Capítulo 12

El ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, llegó a la comisaría de Gayfield Square aquella oscura mañana del martes dispuesto a hacer rodar cabezas.

John Balfour le había chillado y su abogado remató la faena con voz impasible y cortés en términos profesionales. Pero, pese a ello, Carswell estaba dolido. El gran jefe no quería saber nada; su posición, su inexpugnabilidad, tenían que quedar al margen a toda costa. Aquel embolado era de Carswell, quien ya había dedicado toda la tarde anterior a estudiarlo, pero era como si hubiese estado indagando, provisto de plumero y pinzas, en un escenario lleno de metralla y restos de cristales.

Los cerebros más preclaros de la fiscalía habían ponderado el problema llegando a la conclusión distanciada y objetiva, y no menos irritante (dándole a entender claramente que ni les iba ni les venía), de que había pocas posibilidades de impedir la publicación del artículo. En definitiva, no se podía demostrar que las muñecas ni el caso del estudiante alemán tuvieran nada que ver con el caso Balfour -casi todos los oficiales más veteranos de la policía coincidían en que era muy improbable la relación-, lo que haría difícil convencer a un juez de que la información de Holly podía ir en detrimento de la investigación si la publicaba un periódico.

Lo que querían saber Balfour y su abogado era por qué la policía no había juzgado oportuno compartir con ellos la historia de las muñecas y los datos sobre el estudiante alemán y el juego de Internet.

Lo que quería saber el jefe de la policía era qué pensaba hacer Carswell al respecto.

Y lo que Carswell quería era que rodaran cabezas.

Su coche oficial conducido por su acólito, el inspector jefe Derek Linford, se detuvo ante la comisaría llena de agentes del cuerpo. Todos cuantos habían intervenido o trabajaban en el caso Balfour -agentes de uniforme, agentes de Investigación Criminal e incluso el equipo forense de Howdenhall-, habían recibido «aviso» de acudir a aquella reunión y por ello la sala estaba atestada con un ambiente sofocante. La mañana comenzaba a vencer al aguanieve de la noche y, cuando Carswell pisó la calzada con la suela de cuero de sus zapatos, notó el frío húmedo.

– Ahí llega -dijo alguien al ver que Linford, tras abrirle la puerta, la cerraba y regresaba con un leve cojeo a su asiento del volante.

Se oyó un rumor de papeles al cerrar y esconder todos los periódicos sensacionalistas de idéntico titular abiertos por la misma página. La comisaria Templer, vestida como para un entierro y con ojeras, fue la primera en entrar en la sala. Musitó algo al oído del inspector jefe Bill Pryde, quien, asintiendo con la cabeza, cortó una esquina de una hoja de su bloc para envolver el chicle que no dejaba de mascar hacía media hora. Cuando entró Carswell, se produjo un movimiento con efecto dominó al cambiar todos inconscientemente de postura y comprobar su atuendo.

– ¿Están todos? -preguntó Carswell sin los protocolarios «buenos días» ni el «agradezco su presencia».

Templer comenzó a recitarle los nombres de los que estaban de baja por enfermedad y otras incidencias, mientras él asentía con la cabeza sin interés por el tema ni por la exactitud del número de ausentes.

– Hay un topo en el cuerpo -berreó Carswell tan alto que se le podía oír desde el pasillo, y a continuación asintió lentamente con la cabeza mirando al auditorio como si escudriñase individualmente a cada uno de los presentes. Al darse cuenta de que en la parte de atrás había gente a la que no alcanzaba su vista, avanzó por el pasillo por entre las mesas, obligando a retirarse para no rozarlo a quienes se habían apostado en él-. Un topo es siempre un bichito muy feo. Tiene poca vista, pero a veces posee zarpas muy codiciosas y odia la luz. -Tenía saliva en la comisura de los labios-. Yo vi en mi jardín un topo y eché veneno. Sí, ya sé que habrá quien piense que el topo no tiene la culpa, que él no sabe que está en el jardín de alguien, que los topos no saben que hacen daño; pero lo hacen, lo sepan o no. Y por eso hay que exterminarlos.

Hizo una pausa y volvió sobre sus pasos por el pasillo sin que se oyera una mosca. Derek Linford había entrado casi subrepticiamente quedándose en la puerta, desde donde trataba de localizar a John Rebus, con quien se había enemistado hacía poco.

La presencia de Linford fue como un acicate para Carswell, que giró sobre sus talones encarándose nuevamente con el auditorio.

– Quizás haya sido un error. Todos cometemos deslices; es inevitable. ¡Pero, por Dios bendito, es que se ha filtrado mucha información! -Otra pausa-. Quizás haya sido un chantaje -añadió encogiéndose de hombros-. Una persona como Steve Holly es peor que un topo dentro de la cadena evolutiva. Es fauna de charca; es la espuma que a veces se ve flotando en la superficie. -Agitó despacio una mano ante sí como apartando la porquería de la charca-. Él cree habernos enlodado, pero ¡ca! Todos sabemos muy bien que el juego aún no ha acabado. Formamos un equipo. ¡Es nuestra forma de trabajar! Y aquel al que no le guste siempre tiene la opción de ser trasladado a un puesto burocrático. Así de simple, señoras y caballeros. Hagan el favor de pensarlo. Y piensen en la víctima, en sus padres -prosiguió en voz más baja-. Piensen en la turbación que esto va a causarles. Por ellos es por quienes nos afanamos aquí día tras día; no por los lectores de periódicos ni por los escribas que les facilitan su papilla diaria.

No descarto que tengan algún motivo de agravio contra mí o contra alguna otra persona del equipo, pero ¿por qué demonios poner en evidencia a los padres, a los amigos que mañana van a asistir al entierro?; ¿por qué hacerles una cosa así a esas personas?

Dejó la pregunta en el aire, observando algunos rostros que se inclinaban avergonzados a medida que él los examinaba. Respiró profundamente y volvió a alzar la voz.

– Voy a descubrir a ese topo. No les quepa la menor duda. Que no espere que el señor Steve Holly lo vaya a proteger. A él le importa un bledo. Para seguir encubierto tendrá que darle más y más datos. Constantemente. Él no va a permitir así como así que ese topo se reintegre a la normalidad. Ya ha perdido la condición de persona; es un topo. Su topo. Y no volverá a dejarlo en paz ni permitirá que lo olvide.

Dirigió una mirada a Gill Templer, que estaba junto a la pared con los brazos cruzados observando el auditorio.

– Sé que esto puede parecerles una regañina de director de colegio, como cuando unos niños rompen una ventana o hacen una pintada en el cobertizo de las bicicletas. -Negó con la cabeza-. Les hablo a todos en este tono porque conviene que veamos claro lo que nos jugamos. Decir cosas no cuesta vidas, pero eso no significa que haya que irse de la lengua.

Hay que tener cuidado con lo que se dice y a quién se dice. Si el culpable quiere presentarse, magnífico. Puede hacerlo ahora mismo o después. Estaré aquí una hora aproximadamente y, de todos modos, puede encontrarme en mi despacho. De no ser así, ya sabe lo que se juega. Dejará de formar parte del equipo. Ya nunca estará en el bando de la policía sino en manos de un periodista mientras sirva a sus fines. -Hizo una pausa final que pareció durar una eternidad y durante la cual no se oyó ni una tos ni un carraspeo, y él deslizó las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza como mirándose los zapatos-. Comisaria Templer -añadió.

Gill Templer avanzó unos pasos y el auditorio se relajó un poco.

– ¡No, no crean que hemos terminado! -exclamó ella-. Bien, ha habido una filtración a la prensa, así que lo que ahora hay que hacer es limitar el daño al máximo. A partir de ahora, que nadie hable con nadie sin pasar primero por mi despacho, ¿entendido?

Se oyó un murmullo de aprobación.

Templer continuó hablando, pero Rebus no escuchaba. Habría deseado no escuchar a Carswell, mas habría sido quimérico impedirle hablar. Impresionante perorata, realmente. A Rebus, lo del ejemplo del topo le había hecho reflexionar hasta casi tomárselo en serio.

Había estado más atento, no obstante, a los que lo rodeaban. Gill y Bill Pryde estaban lejos y su aire de apuro o malestar no le interesaba. La oportunidad de Bill Pryde para brillar y la primera investigación importante de Gill en su nuevo cargo se habían ido al garete, pero ellos difícilmente habrían dado un paso en falso.

De los suyos, estaban Siobhan, absorta en el discurso con todos sus sentidos, quizás aprendiendo algo -ella siempre buscaba aprender algo- y Grant Hood, quien también tenía mucho que perder, y en cuyo rostro y hombros se reflejaba el desánimo, con los brazos cruzados sobre el pecho y el estómago como dispuesto a parar los golpes. Rebus sabía que Grant no las tenía todas consigo porque, siempre que se produce una filtración a la prensa, al primero que piden cuentas es al oficial de enlace por ser el encargado de los contactos, palabra resbaladiza para definir las bromas entre copas al final de una buena comida. Aunque no tuviera la culpa, un buen oficial de enlace podría ser el precio que habría que pagar para «limitar el daño al máximo», como había dicho Gill Templer. Con cierta experiencia, uno puede someter la voluntad de un periodista, aunque eso implique una especie de soborno, a cuenta de prioridad informativa para un artículo o varios artículos.

Rebus pensó en la magnitud del daño. Programador debía de saber lo que probablemente ya había sospechado: que no se trataba de un juego sólo entre él y Siobhan, sino que sus colegas del cuerpo estaban al corriente. El rostro de Siobhan no delataba nada, pero él sabía que ya estaría planteándose cómo reaccionar y cómo redactar el siguiente mensaje para Programador; si es que éste aceptaba seguir jugando. El dato de la conexión con los ataúdes de Arthur's Seat le fastidiaba porque el artículo mencionaba el nombre de Jean, citándola como «la conservadora del museo especialista del caso». Recordó que Holly había estado acosándola con llamadas para que hablara con él. ¿Le habría dicho algo sin darse cuenta?

No, se figuraba quién era el culpable. Sospechaba que era a Ellen Wylie a quien le habían sonsacado los datos. Observó que iba mal peinada, tenía una mirada resignada que no había levantado del suelo durante la filípica de Carswell, y al final ni se había movido. Ahora seguía mirando al suelo, sin ánimos para nada más. Él sabía que había hablado la víspera con Holly por teléfono en relación con el asunto del estudiante alemán y que tras ello se había quedado como lela. Él pensó que era por estar trabajando en un caso sin solución; pero ahora lo comprendía. Al salir del Hotel Caledonian había ido directamente al despacho de Holly o a alguna cafetería de los alrededores.

El periodista había obtenido lo que buscaba.

Quizá Shug Davidson lo había notado también; tal vez, sus colegas de la comisaría de West End recordaran el cambio después de aquella conversación telefónica. Pero Rebus sabía que no la delatarían. Eso no se hacía con colegas, con una compañera.

Hacía tiempo que Wylie estaba hecha un lío. Él la había incorporado al caso de los ataúdes pensando que así la ayudaría. Aunque quizás ella tenía razón: puede que él la hubiera tratado como a una «inválida», como a alguien que iba a someterse a su voluntad para hacer parte del trabajo duro de algo que, de todos modos, no sería su caso.

Sí, le había tendido una mano con propósitos inconfesados.

Y Wylie seguramente había dado aquel paso vengándose de todos: de Gill Templer, causa de su humillación pública; de Siobhan, en quien Gill había depositado su confianza; de Grant Hood, el nuevo niño bonito que se desenvolvía divinamente en el cargo que ella no había sabido desempeñar… Y de él mismo, Rebus, el manipulador, el aprovechado que la explotaba.

Sí, comprendía que se había visto ante dos alternativas: aceptar la situación o estallar de rabia y frustración. Si él hubiese aceptado la copa aquella noche, quizá se hubiera desahogado en ese momento. Tal vez con eso habría bastado. Pero él había rehusado para irse a un pub por su cuenta.

Muy bonito, John. Por algún extraño motivo le vino una imagen a la mente: un veterano cantante de blues interpretando Ellen Wylie's Blues, alguien como John Lee Hooker o como B. B. King… Volvió a la realidad y desechó la idea. Había estado a punto de encontrar cobijo en la música, de convertir el problema en una canción anestésica para su conciencia.

En aquel momento, Carswell dio lectura a una lista de nombres y Rebus oyó el suyo. Agente Hood, agente Clarke, sargento Wylie… Habían trabajado en lo de los ataúdes y el estudiante alemán, y Carswell quería hablar con ellos. Vio rostros intrigados volviéndose hacia ellos. Carswell añadió que quería verlos en el «despacho del jefe», es decir, en el puesto de mando habilitado para la ocasión.

Cruzó una mirada con Bill Pryde al salir, después de que Carswell hubiese abandonado la sala. Bill rebuscaba un chicle en los bolsillos e intentaba localizar la carpeta portapapeles. Rebus iba al final de la morosa fila precedido por Hood, Wylie y Siobhan. Templer y Carswell encabezaban la marcha. Derek Linford, que aguardaba ante la puerta del despacho, les abrió, se apartó y miró a Rebus con desaire, pero éste le sostuvo la mirada y en eso estaban cuando Gill Templer cerró la puerta rompiendo la tensión.

Carswell arrastró la silla hasta la mesa.

– Ya han oído mi discurso -dijo-, así que no voy a repetirme. Si la filtración ha salido de alguien, ha tenido que ser de alguno de ustedes. Ese mierda de Holly estaba muy bien informado.

Dicho esto, los miró a todos por primera vez.

– Señor -dijo Grant Hood dando medio paso al frente y cruzando los brazos a la espalda-, como oficial de enlace habría sido mi obligación sofocar la historia. Quiero pedir excusas…

– Sí, sí, hijo, ya me lo dijo anoche. Yo lo que quiero ahora es una simple confesión.

– Señor, con todo respeto -intervino Siobhan Clarke-, no somos criminales. Hemos tenido que interrogar a gente y hacer sondeos. Steve Holly puede haber deducido por su cuenta…

Carswell la miró y dijo:

– ¿Comisaria Templer?

– Steve Holly -comenzó a decir Templer- no suele trabajar así si puede evitarlo porque no es ninguna lumbrera, pero sí que es entrometido y desconsiderado como nadie. -Por el modo de decirlo, Clarke dedujo que era un tema que ya habían analizado-. A otros periodistas los creo capaces de aprovechar lo que es de dominio público para dar una noticia, pero a Holly, no.

– Él fue quien cubrió el caso del estudiante alemán -insistió Clarke.

– Pero no tenía por qué saber lo de la relación con el juego de Internet -replicó Templer como si recitara de memoria, indicio de que los jefes habían hablado previamente.

– Anoche lo examinamos en detalle, créanme -dijo Carswell-. Lo repasamos una y otra vez, y no hay duda de que la filtración procede de uno de ustedes cuatro.

– Han intervenido otras personas -argüyó Grant Hood-. La conservadora de un museo, un patólogo jubilado…

Rebus presionó levemente en el brazo de Hood para que callara.

– He sido yo -dijo, mientras volvían la cabeza-. Creo que he debido de ser yo.

Hizo ingentes esfuerzos por no mirar a Ellen Wylie, pero notó que ella tenía los ojos clavados en él.

– En las primeras indagaciones estuve en Los Saltos hablando con una tal Bev Dodds, que fue quien encontró el ataúd cerca de la cascada. Steve Holly ya había andado fisgando y ella le contó la historia…

– ¿Y?

– Por un desliz, le expliqué que había más ataúdes…; a ella, por supuesto. -Recordó el desliz; un desliz de Jean Burchill-. Si ella se lo dijo a Holly, él lo cazaría al vuelo, porque al verme en compañía de Jean Burchill, la conservadora del museo, lo debió de relacionar con los ataúdes de Arthur's Seat.

Carswell lo miró fríamente.

– ¿Y lo del juego de Internet? -inquirió.

– Eso no me lo explico -respondió Rebus negando con la cabeza-, pero no es precisamente un secreto bien guardado porque hemos mostrado las claves a los amigos de la víctima preguntándoles si les había pedido ayuda, y cualquiera de ellos puede habérselo dicho a Holly.

Carswell seguía mirándolo.

– ¿Asume la responsabilidad?

– Digo que puede ser culpa mía. Un desliz… -añadió volviéndose a los demás y rehuyendo mirar a Wylie a la cara-. No sé cómo deciros cuánto siento haberos dejado en mal lugar.

– Señor -dijo Siobhan Clarke-, lo que el inspector Rebus acaba de confesar es aplicable a cualquiera de nosotros. Estoy segura de que en alguna ocasión habré hablado algo más de la cuenta…

Carswell la interrumpió con un gesto de la mano.

– Inspector Rebus -dijo-, queda suspendido del servicio activo mientras se amplía la investigación.

– ¡No puede hacer eso! -exclamó Ellen Wylie.

– ¡Calle, Wylie! -dijo Templer entre dientes.

– El inspector Rebus conoce la trascendencia -añadió Carswell.

Rebus asintió con la cabeza.

– Alguien tiene que ser sancionado -dijo haciendo una pausa-, por el bien del equipo -añadió.

– Exactamente -apostilló Carswell haciendo un gesto afirmativo-. De no hacerse así, se instala la desconfianza con sus efectos corrosivos. Y no creo que nadie lo desee, ¿me equivoco?

– No, señor -dijo Grant Hood ante el silencio de los demás.

– Váyase a casa, inspector Rebus -añadió Carswell- y hágame un informe detallado. Volveremos a hablar.

– Sí, señor -repuso Rebus dándose la vuelta y abriendo la puerta.

Linford, que estaba fuera, lo miró con sonrisa aviesa. Rebus no dudaba de que había estado escuchando y de pronto le vino la idea de que Carswell y Linford podían coaligarse para agravar el caso en su contra.

Acababa de darle pie para que se deshicieran de él para siempre.


* * *

Su piso había quedado listo para la venta y llamó a la agencia a fin de informarles.

– ¿Puede verse los jueves por la noche y los domingos por la tarde? -preguntó la vendedora.

– Pues sí -contestó él, sentado en el sillón y mirando por la ventana-. ¿Es imprescindible… mi presencia?

– ¿Quiere que lo enseñe alguien en su lugar?

– Sí.

– Tenemos personal para ello y no es muy caro.

– Estupendo.

No quería estar en casa viendo cómo unos desconocidos abrían puertas y tocaban cosas, y estaba seguro de que él no sería buen vendedor.

– Como ya tenemos una foto -añadió la agente-, se puede publicar el anuncio el próximo jueves.

– ¿No puede ser pasado mañana?

– Me temo que no.

Cuando terminó de hablar fue al vestíbulo. Tenía luces nuevas con sus interruptores y enchufes. El piso había quedado mucho mejor con las paredes recién pintadas y la limpieza de trastos; había hecho tres viajes al vertedero de Old Dalkeith Road para tirar un perchero, regalo de no recordaba quién; cajas de revistas y periódicos; un calentador de dos barras con el cable roto y la cómoda de la antigua habitación de Samantha, cuyas paredes aún estaban adornadas con carteles de estrellas del pop de los ochenta. Había vuelto a poner las alfombras; un cliente conocido del Bar Swany's le había echado una mano y le preguntó si no quería clavarlas por los bordes. Pero él no veía la necesidad.

– Los nuevos propietarios las tirarán de todos modos.

– John, tendría que lijar el suelo; está muy castigado -propuso el hombre.

Rebus había limitado sus pertenencias a lo justo para un apartamento de un dormitorio, pero, aunque dejaba un piso que disponía de tres, la verdad es que aún no tenía adonde ir. Sabía que en Edimburgo la venta de pisos era muy activa; si el suyo de Arden Street se anunciaba el jueves, quizá se vendiera antes de una semana, por lo que en un plazo de catorce días podía verse sin casa.

Y quizá sin empleo.

Esperaba que llamase alguien, y finalmente sonó el teléfono. Era Gill Templer, quien dijo de entrada:

Eres un idiota.

– Hola, Gill.

Podrías haber cerrado la boca.

– Pues sí.

Siempre haciendo de mártir, ¿verdad?

Notaba que estaba, cansada, presionada. Era natural.

– Dije la verdad -respondió Rebus.

Sería la primera vez; no pensarás que me lo creo…

– ¿No?

Vamos, John. Ellen Wylie tenía prácticamente marcada en la frente la palabra «culpable».

– ¿Tú crees que ha sido por encubrirla?

No es que piense precisamente que seas sir Galahad, pero tus motivos tendrás. A lo mejor fue simplemente para cabrear a Carswell, porque sabes que no te soporta.

Rebus no estaba dispuesto a reconocer que seguramente Templer tenía razón.

– ¿Cómo va todo? -preguntó.

Hood está desbordado por su trabajo de enlace y le estoy echando una mano -respondió ella ya calmada.

Rebus pensó que estaría muy ocupada, dado que otros periódicos y el resto de los medios de comunicación querrían ponerse a la altura del de Holly.

¿Y tú? -preguntó ella.

– ¿Yo?

¿Qué vas a hacer?

– Pues no lo he pensado.

Bien…

– No quiero robarte tu tiempo, Gill. Gracias por llamarme.

Adiós, John.

Nada más colgar, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Grant Hood.

Quería darle las gracias por sacarnos del apuro.

– Tú no estabas en apuros, Grant.

Sí que estaba; en serio.

– Me han dicho que tienes mucho trabajo.

¿Cómo…? -Hizo una pausa-. Ah, le ha llamado la comisaria Templer.

– ¿Te está ayudando simplemente o va a desplazarte?

Pues no sé qué decirle.

– No está ahí contigo, ¿verdad?

No, está en su despacho. Al terminar la reunión con el subdirector advertí que se le quitaba un gran peso de encima.

– Tal vez por ser quien más tenía que perder, Grant. Ahora quizá no lo veas, pero es así.

No me cabe la menor duda de que tiene razón.

Pero parecía más convencido de que su propia supervivencia era lo más importante.

– Bien, te dejo, Grant. Gracias por hacer un hueco para llamarme.

Ya nos veremos.

– Nunca se sabe.

Colgó y aguardó mirando el teléfono. Pero no llamaba nadie. Fue a la cocina a hacerse un té y vio que no le quedaban bolsitas ni leche. No se molestó en ponerse la chaqueta para bajar a la tienda de comestibles, donde, de paso, compró jamón, panecillos y mostaza. Al llegar al portal vio a una persona que pulsaba el botón.

– Vamos, sé que estás en casa…

– Hola, Siobhan.

Ella se volvió sobresaltada.

– Dios, me has dado un… -dijo llevándose la mano a la garganta.

Rebus estiró el brazo para abrir.

– ¿Por qué te he sorprendido, porque creías que estaba arriba con las venas cortadas? -preguntó cediéndole el paso.

– ¿Qué? No, no era eso lo que pensaba -respondió, pero él advirtió que se ruborizaba.

– Bueno, para tu tranquilidad te diré que si alguna vez decido eliminarme lo haré con mucho alcohol y pastillas. Y «mucho» significa dos o tres días de borrachera, así que tendrás señales de alerta de sobra.

Rebus subió la escalera delante de ella y abrió la puerta del piso.

– Has tenido suerte -dijo-. No sólo estoy vivo sino que puedo invitarte a té y panecillos con jamón y mostaza.

– Gracias. Con el té basta -repuso ella algo más calmada-. ¡Oye, qué bien ha quedado la entrada!

– Sí, echa un vistazo al piso. A lo mejor me gusta y no lo dejo.

– ¿Lo has puesto en venta?

– A partir de la semana que viene.

Siobhan abrió la puerta de un dormitorio y asomó la cabeza.

– Conmutador regulable -dijo probándolo.

Rebus fue a la cocina, puso la tetera y encontró dos tazas en el armarito. En una, un rótulo decía: «el mejor papi del mundo». No era suya; se la habría dejado uno de los electricistas. Decidió asignársela a Siobhan; él utilizaría la otra más alta, la de los perritos con el borde mellado.

– No has pintado el cuarto de estar -dijo ella al entrar en la cocina.

– Lo pinté hace poco.

Ella asintió con la cabeza. Notó que él callaba algo, pero no iba a preguntarle nada.

– Qué, ¿Grant y tú seguís siendo pareja? -inquirió Rebus.

– Nunca lo fuimos. Tema zanjado.

Rebus sacó la leche de la nevera.

– Ten cuidado, no te ganes una reprimenda.

– ¿Cómo dices? -preguntó Siobhan.

– De los impresentables. Uno de ellos me estuvo fulminando con la mirada durante toda la reunión.

– Ah, Dios, Derek Linford. -Se quedó pensando un instante-. ¿Verdad que tiene un aspecto horrendo?

– Siempre lo ha tenido -respondió él poniendo las bolsitas en las tazas-. Bueno, ¿has venido a ver cómo estaba o a darme las gracias por inculparme?

– No pienso darte las gracias por eso. Podías haberte callado, y lo sabes. Si lo hiciste fue porque quisiste -espetó.

– ¿Y qué? -dijo él para incitarla.

– Pues que algo tramarás.

– Pues… realmente no.

– Entonces, ¿por qué lo hiciste?

– Era el modo más sencillo y rápido. Si lo hubiera pensado quizá me habría callado -dijo echando leche en las tazas y tendiéndole una a ella. Siobhan miró la bolsita que flotaba-. Quítala con la cuchara cuando esté a tu gusto -añadió Rebus.

– ¡Hmm!, ¡qué rico!

– ¿De verdad no quieres un panecillo con jamón?

Siobhan negó con la cabeza.

– No me tientes -añadió.

– Quizá más tarde -dijo él mientras pasaban al cuarto de estar-. ¿Sin novedad en el campamento base?

– Tú pensarás lo que quieras de Carswell, pero es un motivador de primera. Todos creen que fue su discurso lo que te hizo sentir culpable.

– ¿Y ahora trabajan más que nunca? -preguntó, y aguardó a que ella asintiera con la cabeza-. Sí, claro, un equipo de jardineros felices sin topos que los molesten.

Siobhan sonrió.

– Fue una cursilada tremenda, ¿verdad? -dijo ella mirando a su alrededor-. ¿Dónde vas a ir cuando vendas el piso?

– A casa de alguien que tenga una habitación de más. ¿Tú tienes una?

– Depende de para cuánto tiempo.

– Es una broma, Siobhan. No te preocupes -dijo dando un sorbo al té-. Bien, ¿para qué has venido exactamente?

– ¿Aparte de para saber cómo estabas?

– Me imagino que no será sólo por eso.

Siobhan dejó la taza en el suelo.

– He recibido otro mensaje.

– ¿De Programador?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Qué dice?

Siobhan sacó unas hojas del bolsillo y se las tendió. Sus dedos se rozaron. La primera era un mensaje de Siobhan:

«Sigo esperando Oclusión.»

– Se lo envié esta mañana pensando que a lo mejor no se había enterado -dijo.

Rebus pasó a la segunda hoja; un mensaje de Programador:

«Me has decepcionado, Siobhan. No quiero seguir jugando».

Siobhan:

«No te creas todo lo que lees. Yo quiero seguir jugando».

Programador:

«¿Para ir a contárselo a tus jefes?».

Siobhan:

«Te prometo que esta vez tú y yo solos».

Programador:

«¿Cómo voy a creerte?».

Siobhan:

«Yo te he creído, ¿no? Y tú sabías dónde encontrarme. Mientras que yo no tengo ni una pista tuya».

– Después de ése, tuve que esperar bastante. El último llegó -dijo consultando el reloj- hará unos cuarenta minutos.

– ¿Y has venido directamente aquí?

– Más o menos -contestó ella encogiéndose de hombros.

– ¿No se lo has enseñado a Cerebro?

– Está en la Brigada Criminal haciendo no sé qué.

– ¿A nadie más?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Por qué a mí?

– Pues, la verdad, ahora que estoy aquí, no lo sé.

– El de los acertijos es Grant.

– Ahora mismo bastantes complicaciones tiene para conservar su puesto.

Rebus asintió despacio con un gesto y leyó otra vez el último mensaje:

«Añade Camus a ME Smith, en el cuadrilátero donde no hay sol, y Frank Finlay de arbitro».

– Bueno -dijo él-, ya me los has enseñado. No tengo la menor idea -añadió devolviéndole las hojas.

– ¿No?

Rebus negó con la cabeza.

– Frank Finlay era un actor, puede que lo siga siendo. Creo que hizo Casanova en televisión y también una obra titulada Barbed Wire and Bouquets…, o algo así.

¿Bouquet of Barbed Wire?

– Puede ser -dijo Rebus mirando de nuevo la clave-. Camus era un escritor francés. No sabía cómo se pronunciaba hasta que lo oí por la radio o la tele.

– Pero de boxeo sí que sabes.

– Marciano, Dempsey, Cassius Clay antes de llamarse Alí… -dijo él encogiéndose de hombros.

– «Donde no hay sol» -añadió Siobhan- es una expresión norteamericana, ¿no?

– Significa «en el quinto pino» -asintió Rebus-. ¿Acaso ahora piensas que Programador es norteamericano?

Ella sonrió sin ganas.

– Sigue mi consejo, Siobhan. Dáselo a la Brigada Criminal o a la Especial o a quien tenga que localizar a ese imbécil. O mándale un mensaje diciéndole que se vaya a la mierda. -Hizo una pausa-. ¿Dijiste que sabe dónde encontrarte?

Siobhan asintió con un gesto.

– Sabe mi nombre y que soy agente de policía en Edimburgo.

– ¿Sabe dónde vives? ¿Tiene tu número de teléfono?

Siobhan negó con la cabeza para tranquilidad de Rebus, que pensó en los números que tenía anotados Steve Holly en el tablón de su despacho.

– Pues déjalo correr -dijo.

– ¿Eso es lo que harías tú?

– Es lo mejor que puedo aconsejarte.

– Entonces, ¿no quieres ayudarme?

– ¿Ayudarte? -preguntó él mirándola.

– Copiando la clave y haciendo indagaciones.

Rebus se echó a reír.

– ¿Quieres que me busque más líos aún con Carswell?

Ella bajó la vista hacia los papeles.

– Tienes razón -repuso Siobhan-. No lo había pensado. Gracias por el té.

– Espera. Acábatelo -dijo él viendo que se levantaba.

– Tengo que volver. Hay mucho trabajo.

– Pero ¿antes que nada pasar a alguien la clave?

Siobhan lo miró.

– Ya sabes que me tomo en serio tus consejos.

– Eso qué quiere decir, ¿sí o no?

– Tómalo como un quizá.

– Gracias por venir, Siobhan -añadió Rebus levantándose también.

– Linford está decidido a hundirte y de la mano de Carswell, ¿verdad? -dijo ella encaminándose a la puerta.

– No te preocupes por eso.

– Pues ten en cuenta que Linford va adquiriendo poder y cualquier día será inspector jefe.

– ¿Sabes qué? Yo también voy adquiriendo fuerza.

Siobhan volvió la cabeza, lo miró y no dijo nada. Él la acompañó al vestíbulo y le abrió la puerta.

– ¿Sabes lo que dijo Ellen Wylie después de la reunión con Carswell? -preguntó Siobhan ya en el rellano de la escalera.

– ¿Qué?

– Nada. -Volvió a mirarlo con la mano apoyada en la barandilla-. Es raro. Yo me esperaba un discurso sobre tu complejo de mártir.

Al cerrar la puerta, Rebus aguardó en la entrada escuchando cómo se apagaban sus pasos. Después fue a la ventana del cuarto de estar y se asomó de puntillas para verla salir del edificio y oír el ruido del portal al cerrarse. Había ido a pedirle algo y él se lo había negado. ¿Cómo podría haberle hecho comprender que no quería traerle la desgracia como había sucedido con tantas personas que habían llegado a ser íntimas suyas en el pasado? ¿Cómo decirle que debía aprender por sí misma y no escarmentar en cabeza ajena, para ser de ese modo mejor poli y mejor persona?

Volvió al centro del cuarto. Aquel día, los fantasmas apenas comparecían, pero él los veía. Eran personas a las que había herido y que lo habían herido, gente que había muerto con angustia; muertes innecesarias. Aquello tocaba a su fin. Un par de semanas más y podría quizá librarse de ellos. Sabía que no iba a sonar el teléfono ni iba a acudir Ellen Wylie. Ellos dos se entendían de sobra para prescindir de semejante contacto. Tal vez algún día se sentaran los dos a hablar de ello, pero también podría darse el caso de que no volviera a hablarle. La había suplantado y ella, con su silencio, lo había consentido, se había dejado una vez más arrebatar el momento heroico. Se preguntaba si aún la tendría Steve Holly metida en el bolsillo y si sería un bolsillo muy profundo y muy negro.

Fue a la cocina y echó al fregadero el té de Siobhan y el resto del suyo. Se sirvió un dedo de whisky en un vaso limpio y cogió del armarito una botella de cerveza. En el cuarto de estar sacó del bolsillo el bolígrafo y el bloc de notas y apuntó la última clave lo mejor que supo.


* * *

Jean Burchill había estado ocupada toda la mañana con una serie de reuniones, incluido un acalorado debate sobre subvenciones que casi acabó de modo violento cuando un conservador del museo abandonó la reunión dando un portazo y a otro casi se le saltaron las lágrimas.

A la hora del almuerzo se encontraba agotada y la mala ventilación del despacho agravó su dolor de cabeza. Había otros dos mensajes de Steve Holly y estaba segura de que, si se quedaba para tomarse allí sentada un simple emparedado, sonaría otra vez el teléfono. Así que salió del museo con el alud de empleados que rompían su cautividad el tiempo justo de aguardar cola en la panadería para comprarse un panecillo relleno o una empanada. Escocia se había ganado un puesto privilegiado en la lista de enfermedades vasculares y afecciones dentales como consecuencia de la dieta nacional a base de grasas saturadas, sal y azúcar. Se preguntaba por qué los escoceses se habrían inclinado por la comida rápida, el chocolate, las patatas fritas y las bebidas gaseosas. ¿Sería el clima? ¿O era algo más profundo relacionado con el carácter? Decidió romper con la tendencia y compró fruta y un cartón de zumo de naranja y fue caminando hacia el centro por los puentes. Allí todo eran tiendas de ropa barata y de comida preparada, y colas de autobuses y camiones a la espera de cruzar el semáforo en la iglesia de la plaza del Mercado. En los portales, había mendigos en el suelo. Se detuvo en el semáforo y miró a derecha e izquierda en High Street, imaginándose el histórico lugar antes del trazado de Princes Street, con vendedores que voceaban sus mercancías, tabernuchas donde se resolvían negocios, el fielato y las puertas que cerraban al anochecer dejando la ciudad aislada. Se preguntaba si una persona de la década 1770 que se transportase al presente encontraría tan distinta aquella zona de la ciudad. Las luces y los coches podrían resultarle chocantes pero no la sensación del lugar.

Volvió a detenerse en el puente North y dirigió la vista a la derecha, donde las obras del nuevo Parlamento no parecían progresar mucho. Allí, a Holyrood Road, había trasladado el Scotsman sus oficinas, a un nuevo y flamante edificio justo frente al Parlamento. No hacía mucho que había ella asistido a una ceremonia oficial, y desde el amplio balcón de la parte de atrás contempló a placer los impresionantes peñascos de Salisbury. A su izquierda estaban demoliendo la antigua sede del periódico para construir un nuevo hotel, y más allá, en la confluencia del puente con Princes Street, destacaba la antigua central de Correos polvorienta y vacía, de incierto destino aún, aunque ya se rumoreaba que iban a construir otro hotel. Dobló a la derecha en Waterloo Place, mordisqueando la segunda manzana y tratando de no pensar en crujientes patatas fritas y en chocolatinas. Ya sabía adónde se dirigía: al cementerio de Calton. Al cruzar la puerta de la verja de entrada vio enseguida el monolito llamado Memorial de los Mártires, en recuerdo de los cinco hombres, los «Amigos del pueblo», que osaron propugnar la reforma parlamentaria en la década de 1790, cuando en Edimburgo menos de cuarenta personas tenían derecho al voto, ganándose el destierro en Australia. Jean miró la manzana a la que acababa de quitar una pequeña etiqueta adhesiva con el nombre del país de origen: Nueva Zelanda, y pensó en los cinco desterrados y en la vida que habrían llevado. No, en Escocia no se había producido en 1790 el equivalente de la Revolución francesa.

Recordó que un pensador comunista -no sabía si el propio Marx- vaticinó que la revolución en Europa occidental comenzaría por Escocia. Otro sueño.

No sabía gran cosa sobre David Hume, pero se detuvo ante el monumento mientras daba el primer sorbo al cartón de zumo. Era filósofo y ensayista… Un amigo le dijo en cierta ocasión que el gran mérito de Hume era haber hecho comprensible la filosofía de John Locke, pero tampoco sabía mucho de Locke.

Había más tumbas: la de Blackwood y Constable, editores, y la de uno de los cabecillas de «la Ruptura», origen de la Iglesia Libre de Escocia. Al este, detrás de la tapia del cementerio, se veía una torre almenada; Jean sabía que era cuanto quedaba de la prisión de Calton porque conocía grabados del edificio vistos desde la colina opuesta, donde se apostaban los familiares de los presos para hablar con ellos a gritos desde Waterloo Place. Cerró los ojos fantaseando que el rumor del tráfico era el griterío de alegría y de tristeza formado por aquel diálogo a distancia.

Al abrir los ojos vio lo que esperaba encontrar: la lápida del doctor Kennet Lovell. Era un nicho en el muro oriental del cementerio, agrietado, sucio de hollín y de bordes mellados que dejaban ver la piedra arenisca. Una modesta lápida a ras de tierra. «Dr Kennet Anderson Lovell. Eminente médico de esta ciudad», leyó. Había muerto en 1863 a la edad de cincuenta y seis años. Las hierbas cercanas tapaban gran parte de la inscripción; al agacharse para arrancarlas encontró un condón, que apartó con una hoja de acedera. Sabía que por la noche acudían parejas a la colina de Calton y se las imaginó copulando contra aquel muro, cerca de los huesos de Lovell. ¿Qué sentiría el eminente doctor? Fugazmente se abrió paso en su imaginación la imagen de otra cópula: ella y John Rebus. La verdad es que no era realmente su tipo. Antes de él había salido con investigadores y profesores de universidad, y mantuvo un breve flirteo con un escultor casado de Edimburgo que la llevaba a pasear a los cementerios porque eran sus lugares preferidos. Probablemente a John Rebus también le gustaban los cementerios. La primera vez que lo vio le había parecido un reto, una curiosidad; incluso ahora tenía que hacer esfuerzos por no pensar en él como algo raro, por sus secretos, por tantas cosas que se negaba a revelar. Indudablemente, en aquel hombre había mucho que descubrir.

Una vez eliminadas las hierbas, comprobó que Lovell se había casado tres veces nada menos y enviudado otras tantas. No había mención de ningún hijo, aunque se preguntó si su descendencia no estaría enterrada en otro sitio. Quizá no tuviera. Pero ¿no le había hablado John de un descendiente? Volvió a leer las fechas y vio que las esposas habían muerto jóvenes, lo que le hizo pensar que tal vez habían fallecido en el parto.

La primera esposa, Beatrice, Alexander de soltera: muerta a los veintinueve años.

La segunda, Alice, Baxter de soltera: a los treinta y tres.

La tercera, Patricia, Addison de soltera: a los veintiséis.

La inscripción decía: «Fallecidas para volver a reunirse con él en el cielo».

No pudo desechar la idea de que habría sido un encuentro digno de verse, el de Lovell con sus tres esposas. Tenía un bolígrafo, pero ni un solo papel para escribir; miró a su alrededor y vio un sobre viejo arrugado. Lo limpió, lo alisó y anotó los datos.


* * *

Siobhan estaba en su mesa tratando de formar anagramas con las letras de «Camus» y «ME Smith» cuando entró Eric Bain.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sobrevivo.

– Pues muy bien -añadió él dejando la cartera en el suelo y mirando a su alrededor-. ¿Los de la Brigada Especial no han contestado?

– Que yo sepa, no -respondió ella puntuando las letras con el bolígrafo.

La M y la E estaban juntas, ¿querría Programador decir «me»? ¿Que se llamaba Smith? Eran también las iniciales de una enfermedad, pero no recordaba cuál, una que en los periódicos llamaban «gripe de los yuppies».

Bain se acercó al fax a coger unos pliegos que escudriñó.

– No se te ocurre mirar -dijo sacando dos hojas y dejando el resto al lado de la máquina.

– ¿Qué? -preguntó ella alzando la vista.

Bain se le acercó sin dejar de leer.

– Fantástico -dijo admirado-. No me preguntes cómo, pero lo han conseguido.

– ¿Qué?

– Han localizado una de las cuentas.

Siobhan se levantó tan bruscamente para abalanzarse sobre el fax, que derribó la silla.

Bain se lo entregó, preguntándole:

– ¿Quién es esa Claire Benzie?


* * *

– No estás detenida, Claire -explicó Siobhan- y tienes derecho a un abogado si lo pides, pero quisiera que dieras tu consentimiento para grabar la conversación.

– Parece algo grave -dijo Claire Benzie.

Habían dado con ella en su piso de Bruntsfield, desde donde la habían conducido a Saint Leonard sin que opusiera resistencia ni preguntase nada. Con vaqueros, un jersey de cuello alto rosa pálido y la cara lavada sin maquillaje, estaba en el cuarto de interrogatorio sentada y cruzada de brazos mientras Bain introducía las cintas en las dos grabadoras.

– Haremos una copia para ti y otra para nosotros -puntualizó Siobhan-. ¿De acuerdo?

Benzie se encogió de hombros.

Bain dijo «vale», puso las grabadoras en marcha y fue a sentarse en la silla al lado de Siobhan, quien recitó sus datos personales y añadió los correspondientes a Benzie, más la fecha, hora y lugar de la grabación.

– Puedes decir tu nombre completo, Claire -añadió.

Claire Benzie así lo hizo y dio su dirección de Bruntsfield. Siobhan se recostó un instante en la silla para concentrarse y luego se inclinó apoyando los codos en el borde de la estrecha mesa.

– Claire, ¿recuerdas cuando hablamos en el despacho del doctor Curt, en presencia de otro policía compañero mío?

– Sí, lo recuerdo.

– Te pregunté si sabías algo del juego en que participaba Philippa Balfour.

– A quien entierran mañana.

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿Lo recuerdas?

Seven fins high is king -dijo Benzie-. Se lo conté.

– Sí, cierto. Dijiste que Philippa se había acercado a ti en un bar…

– Sí.

– …y que te lo había explicado.

– Sí.

– Pero ¿del juego no sabías nada?

– No. No sabía nada hasta que usted me lo mencionó.

Siobhan se reclinó en la silla y cruzó los brazos casi imitando a la interrogada.

– ¿Cómo es, entonces, que quien enviaba mensajes a Flip utilizaba tu cuenta de Internet?

Benzie la miró y Siobhan sostuvo la mirada. Eric Bain se rascó la nariz.

– Quiero un abogado -dijo Benzie.

Siobhan asintió despacio con la cabeza.

– Se interrumpe el interrogatorio a las tres doce minutos de la tarde.

Bain apagó las grabadoras y Siobhan preguntó a Benzie si quería algún abogado en concreto.

– Bueno, el de la familia -contestó la estudiante.

– ¿Quién es?

– Mi padre. -Al ver la cara de sorpresa de Siobhan, la muchacha sonrió con malicia-. En realidad es padrastro, agente Clarke. Pierda cuidado, que no convoco a ningún fantasma en mi defensa.


* * *

La noticia se había difundido por la comisaría y en el pasillo se apiñaba un grupo de agentes que acosó a preguntas en voz baja a Siobhan cuando salió del cuarto de interrogatorios, dejando en él a una agente uniformada.

– ¿Qué sucede?

– ¿Ha sido ella?

– ¿Qué ha confesado?

– ¿Es la asesina?

Siobhan, sin responder, se acercó a Gill Templer.

– Ha pedido un abogado, y da la casualidad de que hay uno en su familia.

– Muy práctico.

Siobhan asintió con la cabeza y se abrió paso hasta la sala de Investigación Criminal para coger y desconectar el primer teléfono que encontró libre.

– Quiere también un refresco; Diet Pepsi, si hay.

Templer miró a su alrededor y clavó los ojos en George Silvers.

– George, ¿lo ha oído?

– Sí, señora -contestó Silvers, resistiéndose a hacer el servicio hasta que Templer lo empujó con ambas manos.

– ¿Y bien? -preguntó Templer cortando el paso a Siobhan.

– Tendrá que dar ciertas explicaciones, aunque eso no quiere decir que sea la asesina -terció Siobhan.

– No estaría mal que lo fuese -comentó uno de los agentes que escuchaban.

Siobhan recordó lo que había dicho Rebus de Claire Benzie y cruzó una mirada con Gill Templer.

– Dentro de tres o cuatro años -explicó-, si acaba la carrera de patóloga, podemos vernos obligados a trabajar codo con codo con ella; así que no creo que nos interese apretar -añadió sin saber si repetía exactamente las palabras de Rebus, aunque eran más o menos las que él había dicho.

Templer le dirigió una mirada apreciativa y asintió despacio con la cabeza.

– La agente Clarke tiene toda la razón -dijo Templer a los presentes al tiempo que se apartaba para dejar paso a Siobhan musitando algo así como «Muy bien, Siobhan» al pasar ella a su lado.

De nuevo en el cuarto de interrogatorios, Siobhan conectó el teléfono, indicando a Claire que había que marcar el nueve para obtener línea.

– Yo no la maté -dijo la estudiante.

– Pues entonces no hay de qué preocuparse, pero tenemos que conocer los hechos.

Claire asintió con la cabeza y cogió el auricular. Siobhan hizo una seña a Bain y salieron los dos del cuarto, dejando únicamente a la agente uniformada.

El grupo del pasillo se había disuelto pero seguía oyéndose el fuerte alboroto de las conversaciones en la sala de Investigación Criminal.

– Dice que ella no ha sido -dijo Siobhan en voz baja sólo para Bain.

– Bueno -repuso él.

– ¿Cómo es, entonces, que Programador utiliza su cuenta?

– No lo sé -respondió él negando con la cabeza-. Desde luego, supongo que será factible, pero resulta muy raro.

– Entonces, ¿tú crees que sí es la asesina? -preguntó Siobhan mirándolo.

– Me gustaría saber a nombre de quién están las otras cuentas -contestó él encogiéndose de hombros.

– ¿Dijeron los de la Brigada Especial cuánto iban a tardar?

– Es posible que lo sepan hoy mismo más tarde, o mañana.

Un agente que pasó por su lado los palmeó en la espalda y levantó los pulgares para seguir pasillo adelante apretando el paso.

– Creen que lo hemos resuelto -dijo Bain.

– Que se lo crean.

– Tú misma dijiste que tenía una motivación.

Siobhan asintió con la cabeza. Pensaba en Oclusión y trataba de imaginarse aquella clave urdida por una mujer. Sí, era posible; claro que era posible. El mundo virtual permite la simulación de cualquier personalidad en cuanto a género y edad. Los periódicos estaban llenos de historias sobre pedófilos maduros que se infiltraban en los espacios de charla infantiles de Internet fingiéndose jovencitos. El anonimato de la red era lo que atraía a la gente. Pensó en Claire Benzie, en la larga y paciente planificación que habría requerido, alimentada por su rencor desde el suicidio del padre. Quizá todo había comenzado por su deseo de reencontrar a Flip, de reanudar la amistad y perdonarla; sin embargo, su odio habría experimentado un recrudecimiento al ver el mundo fácil de Flip, sus amigos con coches deportivos, los bares y los clubes nocturnos, las fiestas, aquel modo de vida de gente que no sabía lo que era el dolor ni había perdido nada que su dinero no pudiera comprar.

– No sé -dijo pasándose las manos por el pelo con tal fuerza que se hizo daño-. No lo sé.

– Muy bien -repuso Bain-. Enfoca el interrogatorio sin ideas preconcebidas, con arreglo al manual.

Ella le dirigió una sonrisa cansina y le apretó la mano.

– Gracias, Eric.

– Ya verás como sale bien -añadió él.

«Ojalá», pensó Siobhan.


* * *

Quizá la Biblioteca Central fuese el ambiente adecuado para Rebus. Aquella mañana, la mayoría de los lectores le parecieron como salidos de las filas de los desposeídos, los resignados, los inútiles. Algunos dormitaban en los asientos más cómodos con el libro en el regazo como excusa. Un anciano desdentado, con la boca abierta, miraba en una mesa las guías telefónicas pasando cuidadosamente el dedo por las columnas de nombres. Rebus, intrigado, preguntó a una bibliotecaria qué hacía aquel hombre.

– Hace años que viene y siempre lee eso.

– Pues podría obtener un trabajo en Información Telefónica -dijo Rebus.

– Quién sabe si no lo despidieron de allí precisamente.

Rebus pensó que la mujer tal vez tenía razón y continuó con sus indagaciones. De momento sabía que Albert Camus era un novelista y pensador francés, autor de novelas tan notables como La caída y La peste; era premio Nobel y había muerto con algo más de cuarenta años. La bibliotecaria también había buscado otros nombres, pero aquél era el único Camus notable.

– A menos, naturalmente, que quiera indagar nombres de calles.

– ¿Cómo?

– Nombres de calles de Edimburgo.

Porque se daba el caso de que existía una Camus Road y una Camus Avenue, junto con un Camus Park y una Camus Place; aunque nadie sabía si realmente estaban dedicados al escritor francés, pero Rebus pensó que era lo más probable. Buscó Camus en la guía telefónica -que, por suerte, en aquel momento no utilizaba el viejo- y sólo encontró un abonado con tal apellido. Se tomó un descanso y salió de la biblioteca decidido a ir a pie hasta su casa a coger el coche para dar una vuelta por Camus Road, pero paró un taxi que pasaba en ese momento. Camus Road, Avenue, Park y Place resultaron un cuarteto de calles tranquilas en la zona residencial de Comiston Road y Fairmilehead. Al taxista pareció hacerle gracia que le dijera que regresara al puente Jorge IV, pero Rebus, al verse en medio del atasco de tráfico de Greyfriars, pagó la carrera, se apeó y de allí fue directamente al pub Sandy Bell's, donde la masa de los que salían del trabajo aún no se había incrementado con la clientela vespertina. Mientras se tomaba una cerveza con un chupito, el camarero de la barra, que lo conocía, le dio conversación y le contó que habían perdido la mitad de la clientela con el traslado del Hospital Infirmary a Petty France. No por los médicos y las enfermeras, sino por los pacientes.

– No se lo creerá, pero cruzaban la calle hasta aquí en pijama y zapatillas, y hasta había uno que venía con los brazos intubados.

Rebus sonrió y acabó la consumición. Greyfriars Kirkyard quedaba cerca y decidió pasar por allí; mirando el lugar pensó que todos los espectros aliancistas se sentirían ofendidos al ver que un perrito había dado más fama que ellos a aquel sitio invadido día y noche por turistas, del que se contaban historias de manos gélidas que se posaban en el hombro de los viandantes. Recordó que su ex, Rhona, pretendía casarse en aquella iglesia. Contempló las tumbas sujetas con barras de hierro, como cajas fuertes, para impedir que los ladrones de cadáveres resurreccionistas se llevaran los muertos. Se diría que la crueldad había impulsado la prosperidad de Edimburgo durante siglos de barbarie enmascarados por un exterior que alternaba la complacencia y la severidad.

Oclusión… Le intrigaba la relación de aquella palabra con la clave. Creía saber que significaba «atar» o algo por el estilo, pero no estaba muy seguro. Salió del patio de la iglesia y se encaminó al puente Jorge IV para volver a la biblioteca. Seguía de servicio la misma bibliotecaria.

– ¿Dónde está la sección de diccionarios? -preguntó, y la mujer se lo indicó.

– He buscado la referencia que me entregó -añadió- y tenemos obras de Mark Smith, pero nada de M. E. Smith.

– Gracias en cualquier caso -dijo Rebus dándole la espalda y dirigiéndose al departamento de diccionarios.

– También le he impreso una lista de las obras de Camus de nuestros fondos.

– Estupendo, muchas gracias -respondió Rebus cogiendo la hoja que ella le tendía.

Ella sonrió como si no estuviera acostumbrada a tales cortesías, pero después vaciló al advertir el olor a alcohol que desprendía. Camino de las estanterías que le había indicado, Rebus vio que estaba libre la mesa de las guías telefónicas y pensó si el anciano habría dado fin a su jornada laboral. Cogió el primer diccionario a mano y lo abrió por la entrada oclusión; significaba «atar», «cerrar», «apretar». Lo de «atar» le hizo pensar en las momias o en alguien con las manos atadas, encerrado…

Oyó un carraspeo a su espalda. Era la bibliotecaria.

– ¿Ha acabado ya su turno? -preguntó Rebus.

– No, aún no. Es que mi colega Kenny… -replicó ella señalando a su mesa, que ocupaba ahora otro empleado que los miraba- cree que sabe quién es el señor Smith.

– ¿El señor qué? -inquirió Rebus mirando al bibliotecario, que no tendría más de veinte años y llevaba una camiseta negra de manga corta y gafas de montura metálica.

– El señor M. E. Smith -dijo la bibliotecaria.

Rebus se acercó a la mesa y saludó al joven con una inclinación de cabeza.

– Es un cantante -dijo Kenny sin preámbulos-. Si es que se trata del que yo creo: Mark E. Smith. Aunque no todo el mundo estaría de acuerdo con lo de «cantante».

– Confieso que yo nunca he oído hablar de él -intervino la bibliotecaria, que había vuelto a ocupar su puesto detrás de la mesa.

– Hay que ampliar horizontes, Bridget -dijo el joven mirando la cara de sorpresa de Rebus.

– ¿El cantante del grupo La caída? -inquirió Rebus despacio como si se plantease a sí mismo la pregunta.

– ¿Los conoce? -repuso el joven sorprendido de que alguien de la edad de Rebus estuviera al corriente.

– Los vi actuar hace veinte años en un club de Abbeyhill.

– Menudo ruido meten, ¿eh? -dijo el joven.

Rebus asintió con la cabeza distraídamente, mientras la bibliotecaria expresaba lo que él pensaba.

– Sí que es curioso -observó la mujer señalando la lista que le había entregado-, la novela de Camus, La caída. Hay un ejemplar en el departamento de ficción, si quiere leerla.


* * *

El padrastro de Claire Benzie resultó ser Jack McCoist, uno de los abogados defensores más capaces de Edimburgo. Antes del interrogatorio pidió que lo dejasen a solas diez minutos con ella, pasados los cuales Siobhan volvió a entrar acompañada de Gill Templer, que hizo salir a Eric Bain a regañadientes.

La muchacha casi había consumido la bebida y a McCoist le quedaba media taza de té tibio.

– No creo que haya que grabar nada -dijo el abogado-. Si les parece, podemos hablar previamente del asunto -añadió mirando a Gill Templer, quien finalmente accedió con una inclinación de cabeza.

– Cuando usted quiera, agente Clarke -intervino Templer.

Siobhan deseaba que Claire la mirase a la cara, pero la muchacha estaba ensimismada en la lata de Pepsi, dándole vueltas entre las manos.

– Claire -dijo-, de las claves que le llegaban a Flip, una de ellas la recibió de una dirección de correo electrónico que hemos averiguado que es tuya.

McCoist tenía un bloc de tamaño folio en el que ya había hecho profusas anotaciones en varias páginas con su indescifrable escritura. Dio la vuelta a la última hoja para disponer de una nueva.

– ¿Pueden explicarme cómo se hicieron con esos mensajes de correo electrónico?

– Pues… en realidad un tal Programador envió un mensaje a Flip Balfour que me llegó a mí.

– ¿Cómo es posible? -preguntó McCoist alzando la vista del bloc.

Siobhan sólo alcanzaba a ver sus hombros cubiertos por la chaqueta de raya diplomática azul y la parte superior del cráneo calvo con escaso pelo negro.

– Bien, es que inspeccioné el ordenador de la señorita Balfour por si encontraba algún indicio relativo a su desaparición.

– Es decir que, ¿eso fue después de que desapareciera? -inquirió alzando la vista. Usaba gafas de montura negra gruesa y su boca cerrada formaba una tenue línea escéptica.

– Sí -contestó Siobhan.

– ¿Y es ése el mensaje cuyo origen dicen haber localizado en la dirección IP de mi cliente?

– Sí, en el IP de su servidor -dijo Siobhan, que advirtió que Claire levantaba la vista por primera vez, al oír lo de «mi cliente», y miraba fijamente a su padrastro; seguramente era la primera vez que lo veía desempeñar su actividad profesional.

– ¿Se refiere al servidor de Internet?

Siobhan asintió con la cabeza. McCoist quería demostrarle que conocía la jerga.

– ¿Ha habido ulteriores mensajes?

– Sí.

– ¿Y todos proceden de la misma dirección?

– No lo sabemos aún -contestó Siobhan, que había decidido no revelar ningún dato que no fuera relativo al servidor en cuestión.

– Muy bien -dijo McCoist poniendo punto final a sus anotaciones en el bloc y recostándose pensativo en la silla.

– ¿Puedo interrogar ya a Claire? -preguntó Siobhan.

McCoist miró por encima de las gafas.

– Mi cliente preferiría hacer una declaración previa -dijo.

Claire sacó del bolsillo de los vaqueros una hoja de papel -a ojos vistas, procedente del bloc del abogado- que desdobló dejando ver una escritura distinta de la de McCoist, pero Siobhan advirtió que había correcciones que él habría sugerido.

Claire carraspeó.

– Unas dos semanas antes de la desaparición de Flip, yo le presté mi ordenador portátil. Tenía que redactar un trabajo y fue un favor que le hice, pues sabía que ella no tenía portátil. No tuve ocasión de reclamárselo y estaba esperando a que la enterraran para decir a sus padres que me permitieran retirarlo de su piso.

– ¿Ese portátil es el único ordenador que tienes? -preguntó Siobhan.

Claire negó con la cabeza.

– No, pero tiene la misma cuenta de servidor que mi ordenador de sobremesa.

Siobhan la miró a la cara, pero ella rehuyó mirarla de frente.

– No había ningún portátil en el piso de Philippa Balfour.

– Pues, ¿dónde está? -replicó Claire, mirándola ahora a los ojos.

– Supongo que conservas el recibo de compra o algo que lo demuestre.

– ¿Está acusando a mi hija de mentirosa? -terció McCoist.

Ya no era su «cliente».

– No, pero creo que este dato no habría debido de tardar tanto en decírnoslo.

– Yo no sabía que era… -comenzó a decir la muchacha.

– Comisaria jefe Templer -exclamó McCoist-, no pensaba yo que era costumbre de la policía de Lothian y Borders acusar de duplicidad a un posible testigo.

– En este momento -replicó Templer-, su hijastra, más que testigo, es sospechosa.

– Sospechosa, ¿de qué exactamente? ¿De participar en un juego? ¿Desde cuándo eso es delito?

Gill Templer no sabía qué responder. Miró a Siobhan y Siobhan creyó interpretar en concreto parte de los interrogantes que se planteaba su jefa. «Tiene razón… Aún no sabemos con certeza que Programador tenga algo que ver… Es una simple corazonada tuya, que yo he apoyado; sólo eso.»

McCoist comprendió que aquel intercambio de miradas tenía su fundamento y optó por presionar.

– No acabo de ver en todo esto ninguna sustancia jurídica para elevar a la fiscalía. Sería un ridículo para usted, comisaria Templer.

Había hecho énfasis en el cargo con toda intención, sabiendo que el ascenso de Gill era reciente.

Pero Gill Templer recobró su aplomo.

– Lo que queremos de Claire, señor McCoist, es que conteste sin tapujos para que su versión no parezca endeble y tengamos que proseguir las indagaciones.

El abogado reflexionó un instante; mientras, Siobhan hacía una lista mentalmente. Claire Benzie tenía un móvil, cierto, por la culpa de la Banca Balfour en el suicidio de su padre. El juego de rol era el medio para atraer a Flip a Arthur's Seat y tener oportunidad de matarla, y ahora se inventaba la historia de que le había prestado un portátil curiosamente desaparecido. Siobhan abrió otro expediente; éste para Ranald Marr, quien desde un principio había dado instrucciones a la muerta para borrar mensajes. Ranald Marr y sus soldaditos de plomo, segundo de a bordo del banco. Pero no veía qué podía haber ganado Marr con la muerte de la joven.

– Claire, las veces que fuiste a Los Enebros -dijo pausadamente Siobhan-, ¿viste allí a Ranald Marr?

– No veo qué tiene eso…

Pero Claire interrumpió a su padrastro.

– Sí, Ranald Marr. Nunca entendí qué veía en él.

– ¿Quién?

– Flip. Se encaprichó con Ranald. Un amor de colegiala, supongo…

– ¿Era correspondida? ¿Fue algo más que un capricho?

– Creo -terció McCoist- que nos apartamos de…

Pero Claire siguió hablando sonriente con Siobhan:

– Al principio no -dijo.

– ¿Cuándo empezó a corresponderle?

– Creo que se veían bastante hasta el día de su desaparición.


* * *

– ¿A qué viene este alboroto? -preguntó Rebus.

Bain alzó la vista de la mesa en que trabajaba.

– Porque están interrogando a Claire Benzie -contestó.

– ¿Por qué? -preguntó Rebus inclinándose y metiendo la mano en un cajón de la mesa.

– ¿Es su mesa? Lo siento… -dijo Bain haciendo ademán de levantarse, pero Rebus lo detuvo.

– Estoy suspendido de empleo, ¿no recuerdas? Guárdamela -dijo cerrando el cajón-. Bueno, ¿por qué está aquí Benzie?

– Por uno de los mensajes del que pedí a la Brigada Especial que localizase el origen.

– ¿Lo envió ella?

– Procedía de su cuenta.

Rebus reflexionó un instante.

– Lo que no es lo mismo.

– La escéptica ¿no es Siobhan?

– ¿Está ella interrogando a Benzie? -preguntó Rebus, y aguardó a que Bain asintiera con la cabeza-. Entonces, ¿tú qué haces aquí?

– Estoy aquí porque está con ella la jefa.

– Ah -dijo Rebus.

Gill Templer entró en tromba en la sala de Investigación Criminal.

– Necesitamos interrogar a Ranald Marr. ¿Quién quiere ir a por él?

En un segundo surgieron dos voluntarios, HiHo Silvers y Tommy Fleming, mientras los demás se preguntaban quién era y qué tendría que ver con Claire Benzie y Programador. Al girar sobre sus talones, Templer se dio de bruces con Siobhan.

– La has interrogado muy bien -dijo.

– ¿Usted cree? -replicó Siobhan-. No estoy muy segura.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo la constante impresión de que planteo las preguntas que ella desea, como si ella llevase el control.

– A mí no me lo ha parecido así -dijo Templer poniéndole la mano en el hombro-. Descansa un rato y que se encargue otro de Ranald Marr. Y ustedes vuelvan al trabajo -añadió mirando a los que hablaban y cruzando una mirada con Rebus-. ¿Qué diablos haces aquí?

Rebus abrió otro cajón y sacó un paquete de cigarrillos al que dio una sacudida.

– He venido a recoger unas pertenencias, señora.

Gill Templer frunció los labios y salió a paso veloz de la sala. En el pasillo se acercó a McCoist y a Claire y se detuvo allí hablando con ellos mientras Siobhan se llegaba a la mesa de Rebus.

– ¿Qué diablos haces aquí?

– Tienes cara de agotada.

– Ya veo que tu lengua de plata es tan aguda como siempre.

– Te ha dicho la jefa que descanses y mira por dónde yo te invito. Mientras tú te dedicabas a meter miedo a la muchachita, yo me he ocupado de lo importante.

Siobhan pidió zumo de naranja sin dejar de consultar el móvil, pues Bain tenía órdenes terminantes de llamarle si había novedades.

– Tengo que volver -dijo una vez más, mirando de nuevo la pantalla del móvil para ver si se agotaba la batería o perdía cobertura.

– ¿Has comido? -preguntó Rebus.

Ella negó con la cabeza y él fue a la barra a por dos bolsas de patatas fritas que ella atacó con ganas mientras él decía:

– Y en ese momento me di cuenta.

– Te diste cuenta, ¿de qué?

– Por Dios, Siobhan, despierta.

– John, tengo la cabeza a punto de estallar; de verdad.

– Ya veo que no crees que Claire Benzie sea culpable. Y para colmo ahora declara que Flip Balfour se entendía con Ranald Marr.

– ¿Tú crees que es cierto?

Rebus encendió otro cigarrillo y expulsó el humo lejos de Siobhan.

– Mi opinión no viene al caso. Estoy suspendido provisionalmente de empleo.

Ella lo miró torciendo el gesto.

– Se va a armar la gorda, ¿no? -dijo Rebus.

– ¿Qué?

– Cuando Balfour pregunte a su querido socio qué quería de él la policía.

– ¿Tú crees que Marr va a contárselo?

– Aunque se lo calle, seguro que Balfour se entera. El entierro de mañana va a ser sonado -añadió expulsando más humo hacia el techo-. ¿Tú irás?

– Lo estoy considerando. Templer, Carswell y algunos más sí que van.

– Tal vez hagan falta si hay una pelea.

Siobhan miró el reloj.

– Tengo que irme a ver qué declara Marr.

– Te han dicho que te tomes un descanso.

– Ya me lo he tomado.

– Puedes telefonear si lo crees imprescindible.

– Sí, tal vez -dijo ella mirando el móvil y advirtiendo que conservaba el adaptador para la clavija del ordenador, que, de no haberlo dejado en Saint Leonard, le habría permitido acceder a la red. Detuvo la mirada en el dispositivo y después la alzó hacia Rebus-. ¿Qué decías?

– ¿Sobre qué?

– Sobre Oclusión.

La sonrisa de Rebus se ensanchó.

– ¡Albricias! Vuelves al mundo real. Decía que he estado toda la tarde en la biblioteca y he descifrado la primera parte del acertijo.

– ¿Ah, sí?

– Siobhan, yo soy de lo mejorcito. Bueno, ¿te lo explico?

– Claro -contestó ella observando que él casi había apurado su consumición-. ¿Quieres otra…?

– Primero escucha -dijo él impidiéndole levantarse.

El pub estaba lleno de gente a medias, en su mayoría estudiantes, y Rebus advirtió que él era la única persona de cierta edad. De haber estado en la barra lo habrían confundido con el dueño, pero en aquella mesa del rincón, con Siobhan, lo más seguro es que pensaran que era un jefe que trataba de emborrachar a la secretaria.

– Soy toda oídos.

– Albert Camus es el autor de una novela titulada La caída -comenzó a decir mientras sacaba del bolsillo un ejemplar que había comprado en la librería Thin's de camino a Saint Leonard- y Mark E. Smith es el cantante de un grupo llamado La caída.

– Creo que tengo un disco de ellos -dijo Siobhan frunciendo el entrecejo.

– Bien -prosiguió Rebus-, tenemos La caída y La caída. Añade uno al otro y tienes…

– ¿Caídas? ¿De agua? Los Saltos -aventuró Siobhan. Rebus asintió con la cabeza y ella cogió el libro, miró la cubierta y le dio la vuelta para leer la propaganda del reverso-. ¿Tú crees que es ahí donde Programador quiere que nos veamos?

– Lo que creo es que tiene algo que ver con la próxima clave.

– Pero ¿y el resto, eso del cuadrilátero y de Frank Finlay?

Rebus se encogió de hombros.

– Yo no soy Simple Minds y no te he prometido milagros.

– No… -Hizo una pausa y lo miró-. Ahora que lo pienso, no sabía que estabas tan interesado.

– Es que he cambiado de idea.

– ¿Y eso por qué?

– ¿Tú has estado alguna vez en casa viendo secarse la pintura de las paredes?

– A veces lo hubiera preferido en vez de aguantar ciertas citas.

– Pues ya sabes lo que quiero decir.

Ella asintió con la cabeza hojeando el libro. Luego frunció el entrecejo y volvió a mirarlo.

– En realidad -dijo-, no tengo ni la menor idea de lo que quieres decir.

– Estupendo, eso significa que comienzas a aprender.

– A aprender ¿qué?

– La marca patentada de existencialismo de John Rebus -respondió él alzando un dedo amenazador-. Es una palabra cuyo significado he conocido hoy, y gracias a ti.

– ¿Qué significa?

– Yo no he dicho que sepa el significado, pero creo que tiene mucho que ver con opciones distintas de la contemplación del secado de la pintura.

Volvieron a Saint Leonard, pero no había novedades. Los agentes estaban a punto de subirse por las paredes al no encontrar solución. Necesitaban hacer una pausa. En los servicios hubo que zanjar una pelea entre dos uniformados que habían llegado tontamente a las manos. Rebus vio a Siobhan ir de un grupo a otro ansiosa por saber algo; sabía que a duras penas contenía los nervios, abrumada por hipótesis y teorías. También ella necesitaba una solución, un descanso. Se le acercó y, al ver lágrimas en sus ojos, la cogió del brazo y, aunque se resistía, la hizo salir a la calle.

– ¿Desde cuándo no has comido?

– He comido antes esas patatas fritas.

– Me refiero a una comida caliente.

– Pareces mi madre.

Poco después entraban en un restaurante indio de Nicolson Street. Era un local oscuro al que se accedía por una escalera. Había pocos clientes: los martes se habían convertido en lunes y por la noche la ciudad estaba muerta; ahora, el fin de semana comenzaba el jueves, día a partir del cual la gente pensaba en cómo gastar la paga, para concluir el lunes con una cerveza después del trabajo contando lo que se había hecho. El martes, lo lógico era volver directamente a casa sin gastar lo poco que quedaba.

– Tú conoces Los Saltos mejor que yo -dijo Siobhan-. ¿Qué hay allí de particular?

– Bueno, la cascada; tú la has visto. Y quizá Los Enebros, que también conoces. Nada más -añadió Rebus encogiéndose de hombros.

– También hay unos complejos de viviendas, ¿verdad?

– Meadowside -contestó él asintiendo con la cabeza-.

Y una gasolinera a la salida del pueblo. Aparte de la casita de Bev Dodds y las de los residentes que trabajan en Edimburgo. No hay ni iglesia ni oficina de Correos.

– ¿Ni un local para combates de boxeo?

Rebus negó con la cabeza.

– Ni ramos, ni alambre de espino ni casa de Frank Finlay.

De pronto, Siobhan dejó de mostrar interés por la comida, pero Rebus no le dio mucha importancia porque ya había dado cuenta de un tandori mixto y de casi todo el biryani. Vio que cogía el móvil y llamaba otra vez a la comisaría. Esta vez sí contestaron.

– ¿Eric? Soy Siobhan. ¿Qué novedades hay? ¿Ha llegado Marr? ¿Qué ha declarado? -Escuchó y cruzó una mirada con Rebus-. ¿De verdad? -añadió alzando la voz-. Una tontería por su parte, ¿no?

Por un instante, Rebus pensó: «Suicidio», y se pasó un dedo por la garganta, pero Siobhan negó con la cabeza.

– De acuerdo, Eric. Gracias. Hasta luego.

Cortó la comunicación y guardó pensativa el móvil en el bolso.

– Vamos, suéltalo -dijo Rebus.

– Recuerda que estás suspendido de empleo -replicó ella cogiendo un bocado con el tenedor-. Al margen del caso.

– Del techo te voy a suspender a ti si no me lo cuentas.

Ella sonrió y dejó el tenedor en el plato, sin tocar la comida; el camarero hizo ademán de acercarse a retirar los platos, pero Rebus le hizo una seña para que se fuese.

– Bien -dijo Siobhan-, han ido en busca del señor Marr a su chalet de The Grange, pero no estaba.

– ¿Y?

– La razón de su ausencia es que le habían avisado que iban a pasar a por él. Gill Templer llamó al ayudante del jefe de policía a fin de comunicarle que enviaba un coche para recogerlo e interrogarlo y Carswell «sugirió» que, por cortesía, se le avisara por teléfono.

Siobhan cogió la jarra de agua y se sirvió la poca que quedaba. De nuevo, el mismo camarero quiso acercarse a retirarla, pero Rebus volvió a disuadirlo.

– ¿Así que Marr ha huido?

– Por lo visto -contestó Siobhan asintiendo con la cabeza-. Su mujer dice que él mismo cogió el teléfono y que dos minutos después, cuando fue a buscarlo, no lo encontró y faltaba el Maserati.

– Mejor será que te guardes una servilleta porque creo que va a haber que limpiarle a Carswell el huevo de la cara -repuso Rebus.

– Sí, me imagino que se verá en apuros cuando se lo explique al jefe de policía -dijo Siobhan, y advirtió que Rebus sonreía-. A ti no te vendrá mal, ¿eh?

– Algo contribuirá a refrenar su furia.

– Ah, ya. Digamos que Carswell tendrá preocupación de sobra con la bronca que se le viene encima para dedicarse a machacarte a ti.

– Mejor no podría expresarse.

– Simple producto de mi formación universitaria.

– Bueno, ¿y qué se hace con respecto al señor Marr? -preguntó Rebus dirigiendo con la cabeza un gesto al camarero, que se acercó con cierta prevención-. Dos cafés -dijo, y el hombre se retiró con un leve gesto de asentimiento.

– Pues no sé muy bien -contestó Siobhan.

– La víspera del entierro puede ser movida.

– Perseguido y detenido al volante de un coche deportivo… -dijo Siobhan imaginándoselo-. Los condolidos padres intrigados por la detención de su mejor amigo…

– Si Carswell lo piensa bien, no hará nada hasta el final del entierro. A lo mejor, Marr acude de todos modos.

– ¿Para dar su sentido adiós a su amor secreto?

– Siempre que sea cierto lo que afirma Claire Benzie.

– ¿Por qué, si no, iba a huir?

– Me parece que tú sabes la respuesta -replicó Rebus mirándola.

– ¿Porque él es el asesino?

– Yo creí que lo considerabas sospechoso.

Siobhan reflexionó un instante.

– Antes de que huyera, sí; pero no creo que Programador huyera.

– A lo mejor, Programador no mató a Philippa Balfour.

– Eso es lo que quiero decir -replicó Siobhan asintiendo con la cabeza-. Porque yo sospechaba que Marr era Programador.

– Entonces, ¿sería otro el asesino?

Llegaron los cafés con las mentas de rigor. Siobhan echó la suya en la taza, que se llevó a los labios. El camarero también había dejado la cuenta.

– Pagamos a medias -dijo Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza y sacó del bolsillo tres billetes de cinco libras.

En la calle preguntó a Siobhan cómo volvía a casa.

– Tengo el coche en Saint Leonard, ¿quieres que te lleve? -contestó ella.

– No, hace una buena noche para ir a pie -respondió él mirando las nubes-. Prométeme que vas a tu casa a descansar.

– Prometido, mamá.

– Y ahora que estás convencida de que Programador no mató a Flip…

– ¿Qué?

– Pues que no tienes que preocuparte más del juego, ¿no?

Ella parpadeó y admitió que seguramente no, pero Rebus advirtió que no lo decía convencida. Aquel juego era su parcela del caso y era incapaz de renunciar a ella. Lo comprendía: él habría hecho lo mismo.

Se despidieron y Rebus se fue andando a casa, desde donde llamó a Jean Burchill, que no contestaba. Se habría quedado tal vez trabajando hasta tarde en el museo; probó, pero allí tampoco cogía el teléfono. Permaneció de pie delante de la mesa del comedor mirando las notas del caso y pinchó en la pared con chinchetas unas hojas con datos sobre las cuatro mujeres: Jesperson, Gibbs, Gearing y Farmer. La principal incógnita era por qué había dejado los ataúdes el asesino. Sí, claro, era su firma; pero era una firma que nadie había relacionado y habían tenido que transcurrir casi treinta años para que alguien advirtiera que era realmente una firma. Si el asesino esperaba que lo relacionaran con los crímenes, ¿no habría vuelto a repetirlo siempre o recurrido a otro medio, como una nota a la policía o a los periódicos? Por tanto, no eran realmente la firma, sino una motivación de algo. ¿De qué? A su parecer, era como una especie de recordatorio de significado exclusivo para quien lo dejaba. ¿No cabía la misma interpretación en el caso de los ataúdes de Arthur's Seat? ¿Por qué no había salido a la luz de un modo u otro el responsable? Respuesta: porque, una vez recogidos, los ataúdes habían dejado de tener sentido para su autor, que los hacía como simple homenaje sin que estuviera previsto que los encontrara nadie ni para que se vinculasen con los asesinatos de Burke y Hare.

Sí, existía una relación entre aquellos ataúdes y los que Jean había identificado. Tenía sus reservas para incluir en la lista el ataúd de Los Saltos, pero también en él advertía una relación, relación más tenue pero indudable.

Comprobó el contestador automático y sólo había un mensaje: de la agencia, a propósito de un matrimonio jubilado ofreciéndose para mostrar el piso a los posibles compradores.

Antes de que fueran tendría que desmontar todo aquello y esconderlo; hacer algo de limpieza.

Volvió a llamar a Jean pero seguía sin contestar y optó por poner el disco de Steve Earle The Hard Way.

Lo suyo.


* * *

– Ha tenido suerte de que no cambiara mi apellido -dijo Jan Benzie, a quien Jean Burchill acababa de explicar que había llamado a todos los Benzie de la guía telefónica-, porque ahora estoy casada con Jack McCoist.

Estaban en el cuarto de estar de una casa unifamiliar de tres pisos en el sector oeste de Edimburgo, en Palmerston Place. Jan Benzie era alta y delgada, vestía un traje negro con falda hasta la rodilla y llevaba un rutilante broche justo encima del seno derecho. La sala reflejaba su elegancia: antigüedades y superficies enceradas, paredes y suelo que amortiguaban cualquier ruido.

– Gracias por recibirme tan rápidamente.

– No tengo mucho más que añadir a lo que le expliqué -dijo Jan Benzie con aire distante, como si estuviera en otra parte. Quizá por eso no había puesto impedimentos a su visita-. Hoy he tenido un día muy raro, señorita Burchill -confesó.

– ¿De verdad?

Pero Jan Benzie se limitó a alzar un hombro y a preguntarle otra vez si quería tomar algo.

– Gracias. No quiero entretenerla. Me ha dicho que Patricia Lovell era pariente suya…

– Mi tatarabuela, creo.

– Murió muy joven, ¿no es cierto?

– Sí; seguramente sabe usted de ella más que yo, que ni sabía que estaba enterrada en Calton Hill.

– ¿Cuántos hijos tuvo?

– Sólo uno; una niña.

– ¿Sabe usted si murió de parto?

– No tengo la menor idea -contestó Jan Benzie riendo por la incoherencia de la pregunta.

– Perdóneme -añadió Jean Burchill-, ya sé que todo esto le sonará algo macabro.

– Un poco. ¿Dice que está investigando sobre la vida de Kennet Lovell?

Jean Burchill asintió con la cabeza.

– ¿Conservan ustedes algún documento suyo? -preguntó.

– Ninguno -respondió Jan Benzie negando con la cabeza.

– ¿Y no habrá familiares que puedan…?

– No, no creo -contestó ella estirando el brazo hasta la mesita que había junto al sillón para coger una cajetilla de la que extrajo un cigarrillo-. ¿Fuma usted?

Jean Burchill dijo que no mientras observaba cómo encendía el pitillo con un elegante mechero de oro. Aquella mujer lo hacía todo despacio; era como ver una película a cámara lenta.

– Se trata de que estoy buscando la correspondencia entre el doctor Lovell y su benefactor.

– No sabía que tuviese un benefactor.

– Era un pastor presbiteriano de Ayrshire.

– ¿Ah, sí? -dijo Jan Benzie.

Pero Burchill advirtió que sólo estaba atenta al cigarrillo que sostenía entre los dedos, sin interesarle lo que ella decía.

Decidió insistir:

– En el Colegio de Médicos hay un retrato del doctor Lovell que debió de ser encargado por dicho pastor.

– ¿Ah, sí?

– ¿Lo ha visto usted?

– No, no creo.

– El doctor Lovell tuvo varias esposas, ¿lo sabía?

– Ah, sí. Tres, ¿verdad? En realidad, no son muchas tal como es la vida -dijo Jan Benzie, de pronto pensativa-. Yo voy por mi segundo matrimonio… ¿Quién puede decir si no volveré a casarme? -añadió contemplando la ceniza de la punta del cigarrillo-. Mi primer marido se suicidó, ¿sabe?

– Lo ignoraba.

– Claro, no tenía por qué saberlo. -Hizo una pausa-. Pero no creo yo que Jack llegara a eso.

Jean Burchill no sabía qué pretendía decir, pero Jan Benzie la observaba como esperando respuesta.

– Sí, bueno, tal vez resultara algo sospechoso perder dos maridos -dijo.

– Y Kennet Lovell perdió tres esposas -añadió Benzie.

Eso era precisamente lo que le intrigaba a ella.

Jan Benzie se puso en pie y se acercó a la ventana. Jean volvió a mirar aquel salón lleno de objetos, cuadros, fotos enmarcadas, candelabros y ceniceros de cristal. Tenía la impresión de que nada de aquello era de Jan Benzie, sino una aportación de Jack McCoist al matrimonio.

– Bien -dijo-, me marcho. Le ruego que me disculpe por haber…

– No tiene importancia -respondió Benzie-. Espero que encuentre lo que busca.

De pronto, abajo en el vestíbulo se oyó un portazo. Las voces fueron ascendiendo escalera arriba.

– Claire y mi esposo -dijo Jan Benzie, volviendo a sentarse y componiendo su figura como si fuese la modelo de un pintor.

Se abrió de golpe la puerta y Claire Benzie irrumpió en la sala. Jean no le encontró parecido físico con la madre, pero quizá fuese en parte por el ímpetu con que había entrado.

– Me importa un bledo -exclamó la muchacha-. ¡Que me encierren si quieren y que tiren la llave! -añadió paseando de arriba abajo en el momento en que entró Jack McCoist, que se movía pausadamente igual que su esposa, aunque en su caso parecía más bien por efecto del cansancio.

– Claire, yo lo que digo es que… -se interrumpió para inclinarse y dar un beso en la mejilla a su mujer-. Qué mal rato hemos pasado -añadió-. La policía no soltaba a Claire. Querida, ¿no podrías controlar un poco a tu hija…?

Sus últimas palabras quedaron en el aire cuando al erguirse vio que había visita. Jean Burchill se puso en pie.

– Bien, tengo que marcharme -dijo ella.

– ¿Quién demonios es ésta? -gruñó Claire.

– La señorita Burchill es del museo -explicó la madre-. Hemos estado hablando de Kennet Lovell.

– ¡Dios, ella también! -exclamó la hija volviendo la cabeza y dejándose caer en uno de los sofás.

– Estoy haciendo una investigación sobre su vida -dijo Burchill a Jack McCoist, que se servía un whisky.

– ¿A estas horas? -replicó él.

– Hay un retrato suyo en un museo -añadió Jan Benzie dirigiéndose a su hija-. ¿Lo sabías?

– ¡Claro que lo sabía! En el Colegio de Médicos. -Miró a Jean Burchill-. ¿Es usted de ese museo?

– No, en realidad…

– Bien, sea de donde sea, ¿por qué demonios no se larga? Acaban de soltarme de la comisaría y…

– ¡No hables de ese modo en mi casa a una visita! -exclamó Jan Benzie con un chillido y levantándose como un resorte del sillón-. Jack, díselo tú.

– Bueno, de verdad que ahora debo… -insistió Jean Burchill, pero la discusión que se desencadenó entre los tres ahogó sus palabras, y ella optó por retirarse discretamente.

– ¡No tienes ningún derecho…!

– Dios, ¡ni que hubieras sido tú la interrogada!

– Eso no es disculpa para que…

– ¿Sería mucho pedir que pueda tomarme una copa tranquilo?

No advirtieron que Jean cerraba la puerta tras salir del cuarto. Bajó de puntillas la escalera alfombrada, abrió la puerta de entrada con el mayor sigilo posible y, ya en la calle, lanzó un profundo suspiro. Mientras se alejaba volvió la cabeza para mirar hacia la ventana del salón, pero no vio nada. Allí, las casas tenían gruesos muros como las cárceles, y Jean Burchill sentía que acababa de escapar de una.

Claire Benzie tenía un genio de cuidado.

Загрузка...