Apenas pasadas las siete y media la despertó el teléfono. Saltó de la cama, fue sin hacer ruido al cuarto de estar y cogió el auricular, llevándose la otra mano a la frente.
– Diga.
– Buenos días, Siobhan. ¿No la habré despertado?
– No, estaba haciendo el desayuno.
Parpadeó varias veces y bostezó tratando de abrir los ojos. Watson hablaba como si llevase varias horas despierto.
– Bueno, no quiero entretenerla, pero acabo de recibir una llamada muy interesante.
– ¿De uno de sus contactos?
– Otro madrugador. Da la casualidad de que escribe un libro sobre los templarios relacionado con los masones, y tal vez por eso lo vio enseguida.
Siobhan estaba en la cocina y comprobó si había agua en la tetera antes de enchufarla. En el tarro quedaba café en polvo para dos o tres tazas; tendría que ir al supermercado. En la encimera había trocitos de chocolate; presionó el dedo sobre ellos y se los llevó a la boca.
– ¿Qué es lo que vio?
Watson se echó a reír.
– No está despierta del todo, ¿verdad?
– Es que estoy algo mareada.
– ¿Se acostó muy tarde?
– Tal vez comí más chocolatinas de lo debido. ¿Qué es lo que ha visto, señor?
– Que la clave encierra una referencia a la iglesia de Rosslyn. ¿Sabe dónde está?
– Hace poco estuve allí -contestó pensando en aquel otro caso en que había colaborado con Rebus.
– Pues quizá reparara en ello. Por lo visto hay una vidriera decorada con tallas de planta de maíz…
– No lo recuerdo. -Siobhan ya estaba despierta.
– … pero la iglesia ya estaba construida antes de que el maíz se conociera en Gran Bretaña.
– A corny beginning, es decir, «Aparece el maíz» -recitó ella.
– Exacto.
– ¿Y lo de «el sueño del masón»?
– Es algo que habrá advertido en la nave de la iglesia, donde hay dos columnas muy elaboradas. Una de ellas se llama la del masón, y la otra, la del aprendiz. Según la leyenda, el maestro cantero decidió partir al extranjero para estudiar el diseño de la columna que proyectaba construir, pero mientras estaba fuera uno de los aprendices soñó la forma que debía tener, se puso manos a la obra y alzó esa columna que lleva su nombre. Cuando el maestro regresó, lleno de envidia, persiguió al aprendiz y lo mató de un mazazo.
– Así que, ¿el sueño del masón acabó con la columna?
– Exacto.
Siobhan reflexionó al respecto.
– Todo encaja -dijo-. Muchas gracias, señor.
– ¿Misión cumplida?
– Bueno, no del todo. Tengo que dejarle.
– Llámeme en otro momento, Siobhan. Me gustaría saber el final de este caso.
– Desde luego. Gracias de nuevo.
Se pasó las manos por el pelo. A corny beginning where the masón's dream ended. «El maíz aparece donde acaba el sueño del masón.» La iglesia de Rosslyn estaba en el pueblo de Roslin, a unos diez kilómetros de Edimburgo. Volvió a coger el teléfono para llamar a Grant, pero no lo hizo, sino que fue al portátil y envió un mensaje a Programador.
«Columna del aprendiz de la iglesia de Rosslyn.»
Esperó tomándose una taza de café con un paracetamol. Fue al baño, se dio una ducha y volvió al cuarto de estar mientras se secaba la cabeza con una toalla. Programador no había contestado; se sentó mordisqueándose el labio inferior. Del cerro del Cervato sólo quería el nombre y no era necesario ir allí. No quedaban más que tres horas. ¿Querría Programador que fuera a Roslin? Le envió otro mensaje.
«¿Me quedo o voy?»
Volvió a esperar y, con lo poco que le quedaba en el tarro, se hizo una segunda taza de café, más flojo; si quería tomar algo más tendría que ser manzanilla. Se preguntó si Programador habría salido de casa, aunque tenía la impresión de que debía de ir a todas partes con un portátil y el móvil. A lo mejor lo tenía enchufado todo el día, como había hecho ella para ver los mensajes que recibía.
¿Qué juego se traía entre manos?
– No puedo arriesgarme -dijo en voz alta; un último mensaje: «Voy a la iglesia». A continuación fue a vestirse.
Subió al coche, colocó el portátil en el asiento de al lado y volvió a considerar si llamar o no a Hood, pero decidió no hacerlo. No importaba; aguantaría su bronca.
«… No compartes las cosas. Ya me dirás si ése no es el estilo de Rebus.»
Grant refunfuñaría algo parecido, pero Siobhan iba camino de Roslin ella sola y no pensaba volverse atrás. Además ya se lo había anunciado a Programador; pero antes de llegar al final de Leith Walk cambió de idea y se dirigió a casa de Grant Hood.
Eran las ocho y cuarto cuando el teléfono despertó a Rebus. Era el móvil. Por la noche lo había dejado enchufado para recargarlo. Saltó de la cama y, al tropezar con la ropa esparcida por la alfombra, acabó yendo a cuatro patas hasta el enchufe.
– Rebus -dijo-. ¿Qué sucede tan importante?
– Que llegas tarde -contestó la voz de Gill Templer.
– ¿Tarde, a qué?
– A la gran historia.
Aún a gatas, miró a la cama. Jean ya no estaba y pensó si se habría marchado a trabajar.
– ¿Qué gran historia?
– Se requiere tu presencia en el parque de Holyrood. Ha aparecido un cadáver en Arthur's Seat.
– ¿Es el de ella? -preguntó con un escalofrío.
– Es pronto para saberlo.
– Oh, Dios -exclamó alzando los ojos hacia el techo-. ¿Cómo ha muerto?
– Llevaba allí unos días.
– ¿Han llegado Curt y Gates?
– Están de camino.
– Voy ahora mismo.
– Perdona que te haya molestado. ¿No estarás en casa de Jean, por casualidad?
– ¿Es una conjetura tuya?
– Llámalo intuición femenina.
– Adiós, Gill.
– Adiós, John.
En el momento en que desenchufaba el móvil se abrió la puerta y entró Jean Burchill en albornoz con una bandeja con zumo de naranja, tostadas y una cafetera llena.
– Dios mío, estás de lo más atractivo -dijo risueña al verlo en aquella postura.
Pero al advertir su cara de preocupación dejó de sonreír.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
Rebus le explicó la conversación con Gill.
Grant bostezó. En una tienda de prensa compraron dos vasos de café, pero ni por ésas acababa de despertarse. Tenía el pelo de punta en la nuca y no dejaba de aplastárselo con la mano.
– He dormido poco -dijo mirando a Siobhan, que no apartaba la vista de la carretera.
– ¿Qué dice el periódico? -preguntó ella.
Hood llevaba sobre el regazo un diario que había comprado al coger los cafés.
– No mucho.
– ¿Hay algo sobre el caso?
– Creo que no. Ha pasado al olvido -respondió palpándose de pronto los bolsillos.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella creyendo por un instante que había olvidado algún medicamento imprescindible.
– El móvil. He debido de dejármelo en la mesa.
– Tengo yo el mío.
– Sí, conectado a mi portátil. ¿Y si alguien llama?
– Dejará un mensaje.
– Bueno, sí. Oye, respecto a lo de ayer…
– Como si no hubiera sucedido -replicó ella.
– Pero sucedió.
– Yo preferiría que no hubiera sucedido, ¿vale?
– Es que tú siempre te quejabas de que yo…
– Asunto zanjado, Grant -dijo Siobhan volviéndose hacia él-. Lo digo en serio. Zanjado o se lo cuento a la jefa, tú verás.
El comenzó a decir algo, pero no siguió y optó por cruzarse de brazos. Sonaba suavemente la emisora Virgen AM; era una música que a ella le gustaba porque la ayudaba a despejarse, pero él reclamó algo con más noticias, como Radio Scotland o Radio Cuatro.
– Es mi coche y mi radio -dijo ella tajante.
Hood le preguntó que le repitiese lo que le había contado sobre la llamada de Watson y ella lo hizo, contenta de que se olvidase del asunto del abrazo.
Hood daba sorbos al café mientras ella le explicaba los detalles; aunque estaba nublado llevaba gafas de sol, unas Ray-Ban con montura de carey.
– Estupendo -exclamó cuando ella acabó.
– Así me lo parece -dijo Siobhan.
– Realmente fácil.
Ella lanzó un resoplido.
– Sí, tan fácil que casi no lo descubrimos.
– Quiero decir que no era algo que exigiera pensar. O lo aciertas o no.
– Sí, es lo que tú dijiste: una clave distinta.
– ¿Cuántos masones crees que conocía Philippa Balfour?
– ¿Cómo?
– Tú lo has descubierto por eso. ¿Cómo lo habría descubierto ella?
– Flip Balfour estudiaba historia del arte, ¿no?
– Es verdad. ¿Habría conocido la iglesia de Rosslyn por sus estudios?
– Posiblemente.
– ¿Y Programador lo sabría?
– ¿Cómo iba a saberlo?
– A lo mejor, ella le dijo que estudiaba arte.
– Tal vez.
– De no ser así, no es el tipo de clave que ella habría sido capaz de desentrañar. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Creo que sí. ¿Quieres decir que requería un conocimiento especializado, al contrario de las claves anteriores?
– Algo así. Claro que hay otra posibilidad.
– ¿Cuál?
– Que Programador supiera con absoluta certeza que ella conocía la iglesia de Rosslyn, independientemente de que le hubiera dicho o no que estudiaba.
Siobhan comprendió por dónde iba Hood.
– ¿Que se trate de alguien que la conocía? ¿Quieres decir que Programador es un amigo de ella?
Hood la miró por encima de las Ray-Ban.
– No me extrañaría que Ranald Marr fuera masón; un hombre en esa clase de trabajo…
– A mí tampoco -dijo Siobhan pensativa-. Tendremos que preguntárselo.
Salieron de la carretera principal y entraron en el pueblo de Roslin. Siobhan aparcó junto a la tienda de regalos de la iglesia, pero la puerta estaba cerrada.
– Hasta las diez no abren -puntualizó Hood mirando el cartel-. ¿Cuánto tiempo nos queda?
– Si esperamos hasta las diez, poco -respondió ella comprobando sentada en el coche que no había mensajes.
– Tiene que haber alguien -dijo él aporreando la puerta.
Siobhan se bajó del coche y examinó la tapia que rodeaba la iglesia.
– ¿Se te da bien escalar? -preguntó a Hood.
– Podemos intentarlo -respondió él-. Pero ¿y si la iglesia también está cerrada?
– ¿Y si hubiera alguien haciendo la limpieza dentro?
Él asintió con la cabeza en el momento en que oyeron descorrer un cerrojo. Se abrió la puerta y apareció un hombre.
– No está abierto todavía -dijo con dureza.
– Somos policías; no podemos esperar -repuso Siobhan enseñándole el carnet.
Lo siguieron por un camino hasta la puerta lateral del templo, que estaba cubierto de chapas metálicas; como Siobhan sabía por su anterior visita, para arreglar el tejado era necesario secar la humedad antes de comenzar las obras. Vista desde fuera, era una iglesia pequeña, pero dentro parecía más grande debido a la decoración recargada. Tenía unas bóvedas impresionantes a pesar de su deterioro y del verdín que las cubría. Hood se detuvo en la nave central tan boquiabierto como Siobhan la primera vez que estuvo allí.
– Es increíble -dijo, y sus palabras resonaron en el recinto.
Abundaban los relieves, pero Siobhan fue directamente a mirar la columna del aprendiz, situada junto a la escalinata de la sacristía. Era una columna de unos tres metros en la que había esculpidas unas cintas en espiral.
– ¿Es ésta? -preguntó Hood.
– Esta es.
– Bueno, ¿y qué hay que buscar?
– Lo sabremos cuando lo encontremos -dijo ella pasando la mano por la fría superficie de la columna y agachándose.
Rodeaban la base unos dragones entrelazados y la cola de uno de ellos daba la vuelta a la columna dejando un pequeño intersticio. Siobhan metió el pulgar y el índice y sacó un papelito.
– Hostia -exclamó Hood.
Siobhan no se molestó en ponerse guantes ni en sacar una bolsita de pruebas, pues estaba segura de que Programador no habría dejado huellas. Era una hoja de bloc con tres pliegues. La abrió y Hood se acercó a ella para poder leerla también.
«Lo has encontrado. El próximo destino es Hellbank. Siguen instrucciones.»
– No lo entiendo. ¿Tanta historia para esto? -dijo Hood alzando la voz irritado.
Siobhan volvió a leer el mensaje y dio la vuelta al papel, pero el otro lado estaba en blanco. Grant giró sobre sus talones y dio un puntapié al vacío.
– ¡Cabrón! -exclamó, al tiempo que el guía lo miraba circunspecto-. ¡Seguro que se está carcajeando de nosotros!
– Sí, creo que hay una parte de ello -dijo Siobhan tranquila.
– ¿Una parte de qué? -preguntó Hood volviéndose hacia ella.
– Parte del atractivo, para él; le divierte hacernos sudar la gota gorda.
– Claro. Pero él no nos ve, ¿verdad?
– No lo sé. A veces tengo la impresión de que nos observa.
Hood la miró y luego se acercó al guía.
– ¿Cómo se llama?
– William Eadie.
– ¿Dónde vive usted, señor Eadie? -preguntó Hood sacando el bloc de notas y anotando el domicilio del hombre.
– Él no es Programador -dijo Siobhan.
– ¿Quién dice? -inquirió el guía con voz temblorosa.
– No, nada -contestó Siobhan tirando del brazo de Hood.
Fueron al coche y ella se puso a teclear un mensaje en el portátil.
«Lista para la clave de Hellbank.»
Lo envió y se dispuso a esperar.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Hood.
Ella se encogió de hombros, pero en ese momento el ordenador anunció que llegaba un mensaje y Siobhan hizo clic en leer.
«¿Lista para dejarlo? Hasta Hellbank, suertr.»
– ¿Es una clave o una burla? -espetó Hood con un bufido.
– Tal vez las dos cosas -añadió Siobhan en el momento en que se anunciaba otro mensaje:
«Hellbank esta tarde a las seis.»
– Las dos cosas -repitió Siobhan asintiendo con la cabeza.
– ¿A las seis? Nos da sólo ocho horas.
– No hay tiempo que perder. ¿Qué querrá decir «suertr»? Será «suerte».
– No es una clave, será una falta de ortografía.
– ¿No crees que sea una clave? -preguntó ella mirándolo.
– No, no digo que no lo sea -respondió Hood con una sonrisa forzada-. Volvamos a leerlo. -Siobhan puso el mensaje en la pantalla-. ¿Sabes lo que parece?
– ¿Qué?
– La clave para un crucigrama. Quiero decir que no es muy gramatical; no llega a tener sentido del todo.
– ¿Crees que es algo forzado? -añadió Siobhan.
– Si fuese la clave de un crucigrama… -dijo Hood frunciendo los labios y levemente el entrecejo-. Si «dejarlo» fuese una clave, podría significar dar otro paso, ¿comprendes? -Buscó en el bolsillo y sacó el bloc y el bolígrafo-. Tengo que verlo escrito -añadió copiando la clave-. Podría ser el estilo de las claves para crucigramas; una parte explica lo que tienes que hacer y otra es el sentido que obtienes cuando lo haces.
– Algo así como «sigue y lo irás entendiendo».
El sonrió de nuevo, pero sin alzar la vista del papel.
– Pongamos que es un anagrama: «Lista para dejarlo… hasta Hellbank suertr». Si abandonas, en el sentido de ir a otro sitio, más las letras de ese «hasta suertr», puede significar una «cosa».
– ¿Qué clase de cosa? -preguntó Siobhan, que ya tenía dolor de cabeza.
– Eso es lo que hay que averiguar.
– Si se trata de un anagrama.
– Si se trata de un anagrama -repitió él.
– ¿Y qué tendrá todo ello que ver con Hellbank?
– No lo sé.
– Si es un anagrama, ¿no es tan fácil?
– Sólo si conoces cómo funciona un crucigrama porque, si no, lo lees literalmente y no significa nada.
– Bueno, me lo has explicado, pero a mí sigue pareciéndome un galimatías.
– ¿No es una suerte tenerme aquí? Vamos -añadió arrancando una hoja-, a ver si puedes descifrar «hasta suertr».
– ¿Hacer una palabra que signifique una cosa?
– Una palabra o unas palabras -respondió Hood-. Tienes once letras para combinar.
– ¿No podemos recurrir a algún programa de ordenador?
– Probablemente. Pero eso sería hacer trampa, ¿no?
– En este momento, yo haría cualquier trampa.
Pero Grant Hood no la escuchaba, inmerso en combinar letras.
– Ayer mismo estuve aquí -dijo Rebus.
Bill Pryde había dejado su carpeta portapapeles en Gayfield Square y respiraba jadeante mientras iban cuesta arriba. Había policías de uniforme por el camino con rollos de cinta de plástico, a la espera de que les indicaran qué terreno había que acotar. En el paseo, más abajo, se veía una fila de coches aparcados con periodistas, fotógrafos y un equipo de televisión. La noticia se había difundido rápidamente y montaban su circo.
– ¿Tiene algo que decirnos, inspector Rebus? -preguntó Steve Holly al verlo bajar del coche.
– Únicamente que me molestan.
Pryde le iba explicando que había descubierto el cadáver una persona que paseaba por allí.
– Estaba entre unas matas de tojos, no lo habían escondido siquiera.
Rebus callaba. Dos cadáveres que nunca aparecieron, otros dos hallados en el agua y ahora éste en la ladera de un monte. No concordaba.
– ¿Es ella? -preguntó.
– A juzgar por la camiseta de Versace, yo diría que sí.
Rebus se detuvo y miró a su alrededor. Arthur's Seat era un espacio natural en medio de Edimburgo, un terreno volcánico con una reserva de aves y tres lagunas.
– No es nada fácil traer un cadáver hasta aquí -dijo.
Pryde asintió con la cabeza.
– Seguramente la mató aquí mismo -aventuró.
– ¿Atrayéndola de algún modo?
– O mientras daban un paseo.
Rebus negó con la cabeza.
– No creo que fuera de las que pasean.
Siguieron andando, acercándose al lugar del crimen, y en la pendiente vieron unas figuras con mono blanco y capucha, para no contaminar el escenario. Rebus vio al profesor Gates con el rostro enrojecido por el esfuerzo de la subida junto a Gill Templer, callada y escuchando. Los agentes de la Científica efectuaban un rastreo rudimentario y más tarde, una vez levantado el cadáver, ocuparía la zona un equipo de agentes uniformados que iniciaría la búsqueda de huellas dactilares, tarea más que difícil porque la hierba estaba muy crecida. Un fotógrafo de la policía ajustaba el objetivo de su cámara.
– Mejor será no acercarnos más -dijo Pryde, al tiempo que ordenaba que les llevasen dos monos blancos.
Cuando Rebus comenzó a meter el zapato en la pernera, el viento azotó la fina tela y la hizo crepitar.
– ¿Has visto a Siobhan Clarke? -preguntó.
– No he podido localizarla; ni a ella ni a Grant Hood -contestó Pryde.
– ¿Ah, sí? -dijo Rebus conteniendo una sonrisa.
– ¿Hay algo que yo no sepa? -inquirió Pryde.
Rebus negó con la cabeza.
– Qué lugar tan lúgubre para morir, ¿no?
– ¿No lo son todos? -replicó Pryde cerrándose la cremallera del mono y yendo hacia el cadáver.
– Estrangulada -informó Gill Templer.
– De momento -precisó Gates-. Buenos días, John.
Rebus lo saludó con una inclinación de cabeza.
– ¿No ha venido el doctor Curt? -preguntó.
– Ha telefoneado diciendo que está enfermo. Últimamente ha estado enfermo muy a menudo -dijo Gates sin dejar de examinar el cadáver, que yacía en una postura antinatural con las piernas abiertas y los brazos separados del tronco.
Rebus pensó que las matas de tojo lo habrían ocultado bien y que, además, lo tapaba la hierba alta, de tal manera que sólo se veía a menos de dos metros; la ropa también contribuía al camuflaje porque vestía pantalones militares verde claro, camiseta caqui y jersey gris. Justamente la indumentaria del día de su desaparición.
– ¿Han avisado a los padres? -preguntó.
Gill asintió con la cabeza.
– Saben que hemos encontrado un cadáver.
Rebus dio una vuelta para examinar mejor a la muerta. Tenía la cara vuelta de lado, con hojas en el pelo y la estela brillante de una babosa. La piel era de color rosáceo morado. Gates debía de haber movido ligeramente el cadáver. Rebus observaba piel amoratada en las partes del cuerpo en contacto con la tierra, donde se había acumulado la sangre. Había visto muchos cadáveres durante años y todos le daban pena y lo deprimían. El movimiento era la clave de todo ser vivo y su ausencia, difícil de aceptar. Había visto en el depósito parientes condolidos rozando con la mano el cadáver, zarandeándolo como tratando de devolverle la vida. Philippa Balfour no recobraría la vida.
– Tiene los dedos roídos -dijo Gates, más para la grabadora que para los presentes-, probablemente por obra de animales.
Comadrejas o zorros, pensó Rebus. Eran datos sobre la naturaleza de los que no se habla en los documentales de televisión.
– Lo que nos plantea un buen problema -añadió Gates.
Rebus sabía a qué se refería: si Philippa se había defendido, en la punta de los dedos, bajo las uñas, habrían podido encontrar restos interesantes de piel o sangre.
– Es una lástima -dijo Pryde de pronto, y a Rebus le dio la impresión de que no se refería a la muerte de Philippa en sí, sino al esfuerzo que habían hecho desde el día de su desaparición vigilando aeropuertos, transbordadores, trenes…, trabajando con la suposición de que quizá, tal vez, seguía viva, cuando desde el primer día estaba allí muerta, sin que ellos tuvieran ninguna pista, ninguna clave.
– Menos mal que ha aparecido pronto -terció Gates, tal vez para contentar a Pryde.
No dejaba de tener razón, porque habían encontrado el cadáver de otra mujer hacía unos meses en otro lugar del parque muy cerca de un sendero concurrido, donde había pasado desapercibido más de un mes. El asesino era un «allegado», eufemismo empleado para referirse a los seres queridos de las víctimas.
Rebus vio que abajo llegaba un furgón gris del depósito de cadáveres. Meterían el cuerpo en una bolsa de plástico para trasladarlo al Western General, donde Gates haría la autopsia.
– Tiene señales en los talones de haber sido arrastrada – decía Gates a la grabadora-, pero no muy acentuadas. La lividez cadavérica concuerda con la posición de la muerta, por lo que aún vivía, o acababa de morir, al ser arrastrada hasta el lugar.
Gill Templer miró a su alrededor.
– ¿Hasta dónde cree que hay que rastrear?
– Cincuenta o cien metros como máximo -respondió Gates.
Ella miró hacia Rebus, quien advirtió que le preocupaba lo difícil, por no decir lo imposible, que iba a resultar determinar desde dónde la habían arrastrado; a no ser que se le hubiera caído alguna cosa.
– ¿No lleva nada en los bolsillos? -preguntó.
Gates negó con la cabeza.
– Sólo sortijas y un reloj caro.
– Un Cartier -puntualizó Gill Templer.
– Al menos podemos descartar completamente el móvil de robo -musitó Rebus, provocando una sonrisa en el patólogo.
– No hay indicios de alteración en las ropas -reveló Gates-, así que probablemente también cabe descartar un móvil sexual.
– Cada vez mejor -ironizó Rebus mirando a Gill-. El caso es pan comido.
– Mira cómo me río -replicó Gill Templer muy seria.
En Saint Leonard, todos comentaban la noticia, pero Siobhan no sentía más que una especie de atontamiento. Seguir el juego de Programador, como quizás había hecho Philippa, le hacía sentir una afinidad con la estudiante desaparecida, que, lamentablemente, ya no lo era.
– Era de suponer, ¿no? -dijo Grant Hood-. Encontrar el cadáver era cuestión de tiempo.
Tiró en la mesa el bloc de notas con tres o cuatro páginas llenas de anagramas, se sentó y pasó a una página en blanco bolígrafo en mano. En el departamento estaban también George Silvers y Ellen Wylie.
– Este fin de semana estuve con mis hijos en ese parque -dijo Silvers.
Siobhan preguntó quién había encontrado el cadáver.
– Creo que una mujer de mediana edad que daba su paseo habitual -respondió Wylie.
– Tardará un tiempo en volver a pasar por ese lugar -opinó Silvers.
– ¿Y el cadáver ha estado allí todos estos días? -preguntó Siobhan, que observaba cómo Hood combinaba letras.
Quizá tuviera razón en seguir trabajando, pero ella no podía vencer cierto reparo. ¿Cómo podía él distanciarse de ese modo de la noticia? Hasta el cínico George Silvers parecía afectado por neurosis bélica.
– Este mismo fin de semana estuvimos en Arthur's Seat -repetía.
Fue Wylie quien decidió contestar a la pregunta de Siobhan.
– La jefa así lo cree -dijo pasando la mano por su mesa como si la limpiara de polvo.
«Está dolida porque se acuerda de la conferencia de prensa y se reconcome», pensó Siobhan.
Sonó un teléfono y Silvers fue a cogerlo.
– No está -dijo-. Un momento, que mire a ver -añadió tapando el auricular con la mano-. Ellen, ¿tienes idea de cuándo vuelve Rebus?
Ella negó despacio con la cabeza. De pronto, Siobhan comprendió que Rebus estaba en Arthur's Seat, mientras que Wylie, que trabajaba en equipo con él, no se había desplazado allí, y se imaginó que Gill Templer habría llamado a Rebus y él habría salido disparado sin pensar en Wylie. Ahora lo veía como un desaire calculado por parte de la jefa, porque tenía que suponer cómo se sentiría Wylie.
– Lo siento, no tengo ni idea -dijo Silvers al teléfono-. Un momento -añadió tendiendo el auricular a Siobhan-. La señora quiere hablar contigo.
Siobhan cruzó hasta la mesa del teléfono vocalizando «¿quién es?», pero Silvers se encogió de hombros.
– Agente Clarke al habla. Diga.
– Siobhan, soy Jean Burchill.
– Hola, Jean, ¿qué desea?
– ¿La han identificado ya?
– Prácticamente. ¿Cómo se ha enterado?
– Me lo dijo John antes de salir corriendo.
Siobhan se quedó boquiabierta. John Rebus con Jean Burchill; vaya, vaya.
– ¿Quiere que le diga que ha llamado?
– He probado el número de su móvil…
– Lo habrá desconectado. En el locus no apetecen las interrupciones.
– ¿Dónde?
– En el escenario del crimen.
– Es en Arthur's Seat, ¿verdad? Ayer por la mañana estuvimos allí.
Siobhan miró a Silvers. Por lo visto, todo el mundo había ido a Arthur's Seat últimamente. Fijó la vista en Grant Hood y vio que miraba atentamente el bloc como hipnotizado.
– ¿Sabe en qué sitio de Arthur's Seat? -preguntó Burchill.
– En el camino del lago Dunsapie; un poco más arriba, hacia el este.
Seguía mirando a Hood, cuando éste se levantó bloc en mano mirándola a los ojos.
– ¿Dónde está eso…? -preguntó Burchill tratando de imaginarse el sitio exacto.
Grant le tendía el bloc a Siobhan, pero aún estaba demasiado lejos para poder leerlo. Era una ensalada de letras y dos palabras encerradas en un círculo. Siobhan forzó la vista.
– Ah, ya sé -dijo Jean Burchill de pronto-, creo que se llama Hellbank.
– ¿Hellbank? -repitió Siobhan de modo que Hood lo oyera, pero él pensaba en otra cosa.
– Es una buena cuesta -dijo Burchill-. Infernal podría decirse, aunque el folclore habla más bien de brujas y demonios.
– Sí, claro -asintió Siobhan despacio-. Escuche, Jean, tengo que salir -añadió mirando las palabras que había rodeado Hood con un círculo. Combinando las letras de «hasta» y «suertr» se obtenía «Arthur's Seat».
Siobhan colgó.
– Nos dirigía a ella -dijo Hood.
– Tal vez.
– ¿Cómo que tal vez?
– Estás diciendo que sabía que Flip estaba muerta. No podemos asegurarlo. Lo único que hacía era dirigirnos a los lugares donde fue Flip.
– En el último en que estuvo acaba de aparecer muerta. ¿Quién, aparte de Programador, sabía que iba allí?
– Pudo seguirla alguien o tropezarse con alguien.
– No te lo crees ni tú -replicó Hood.
– Hago de abogado del diablo, Grant.
– Él es el asesino.
– ¿Y por qué se ha tomado la molestia de hacernos seguir el juego?
– Por divertirse con nosotros. -Hizo una pausa-. No, por divertirse contigo y quizás algo más.
– En ese caso me habría matado antes.
– ¿Por qué?
– Porque ahora ya no necesito seguir con el juego. He llegado hasta donde llegó Flip.
El negó con la cabeza despacio.
– O sea, que si te envía la clave de…, ¿cuál es el siguiente nivel?
– Oclusión.
– Si te la envía, ¿no vas a caer en la tentación?
– No -respondió ella.
– Mentira.
– Mira, a partir de ahora no pienso ir a ningún sitio sin protección, y él lo sabe -dijo Siobhan pensativa-. Oclusión -repitió.
– ¿Qué?
– A Flip le envió un mensaje cuando ya estaba muerta. ¿Por qué diablos iba a hacer eso si era él el asesino?
– Porque es un psicópata.
– No creo.
– Envíale un mensaje y se lo preguntas.
– ¿Si es un psicópata?
– Diciéndole lo que sabemos.
– Perderíamos su pista, Grant. Ten en cuenta que podría pasar a nuestro lado por la calle sin que nos enterásemos. No es más que un nombre, y ni siquiera un nombre real.
Hood dio con el puño en la mesa.
– Bien, hay que hacer algo, porque ahora, en cualquier momento, va a enterarse por radio o televisión de que ha aparecido el cadáver y esperará que nos pongamos en contacto con él.
– Tienes razón -dijo ella.
Sacó el portátil del bolso, donde estaba conectado al móvil, y los enchufó a la red eléctrica para recargarlos.
Mientras lo hacía, Hood lo pensó mejor.
– Un momento -dijo-. Tenemos que informar de esto a la jefa.
– ¿Otra vez las normas? -preguntó ella mirándolo.
Hood se ruborizó y asintió con la cabeza.
– Hay que informarle de una cosa así.
Silvers y Wylie, que no habían perdido ni un solo detalle del diálogo, comprendieron que se traían entre manos algo importante.
– Yo opino como Siobhan -dijo Wylie-. Hay que batir el hierro en caliente.
– Pero ya sabéis lo que os jugáis -disintió Silvers-. La jefa os fulminará si hacéis algo sin su permiso.
– No estamos haciendo nada sin su permiso -replicó Siobhan mirando a Wylie.
– Sí que lo hacemos, Siobhan -terció Hood-, porque ahora se trata de un homicidio, y no podemos seguir con juegos. Si envías ese mensaje, lo haces por tu cuenta y riesgo -añadió apoyando las manos en la mesa.
– Tal vez sea eso lo que quiero -replicó ella arrepintiéndose inmediatamente de haberlo dicho.
– Me alegro de que al fin hables claro -añadió Hood.
– Totalmente de acuerdo -dijo John Rebus desde la puerta.
Ellen Wylie irguió el torso y cruzó los brazos.
– Por cierto -añadió Rebus-, perdona, Wylie; debería haberte llamado.
– Da igual -replicó ella; pero era evidente que lo decía sin sentirlo.
Una vez que Siobhan hubo relatado a Rebus los acontecimientos -interrumpida de vez en cuando por comentarios de Hood-, todos lo miraron aguardando su opinión, mientras él pasaba el dedo por la pantalla del portátil.
– Todo eso que acabáis de explicarme tiene que saberlo la jefa -dijo.
A Siobhan le pareció que Hood se mostraba soberbio más que desagraviado, mientras que Ellen Wylie parecía desear pelearse con alguien sin motivo alguno. No eran en absoluto el equipo de investigación ideal para un homicidio.
– De acuerdo -concedió ella, dispuesta a restablecer parcialmente la paz-, vamos a hablar con la jefa. -Al ver que Rebus asentía con la cabeza, añadió-: Aunque no creo que sea lo que tú hubieses hecho.
– ¿Yo? -replicó Rebus-. Yo ni habría resuelto la primera clave, Siobhan. ¿Sabes por qué?
– ¿Por qué?
– Porque para mí el correo electrónico es como magia negra.
Siobhan sonrió, pero siguió dando vueltas en su mente a lo de «magia negra»: féretros utilizados en maleficios de brujas y la joven muerta en un lugar llamado Hellbank. ¿Brujería?
Eran seis en el reducido despacho de Gayfield Square: Gill Templer con Bill Pryde, Rebus, Ellen Wylie, Siobhan y Grant. Sólo Gill estaba sentada. Siobhan le había llevado los mensajes impresos y ella los hojeaba en silencio. Al fin alzó la vista.
– ¿Hay algún modo de identificar a Programador? -preguntó.
– Que yo sepa, no -contestó Siobhan.
– Sería posible -terció Hood-. Bueno, no estoy seguro, pero creo que se podría; como en el caso de esos virus cuyo origen descubren siempre los norteamericanos.
– Es cierto -dijo Templer.
– La policía de Londres dispone de una unidad de delitos informáticos, ¿no? -añadió Hood-. Ellos podrían ponerse en contacto con el FBI.
– ¿Se considera preparado para eso, Hood? -preguntó ella mirándolo.
El negó con la cabeza.
– Me gustan los ordenadores -respondió-, pero esto no es lo mío. Quiero decir, me gustaría colaborar con ellos…
– Está bien -dijo Templer volviéndose hacia Siobhan-. Ese estudiante alemán que ha citado antes…, querría saber más detalles.
– No resultará difícil -contestó Siobhan.
De pronto, Templer fijó la vista en Wylie.
– ¿Quiere encargarse de ello, Ellen?
– Sí, claro -respondió Wylie sorprendida.
– ¿Estás dividiendo el equipo? -interrumpió Rebus.
– A menos que me des una buena razón para no hacerlo.
– En Los Saltos dejaron una muñeca y ahora aparece un cadáver. Es el mismo esquema de los otros casos.
– No opinó así el artesano de ataúdes. Si no recuerdo mal, dijo que eran obra de distintas personas.
– ¿Crees que es simple coincidencia?
– No creo nada y, si surge algo en relación con ello, puedes continuar la investigación. Pero ahora estamos ante un caso de homicidio y eso lo cambia todo.
Rebus miró a Wylie, que estaba que echaba chispas; pasar de unos informes polvorientos de antiguas autopsias a la revisión de los antecedentes de la extraña desaparición de un estudiante no era para volverse loca de alegría; aunque tampoco iba a apoyarlo a él, estaba demasiado ocupada con su caso particular de injusticia.
– Bien -dijo Templer rompiendo el silencio-, de momento volvemos a la investigación principal. -Recogió los papeles con la intención de devolvérselos a Siobhan-. ¿Puedes quedarte un segundo?
– Claro -contestó ella mientras los demás salían del despacho, contentos de poder respirar aire fresco.
Rebus, sin embargo, se quedó junto a la puerta, observando el despliegue de información de la pared de la sala de investigación, que ya estaban retirando al haber dejado de ser un caso de desaparición. Era como si el ritmo de trabajo hubiese disminuido, no por efecto de la conmoción o por respeto a la muerta, sino por el cambio de rumbo; ya no había prisas ante la posibilidad de encontrar a alguien y salvar su vida.
En el despacho, Templer preguntó a Siobhan si estaba dispuesta a reconsiderar su negativa a aceptar el cargo de enlace de prensa.
– No, no creo; pero gracias -respondió ella.
– ¿Podrías explicarme por qué? -insistió Templer recostándose en el asiento.
Siobhan miró a su alrededor como buscando respuesta en las paredes.
– No lo sé muy bien, pero en este momento no me apetece -respondió encogiéndose de hombros.
– Tal vez tampoco me apetezca proponértelo otra vez.
– Lo sé. Quizás es que estoy demasiado implicada en este caso y quiero seguir trabajando en él.
– De acuerdo -añadió Templer pausadamente-. Bien, creo que eso es todo.
– Muy bien -dijo Siobhan yendo hacia la puerta.
– Ah, ¿puedes decirle a Hood que entre un momento?
En el instante en que Siobhan se detenía en la puerta entreabierta para decirle que sí, Rebus asomó la cabeza.
– ¿Tienes dos segundos, Gill?
– Escasos.
Rebus volvió a entrar.
– He olvidado decirte una cosa…
– ¿Ah, sí? ¿De verdad? -dijo Gill con sonrisa irónica.
Llevaba en la mano tres hojas de un fax.
– Ha llegado esto de Dublín -contestó Rebus.
– ¿De Dublín?
– Es que pedí a un contacto de allí llamado Declan Macmanus datos sobre la familia Costello.
– ¿Por alguna razón concreta? -inquirió ella alzando la vista.
– Porque tuve una corazonada.
– Ya se habían comprobado los detalles sobre la familia.
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, claro, mediante una llamada telefónica en la que dicen que no constan antecedentes, pero sabes tan bien como yo que muchas veces sí que hay algo.
En el caso de los Costello había bastante. Rebus comprendió que había despertado interés en Gill Templer porque, cuando Hood llamó con los nudillos y entró en el despacho, ella le pidió que volviera al cabo de cinco minutos.
– Que sean diez -dijo Rebus con un guiño al joven, al tiempo que apartaba tres carpetas que había en la única silla disponible.
Macmanus se había portado. David Costello había sido un crápula de jovencillo como «consecuencia de disponer de mucho dinero y poca atención por parte de los padres». Crápula quería decir que había tenido coches rápidos, multas por exceso de velocidad y admoniciones verbales en casos en que otros infractores habrían ido a parar a la cárcel. Tenía en su haber peleas en pubes, y destrozos en escaparates y cabinas telefónicas, y en dos ocasiones al menos lo habían sorprendido orinando en la vía pública, en el puente O'Connell por la tarde. Esto último había impresionado incluso a Rebus. El informe añadía que el joven Costello ostentaba una especie de récord por el número de bares en los que tenía prohibida la entrada…: once en total. El año anterior, una ex novia presentó denuncia a la Policía porque le había asestado un puñetazo a la puerta de una discoteca a orillas del Liffey. Templer alzó la vista al llegar a ese suceso.
– Ella había tomado unas copas y no recordaba el nombre del local -dijo Rebus-Al final retiró la denuncia.
– ¿Tú crees que habría soborno de por medio?
– Sigue leyendo -contestó encogiéndose de hombros.
Macmanus afirmaba que David Costello había cambiado a partir del suceso ocurrido en una fiesta de cumpleaños en la que un amigo intentó saltar entre dos casas por una apuesta, y cayó a la calle; no se mató, pero resultó con una lesión cerebral y vertebral, quedó reducido poco menos que a un vegetal que necesitaba constantemente alguien que lo atendiera. Rebus pensó en el piso de David Costello y en la media botella de Bell's, que le había hecho pensar que no era bebedor…
«Una impresión muy fuerte para esa edad -decía Macmanus- y a David se le pasó la borrachera en cuestión de segundos, pues si no habría salido más bala perdida que su padre.» Su padre, Thomas Costello, había destrozado ocho coches, pero nunca le retiraron el carnet. Su esposa Theresa llamó, desde el domicilio conyugal, en dos ocasiones a la policía porque el marido se encontraba bajo los efectos de un ataque de furia, y las dos veces la mujer tuvo que refugiarse en el cuarto de baño con la llave echada, pero los agentes se encontraron la puerta astillada donde Thomas había estado clavando un cuchillo de trinchar. La primera vez alegó: «Intentaba abrir la puñetera puerta porque creía que ella iba a suicidarse». «¡No soy yo quien tiene que suicidarse!», había gritado ella desde dentro. (Había una nota de Macmanus en el margen del fax que señalaba que Theresa había tomado una sobredosis en dos ocasiones, y que todos sus amigos de Dublín la compadecían por ser una mujer muy trabajadora casada con un zángano que tenía la suerte de ser inmensamente rico sin haber tenido que hacer nada para conseguirlo.)
Thomas profirió insultos contra un forastero en el Curran, y había sido expulsado de allí; también amenazó con cortarle el pene a un corredor de apuestas que se había atrevido a señalarle que tenía que liquidar sus pérdidas de varios meses.
Y había más cosas. Las dos habitaciones en el Hotel Caledonian cobraban sentido.
– Un encanto de familia -dijo Templer.
– De lo más fino de Dublín.
– Y todo ello encubierto por la policía.
Rebus chasqueó la lengua.
– Ah, eso aquí no lo haríamos, ¿verdad?
– Dios mío, no, por favor -replicó ella con una sonrisa irónica-. ¿Y tú qué piensas de todo esto?
– Que hay una faceta de David Costello que ignorábamos hasta ahora y que, además, es aplicable a sus padres. ¿Continúan en Edimburgo?
– Hace un par de días que volvieron a Irlanda.
– Pero ¿regresarán?
Templer asintió con la cabeza.
– Puesto que ha aparecido el cadáver de Philippa Balfour.
– ¿Está al corriente David Costello?
– Se habrá enterado por los padres de ella o por los medios de comunicación.
– Me habría gustado estar presente -dijo Rebus.
– No puedes estar en todas partes.
– No, claro.
– Bien, habla con los padres cuando lleguen.
– ¿Y con el novio?
Templer asintió con la cabeza.
– Pero no seas muy duro -contestó ella-. No quedaría bien con alguien que está afligido…
– Siempre pensando en la prensa, ¿no, Gill? -dijo él sonriendo.
– Haz el favor de decirle a Hood que entre -respondió ella mirándolo.
– Un joven policía influenciable que hace carrera -dijo Rebus abriendo la puerta tras la que aguardaba Hood balanceándose sobre los talones. Rebus le dirigió otro guiño.
Diez minutos más tarde, Hood encontró a Siobhan sacando un café de la máquina.
– ¿Qué quería Gill Templer? -preguntó ella.
– Me ha ofrecido el cargo de enlace.
– Me lo imaginaba -dijo Siobhan fijando la vista en el vaso mientras removía el azúcar.
– ¡Saldré en la tele!
– Qué emoción.
– Podrías alegrarte algo más -dijo él mirándola.
– Tienes razón: podría -replicó ella sosteniéndole la mirada-. Gracias por ayudarme con las claves. Sin ti no habría podido resolverlas.
En ese momento, él comprendió que se rompía el equipo.
– Ah…, sí, bueno. Escucha, Siobhan…
– ¿Qué?
– Siento de verdad lo que pasó en la oficina.
– ¿Temes que te denuncie? -replicó ella con una sonrisa despectiva.
– No…, no es por eso…
Pero sí que era por eso, y los dos lo sabían.
– Este fin de semana te cortas el pelo y te pones un traje nuevo -añadió Siobhan.
Él se miró la chaqueta.
– Si sales por la tele, ponte una camisa blanca; nada de rayas o cuadros. Y una cosa, Grant…
– ¿Qué?
– Ésta, que también sea lisa -añadió ella pasándole un dedo por debajo de la corbata-. Los muñecos de cómic no tienen gracia.
– Es lo que me dijo la jefa -replicó él casi sorprendido y agachando la cabeza para mirar las cabecitas de Homer Simpson de su corbata.
La primera aparición de Grant Hood en la tele tuvo lugar aquella misma tarde. Apareció sentado junto a Gill Templer, que leyó un comunicado sobre el hallazgo del cadáver. Ellen Wylie vio la conferencia de prensa en un televisor del departamento. Hood no iba a intervenir pero observó que, cuando los periodistas hacían preguntas, él se inclinaba y decía algo al oído de Gill Templer, y la jefa asentía con la cabeza. Quien contestaba a casi todas las preguntas era Bill Pryde, que estaba al otro lado de Templer. Todos los periodistas querían saber si se trataba del cadáver de Philippa Balfour y todos querían saber la causa de la muerte.
– En este momento no podemos confirmar la identidad -respondió Pryde, aclarándose la garganta.
Parecía nervioso y Wylie sabía que el carraspeo era un simple tic. A ella le había pasado lo mismo.
Gill Templer miró a Pryde y Hood lo interpretó como si le diera pie a él.
– La causa de la muerte está por determinar mediante la autopsia prevista para esta tarde -dijo-. Como saben, convocaremos otra rueda de prensa esta tarde a las siete y esperamos disponer de más datos para entonces.
– Pero ¿esta muerte se considera sospechosa? -preguntó un periodista.
– En principio, sí, la consideramos sospechosa.
Wylie mordió la punta del bolígrafo que tenía entre los dientes. Hood conservaba la calma, no había duda. Se había cambiado, llevaba ropa nueva. Y se había lavado la cabeza, pensó.
– De momento es cuanto podemos avanzarles -añadió-. Como comprenderán, una vez identificada la víctima, se avisará a la familia para que lo confirmen.
– ¿Pueden decirme si la familia de Philippa Balfour va a venir a Edimburgo?
Hood miró despectivamente al que hacía la pregunta.
– Esa pregunta está fuera de lugar -replicó mientras Gill Templer asentía con la cabeza mostrando su disgusto.
– Inspector Pryde, ¿la investigación de personas desaparecidas sigue abierta?
– La investigación prosigue -respondió Pryde tajante, recuperando cierto aplomo tras la intervención de Hood.
Wylie hubiese querido apagar el televisor, pero había otros mirando y optó por levantarse y salir al pasillo hasta la máquina de bebidas. Cuando volvió, la conferencia de prensa estaba acabando y un agente apagó el televisor poniendo fin a su padecer.
– Hood ha estado bien, ¿verdad?
Ella miró al agente de uniforme que había hecho la pregunta, pero comprendió que lo decía sin segundas.
– Sí, muy bien -contestó.
– Mejor que otros -añadió un tercero.
Volvió la cabeza, había tres agentes de la comisaría de Gayfield Square y ninguno miraba hacia ella. Estiró el brazo para coger el café, pero se abstuvo por temor a que advirtieran el temblor de su mano, y optó por ponerse a leer las notas de Siobhan sobre el estudiante alemán. Haría unas llamadas telefónicas.
En cuanto dejara de resonarle en la cabeza lo de «mejor que otros».
Siobhan envió a Programador otro mensaje cuya redacción exacta tardó veinte minutos en decidir.
«Hellbank resuelto. Han encontrado allí el cadáver de Flip. ¿Quieres hablar?»
La respuesta no tardó en llegar.
«¿Cómo lo has resuelto?»
«Por el anagrama de Arthur's Seat y el nombre de la ladera.»
«¿Fuiste tú quien encontró el cadáver?»
«No. ¿Fuiste tú quien la mató?»
«No.»
«Pero la indujiste al juego. ¿Crees que alguien la ayudaba?»
«No lo sé. ¿Quieres continuar?»
«¿Continuar?»
«Te espera Oclusión.»
Miró a la pantalla. ¿Tan poco le importaba a Programador la muerte de Flip?
«Flip ha muerto. Alguien la mató en Hellbank. Necesito que te presentes.»
«No puedo.»
«Creo que sí puedes, Programador.»
«Sigue hasta Oclusión. Tal vez nos encontremos allí.»
Siobhan reflexionó un instante.
«¿Cuál es el objeto del juego? ¿Cuándo termina?»
No hubo respuesta. Advirtió la presencia de alguien detrás de ella: Rebus.
– ¿Qué dice tu amante?
– ¿«Amante»?
– Pasáis mucho tiempo juntos.
– Gajes del oficio.
– Sí, claro. ¿Qué dice?
– Quiere que siga con el juego.
– Dile que se vaya a la mierda. Ahora ya no lo necesitas.
– ¿Tú crees?
Sonó el teléfono y ella lo cogió.
– Sí…, muy bien…, desde luego -dijo mirando a Rebus sin conseguir que se apartara. Cuando terminó de hablar, él enarcó una ceja.
– Era la jefa -dijo Siobhan-. Ahora que Grant se encarga de la prensa, la faceta informática queda en mis manos.
– Lo que quiere decir…
– Lo que quiere decir que tengo que averiguar si hay algún modo de localizar a Programador. ¿Tú qué crees? ¿Recurro a la Brigada Criminal?
– Me extrañaría que ésos supieran escribir «módem» y menos usarlo.
– Pero tendrán algún vínculo con la División Especial.
Rebus se encogió de hombros.
– Además, tengo que interrogar de nuevo a los amigos de Flip y a los padres.
– ¿Por qué?
– Porque yo sola no habría logrado llegar a Hellbank.
– ¿Tú crees que ella tampoco? -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
– Tenía que haber conocido las líneas del metro de Londres y bastante geografía, la lengua escocesa, tener datos acerca de la iglesia de Rosslyn y saber sobre crucigramas.
– ¿Es mucho pedir?
– Yo creo que sí.
Rebus reflexionó un instante.
– Ese Programador, sea quien sea, también debe de dominar esos temas.
– Evidentemente.
– ¿Y sabría también que ella contaba al menos con cierta posibilidad para resolver cada crucigrama?
– Yo creo que tal vez había más jugadores…; no ahora, sino cuando ella jugaba. Así, no todos jugaban únicamente contrarreloj, sino unos contra otros.
– ¿Programador no lo dice?
– No.
– Qué raro.
– Sus razones tendrá -contestó ella encogiéndose de hombros.
Rebus apoyó los nudillos en la mesa.
– Yo estaba equivocado. Al fin y al cabo, lo necesitamos, ¿verdad?
– ¿Quiénes? -preguntó ella mirándolo.
– Sólo quería decir que es necesario para el caso -replicó Rebus alzando las manos.
– Ah, bueno; pensaba que ibas a hacer lo de siempre.
– ¿Qué?
– Atar cabos y decir que es tu caso.
– Dios me libre, Siobhan. Pero ya que vas a hablar con sus amigos…
– ¿Qué?
– ¿Interrogarás también a David Costello?
– Ya hablamos con él y dijo que no sabía absolutamente nada del juego.
– Pero, de todos modos, ¿piensas hablar con él?
– ¿Tanto se me nota? -replicó ella casi sonriendo.
– Lo digo porque quizá te acompañe. Tengo un par de preguntas que hacerle.
– ¿Qué clase de preguntas?
– Te invito a un café y te lo explico.
Aquella tarde, John Balfour, acompañado de un amigo de la familia, identificó oficialmente a su hija Philippa. Su esposa permaneció fuera del depósito, en el asiento trasero del Jaguar negro del banco conducido por Ranald Marr, quien, en vez de pasar al aparcamiento, estuvo dando vueltas por calles cercanas, hasta que transcurrieron los veinte minutos que había dicho que duraría el trámite Bill Pryde, que fue quien estuvo presente en la identificación junto a John Balfour.
Dos periodistas decididos aguardaban frente al depósito, pero sin fotógrafos. La prensa escocesa respetaba aún un par de principios y se abstendrían de acosar con preguntas a la familia; estaban allí sólo con objeto de recoger detalles para un futuro reportaje. Terminada la identificación, Pryde avisó a Rebus con una llamada al móvil.
– Ya está confirmado -dijo Rebus, que se encontraba en el bar Oxford con Siobhan, Ellen Wylie y Donald Devlin.
Grant Hood dijo que no iba a beber nada porque necesitaba ponerse al día cuanto antes sobre los medios de comunicación y sus representantes para aprenderse caras y nombres. Habían aplazado la rueda de prensa hasta las nueve, pensando que a esa hora ya dispondrían de los resultados iniciales de la autopsia.
– Dios mío, qué pena -dijo Devlin, que se había quitado la chaqueta y tenía las manos hundidas en los amplios bolsillos de la rebeca.
– Lamento llegar tarde -se excusó Jean Burchill, empezando a despojarse del abrigo al llegar a la mesa.
Rebus se levantó para ayudarla a quitárselo y preguntarle qué tomaba.
– Yo pago una ronda -dijo ella, pero él negó con la cabeza.
– Invito yo -añadió Rebus-. La primera ronda al menos es cosa mía.
Habían acaparado la principal mesa del salón de atrás; no había muchos clientes y, como además en el rincón opuesto estaba encendido el televisor no corrían el riesgo de que escucharan de qué hablaban.
– ¿Celebramos una especie de asamblea? -preguntó Jean Burchill mientras Rebus iba a la barra.
– Velatorio más bien -contestó Wylie.
– ¿Así que era ella? -inquirió Burchill.
El silencio que siguió fue suficiente respuesta.
– Usted se ocupa de asuntos de brujería y cosas de ésas, ¿no es cierto? -preguntó Siobhan.
– De creencias -precisó Burchill-. Pero, sí, la brujería forma parte del epígrafe.
– Se lo pregunto porque, dado el asunto de los ataúdes y que el cadáver ha aparecido en un lugar llamado Hellbank… Usted misma explicó que podría haber alguna relación con la brujería.
Burchill asintió con la cabeza.
– Es cierto que el nombre de Hellbank puede tener su origen en algo así.
– ¿Y es cierto que los pequeños féretros descubiertos en Arthur's Seat tienen también que ver con la brujería?
Mientras pensaba la respuesta, Jean Burchill miró a Donald Devlin, que seguía el diálogo con gran atención, pero fue el profesor quien tomó la palabra.
– Yo dudo mucho de que exista algo relacionado con la brujería en los ataúdes de Arthur's Seat, pero en su pregunta subyace una hipótesis interesante en el sentido de que, por muy ilustrados que nos consideremos, siempre mostramos cierta tendencia a tomar en consideración esas supercherías. Me sorprende que un miembro de la policía crea en esas cosas -dijo mirando a Siobhan.
– No he dicho que crea en ellas -replicó la agente Clarke.
– ¿Se agarra, entonces, a un clavo ardiendo, quizá?
Rebus, al regresar con la bebida de Burchill, no pudo por menos de advertir el silencio que se había producido en la mesa.
– Bien -dijo Wylie para romperlo-, ahora que ya estamos todos…
– Ahora que estamos todos -repitió Rebus alzando su cerveza-, ¡salud!
Aguardó a que todos levantasen el vaso para llevarse el suyo a los labios. En Escocia, nadie se niega a brindar.
– Muy bien -dijo dejando el vaso en la mesa-. Tenemos un caso de homicidio por resolver y quiero tener clara la situación.
– ¿No está para eso la reunión informativa de la mañana? -terció Wylie.
– Pues considéralo una reunión informal -replicó él.
– ¿Con bebida como soborno?
– Siempre he estado a favor de los incentivos -dijo Rebus haciéndola sonreír un tanto forzadamente-. Bien. Esto es lo que yo creo que tenemos hasta ahora: en origen, Burke y Haré, por ceñirnos a la cronología, y poco después se descubren unos ataúdes en miniatura en Arthur's Seat -añadió mirando a Jean Burchill, advirtiendo en ese momento que, aunque había sitio en la banqueta junto a Devlin, ella había arrimado la silla de otra mesa para situarse junto a Siobhan-.
Luego, relacionada o no, tenemos una serie de ataúdes semejantes encontrados en localidades donde han desaparecido mujeres o han sido halladas muertas. Uno similar aparece en Los Saltos, justo después de la desaparición de Philippa Balfour, y días más tarde se encuentra su cadáver en Arthur's Seat, lugar de hallazgo de los primeros ataúdes.
– Muy lejos de Los Saltos -señaló Siobhan sin poder evitarlo-. Quiero decir que los otros ataúdes fueron hallados cerca del lugar del crimen, ¿no es cierto?
– Y el ataúd de Los Saltos es distinto de los otros -añadió Wylie.
– No digo lo contrario -respondió Rebus-, sólo trato de ver si soy yo el único que ve una posible relación.
Se miraron unos a otros sin decir nada, hasta que Wylie alzó su Bloody Mary y mirando la superficie roja mencionó al estudiante alemán.
– Aficionado a esos juegos de dragones y brujería, a los de rol, y acaba muerto en una montaña de Escocia.
– Exactamente.
– Pero -prosiguió Wylie- es difícil de vincular con las desaparecidas y las ahogadas.
Devlin pareció convencido por el razonamiento.
– No es el caso -terció él- de que la muerte de las ahogadas resultara sospechosa en su momento, y el examen que he efectuado de los datos pertinentes no me hace pensar lo contrario -añadió sacando las manos de los bolsillos de la rebeca y poniéndolas en las rodilleras brillantes de sus desgastados pantalones grises.
– Muy bien -dijo Rebus-, entonces, ¿soy yo el único que no acaba de estar convencido?
Esta vez ni siquiera Ellen Wylie lo contradijo. Rebus dio otro prolongado trago de cerveza.
– Bien, gracias por el voto de confianza -repuso.
– Vamos a ver -dijo Wylie poniendo las manos en la mesa-, ¿para qué hemos venido aquí? ¿Pretende convencernos para que trabajemos en equipo?
– Yo sólo digo que todos esos pequeños detalles pueden acabar formando parte de la misma historia.
– ¿Desde Burke y Hare hasta Programador y el juego de la búsqueda del tesoro?
– Eso es -respondió Rebus pero ya con menos convicción-. Dios, no sé… -añadió pasándose una mano por la cabeza.
– Bueno, gracias por la copa… -añadió Ellen Wylie, que la había apurado, cogiendo la bolsa en bandolera de la banqueta para levantarse.
– Ellen…
Ella lo miró.
– Hoy tengo mucho trabajo. Es el primer día de la investigación del homicidio.
– No es oficialmente homicidio hasta que el forense lo certifique -terció Devlin.
Ella fue a responderle, pero se contentó con dirigirle una sonrisita, pasó entre las dos sillas y dijo adiós a todos.
– Hay cierta relación -dijo Rebus en voz baja casi hablando consigo mismo-. No acabo de ver cuál, pero la hay.
– Como dirían nuestros primos del otro lado del Atlántico, obsesionarse puede ir en detrimento del caso y de uno mismo -sentenció Devlin.
Rebus trató de esbozar una sonrisa muy parecida a la de Wylie.
– Me parece que la próxima ronda es suya -dijo.
– La verdad es que siento no poder quedarme -se excusó Devlin consultando el reloj aunque, al parecer, remiso a levantarse de la mesa-. ¿No habría una gentil dama dispuesta a llevarme en su coche?
– A mí me viene de paso -dijo al fin Siobhan.
La frustración de Rebus por la deserción de Siobhan fue mitigada en parte cuando vio que ella miraba a Jean Burchill y comprendió que se marchaba para dejarlos a ellos dos a solas.
– Dejaré una ronda pagada -añadió Siobhan.
– Otro día -dijo Rebus con un guiño.
Se mantuvo callado hasta que se fueron y ya iba a decir algo cuando vio que Devlin volvía a la mesa.
– ¿Debo entender que mi utilidad ha concluido? -preguntó. Rebus asintió con la cabeza-. En ese caso, ¿los expedientes serán devueltos a su lugar de origen?
– Mañana mismo los devolverá la agente Wylie -contestó Rebus.
– Muchas gracias, pues. Ha sido un auténtico placer conocerla -añadió Devlin con una sonrisa dirigida a Jean Burchill.
– Lo mismo digo -respondió ella.
– Quizá pase un día por el museo. ¿Haría el honor de enseñármelo?
– Con mucho gusto.
Devlin hizo una reverencia y volvió sobre sus pasos.
– Ojalá no venga -musitó ella cuando se hubo alejado.
– ¿Por qué?
– Ese hombre me pone los pelos de punta.
Rebus miró por encima del hombro como si un último vistazo hacia Devlin fuese a convencerlo de que estaba justificado su temor.
– No eres la primera que lo dice -repuso volviéndose hacia ella-. Pero no te preocupes, conmigo no corres peligro.
– Ah, yo esperaba que sí -replicó ella chocando su vaso con el de él.
Estaban acostados cuando llegó la noticia. Rebus cogió el teléfono, sentado en el borde de la cama, desnudo y acomplejado por la imagen que Jean veía de él: probablemente, dos michelines alrededor de la cintura y unos brazos y unos hombros con más grasa que músculo. Su único consuelo era que la visión frontal resultaba peor.
– Estrangulación -le dijo, volviéndose a meter bajo las sábanas.
– Sería una muerte rápida.
– Indudablemente. Presenta un hematoma en el cuello en la arteria carótida. Seguramente le hizo perder el conocimiento para estrangularla.
– ¿Por qué de ese modo?
– Porque es más fácil estrangular a una persona que no ofrece resistencia.
– Veo que eres un especialista. ¿Has matado a alguien alguna vez, John?
– Lo habrías notado.
– Me mientes, ¿verdad?
Él la miró y asintió con la cabeza. Ella se inclinó y le dio un beso en el hombro.
– Comprendo que no quieras hablar de ello.
Él le pasó un brazo por los hombros y la besó en el pelo. En el cuarto, frente a la cama, había un espejo de gran tamaño como de probador y Rebus pensó si era ex profeso o no; pero no iba a preguntárselo.
– ¿Dónde está la arteria carótida? -preguntó ella.
Rebus señaló con el dedo en su propio cuello.
– Haciendo aquí presión, la víctima pierde el conocimiento en pocos segundos.
Ella se llevó la mano al cuello hasta localizar el punto.
– Qué interesante -dijo-. ¿Lo sabe todo el mundo menos yo?
– ¿El qué?
– Su posición y lo que pasa si la aprietas.
– No, no creo. ¿Por qué lo dices?
– Pues porque quien la mató tenía que saberlo.
– Los polis lo saben -dijo él-, aunque actualmente no se recurre a ello por razones obvias. Pero en otras épocas se empleaba para reducir con facilidad a un preso rebelde. Nosotros lo llamábamos la llave mortal de Vulcan.
– ¿La qué? -preguntó ella sonriendo.
– Ya sabes, Spock de Star Trek -respondió él pellizcándole el omóplato.
Ella se dio la vuelta, le dio una palmada en el pecho y dejó allí su mano. Rebus estaba ausente pensando en su entrenamiento en el ejército, donde le habían enseñado técnicas de ataque, incluida la presión sobre la carótida.
– ¿Los médicos saben eso? -inquirió ella.
– Cualquiera que haya estudiado medicina probablemente.
Jean permaneció pensativa.
– ¿Por qué? -preguntó Rebus finalmente.
– Creo que leí en el periódico que un amigo de Philippa era estudiante de medicina. Uno de los que la esperaban la noche en que…