El martes a las once de la mañana, Siobhan Clarke y Grant Hood iniciaban el recorrido de Victoria Street. Cruzaron el puente George IV olvidando que Victoria Street era dirección única y Grant lanzó una maldición al ver el indicador, pero tuvo que seguir el lento tráfico hasta el semáforo de Lawnmarket.
– Aparca junto al bordillo -dijo Siobhan, pero él negó con la cabeza-. ¿Por qué no?
– Ya anda fino el tráfico para que encima lo empeoremos.
Ella se echó a reír.
– ¿Siempre cumples las normas, Grant?
– ¿Qué quieres decir? -replicó él mirándola.
– Nada.
Grant, sin otra observación, puso el intermitente izquierdo mientras aguardaban detrás de tres coches a que cambiara el semáforo. Siobhan no pudo reprimir una sonrisa. Grant tenía un coche deportivo sólo por aparentar porque, en realidad, era un muchachito considerado.
– ¿Sales con alguien? -preguntó ella al cambiar el semáforo.
Grant reflexionó un instante.
– En este momento no -dijo al fin.
– Yo había pensado que Ellen Wylie y tú…
– ¡Sólo hemos trabajado juntos en un caso! -replicó él.
– Vale, vale. Es que me pareció que hacíais buenas migas.
– Nos llevábamos bien.
– Es lo que quiero decir. ¿Qué sucedió?
Grant se ruborizó.
– ¿Qué quieres decir?
– Estaba pensando si no habrá tenido algo que ver la diferencia de rango. Hay hombres que no lo aceptan.
– ¿Porque ella sea sargento y yo un simple agente?
– Sí.
– Pues no. Nunca le di importancia.
Llegaron a una glorieta cuya salida derecha llevaba al castillo, y tomaron la izquierda.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Siobhan.
– Voy a seguir hasta West Port, a ver si hay suerte y encontramos sitio en Grassmarket.
– Me apuesto algo a que pagas en los parquímetros.
– A menos que quieras hacerlo tú.
– Yo me arriesgo, muchacho -respondió ella sarcástica.
Encontraron sitio y Grant echó dos monedas en la máquina, extrajo tique y lo sujetó con el parabrisas.
– ¿Bastará con media hora? -preguntó.
– Depende de lo que encontremos -dijo Siobhan encogiéndose de hombros.
Pasaron por delante del pub La Ultima Caída, cuyo nombre aludía a la horca que en tiempos históricos se alzaba en Grassmarket. Victoria Street era una calle que discurría haciendo una curva hasta el puente Jorge IV, llena de bares y tiendas de regalos, pero en su extremo abundaban los pubes y las discotecas. Había un local que era a la vez bar cubano y restaurante.
– ¿Tú qué crees? -preguntó Siobhan.
– No hay ninguna estatua, aunque no me habría extrañado que tuvieran una de Fidel Castro.
Cuando llegaron al final de la calle volvieron hacia atrás por la otra acera. Había tres restaurantes, una tienda de quesos y otra de escobillas y cuerdas. En una llamada Pierre Victoire se detuvieron, miraron por el escaparate y Siobhan comprobó que era un local casi vacío con escasa decoración. Entraron sin molestarse en identificarse, pero salieron inmediatamente.
– Uno eliminado. Quedan dos -dijo Grant muy poco animado.
El siguiente se llamaba Grain Store y se accedía a él por una escalera. Estaban preparándose para la hora del almuerzo, pero no había estatuas.
Cuando bajaban, Siobhan repitió la clave: «La reina cena bien ante el busto» y movió la cabeza desalentada.
– A lo mejor no tiene nada que ver.
– Pues lo único que podemos hacer es enviar otro mensaje y pedir ayuda a Programador.
– No creo que nos ayude.
Grant se encogió de hombros.
– ¿Podemos tomarnos un café en el siguiente? Yo he salido sin desayunar.
– ¡Qué pensaría tu mamá! -dijo Siobhan.
– Pensaría que me dormí y yo le diría que fue porque me pasé media noche tratando de resolver la maldita adivinanza. -Hizo una pausa-. Y porque alguien prometió invitarme.
El último era el restaurante Bleu. Anunciaba «cocina internacional» pero, al entrar, notaron su ambiente tradicional: paneles de madera barnizados y una ventana pequeña que iluminaba el reducido interior. Siobhan miró a su alrededor y no vio ni un jarrón.
Se volvió hacia Grant, quien señaló una escalera de caracol.
– Tiene otro piso planta -dijo.
– ¿Qué se les ofrece? -preguntó una empleada.
– Un momento -respondió Grant siguiendo a Siobhan escaleras arriba.
Había dos saloncitos y cuando entraban en el segundo oyó que Siobhan lanzaba un suspiro como defraudada, pero enseguida la oyó exclamar: «¡Bingo!», justo en el momento en que él mismo veía un busto de mármol negro de medio metro de la reina Victoria.
– ¡Hostia, lo encontramos! -exclamó sonriente.
Cuando iba a dar un apretón de alegría a Siobhan, ella se acercó al busto. Estaba situado sobre una peana, entre dos columnas y rodeado de mesas, pero eso era todo.
– Voy a levantarlo -dijo Grant cogiendo a la reina por el tocado y alzándola del pedestal.
– Perdón -interrumpió una voz a sus espaldas-. ¿Sucede algo?
Siobhan metió la mano bajo el busto y retiró una hoja doblada, sonriendo a Grant, quien se volvió hacia la camarera.
– Dos tés, por favor -dijo.
– Uno con dos terrones de azúcar -añadió Siobhan.
Se sentaron a la mesa más cercana y Siobhan agarró la nota por una esquina.
– ¿Habrá huellas? -dijo.
– Valdrá la pena comprobarlo.
Siobhan se levantó y se acercó a una bandeja de cubiertos a coger un cuchillo y un tenedor, y la camarera estuvo a punto de dejar caer los tés pasmada al pensar que aquella clienta se disponía a desayunar una hoja de papel.
Grant cogió las tazas y le dio las gracias.
– ¿Qué dice la nota? -preguntó a Siobhan.
Pero ella miró a la camarera.
– La hemos encontrado ahí debajo -dijo señalando al busto-. ¿Tiene idea de quién pudo haberla dejado?
La camarera negó con la cabeza con gesto de animalito acorralado y Grant se dispuso a tranquilizarla.
– Somos policías -dijo.
– ¿Podríamos hablar con el encargado? -preguntó Siobhan.
Cuando se retiró la camarera, Grant repitió la pregunta a Siobhan.
– Léelo tú mismo -dijo ella dando la vuelta a la hoja hacia él con el tenedor y el cuchillo.
«B4 Law escocés suena dear.»
– ¿Dice eso?
– Lo ves tan bien como yo.
Grant se rascó la cabeza.
– No es muy explícito.
– Tampoco era explícito lo de antes.
– Pero había más datos.
Ella lo miró remover el azúcar del té.
– Si Programador lo ha colocado aquí…
– ¿Es que vive en Edimburgo? -aventuró él.
– O que alguien de aquí lo ayuda.
– Conoce el restaurante, porque alguien que entra por primera vez no va a subir aquí -dijo Grant mirando a su alrededor.
– ¿Tú crees que será un cliente habitual?
Grant se encogió de hombros.
– Veamos qué hay cerca del puente Jorge IV: la Biblioteca Central y la Biblioteca Nacional. Los intelectuales y los ratones de biblioteca son muy dados a las adivinanzas.
– Es cierto. El museo también está cerca.
– Y los juzgados… y el Parlamento -añadió él sonriendo-. Ha habido un momento en que pensé que no andábamos lejos.
– Quizá no -dijo ella alzando la taza en gesto de brindis-. De todos modos, a nuestra salud por haber resuelto la primera clave.
– ¿Cuántas faltan para llegar a Hellbank?
Siobhan reflexionó un instante.
– Eso depende de Programador, supongo. Me dijo que era el cuarto nivel. Después le enviaré un mensaje para explicárselo -contestó Siobhan guardando la hoja en una bolsita de plástico de pruebas mientras Grant pensaba en la clave-. ¿Alguna idea?
– Estaba pensando en ciertas pintadas que hacían en los váteres del colegio -dijo-, pero puede ser parte de una dirección -añadió escribiéndola en una servilleta y encogiéndose de hombros.
– O las coordenadas…
– ¿De un mapa? -preguntó él mirándola.
– Pero ¿de cuál?
– A lo mejor, las otras palabras se refieren a eso. ¿Qué tal andas de leyes escocesas?
– Hace años que pasé el examen.
– Igual que yo. ¿Hay alguna palabra latina para dear o algo que tenga que ver con la ley?
– Podemos consultarlo en la biblioteca -propuso ella-. Y al lado hay una buena librería.
– Voy a echar más monedas al parquímetro -dijo Grant mirando el reloj.
Rebus estaba en su mesa con cinco hojas de papel delante. Todo lo demás lo había puesto en el suelo. La oficina estaba tranquila porque la mayor parte del turno había acudido a Gayfield Square a una sesión informativa. No iba a gustarles la barrera que había organizado mientras estaban fuera, porque además de los papeles del escritorio había obstaculizado el paso entre las mesas con el ordenador, el teclado y la bandeja de entrada de correspondencia.
Tenía cinco vidas sobre su mesa. Cinco víctimas, posiblemente. Por la mañana había podido hablar con la madre de Caroline Farmer, la más joven, que tenía dieciséis años cuando desapareció. Una llamada nada fácil.
– Oh, Dios mío, ¿es que saben algo?
No había tenido más remedio que ahogar con su respuesta aquel grito de esperanza, pero había averiguado lo que quería. No pudieron encontrar a la joven a pesar de que los primeros días, cuando los periódicos publicaron la foto, hubo quienes afirmaron haberla visto. Pero eso fue todo.
– El año pasado vaciamos su habitación -dijo la madre.
Rebus pensó en aquel cuarto esperándola veinticinco años con los mismos pósteres en las paredes, la misma ropa de adolescente de los años setenta bien doblada en los cajones de la cómoda.
– En aquel entonces se pensó que éramos nosotros quienes… -añadió la madre-. ¡Sus propios padres!
Rebus no quiso decirle que, efectivamente, muchas veces es el padre, un tío o un primo el asesino.
– Después empezaron a sospechar de Ronnie.
– ¿El novio de Caroline? -aventuró Rebus.
– Sí. Un chiquillo.
– Pero habían roto, ¿no?
– Ya sabe cómo son los jovenzuelos.
Era como si la mujer hablase de hechos sucedidos hacía un par de semanas. A Rebus no le cabía duda de que debía tener frescos los recuerdos, siempre rondando para atormentarla durante el día, y quizá de noche.
– Pero ¿quedó descartado?
– Sí, dejaron de indagar, pero el chico ya no fue el mismo; los padres se marcharon de aquí; él me escribió hace unos años…
– Señora Farmer…
– Ahora soy señora Colquhoun. Joe me dejó.
– Lo siento.
– Yo no.
– ¿Él había…? Perdone, no es asunto mío -añadió Rebus.
– Él nunca hablaba mucho de ello -dijo la mujer.
Rebus se preguntó si el padre de Caroline habría llegado a olvidarla, al contrario que la madre.
– Tal vez le parezca una pregunta extraña, señora Colquhoun, pero ¿el barranco de Dunfermline significaba algo para Caroline?
– No…, no sé a qué se refiere.
– Simplemente se lo pregunto porque nos ha llegado información sobre un dato y nos preguntamos si no tendrá acaso relación con la desaparición de su hija.
– ¿Qué es?
Rebus pensó que no la animaría mucho saber que habían encontrado un ataúd allí y recurrió a la manida excusa de:
– De momento no estoy autorizado a decírselo.
Se hizo un silencio durante unos segundos.
– A ella le gustaba pasear por allí.
– ¿Sola?
– A veces sí. ¿Es que han encontrado algo? -añadió en tono emocionado.
– No es lo que usted piensa, señora Colquhoun.
– No la han desenterrado, ¿verdad?
– No.
– ¿Qué, entonces? -preguntó angustiada.
– De momento no estoy…
La mujer colgó y Rebus permaneció mirando el auricular hasta que colgó también.
Fue a los servicios a refrescarse la cara. Tenía los ojos cargados y abotargados. Por la noche, después del Colegio de Médicos, fue a Portobello en coche y aparcó delante de la casa de Jean. Cuando ya abría la puerta se detuvo al ver que no había luz en las ventanas. ¿Qué iba a decirle? ¿A qué iba allí? Volvió a cerrar la puerta sin hacer ruido y permaneció sentado en el coche con las luces apagadas escuchando a bajo volumen a Hendrix en The Burning of the Midnight Lamp.
De vuelta a su mesa vio que un funcionario civil de la comisaría acababa de dejarle una gran caja de cartón con documentos; al abrirla constató que estaba llena a medias. Sacó la primera carpeta y leyó la etiqueta: Paula Jennifer Gearing (Mathieson de soltera); fecha de nacimiento, 10-4-50; fallecida el 6-7-77. Era la ahogada de Nairn. Se sentó, arrimó la silla y comenzó a leer. Al cabo de veinte minutos, cuando estaba haciendo una anotación en un cuaderno, llegó Ellen Wylie.
– Perdone que llegue tan tarde -se excusó quitándose el abrigo.
– Se ve que tenemos distinto criterio horario -dijo él.
Wylie se ruborizó al recordar sus propias palabras la víspera, pero al mirarlo vio que sonreía.
– ¿Qué ha averiguado? -preguntó Wylie.
– Nuestros colegas del norte se han portado.
– ¿Paula Gearing?
Rebus asintió con la cabeza.
– Tenía veintisiete años, llevaba cuatro años casada con uno que trabajaba en una plataforma petrolífera del mar del Norte y vivían en una bonita casa unifamiliar en las afueras.
No tenían hijos; ella trabajaba a tiempo parcial en una tienda de periódicos…, seguramente más por no aburrirse que por necesidad.
– ¿Fue descartada la agresión sexual? -preguntó Wylie desde su mesa.
– Por lo que yo he leído -dijo Rebus dando unos golpecitos en sus notas-, no pudo determinarse. Tampoco parecía suicidio y además no se sabe en qué lugar de la costa cayó exactamente al agua.
– ¿Qué dice el informe forense?
– Aquí está. ¿Puedes ponerte en contacto con Donald Devlin, a ver si dispone de tiempo para examinarlo?
– ¿El profesor Devlin?
– Ayer me tropecé con él y dijo que revisaría las autopsias -dijo Rebus sin explicarle las circunstancias en que se había ofrecido el anciano, al negarle su ayuda Gates y Curt-. Tenemos su número de teléfono, porque vive en la misma casa que Philippa Balfour -añadió.
– Lo sé. ¿Ha leído el periódico?
– No.
Wylie lo sacó de su bolso y lo abrió por una página interior. Publicaba la foto robot del hombre que Devlin había visto ante la casa de Philippa Balfour unos días antes de su desaparición.
– Podría ser cualquiera -dijo Rebus.
Wylie asintió con la cabeza. Publicar en los periódicos una foto robot tan anodina como aquélla era el último recurso.
– Llama a Devlin -ordenó Rebus.
– Sí, señor.
Wylie cogió el periódico, se sentó a una mesa y negó ligeramente con la cabeza como sacudiéndose las telarañas, y cogió el teléfono para hacer la primera llamada de otra larga jornada.
Rebus siguió repasando la documentación hasta que atrajo su atención el nombre de uno de los agentes que habían intervenido en la investigación de Nairn: el inspector Watson.
¡El Granjero!
– Perdone que lo moleste, señor.
Watson sonrió y dio una palmada a Rebus en la espalda.
– Ahora ya no tiene que llamarme señor, John.
Lo invitó a entrar al cuarto de estar con un gesto. Watson vivía en una granja rehabilitada no lejos de la salida de la circunvalación. Las paredes estaban pintadas de verde claro y los muebles eran de los años cincuenta y sesenta. Habían suprimido un tabique para que la cocina quedara unida al cuarto de estar, separada únicamente por una barra para desayunar y un espacio de comedor. La mesa relucía y las encimeras de la cocina estaban igualmente limpias, el fogón impoluto y no había ni una cazuela ni un plato sucio a la vista.
– ¿Le apetece una taza de té? -preguntó Watson.
– Pues sí.
Watson contuvo la risa.
– A mi café le tenía terror, ¿verdad?
– Últimamente le salía mejor.
– Siéntese. Es un momento.
Pero Rebus dio una vuelta por el cuarto de estar. Watson tenía vitrinas con porcelana y objetos de adorno detrás; fotos familiares enmarcadas entre las que reconoció dos que recientemente su ex jefe había tenido en el despacho. Acababa de pasar la aspiradora por la alfombra y ni en el espejo ni en el televisor se apreciaba una sola mota de polvo. Se acercó a los ventanales y contempló un jardincillo que terminaba en un bancal escarpado cubierto de césped.
– Hoy ha venido la asistenta, ¿verdad? -preguntó Rebus.
Watson volvió a contener la risa mientras dejaba la bandeja con el té en la encimera.
– Me divierte hacer algo del trabajo de la casa desde que murió Arlene -dijo.
Rebus se volvió a mirar las fotos enmarcadas. Watson y su esposa en una boda, en una playa en el extranjero y en una fiesta familiar con sus nietos. Watson sonriendo, siempre con la boca levemente abierta; su mujer algo más reservada, más baja que él y con la mitad de su peso. Había muerto hacía unos años.
– Quizá sea una manera de conservar su recuerdo -añadió Watson.
Rebus asintió con la cabeza comprendiendo que se acordaba de ella, y se preguntó si guardaría su ropa en el armario, si aún conservaría sus joyas dentro de alguna cajita en el tocador.
– ¿Qué tal le va a Gill?
Rebus se acercó a la cocina.
– No para -contestó Rebus-. Me ordenó que fuese al médico y se le ha atravesado Ellen Wylie.
– Vi la conferencia de prensa -dijo Watson mirando la bandeja para asegurarse de que no faltaba nada-. Gill no le dio tiempo a ponerse al corriente.
– Aposta -añadió Rebus.
– Tal vez.
– Se hace raro no verlo a usted por allí, señor -confesó Rebus recalcando expresamente la última palabra y haciendo sonreír a Watson.
– Se agradece, John -dijo yendo hacia la tetera, que comenzaba a silbar-. Pero supongo que no ha venido a hacerme una visita puramente nostálgica.
– No. Se trata de un caso en el que intervino usted en Nairn.
– ¿En Nairn? -repitió Watson enarcando una ceja-. Hará veintitantos años. Entonces estaba en Lothian oeste, en Inverness.
– Sí, pero fue a Nairn a investigar el caso de una mujer ahogada.
Watson reflexionó un instante.
– Ah, sí -dijo al fin-. ¿Cómo se llamaba?
– Paula Gearing.
– Gearing. Exacto -asintió chasqueando los dedos, satisfecho de su buena memoria-. Pero quedó claramente determinado, ¿no?
– No estoy muy seguro, señor -respondió Rebus mirando cómo echaba el agua en la tetera.
– Bueno, vamos al salón con esto y me lo explica.
Rebus le expuso la historia de la muñeca de Los Saltos y el misterio de los ataúdes de Arthur's Seat, así como la serie de ahogadas y desaparecidas entre 1972 y 1995, enseñándole los recortes de prensa, que Watson examinó.
– Ignoraba esa historia de una muñeca hallada en Nairn -dijo-. Yo estaba ya de vuelta en Inverness, pues había concluido mi intervención allí por ser caso cerrado la muerte de Gearing.
– No se estableció ninguna relación en aquel entonces porque el cadáver de Paula Gearing apareció en la playa a seis kilómetros de la ciudad. Si alguien pensó algo al respecto, sería que lo atribuiría a una especie de gesto en memoria suya. Gill no está convencida de que haya relación -añadió Rebus.
Watson asintió con la cabeza.
– Porque piensa en la dificultad de demostrarlo ante un tribunal. Todo lo que me dice es puramente circunstancial.
– Lo sé -dijo Rebus.
– En cualquier caso… -añadió Watson recostándose-, son muchas coincidencias.
Rebus relajó la tensión de hombros y Watson pareció percatarse sonriendo.
– Llega un poco a destiempo, ¿verdad, John? Por una vez que logra convencerme de que seguramente ha encontrado algo, ya estoy jubilado.
– Podría usted hablar con Gill para convencerla.
Watson negó con la cabeza.
– No creo que me hiciera caso. Quien manda ahora es ella y sabe perfectamente que mi intervención ya no cuenta.
– Suena un poco duro.
– Pero usted sabe que es verdad -replicó Watson mirándolo-. Es a ella a quien tiene que convencer, no a un viejo jubilado.
– Apenas tiene usted diez años más que yo.
– Como usted mismo comprobará, los sesenta son muy distintos de los cincuenta. Tal vez esa visita al médico no sea tan mala idea.
– ¿Aun sabiendo de antemano lo que va a decirme? -replicó Rebus apurando el té.
Watson había vuelto a coger el recorte del caso de Nairn.
– ¿Qué es lo que quiere que haga yo?
– Usted dice que el caso estaba claro, pero quiero que lo piense bien, a ver si recuerda algo que en su momento le chocó…, cualquier cosa por nimia que fuese… -Hizo una pausa-. Quería también preguntarle si sabe usted qué fue de la muñeca.
– Ya le digo que ha sido ahora cuando me he enterado de que hubiera una muñeca.
Rebus asintió con la cabeza.
– Considera las cinco muñecas, ¿no es así? -inquirió Watson.
– Sería la única manera de demostrar que hay una relación.
– Es decir, que quien dejó la primera en 1972 ¿ha dejado esa otra en el caso de Philippa Balfour?
Rebus asintió en silencio.
– Si hay alguien capaz de hacerlo, John, ése es usted. Siempre he confiado en su tozudez y firme disposición a no hacer caso de sus superiores.
Rebus dejó la taza en el platillo.
– Se lo acepto como un cumplido -dijo echando de nuevo un vistazo al cuarto dispuesto a levantarse y despedirse, pero le llamó la atención el detalle de que aquella casa era el único lugar en que mandaba ahora Watson, poniendo orden allí del mismo modo que lo hacía en Saint Leonard, y que si perdía la voluntad y la capacidad de hacerlo se moriría.
– Es inútil -dijo Siobhan Clarke.
Habían pasado casi tres horas en la Biblioteca Central y se habían gastado unas cincuenta libras en una tienda en la compra de mapas y guías turísticas de Escocia. Se encontraban en la cafetería Elephant House, en una mesa para seis junto al ventanal del fondo, y Grant Hood miraba distraído hacia el cementerio de Greyfriars y el castillo.
– ¿Te has desconectado? -preguntó ella mirándolo.
– Hay que hacerlo de vez en cuando -respondió él sin apartar los ojos de la panorámica.
– Vaya, gracias por tu ayuda -replicó ella más enfadada de lo que habría querido.
– Es lo mejor que puede hacer uno -prosiguió él sin hacer caso-. A veces, cuando me quedo atascado en el crucigrama no me estrujo el cerebro; lo dejo a un lado y sigo más tarde, y no es raro que se me ocurran inmediatamente una o dos palabras. ¿Sabes lo que sucede? -añadió volviéndose hacia ella-. Que centras la mente en determinada pista y llegas a perder la perspectiva de otras alternativas. -Se levantó, fue hacia donde estaban los periódicos del café y volvió con el Scotsman-Éste es de Peter Bee -dijo doblándolo por la página del crucigrama-, que es críptico pero no recurre tanto como los demás a los anagramas.
Siobhan cogió el periódico y vio que Peter Bee era el autor del crucigrama.
– En la doce horizontal -añadió Grant- me hizo perder el tiempo pensando en el nombre de un arma romana antigua, y al final resultó que era un anagrama.
– Muy interesante -dijo Siobhan dejando el periódico en la mesa encima de media docena de mapas desplegables.
– Sólo trato de explicarte que a veces hay que despejar la cabeza un rato y volver a empezar.
– ¿Quieres decir que hemos perdido medio día? -replicó ella mirándolo furiosa.
Él se encogió de hombros.
– ¡Vaya, pues qué bien! -exclamó ella levantándose como impulsada por un muelle y dirigiéndose a los servicios.
Se apoyó en el lavabo mirando la reluciente superficie blanca. Lo malo era que Grant tenía razón; pero ella no podía distanciarse como él, pues había optado por jugar aquel juego y ahora estaba enganchada. Pensó si Flip Balfour se había obsesionado del mismo modo y al ver que no avanzaba habría pedido ayuda, y eso le hizo recordar que tenía pendiente preguntar a los amigos y familiares de la joven a propósito del juego. Nadie había dicho nada de él en las docenas de interrogatorios, pero tampoco había razón para que lo mencionaran pues quizás únicamente les había parecido un juego interactivo divertido, nada preocupante.
Gill Templer le había ofrecido el puesto de enlace de prensa, pero sólo después de hacer pasar por aquel rito humillante a Ellen Wylie. No habría estado mal sentir que había rehusado la oferta por un gesto de solidaridad con Wylie, pero no había sido por eso; ella misma se temía que era más bien por influencia de John Rebus, con quien trabajaba hacía varios años, por lo que entendía sus virtudes y defectos. En el fondo, como tantos otros policías, ella prefería su enfoque inconformista y le gustaría poder ser así, pero en el cuerpo imperaban otras ideas y sólo había sitio para un Rebus; si quería ascender, ya sabía a qué atenerse. Eso la situaba sin remedio y sin equívoco en el terreno de Gill Templer: cumpliría sus órdenes y la apoyaría sin arriesgarse más. Así estaría tranquila y subiría en el escalafón; llegaría a inspectora y quizás a comisaria después de los cuarenta. Comprendía ahora que Gill Templer la hubiera invitado a copas y a cenar para que viera en qué consistía el proceso: cultivas las amistades adecuadas, te portas bien sin prisas y obtienes tu recompensa. Una lección para Ellen Wylie y otra muy distinta para ella.
Al volver a la mesa vio que Grant Hood, resuelto el crucigrama, dejaba el periódico en la mesa y se recostaba en el asiento guardándose el bolígrafo como si nada, pero esforzándose a ojos vistas por no mirar a la mesa de al lado, donde una mujer que tomaba un café no se había perdido detalle de su rapidez, escudriñándolo por encima del libro que leía.
Siobhan llegó a la mesa y señaló el periódico.
– Creí que lo habías terminado.
– Es más fácil la segunda vez -contestó él con voz de falsete-. ¿De qué te ríes?
La mujer de la otra mesa había vuelto a enfrascarse en la lectura de un libro de Muriel Spark.
– Es que me he acordado de una antigua canción -respondió Siobhan.
Grant la miró, pero como ella no soltaba prenda estiró el brazo señalando el crucigrama.
– ¿Sabes qué es un homónimo?
– No, pero suena feo.
– Es una palabra que suena igual que otra que tiene distinto significado. En los crucigramas las utilizan mucho. En éste hay una que me ha hecho pensar.
– ¿En qué?
– En nuestra última clave, eso de «suena dear». Nosotros pensamos en la acepción de «caro» o «querido», ¿cierto?
Ella asintió con la cabeza.
– Pero puede ser un homónimo con otro significado.
– No te sigo -dijo ella sentándose sobre una pierna doblada e inclinándose interesada.
– A lo mejor quiere indicarnos que no es d-e-a-r sino d-e-e-r, «ciervo».
Siobhan frunció el entrecejo.
– Y entonces quedaría «B4 Law escocés deer». ¿Me lo parece, o ahora tiene aún menos sentido?
– Si tú lo dices… -replicó él encogiéndose de hombros y mirando de nuevo hacia fuera.
– No seas así -exclamó ella dándole una palmada en la pierna.
– ¿Es que eres tú la única que puede enfadarse?
– Perdona.
Grant la miró y vio que sonreía.
– Así está mejor -dijo-. ¿No había una historia sobre el origen del nombre de Holyrood? ¿Un rey de la Antigüedad que asaeteó a un ciervo?
– No tengo ni idea.
– Perdonen que haya escuchado lo que estaban diciendo -interrumpió la mujer de la mesa contigua dejando el libro-. Fue David el Primero en el siglo doce -añadió.
– ¿Ah, sí? -dijo Siobhan.
– Estaba cazando -continuó la mujer sin hacer caso de su tono hiriente- cuando un ciervo lo derribó en el suelo atrapándolo entre la cornamenta; él se agarró a ella y vio que se transformaba en una cruz y el venado desaparecía. Holyrood significa «santa cruz». El rey vio en ello un signo del cielo y mandó construir la abadía.
– Gracias -dijo Grant Hood. La mujer le dirigió una inclinación de cabeza y volvió a su lectura-. Es agradable dar con personas cultas -añadió dirigiéndose a Siobhan, quien entornó los ojos y arrugó la nariz-. A lo mejor es una clave que tiene algo que ver con el palacio de Holyrood.
– Y una de las habitaciones sería la B 4, como un aula de colegio -añadió Siobhan.
Grant se percató de que hablaba en broma.
– O podría formar parte de una ley escocesa relacionada con Holyrood, podría ser otra conexión con la realeza, como lo de Victoria.
– Tal vez -dijo Siobhan.
– Tendríamos que consultar a algún amigo abogado.
– ¿Podría servir uno de la fiscalía? -preguntó ella-. Yo conozco a alguien.
Los juzgados estaban en un nuevo edificio en Chambers Street frente al complejo del museo de Escocia. Grant volvió corriendo a Grassmarket para echar monedas en el parquímetro, a pesar de las protestas de Siobhan, que aseguraba que les saldría más barato pagar una multa, mientras ella entraba en los juzgados a preguntar hasta que localizó a Harriet Brough. La abogada llevaba también aquel día un traje sastre de tweed con medias grises y zapatos negros planos. Siobhan advirtió que tenía unos bonitos tobillos.
– Qué grata sorpresa, querida -dijo Brough estrechándole afectuosamente la mano un buen rato-. De verdad que es muy grato verla.
Siobhan reparó en que el maquillaje acentuaba aún más sus arrugas y le daba un aspecto chabacano.
– Espero no molestarla -dijo.
– En absoluto. ¿Ha venido a algún juicio?
Se hallaban en el espacioso vestíbulo por el que discurrían bedeles y letrados, guardias de seguridad y parejas con cara de aflicción. Allí se juzgaba a inocentes y culpables y se dictaminaban sentencias.
– No, es que tengo un problema y he pensado que tal vez podría ayudarme.
– Con mucho gusto.
– Se trata de una nota que he encontrado, que quizás esté relacionada con un caso, pero parece ser una especie de código.
– ¡Qué apasionante! -dijo la abogada abriendo animada los ojos-. Vamos a buscar sitio para sentarnos y me lo explica.
Encontraron un banco libre y Brough leyó la nota a través del plástico de la bolsita mientras Siobhan la miraba vocalizar las palabras.
– Se trata de una investigación sobre una persona desaparecida, que creemos que participaba en un juego -dijo Siobhan.
– ¿Y hay que resolver este acertijo para seguir adelante? Sí que es curioso.
En ese momento llegó Grant casi sin aliento y Siobhan los presentó.
– ¿Hay alguna solución? -preguntó Hood. Siobhan negó con la cabeza y él miró a la abogada-. ¿Tiene algún sentido B4 en la ley escocesa? ¿Algo así como un párrafo o una sección?
– Querido joven -respondió ella riendo-, podría haber cientos de referencias, aunque más probable en la forma 4B que B4. Por regla general, el numeral precede a la letra.
Hood asintió con la cabeza.
– ¿Sería, entonces, párrafo cuatro, sección b?
– Exacto.
– La primera clave -terció Siobhan- tenía una conexión monárquica y la solución era Victoria, y ahora nos preguntamos si ésta no tendrá algo que ver con Holyrood -añadió explicándole su hipótesis.
Brough volvió a mirar la nota.
– Bueno, ustedes son más inteligentes que yo -dijo la letrada-. Tal vez mi mentalidad de jurista sea muy literal -añadió devolviendo la nota a Siobhan, aunque la cogió de nuevo-. A lo mejor, la referencia a la ley escocesa es para despistar.
– ¿Qué quiere usted decir? -preguntó Siobhan.
– Que si han querido hacer enrevesada la clave, lo habrán puesto para desviar la atención.
Siobhan miró a Hood, quien se encogió de hombros. Brough señaló la nota.
– Algo que aprendí cuando hacía excursionismo es que law en escocés significa «monte» -dijo.
Rebus llamó al director del hotel Huntingtower.
– Entonces, ¿lo conservan ustedes?
– No podría asegurárselo -contestó el director.
– ¿Puede comprobarlo o preguntar por si alguien recuerda algo?
– Puede que lo tiraran al hacer alguna reforma.
– No sabe cuánto aprecio su constructiva actitud, señor Ballantine.
– Quizás el que lo encontró…
– El que lo encontró dice que lo entregó en el hotel.
Rebus había llamado al Courier para hablar con el periodista que había cubierto el caso y, ante la curiosidad de éste, él le había informado del hallazgo de otro ataúd en Edimburgo, haciendo hincapié en que no tenía la menor relación porque no quería que la prensa metiera la nariz. El periodista le había facilitado el nombre del cazador que lo había encontrado y éste informó a su vez a Rebus que lo había entregado en el hotel.
– Bien, no le prometo nada… -añadió el director.
– Llámeme tan pronto como sepa algo -dijo Rebus repitiéndole su nombre y número de teléfono-. Es urgente, señor Ballantine.
– Haré lo que pueda -respondió el director con un suspiro.
Rebus colgó y miró hacia la otra mesa, en donde Ellen Wylie estaba sentada con Donald Devlin. El anciano llevaba otra chaqueta de punto, ésta con casi todos los botones. Recopilaban los dos buscando las notas de la autopsia sobre el caso de la ahogada de Glasgow y por la expresión de Wylie comprendió que no los acompañaba la suerte. Devlin había arrimado su silla a la de Wylie y permanecía inclinado a muy poca distancia mientras ella hablaba por teléfono; quizá sólo trataba de escuchar, pero Rebus advirtió que a Wylie no le gustaba y trataba de apartarse torciendo el cuerpo y dando la espalda al patólogo. De momento no había cruzado ninguna mirada con Rebus.
Hizo una anotación sobre Huntingtower y volvió al teléfono. El caso del ataúd de Glasgow era más enredado porque la periodista que cubrió la noticia había cambiado de periódico y en la redacción nadie recordaba el caso. Finalmente consiguió el número del pastor protestante de la iglesia en cuestión y habló con el reverendo Martine.
– ¿Tiene usted idea de dónde fue a parar el ataúd?
– Creo que se lo llevó la periodista -contestó el cura.
Rebus le dio las gracias, volvió a llamar al periódico y pudo finalmente hablar con el jefe de redacción, a quien tuvo que explicarle el hallazgo del «ataúd de Edimburgo», siempre precisando que no creía que existiese relación alguna.
– Ese ataúd de Edimburgo, ¿dónde lo encontraron exactamente?
– Cerca del castillo -respondió Rebus como quitándole importancia, aunque imaginándoselo tomando nota, tal vez con intención de dar seguimiento a la noticia.
Transcurridos un par de minutos, le pasaron con la sección de personal y al fin le facilitaron la dirección de la periodista en cuestión, Jenny Gabriel, en Londres, explicándole que se había marchado a trabajar a un diario de gran formato, que es lo que siempre había deseado.
Rebus salió a comprar café y bollos y cuatro periódicos: el Times, el Telegraph, el Guardian y el Independent, de los que repasó los pies de artículo sin encontrar el nombre de Jenny Gabriel, pero no se desanimó y se dispuso a llamar a los cuatro rotativos preguntando por ella. Al tercer intento, la telefonista le dijo que aguardase. Mientras le pasaba la comunicación vio cómo Devlin dejaba caer migas de bollo en la mesa de Wylie.
– Le paso.
Era la palabra más alentadora que había oído en todo el día.
– Noticias.
– Con Jenny Gabriel, por favor.
– Al habla.
Volvió a repetir la historia.
– ¡Dios mío, de eso hace veinte años! -exclamó la periodista.
– Más o menos -dijo Rebus-. Supongo que no conservará la muñeca.
– Pues no.
A Rebus se le cayó el alma a los pies en cierto modo.
– Cuando me vine al sur se la di a un amigo a quien siempre le había fascinado.
– ¿Podría tal vez ponerme en contacto con él?
– Un momento; le daré el número… -Se hizo una pausa y Rebus se entretuvo en desmontar el mecanismo de su bolígrafo, comprobando que no tenía la menor idea sobre su funcionamiento: el muelle, la funda, el recambio… Sabía montarlo pero no lo entendía-. Precisamente ahora vive en Edimburgo -añadió Jenny Gabriel, y le dio el teléfono de su amigo Dominic Mann.
– Muchas gracias -dijo Rebus, y colgó.
Dominic Mann no estaba en casa, pero el contestador automático le facilitó el número de un móvil, en el que sí obtuvo respuesta.
– Diga.
– ¿Dominic Mann?
Rebus volvió a contar su historia y esta vez tuvo suerte. Mann conservaba el ataúd y podía llevárselo a Saint Leonard más tarde.
– Se lo agradezco de veras -dijo Rebus-. Es curioso que lo haya conservado tantos años…
– Pensaba utilizarlo en una de mis instalaciones.
– ¿Qué instalaciones?
– Yo soy pintor. Bueno, lo era. Ahora dirijo una galería.
– ¿Ya no pinta?
– Poca cosa. Menos mal que no lo utilicé porque ahora formaría parte de algún cuadro y a lo mejor lo habría vendido.
Rebus le dio las gracias y colgó. Devlin había terminado el bollo mientras que Wylie había dejado a un lado el suyo, del que el anciano no apartaba los ojos. El caso del ataúd de Nairn resultó más fácil y con dos llamadas obtuvo lo que quería. Un periodista le dijo que aguardase mientras iba a mirarlo y no tardó en llamarle y darle un número de teléfono de Nairn cuyo propietario pudo al fin averiguar que lo guardaba un vecino en su cobertizo.
– ¿Quiere que se lo envíe por correo?
– Sí, por favor. Urgente -dijo Rebus pensando en que podría enviar un coche a recogerlo de no ser por las limitaciones presupuestarias. No era el primer memorándum interno que recibían al respecto.
– ¿Y los gastos?
– Adjunte su nombre y señas y se le reembolsará.
El hombre hizo una pausa pensándoselo.
– Bueno, sí, de acuerdo. Me fío de usted.
– ¿De quién va a fiarse si no es de la policía?
Colgó y miró otra vez a la mesa de Wylie.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó.
– Nada aún -respondió ella en tono irritado y cansado.
Devlin se levantó dejando caer migas de su regazo, preguntó dónde estaban los servicios y Rebus se lo indicó. El hombre echó a andar, pero se detuvo ante su mesa.
– No sé cómo decirle lo que me divierte esto -dijo.
– Menos mal que hay alguien contento, profesor.
– Creo que está usted en su elemento -dijo Devlin sonriente apuntando con el dedo a la solapa de Rebus antes de abandonar la sala.
Rebus se acercó a la mesa de Wylie.
– Más vale que te comas ese bollo si no quieres que se le caiga la baba a Devlin.
Ella lo pensó y finalmente lo partió en dos y se llevó un trozo a la boca.
– He solucionado lo de las muñecas. Hay dos localizadas y otra posible -explicó Rebus.
Wylie dio un sorbo al café para deglutir el esponjoso bocado.
– Pues le ha ido mejor que a nosotros -dijo ella mirando el otro trozo y tirándolo a la papelera-. No has visto nada -añadió.
– Al profesor Devlin le disgustará.
– Eso espero.
– Ten en cuenta que ha venido a ayudarnos.
– Huele mal -replicó ella mirándolo.
– ¿Ah, sí?
– ¿No lo ha notado?
– Pues no.
Wylie lo miró de un modo que daba a entender que la respuesta lo decía todo sobre su persona y luego dejó caer los hombros desalentada.
– ¿Por qué me escogió a mí? No sirvo para nada. Lo demostré ante la prensa y las cámaras de televisión. Lo sabe todo el mundo. ¿Es que le gustan las inválidas o qué?
– Mi hija está inválida -replicó él sin alzar la voz.
– Por Dios, no era mi intención… -dijo ella ruborizándose.
– Pero sí que te diré que la única persona que por lo visto tiene problemas con Ellen Wylie es Ellen Wylie.
Ella se había llevado la mano al rostro como si tratara de borrar su rubor.
– Eso dígaselo a Gill Templer -replicó al fin.
– Gill fastidió las cosas, simplemente, pero no es el fin del mundo. -Sonó su teléfono e hizo ademán de dirigirse a su mesa-. ¿De acuerdo? -añadió, y esperó a que ella asintiese con la cabeza antes de ir a contestar la llamada.
Era del Hotel Huntingtower comunicándole que habían encontrado el ataúd en un sótano donde guardaban objetos olvidados, entre paraguas, gafas, sombreros, abrigos y cámaras fotográficas.
– Es asombrosa la cantidad de objetos que tenemos -añadió el señor Ballantine.
Pero a Rebus sólo le interesaba el ataúd.
– ¿Puede enviarlo por correo urgente? Le reembolsaremos…
Cuando regresó Devlin, Rebus andaba tras la pista del ataúd de Dunfermline, pero no tuvo éxito: ni la policía ni la prensa local sabían adonde había ido a parar. Le prometieron indagar. Rebus no abrigaba muchas esperanzas. Era un asunto de hacía casi treinta años y no iba a ser fácil aclarar nada. En la otra mesa, Devlin aplaudía en silencio mientras Wylie terminaba otra llamada y miraba a Rebus.
– Van a enviar los informes de la autopsia de Hazel Gibbs -dijo Wylie.
Rebus sostuvo su mirada y luego asintió despacio con la cabeza. Volvió a sonar su teléfono. Esta vez era Siobhan.
– Voy a hablar con David Costello -dijo Siobhan-. Si no estás ocupado…
– Pensaba que trabajabas en equipo con Grant.
– La jefa se lo ha llevado un par de horas.
– ¿Ah, sí? A ver si es para ofrecerle tu puesto de enlace de prensa.
– No me calientes la cabeza. Bueno, ¿vienes o no?
Costello estaba en su piso y les abrió la puerta sorprendido. Siobhan le dijo que no le llevaban ninguna mala noticia, pero él no pareció creérselo.
– ¿Podemos pasar, David? -preguntó Rebus.
Costello lo miró y asintió despacio. Rebus advirtió que vestía igual que la última vez y que la sala estaba sucia. Además, el joven estaba sin afeitar, lo que parecía avergonzarlo un poco porque se pasaba la mano por las mejillas.
– ¿No hay ninguna novedad? -inquirió sentándose en el futón sin invitar a Rebus y a Siobhan a hacer lo propio.
– Sólo datos deslavazados -dijo Rebus.
– ¿No pueden dar más detalles? -preguntó Costello buscando una postura cómoda.
– En realidad, David -dijo Siobhan-, es por algunos de esos detalles por lo que hemos venido -añadió tendiéndole un papel.
– ¿Qué es esto? -preguntó él.
– La primera clave de un juego. Un juego en el que participaba Flip.
– ¿Qué clase de juego? -inquirió Costello enderezándose y mirando de nuevo el mensaje.
– Algo de Internet. Lo dirige un tal Programador y los jugadores a medida que resuelven las claves pasan a otro nivel. Flip estaba resolviendo la clave del nivel llamado Hellbank y no sabemos si había llegado al final.
– ¿Flip? -dijo el joven en tono escéptico.
– ¿No te había contado nada?
Costello negó con la cabeza.
– Ni una palabra -añadió mirando hacia Rebus, que había cogido un libro de poesía.
– ¿No le atraían particularmente los juegos? -preguntó Siobhan.
Costello se encogió de hombros.
– Los de sobremesa, las charadas y cosas por el estilo, el Trivial y el Tabú.
– Pero ¿no los juegos virtuales o de rol?
Costello negó despacio con la cabeza.
– ¿Nada en Internet?
El joven volvió a pasarse la mano por la barba.
– Es la primera noticia -dijo mirando a uno y otro-. ¿Están seguros de que se trata de Flip?
– Completamente -respondió Siobhan.
– ¿Y creen que tiene algo que ver con su desaparición?
Siobhan se encogió de hombros y miró a Rebus por si tenía algo que preguntar, pero él estaba ensimismado en sus pensamientos recordando que la madre de Philippa Balfour había dicho que el joven la había predispuesto contra sus padres y que, al preguntarle él por qué motivo, ella le había contestado: «Por ser quien es».
– Este poema es muy interesante -dijo alzando el libro, que era más bien un folleto con grabados, y recitando un par de versos-: «No se muere por ser malo, se muere por estar disponible».
Cerró el libro y lo dejó en su sitio.
– Nunca me lo había planteado así -dijo Rebus-, pero es cierto. -Hizo una pausa para encender un cigarrillo-. David, ¿recuerdas aquello de lo que hablamos? -añadió aspirando el humo y haciendo ademán de pasar el paquete a Costello, quien rehusó con la cabeza. Vio que la media botella de whisky estaba vacía junto con seis latas de cerveza en el suelo junto a la cocina, además de vasos, platos, tenedores y envoltorios de comida para llevar. Pese a que había pensado que Costello no era bebedor, tal vez tendría que cuestionarse aquella opinión-. Te pregunté si Flip había conocido a alguien y me dijiste que te lo habría dicho, que ella era incapaz de callarse algo.
Costello asintió con la cabeza.
– Pero ahora resulta que hemos averiguado que participaba en un juego, un juego que no era ninguna simpleza, un montón de acertijos y juegos de palabras, y en el que habría necesitado ayuda.
– A mí no me la pidió.
– ¿Y nunca habló de Internet ni de un tal Programador?
Costello dijo que no.
– Bueno, ese Programador, ¿quién es?
– No lo sabemos -contestó Siobhan acercándose al libro.
– Acabará poniéndose en contacto con ustedes, supongo.
– Sí que nos gustaría -añadió Siobhan cogiendo de la estantería un soldadito de plomo-. Esto es de un juego, ¿no?
– ¿Ah, sí? -dijo Costello mirándolo.
– ¿No es de un juego tuyo?
– No sé ni de dónde ha salido.
– Desde luego, en la guerra ha estado -añadió ella examinando el fusil roto.
Rebus miró al ordenador portátil de Costello, que esperaba encendido junto a unos libros de texto, sobre la encimera; había una impresora en el suelo.
– Supongo que estarás conectado a la red, David -dijo.
– Como todo el mundo.
Siobhan esbozó una sonrisa y dejó el soldadito de plomo.
– El inspector Rebus sigue peleándose con la máquina de escribir eléctrica.
Rebus comprendió que trataba de ablandar al joven ridiculizándolo a él.
– Para mí, la red es lo que intenta defender el portero en el fútbol -dijo Rebus.
La frase suscitó una sonrisa de Costello. «Por ser quien es…» Pero ¿quién era realmente Costello? A Rebus comenzaba a intrigarle.
– Si Flip no te dijo nada al respecto, David -añadió Siobhan-, ¿no habrá más cosas sobre las que guardó el secreto?
Costello asintió con la cabeza de nuevo. Seguía rebulléndose en el futón como si no acabara de encontrar la postura.
– A lo mejor, en el fondo, yo no la conocía -dijo, volviendo a leer la clave-. ¿Saben lo que quiere decir esto?
– Siobhan lo ha resuelto -contestó Rebus-, pero simplemente llevaba a otro acertijo.
Siobhan le tendió la copia de la segunda nota.
– Es aún menos comprensible que la primera -dijo Costello-. La verdad es que no puedo creer que Flip estuviera en ello. No me la imagino con algo así -añadió devolviéndole la nota.
– ¿Y sus amigos? -preguntó Siobhan-. ¿Sabes de alguno a quien le gusten los juegos y los acertijos?
– ¿Cree que alguno ha podido…? -inquirió él mirándola.
– Únicamente me planteo si Flip recurriría a otra persona en busca de ayuda.
Costello reflexionó un instante.
– A nadie -dijo al fin-. No se me ocurre nadie.
Siobhan retiró de su mano la segunda nota.
– ¿Y ésa? -preguntó él-. ¿Sabe lo que significa?
Ella miró la clave, quizá por enésima vez.
– No -contestó-. Aún no.
Después de la visita a Costello, Siobhan llevó a Rebus de vuelta a Saint Leonard; durante el trayecto fueron callados los primeros minutos. El tráfico era horroroso; parecía que a medida que pasaban las semanas se anticipara la hora punta.
– ¿Tú qué crees? -preguntó ella rompiendo el silencio.
– Creo que habríamos llegado antes a pie.
Era más o menos la respuesta que ella esperaba.
– En tus ataúdes con muñecas también hay algo de juego, ¿no?
– Un juego bien raro, en mi opinión.
– Tan raro como hacer un concurso por Internet.
Rebus asintió con la cabeza sin hacer más observaciones.
– Es que no quiero ser la única que ve una relación entre las dos cosas -añadió ella.
– ¿Tengo que ser yo? -replicó Rebus-. De todos modos, la posibilidad existe, ¿no crees?
Siobhan hizo un gesto afirmativo.
– Siempre que haya un vínculo entre todas las muñecas -añadió.
– Sí, ya -dijo él-. Mientras tanto, convendría averiguar los antecedentes del señor Costello.
– A mí me pareció bastante sincero. Cuando nos abrió la puerta puso cara de temerse lo peor. Además, ya se han comprobado sus antecedentes, ¿no?
– Eso no quiere decir que no hayamos pasado algo por alto. Si no recuerdo mal, le asignaron la investigación a Hi-Ho Silvers, que es tan gandul que piensa que la pereza es un deporte olímpico. ¿Y tú qué haces? -añadió medio vuelto hacia ella.
– Yo trato de aparentar que hago algo.
– Quiero decir que qué haces ahora.
– Creo que me marcharé a casa y lo dejaré ya por hoy.
– Ve con cuidado, que a la jefa Templer le gusta que sus policías cumplan el turno de ocho horas.
– En ese caso, ella me debe bastantes… y a ti no digamos. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste un turno sólo de ocho horas?
– En septiembre de 1986 -contestó Rebus, haciéndola sonreír.
– ¿Qué tal va lo del piso?
– Ya casi han acabado de cambiar la instalación eléctrica y ahora van a venir los pintores.
– ¿Ya has encontrado algo para comprar?
Él negó con un gesto.
– Te pica el gusanillo, ¿verdad?
– Si quieres venderlo, allá tú.
– Ya sabes a lo que me refiero -replicó él mirándola serio.
– ¿A Programador? -inquirió ella pensándolo-. Casi me divertiría si…
– ¿Si qué?
– Si no tuviera la impresión de que él también se divierte.
– ¿Manipulándote?
Siobhan asintió con la cabeza.
– Lo mismo que hizo con Philippa Balfour.
– Sigues pensando que es un hombre -dijo Rebus.
– Por pura comodidad -añadió ella. Se oyó sonar un móvil-. Es el mío -aclaró al ver que Rebus echaba mano al bolsillo. Ella lo llevaba conectado al pequeño cargador junto al casete; pulsó un botón y se oyó la comunicación a través de un altavoz incorporado.
– ¡Un manoslibres! -exclamó Rebus admirado.
– Diga.
– ¿La agente Clarke?
Siobhan reconoció la voz.
– ¿Señor Costello? ¿Qué desea?
– Es que he estado pensando en lo que dijo sobre juegos y cosas similares…
– ¿Y?
– Pues que conozco a alguien que es aficionado a esas cosas. Mejor dicho, lo conoce Flip…
– ¿Cómo se llama?
Siobhan miró a Rebus, que ya tenía el bloc y el bolígrafo preparados.
David Costello dijo el nombre, pero no se le oyó bien.
– Perdón -dijo Siobhan-, ¿podrías repetirlo? Esta vez lo oyeron los dos perfectamente: «Ranald Marr». Siobhan frunció el entrecejo y Rebus asintió con la cabeza. Sabía muy bien quién era Ranald Marr: el socio de John Balfour, el director del banco en Edimburgo.
La comisaría estaba tranquila. Los policías habían terminado su turno o estaban en Gayfield Square, aparte de los que andarían completando la indagación puerta por puerta, pero habían reducido los equipos porque casi no quedaba nadie por interrogar. Era una jornada más sin rastro de Philippa Balfour y con la incógnita de si estaba viva. No se detectaba ningún movimiento en sus tarjetas de crédito ni en sus cuentas bancarias, ni nadie se había puesto en contacto con los padres. En la comisaría se dijo que Bill Pryde perdió en un momento dado los estribos, haciendo volar la carpeta portapapeles por todo el departamento, y que todos tuvieron que agacharse para que no los golpease.
John Balfour presionaba y concedía entrevistas a la prensa criticando la falta de eficacia policial, y el jefe de policía había exigido un informe a su ayudante, lo que, en consecuencia, significaba que Carswell no dejaba en paz a nadie. A falta de nuevas pistas se repetían los interrogatorios por segunda y tercera vez, y en el cuerpo todos andaban nerviosos y crispados. Rebus trató inútilmente de hablar con Bill Pryde en Gayfield y llamó a la Central para hablar con Claverhouse u Ormiston, de la sección segunda de la Brigada Criminal. Fue Claverhouse quien cogió el teléfono.
– Soy Rebus. Necesito un favor.
– ¿Y qué te hace pensar que esté dispuesto a hacértelo?
– ¿Eres siempre tan amable?
– ¡Rebus, vete a la mierda!
– No es que no quiera, pero está llena de gente que enviaste allí, incluida tu mamá, que dice que te quiere mucho.
Era el modo de tratar con Claverhouse, exagerando el sarcasmo.
– Hizo bien, porque sabe que soy un cabrón, lo que me hace volver a la primera pregunta.
– ¿La de tono amable? Bien, digamos entonces que cuanto antes me ayudes antes puedo irme al pub a emborracharme.
– Hostia, hombre, ¿por qué no lo has dicho antes? A ver, dime.
– Necesito una información.
– ¿De quién?
– De la policía irlandesa de Dublín.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el novio de Philippa Balfour. Quiero sus antecedentes.
– Yo he apostado diez libras a dos contra uno a que es culpable.
– Razón de más para que me ayudes.
Claverhouse reflexionó un instante.
– Dame un cuarto de hora, pero no te muevas de ese teléfono.
– Aquí estaré.
Rebus colgó y se recostó en la silla, pero advirtió algo al fondo de la sala; era el viejo sillón de Watson. Seguro que Gill Templer lo había dejado allí por si alguien lo quería. Lo llevó rodando hasta su mesa y se sentó cómodamente en él. Pensó en lo que le había dicho a Claverhouse: «… antes puedo irme al pub a emborracharme». Era pura broma, pero una parte de su ser lo ansiaba realmente, tenía necesidad de ese estado de olvido que sólo la bebida procura. Olvido era el nombre de uno de los grupos de Brian Auger, Oblivion Express, y él tenía su primer disco, A Better Land, que para su gusto era excesivamente jazzístico. Sonó el teléfono y lo cogió, pero no dejaba de sonar. Era su móvil. Lo sacó del bolsillo y lo arrimó a su oreja.
– Diga.
– ¿John?
– Hola, Jean. Iba a llamarle.
– ¿No le interrumpo?
– En absoluto. ¿Le ha estado dando mucho la lata ese periodista?
Sonó el teléfono de la mesa. Probablemente, Claverhouse. Se levantó de la poltrona de Watson, cruzó el departamento y salió al pasillo.
– No se preocupe -dijo Jean-. He estado haciendo averiguaciones tal como me pidió, pero me temo que no be descubierto gran cosa.
– No tiene importancia.
– Pues me ha ocupado todo el día…
– Si le parece, mañana me lo explica.
– ¿Mañana? Muy bien.
– A menos que esté libre esta noche…
– Ah. -Se hizo una pausa-. Es que prometí a una amiga pasar a verla porque acaba de tener un niño.
– Me alegro.
– Lo siento.
– No se preocupe. Nos vemos mañana. ¿Le parece bien venir a la comisaría?
– De acuerdo.
Convinieron la hora y Rebus volvió al departamento de Investigación Criminal. Le daba la impresión de que a ella le complacía que le hubiera propuesto verse aquella noche. Seguro que era lo que esperaba; indicio de que seguía interesada y de que no se trataba exclusivamente de trabajo.
O a lo mejor se estaba haciendo ilusiones.
En la mesa llamó a Claverhouse.
– Me has decepcionado, tío -dijo Claverhouse.
– Te dije que no me apartaba de la mesa y así ha sido.
– Pues ¿cómo es que no cogías el teléfono?
– Es que he tenido una llamada en el móvil.
– ¿De alguien que significa para ti más que yo? Estoy muy dolido.
– Era mi corredor de apuestas, a quien debo más de doscientas libras.
Claverhouse guardó silencio un instante.
– De eso sí que me alegro -dijo-. Bueno, pide hablar con Declan Macmanus.
– ¿No era ése el verdadero nombre? -dijo Rebus frunciendo el ceño.
– Bueno, es evidente que se lo pasó a alguien que lo necesitaba. -Claverhouse le dio el número de Dublín, incluido el código internacional-. Aunque no creo que esos tacaños de Saint Leonard te permitan poner una conferencia internacional -añadió.
– Hay que rellenar formularios -dijo Rebus-. Gracias por tu ayuda, Claverhouse.
– ¿Vas ahora a tomarte esa copa?
– Creo que es lo mejor. No quiero estar consciente cuando dé conmigo mi corredor de apuestas.
– Haces muy bien. Un brindis por los caballos perdedores y el buen whisky.
– Lo mismo digo -añadió Rebus colgando.
Claverhouse tenía razón; en Saint Leonard estaba prohibido hacer llamadas internacionales desde los teléfonos con línea exterior, pero Rebus decidió hacerla desde el del despacho de la jefa. El único problema era que Gill Templer había cerrado con llave. Reflexionó un instante y recordó que Watson tenía una llave de repuesto para casos urgentes, y se agachó para buscarla debajo del felpudo. Efectivamente, la llave seguía allí. Abrió y cerró con llave una vez dentro.
Miró el nuevo sillón, pero decidió permanecer de pie, recostado en el borde de la mesa, sin poder evitar pensar en el cuento de los tres osos. ¿Quién se ha sentado en mi sillón? ¿Quién ha llamado con mi teléfono?
Respondieron a su llamada al cabo de seis timbrazos.
– ¿Puedo hablar con… -de pronto se percató de que no sabía el rango de Macmanus- Declan Macmanus, por favor.
– ¿De parte de quién?
La voz de la mujer tenía ese tono seductor irlandés. Rebus se la imaginó con pelo negro y entrada en carnes.
– El inspector John Rebus, de la policía de Lothian y Borders, en Escocia.
– Un momento, por favor.
Mientras aguardaba, la imagen de un cuerpo carnoso se transformó en una jarra de Guinness servida hasta el borde lentamente.
– ¿Inspector Rebus?
Era una voz nítida y categórica.
– Me ha dado su número el inspector Claverhouse, de la Brigada Criminal escocesa.
– Una amabilidad por su parte.
– A veces no lo puede evitar.
– Bien, ¿qué es lo que desea?
– No sé si tendrá noticia de un caso nuestro sobre una desaparecida: Philippa Balfour.
– ¿La hija del banquero? La noticia aparece en todos los periódicos locales.
– ¿Debido a la relación con David Costello?
– Los Costello son muy conocidos, inspector. Forman parte de la élite social dublinense.
– Usted estará mejor informado que yo; por eso le llamo.
– Ah, ya.
– Quisiera saber más detalles sobre los padres de David -añadió Rebus comenzando a garabatear en una hoja-. Sin duda serán personas sin tacha, pero me quedaría más tranquilo con una confirmación oficial.
– No sé si puedo garantizarle que su reputación sea impecable.
– ¿Ah, no?
– En todas las familias hay trapos sucios, ¿no es cierto?
– Supongo que sí.
– Quizá pueda enviarle una lista de la lavandería de los Costello. ¿Qué le parece?
– Estupendo.
– ¿Tiene ahí número de fax?
Rebus se lo dictó.
– Tendrá que poner el prefijo internacional -añadió.
– Sí, claro. ¿Cuán confidencial va a ser esta información?
– Todo lo confidencial que yo pueda hacerla.
– Bien, en ese caso confío en su palabra. ¿Le gusta el rugby, inspector?
Rebus sintió que debía decir que sí.
– Sólo como simple espectador -contestó.
– Quiero ir a Edimburgo para la final de las Seis Naciones. A ver si nos vemos y tomamos una copa.
– Con mucho gusto. Le daré un par de números -dijo, y le pasó el de la comisaría y el de su móvil.
– No dejaré de llamarle.
– Hágalo. Lo invitaré a un buen whisky.
– Le tomo la palabra. -Una pausa-. En realidad no le gusta nada el rugby, ¿verdad?
– No -contestó Rebus, y oyó que el irlandés se echaba a reír.
Colgó pensando en que se había quedado sin saber qué rango tenía Macmanus ni ningún detalle sobre él. Miró los garabatos que había hecho en la hoja durante la conversación y vio que eran media docena de ataúdes. Aguardó veinte minutos a ver si llegaba el fax de Irlanda, pero la máquina no salió de su mutismo.
Fue primero al Maltings y después al Royal Oak y luego entró en el Swany's. Se tomó la habitual Guinness para empezar. Hacía mucho que no probaba aquella cerveza; estaba buena pero llenaba y sabía que no podía tomarse muchas. Cambió a una Indian Pale y finalmente pidió un Laphroaig con un pelín de agua. A continuación cogió un taxi para ir al Oxford, donde dio cuenta del último panecillo de buey con remolacha de la bandeja del mostrador, seguido de un plato de huevos a la escocesa. Allí pidió otra Indian Palé para acompañar la colación. Vio a clientes conocidos, pero el salón de atrás estaba lleno de estudiantes y en el de la entrada la gente apenas hablaba, como si lo que se oía arriba fuera de algún modo blasfemo. Atendía la barra Harry y se notaba que estaba deseando que se fueran los juerguistas. Cuando uno de ellos se acercó a pedir otra ronda, el camarero le hizo una serie de observaciones en la línea de «pronto os marcharéis a una discoteca, la noche es joven…», pero el joven barbilampiño se limitó a sonreír como lelo sin decir nada. Harry negó con la cabeza, disgustado, y una vez que el joven se hubo alejado con la bandeja cargada de jarras de cerveza en precario equilibrio, uno de los clientes dijo que estaba perdiendo facultades, pero la sarta de blasfemias que profirió el interesado fue para los presentes prueba de todo lo contrario.
Rebus había ido al Oxford con la vana esperanza de apartar de su mente los ataúdes de juguete, pero no se le iba de la cabeza que tenían que ser obra de una misma persona: un asesino; y se preguntaba si no habría más ejemplares pudriéndose quizás en algún monte perdido, ocultos en grietas o guardados en cobertizos como una macabra decoración por quienes los habían encontrado. De momento tenía los de Arthur's Seat, el de Los Saltos y los cuatro de Jean. En su opinión, había en todo ello una continuidad que lo espantaba. «A mí que me incineren o que me cuelguen de un árbol como hacen los aborígenes -pensó-. Cualquier cosa menos meterme en un estrecho ataúd; lo que sea.»
Se abrió la puerta y todos se volvieron a mirar. Rebus se irguió tratando de no delatar su sorpresa. Era Gill Templer, quien inmediatamente reparó en él y sonrió y procedió a desabrocharse el abrigo y quitarse la bufanda.
– Me imaginé que te encontraría aquí -dijo-. Te telefoneé a casa pero me salió el contestador.
– ¿Qué quieres tomar?
– Un gin-tonic.
Harry lo había oído y se acercó con un vaso en la mano.
– ¿Con hielo y limón? -preguntó.
– Sí, por favor.
Rebus advirtió que los de la barra se habían apartado un poco para procurarles algo de intimidad en el estrecho espacio. Pagó la consumición y contempló a Gill, que se la bebió de un trago.
– Me hacía falta -dijo ella.
– Salud -repuso Rebus alzando su vaso y brindando con ella. Después echó un trago.
Gill sonrió.
– Perdona -dijo-, ha sido una descortesía por mi parte.
– ¿Has tenido un día agitado?
– Un poco.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Un par de cosas. Primero, que, como de costumbre, no te has preocupado de tenerme al corriente de la investigación.
– No hay mucho de lo que informar.
– ¿Es un callejón sin salida, entonces?
– No he dicho eso. Necesito unos días más -dijo Rebus alzando el vaso.
– Y después está lo de la cita con el médico.
– Sí, ya. Iré; te lo prometo -respondió asintiendo con la cabeza por encima de la cerveza-. Por cierto, ésta es la primera que tomo esta noche.
– Sí, cómo no -musitó Harry sin dejar de secar vasos.
Gill sonrió sin apartar la mirada de Rebus.
– ¿Cómo van las cosas con Jean? -preguntó.
Rebus se encogió de hombros.
– Bien. Ella está analizando la faceta histórica.
– ¿Te gusta?
Rebus la miró.
– ¿Es gratis el servicio de casamentera?
– Era simple curiosidad.
– ¿Y has venido hasta aquí para preguntármelo?
– Jean ya sufrió lo suyo por culpa de un alcohólico. Su ex marido.
– Me lo ha contado. No te preocupes.
Gill bajó la mirada hacia su copa.
– ¿Qué tal va Ellen Wylie?
– No tengo ninguna queja.
– ¿Te ha dicho algo de mí?
– Pues no.
Rebus había terminado su cerveza y alzó el vaso para indicarle a Harry que le sirviera otra. El camarero dejó el paño de secar y se la puso. Rebus se sentía incómodo con Gill allí de improviso; no le agradaba que los clientes habituales estuvieran oyendo lo que hablaban, y ella pareció advertirlo.
– ¿Preferirías hablar en la oficina?
Él se encogió de hombros.
– ¿Y tú, qué tal estás? ¿Te gusta el nuevo trabajo? -preguntó.
– Creo que me adaptaré.
– Seguro que sí -dijo él señalando el vaso con el dedo, ofreciéndole otra ginebra con tónica, pero ella rehusó.
– Tengo que irme. Simplemente quería beber algo antes de volver a casa.
– Yo también -dijo Rebus haciendo ademán evidente de consultar el reloj.
– Tengo el coche…
Rebus negó con la cabeza.
– Prefiero andar para estar en forma.
Harry lanzó un resoplido mientras Gill se arropaba con la bufanda.
– Bueno, entonces tal vez nos vemos mañana -dijo ella.
– Ya sabes dónde tengo la mesa.
Gill miró el local, las paredes del color del filtro de un cigarrillo usado, los grabados polvorientos de Robert Burns, y asintió con la cabeza.
– Sí, lo sé -respondió, luego dijo adiós con la mano como para todos los presentes y salió.
– ¿Es su jefa? -preguntó Harry. Rebus hizo un gesto afirmativo-. Se la cambio -añadió.
Los habituales se echaron a reír mientras llegaba otro estudiante del salón de atrás con una lista de consumiciones para una nueva ronda escrita en el reverso de un sobre.
– Tres Indian Palé, dos claras, una ginebra con lima y soda, dos Becks y un vino blanco seco -recitó Harry sin mirarla.
El estudiante miró la nota y asintió admirado. Harry dirigió un guiño a su público.
– A ver si creéis que los estudiantes son los únicos inteligentes que hay aquí.
Siobhan, sentada en su cuarto de estar, leía en la pantalla del portátil la respuesta al mensaje que había enviado a Programador diciéndole que estaba trabajando en la segunda clave.
«Olvidé decirte que de ahora en adelante actúas contrarreloj. Dentro de veinticuatro horas, la clave se anula.»
Siobhan tecleó: «Creo que deberíamos vernos. Tengo algunas preguntas que hacer». Hizo clic en enviar y aguardó. La respuesta no se hizo esperar.
«El juego contestará a tus preguntas.»
Siobhan volvió a teclear: «¿Tenía Flip alguien que la ayudara? ¿Participa alguien más en el juego?».
Aguardó unos minutos, pero no contestaba. Estaba en la cocina sirviéndose otro medio vaso de vino tinto chileno cuando sonó el portátil avisándole que tenía un mensaje. Se salpicó de vino las manos por volver corriendo al cuarto de estar.
«Hola, Siobhan.»
Miró la pantalla y vio que la dirección de quien se lo enviaba era una serie de cifras. Antes de que pudiera responder, el ordenador le avisó que tenía otro mensaje.
«¿Sigues ahí? Tienes las luces encendidas.»
Sintió un escalofrío y vio que la pantalla temblaba. ¡Estaba en la calle! ¡Frente a su casa! Fue corriendo a la ventana y vio abajo un coche aparcado con los faros encendidos: el Alfa de Grant Hood.
Él la saludó con la mano y Siobhan, lanzando maldiciones, salió corriendo de su piso y del edificio.
– ¿Qué clase de broma es ésta? -preguntó entre dientes.
Hood se bajó del coche como sorprendido por su reacción.
– Tenía conexión con Programador -dijo ella- y pensé que era él. -Hizo una pausa y entornó los ojos-. ¿Cómo lo has hecho?
Hood enarboló su móvil.
– Es un WAP. Me lo he comprado hoy -contestó avergonzado-. Con esto se puede enviar mensajes electrónicos y qué sé yo.
Ella se lo arrebató y lo examinó.
– Por Dios, Grant.
– Lo siento; sólo quería…
Siobhan le devolvió el móvil. Hood simplemente había pretendido hacerle una demostración con su último juguetito.
– Bueno, ¿qué haces aquí?
– Creo que lo he descubierto -dijo él.
Ella lo miró.
– ¿Otra vez?
Hood se encogió de hombros.
– ¿Y cómo es que siempre esperas a estas horas de la noche?
– Será que es cuando mejor pienso -respondió él mirando a la casa-. Bueno, ¿me invitas a entrar o seguimos dando el espectáculo gratis a los vecinos?
Siobhan miró a su alrededor y comprobó que se veían siluetas en algunas ventanas.
– Anda, entra -dijo.
En cuanto salió, lo primero que hizo fue mirar el portátil, pero Programador no había contestado.
– Creo que lo has espantado -aventuró Hood leyendo el diálogo en la pantalla.
Siobhan se dejó caer en el sofá y cogió lentamente el vaso.
– Bueno, ¿y qué es lo que traes esta noche, Einstein?
– Ah, la tan celebrada hospitalidad escocesa -replicó él mirando el vino.
– Tú tienes que conducir.
– Por un vaso no pasa nada.
Siobhan se levantó, con un leve gruñido de protesta, y fue a la cocina. Hood sacó mapas y guías turísticas de una bolsa que traía.
– ¿Qué es eso? -preguntó Siobhan, tendiéndole un vaso y sirviéndole vino. Se sentó, apuró su vaso, volvió a llenarlo y dejó la botella en el suelo.
– ¿Seguro que no te molesto? -dijo él tratando de tomarle el pelo, pero ella no estaba de humor.
– Vamos, dime qué has descubierto.
– Bueno…, si estás de verdad segura de que no te… -Siobhan lo fulminó con la mirada y él fijó la vista en los mapas-. Estuve pensando en lo que dijo la abogada.
– ¿Harriet? -inquirió ella frunciendo el entrecejo-. Explicó que en escocés «monte» es law.
Hood asintió con la cabeza.
– Law escocés -dijo-. Lo que tal vez signifique que hay que buscar lo que quiere decir law en escocés.
– Es decir…
Hood desplegó una hoja y comenzó a leer: «Monte, colina, cerro, loma, ladera, montaña, altozano, otero…».
– Figuran todos en el diccionario -añadió tendiéndole la hoja.
Siobhan cogió el papel y repasó la lista.
– Pero ya miramos en los mapas -dijo.
– Sin saber lo que buscábamos. Algunas de estas guías tienen un índice de colinas y montañas y en las otras miraremos la cuadrícula B4 de todas las páginas.
– ¿Buscando qué, exactamente?
– El monte del Ciervo, el cerro del Venado, la loma del Corzo…
Siobhan asintió con la cabeza.
– ¿Supones que dear quiere decir «ciervo» por similitud de sonido?
– Supongo muchas cosas -replicó Hood dando un sorbo al vino-, pero mejor eso que nada.
– ¿Y no podríamos dejarlo para mañana?
– No, puesto que Programador de pronto decide que el tiempo se acaba.
Cogió el primer mapa y pasó el dedo por el índice.
Siobhan lo observó por encima del vaso. Sí, tenía razón, pero realmente él acababa de enterarse de que se acababa el tiempo. No se le había pasado el tembleque por el mensaje que le había enviado con el WAP y esto la hizo pensar en qué capacidad de desplazamiento tendría Programador; porque conocía su nombre y la ciudad en que vivía; en la actualidad no era tan difícil averiguar la dirección de un particular y seguramente podía hacerse con ella con una búsqueda de cinco minutos en la red.
Hood no parecía darse cuenta de que ella seguía mirándolo.
«A lo mejor está más cerca de lo que crees», pensó Siobhan.
Al cabo de media hora puso música, un maxi-single de Mogwai de los más tranquilos del grupo, y preguntó a Hood si quería café; estaba sentado en el suelo, recostado en el sofá con las piernas estiradas. Tenía desplegado un mapa oficial sobre los muslos y escudriñaba una cuadrícula. Levantó la vista y parpadeó como si lo deslumbrara la luz del cuarto.
– Sí -dijo.
Cuando volvió con las tazas le explicó lo de Ranald Marr, y la expresión de Hood cambió. Frunció el entrecejo.
– ¿Es que te lo guardabas para ti sola?
– Pensaba decírtelo mañana.
La respuesta no pareció satisfacerlo y cogió el café farfullando un «gracias» a duras penas. Siobhan volvió a sentir irritación. Aquello era su casa. ¿A cuento de qué había tenido él que presentarse allí? El trabajo se hacía en la comisaría, no en su cuarto de estar. ¿Por qué no le había telefoneado pidiéndole que fuera a su casa? Cuanto más lo pensaba, más se percataba de que realmente no conocía a Grant Hood. Había trabajado antes con él, habían ido a fiestas juntos, a tomar copas y habían cenado una vez. No creía que hubiese tenido novia. En Saint Leonard, algunos lo llamaban «el de los aparatitos». Por buen agente que fuese, no dejaba de ser objeto de burla.
No era como ella. No tenían nada en común; pero allí lo tenía, compartiendo con él su tiempo libre, dejándole que convirtiese el tiempo de ocio en jornada de trabajo.
Siobhan cogió otra guía de las carreteras de Escocia. En la primera página, la cuadrícula B4 era la isla de Man. Aquello le fastidió, porque la isla de Man no pertenecía a Escocia. En la siguiente página, la B 4 correspondía a Yorkshire Dales.
– ¡Mierda! -exclamó.
– ¿Qué sucede?
– Esto es un mapa anexionista -dijo pasando a la siguiente página, en donde B4 correspondía a Mull of Kintyre, pero en la siguiente llamó su atención un «cerro Loch». Miró con mayor atención y vio que estaba cerca de Moffat y que la M 74 pasaba cerca. Ella conocía Moffat, un lugar pintoresco con un buen hotel en donde había parado en una ocasión a almorzar. En la parte superior de la cuadrícula, Siobhan vio un triangulito que señalaba un pico: cerro del Cervato. Tenía 808 metros de altura. Miró a Hood-. Un cervato es una clase de ciervo, ¿no?
Él se puso en pie y se le acercó.
– Claro; uno pequeño, macho.
– Pero ¿no se llaman cervatillos?
– Los cervatos son los que tienen más de seis meses, creo -respondió él mirando fijamente el mapa y tocando con el hombro el brazo de ella, quien a duras penas contuvo un estremecimiento-. Dios -exclamó Hood-, está en el quinto pino.
– Tal vez sea pura coincidencia -opinó Siobhan.
Hood asintió con la cabeza, pero ella notó que estaba convencido.
– Cuadrícula B4 -dijo-. Un cerro es otro nombre para un law. Un cervato, o hart, es una especie de ciervo, o deer… -La miró y negó con la cabeza-. No es una coincidencia.
Siobhan enchufó la tele y pulsó el botón de teletexto.
– ¿Qué haces? -preguntó Hood.
– Comprobar las previsiones meteorológicas para mañana. No voy a escalar el cerro del Cervato en medio de un temporal.
Rebus pasó por Saint Leonard a recoger las notas de los cuatro casos: Glasgow, Dunfermline, Perth y Nairn.
– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó un agente de uniforme.
– ¿Por qué no iba a estarlo?
Había tomado algunas copas, de acuerdo; pero no estaba incapacitado y tenía fuera un taxi esperando. Cinco minutos más tarde subía la escalera de su casa y otros cinco después estaba con un cigarrillo y un té abriendo el primer expediente. Se sentó en el sillón junto a la ventana, su pequeño oasis en medio del caos. Oyó una sirena a lo lejos por Melville Drive que le pareció de ambulancia. Tenía fotos de prensa de las cuatro víctimas, retratos sonrientes en blanco y negro. Le vino a la mente el verso del poema y pensó que las cuatro compartían la misma característica: habían muerto porque estaban disponibles.
Comenzó a pinchar las fotos con chinchetas en un gran tablero de corcho en el que tenía también una postal adquirida en la tienda del museo de un primer plano de tres de los ataúdes de Arthur's Seat sobre fondo negro. Dio la vuelta a la postal y leyó: «Figuras talladas, con vestimenta de tela, en ataúdes miniatura de pino, pertenecientes a un grupo hallado en un nicho rocoso en la vertiente nordeste de Arthur's Seat en junio de 1836». Pensó que si había intervenido la policía de la época seguramente existiría un expediente. Pero ¿cuán organizado estaría el cuerpo en aquella época? No se parecería en lo más remoto al moderno departamento de Investigación Criminal. A saber si en aquel entonces no recurrían al examen del globo ocular de las víctimas para obtener una imagen del asesino; un método nada alejado de la tesis de brujería, que fue una de las hipótesis del caso de las muñecas. ¿Habría habido brujas en Arthur's Seat? Sospechaba que en la época actual ya debían de tener hasta subvención oficial.
Se levantó y puso música: The Night Tripper de Dr John. Volvió a la mesa y encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. El humo le entró en los ojos y los cerró. Cuando los abrió tardó un instante en ajustar la visión. Era como si una muselina cubriera las fotos de las cuatro mujeres. Parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza para despejar el cansancio.
Cuando se despertó dos horas más tarde, continuaba sentado a la mesa con la cabeza apoyada en los brazos. Allí seguían las fotos: unos rostros inquietantes habían invadido sus sueños.
– Ojalá pudiera ayudaros -dijo.
Se levantó, fue a la cocina y volvió con un té que se llevó hasta el sillón junto a la ventana. Tenía una noche por delante pero, extrañamente, no se alegraba.