El lunes por la mañana, Rebus se llevó los recortes de Jean al trabajo. En la mesa le aguardaban mensajes de Steve Holly y una nota manuscrita de Gill Templer en la que le anunciaba una cita con el médico a las once. Fue a su despacho a protestar, pero una hoja de papel en la puerta le informó que iba a pasar el día en Gayfield Square; volvió a su mesa, cogió el tabaco y el encendedor y se dirigió al aparcamiento. Acababa de encender un cigarrillo cuando llegó Siobhan Clarke.
– ¿Ha habido suerte? -preguntó Rebus.
Siobhan alzó el portátil que llevaba.
– Anoche -dijo ella.
– ¿Qué sucedió?
– En cuanto acabes esa porquería -respondió ella mirando el cigarrillo-, sube y lo verás.
La puerta se cerró a su espalda y Rebus miró el pitillo, dio la última calada y lo tiró.
Cuando llegó a la sala de Investigación Criminal, Siobhan ya había puesto en marcha el portátil. Un agente le dijo que tenía a Steve Holly al teléfono, y Rebus movió la cabeza para indicarle que no lo cogía; sabía perfectamente lo que quería el periodista: Bev Dodds le había hablado de su viaje a Los Saltos. Alzó un dedo para indicar a Siobhan que aguardase un momento y llamó por teléfono al museo.
– Jean Burchill, por favor -dijo, y aguardó.
– Diga.
– Jean, soy John Rebus.
– John, precisamente iba a llamarle.
– No irá a decirme que han estado molestándola.
– Bueno, más que molestarme…
– ¿Un periodista llamado Steve Holly por lo de las muñecas?
– Ah, ¿a usted también?
– Lo mejor que puedo aconsejarle, Jean, es que no diga ni una palabra. No conteste a sus llamadas y, si logra que usted se ponga al teléfono, dígale que no tiene nada que informar, por mucho que insista.
– Entendido. ¿Ha sido Bev Dodds quien ha hablado?
– Es culpa mía. Debí imaginarme que lo haría.
– No se preocupe por mí. Estaré prevenida.
Se despidieron y Rebus colgó y se acercó a la mesa de Siobhan a leer el mensaje en la pantalla del ordenador portátil.
«Este juego no es un juego. Es una búsqueda. Hace falta ser fuerte, resistente, y no digamos inteligente. Pero hay buena recompensa. ¿Sigues queriendo jugar?»
– Le envié un mensaje diciendo que me interesaba, pero le pregunté cuánto duraba el juego -dijo Siobhan pasando el dedo por el teclado-. Me contestó que podía durar unos días o unas semanas. A continuación, pregunté si podía empezar con Hellbank y me contestó inmediatamente que Hellbank era el cuarto nivel y que tengo que jugar el juego entero. Dije que de acuerdo y a medianoche recibí este correo.
En la pantalla apareció otro mensaje.
– Ha utilizado una dirección distinta -explicó Siobhan-. A saber cuántas tiene.
– ¿Eso dificulta su localización? -preguntó Rebus, mientras lo leía:
«¿Cómo puedo estar seguro de que eres quien dices?»
– Se refiere a mi dirección de correo electrónico -explicó Siobhan-, porque primero utilicé la de Philippa y ahora uso la de Grant.
– ¿Qué le dijiste?
– Que tenía que confiar en mí, o que si quería podíamos vernos.
– ¿Y te pareció que le interesaba?
Siobhan sonrió.
– No abiertamente -contestó-, pero me envió esto -añadió pulsando otro botón.
«Seven fins bigh is king [1] La reina cena bien ante el busto.»
– ¿Eso es todo?
Siobhan asintió con la cabeza.
– Le pregunté si podía darme una clave y volvió a repetir el mensaje.
– Seguramente porque el mensaje encierra la clave.
– Me he pasado casi toda la noche despierta -dijo ella pasándose un dedo por el pelo-. Me parece que a ti no te interesa.
– Tendrás que encontrar a alguien a quien le gusten los crucigramas. ¿No suele hacer crucigramas crípticos el joven Grant?
– ¿Ah, sí? -exclamó Siobhan mirando al otro lado de la sala donde Grant hablaba por teléfono.
– ¿Por qué no le preguntas?
Cuando Hood acabó de hablar por teléfono, Siobhan estaba a su lado aguardando.
– ¿Qué tal con el portátil? -inquirió él.
– Muy bien -contestó ella tendiéndole una hoja-. Me han dicho que te gustan las adivinanzas.
Él cogió la hoja, pero sin mirarla.
– ¿Y el sábado qué tal? -preguntó.
– El sábado estuvo bien -respondió ella.
La verdad es que lo había pasado bien; se habían tomado un par de copas y luego habían cenado en un buen restaurante nada rimbombante de la ciudad nueva. Hablaron de trabajo casi todo el rato porque no tenían mucho más en común, pero se rieron los dos con algunas historias que les habían sucedido. El había sido muy caballeroso y la acompañó después a casa; ella no lo invitó a que subiera a tomar café y él dijo que tomaría un taxi en Broughton Street.
Hood la miró y sonrió complacido de que le hubiera dicho «muy bien».
– «Seven fins high is king» -leyó en voz alta-. ¿Qué quiere decir?
– Tenía la esperanza de que tú me lo dijeras.
Él volvió a leer el mensaje.
– Podría ser un anagrama, aunque hay pocas vocales. ¿No será: «antes de la redada», en lugar de «ante el busto»? Bust es también «redada». ¿Una redada antidrogas, tal vez? -Siobhan se encogió de hombros-. ¿Por qué no me explicas un poco de qué se trata? -añadió.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Mientras nos tomamos un café -contestó.
Tras su escritorio, Rebus vio que salían del departamento y cogió el primer recorte. Cerca de su mesa, alguien mantenía una conversación a propósito de la próxima conferencia de prensa; parecían estar de acuerdo en que, si Gill Templer se la encomendaba a una persona en concreto, estaba de uñas con ella. Rebus entornó los ojos: había una frase en el recorte de 1995 que había pasado por alto la primera vez. En el Hotel Huntingtower, cerca de Perth, un perro había encontrado el féretro y un trozo de tela, y un empleado del establecimiento había dicho: «Si no tenemos cuidado, Huntingtower va a crearse mala fama». ¿Qué habría querido decir? Cogió el teléfono pensando en que a lo mejor Jean Burchill lo sabía, pero no le llamó; no quería que pensase que era…, ¿qué exactamente? Lo había pasado bien la víspera y creía que ella también. La había acompañado a su casa en Portobello, pero había declinado su invitación a tomar café.
– Ya le he robado bastante de su día -dijo, y ella no replicó.
– En otra ocasión, entonces -repuso ella.
Cuando volvía a Marchmont sintió que se había desvanecido algo entre ambos y estuvo a punto de llamarle, pero puso la tele, se enfrascó en su programa sobre la naturaleza y después ya no pensó en otra cosa hasta que recordó lo de la reconstrucción y se acercó a verla.
Seguía con la mano sobre el teléfono. Cogió el auricular, marcó el número del Hotel Huntingtower y pidió que le pusieran con el director.
– Lo siento -dijo la telefonista-, está en una reunión en este momento. ¿Quiere dejar algún recado?
– Quiero hablar con alguien que trabaje en el hotel desde 1995 -respondió después de explicar quién era.
– Yo trabajo desde 1993 -dijo la mujer.
– Entonces, recordará un ataúd pequeñito que apareció.
– Sí, vagamente.
– Es que tengo un recorte de un periódico en el que se afirma que el hotel podía adquirir mala fama.
– Sí.
– ¿Y por qué motivo?
– No estoy segura, quizá fuera por la turista americana.
– ¿Qué turista?
– La que desapareció.
Rebus guardó silencio un instante y luego le pidió que repitiese lo que acababa de decir.
Rebus fue al anexo de la Biblioteca Nacional de Causewayside, que estaba a apenas cinco minutos a pie de Saint Leonard, enseñó su carnet de policía y dijo lo que quería; lo acompañaron hasta una mesa con lector de microfilmes consistente en una gran pantalla con dos bobinas debajo para pasar la película. Él ya había usado el aparato cuando la hemeroteca estaba en el edificio principal del puente George IV. Aunque señaló al empleado que era un «trabajo urgente», tardó casi veinte minutos en llegar un bibliotecario con la caja de los microfilmes pedidos. El Courier era el diario de Dundee; recordó que sus padres lo compraban y le constaba que hasta hacía poco había conservado la presentación tipográfica del siglo pasado con anuncios en la primera página, sin noticias ni fotos. Se decía que, cuando el hundimiento del Titanic, el Courier lo publicó con el titular de: «un hombre de Dundee perece en el océano». No era un periódico de miras estrechas.
Rebus llevaba el recorte sobre el hotel y pasó la cinta de microfilmes hasta un mes antes de la fecha de publicación. Allí estaba, en una página interior, «misteriosa desaparición de una turista, según la policía». La mujer se llamaba Betty-Anne Jesperson, tenía treinta y ocho años y estaba casada; había llegado con un grupo de turistas estadounidenses que hacían una gira llamada «Las místicas Tierras Altas de Escocia». La fotografía, tomada de su pasaporte, mostraba a una mujer fornida, de pelo negro con permanente y gafas de montura gruesa. Su esposo, Garry, manifestó que ella solía levantarse temprano para dar un paseo antes del desayuno, pero nadie del hotel la había visto salir. Habían batido los alrededores en su búsqueda y la policía recorrió el centro de Perth con fotos de ella para indagar. Rebus pasó la película siete fechas más adelante y la noticia ya no ocupaba más de diez párrafos; una semana después se reducía a un párrafo. Era una historia a punto de desaparecer, igual que Betty-Anne.
Según la recepcionista del hotel, Garry Jesperson había vuelto varias veces a la zona aquel año y al año siguiente pasó un mes entero; después, lo único que sabía la mujer era que había conocido a otra y se había trasladado de Nueva Jersey a Baltimore.
Rebus tomó nota de los datos en su bloc y se puso a dar golpecitos en la página hasta que uno de los lectores lanzó un carraspeo admonitorio en protesta por el ruido que hacía.
En el mostrador rellenó un formulario para que le enseñaran más periódicos: el Dunfermline Press, el Glasgow Herald y el Inverness Courier. Como sólo tenían microfilmado el segundo, empezó por éste y la muñeca del cementerio aparecida en 1982…, el año en que Van Morrison lanzó Beautiful Vision. Se puso a tararear «Dweller on the Threshold», pero calló de pronto al darse cuenta de dónde estaba. Él, en 1982 era sargento y trabajaba en casos con otro sargento llamado Jack Morton, y la comisaría estaba en Great London Road antes de sufrir un incendio. Cuando le llevaron el microfilme del Herald lo hizo pasar haciendo discurrir días y semanas a toda velocidad por la pantalla. Todos los policías de mayor rango que él de la época de Great London Road habían muerto o estaban jubilados, pero él no tenía contacto con ninguno. También se acababa de jubilar Watson y pronto, le gustara o no, le llegaría el turno a él. No pensaba retirarse por las buenas; tendrían que sacarlo a rastras.
La muñeca del cementerio había sido hallada en mayo. Comenzó a primeros de abril, pero el problema era que Glasgow era una ciudad grande, con mayor cantidad de delitos que una localidad como Perth. No estaba muy seguro de encontrar nada ni de si tardaría mucho. Por otro lado, si era una persona desaparecida, ¿lo habría publicado el periódico? Miles de personas desaparecen al año, y algunas sin que nadie lo advierta, como sucede con los sin techo o los que no tienen familia ni amigos. Vivías en un país en donde un cadáver podía estar días en un sillón junto al fuego hasta que el olor llamaba la atención de los vecinos.
Cuando terminó de repasar abril no había ninguna denuncia por persona desaparecida, pero encontró seis muertes, dos de ellas de mujeres. Una asesinada de una puñalada después de una fiesta; la noticia decía que un hombre ayudaba a la policía en las pesquisas. Pensó que sería el novio; estaba seguro de que si seguía leyendo acabaría viendo que el caso se resolvía en los tribunales. La segunda muerta era una ahogada en un tramo de un río que él nunca había oído nombrar, White Cart Water, en la orilla sur de parque Rosshall. Se llamaba Hazel Gibbs, tenía veintidós años y su marido la había abandonado con dos niños; los amigos aseguraban que sufría depresión y que la víspera la habían visto bebiendo sin preocuparse de los niños.
Rebus salió a la calle, cogió el móvil y marcó el número de Bobby Hogan, del departamento de Investigación Criminal de Leith.
– Bobby, soy John. Tú conoces un poco Glasgow, ¿verdad?
– Un poco.
– ¿Has oído hablar de White Cart Water?
– Pues no.
– ¿Y del parque Rosshall?
– ¿Cómo dices?
– ¿Tienes algún contacto en el oeste?
– Puedo hacer una llamada.
– Haz el favor.
Le repitió los nombres y colgó. Fumó un cigarrillo mientras miraba un pub nuevo en la acera de enfrente. Una copa no le haría daño, pero recordó que tenía que ver al médico. Qué diablos, que esperase; podía cambiar la cita. Cuando terminó el cigarrillo, como no había llamado Hogan, volvió a la mesa y comenzó a revisar los ejemplares de mayo de 1982. Sonó el móvil, y vigilantes y lectores lo miraron horrorizados. Lanzó una maldición y se llevó el aparato a la oreja, levantándose para salir otra vez.
– Soy yo -dijo Hogan.
– Dime -musitó Rebus camino de la salida.
– El parque Rosshall está en Pollok, al sudoeste del centro de la ciudad, y White Cart Water discurre por la parte superior del parque.
Rebus se detuvo.
– ¿Estás seguro? -preguntó en un susurro.
– Eso me dicen.
Rebus volvió a la mesa. Tenía el recorte del Herald junto a otro del Courier. Los separó para estar seguro.
– Gracias, Bobby -dijo, y cortó la comunicación.
La gente a su alrededor hacía gestos de exasperación pero él no hizo caso, «LA IGLESIA CONDENA LA BROMA DE MAL GUSTO»: la iglesia en cuyo cementerio habían encontrado el féretro estaba en Potterhill Road, en Pollok.
– Supongo que no pensarás explicarte -dijo Gill Templer.
Rebus se había acercado en coche a Gayfield Square para pedirle que hablara con él cinco minutos y lo hacían en el mismo despacho maloliente.
– Es precisamente lo que quiero hacer -replicó Rebus llevándose una mano a la frente. Sentía una especie de fiebre.
– Tenías que haber ido al médico.
– Ha sucedido algo. Dios, no vas a creerme.
Ella señaló con el dedo un periódico sensacionalista que tenía en la mesa.
– ¿Tienes idea de cómo se habrá enterado Steve Holly de esto? -preguntó.
Rebus dio la vuelta al periódico hacia él. Holly se las había arreglado en tan poco tiempo para hilvanar una historia en la que sacaba a relucir los ataúdes de Arthur's Seat, la intervención de una «especialista del museo de Escocia», el ataúd de Los Saltos y el «persistente rumor de que hay más ataúdes».
– ¿Qué quiere decir con eso de que hay «más ataúdes»? -preguntó Templer.
– Es lo que venía a decirte.
Le contó la historia que había descubierto en los tomos encuadernados en cuero del Dunfermline Press y el Inverness Courier, en confirmación de sus temores. En julio de 1977, apenas una semana antes del hallazgo del ataúd en la playa de Nairn, habían encontrado a Paula Gearing ahogada en la playa a cuatro kilómetros de la ciudad. Su muerte era inexplicable y se atribuyó a un «contratiempo». En octubre de 1972., tres semanas antes del hallazgo del ataúd en el barranco de Dunfermline, se había denunciado la desaparición de una joven, Caroline Farmer, estudiante de cuarto año en un instituto de Dunfermline. Acababa de dejarla plantada su novio y las suposiciones apuntaban a que esa fuera la causa de que hubiese abandonado la casa de sus padres: éstos afirmaron que no descansarían hasta encontrarla. Pero Rebus dudaba que dieran con ella.
Gill Templer escuchó sin hacer comentarios y, cuando Rebus terminó hojeó los recortes de prensa, las notas, y finalmente lo miró.
– Es muy poca base, John.
Rebus se puso en pie. Necesitaba moverse, pero allí no había espacio.
– Gill, ahí… algo hay.
– ¿Un asesino que deja ataúdes cerca del escenario del crimen? -dijo ella negando despacio con la cabeza-. No lo veo. Tenemos dos cadáveres sin ningún signo de violencia y dos desapariciones. No acaba de encajar.
– Tres desapariciones contando la de Philippa Balfour.
– Y otra cosa más: el ataúd de Los Saltos aparece menos de una semana después de su desaparición. No encaja.
– ¿Crees que me imagino cosas?
– Tal vez.
– ¿Puedo seguir investigándolo?
– John…
– Deja que intervengan un par de policías más y danos unos días a ver si te convencemos.
– Ya estamos bastante escasos de personal.
– Faltos de personal, ¿haciendo qué? Estamos perdiendo el tiempo hasta que vuelva, llame a su casa o aparezca muerta. Dame dos agentes.
Ella negó despacio con la cabeza.
– Uno, y puedes continuar tres o cuatro días como máximo. ¿Entendido?
Rebus asintió con la cabeza.
– Ah, John, ve a ver al médico o me encargo yo de que vayas. ¿Entendido?
– Entendido. ¿Con quién haré la investigación?
Templer reflexionó un instante.
– ¿Con quién quieres hacerla?
– Con Ellen Wylie.
– ¿Por algún motivo en concreto? -preguntó ella mirándolo.
Rebus se encogió de hombros.
– Nunca será buena presentadora de televisión, pero es buena policía.
– De acuerdo -dijo Templer sin dejar de mirarlo.
– ¿Hay alguna posibilidad de que nos quites de encima a Steve Holly?
– Puedo intentarlo -respondió ella dando unos golpecitos en el periódico-. Imagino que la «especialista» es Jean, ¿no? -Aguardó a que él asintiese con la cabeza y lanzó un suspiro-. No sé por qué os presentaría… -añadió restregándose la frente. Era algo que también hacía Watson cuando se enfrentaba a lo que él llamaba las «trastadas de Rebus».
– ¿Qué vamos a investigar exactamente? -preguntó Ellen Wylie.
Le habían ordenado acudir a Saint Leonard, pero ella no parecía demasiado ilusionada de trabajar mano a mano junto a él.
– Lo primero que hay que hacer -dijo Rebus- es cubrirnos las espaldas; es decir, asegurarnos de que nunca dieron con las desaparecidas.
– ¿Hablando con los padres? -preguntó ella anotándolo en el bloc.
– Exacto. En cuanto a los dos cadáveres habrá que revisar los informes de la autopsia y ver si al forense se le pasó algo por alto.
– 1977 y 1982… ¿No habrán tirado los expedientes?
– Espero que no. De todos modos, algunos forenses suelen tener buena memoria.
Wylie hizo otra anotación.
– Lo averiguaré. ¿Qué buscamos? ¿Cree que hay alguna posibilidad de que esas mujeres estén relacionadas con los ataúdes?
– No lo sé -contestó Rebus, consciente de lo que ella insinuaba: una cosa es creer algo y otra, demostrarlo, sobre todo ante un tribunal-. De ese modo me quedo tranquilo -añadió al fin.
– ¿Todo esto comenzó por unos ataúdes encontrados en Arthur's Seat?
Rebus asintió con la cabeza sin disipar el escepticismo de Wylie.
– Escucha -dijo-, si crees que me imagino cosas, dilo. Pero primero vamos a investigar.
Ella se encogió de hombros e hizo otra anotación en el bloc.
– ¿Me ha pedido usted o me asignaron para este trabajo?
– Lo pedí yo.
– ¿Y la jefa estuvo de acuerdo?
Rebus hizo un gesto afirmativo.
– ¿Hay algún problema?
– No lo sé -respondió ella reflexionando sobre la pregunta-. Probablemente no.
– De acuerdo, entonces. Manos a la obra -dijo Rebus.
Tardó casi dos horas en poner por escrito a máquina todos los datos para tener un «guión» en que basarse. Era una recopilación de fechas y páginas referenciadas de las noticias de las que había pedido copia en la biblioteca. Mientras, Wylie llamó a comisarías de Glasgow, Perth, Dunfermline y Nairn para que les remitiesen, si era posible, las notas sobre las pesquisas de los casos, si las conservaban en archivo, y los nombres de los patólogos. Rebus, cuando la oía reír, sabía que era porque al otro lado de la línea le decían: «Por pedir que no quede, ¿verdad?». Mientras él seguía tecleando, la oía trabajar y pudo comprobar que sabía hacerse la tímida, la dura, y hasta coquetear, sin que por ello cambiara su expresión de aburrimiento por la rutina.
– Gracias -repitió por enésima vez.
Colgó, anotó algo en el bloc, miró la hora y la anotó también. Había acabado.
– Promesas, promesas -dijo.
– Mejor que nada -repuso Rebus.
Wylie volvió a coger el auricular con un profundo suspiro y se dispuso a hacer otra llamada.
A Rebus le intrigaban las lagunas que había entre las fechas: 1972, 1977,1982 y 1995. Cinco años, cinco años, trece años y, ahora, otros cinco años. El cinco era casi una pauta, pero no acababa de encajar por la laguna entre 1982 y 1995, lo que podía tener diversas explicaciones: el hombre, o quien fuese, había estado fuera del país, quizás en la cárcel. ¿Qué certeza existía de que los ataúdes sólo se hubieran localizado en Escocia? Tal vez conviniera efectuar una investigación más amplia para ver si en otras comisarías se habían registrado casos parecidos. Si había cumplido condena en la cárcel, habría que comprobar los archivos. Trece años era mucho tiempo; una condena probablemente por homicidio.
Naturalmente, existía otra posibilidad: que no se hubiera marchado del país y que hubiese seguido matando sin preocuparse de ataúdes o que no los hubieran encontrado, porque una cajita de madera la destroza sin esfuerzo un perro; quizá se la había llevado un niño o podía haber acabado fácilmente en la basura. Mejor deshacerse cuanto antes de una broma de mal gusto. Un modo de averiguarlo, claro, era hacer un llamamiento público, pero Templer no lo autorizaría de buenas a primeras. Antes había que convencerla.
– ¿Nada? -preguntó cuando Wylie colgó.
– No contestan. A lo mejor ha corrido la alarma sobre la poli loca de Edimburgo.
Rebus hizo una pelota con una hoja de papel y la tiró a la papelera.
– Creo que nos estamos calentando demasiado la cabeza -dijo-. Hagamos una pausa.
Wylie fue a comprar un donut con mermelada y Rebus optó por dar un paseo. Las calles próximas a Saint Leonard no ofrecían mucho atractivo; todo eran viviendas protegidas y casas de pisos, o Holyrood Road con su intenso tráfico y los peñascos de Salisbury de telón de fondo. Decidió dirigirse al laberinto de callejas entre Saint Leonard y Nicholson Street, entró en una tienda a comprar una lata de Irn-Bru y se la fue bebiendo mientras caminaba. Decían que era ideal para la resaca, pero él la tomaba para acallar las ganas de beber algo auténtico: una jarra y un chupito en algún local con humo y carreras de caballos en la tele. El Southsider era una posibilidad, pero cruzó de acera para evitar la tentación. En la calzada jugaban unos niños, asiáticos en su mayoría; acababan de salir del colegio y gastaban sus energías, su imaginación. Pensó si no estaría él haciendo trabajar a su imaginación horas extraordinarias. En definitiva, era posible que viera relaciones donde no las había. Sacó el móvil y un papelito con un número apuntado.
Lo marcó y cuando contestaron pidió que le pusieran con Jean Burchill.
– ¿Jean? -dijo, y calló-. Soy John Rebus. Esos ataúdes del museo pueden ser fundamentales. -Escuchó un instante-. En este momento no puedo decírselo -añadió mirando a su alrededor-. Ahora tengo que ir a una reunión. ¿Tiene algo que hacer esta noche? -Volvió a escuchar-. Lástima. ¿Y si tomamos una copa? -Su rostro se iluminó-. ¿A las diez? ¿En Portobello o aquí? -Volvió a escuchar-. Sí, claro, entonces en Edimburgo cuando acabe. Yo la llevaré después a casa. ¿A las diez en el museo? De acuerdo. Adiós.
Miró a su alrededor. Estaba en Hill Square y había un letrero en la verja que lo orientó: era la parte trasera del salón del Colegio de Médicos; aquella puerta anodina ante él daba acceso a una exposición sobre la historia de la cirugía. Consultó el reloj y miró el horario de visita. Tenía unos diez minutos. «¿Y por qué no?», se dijo, empujando la puerta.
Era un portal como de una casa cualquiera; subió al primer piso y se encontró en un descansillo estrecho con dos puertas encaradas que le parecieron de viviendas particulares, y continuó hasta el segundo piso. Al cruzar el umbral del museo sonó un timbre que anunciaba la entrada de alguien para ver la muestra.
– ¿Ha estado en otra ocasión? -preguntó una empleada. Rebus negó con la cabeza-. Bien, la colección moderna está en la planta de arriba y a la izquierda tiene usted la exposición dental.
Dio las gracias a la mujer y entró. No había público y él no se entretuvo ni medio minuto porque no le pareció que hubiese cambiado mucho la tecnología dental en un par de siglos. La exposición principal del museo ocupaba dos plantas y estaba muy bien presentada en vitrinas bien iluminadas en su mayoría. Se detuvo ante una botica y, a continuación, se acercó a una reproducción de tamaño natural del cirujano Joseph Lister para leer sus logros, entre los que se contaban la introducción del antiséptico fenol y de la gasa estéril. Unos pasos más adelante se encontró con la vitrina que exhibía la cartera hecha con la piel de Burke, que a él le recordó una biblia encuadernada en cuero que le regaló su tío para un cumpleaños cuando era pequeño. Al lado se exhibía la cabeza de yeso del propio Burke, apreciándose en ella la señal de la soga de la horca y, junto a ella, la de John Brogan, el cómplice que lo había ayudado a transportar los cadáveres. Burke parecía tranquilo y estaba bien peinado, pero en Brogan se apreciaban señales de tortura: su mandíbula inferior estaba en carne viva y tenía el cráneo enrojecido y lleno de bultos.
A continuación había un retrato del anatomista Knox, el receptor de aquellos cadáveres aún calientes.
– Pobre Knox -oyó que decían a su espalda.
Se dio la vuelta y vio a un anciano vestido de etiqueta, con pajarita, fajín y zapatos de charol, al que tardó un instante en reconocer: era el profesor Devlin, vecino de Flip.
– Siempre hubo una fuerte polémica sobre hasta qué extremo él lo sabía.
– ¿Quiere decir que Burke y Hare eran asesinos?
Devlin asintió con la cabeza.
– Yo, por mi parte, estoy convencido de que lo sabía, pues en aquella época la mayoría de los cadáveres con que trabajaban los anatomistas estaban fríos, por descontado. Los traían a Edimburgo desde todos los puntos de Inglaterra, y algunos llegaban por el canal Union. Los ladrones de cadáveres los sumergían en whisky para que se conservaran durante el viaje. Era un negocio lucrativo.
– Pero ¿ese whisky se bebía después?
Devlin contuvo la risa.
– Desde un punto de vista estrictamente económico, yo presumo que sí -respondió-. Por ironías del destino, Burke y Hare emigraron a Escocia por imperativos económicos y trabajaron en la construcción del canal Union. -Rebus recordó que Jean Burchill se lo había explicado. Devlin hizo una pausa e introdujo un dedo en el fajín-. El pobre Knox… era un hombre genial y nunca se demostró que estuviera implicado en los asesinatos, pero tenía en contra a la Iglesia; ése fue el problema. Ya sabe que en aquellos tiempos el cuerpo humano era sagrado y el clero se oponía a su examen por considerarlo execrable, y fue el clero quien excitó a la chusma contra Knox.
– ¿Cómo acabó?
– Según la literatura médica, Knox murió de apoplejía. Hare, que testificó contra su cómplice, tuvo que huir de Escocia, pero sufrió una agresión y le arrojaron cal a la cara; acabó sus días ciego y mendigando en Londres. Creo que hay allí un pub llamado El Pordiosero Ciego, aunque no sé si guarda relación.
– Dieciséis asesinatos y en una zona tan reducida como West Port -dijo Rebus.
– En la actualidad es inimaginable, ¿verdad?
– En la actualidad hay forenses, autopsias…
Devlin sacó el dedo del fajín y lo esgrimió.
– Exacto -dijo-. Y no existiría la investigación forense de no haber sido por los ladrones de cadáveres como Burke, Hare y otros como ellos.
– ¿Ha venido acaso aquí a rendirle homenaje?
– Quizá -respondió Devlin. Luego consultó su reloj-. Tengo que asistir a una cena arriba a las siete y he venido antes de la hora para dar una vuelta por la exposición.
Rebus recordó la tarjeta de invitación en la repisa de la chimenea de Devlin: «De etiqueta y con condecoraciones».
– Perdone, profesor Devlin -los interrumpió la empleada del museo-. Es hora de cerrar.
– Muy bien, Maggie -contestó Devlin-. ¿Quiere ver el resto del museo? -preguntó a Rebus.
Rebus pensó en Ellen Wylie, que ya habría vuelto a la comisaría.
– En realidad…
– Venga, venga usted -insistió Devlin-. Ya que está aquí no puede perderse el Museo Negro.
La empleada les abrió dos puertas cerradas con llave que daban acceso al edificio principal de pasillos silenciosos y cubiertos de retratos de médicos. Devlin indicó con la mano la biblioteca y se detuvo a continuación en un vestíbulo circular de mármol, donde señaló hacia arriba.
– Ahí va a ser la cena. Un montón de catedráticos y médicos vestidos de punta en blanco y atracándose de pollo de goma.
Rebus alzó la vista y vio una cúpula acristalada circundada por una barandilla a la altura del primer piso, en el que había una sola puerta.
– ¿De qué celebración se trata? -preguntó.
– Dios sabe. Yo me limito a recibir la invitación y a enviarles un cheque.
– ¿Van a venir Gates y Curt?
– Probablemente. Ya sabe que Sandy Gates difícilmente se pierde un banquete.
Rebus miró atentamente al interior de la gran puerta principal. Él la conocía por fuera de pasar en coche por Nicholson Street, pero no recordaba haberla visto nunca abierta, y se lo contó a Devlin.
– Hoy la abrirán para que vayan entrando los invitados y suban por la escalera -dijo el profesor-. Venga por aquí.
Cruzaron más pasillos y subieron unos escalones.
– Seguramente está abierto -dijo Devlin en el momento de llegar a otra puerta imponente-, porque a los invitados les gusta dar un paseíto después de cenar y casi todos acaban aquí.
Probó el tirador y, efectivamente, estaba abierto. Entraron en una gran sala.
– Aquí tiene usted el Museo Negro -dijo el profesor haciendo un amplio gesto con los brazos.
– Ya había oído hablar de él -contestó Rebus-, pero nunca había tenido ocasión de visitarlo.
– Es que no está abierto al público -añadió Devlin-. Cosa que no entiendo, porque el colegio podría sacar su buen dinero abriéndolo a los turistas.
La sala reunía una colección de instrumentos quirúrgicos antiguos, más aptos por su aspecto para una cámara de tortura que para el quirófano. Había profusión de huesos y partes anatómicas, y tarros con objetos sumergidos en un líquido turbio. Accedieron por una escalera estrecha a otro piso en el que había más tarros.
– No le arriendo la ganancia al pobre que tenga que echarles formol -dijo Devlin con la respiración entrecortada por la subida.
Rebus escudriñó el contenido de uno de aquellos cilindros de cristal y vio un rostro de recién nacido que le pareció distorsionado hasta que se percató de que estaba unido a dos cuerpecitos. Se trataba de unos siameses unidos por la cabeza, cuyas caras formaban un todo. Él, acostumbrado a ver horrores, se quedó absorto contemplándolo con sombría fascinación. Pero había más: fetos deformes y cuadros, casi todos del siglo XIX, de soldados con los miembros amputados por efecto de un cañonazo o disparos de fusil.
– Este es mi preferido -dijo Devlin.
En medio de aquel escenario del horror, el patólogo le mostraba algo apacible, el retrato de un joven que esbozaba una sonrisa dirigida al pintor. Rebus leyó el rótulo.
– «Doctor Kennet Lovell, febrero, 1829.»
– Lovell fue uno de los anatomistas que hicieron la disección del cadáver de William Burke, y es probable que fuese él quien certificó su muerte después de ahorcado. Para este retrato posó un mes después.
– Parece un hombre satisfecho -dijo Rebus.
– ¿Verdad que sí? -replicó Devlin con los ojos brillantes-. Lovell era también artesano y trabajaba la madera, igual que Deacon William Brodie, de quien habrá oído hablar.
– Caballero de día, ladrón de noche -respondió Rebus.
– Y quizás el modelo en que se inspiró Stevenson para Doctor Jekyll y Mr Hyde. Stevenson tuvo de niño en su cuarto un armario obra de Brodie…
Rebus seguía contemplando el retrato. Lovell tenía unos ojos muy negros, barbilla partida y cabello negro abundante. No había duda de que el artista le había favorecido quizá quitándole años y unos cuantos kilos. De cualquier forma, Lovell era guapo.
– Es interesante lo de la hija de los Balfour -dijo Devlin.
Rebus se volvió hacia él, sorprendido. El anciano, con la respiración ya sosegada, no apartaba la vista del cuadro.
– ¿Por qué? -preguntó Rebus.
– Por los ataúdes que se encontraron en Arthur's Seat… y que la prensa vuelva sobre el tema -contestó, y se dio la vuelta hacia Rebus-. Se dice que representan a las víctimas de Burke y Haré…
– Sí.
– Y ahora, ese nuevo ataúd a modo de recuerdo de la joven Philippa.
– ¿Lovell trabajaba la madera? -preguntó Rebus mirando de nuevo el retrato.
– Obra suya es la mesa que tengo en el comedor -respondió Devlin.
– ¿Por eso la compró?
– Es un memento de los primeros tiempos de la anatomía patológica, inspector. La historia de la cirugía es la historia de Edimburgo -dijo Devlin inspirando con fuerza por la nariz y lanzando un suspiro-. ¿Sabe que lo echo de menos?
– Yo no lo echaría de menos.
Se apartaron del retrato.
– En cierto modo, fue un privilegio. Es fascinante lo que nuestro exterior animal oculta -añadió Devlin dándose unos golpecitos en el pecho para ilustrar sus palabras.
Rebus no quiso decir nada; para él, el cuerpo no era más que el cuerpo y, cuando éste perecía, todo cuanto pudiera hacerlo interesante desaparecía. Habría querido expresarlo, pero sabía que no estaba a la altura de la elocuencia del viejo patólogo.
Regresaron al vestíbulo principal y Devlin se volvió hacia él.
– Escuche, debería usted unirse a nosotros en la cena. Tiene tiempo de ir a casa a cambiarse.
– Creo que no -respondió Rebus-. Sólo se hablará de temas profesionales, como ha dicho usted.
Por otra parte, aunque se lo calló, no tenía esmoquin.
– Seguro que lo pasaría bien -insistió Devlin-. Precisamente por esto de lo que hemos estado hablando.
– ¿Por qué? -replicó Rebus.
– El conferenciante es un sacerdote católico que va a disertar sobre la dicotomía entre cuerpo y espíritu.
– Ahora sí que no lo sigo -dijo Rebus.
Devlin sonrió.
– Me parece que usted finge ser más ignorante de lo que es. Supongo que eso en su profesión es provechoso.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Ese conferenciante no será el padre Conor Leary? -añadió.
Devlin abrió los ojos sorprendido.
– ¿Lo conoce? Pues razón de más para que acuda.
– Tal vez venga a tomar una copa antes de la cena -repuso Rebus, no muy convencido.
En Saint Leonard encontró a Ellen Wylie enfadada.
– Su concepto de «pausa» es muy distinto del mío -dijo. -Me he encontrado con un conocido -alegó él.
Ella no dijo nada más pero Rebus se percató de que se lo estaba conteniendo, porque no relajaba su expresión de disgusto, y cuando cogió el teléfono lo hizo con premeditación. Parecía como si esperase alguna disculpa por su parte, o algún elogio. Rebus no dijo nada hasta que la vio coger otra vez el teléfono.
– ¿Estás molesta por lo de la conferencia de prensa?
– ¿Qué? -replicó ella colgando furiosa.
– Ellen -añadió él-, no vayas a pensar…
– ¡A mí no me hable en tono condescendiente!
Rebus alzó los brazos en gesto conciliador.
– De acuerdo, no te pongas así. Perdona si te he parecido condescendiente, sargento Wylie.
Ella lo miró furiosa; después, su expresión cambió y se hizo más relajada, forzó una sonrisa y se frotó las mejillas.
– Lo siento -dijo.
– Yo también. -Ella lo miró-. Por haberme retrasado -añadió encogiéndose de hombros-. Habría debido llamar. Pero ahora conoces mi secreto.
– ¿Cuál?
– Que para conseguir una disculpa de John Rebus hay que machacar un teléfono.
Wylie se echó a reír. No era una risa totalmente franca y revelaba cierta histeria, pero por lo visto le hizo mucho bien y los dos reanudaron el trabajo.
Pese a ello, poco sacaron en limpio, pero Rebus dijo que no se preocupase porque era normal no avanzar mucho al principio. Ella se puso el abrigo y le preguntó si quería ir a tomar una copa.
– Tengo un compromiso -respondió él-. Otro día, ¿de acuerdo?
– Claro -dijo ella como dudando que fuese verdad.
Se tomó una copa él solo antes de acercarse al Colegio de Médicos: un Laphroaig con un pelín de agua para rebajarlo. Se lo tomó en un pub que Ellen Wylie no conocía, porque no quería tropezarse con ella después de haberse negado a acompañarla. Iba a necesitar tomarse unas copas para decirle que se equivocaba y que la fallida conferencia de prensa no era el fin de su carrera. Gill Templer le había cogido manía, de eso no había duda, pero Templer no era tan imbécil para dejar que aquello evolucionase hacia una enemistad. Wylie era una buena agente de policía e inteligente. Ya tendría otra oportunidad. Si Templer seguía relegándola, ella sería la primera perjudicada.
– ¿Otra? -preguntó el camarero.
Rebus consultó el reloj.
– Sí, póngamela.
Le agradaba aquel local pequeño y anónimo apartado del ajetreo del centro. No tenía ni letrero fuera y estaba en una callecita donde sólo los parroquianos debían de encontrarla. En un rincón había dos clientes habituales sentados muy erguidos con la vista clavada en la pared de enfrente sosteniendo un diálogo escueto y gutural. La televisión estaba sin sonido, pero el camarero la miraba: era un drama norteamericano de tribunales con mucho movimiento, paredes grises y algunos primeros planos de una mujer que intentaba parecer preocupada y se retorcía las manos para reforzar su expresión facial. Rebus pagó la consumición y echó el resto de la primera en el nuevo vaso escurriendo hasta la última gota. Uno de los ancianos tosió y resopló al tiempo que su compañero decía algo y él asentía con la cabeza.
– ¿Qué sucede? -preguntó Rebus sin poderlo evitar.
– ¿Cómo?
– En la película. ¿De qué se trata?
– De lo de siempre -contestó el camarero, como si la rutina diaria fuese aplicable hasta a los dramas televisivos-. ¿Qué tal le ha ido el día a usted?
La frase sonó algo forzada, como si el hombre no tuviera costumbre de dar conversación a los clientes.
Rebus pensó en posibles respuestas. Una era la posibilidad de que hubiera por ahí un asesino en serie desde los años setenta; otra, la casi seguridad de que a una desaparecida la encontrasen muerta; o bien, un solo rostro deformado compartido por dos hermanos siameses.
– Uf -dijo al fin, al tiempo que el camarero asentía con la cabeza como si fuese exactamente la respuesta que esperaba.
Rebus se marchó poco después y tras un breve paseo por Nicholson Street llegó ante la puerta principal del Colegio de Médicos, que ya estaba abierta, como había explicado el profesor Devlin, para que entraran los invitados, que comenzaban a llegar. Él no tenía tarjeta de invitación, pero con una explicación y su carnet de policía le franquearo n la entrada. Los que ya llevaban un rato allí charlaban vaso en mano en el descansillo de la primera planta. Rebus subió y vio que la sala estaba dispuesta para el banquete y los camareros corrían de aquí para allá ultimando los preparativos. Justo a la entrada habían dispuesto una mesa sobre caballetes cubierta con un mantel blanco en la que no faltaban vasos y botellas. El personal de servicio llevaba chaleco negro sobre la camisa blanca recién planchada.
– ¿Qué toma el señor?
Rebus pensó en otro whisky, pero lo cierto es que cuando llevaba tres o cuatro no sabía parar. Y si paraba la resaca llegaría aproximadamente a la hora en que había quedado con Jean.
– Un zumo de naranja -dijo.
– Virgen santa, ahora puedo morir en paz.
Rebus se volvió sonriente.
– ¿Y eso por qué? -replicó.
– Porque era lo único que me faltaba por ver en este mundo. Dele a este hombre un whisky y no sea tacaño -dijo tajante al camarero, que se detuvo cuando iba a servir el zumo y miró a Rebus.
– Un zumo -insistió él.
– Ah, bueno, tu aliento huele a whisky -dijo el padre Conor Leary-, así que si no te has vuelto abstemio tendrás otro motivo para no beber… ¿Tiene algo que ver el bello sexo? -añadió pensativo.
– Se ha equivocado de profesión -comentó Rebus.
El padre Leary soltó una carcajada.
– ¿Quieres decir que habría sido un buen policía? Pues no te digo que no. Ya sabe -añadió mirando al camarero, quien sin decir lo más mínimo le tendió un whisky bien servido. Leary asintió con la cabeza.
– ¡Slainte! -dijo.
– ¡Slainte! -dijo Rebus dando un trago de zumo.
Conor Leary tenía muy buen aspecto desde la última vez que Rebus lo había visto, enfermo y con tantos medicamentos en la nevera que casi no quedaba sitio para las cervezas Guinness.
– Cuánto tiempo -exclamó el sacerdote.
– Ya sabe lo que pasa.
– Ya sé que los jóvenes tenéis poco tiempo para visitar a los enfermos por lo ocupados que estáis con los pecados carnales.
– Hace mucho tiempo que mi carne no entra en contacto con ningún pecado digno de confesar.
– Dios bendito, y carne te sobra -dijo Leary dándole unos golpecitos en la barriga.
– A lo mejor es por eso -terció Rebus-. Usted, por otro lado…
– Ah, ¿qué esperabas, que me achantase y me muriera? Pues no. He decidido comer y beber bien pase lo que pase.
Leary llevaba el alzacuello debajo de un suéter gris de cuello de pico, pantalones azul marino y zapatos negros relucientes. Algo de peso había perdido, pero tenía el estómago y las mejillas caídas; sus cabellos plateados parecían hilos de seda y el flequillo romano ensombrecía sus ojos hundidos. Sostenía el vaso en la mano del mismo modo que un obrero una botella.
– Nosotros no venimos vestidos para el acto -dijo mirando a los invitados de esmoquin.
– Usted, por lo menos, va de uniforme -apuntó Rebus.
– No del todo -replicó Leary-. Me he retirado del servicio activo -añadió con un guiño- pero, aunque dejes las herramientas, cada vez que me pongo el alzacuello para un acto como éste pienso que van a aparecer emisarios papales daga en mano para arrancármelo.
– ¿Es como cuando dejas la legión extranjera?
– ¡Ya lo creo! O como cortarse la coleta.
Estaban los dos riendo cuando se les acercó Donald Devlin.
– Me alegro de que haya venido -dijo a Rebus y tendiendo la mano al sacerdote-. Creo que usted ha sido el factor decisivo, padre -añadió explicándole el encuentro previo con Rebus en el que lo había invitado a la cena-. Invitación que sigue en pie. Estoy seguro de que le gustará la conferencia del padre.
Rebus negó con la cabeza.
– Lo que menos acepta un pagano como John es oír que le expliquen lo que le conviene a su salud espiritual -dijo Leary.
– Exacto -replicó Rebus-. Además, estoy seguro de que ya me lo ha dicho antes.
Cruzó su mirada con Leary y los dos pensaron en las largas conversaciones mantenidas en la cocina del sacerdote, con frecuentes viajes a la nevera y al armario de bebidas. Conversaciones sobre Calvino, el crimen, la fe y el ateísmo, en las que, aunque Rebus estuviera de acuerdo con el sacerdote, siempre asumía el papel de abogado del diablo, postura irreductible que divertía al anciano. Aquellas largas charlas habían sido periódicas hasta que Rebus comenzó a buscar excusas y a eludirlas, pese a que era incapaz de alegar un motivo si Leary le preguntaba en aquel momento. Quizás habría sido porque el cura había comenzado a plantearle puntos irrebatibles y él no tenía tiempo para pensar en ellos. Ese era el juego que se habían traído; Leary, por su parte, estaba convencido de que iba a poder convertir al «pagano».
– Ya que planteas tantos interrogantes, ¿por qué no consientes que alguien te dé las respuestas?
– Quizá porque prefiero las preguntas a las respuestas -había contestado Rebus, y el sacerdote alzaba los brazos en gesto de rendición antes de hacer otro viaje a la nevera.
Devlin preguntó a Leary de qué iba a tratar la conferencia. Rebus advirtió que el profesor llevaba un par de copas encima a juzgar por su rostro sonrosado; sonreía distraído con las manos en los bolsillos. Cuando casi había apurado el zumo aparecieron Gates y Curt, ambos patólogos casi con idéntico atuendo, lo que acentuaba más de lo normal su proverbial condición de dúo.
– ¡Maldita sea! -exclamó Gates-. No falta nadie. Un whisky para mí y una tónica para este marica -añadió al ver que el camarero se acercaba.
– No soy el único -replicó Curt con un bufido señalando con la cabeza el zumo de Rebus.
– Cielos, es cierto; John, dime que es con vodka -bramó Gates-. Pero ¿qué es lo que haces tú aquí? -añadió.
Gates llegaba sudoroso y casi congestionado porque le apretaba el cuello de la camisa. Curt, como de costumbre, se mostraba muy distendido; pese a que había ganado unos kilos seguía siendo esbelto, aunque su cara era gris.
«Es que no veo la luz del sol», era la explicación que siempre daba. Más de un agente uniformado de Saint Leonard lo llamaba Drácula.
– Quería veros a vosotros dos -dijo Rebus.
– La respuesta es no -contestó Gates.
– Pero si no sabes lo que voy a decir…
– Por el tono de voz sé que vas a pedirnos un favor alegando que es algo sencillo, que resultará complicadísimo.
– Se trata de un simple contraste de opinión a propósito de unas antiguas autopsias.
– En este momento no damos abasto de trabajo -dijo Curt.
– ¿De quién son las autopsias? -preguntó Gates.
– No las he recibido aún. Las hacen en Glasgow y Nairn, pero si vosotros las solicitáis activarían el envío.
– ¿No lo decía yo? -exclamó Gates mirando a los otros tres interlocutores.
– John, nos ocupan mucho tiempo las clases de la universidad -terció Curt-. Hay más estudiantes, más materias y pocos profesores.
– Sí, ya sé que… -comenzó a decir Rebus.
Gates alzó su fajín y señaló el busca que llevaba en la cintura.
– Incluso ahora mismo podemos recibir aviso de que hay un cadáver para examinar.
– Me da la impresión de que no los convences -dijo Leary riendo.
Rebus miró a Gates fijamente.
– Hablo en serio -insistió.
– Y yo. La primera noche libre que tengo desde hace siglos y tú vienes a pedirme uno de tus famosos «favores».
Rebus pensó que era inútil insistir si Gates no estaba de humor; quizás había tenido un mal día en el trabajo. Era algo humano.
Devlin carraspeó.
– Quizá yo podría…
– Ahí tienes, John -dijo Leary dando unas palmadas en la espalda del profesor-Una víctima propiciatoria.
– Sé que llevo varios años jubilado, pero no creo que hayan cambiado mucho teoría y práctica.
Rebus lo miró.
– Bueno, la verdad es que el caso más reciente es de 1982.
– Donald aún le daba al escalpelo en 1982 -dijo Gates, y Devlin asintió despacio con la cabeza.
A Rebus no acababa de satisfacerle aquella solución porque él quería alguien con influencia como Gates.
– Se aprueba la moción -dijo Curt decidiendo por él.
Siobhan Clarke estaba en su casa viendo la televisión. Había intentado hacerse una cena decente, pero lo había dejado a medias al poco de empezar a cortar los pimientos rojos; optó por guardarlo todo en la nevera y calentarse algo preparado del congelador. Allí estaba el envase vacío, en el suelo, delante del sofá, donde reflexionaba sentada sobre las piernas y la cabeza apoyada en un brazo. Tenía el portátil en la mesita, pero había desconectado el móvil porque no pensaba que Programador volviera a llamar. Cogió el bloc y miró la clave. Había gastado hojas y hojas combinando posibles anagramas y significados. Seven fins high is king… y las alusiones a la reina y «el busto». A ella le sonaba a juego de naipes, pero el manual de juegos de naipes que había sacado de la Biblioteca Central no le había servido de nada. Se estaba planteando si no convendría darle otro repaso, cuando sonó el teléfono.
– Diga.
– Soy Grant.
Siobhan bajó el volumen de la tele.
– ¿Qué sucede?
– Creo que a lo mejor tengo la solución.
– Cuál es -dijo ella balanceándose para apoyar los pies en el suelo.
– Prefiero enseñártela.
Se oía mucho ruido de fondo en la comunicación y Siobhan se puso en pie.
– ¿Me hablas desde el móvil? -preguntó.
– Sí.
– ¿Dónde estás?
– Enfrente de tu casa.
Siobhan se acercó a la ventana y vio el Alfa de Grant en medio de la calle. Sonrió.
– Aparca. Mi timbre es el segundo por arriba.
Cuando acababa de llevar a la cocina los platos sucios sonó el portero automático. Comprobó que era Hood y pulsó la tecla para abrirle. Estaba esperándolo con la puerta abierta cuando él salvó los últimos peldaños.
– Perdona que sea tan tarde -dijo- pero no podía aguantármelo.
– ¿Quieres café? -preguntó ella cerrando la puerta.
– Sí, gracias; con dos terrones de azúcar.
Llevaron los cafés al cuarto de estar.
– Bonito piso. Me gusta -dijo él.
Se sentó junto a ella en el sofá y puso la taza en la mesita, luego sacó del bolsillo un plano de Londres.
– ¿Londres? -preguntó ella.
– He repasado todos los reyes posibles de la Historia y todo lo relacionado con la palabra «king» -explicó alzando la guía en cuya cubierta aparecía un mapa del metro de Londres.
– ¿La estación de King's Cross? -aventuró ella.
Él asintió con la cabeza.
– Mira.
Ella cogió la guía. Notó que Grant estaba nervioso.
– Seven fins high is king -dijo él.
– ¿Y tú crees que se refiere a King's Cross?
Grant se arrimó y señaló con el dedo la línea azul que cruzaba la estación.
– ¿No ves? -preguntó.
– No -respondió ella muy seria-. Explícamelo.
– Una parada más al norte de King's Cross.
– Highbury Islington.
– Una más.
– Finsbury Park… Seven Sisters.
– Ahora hacia atrás -dijo él casi saltando de impaciencia.
– No vayas a orinarte -replicó ella mirando el plano-. Seven Sisters… Finsbury Park… Highbury & Islington… King's Cross. -En aquel momento lo entendió y miró a Grant-. Enhorabuena -dijo.
Grant se inclinó y le dio un apretón del que ella se zafó. A continuación, él se levantó y dio una palmada.
– No podía creérmelo -explicó-. De pronto me vino la idea y dije: «Es la línea Victoria».
Ella asintió con la cabeza; efectivamente, se trataba de un tramo del metro de Londres.
– Pero ¿qué significa? -preguntó.
Él volvió a sentarse y se inclinó con los codos apoyados en las rodillas.
– Eso es lo que tenemos que averiguar.
Ella se apartó un poco de él y cogió el bloc y leyó.
– «La reina come delante del busto» -dijo mirándolo, pero él se encogió de hombros.
– ¿Habrá que encontrar la solución en Londres?
– No lo sé -respondió él-. ¿En el palacio de Buckingham? ¿En Queen's Park? Podría ser Londres -añadió encogiéndose de hombros.
– ¿Qué significan esas estaciones de metro?
– Todas ellas están en la línea Victoria -respondió él.
Se miraron el uno al otro.
– La reina Victoria -dijeron al unísono.
Siobhan tenía una guía de Londres comprada para un fallido fin de semana. Tardó un rato en encontrarla mientras Grant ponía en marcha el ordenador para iniciar una búsqueda en Internet.
– Podría ser el nombre de un pub -aventuró.
– Sí -dijo ella leyendo-. O el museo Victoria & Albert.
– O la estación Victoria, que también está en la misma línea y en donde hay asimismo una estación de autobuses con la peor cafetería de Inglaterra.
– ¿Hablas por experiencia?
– Fui algunos fines de semana en autobús en mis tiempos de estudiante y no me gustó -respondió pasando unas líneas de texto en la pantalla.
– ¿No te gustó el autobús o Londres?
– Ninguna de las dos cosas. Eso de bust ¿qué será?
– Lo más probable es que sea una escultura -dijo ella-. Quizás en Queen Victoria con un restaurante enfrente.
Trabajaron en silencio un buen rato hasta que a Siobhan comenzaron a escocerle los ojos y se levantó a hacer más café.
– Dos terrones -pidió Grant.
– Lo sé -dijo ella mirándolo inclinado sobre el ordenador moviendo una rodilla de arriba abajo. Quería pedirle disculpas por haber esquivado el apretón, para que no se lo tomara a mal, pero sabía que ya no venía al caso.
Cuando volvió con las dos tazas le preguntó si había encontrado algo.
– Sitios turísticos -respondió él cogiendo el café y dándole las gracias.
– ¿Por qué tiene que ser Londres? -preguntó ella.
– ¿Por qué lo dices? -dijo él, sin dejar de ver la pantalla.
– Por si fuera en algún lugar más cercano.
– Quizá Programador viva en Londres, pero no lo sabemos.
– Es verdad.
– ¿Y quién dice que Flip Balfour fuera la única que jugaba a este juego? Para mí que debe haber, o ha habido, algún sitio en la red en el que se pueda entrar si quieres participar en el juego. No todos los jugadores van a vivir en Escocia.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Yo no sé si Flip sería lo bastante inteligente para dar con la clave -dijo.
– Claro que sí. Si no, no habría llegado al siguiente nivel.
– Pero a lo mejor éste es otro juego -alegó ella, y él la miró-. A lo mejor, éste es un juego sólo para nosotros.
– Ya se lo preguntaré a ese cabrón si logro dar con él.
Media hora más tarde, Grant consultaba una lista de restaurantes de Londres.
– No puedes hacerte una idea de la cantidad de calles y avenidas Victoria que hay en esta maldita ciudad, y en la mitad de ellas hay un restaurante con ese mismo nombre.
Se recostó en el sofá y estiró la espalda como si estuviera exhausto.
– Y eso que no hemos mirado los pubes -dijo Siobhan apartándose el pelo de la frente-. Además…
– ¿Qué?
– La primera parte de la clave la has acertado estupendamente, pero ahora estamos colgados mirando listas. ¿Es que él espera que vayamos a Londres y recorramos todos los cafés y puestos de patatas fritas buscando un busto de la reina Victoria?
– Por mí, que espere sentado -dijo Grant en tono despectivo.
Siobhan miró el libro de juegos de naipes. Había estado un par de horas consultándolo sin encontrar nada útil después de haberlo conseguido justo cinco minutos antes de que cerraran la biblioteca, gracias a dejar el coche mal aparcado en Victoria Street arriesgándose a una multa…
– ¿Victoria Street? -pensó en voz alta.
– Sí, pero ¿cuál? Hay docenas.
– Pero algunas están en Edimburgo.
– Sí, claro -añadió él mirándola.
Grant bajó a coger del coche el atlas del servicio de cartografía de Escocia este y central, lo abrió por el índice y pasó el dedo por la lista.
– Parque Victoria…; hay un Hospital Victoria en Kirkcaldy y, en Edimburgo, dos calles -dijo mirándola-. ¿Tú qué crees?
– Creo que en Victoria Street hay un par de restaurantes.
– ¿Y estatuas?
– Afuera no.
Grant miró el reloj.
– Ya no estarán abiertos, ¿verdad?
Siobhan negó con la cabeza.
– Es lo primero que haremos mañana -dijo-. El desayuno lo pago yo.
Rebus y Jean estaban en el salón Palm Court. Ella tomaba un vodka y él un Macallan de diez años. El camarero había dejado en la mesa una jarrita de agua, pero Rebus no la había tocado. Hacía años que no había entrado en el Hotel Balmoral, que en sus tiempos se llamaba North British y que desde entonces había cambiado un poco. Pero Jean no parecía muy interesada por el lugar, y menos después de lo que él le había contado.
– ¿Así que es posible que se trate de asesinatos? -preguntó Jean Burchill.
Las luces del local eran discretas y un pianista animaba el ambiente con melodías que Rebus recordaba, aunque dudaba de que Jean reconociese alguna.
– Es posible -dijo.
– ¿Y lo basa todo en esas muñecas?
Sus miradas se cruzaron y él asintió con la cabeza.
– Tal vez me exceda, pero requiere investigación -contestó Rebus.
– ¿Y por dónde piensa empezar?
– Tienen que enviarnos los informes del primer caso. -Hizo una pausa al advertir que ella tenía bañados los ojos en lágrimas-. ¿Qué sucede?
Ella sorbió por la nariz y buscó un pañuelo en el bolso.
– Es que… pensar que he tenido guardados tanto tiempo esos recortes de prensa… Si se los hubiera dado antes a la policía…
– Jean -dijo él cogiéndole la mano-, ustedes simplemente tenían unas noticias sobre el hallazgo de unas muñecas en ataúdes.
– Sí, claro.
– Es ahora cuando tal vez pueda ayudarnos.
Jean no encontraba el pañuelo y cogió la servilleta de papel para enjugarse los ojos.
– ¿De qué modo? -preguntó.
– Este asunto se remonta al año 1972. Me interesa saber si en aquella época hubo alguien que mostrara interés por las piezas de Arthur's Seat. ¿Podría usted averiguarlo?
– Por supuesto.
– Gracias -dijo Rebus dándole otro apretón en la mano.
Ella le dirigió una sonrisa desmayada, cogió su vodka y lo apuró dejando sólo el hielo.
– ¿Quiere otro? -preguntó Rebus.
Ella negó con la cabeza y miró el local.
– Me da la impresión de que no es ésta la clase de bar que a usted le agrada -dijo.
– ¿Ah, sí? ¿Qué tipo de bares cree que me gustan?
– Yo creo que se encontraría más a gusto en un bar más pequeño, lleno de humo y de hombres amargados.
Le sonreía y él asintió con la cabeza.
– Es usted muy perspicaz -dijo.
Ella volvió a echar una mirada al salón y su sonrisa se desvaneció.
– Estuve aquí hace una semana, y lo pasamos tan bien… Parece que hubiera transcurrido mucho más tiempo.
– ¿Qué celebraban?
– El ascenso de Gill. ¿Cree usted que lo hace bien?
– Gill es Gill y sabrá arreglárselas. -Hizo una pausa-. Por cierto, ¿sigue molestándola ese periodista?
– Es muy insistente -respondió ella con una leve sonrisa-. Quiere saber de qué más hablé en casa de Bev Dodds. -Ya se había sobrepuesto-. Tengo que volver; seguramente encontraré taxi…
– Le prometí acompañarla a casa -dijo Rebus, haciendo una señal a la camarera para que le cobrase.
Tenía el coche aparcado en el puente North. Soplaba un viento frío y Jean se detuvo a contemplar la vista del monumento a Walter Scott, el castillo y el parque Ramsay.
– Esta ciudad es preciosa -dijo.
Rebus no podía negarlo, aunque ahora apenas la veía, pues Edimburgo ya no era para él más que un estado mental, una trama de ideas delictivas y bajos instintos. Le gustaba su tamaño mediano y le gustaban los bares, pero su apariencia externa había dejado de impresionarle hacía mucho tiempo. Jean se arropó con el abrigo.
– Cada rincón conserva algo, trozos de historia -explicó mirándolo, y él asintió con la cabeza, pero pensaba en los suicidios en que había intervenido y en las personas que se lanzaban desde el puente North, quizá por no llegar a ver la ciudad de la que ella hablaba.
– No me cansaría de contemplar esta vista -añadió Jean cuando volvían al coche.
Él asintió otra vez con la cabeza por no decepcionarla, pues para Rebus el puente no era para contemplar panorámicas sino el escenario preparado para una muerte.
Cuando arrancó, ella le pidió que pusiera música; Rebus conectó el casete y el coche se llenó con un estallido de En busca de espacio, de Hawkwind.
– Lo siento -dijo expulsando la cinta, mientras ella buscaba en la guantera entre las cintas de Hendrix, Cream y Rolling Stones-. Seguramente no es la música que le gusta.
– ¿No tiene Electric Ladyland por casualidad? -preguntó ella cogiendo una cinta de Hendrix.
Rebus la miró y sonrió.
Hendrix fue la música de fondo durante el camino hasta Portobello.
– ¿Por qué se hizo policía? -preguntó ella repentinamente.
– ¿Tan extraña es la profesión?
– Eso no es una respuesta.
– Cierto -dijo él mirándola y sonriendo; ella asintió con un gesto sin insistir, concentrándose en la música.
Portobello era el último lugar al que Rebus habría pensado en mudarse cuando dejara Arden Street. Tenía playa y una calle principal con tiendas. En su momento había sido un lugar estupendo, zona de asueto de la burguesía para bañarse y disfrutar de la brisa marina y, aunque ya no era tan elegante, el mercado de la vivienda iba imponiendo allí la rehabilitación; los que no podían permitirse una casa en el centro de Edimburgo se trasladaban a «Porty», donde aún quedaban enormes casas georgianas, aunque sin el prestigio propio. La casa de Jean estaba en una bocacalle próxima al paseo marítimo.
– ¿Es suya? -preguntó Rebus mirando la casa a través del parabrisas.
– La compré hace años, cuando Portobello no estaba tan de moda. -Hizo una pausa, indecisa-. ¿Quiere subir hoy a tomar café?
Sus miradas se cruzaron. La de Rebus interrogante y la de ella vacilante, hasta que ambos esbozaron una sonrisa.
– Encantado -contestó.
En el momento en que quitaba la llave de contacto sonó el móvil.
– Pensé que querría saberlo -dijo Donald Devlin con voz temblorosa.
Rebus asintió con la cabeza. Estaban tras la impresionante puerta del Colegio de Médicos; en la planta de arriba había grupos hablando en un susurro, y en la calle aguardaba un furgón del depósito de cadáveres junto a un coche de policía con ráfagas intermitentes que bañaban del azul de las luces giratorias la fachada del edificio.
– ¿Cómo fue? -preguntó Rebus.
– Un ataque cardíaco, al parecer. Estaba con un grupo junto a la barandilla tomándose un coñac después de la cena -añadió Devlin señalando hacia arriba- y de pronto empalideció, se apoyó en el pasamanos y todos pensaron que era para vomitar, pero el peso lo venció y cayó abajo.
Rebus miró el suelo de mármol, con leves restos de sangre. Siguieron fumando y hablando sobre el trágico acontecimiento. Cuando Rebus levantó la vista para mirar otra vez a Devlin, le pareció que el anciano lo examinaba como si fuera un espécimen en un frasco de formol.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el profesor. Rebus asintió con la cabeza-. Tengo entendido que eran ustedes muy amigos…
Rebus no contestó. Sandy Gates se les acercó enjugándose la cara con algo parecido a una servilleta del banquete.
– Ha sido terrible -dijo-. Seguramente habrá que hacer la autopsia.
En ese momento sacaban el cadáver en una bolsa de plástico cubierta con una manta. Rebus resistió la tentación de hacerlos detenerse para abrir la cremallera. No, que el último recuerdo de Conor Leary fuese el de un hombre animado tomando una copa con él.
– La disertación fue extraordinaria -explicó Devlin-. Fue una especie de historia completa sobre el cuerpo humano. Desde el concepto de sacramento hasta el de Jack el Destripador como arúspice.
– ¿Aru…, qué?
– El que lee el destino en entrañas de animales.
Gates eructó.
– Yo, la mitad no la entendí -dijo.
– Y la otra mitad te dormiste, Sandy -añadió Devlin con una sonrisa-. Hizo una exposición exhaustiva sin tener que leer ni una nota -explicó admirado volviendo a alzar la vista al primer piso-. La caída del Hombre fue el punto de partida de la charla -precisó buscando un pañuelo en el bolsillo.
– Tenga -dijo Gates tendiéndole la servilleta.
Devlin se sonó ruidosamente.
– La caída del Hombre, y luego él mismo cayó -insistió Devlin-. Quizá tuviese razón Stevenson.
– ¿En qué?
– En calificar a Edimburgo como «ciudad de precipicios». Quizás el vértigo sea intrínseco al lugar…
Rebus comprendió lo que Devlin quería decir. Ciudad de precipicios… por los que sus habitantes caían lentamente casi sin darse cuenta…
– La cena fue horrible, por otro lado -añadió Gates, como si quisiera decir que habría preferido que Conor Leary hubiese muerto después de un banquete memorable. Indudablemente, se dijo Rebus, el propio Conor habría pensado lo mismo.
En la calle, Rebus se unió al doctor Curt, que estaba fumando.
– Te telefoneé -dijo Curt-, pero ya te habías marchado de la comisaría.
– Fue el profesor Devlin quien logró finalmente comunicarse conmigo.
– Sí, eso ha dicho. Creo que se percató del vínculo que había entre vosotros dos.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– Había estado muy enfermo, ya sabes -prosiguió Curt en aquel tonillo neutro como de quien dicta algo-. Esta noche estuvo hablándonos de ti.
Rebus carraspeó.
– ¿Qué dijo?
– Que a veces eras como una penitencia para él. Pero lo dijo riendo -añadió Curt sacudiendo la ceniza del cigarrillo, al tiempo que un latigazo azul cruzaba su rostro.
– Era un buen amigo -reconoció Rebus. «Y yo le abandoné», pensó.
Había tantas amistades a las que había dejado por preferir la compañía del sillón junto a la ventana en el cuarto de estar a oscuras… Las personas con las que había intimado en otros tiempos compartían todas una tendencia a sufrir accidentes, a morir incluso. Pero no era eso; no era eso. Pensó en Jean y en si podían llegar a algo. ¿Estaba dispuesto a compartir su vida con alguien? ¿Estaba preparado para dejarla entrar en sus secretos, en su oscuridad? No estaba seguro. Aquellas conversaciones con Conor Leary habían sido como confesiones en las que probablemente había revelado al sacerdote cosas sobre sí mismo que no había contado a nadie, ni siquiera a su esposa, o a su hija, ni a sus amantes. Había muerto, para ir al cielo quizás, aunque a dar guerra, eso sí, polemizando con los ángeles y en busca de una Guinness y de un buen razonamiento.
– ¿Te encuentras bien, John? -preguntó Curt estirando el brazo y tocándole el hombro.
Rebus negó despacio con la cabeza cerrando los ojos. Curt no entendió lo que decía y tuvo que repetírselo:
– No creo que exista el cielo.
Eso era lo terrible. Esta vida era lo único que había. Después, nada. Ninguna posibilidad de borrón y cuenta nueva.
– Vamos, vamos -dijo Curt, incómodo a ojos vistas en su papel poco habitual de consolador, tocándole con una mano más acostumbrada a extraer vísceras en las disecciones-. Se te pasará.
– ¿Sí? -replicó Rebus-. Entonces, no hay justicia en este mundo.
– De eso sabes tú más que yo.
– Ah, desde luego -dijo Rebus respirando hondo y expulsando el aire. Sentía el sudor enfriándosele bajo la camisa-. Se me pasará -añadió en voz baja.
– Claro que sí -asintió Curt apurando el cigarrillo y aplastándolo en el césped con el talón-. Como dijo Conor, aunque se rumoree lo contrario, estás de parte de los ángeles. Lo quieras o no -añadió quitándole la mano del hombro.
Devlin llegó presuroso hacia ellos.
– ¿Les parece que debo llamar un taxi?
– ¿Qué dice Sandy? -preguntó Curt mirándolo.
Devlin se quitó las gafas y las limpió meticulosamente.
– Me ha dicho que no me pase de «pragmático» -respondió volviendo a ponerse las gafas.
– Yo tengo el coche -dijo Rebus.
– ¿Se encuentra bien para conducir? -preguntó Devlin.
– ¡No es mi padre quien ha muerto! -vociferó Rebus, pero se disculpó inmediatamente por el exabrupto.
– Todos tenemos nuestro momento emocional -dijo Devlin quitándole importancia.
Se quitó las gafas y volvió a limpiarlas como si el mundo no acabara de estar lo bastante nítido para sus ojos.