las lesiones. No quería tocarla por temor a que tuviera alguna fractura.

Wylie, qué había entrado también, contempló la escena. El suelo estaba lleno de objetos y había rastros de sangre por donde Jean Burchill se había arrastrado hasta la puerta.

– Pide una ambulancia -dijo Rebus con voz temblorosa, y añadió-: Jean, ¿qué te ha hecho?

Vio cómo su ojo sano se llenaba de lágrimas.

Mientras hacía la llamada, a Wylie le pareció oír ruido en el vestíbulo; tal vez, el vecino alarmado que curioseaba. Asomó la cabeza, pero no vio nada. Dio la dirección y antes de cortar la comunicación repitió que era urgente. Rebus acercó el oído al rostro de Jean y Wylie comprendió que ella trataba de decirle algo. Tenía los labios hinchados y algunos dientes sueltos.

Rebus miró a Wylie con ojos muy abiertos.

– Dice que si lo hemos cogido.

Wylie comprendió de inmediato y fue corriendo a la ventana a descorrer las cortinas. Donald Devlin, cojeando, cruzaba la calle a toda prisa con el brazo izquierdo estirado y la mano ensangrentada.

– ¡Cabrón! -exclamó Wylie echando a correr hacia la puerta.

– ¡No! -vociferó Rebus incorporándose-. ¡Déjamelo a mí!

Bajó los escalones de dos en dos figurándose que Devlin debía de haberse escondido en una habitación esperando a que entrasen en el cuarto de estar para escurrirse del piso. Lo habían sorprendido en plena acción. No quería ni pensar qué habría sido de Jean si no hubieran…

Cuando llegó a la calle no vio al viejo, pero el rastro de sangre era muy evidente. Lo vio cruzar Howe Street en dirección a Saint Stephen Street. Rebus fue ganando terreno hasta que le falló un pie al pisar un bache y se torció el tobillo. Devlin tendría más de setenta años, pero eso no quería decir nada porque le movía la voluntad del poseso. No era la primera vez que Rebus veía algo así durante una persecución. La adrenalina y la desesperación eran una mezcla explosiva.

Pero el rastro de sangre volvió a indicarle el camino. Rebus continuó, ya más despacio para no forzar el tobillo, mientras revivía mentalmente la escena de Jean en el suelo del piso de Devlin. Marcó un número en el móvil, pero se equivocó y tuvo que repetirlo. En cuanto contestaron pidió ayuda a gritos.

– Dejaré la línea abierta -dijo. Así podía hacerles saber si Devlin de pronto tomaba un taxi o subía a un autobús.

Volvió a divisar a Devlin dando la vuelta en la esquina de Kerr Street, pero al llegar allí ya no se le veía. Tenía ante él Deanhaugh Street y Raeburn Place llenas de peatones y tráfico: la hora punta de vuelta a casa. Con tanta gente era difícil seguir la huella. Cruzó por el semáforo y se vio en el puente que salvaba el pequeño río de Leith. Devlin podía haber tomado diversos caminos y no encontraba ninguna huella. ¿Habría cruzado hacia Saunders Street, o habría vuelto hasta Hamilton Place? Apoyó el codo en la barandilla para no cargar el peso sobre el tobillo y miró la perezosa corriente de agua.

Allí estaba: se dirigía por el sendero de la orilla hacia Leith.

Cogió el móvil y comunicó su posición, momento en que Devlin miró hacia atrás y, al verlo, apretó el paso; pero de pronto aminoró la marcha, se detuvo y un grupo de gente que venía en dirección opuesta se apartó del sendero para esquivarlo. Se le acercó un hombre a prestarle ayuda, pero Devlin lo rechazó con gesto destemplado al tiempo que se daba la vuelta y vio que Rebus en aquel momento llegaba al extremo del puente y bajaba la escalinata. Rebus, al ver que Devlin seguía allí parado, volvió a dar su posición, tras lo cual se guardó el móvil para tener las manos libres.

Ya cerca de Devlin, pudo apreciar los arañazos de su rostro y comprendió que Jean tampoco se había quedado corta. El viejo se miró la mano ensangrentada y Rebus se detuvo a dos metros de él.

– La mordedura humana puede ser muy venenosa, ¿sabe? -dijo Devlin-. Pero al menos, por tratarse de esa «señorita» Burchill, estoy seguro de no tener que preocuparme por la hepatitis ni por el VIH -añadió alzando la vista-. Al verlo ahí en el puente se me ha ocurrido de pronto que no tienen nada.

– ¿A qué se refiere?

– A que no tienen ninguna prueba contra mí.

– Bueno, podemos empezar por la de intento de asesinato -replicó Rebus sacando el móvil del bolsillo.

– ¿A quién va a llamar? -preguntó Devlin.

– ¿No quiere que venga una ambulancia? -replicó Rebus con el móvil en la mano, dando un paso hacia él.

– No serán más que un par de puntos -dijo Devlin mirándose la mano. Sudaba copiosamente y respiraba con dificultad, jadeante.

– Se acabó la historia de asesino en serie, ¿eh, profesor?

– De eso hace mucho tiempo -contestó Devlin.

– ¿Fue Betty-Anne Jesperson la última?

– Yo nada tengo que ver con esa Philippa, si se refiere a eso.

– ¿Alguien le robó la idea?

– Bueno, para empezar no fue exactamente mía.

– ¿Hay otras?

– ¿Otras?

– Otras víctimas que no sepamos.

Devlin sonrió y al hacerlo se le abrieron los cortes del rostro.

– ¿No basta con cuatro?

– Dígamelo usted.

– Fue… satisfactorio y no existía una pauta de actuación porque dos cadáveres nunca aparecieron.

– Sólo los ataúdes.

– Que podrían no haberse relacionado nunca.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– ¿Lo descubrió por la autopsia? -preguntó Devlin al fin, y Rebus volvió a asentir sin decir nada-. Sabía que era un riesgo.

– Si en un principio nos hubiese dicho que la autopsia de Glasgow la hizo usted, no habríamos sospechado.

– Pero en aquel momento no sabía qué es lo que podrían averiguar. Me refiero a otras coincidencias; quién sabe. Y al ver que no iban a descubrir nada era demasiado tarde. No podía decir: «Ah, por cierto, yo intervine en la autopsia», cuando ya había terminado de revisar los informes.

Se pasó la mano por la cara y se le manchó con la sangre de los cortes. Rebus acercó el móvil a su cuerpo.

– ¿Pido una ambulancia? -preguntó.

Devlin negó con la cabeza.

– A su debido tiempo -respondió en el momento en que pasaba una mujer de mediana edad que se espantó al ver la sangre-. Me he caído por la escalera y ya está pedida la ambulancia -añadió para tranquilizarla.

La mujer se alejó a toda prisa.

– Creo que ya le he dicho bastante, ¿no cree, inspector Rebus?

– Yo no soy quién para decirlo.

– Espero que la agente Wylie no tenga problemas.

– ¿Por qué?

– Por no haber estado más atenta cuando revisamos los informes de las autopsias.

– No creo que sea ella quien vaya a tener problemas.

– Pruebas no corroboradas, ¿no se dice así, inspector? ¿La palabra de una mujer contra la mía? Estoy seguro de que encontraré un motivo plausible para explicar mi pelea con la señorita Burchill -dijo mirándose la mano-. Incluso podría considerarme víctima de agresión. Y, vamos a ver, ¿qué otro cargo pueden imputarme? Dos ahogadas y dos personas desaparecidas, sin pruebas.

– Bueno -replicó Rebus-, sin pruebas salvo ésta -dijo alzando algo más el móvil-. Cuando lo saqué del bolsillo estaba ya conectado a la comisaría de Leith. -Se acercó el móvil a la oreja y, al mirar por encima del hombro, vio a dos agentes de uniforme que descendían las escaleras del puente-. ¿Lo habéis grabado todo? -añadió fingiendo que hablaba por el móvil al tiempo que sonreía a Devlin-. Grabamos todas las llamadas, ¿sabe?

Devlin hizo un gesto de desaliento y dejó caer los hombros. De pronto se dio media vuelta para echar a correr, pero Rebus estiró el brazo y lo agarró por el hombro. Devlin se revolvió para soltarse, resbaló por la pasarela, arrastrando con su peso a Rebus, y ambos cayeron a la corriente del Leith. El río no era muy profundo y Rebus se golpeó con una piedra en el hombro, pero al intentar incorporarse se hundió en el lodo hasta los tobillos. Aún sostenía a Devlin y, al surgir del agua su cabeza calva sin gafas, Rebus vio de nuevo en él al monstruo que había apalizado a Jean. Con el brazo libre lo agarró por el cuello y volvió a hundirlo en el agua. El viejo agitó las manos desesperado aferrándose con una al brazo de Rebus y con la otra a la solapa.

Rebus se sentía sereno como nunca antes en su vida. Sentía el fluir del agua helada, pero en cierto modo lo relajaba. En el puente había curiosos mirando y los dos policías uniformados habían entrado en el río y se acercaban a él. Un sol pálido amarillo iluminaba la escena entre unas nubes moradas. Sentía que el agua lo limpiaba y no notaba ya el dolor del tobillo.

No notaba casi nada. Jean se recuperaría y él también. Dejaría el piso de Arden Street y encontraría otro donde nadie lo conociera…, tal vez cerca del mar.

Sintió que tiraban de su brazo hacia arriba. Era uno de los policías de uniforme.

– ¡Suéltelo!

El grito rompió la magia del instante y Rebus soltó a Devlin, que sacó la cabeza del agua escupiendo y vomitando medio ahogado.


* * *

Estaban subiendo a Jean Burchill a la ambulancia cuando el móvil de Rebus comenzó a sonar. Uno de los enfermeros vestidos de verde le explicaba que no cabía descartar lesión vertebral y que por eso la trasladaban inmovilizada en la camilla con correas en la frente y el cuello.

Él no apartaba los ojos de ella escuchando las explicaciones del enfermero de uniforme verde casi sin oírlas.

– ¿No contesta a la llamada? -preguntó el enfermero.

– ¿Qué?

– Su móvil.

Se llevó el teléfono al oído. En la refriega con Devlin se le había caído en el paseo y estaba arañado y deteriorado, pero funcionaba.

– Diga.

¿Inspector Rebus?

– Sí.

Soy Eric Bain.

– Diga.

¿Sucede algo?

– Sí, bastante. -Mientras acababan de meter la camilla en la ambulancia, Rebus se miró la ropa empapada-. ¿Se sabe algo de Siobhan?

Por eso le llamo.

– ¿Qué ha sucedido?

No ha sucedido nada. Es que no puedo localizarla por teléfono. Creen que está en el Botánico y allí se han desplazado seis agentes para buscarla.

– ¿Y bien?

Hay noticias de Programador.

– ¿Y está deseando decírselo a alguien?

Supongo que sí.

– Pues me parece que no ha dado con la persona adecuada, Bain. En este momento estoy muy ocupado.

Ah.

Rebus había subido a la ambulancia y estaba sentado junto a la camilla de Jean, que tenía los ojos cerrados, pero notó que al cogerle la mano ella se la apretaba.

– ¿Cómo dice? -preguntó al no entender lo que le acababa de decir Bain.

¿A quién informo, entonces? -repitió Bain.

– No sé -respondió Rebus-. Bueno, dígame qué es.

Se trata de una comunicación de la Brigada Especial -dijo Bain-. Una de las direcciones del correo electrónico que utilizaba Programador es de una cuenta de Philippa Balfour.

Rebus no entendía. ¿Trataba de decirle Bain que Flip Balfour había sido Programador?

Creo que ahora cuadra -añadió Bain-, si lo añadimos a la cuenta de Claire Benzie.

– No lo sigo -dijo Rebus viendo que Jean parpadeaba y hacía una mueca de dolor. Le soltó la mano.

Si Benzie no prestó su ordenador a Philippa Balfour, tenemos dos ordenadores en un mismo sitio, que son los que utilizó Programador.

– ¿Y?

Y si descartamos a la señorita Balfour como sospechosa…

– Nos queda alguien que tuviera acceso a los dos.

Se hizo un silencio durante un instante.

Yo creo que el sospechoso es el novio, ¿no cree? -añadió Bain.

– No lo sé -respondió Rebus, incapaz de concentrarse, pasándose la mano por la frente y notando el sudor.

Podemos preguntarle…

– Siobhan ha ido al encuentro de Programador -dijo Rebus. Hizo una pausa-. ¿Dice que está en el Botánico?

Sí.

– ¿Cómo se sabe?

Porque ha dejado el coche aparcado delante de la entrada.

Rebus pensó un segundo: Siobhan debía de saber que andaban buscándola, por qué iba a dejar el coche tan a la vista, era muy delator.

– ¿Y si no está allí? -dijo-. ¿Y si va a encontrarse con él en otro sitio?

¿Cómo podemos averiguarlo?

– Tal vez en el piso de Costello… -añadió Rebus mirando a Jean-. Escuche, Bain, yo no puedo hacerlo… en este momento.

Jean abrió un ojo y balbució algo.

Le decía que se encontraba bien, que ayudara a Siobhan. Rebus volvió la cabeza y su mirada se cruzó con la de Ellen Wylie, que estaba en la calzada esperando a que cerraran la puerta, y ella asintió despacio con la cabeza para darle a entender que se quedaría con Jean.

– ¿Bain? Nos vemos delante de la casa de Costello.

Cuando Rebus llegó al lugar, Bain ya había subido la tortuosa escalera y aguardaba ante la puerta del piso de Costello.

– Creo que no está -dijo agachándose para mirar por la rendija del buzón.

Rebus sintió un escalofrío al recordar lo que él había visto al mirar por la rendija del buzón del piso de Devlin. Bain se incorporó.

– No hay rastro de… Dios mío, pero ¿qué le ha sucedido?

– Clases de natación; no me dio ni tiempo de cambiarme -contestó Rebus mirando la puerta y luego a Bain-. ¿Los dos a una? -preguntó.

– ¿No es algo ilegal? -replicó Bain mirándolo.

– Por Siobhan -respondió Rebus.

Al contar tres, se lanzaron los dos contra la puerta.

Dentro del piso estaba lo que Bain buscaba: no un ordenador sino dos. Dos portátiles en el dormitorio.

– El de Claire Benzie -dijo- y este suyo o de alguien más.

Uno de los ordenadores tenía la pantalla en baja energía. Bain entró en la cuenta de Costello y abrió la carpeta de archivar.

– No es momento para probar una contraseña -dijo casi hablando consigo mismo-. Sólo podemos leer los antiguos mensajes. -Pero no había ninguno de Siobhan enviado por ésta-. Por lo visto los borra sobre la marcha -añadió Bain.

– O estamos dando un paso en falso -repuso Rebus mirando por el cuarto: una cama sin hacer, libros esparcidos por el suelo, notas para una redacción en la mesa junto al ordenador, calcetines, calzoncillos y camisetas asomando por los cajones de la cómoda. Salvo el cajón de arriba. Se acercó de un salto, lo abrió despacio y en su interior vio mapas y guías, entre ellas una de Arthur's Seat; una postal de la iglesia de Rosslyn y otra guía-. Nada de paso en falso -rectificó al tiempo que Bain se incorporaba y se acercaba a mirar.

– Todo cuanto el elegante Programador necesitaba -dijo Bain alargando la mano.

Rebus se la apartó de un palmetazo. Intentó abrir más el cajón, pero algo lo impedía. Cogió el bolígrafo y lo desatascó. Era una guía de Edimburgo.

– Ábrala por el Botánico -indicó Bain con un suspiro de alivio. Si era allí donde estaba, le tenían cazado.

Pero Rebus no estaba seguro. Miró bien la página y a continuación echó una ojeada a la cama. Postales de tumbas antiguas…, una foto pequeña enmarcada de Flip Balfour junto a otra lápida. Se habían conocido en una cena…, desayuno por la mañana y un paseo al cementerio, le había dicho David Costello. El cementerio de Warriston estaba enfrente del Botánico y en la misma página del plano.

– Sé dónde está -dijo Rebus en voz baja-. Sé dónde va a encontrarse con él. Vamos.

Salió corriendo del piso con el móvil en la mano. Los agentes que deambulaban por el Botánico podían estar en el cementerio en cuestión de dos minutos…


* * *

– Hola, David.

Aún llevaba el traje de luto y las gafas de sol. Le sonrió al verla acercarse. Estaba sentado en un murete, balanceando las piernas. Saltó a tierra y se puso frente a ella.

– Se lo imaginaba -dijo.

– Más o menos.

– Llega pronto -añadió él consultando el reloj.

– Más pronto has llegado tú -replicó Siobhan.

– Tenía que explorar los alrededores para ver si mentía.

– Ya te dije que vendría sola.

– Y aquí está -dijo él mirando a su alrededor otra vez.

– Hay muchos sitios por donde escapar -repuso Siobhan sorprendida de lo tranquila que estaba-. ¿Por eso lo has escogido?

– Aquí fue donde me di cuenta por primera vez de que amaba a Flip.

– ¿Tanto la amabas que la mataste?

– No sabía que eso sucedería -respondió él bajando la cabeza.

– ¿No?

Él negó con un gesto.

– Hasta el momento en que le rodeé el cuello con las manos…, y creo que ni siquiera en ese momento.

Siobhan lanzó un profundo suspiro.

– Pero, de todos modos, lo hiciste -dijo ella.

Costello hizo un gesto afirmativo.

– Pues sí, claro, lo hice -contestó levantando la mirada-. Eso es lo que quería oírme decir, ¿no?

– Yo quería encontrarme con Programador.

– A su servicio -dijo él abriendo los brazos.

– Quiero también saber por qué.

– ¿Por qué? -replicó él haciendo una «O» con los labios-. ¿Cuántas razones quiere que le dé? ¿Sus amigos? ¿Sus pretensiones? ¿Por la manera en que se burlaba y se peleaba para que rompiésemos y verme volver sumiso?

– Podías haberla dejado.

– Yo la amaba -dijo echándose a reír, como si reconociese su propia insensatez-No paraba de decírselo y ¿sabe lo que ella me contestaba?

– ¿Qué?

– Que no era el único.

– ¿Ranald Marr?

– Sí, esa carroza. Y desde que iba al colegio. ¡Y seguía con él a pesar de estar conmigo! -Se interrumpió para tragar saliva-. ¿Encuentra que es móvil suficiente, Siobhan?

– Te vengaste de Marr rompiendo aquel soldadito y, sin embargo, a Flip…, ¿a Flip tuviste que matarla? -Se sentía serena, casi adormecida-. No me parece justo.

– No lo entiende.

Siobhan lo miró.

– Pues yo creo que sí, David. Eres un cobarde puro y simple. Dices que no sabías que ibas a matar a Flip aquella noche: es mentira. Lo tenías todo planeado… y después estabas más tranquilo que nadie, hablando con sus preocupados amigos poco menos que una hora después de tu crimen. Sabías perfectamente lo que hacías, David. Eras Programador. -Hizo una pausa; él miraba a media distancia, escuchando-. Lo que no entiendo es por qué le enviaste un mensaje a Flip después de muerta.

Costello sonrió.

– Aquel día en el piso, mientras Rebus me vigilaba y usted estaba en el ordenador, él me dijo que yo era el único sospechoso.

– ¿Y pensaste en despistarnos?

– No pensaba enviar ningún otro mensaje…, pero cuando usted contestó no pude resistirlo. Estaba tan colgado como usted, Siobhan. El juego nos tenía atrapados. ¿No es fantástico? -añadió con ojos brillantes, como esperando una respuesta.

Siobhan asintió despacio con la cabeza.

– ¿Piensas matarme, David?

Él negó con la cabeza firmemente, irritado por la idea.

– Sabe la respuesta -espetó-. Porque, si no, no habría venido -añadió acercándose a una lápida y apoyándose en ella-. Tal vez no hubiese sucedido nada de esto de no haber sido por el profesor.

Siobhan pensó que había oído mal.

– ¿Cuál?

– Donald Devlin. La primera vez que me vio después, pensó que había sido yo. Por eso inventó esa historia de uno que espiaba en la calle; para protegerme.

– ¿Por qué hizo eso, David?

Se le hacía raro llamarlo por su nombre; habría preferido llamarlo Programador.

– Por todo lo que hablamos sobre cometer asesinatos impunemente.

– ¿Con el profesor Devlin?

Él la miró.

– Claro. El también mató, ¿sabe? Ese cabrón se atrevió a confesármelo y a animarme a que yo hiciera lo mismo. Un buen maestro, ¿no? Hablábamos mucho en la escalera. Él quería que yo le contase todo lo mío, cómo empezó la historia, cuándo me enfadaba. Una vez fui a su piso y me enseñó los recortes…: mujeres desaparecidas y ahogadas. Tenía también uno sobre un estudiante alemán.

– ¿Y eso te dio la idea?

– Tal vez -respondió encogiéndose de hombros-. ¿Quién sabe de dónde saqué la idea? -Hizo una pausa-. Yo la ayudé, ¿sabe? Estaba impresionada por todas esas claves…, se estrujaba el cerebro hasta que yo la ayudé… -Se echó a reír-. Flip no sabía manejar bien el ordenador. Yo le puse el primer nombre de Flipside y le envié la primera clave.

– Y te presentaste en el piso para decirle que habías resuelto Hellbank…

Costello asintió con la cabeza, recordándolo.

– Flip no quería venir conmigo hasta que le prometí que después la llevaría con sus amigos… Me había vuelto a dar la patada, esta vez la definitiva; había amontonado mi ropa en una silla y después de Hellbank iba a tomarse una copa con sus malditos amigos. -Cerró los ojos un instante, los abrió y parpadeó volviendo el rostro hacia Siobhan-. Una vez que se empieza cuesta volverse atrás… -añadió encogiéndose de hombros.

– ¿Ella no pasó por Oclusión?

Él negó despacio con un gesto.

– Esa clave era sólo para usted, Siobhan…

– No sé por qué seguías hablando de ella, David, o qué pensabas poder demostrar con el juego, pero sí que sé una cosa: tú no la amabas, sólo querías dominarla -añadió asintiendo con la cabeza.

– Hay gente a quien le gusta que la dominen, Siobhan -dijo él mirándola a los ojos-. ¿A usted no?

Siobhan reflexionó un instante, trató de pensar y abrió la boca para decir algo, pero se oyó un ruido y él volvió rápidamente la cabeza. Se acercaban dos hombres y, a unos cincuenta metros de ellos, otros dos. Se volvió despacio hacia ella.

– Me ha decepcionado.

– Yo no tengo nada que ver -replicó ella negando con un gesto.

Costello saltó de la tumba y echó a correr hacia la tapia, tratando de agarrarse a la parte de arriba. Los agentes se pusieron a correr y uno de ellos gritó: «¡Deténgalo!». Siobhan miraba la escena, incapaz de moverse. Había dado su palabra a Programador… Vio que éste había encontrado donde apoyar un pie en un saliente de la tapia y que iba a saltarla…

Echó a correr hacia él, le agarró la otra pierna con las dos manos y tiró. Costello se resistía dándole puntapiés, pero ella aguantó y le tiró de la chaqueta, arrastrándolo; él dio un grito y ella vio sus gafas de sol volar como a cámara lenta mientras caía al suelo con él encima, casi asfixiándola. Notó un dolor al darse un cabezazo en la hierba y vio que él se incorporaba y echaba a correr, pero los dos agentes le dieron alcance y lo tumbaron con una llave. Inmovilizado en tierra, él volvió la cabeza a duras penas para mirar a Siobhan, que estaba dos metros escasos de ellos, y con ojos de odio, le lanzó un escupitajo que le alcanzó en la mejilla. Siobhan no tuvo energías para limpiárselo.


* * *

Jean dormía, pero el médico le dijo a Rebus que se encontraba bien; sólo tenía cortes y magulladuras; «con el tiempo ni se acordará», aseguró.

– Lo dudo mucho -repuso Rebus.

Ellen Wylie estaba a la cabecera de la cama. Rebus se acercó a ella.

– Quería darte las gracias -dijo.

– ¿Por qué?

– Antes que nada por ayudarme a derribar la puerta de Devlin. Yo solo no habría podido.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Qué tal tiene el tobillo? -preguntó.

– Perfectamente hinchado. Gracias.

– Un par de semanas de baja -dijo ella.

– O más, si he tragado agua del Leith.

– Me han dicho que Devlin sí que dio sus buenos tragos -añadió ella mirándolo-. ¿Tiene preparada una explicación adecuada?

– ¿Te prestas tú a decir un par de mentiras por mí? -replicó él sonriendo.

– Usted dirá.

Rebus asintió con la cabeza.

– Lo malo es que habría más de diez testigos que afirmarían lo contrario.

– ¿Usted cree?

– Bueno, el tiempo lo dirá -contestó él.

Se fue cojeando a Urgencias, donde ponían a Siobhan unos puntos en la cabeza. Estaba hablando con Eric Bain, pero interrumpieron la conversación al verlo.

– Me explicaba Eric cómo intuiste dónde estaba.

Rebus asintió con la cabeza.

– Y cómo entrasteis en el piso de Costello.

Rebus hizo una «O» con los labios.

– El señor Fuerza -prosiguió ella- derribando a patadas la puerta de un sospechoso sin permiso ni mandamiento judicial.

– Técnicamente -replicó Rebus- estaba suspendido de empleo; lo que significa que no era un policía de servicio.

– Lo que aún es peor -dijo ella volviéndose hacia Bain-. Eric, tendrás que darle cobertura.

– Cuando llegamos, la puerta estaba abierta; por intento de robo, probablemente -explicó Bain.

Siobhan asintió con la cabeza y le sonrió. Acto seguido, le apretó la mano.


* * *

Donald Devlin ocupaba una habitación del Hospital Western General bajo vigilancia policial; había ingresado medio ahogado y ahora se encontraba en coma según los médicos.

– Esperemos que no salga de él -opinó el ayudante de jefe de policía, Colin Carswell-. Así nos evitamos los gastos del juicio.

Carswell no había dicho palabra a Rebus, pero Gill Templer le dijo que no se preocupase.

– No ha hablado contigo porque es incapaz de disculparse.

Rebus hizo un gesto afirmativo.

– Acabo de ir a un médico -añadió.

– ¿Y bien? -preguntó ella mirándolo.

– ¿Sirve como revisión?

David Costello estaba detenido en Gayfield Square, pero Rebus no se acercó por allí; sabía que estarían abriendo botellas de whisky y cerveza y que los murmullos de la fiesta llegarían hasta el cuarto en que interrogaban a Costello. Pensó en la ocasión en que había preguntado a Donald Devlin si su joven vecino era capaz de matar: «David no es lo bastante cerebral». Pero lo cierto era que Costello había seguido un método y Devlin lo había encubierto; un viejo que patrocinaba a un joven.

Al llegar a casa echó un vistazo al piso y comprendió que representaba el único referente fijo en su vida; allí había lidiado con todos los casos en que había intervenido y con los monstruos con que se había tropezado, allí, sentado en su sillón y mirando por la ventana. Les había hecho un hueco en el bestiario de su mente y allí los tenía.

Si renunciaba a aquello, ¿qué le quedaba? No tendría ya un remanso fijo en su mundo particular ni una jaula para sus demonios.

Al día siguiente llamaría a la agente de la propiedad para decirle que no se mudaba.

Al día siguiente.

Esa noche tenía otras jaulas que llenar.

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