Capítulo 5

El sábado fue al partido de fútbol con Siobhan. El sol bañaba el estadio de Easter Road y proyectaba la larga sombra de los jugadores sobre el terreno. Durante un rato, Rebus estuvo siguiendo aquel baile de sombras irreal, como de marionetas, más que el juego mismo. Easter Road estaba lleno, como sucedía siempre que jugaban dos equipos locales o que uno de ellos jugaba contra el Glasgow. Aquel día era el Rangers y Siobhan tenía abono. Rebus estaba en el asiento de al lado gracias a la entrada que le había cedido otro socio que no pudo utilizarla.

– ¿Es un amigo tuyo? -preguntó Rebus.

– He coincidido con él un par de veces en el pub después del partido.

– ¿Es un buen chico?

– Es un buen chico casado -replicó ella riendo-. ¿Cuándo vas a dejar de intentar casarme?

– Era una simple pregunta -respondió él con sonrisa burlona.

Vio que había cámaras de televisión transmitiendo el encuentro y que enfocaban casi todo el tiempo a los jugadores y sólo al público en algún barrido o a gente comiendo un bocadillo entre los dos tiempos; pero a él eran los hinchas los que realmente le interesaban. Se preguntaba qué experiencias podrían contar, qué tipo de vida llevarían, y no era el único, pues en torno a él había gente que se interesaba más por las payasadas de los espectadores que por el juego en sí. Siobhan, por el contrario, con los puños apretados sujetaba los extremos de su bufanda de hincha y se concentraba en el juego del mismo modo que lo hacía en las tareas policiales; gritaba a los jugadores y protestaba por las intervenciones del árbitro igual que otros aficionados cercanos a ella. El que Rebus tenía a su lado reaccionaba con igual fervor. Era un hombre gordo, con el rostro congestionado y lleno de sudor; Rebus temió que estuviera al borde del infarto. Lo oía farfullar en voz baja, y subir de tono, hasta lanzar un alarido final, tras el cual miraba a su alrededor sonriendo avergonzado; y vuelta a empezar.

– Tranquilo…, tranquilo, hijo -decía ahora a uno de los jugadores.

– ¿Hay alguna novedad en tu investigación sobre el caso? -preguntó Rebus a Siobhan.

– Hoy es día de fiesta, John -respondió ella sin apartar la vista del terreno de juego.

– Ya lo sé, sólo te lo preguntaba…

– Tranquilo…, así, despacio, hijo, sigue, sigue -decía el gordo aferrado al respaldo del asiento de delante.

– Podemos tomar una copa después -propuso Siobhan.

– Eso por descontado -respondió Rebus.

– ¡Eso es, hijo, muy bien! -exclamó el gordo casi bramando.

Rebus cogió otro cigarrillo. Era un día resplandeciente, pero no hacía calor y soplaba viento del mar del Norte, que impedía el vuelo reposado de las gaviotas.

– ¡Vamos! ¡Dale! -gritó el hombre-. ¡Vamos! ¡Éntrale a ese bárbaro!

Tras lo cual miró a su alrededor sonriendo avergonzado. Rebus encendió el pitillo y ofreció uno al hombre, quien rehusó con un movimiento de cabeza.

– Gritando me relajo, ¿sabe?

– Se relajará, amigo… -replicó Rebus, pero lo que siguió quedó ahogado por los gritos de protesta de Siobhan y de miles de espectadores puestos en pie para manifestar su criterio respecto a una falta que había pasado desapercibida tanto a Rebus como al árbitro.


* * *

El pub al que solían ir estaba a rebosar, pero no dejaba de entrar más público. Rebus echó un vistazo y sugirió ir a otro.

– Andando tardamos cinco minutos y estará más tranquilo.

– De acuerdo -dijo ella en tono de decepción porque la copa de después del partido era el pretexto para hablar de él y comentarlo entre aficionados, pero sabía que Rebus en ese terreno no se lucía mucho.

– Y quítate esa bufanda -ordenó él autoritario- que nunca se sabe si se tropieza uno con un hincha del Glasgow.

– Aquí no -replicó ella.

Y no andaba equivocada. Fuera del estadio, las fuerzas de policía eran numerosas y canalizaban prudentemente a los seguidores del Hibs por Easter Road y a los del Glasgow hacia los autobuses y la estación. Rebus tomó la delantera y atajaron por Lorne Street para llegar a Leith Walk, donde la gente que había salido de compras volvía cansada a sus casas. El pub que Rebus había elegido era un local anodino con ventanas de vidrios biselados y alfombra color sangre de toro llena de quemaduras de cigarrillo y manchas de chicle. En el televisor sonó un aplauso de concurso al tiempo que unos viejos en un rincón proferían palabrotas cada vez más gordas.

– Eres único invitando a una dama -protestó Siobhan.

– ¿No le apetece a la dama un Bacardi Breezer o quizás un Moscow Mule?

– Tomaré una caña -replicó Siobhan.

Rebus pidió para él una caña de Eighty con un whisky. Mientras se sentaban, Siobhan dijo que era evidente que él conocía los bares más horrendos de Edimburgo.

– Gracias -contestó él sin el menor asomo de ofensa-. Bien -añadió alzando la cerveza-, ¿qué dice el ordenador de Philippa Balfour?

– Hay un juego en el que ella participaba del que no sé gran cosa. Lo dirige un tal Programador, con quien he contactado.

– ¿Y qué?

– Pues estoy esperando a que me conteste -dijo ella con un suspiro-. De momento le he enviado diez mensajes y nada.

– ¿No se le puede localizar de otro modo?

– Que yo sepa, no.

– ¿Cómo es el juego?

– No tengo la menor idea -respondió ella dando un sorbo a la cerveza-. A Gill le parece que es una pista que no lleva a ninguna parte y me ha encargado que haga interrogatorios a estudiantes.

– Será porque tú has ido a la universidad.

– Ya lo sé. Si Gill tiene algún defecto es el de tomarse las cosas al pie de la letra.

– Pues ella de ti habla muy bien -dijo Rebus enarcando una ceja y ganándose un puñetazo en el brazo.

– Me ha ofrecido el cargo de enlace de prensa -añadió Siobhan cambiando de expresión y cogiendo la cerveza.

– Me lo imaginaba. ¿Vas a aceptarlo? -Siobhan negó con la cabeza-. ¿Por lo que sucedió con Ellen Wylie?

– No exactamente.

– ¿Por qué, entonces?

Siobhan se encogió de hombros.

– Tal vez no esté preparada para ello.

– Estás preparada -dijo Rebus.

– Si lo miras bien, no es trabajo policial, ¿no te parece?

– Pero es un ascenso, Siobhan.

– Lo sé -añadió ella mirando la cerveza.

– ¿Quién va a ocupar el puesto mientras tanto?

– Creo que Gill -respondió ella haciendo una pausa-. Encontraremos el cadáver de Flip, ¿verdad?

– Tal vez.

– ¿Tú crees que sigue viva? -inquirió mirándolo.

– No -respondió él con aire sombrío.


* * *

Aquella noche después de ir a unos cuantos bares más, cercanos a su casa primero, tomó un taxi al salir de Swany's para ir a Young Street. Iba a encender un cigarrillo cuando vio el letrero de «Prohibido fumar», al tiempo que el taxista le reprendía.

«Vaya policía que soy», se dijo. Había pasado el mayor tiempo posible fuera del piso porque los electricistas habían dejado la instalación el viernes a las cinco con la mitad de las tablas del suelo levantadas, cables por todas partes, el rodapié arrancado y las herramientas sin recoger porque, al saber que era policía, dijeron que «allí estaban seguras». Hablaron de volver tal vez el sábado por la mañana, pero no habían aparecido. Ese era el panorama que le esperaba el fin de semana: tropezones con tablas y rollos de cable. Por eso había desayunado en una cafetería y almorzado en un pub, y ahora le asaltaban deseos inconfesados de cenar unas asaduras de cordero y avena con salchicha ahumada de guarnición. Pero primero pasaría por el Bar Oxford.

Había preguntado a Siobhan qué planes tenía.

– Darme un baño caliente y leer un buen libro -respondió ella.

Pero era mentira. Lo sabía porque Grant Hood no se había recatado de decir a media comisaría que había quedado con él en recompensa por haberle prestado el portátil. A Rebus no le parecía mal que ella no quisiera decírselo, pero como estaba al corriente no se molestó en tentarla con una cena india o una invitación al cine. Sólo cuando se despidieron en la puerta de un pub de Leith Walk se le ocurrió pensar que quizás había sido una falta de cortesía por su parte. Si ninguno de los dos tenía planes para un sábado por la noche, ¿no habría sido lo más lógico que él le propusiese ir a algún sitio? ¿Estaría ofendida?

«La vida es corta», se dijo mientras pagaba el taxi y, al entrar en el pub y ver las mismas caras de siempre, siguió pensando igual. Pidió a Harry, el de la barra, el listín telefónico.

– Allí está -dijo Harry, tan atento como de costumbre.

Lo hojeó sin lograr encontrar el número que quería, pero recordó que le había dado su tarjeta de visita. La llevaba en el bolsillo y recordó que ella misma había añadido a lápiz el teléfono de su casa. Salió a la calle y sacó el móvil. Estaba seguro de que no le había visto anillo de casada. Sonaba el timbre del teléfono, pero no lo cogían. Un sábado por la noche, lo más probable…

– Diga.

– ¿Señorita Burchill? Soy John Rebus. Perdone que llame un sábado tan tarde…

– No tiene importancia. ¿Sucede algo?

– No, no…, es que había pensado si podríamos vernos. Me tiene intrigado eso que mencionó sobre otras muñecas.

Ella se echó a reír.

– ¿Quiere que nos veamos «ahora»?

– Bueno, más bien pensaba en mañana. Ya sé que es el día de descanso, pero podemos combinar trabajo y placer -dijo con una mueca de arrepentimiento por sus palabras. Habría debido pensar antes lo que iba a decirle y el modo.

– ¿De qué manera? -replicó ella risueña. Se oía de fondo música clásica.

– ¿Con un almuerzo?

– ¿Dónde?

Eso, dónde. Ya ni recordaba la última vez que había invitado a alguien a comer. Lo ideal sería un lugar impactante, un sitio…

– ¿No es usted de los que gustan de una buena fritura en domingo? -dijo ella como si hubiese notado su inquietud y quisiera ayudarlo.

– ¿Tanto se me nota?

– Ni mucho menos, pero usted es un auténtico escocés, mientras que a mí, por el contrario, me gustan las cosas sencillas, frescas y saludables.

Rebus se echó a reír.

– Me viene a la cabeza la palabra «incompatible» -dijo.

– Quizá no. ¿Dónde vive?

– En Marchmont.

– Pues vayamos a Fenwick's, que es perfecto -propuso ella.

– Estupendo -añadió él-. ¿A las doce y media?

– Iré con mucha ilusión. Buenas noches, inspector.

– Espero que no se pase el almuerzo llamándome inspector.

En el largo silencio que siguió, Rebus tuvo el convencimiento de que sonreía.

– Hasta mañana, John.

– Que pase bien el resto de…

Pero habían cortado. Volvió al pub y cogió otra vez el listín. Sí, allí estaba: Fenwick's, en Salisbury Place, a menos de veinte minutos andando desde su casa; seguro que había pasado más de diez veces por allí en coche. Era un restaurante situado a unos cincuenta metros del lugar del accidente de Sammy y a unos cincuenta metros del sitio en que un asesino casi le da una puñalada. Al día siguiente procuraría desechar esos recuerdos.

– Otra, Harry -dijo alzándose sobre la punta de los pies.

– Espere su turno como los demás -gruñó Harry.

Pero a él no le importo lo más mínimo.


* * *

Llegó diez minutos antes y ella entró cinco minutos más tarde, lo que era también pronto.

– Está muy bien este restaurante -dijo él.

– ¿Verdad que sí?

Llevaba un conjunto negro de chaqueta y pantalón con blusa gris de seda y un broche rojo brillante sobre el pecho izquierdo.

– ¿Vive cerca de aquí? -preguntó él.

– No, precisamente. En Portobello.

– ¡Pero si eso está lejísimos! Debería haberlo dicho.

– ¿Por qué? Me gusta este restaurante.

– ¿Come a menudo fuera de casa? -preguntó Rebus sin acabar de entender que hubiese ido hasta el centro de Edimburgo a comer.

– Siempre que puedo. Una de las ventajas de mi licenciatura es que cuando reservo mesa lo hago a nombre de doctora Burchill.

Rebus miró el comedor y vio que sólo había una mesa ocupada, por una familia, a juzgar por los dos niños y los seis adultos.

– Hoy no me he molestado en reservar porque a la hora del almuerzo hay poca gente. ¿Qué vamos a comer?

Rebus pensó en un entrante y un segundo plato pero, como ella sabía ya que lo que él realmente quería era fritura, fue eso lo que pidió. Ella optó por sopa y pato. Ambos añadieron, al unísono, café.

– Un buen desayuno-almuerzo. Muy de domingo -opinó ella.

Rebus no pudo por menos de darle la razón. Ella le dijo que fumase si quería, pero él se abstuvo. En la mesa del ágape familiar vio tres fumadores, afortunadamente a él no le acuciaban las ganas.

Empezaron hablando de Gill Templer para tantearse y ella planteó preguntas acertadas y agudas.

– Gill puede ser excesivamente enérgica, ¿no le parece?

– Ella hace lo que debe.

– Tuvieron los dos una historia hace tiempo, ¿verdad?

– ¿Se lo ha dicho Gill? -preguntó él sorprendido.

– No -contestó ella alisando la servilleta en el regazo-, pero me lo imaginé por la manera en que solía hablar de usted.

– ¿Solía?

– De eso hace ya tiempo, ¿no? -preguntó ella sonriendo.

– Pertenece casi a la prehistoria -contestó Rebus-. ¿Y usted?

– Espero que no me considere tan prehistórica.

Rebus sonrió.

– En absoluto, pero cuénteme algo de su vida.

– Nací en Elgin, mis padres eran maestros, fui a la Universidad de Glasgow y, como se me daba bien la arqueología, me doctoré en la Universidad de Durham y después hice estudios posdoctorales en Estados Unidos y Canadá sobre emigraciones del siglo diecinueve. Conseguí un empleo de conservadora en Vancouver y volví aquí en cuanto surgió una oportunidad. En el antiguo museo trabajé casi doce años y ahora estoy en el nuevo. A grandes rasgos -dijo encogiéndose de hombros.

– ¿Cómo conoció a Gill?

– Fuimos juntas al colegio un par de años y éramos muy amigas, pero perdimos el contacto.

– ¿No ha estado casada?

– Sí, lo estuve, en Canadá -respondió ella bajando la vista al plato-. Él murió joven.

– Lo siento.

– Bill se mató bebiendo, aunque sus padres se negaron a admitirlo. Supongo que volví a Escocia por eso.

– ¿Porque él murió?

Ella negó despacio con la cabeza.

– Si me hubiera quedado habría tenido que amoldarme a la mentira que ellos se empeñaban en creer.

Rebus creyó entenderla.

– Usted tiene una hija, ¿verdad? -preguntó ella para cambiar de tema.

– Sí, se llama Samantha y ahora… tiene veintitantos años.

– ¿No sabe su edad exacta? -preguntó ella echándose a reír.

Rebus esbozó una sonrisa.

– No, es que iba a decir que ahora está inválida, pero me lo callaba por delicadeza.

– Oh -exclamó ella simplemente, y lo miró-. Pero para usted es importante, de otro modo no habría sido lo primero que pensó.

– Es cierto. Bueno, ahora ya vuelve a caminar con uno de esos andadores para ancianos.

– Estupendo -dijo ella.

Rebus asintió con la cabeza. No pensaba explicarle la historia, pero comprendió que ella tampoco iba a preguntarle.

– ¿Qué tal la sopa?

– Está muy buena.

Estuvieron en silencio un par de minutos y a continuación ella le preguntó por su trabajo de policía. Le hacía ahora preguntas como las que se dirigen a una persona a quien se acaba de conocer. A Rebus solía resultarle incómodo hablar de su trabajo, porque no estaba seguro de que a la gente le interesara realmente; y aunque sucediera lo contrario, sabía que no les agradaba escuchar la versión completa: suicidios y autopsias; viles rencores y rencillas que llevaban a la gente a la cárcel; puñaladas al cónyuge; actos lamentables del sábado por la noche; matones profesionales y drogadictos. Siempre le invadía el temor de que cuando hablaba de ello su voz traicionara la pasión que sentía por la profesión. No es que él no se cuestionara muchas veces los métodos y los resultados, pero la verdad era que su trabajo le gustaba. Tenía la impresión de que una persona como Jean Burchill se percataría de ello y le serviría de clave para la lectura de otros detalles de su personalidad. Comprendería que su pasión por el trabajo era fundamentalmente voyeurista y cobarde, enfocada a las minucias de la vida de otras personas, de sus problemas, por eludir el análisis de sus propios defectos y fallos.

– ¿Se lo piensa fumar o no? -preguntó Jean risueña.

Rebus bajó la vista y vio que tenía un cigarrillo en la mano. Se echó a reír, sacó el paquete del bolsillo y volvió a guardarlo en él.

– En serio que no me importa que fume.

– Lo he hecho sin darme cuenta -dijo él, y para ocultar su turbación añadió-: Iba a explicarme lo de las otras muñecas.

– Cuando hayamos terminado -replicó ella con firmeza.

Cuando terminaron, Jean pidió la cuenta; la pagaron a medias y salieron del restaurante. El sol de la tarde se esforzaba por aminorar el frío.

– Demos un paseo -dijo ella de pronto, cogiéndolo del brazo.

– ¿Por dónde?

– ¿Por los Meadows? -sugirió ella.

Y hacia los Meadows fueron.

El sol había atraído a la gente hacia el terreno de juego bordeado de árboles. Mientras algunos lanzaban discos voladores, por su lado pasaba gente corriendo y en bicicleta, había jóvenes tumbados en el césped en camiseta y con latas de sidra. Jean lo ilustró sobre la historia del lugar.

– Creo que aquí había un estanque -dijo-. Desde luego, en Bruntsfield había canteras y Marchmont era todo tierras de labor.

– En la actualidad es más bien un zoológico -repuso Rebus.

– Se recrea siendo cínico, ¿verdad? -dijo ella mirándolo.

– Es para no oxidarme.

En Jawbone Walk, ella sugirió cruzar hacia Marchmont Road.

– ¿Dónde vive exactamente? -preguntó a Rebus.

– En Arden Street, una bocacalle de Warrender Park Road.

– Es cerca de aquí.

Él sonrió y la miró a los ojos.

– ¿Está insinuando que la invite?

– Pues sí, con toda sinceridad.

– El piso está hecho una pocilga.

– Me decepcionaría que estuviera de otra manera. Pero la vejiga me dice que no pondrá pegas.


* * *

Estaba poniendo orden a toda prisa en el cuarto de estar cuando oyó la descarga del agua de la cisterna. Miró a su alrededor y movió la cabeza: era como intentar quitar el polvo después de un bombardeo; así que volvió a la cocina y echó café en dos vasos; en la nevera tenía leche del miércoles, pero se podía tomar. Ella lo observaba desde la puerta.

– Menos mal que tengo una excusa por este desastre -dijo él.

– Yo también cambié hace unos años la instalación eléctrica del piso -explicó ella comprensiva-. Pensaba venderlo.

Rebus alzó la vista y ella comprendió que había dado en el clavo.

– Yo voy a ponerlo en venta -dijo él.

– ¿Por algún motivo concreto?

«Por los fantasmas», habría podido contestar, pero se encogió de hombros.

– ¿Va a empezar una nueva vida? -aventuró ella.

– Tal vez. ¿Con azúcar? -preguntó tendiéndole el vaso.

Ella miró el color marrón.

– Sin, y tampoco tomo leche -contestó.

– Dios, lo siento -dijo él queriendo retirárselo, pero ella se negó.

– No pasa nada -dijo echándose a reír-. Vaya policía; en el restaurante me ha visto que tomaba dos solos.

– Ni me he dado cuenta -confesó Rebus.

– ¿Hay sitio en el cuarto de estar para sentarse? Ahora que ya nos conocemos un poco voy a explicarle lo de las muñecas.

Rebus dejó libre un trozo de la mesa y ella puso en el suelo el bolso de bandolera y sacó una carpeta.

– Ya sé que esto a muchos les parece cosa de locos -dijo ella-, así que espero que usted tenga una mente abierta. Tal vez por eso he querido conocerlo antes un poco más.

Le tendió la carpeta y Rebus sacó un montón de recortes de prensa que extendió en la mesa mientras ella hablaba.

– De la primera tuve noticia por una carta que llegó al museo hará un par de años -dijo cogiendo el escrito en cuestión-. Era una tal señora Anderson de Perth que, al conocer la historia de los ataúdes de Arthur's Seat, se apresuró a informarme que cerca de Huntingtower había habido un suceso parecido.

El recorte adjunto a la carta era del Courier: «MISTERIOSO HALLAZGO CERCA DE UN HOTEL DE LA LOCALIDAD». Se trataba de una caja de madera en forma de ataúd con un jirón de tela al lado, encontrada en un bosquecillo por un hombre que paseaba al perro y que había llevado el objeto al hotel pensando que era un juguete, pero nadie había podido dar una explicación al hecho. El suceso se remontaba a 1995.

– La señora Anderson se interesaba por la historia local -dijo Jean Burchill- y eso la impulsó a recortar la noticia.

– ¿No había ninguna muñeca?

– Quizá se la llevara algún animal -respondió ella negando con un gesto.

– Puede ser -dijo Rebus mirando el segundo recorte, de 1982, de un periódico de Glasgow: «LA IGLESIA CONDENA LA BROMA DE MAL GUSTO».

– Fue también la señora Anderson quien me habló de este otro caso -dijo Jean-. En esta ocasión lo encontraron en un cementerio y dentro había una muñeca, un tarugo más bien, con una tela atada con una cinta.

Rebus miró la foto del periódico.

– Parece madera muy ligera, como de balsa o algo así -observó.

Ella asintió con la cabeza.

– Yo pensé que era simple coincidencia, pero desde entonces he estado alerta a piezas similares.

– Y parece que las ha encontrado -dijo Rebus separando los dos últimos recortes.

– He recorrido el país dando conferencias por cuenta del museo y en todas las localidades preguntaba si alguien sabía de un caso parecido.

– ¿Ha tenido suerte?

– Hasta ahora en dos ocasiones. Una en 1977 en Nairn, y otra en el 72 en Dunfermline.

Otros dos casos misteriosos. En Nairn, el ataúd había aparecido en la playa, y en Dunfermline, en una cañada. Uno con muñeca y otro sin ella. Cabía la posibilidad de que también en el segundo caso se la hubiera llevado un animal o un niño.

– ¿A usted qué le parece? -preguntó Rebus.

– ¿No debería ser yo quien hiciera la pregunta? -replicó ella. Rebus no contestó y siguió hojeando los informes-. ¿Cree que existe relación con el que usted encontró en Los Saltos?

– No lo sé -contestó mirándola-. ¿Por qué no lo averiguamos?


* * *

El tráfico dominguero los obligó a ir despacio, casi todos coches que entraban a Edimburgo tras la jornada campestre.

– ¿Cree que podrá haber más casos? -preguntó Rebus.

– Es posible. Los grupos de historia local están atentos a rarezas de ese tipo y además tienen buena memoria. Es como una red, y la gente sabe que es algo que me interesa -explicó ella apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla-. Yo creo que me habría enterado.

Al pasar el indicador que daba la bienvenida a Los Saltos, ella sonrió.

– Está hermanado con Angoisse -dijo.

– ¿Cómo dice?

– En el indicador dice que Los Saltos está hermanado con una ciudad llamada Angoisse. Debe de ser francesa.

– ¿Cómo lo sabe?

– Es que había una pequeña banderita francesa junto al nombre.

– Ah, sí, claro.

– Pero además es una palabra del francés que significa «angustia». Imagínese, una ciudad llamada angustia…

Como había coches aparcados a ambos lados de la calle principal, Rebus pensó que no habría sitio para aparcar, y dobló en el camino y allí dejó el coche. Yendo hacia la casa de Dodds pasaron junto a dos personas del pueblo que limpiaban el coche. Eran dos hombres de mediana edad vestidos de manera informal, los dos con pantalón de pana y jersey con cuello de pico, como si fuera un uniforme. Rebus imaginó que entre semana irían con traje y corbata, pensó en aquellas mujeres que en la memoria de Wee Billy fregaban la escalinata y se dijo que aquellos dos eran el equivalente actual. Uno de ellos los saludó con un «hola» y el otro con un «buenas tardes». Rebus les dirigió una inclinación de cabeza y llamó a la puerta de Dodds.

– Creo que está dando su paseo diario -dijo uno de los hombres.

– No tardará -añadió el otro.

Ninguno de los dos había interrumpido la labor de limpieza del coche y Rebus pensó si no era una especie de competición, no por la rapidez, sino por la concentración con que lo hacían.

– ¿Piensan comprar cerámica? -preguntó el primero mientras atacaba la parrilla del BMW.

– En realidad, quería ver la muñeca -dijo Rebus metiendo las manos en los bolsillos.

– No creo que pueda. Ha firmado una exclusiva con uno de sus competidores.

– Soy policía -replicó Rebus.

El dueño del Rover lanzó un resoplido por el error de su vecino.

– Eso es bien distinto -añadió riendo.

– Ha sido un suceso muy raro -dijo Rebus para entrar en conversación.

– Aquí suceden cosas raras.

– ¿Qué quiere decir?

El del BMW escurrió la esponja.

– Hace unos meses hubo una racha de robos y pintarrajearon la puerta de la iglesia.

– Fueron los críos de las casas baratas -dijo el del Rover.

– Tal vez -prosiguió su vecino-, pero es curioso que antes no hubiera sucedido. Luego desaparece la hija de los Balfour…

– ¿Conocen a la familia?

– Se les ve por aquí -contestó el del Rover.

– Hace dos meses dieron una merienda para algún acto benéfico que no recuerdo y abrieron la casa al público. A John y a Jacqueline se les veía muy satisfechos -añadió el del BMW mirando a su vecino al decirlo, y Rebus comprendió que era como un factor más del juego que se traían entre sí.

– ¿Y la hija? -preguntó Rebus.

– Ella siempre ha sido algo distante -se apresuró a decir el del Rover por no perder comba-. Con ella no era tan fácil entablar conversación.

– A mí me hablaba -replicó su rival-. Una vez estuvimos charlando de sus estudios en la universidad.

El del Rover lo miró furioso y Rebus pensó en un hipotético duelo lanzándose las gamuzas a una distancia de veinte pasos.

– ¿Y la señorita Dodds, es buena vecina? -preguntó.

– Hace una cerámica horrenda.

– Pero ese asunto de la muñeca no le habrá venido mal para el negocio.

– Qué duda cabe -dijo el del BMW-. Si es lista, sacará su provecho.

– La publicidad es la vida de cualquier negocio que empieza -añadió su vecino, y Rebus tuvo la impresión de que hablaban con conocimiento de causa.

– Un negocio complementario con té y tartas caseras hace maravillas -dijo el del BMW risueño.

Los dos dejaron su faena y permanecieron pensativos.

– Me pareció que era su coche el que estaba en el camino -dijo Bev Dodds acercándose a ellos.

Mientras se hacía el té, Jean preguntó si podía enseñarle sus piezas de cerámica. Una ampliación trasera de la casita albergaba la cocina y el segundo dormitorio convertido en taller. Jean elogió diversos cuencos y platos, pero Rebus se dio cuenta de que no le gustaban. Luego, cuando Bev volvió a ponerse su juego de pulseras y brazaletes, elogió también los adornos.

– Los hago yo -dijo la ceramista.

– ¿Ah, sí? -preguntó Jean entusiasmada.

Dodds estiró el brazo para enseñarlos mejor.

– Son piedras del lugar. Las lavo y las pinto para darles aspecto de cristal de roca.

– ¿Desprenden energía positiva? -aventuró Jean. Rebus no sabía ya si estaba realmente interesada o fingía-. ¿Me vendería una?

– Naturalmente -respondió Dodds encantada quitándose un brazalete; tenía el pelo alborotado y las mejillas rojas del paseo-. ¿Le gusta éste? Es uno de mis preferidos. Se lo dejo en diez libras.

Jean hizo una pausa al oír el precio, pero luego sonrió y le dio un billete de diez libras que Dodds se guardó en el bolsillo.

– La señorita Burchill trabaja en el museo -dijo Rebus.

– ¿De verdad?

– Soy conservadora -añadió Jean poniéndose el brazalete.

– Qué trabajo tan estupendo. Siempre que voy a Edimburgo procuro hacer una visita.

– ¿Ha oído hablar de los ataúdes de Arthur's Seat? -preguntó Rebus.

– Steve me dijo algo -respondió ella.

Rebus se imaginó que se refería a Steve Holly, el periodista.

– A la señorita Burchill le interesa el tema -añadió Rebus- y querría ver la muñeca que encontró usted.

– Naturalmente -dijo ella abriendo un cajón y sacando el ataúd.

Jean lo cogió con cuidado y lo puso encima de la mesa de la cocina para examinarlo.

– Está bastante bien hecho -explicó- y es más parecido a los de Arthur's Seat que los otros.

– ¿Los otros? -preguntó Bev Dodds.

– ¿Es una copia de alguno de ésos? -inquirió Rebus sin darle tregua.

– No exactamente copia, no -dijo Jean-. Los clavos son distintos y la construcción tampoco es igual.

– ¿No lo habrá hecho alguien que haya visto la exposición del museo?

– Es posible. En la tienda del museo hay a la venta postales de los ataúdes.

Rebus miró a Jean Burchill.

– ¿Se ha interesado alguien por la exposición últimamente?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

– Tal vez algún investigador, o alguien.

Burchill negó con la cabeza.

– El año pasado tuvimos una estudiante haciendo el doctorado…, pero regresó a Toronto.

– ¿Hay alguna relación? -preguntó Bev Dodds abriendo mucho los ojos-. ¿Hay una relación entre el museo y el secuestro?

– No sabemos si han secuestrado a alguien -replicó Rebus.

– Bueno…

– Señorita Dodds… Bev… -dijo Rebus mirándola fijamente-. Es importante que esta conversación no trascienda.

Ella asintió con la cabeza, pero Rebus sabía que en cuanto se marchasen telefonearía a Steve Holly. No acabó de tomarse el té.

– Tenemos que irnos -dijo.

Jean, que lo captó inmediatamente, dejó la taza en la bandeja.

– Gracias por el té.

– De nada. Gracias por comprarme el brazalete. Es mi tercera venta hoy.

Cuando volvían hacia el camino, pasaron dos coches que entraron en él. Excursionistas que van a ver la cascada, pensó Rebus. A la vuelta, seguramente pararían en casa de la ceramista para ver el célebre ataúd y a lo mejor compraban algo…

– ¿En qué piensa? -preguntó Jean Burchill subiendo al coche y mirando el brazalete a la luz.

– En nada -mintió Rebus.

Decidió cruzar el pueblo. El Rover y el BMW se secaban al sol del atardecer y ante la casita de Bev Dodds había una pareja joven con dos niños; el padre llevaba una cámara de vídeo en la mano. Rebus dejó pasar cuatro o cinco coches y siguió hacia Meadowside. En la hierba jugaban al fútbol tres críos, quizá dos de ellos eran los de la visita anterior. Paró, bajó el cristal de la ventanilla y llamó a uno. Ellos lo miraron sin dejar de jugar. Le dijo a Jean que era cuestión de un segundo y se bajó del coche.

– Hola -les dijo.

– ¿Usted quién es? -preguntó un niño delgaducho de cinco palmos de alto con las costillas marcadas y unos brazuelos que terminaban en puños apretados. Llevaba el pelo cortado al rape y guiñaba sus ojos frente a la luz con agresividad y desconfianza.

– Soy de la policía -contestó Rebus.

– No hemos hecho nada.

– Enhorabuena.

El niño dio una fuerte patada a la pelota, que golpeó violentamente en el muslo de otro, haciendo que el tercero se echara a reír.

– Quería preguntaros si sabéis algo de esa racha de hurtos de la que me han hablado.

El niño miró a Rebus y resopló.

– O si sabéis algo de las pintadas en la iglesia…

– No -respondió el crío.

– ¿No? -repitió Rebus haciéndose el sorprendido-. De acuerdo, ahí va la tercera: ¿y ese ataúd que han encontrado?

– ¿Qué?

– ¿Lo habéis visto?

El niño negó con la cabeza.

– Dile que se vaya a la mierda, Chick -dijo uno de los otros dos.

– ¿Chick? -dijo Rebus mirándolo para darle a entender que lo recordaría.

– Yo no he visto el ataúd -protestó el llamado Chick-. Yo no llamo a su puerta ni loco.

– ¿Por qué no?

– Porque es la hostia de rara -respondió Chick riendo.

– Rara, ¿cómo?

Chick estaba perdiendo la paciencia porque lo había enredado en una conversación.

– Rara como ellos.

– Son todos unos «enteraos» -añadió el otro tirando de él-. Vamos, Chick.

Echaron a correr con el tercer crío y la pelota. Rebus los miró un instante pero Chick no volvió la cabeza. Cuando regresó al coche vio que Jean había bajado el cristal de la ventanilla.

– Lo admito -dijo-: no se me da nada bien el interrogatorio infantil.

Ella sonrió.

– ¿Qué quería decir con lo de «enteraos»?

– Que son unos engreídos -respondió dándole al contacto.


* * *

Aquel domingo por la noche se encontraba en la acera frente al piso de Philippa Balfour con las llaves en el bolsillo. Pero no iba a entrar después de lo que había sucedido la última vez. Habían cerrado las contraventanas del cuarto de estar y del dormitorio, y no se veía ninguna luz.

Hacía una semana de la desaparición y se preparaba una reconstrucción. Vistieron con ropa igual a la que Flip habría llevado aquella noche a una agente que tenía un ligero parecido con la estudiante; como del guardarropa de la desaparecida faltaba una blusa de Versace, la agente se puso una igual. Salió de la casa y los periodistas dispararon sus cámaras; luego fue a paso rápido hasta el final de la calle a tomar un taxi previamente preparado, se bajó del taxi y continuó a pie cuesta arriba hacia el centro de la ciudad, seguida durante todo el camino por fotógrafos y agentes de uniforme que preguntaban a peatones y conductores. Así todo el trayecto hasta el bar de marras del sector sur.

Dos equipos de televisión, la BBC y la Escocesa, filmaron la reconstrucción para emitir un resumen en las noticias.

Era una manera de demostrar que la policía hacía algo.

Gill Templer captó la mirada de Rebus desde la acera opuesta y pareció saludarlo encogiéndose de hombros, antes de reanudar la conversación con el ayudante del jefe supremo, Colin Carswell, que tenía unas cuestiones que aclarar con ella. Rebus no ignoraba que la expresión «una conclusión rápida» surgiría al menos una vez en su conversación. Sabía por experiencia que cuando Gill Templer se irritaba tenía tendencia a juguetear con aquel collar de perlas que se ponía a veces. Aquel día lo llevaba, y ya lo estaba tocando con un dedo. Pensó en los brazaletes de Bev Dodds y que el crío había dicho de ella que era «la hostia de rara». Aquella Bev tenía libros de magia blanca en el cuarto de estar, que ella llamaba «salón». Se acordó de una canción de los Rolling Stones: «La araña y la mosca», de la cara B de Satisfaction. Vio a Bev Dodds como a una araña en la tela de su salón y, aunque la imagen era pura fantasía, no logró quitársela de la cabeza.

Загрузка...