– Dios, qué fuerte sonaba -dijo Rebus.
Cuando salieron del Playhouse ya era de noche.
– No vas mucho a conciertos, ¿verdad? -preguntó Jean, a quien también le zumbaban los oídos, consciente de que, además, hablaba demasiado alto para compensar.
– Hace tiempo que no -contestó él.
Había sido un concierto multitudinario con público de todas las edades: quinceañeros, viejos punkis y hasta personas de la edad de Rebus, tal vez incluso un par de años mayores. Reed interpretó muchas canciones nuevas que Rebus no conocía, sin excluir algunas de las clásicas. Rebus recordaba que la última vez que había estado en el Playhouse debía de ser seguramente en un concierto de UB40, por la época en que sacaron su segundo disco. No quería saber ni cuánto tiempo hacía.
– ¿Vamos a tomar algo? -sugirió Jean.
Habían estado bebiendo aquí y allá desde mediodía: vino en la comida, luego una copa rápida en el Oxford y, tras un buen paseo por Dean Village hasta Leith, parándose a ratos para sentarse en un banco y charlar, en el pub The Shore se habían tomado otras dos pensando en cenar pronto, pero el almuerzo en el Café Saint Honoré los había dejado llenos.
Después de regresar por Leith Walk hasta el Playhouse, como era temprano entraron en Conan Doyle a tomarse otra y luego una más en el bar del Playhouse.
Sin saber por qué, Rebus dijo:
– Pensaba que tú rehuías la bebida.
Se arrepintió inmediatamente de haberlo dicho, pero Jean se encogió de hombros.
– ¿Lo dices por lo de Bill? No tiene nada que ver. Bueno, seguramente en muchos casos sí, porque hay quien se vuelve alcohólico o no toma nunca más una gota en su vida. Pero la culpa no la tiene la bebida sino la persona que bebe. Yo no dejé de beber durante todo el tiempo en que Bill tuvo ese problema, y nunca le sermoneé; después, tampoco dejé de beber porque para mí no es una cosa imprescindible. -Hizo una pausa-. ¿Y en tu caso?
– ¿En mi caso? -repitió Rebus encogiéndose de hombros-. Yo bebo para ser sociable.
– ¿Y cuando te empieza a hacer efecto?
Se echaron a reír y dejaron de hablar del tema. Siendo sábado y más de las once de la noche, la calle estaba llena de alborotadores borrachos.
– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.
Rebus consultó el reloj pensativo. Había muchos bares que se le ocurrían, pero no a los que apeteciera ir con ella.
– ¿Qué tal un poco más de música?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Qué clase de música?
– Música acústica. Pero tendremos que estar de pie.
– ¿Está camino de tu piso? -preguntó ella pensativa.
Él asintió con la cabeza.
– Es un local un poco cutre…
– Lo conozco -dijo ella mirándolo a los ojos-. Bueno…, ¿me lo vas a preguntar?
– ¿Si quieres quedarte esta noche?
– Quiero que me lo pidas.
– No tengo más que un colchón en el suelo.
Ella se echó a reír y le apretó la mano.
– ¿Es que lo haces aposta?
– ¿Qué?
– Tratar de disuadirme.
– No es que… -Se encogió de hombros-. No quiero que tú…
– No te preocupes -lo interrumpió ella con un beso.
– ¿Sigue en pie lo de la copa? -preguntó Rebus subiéndole la mano por el brazo hasta apoyarla en su hombro.
– Creo que sí. ¿Está muy lejos?
– Cerca de los puentes. Es un pub que se llama Royal Oak.
– Bien, vamos.
Caminaron cogidos de la mano. Rebus trataba de vencer la sensación de incomodidad y miraba a los que pasaban a su lado por si se tropezaban con algún conocido, un colega o cualquier delincuente. No sabía realmente qué le habría molestado más.
– ¿Nunca te relajas? -preguntó Jean.
– Pensaba que lo simulaba bastante bien.
– Ya advertí en el concierto que parte de tu ser estaba ausente.
– Es deformación profesional.
– Yo creo que no. Gill sabe desconectarse, y me imagino que la mayoría de tus colegas también.
– Quizá no tanto como tú piensas -replicó acordándose de Siobhan e imaginándosela sentada en casa frente al portátil; de Ellen Wylie reconcomiéndose en solitario; o de Grant Hood con la cama llena de papeles, aprendiéndose nombres de memoria. Watson, ¿qué haría? ¿Estaría pasando una bayeta húmeda por superficies impecables? Sí, desde luego, había quienes como Hi-Ho Silvers o Joe Dickie apenas llegaban a conectarse cuando entraban a trabajar y no se preocupaban por desconectarse al concluir la jornada. Otros, como Bill Pryde y Bobby Hogan, trabajaban con ganas pero olvidaban el trabajo al salir del departamento y operaban el milagro de separar vida privada y profesión.
En cuanto a él, lo había supeditado todo desde hacía tiempo al trabajo porque eso le evitaba tener que afrontar las amarguras de la vida conyugal.
Jean lo sacó de su ensimismamiento con una pregunta.
– ¿Hay de camino alguna tienda que esté abierta las veinticuatro horas?
– Más de una. ¿Por qué?
– Por el desayuno. No sé por qué pienso que tu nevera no será precisamente la cueva de Aladino.
El lunes por la mañana, Ellen Wylie volvió a su mesa de la comisaría de Torphichen Street, que en el cuerpo era conocida como «West End». Pensaba que trabajaría mejor allí, que era más espacioso. Sus compañeros estaban ocupados con un par de puñaladas del fin de semana, un atraco, tres rencillas domésticas y un incendio provocado. Al pasar junto a ellos le preguntaron por el caso Balfour, pero a ella lo que la inquietaba era la llegada de Reynolds y Shug Davidson, que formaban una especie de binomio, por si comentaban algo sobre su actuación en la tele, pero no lo hicieron. Tal vez se compadecieran de su aflicción o, más probablemente, su silencio era como una solidaridad, porque aun en una ciudad tan pequeña como Edimburgo existía rivalidad entre comisarías, y si la agente Wylie resultaba perjudicada por la investigación del caso Balfour, aquello repercutía sobre West End.
– ¿De vuelta a la base? -preguntó Shug Davidson.
Ella negó con la cabeza.
– Estoy siguiendo una pista y aquí trabajo mejor.
– Ah, pero así te marginas de la caza espectacular.
– ¿De qué?
– De la foto de la fama, del intríngulis indagatorio, del centro de la acción -contestó él sonriendo.
– Con estar en el centro de West End me basta -replicó ella.
Davidson le dirigió un guiño aprobatorio, Reynolds la obsequió con un aplauso y ella sonrió: estaba con los suyos.
En todo el fin de semana no había dejado de darle vueltas al hecho de que la habían excluido, quitándole el puesto de enlace de prensa para condenarla a esa zona crepuscular en que trabajaba el inspector Rebus, asignándole además como castigo el antiguo suicidio de un turista. Nuevo agravio.
Por eso había decidido que, si ellos no la querían, ella tampoco tenía ninguna necesidad de ellos. En West End era bienvenida. Tenía en su mesa los mensajes que había recogido al entrar; una mesa para ella sola y no una compartida con diez personas con un teléfono que no dejaba de sonar; y tampoco había ningún Bill Pryde que pasase por su lado como una exhalación, con la carpeta sujetapapeles y su chicle antinicotina. Allí se sentía a gusto y podía llegar tranquilamente a la conclusión de que le habían encomendado una tontería.
Sólo le faltaba probarlo a plena satisfacción de Gill Templer. No había parado: telefoneó a la comisaría de Fort William y habló con un sargento muy atento llamado Donald Maclay que recordaba bien el caso.
– El cadáver apareció en la ladera del Ben Dorchory, donde llevaba un par de meses porque es un paraje apartado. Gracias a que pasó un campesino por allí, porque si no habría podido estarse años. Con arreglo al reglamento, no encontramos nada que permitiera la identificación y en los bolsillos no llevaba nada.
– ¿Ni siquiera algún dinero?
– Nada. Las etiquetas de la ropa eran anodinas. Preguntamos en hoteles, pensiones, etcétera, y comprobamos la lista de personas desaparecidas.
– ¿Y el revólver?
– ¿El revólver?
– ¿Había huellas?
– ¿Después de tanto tiempo? No.
– Pero ¿lo comprobaron?
– Ah, claro.
Wylie anotaba con abreviaturas casi todos los hechos.
– ¿Y restos de pólvora?
– ¿Cómo dice?
– Si había restos de pólvora en la piel. Fue un disparo en la cabeza, ¿no?
– Exacto. El forense no encontró quemaduras ni restos en el cuero cabelludo.
– ¿No es algo extraño?
– No, cuando alguien se ha volado media cabeza y ha habido intervención de las alimañas.
– Ya -dijo Wylie concluyendo sus anotaciones.
– Tenga en cuenta que más que un cadáver era un espantapájaros. Tenía la piel apergaminada y en esa colina sopla un viento del demonio.
– ¿No lo catalogaron como un caso de muerte sospechosa?
– Nosotros actuamos en concordancia con los hallazgos de la autopsia.
– ¿Podría enviarme el expediente?
– Si me lo pide por escrito, desde luego.
– Gracias -dijo ella tamborileando con el bolígrafo en la mesa-. ¿A qué distancia estaba el revólver?
– A unos siete metros.
– ¿Creen que lo separaría algún animal?
– Si. O bien que fue un efecto del rebufo. Se acerca el arma a la cabeza, se aprieta el gatillo y se produce un fuerte retroceso, ¿comprende?
– Sí, claro. Y después, ¿qué más?
– Al final hicimos una reconstrucción facial y divulgamos el retrato robot.
– ¿Y qué?
– Nada. La verdad es que pensábamos que era mucho mayor…, de más de cuarenta años, y ese es el aspecto que se le dio en el retrato robot. Yo no sé cómo se enterarían los alemanes.
– ¿Los padres?
– Exacto. Su hijo había desaparecido hacía un año o más. Recibimos una llamada de Munich y nos pareció raro, pero ellos se presentaron en la comisaría con un intérprete. Les mostramos la ropa y reconocieron un par de cosas…: la chaqueta y el reloj de pulsera.
– Me da la impresión de que no está muy convencido.
– Pues mire, de verdad que no. Ellos habían buscado desesperadamente más de un año. La chaqueta, por ejemplo, era una prenda verde lisa, sin nada de particular, y el reloj también.
– ¿Cree que llegaron a autoconvencerse por el simple hecho de que querían creerlo?
– Sí, querían que fuese él, pero su hijo apenas tenía veinte años… y los especialistas dijeron que aquellos restos eran de una persona con el doble de edad. Luego, intervino la maldita prensa y publicaron la historia.
– ¿Cómo surgió el tema de la brujería?
– Un momento, por favor.
Wylie oyó que Maclay dejaba el auricular en la mesa y daba instrucciones a alguien: «Después de las langosteras está ese cobertizo que utiliza Aly cuando alquila la barca…». Se imaginó que Fort William sería un tranquilo pueblo costero con islas en lontananza, pescadores, turistas, gaviotas en el cielo y olor a algas marinas.
– Perdone la interrupción -dijo Maclay.
– ¿Tienen mucho trabajo?
– Oh, aquí no paramos -contestó él riendo, y Wylie sintió deseos de estar allí para poder después de la charla dar un paseo por el puerto y ver las langosteras…-. ¿Dónde estábamos?
– En lo de la brujería.
– Nosotros nos enteramos cuando lo publicaron los periódicos. Debió de ser que los padres hablaron con algún periodista.
Wylie alzó la fotocopia que tenía en la mesa. El titular decía: «EL REVÓLVER MISTERIOSO. ¿MUERTO EN LAS MONTAÑAS por un juego de rol?», y lo firmaba Steve Holly.
Jürgen Becker era un joven de veinte años que vivía con sus padres en las afueras de Hamburgo, donde estudiaba psicología en la universidad; le encantaban los juegos de rol y formaba parte de un equipo que participaba en un campeonato entre universidades a través de Internet. Sus compañeros dijeron que la semana anterior a la desaparición lo habían notado «inquieto y preocupado». Aquella última vez salió de casa con una mochila, dentro de la cual, según sus padres, llevaba el pasaporte, unas mudas, la cámara fotográfica y un reproductor portátil de discos compactos con unos cuantos discos.
Los padres eran profesionales: arquitecto el padre y profesora la madre, y ambos habían abandonado su trabajo para emprender la búsqueda del hijo. El artículo concluía con un párrafo en negrita: «Ahora, los afligidos padres saben que han encontrado a su hijo, pero no por ello se ha resuelto el misterio. ¿Cómo fue Jürgen a morir en una montaña solitaria de Escocia? ¿Quién lo acompañaba? ¿De quién era el arma y quién apretó el gatillo que acabó con la vida del joven estudiante?».
– ¿No apareció la mochila con las pertenencias? -preguntó Wylie.
– No. Pero si no era el estudiante, es lógico.
– Muchas gracias por la información, sargento Maclay -dijo ella sonriendo.
– Mándeme la solicitud por escrito y tendrá todos los detalles.
– Gracias, así lo haré. -Hizo una pausa-. En Investigación Criminal de Edimburgo hay un Maclay en la comisaría de Craigmillar…
– Sí, somos primos. Sólo nos hemos visto en un par de bodas y en los entierros. Craigmillar es el barrio de los ricos, ¿no?
– ¿Eso es lo que le dijo él?
– ¿Es un cuento chino?
– Si viene por aquí, usted mismo podrá comprobarlo.
Wylie se echó a reír al colgar y tuvo que explicarle por qué a Shug Davidson, quien se acercó a su mesa. La sala de Investigación Criminal no era muy grande; había cuatro mesas y unas puertas que daban paso a trasteros en donde guardaban los archivos de los casos cerrados. Davidson cogió el artículo fotocopiado y lo leyó.
– Para mí, que es una historia inventada por Holly -opinó Davidson.
– ¿Tú lo conoces?
– He tenido un par de enfrentamientos con él. Es único exagerando historias.
Wylie cogió el artículo. Era evidente; todo aquello de juegos raros y de rol resultaba un tanto ambiguo y era un texto lleno de condicionales: «podría», «habría ido», «si, tal como se cree…».
– Tengo que hablar con él -dijo cogiendo de nuevo el teléfono-. ¿Sabes su número?
– No, pero puedes encontrarlo en la delegación que tiene en Edimburgo su periódico -contestó Davidson volviendo a su mesa-. Está en las páginas amarillas, en «Leproserías».
Steve Holly iba camino del trabajo cuando sonó su móvil. Vivía en la ciudad nueva, apenas tres calles más allá de lo que en un reciente artículo él había calificado de «el trágico piso de la muerte». Cierto que su vivienda no tenía comparación con la de Flip Balfour, pues era el último piso de una casa vieja de las pocas sin rehabilitar que quedaban en la ciudad nueva; y su calle no era tan distinguida, pero su piso se había revalorizado mucho en los cuatro años que llevaba en el barrio. Era una zona que en principio no estaba a su alcance, pero él comenzó a hojear necrológicas en los periódicos y vio una dirección de la ciudad nueva; dirigió una breve carta al propietario con el membrete de «urgente», presentándose como una persona nacida y criada en la citada calle cuyos padres se habían trasladado a otro sitio donde no habían tenido suerte. Ahora que ellos habían muerto, él anhelaba regresar a aquella calle de la que tan gratos recuerdos conservaba, por lo que rogaba al dueño que tuviera en cuenta para la venta del piso…
La artimaña le dio resultado porque el piso había quedado libre al morir su anciana ocupante, confinada en él por una parálisis desde hacía diez años, y el pariente más allegado, una sobrina, al leer la carta llamó a Holly aquella misma tarde. Era un piso de tres dormitorios, oscuro y que no olía muy bien, pero Holly vio que podía arreglarlo. Estuvo a punto de tragársele la tierra cuando la sobrina le preguntó en qué número había vivido, pero supo enredarla y, más aún, convencerla para acordar directamente un buen precio prescindiendo de agentes de la propiedad y de abogados.
La sobrina, que vivía en Borders, ignoraba al parecer lo que valía un piso en Edimburgo y hasta le cedió una buena parte de los muebles de la anciana, detalle que Holly le agradeció de corazón, aunque los tiró inmediatamente la primera semana en que ocupó el piso.
Si lo vendía en esos momentos se embolsaría cien mil libras. No estaba nada mal. De hecho, aquella misma mañana había estado pensando en hacer una jugada parecida con los Balfour… Lo malo era que ellos sabían perfectamente lo que valía la vivienda de su hija. Paró el coche en la cuesta de Dundas Street y contestó a la llamada.
– Steve Holly al habla.
– Señor Holly, soy la sargento de policía Wylie, del departamento de Investigación Criminal de Lothian y Borders.
– ¿Wylie? -repitió él pensando-. ¡Ah, sí! ¡La de la magnífica conferencia de prensa! Dígame, sargento Wylie, ¿qué desea?
– Se trata de un caso que cubrió usted hará unos tres años… sobre un estudiante alemán.
– ¿El estudiante con un brazo de siete metros? -inquirió él burlón. Estaba ante una pequeña galería de arte y miró con curiosidad el escaparate; primero los precios y luego los cuadros.
– Sí, eso es.
– No me diga que han capturado al asesino…
– No.
– ¿Qué, entonces?
Wylie dudaba y frunció el entrecejo pensativa.
– Pues que tal vez ha surgido una nueva prueba…
– ¿Qué clase de prueba?
– En este momento, no estoy autorizada…
– Claro, claro. Dígame algo más novedoso. Ustedes siempre quieren cosas a cambio de nada.
– ¿Y ustedes no?
Holly dio la espalda al escaparate a tiempo de ver un Aston verde que arrancaba en el semáforo. No iban muchas personas en él; debía de ser el padre de la difunta.
– ¿Tiene algo que ver con Philippa Balfour? -preguntó Holly.
Se hizo un silencio.
– ¿Cómo dice?
– No es una buena respuesta, sargento Wylie. La última vez que la vi estaba asignada al caso Balfour. ¿Es que de buenas a primeras le encomiendan un caso que ni siquiera es de la competencia de Lothian y Borders?
– Oiga…
– Supongo que no estará autorizada a…, ¿verdad? Yo, por el contrario, puedo decir lo que quiera.
– ¿Igual que hizo inventándose esa historia de la brujería?
– No me la inventé; fueron los padres quienes me la contaron.
– Sí, que le gustaban los juegos de rol, pero no que uno de esos juegos lo llevara a Escocia.
– Fue una especulación basada en las pruebas disponibles.
– Pero no había ninguna evidencia palpable de tal juego, ¿no es cierto?
– Estaba en una montaña de Highlands y, dado todo ese rollo de los mitos celtas…, es el lugar al que acabaría por acudir una persona como Jürgen en busca de quién sabe qué; sólo que allí lo esperaba una pistola.
– Sí, he leído su artículo.
– Ahora alguien lo vincula con el caso Balfour, ¿y usted no piensa explicarme cómo?
– Exacto -respondió Wylie.
– Debió de dolerle -añadió él en tono casi cortés.
– ¿Qué?
– Que le quitaran el puesto de enlace. No fue culpa suya, ¿verdad? A veces somos como salvajes. Tendrían que haberla preparado mejor. Dios, Gill Templer ocupó un siglo ese cargo; debió haberlo previsto más que nadie.
Volvió a hacerse otro silencio.
– Y después se lo dan al agente Grant Hood -añadió Holly con voz más suave-. Un agente ejemplar, que ahora se pasea por ahí creído como él solo. Sí, es indudable que una cosa así tiene que doler. ¿Qué le sucede, sargento Wylie? Pues que está perdida en una montaña de Escocia buscando a ciegas a un periodista, del bando enemigo para más señas, a fin de que la oriente.
Pensó que había colgado, pero en ese momento oyó una especie de suspiro.
«Bravo, Stevie», pensó Holly. «Vivirás algún día en una buena casa, con obras de arte en las paredes que dejen a la gente con la boca abierta.»
– ¿Sargento Wylie?
– ¿Qué?
– Lo siento si la he herido. Mire, quizá podríamos vernos. A lo mejor podría ayudarla, por poco que sea.
– ¿En qué sentido?
– ¿Nos vemos?
– No -replicó ella tajante-. Dígame ahora lo que sea.
– Bien, entonces… -dijo Holly ladeando la cabeza hacia el sol-. Digamos que el asunto que investiga… es confidencial, ¿no? -añadió recobrando aliento-. No, no diga nada. Lo sé perfectamente. Pero pongamos que alguien…, un periodista para ser más exacto, se entera de ello. Los otros querrán saber de dónde ha sacado la noticia y ¿sabe a quién recurrirán en primer lugar?
– ¿A quién?
– Al oficial de enlace, al agente Grant Hood, encargado del contacto con los medios de comunicación. Y si resulta que un determinado periodista, el que ha obtenido la filtración, pues… señala que su fuente de información no estaba a mil kilómetros del oficial de enlace… Lo siento, tal vez le parezca mezquino porque a usted quizá no le guste ver al agente Hood con un manchón en su flamante camisa nueva cuando le eche la bronca Gill Templer. Ya ve, a veces cuando empiezo a pensar en algo llego hasta las últimas consecuencias. ¿Comprende lo que le digo?
– Sí.
– Podíamos vernos. Tengo la mañana libre. Ya le he dicho todo lo que necesita saber sobre ese estudiante pero, de todos modos, podríamos hablar.
Rebus había estado de pie ante la mesa de Wylie medio minuto sin que ella se percatara porque no apartaba la vista de los papeles que tenía delante, aunque él pensaba que no los veía. En ese momento pasó Shug Davidson, que dio una palmada a Rebus en la espalda diciéndole: «Buenos días, John», y Wylie alzó la vista.
– ¿Tan malo ha sido el fin de semana? -preguntó Rebus.
– ¿Qué hace aquí?
– He venido a buscarte, aunque empiezo a dudar de que valga la pena.
Ella comenzó a tranquilizarse, se pasó una mano por el pelo y musitó algo a modo de disculpa.
– ¿Qué, he acertado en que ha sido un mal fin de semana?
– Estaba bien hasta hace diez minutos -dijo Davidson, que volvía a pasar con unos papeles-. ¿Ha sido ese gilipollas de Holly? -añadió deteniéndose.
– No -respondió ella.
– Seguro que sí -añadió Davidson continuando su camino.
– ¿Steve Holly? -preguntó Rebus.
– Tuve que hablar con él -respondió Wylie dando unos golpecitos en el artículo.
Rebus asintió con la cabeza.
– Ve con cuidado, Ellen -dijo.
– Sé cómo tratarlo, no se preocupe.
– Sí, claro -repuso él-. Oye, ¿te apetece hacerme un favor?
– Depende de qué favor.
– Tengo la impresión de que ese estudiante alemán te va a volver loca… ¿Has vuelto a West End por eso?
– He pensado que aquí trabajaría mejor -respondió ella tirando el bolígrafo en la mesa-, pero por lo visto me he equivocado.
– Mira, yo simplemente he venido a darte una tregua. Tengo que hacer un par de interrogatorios y necesito a alguien que me acompañe.
– ¿A quién va a interrogar?
– A David Costello y a su padre.
– ¿Y por qué ha pensado en mí?
– Creo que ya te lo he dicho.
– ¿Por compasión?
Rebus lanzó un profundo suspiro.
– Por Dios, Ellen, a veces eres dura de pelar.
– Tengo una cita a las once y media -dijo ella mirando el reloj.
– Yo también; con el médico. Pero será rápido. -Hizo una pausa-. Oye, si no quieres…
– De acuerdo -aceptó ella alicaída-. Quizá tenga razón.
Aunque ya no podía echarse atrás, Rebus empezaba a dudar. La veía como derrotada y creía saber la razón, pero sabía también que él no podía arreglarlo.
– Estupendo -dijo.
Reynolds y Davidson los miraban desde otra mesa.
– Fíjate, Shug: ¡el Dúo Dinámico! -exclamó Reynolds.
Ellen Wylie se levantó con auténtico esfuerzo de la silla.
La puso al corriente en el coche sin apenas preguntas por parte de ella, que parecía más interesada en mirar el desfile de peatones. Rebus dejó el Saab en el aparcamiento del Hotel Caledonian y se dirigió a recepción con Wylie a remolque.
El «Caley», una institución en Edimburgo, era un monolito de piedra roja al final de Princes Street. Rebus ignoraba qué podía costar allí una habitación; él había cenado una vez en el restaurante con su mujer y una pareja amiga que pasaba la luna de miel en la ciudad, pero la pareja se empeñó en que cargasen la cena a la cuenta de su habitación y nunca supo lo que había costado. Recordaba que fue una noche en que él no dejó de estar preocupado por un caso, deseoso de reanudar la investigación, y que Rhona, al percatarse, lo marginó de la conversación orientándola exclusivamente a recuerdos comunes de sus amigos y ella. Los recién casados se agarraban las manos entre plato y plato, y a veces aun comiendo. Él y Rhona ya eran casi dos extraños porque su matrimonio hacía agua.
– Cómo viven los ricos -dijo a Wylie mientras aguardaban a que la recepcionista llamase a la habitación de Costello.
Rebus había llamado antes al piso de Costello pero, al no contestar nadie, preguntó en comisaría, donde le informaron que el domingo habían llegado sus padres en avión y que David pasaba el día con ellos.
– Nunca lo había visto por dentro -dijo Wylie-. Al fin y al cabo, no es más que un hotel.
– A los de dirección no les gustaría oír eso.
– Pues es la verdad, ¿no cree?
Rebus tenía la impresión de que Wylie hablaba por hablar y su mente estaba en otra parte.
– El señor Costello los aguarda -dijo la recepcionista con una sonrisa, añadiendo el número de habitación e indicándoles dónde estaban los ascensores.
Un botones de elegante uniforme andaba rondando cerca, pero con un vistazo a Rebus se dio cuenta de que a aquellos dos les sobraba. Mientras el ascensor subía suavemente, Rebus trató de ahuyentar de su mente la canción lastimera de Keith Moon Bell-Boy, silbándola.
– ¿Qué silba? -preguntó Wylie.
– Mozart -respondió Rebus, y ella asintió con la cabeza como si hubiera reconocido la melodía.
En realidad, más que habitación era una suite con otra contigua, separadas por una puerta a través de la cual Rebus atisbo a Theresa Costello antes de que su marido fuera a cerrarla. La pieza no era muy amplia: un sofá, un sillón, mesa y televisor, más el dormitorio y un cuarto de baño al fondo del pasillo. Rebus olfateó el jabón y el champú predominantes sobre el olor a cerrado que flota a veces en los cuartos de hotel. En la mesa había una cesta con fruta, de la que David Costello, sentado ante ella, había cogido una manzana. Estaba afeitado, pero tenía el pelo sucio. Su camiseta parecía nueva igual que los vaqueros negros, pero llevaba los cordones de las deportivas sin abrochar, por descuido o expresamente.
Thomas Costello era más bajo de lo que Rebus pensaba y andaba con balanceo de boxeador. Llevaba una camisa malva desabrochada en el cuello y se sujetaba los pantalones con tirantes rosa claro.
– Adelante, adelante; siéntense -dijo señalándoles el sofá.
Pero Rebus lo hizo en el sillón y Wylie permaneció de pie, por lo que a Thomas Costello no le quedó más remedio que ocupar el sofá, donde estiró los brazos sobre el respaldo y acto seguido juntó las manos dando una palmada y exclamó que beberían algo.
– Nosotros no, señor Costello -dijo Rebus.
– ¿Seguro? -añadió Costello mirando a Ellen Wylie, quien se lo confirmó con una inclinación de cabeza.
– Bien -dijo él volviendo a estirar los brazos-. ¿Qué desean?
– Nos perdonará que lo molestemos en tales circunstancias, señor Costello -dijo Rebus mirando a David, que prestaba tan poco interés a la entrevista como Wylie.
– Nos hacemos cargo, inspector. Es su trabajo y todos deseamos que capturen al malnacido que mató a Philippa -dijo Costello cerrando los puños como demostrando que estaba dispuesto a zurrar personalmente al asesino.
Su rostro era casi tan ancho como largo y llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás. Entornaba levemente los ojos y Rebus pensó que usaba lentes de contacto y que lo hacía por temor a perderlas.
– Bien, señor Costello, tenemos que hacer unas preguntas de seguimiento.
– ¿Y no quiere que yo esté delante?
– Ni mucho menos. Puede incluso que usted nos sirva de ayuda.
– Adelante, pues -dijo volviendo bruscamente la cabeza-. ¡David! ¿Escuchas?
David Costello asintió con la cabeza al tiempo que volvía a morder la manzana.
– Usted tiene la palabra, inspector -añadió el padre.
– Bien, quizá convenga empezar con un par de preguntas a David -dijo Rebus sacando despacio del bolsillo su bloc, aunque ya sabía lo que quería plantear y no necesitaba apuntar nada.
Pero la presencia de un bloc a veces hacía milagros y los interrogados daban crédito a lo anotado sobre papel como si se tratara de hechos ciertos y, pensando, además, que sus respuestas iban a quedar por escrito, respondían con mayor cuidado o se ponían nerviosos y decían la verdad de buenas a primeras.
– ¿Seguro que no quiere sentarse? -preguntó el padre a Wylie, dando una palmadita en el sofá a su lado.
– Estoy bien así -respondió ella fríamente.
El breve diálogo rompió el efectismo del bloc y David Costello no se intimidó en absoluto.
– Pregunte -dijo a Rebus.
Rebus apuntó y disparó.
– David, anteriormente te habíamos preguntado por ese juego de Internet en el que participaba Flip…
– Sí.
– Tú nos dijiste que no sabías nada y que no eras muy aficionado a juegos de ordenador y cosas por el estilo.
– Sí.
– Pero hemos sabido que cuando ibas al colegio eras un as en los juegos de Dragones y Mazmorras.
– De eso me acuerdo yo -interrumpió Thomas Costello-. Tú y tus amigos os pasabais noche y día en tu cuarto. Toda la noche, inspector -añadió mirando a Rebus-. ¿Se imagina?
– Hay personas mayores que hacen lo mismo por partidas de póquer en que se apuesta fuerte -dijo Rebus.
Costello lo admitió con una sonrisa de connivencia.
– ¿Quién le contó que era un as? -preguntó David.
– Alguien lo dijo -contestó Rebus encogiéndose de hombros.
– Bueno, pues no lo era. Esa afición me duró un mes.
– Flip también jugaba en el colegio. ¿Lo sabías?
– No recuerdo.
– Tendría que habértelo dicho, dado que era una afición común.
– Cuando nos conocimos, no. Creo que nunca hablamos de ese tema.
Rebus lo miró a los ojos. Los tenía congestionados y enrojecidos.
– ¿Por qué, entonces, su amiga Claire sí lo sabía?
– ¿Fue ella quien se lo dijo? -replicó David con gesto despectivo-. ¿Claire, La Bruja ?
Thomas Costello hizo un chasquido de desaprobación con la lengua.
– Es lo que es -replicó su hijo-. Siempre andaba buscando que rompiéramos, fingiéndose su amiga.
– ¿No te veía con buenos ojos?
David reflexionó un instante.
– Yo creo que más bien era porque no aguantaba ver feliz a Flip. Es lo que yo dije, pero Flip se rió en mis narices porque ella no lo creía. No sé qué historia había entre las familias de ambas, y Flip tenía remordimientos. Lo de Claire era un misterio.
– ¿Por qué no lo dijiste antes?
David Costello lo miró y se echó a reír.
– Porque Claire no mató a Flip.
– ¿No?
– Dios, no irá a decir… -añadió moviendo la cabeza a un lado y a otro-. Mire, he dicho que Claire era mala refiriéndome a su mente enrevesada…, simples palabras. -Hizo una pausa-. Aunque quizás eso también no era más que un juego. ¿Es eso lo que piensa?
– No descartamos nada -contestó Rebus.
– ¡Por Dios, Davey -dijo el padre-, si tienes algo que decir a la Policía no te lo calles!
– ¡Mi nombre es David! -espetó el joven. Su padre lo miró enfurecido sin decir nada-. Yo no creo que haya sido Claire -añadió dirigiéndose a Rebus.
– ¿Y con la madre de Flip? -preguntó Rebus con aire despreocupado-. ¿Qué tal te llevabas con ella?
– Bien.
Rebus prolongó el silencio antes de repetir la palabra en tono interrogativo.
– Ya sabe cómo son las madres con las hijas, tan protectoras y todo eso -comenzó a decir el joven.
– Muy cierto -añadió el padre con un guiño a Rebus.
Rebus miró a Ellen Wylie pensando si aquello la despertaría. Pero estaba mirando por la ventana.
– David, la cuestión -dijo Rebus despacio- es que tenemos suficientes motivos para creer que existía con ella una cierta fricción.
– ¿En qué sentido? -inquirió Thomas Costello.
– Quizá David pueda aclarárnoslo -contestó Rebus.
– Bien, ¿David? -apremió Costello a su hijo.
– No sé a qué se refiere.
– Me refiero -dijo Rebus fingiendo que leía sus notas- a que la señora Balfour abrigaba de algún modo la idea de que habías envenenado la voluntad de Flip.
– Habrá usted entendido mal a la señora -dijo Thomas Costello cerrando de nuevo los puños.
– Creo que no, señor.
– Teniendo en cuenta las circunstancias…, no sabría lo que decía.
– Creo que sí que lo sabía -respondió Rebus, que seguía mirando al joven.
– Pues sí -dijo David, perdiendo interés por la manzana que aún sostenía en la mano ante la mirada inquisitiva del padre-. A Jacqueline le dio por pensar que yo infundía ciertas ideas a Flip.
– ¿Qué clase de ideas?
– Que no había tenido una infancia feliz y que confundía sus recuerdos.
– ¿Y crees que era cierto? -preguntó Rebus.
– Era cosa de Flip, no mía -replicó el joven-. Ella tenía aquel sueño. Soñaba que estaba en Londres, en la casa donde había vivido, y subía y bajaba escaleras huyendo de algo. Fue un sueño que se repitió casi todas las noches durante dos semanas.
– ¿Tú qué hiciste?
– Consulté un par de libros de texto y le dije que seguramente tendría algo que ver con recuerdos reprimidos.
– No sé de qué habla este chico -terció Thomas Costello.
Su hijo se volvió hacia él.
– De algo malo en lo que uno no quiere pensar. En realidad, me dio envidia.
Se miraron los dos fijamente y Rebus pensó que sí sabía de qué hablaba el muchacho: no debía haber sido fácil criarse junto a aquel padre, lo que quizá fuera la clave de su comportamiento adolescente…
– ¿Nunca explicó ella qué podía ser? -preguntó.
David negó con un gesto.
– Probablemente no significaba nada; los sueños se pueden interpretar de muchas maneras.
– Pero ¿Flip se lo creyó?
– Durante cierto tiempo, sí.
– ¿Y se lo dijo a su madre?
David asintió con la cabeza.
– Y ella me echó a mí la culpa.
– Maldita mujer -dijo el padre entre dientes, pasándose la mano por la frente-. Claro que ha sufrido tanto, ha sufrido tanto…
– Lo que digo fue antes de que desapareciese Flip -puntualizó su hijo.
– No me refiero a eso, sino a la Banca Balfour -replicó Thomas Costello airado.
– ¿Qué pasa con la banca? -inquirió Rebus.
– En Dublín hay muchos financieros y siempre se oyen rumores.
– ¿Sobre la Banca Balfour?
– Yo mismo no los entiendo bien: falta de recursos…, coeficiente de caja… Son palabras que no me dicen nada.
– ¿Quiere decir que la Banca Balfour está en situación apurada?
Costello negó con la cabeza.
– Son sólo comentarios en el sentido de que, si no cambia la situación, la banca puede tener problemas. En los bancos todo se basa en la confianza, ¿no es cierto? Y los datos falsos pueden hacer mucho daño.
A Rebus le pareció que Costello se lo habría callado de no haber sido por los reproches de Jacqueline Balfour a su hijo. Hizo la primera anotación del interrogatorio, «comprobar Balfour», y pensó en sacar a colación la conducta de padre e hijo en Dublín, pero David parecía ahora más calmado y, en cuanto al padre, ya había visto atisbos de su mal genio y no quería repetir.
Volvió a hacerse un silencio.
– ¿Le basta con esto, inspector? -preguntó Thomas Costello sacando despacio un reloj de bolsillo que abrió y luego cerró.
– Más o menos -contestó Rebus-. ¿Saben cuándo es el entierro?
– El miércoles -dijo Thomas Costello.
En ocasiones, en los casos de homicidio se posponía el entierro de la víctima en lo posible por si surgía alguna nueva prueba, por lo que Rebus comprendió que John Balfour había ejercido su influencia para imponerse a la norma policial.
– ¿Habrá cremación?
Thomas Costello asintió con la cabeza. Rebus pensó que eso complicaba las cosas en caso de una posible exhumación.
– Bien -dijo-, a menos que tengan algo más que añadir…
Como ninguno de los dos dijo nada, se levantó.
– ¿De acuerdo, sargento Wylie? -añadió.
Fue como si la hubiese despertado.
Thomas Costello se empeñó en acompañarlos a la puerta y en darles la mano, mientras que David ni se levantó de la silla y, cuando Rebus dijo adiós, él se llevó la manzana a la boca.
Una vez cerrada la puerta, Rebus se detuvo un instante en el pasillo, pero no oyó voces dentro, aunque advirtió que la puerta de al lado estaba entreabierta y que Theresa Costello escudriñaba por la rendija y se asomaba.
– ¿Todo bien? -preguntó a Wylie.
– Muy bien, señora -contestó ella.
Antes de que Rebus llegara allí, había vuelto a cerrarse la puerta, y se quedó sin saber si la señora Costello estaba tan incomunicada como parecía.
En el ascensor le dijo a Wylie que podía dejarla con el coche donde quisiera.
– Gracias, voy a pie -contestó ella.
– ¿Seguro?
Ella asintió con la cabeza y Rebus consultó el reloj.
– ¿Tu paseo de las once y media? -preguntó.
– Exacto -respondió Wylie con voz desmayada.
– Bien, gracias por tu ayuda.
Ella parpadeó como si no entendiera bien y Rebus permaneció en el vestíbulo viéndola cruzar la puerta giratoria, y siguió tras ella un minuto después. Vio que atravesaba Princes Street casi a la carrera con el bolso sujeto en el pecho, y continuó hasta los almacenes Fraser's cerca de Charlotte Square, donde estaba la Banca Balfour. Se preguntó si se dirigiría a George Street, a Queen Street o a la ciudad nueva. La única manera de saberlo era seguirla, pero dudaba de que a ella le gustara.
– Bah, qué diablos -musitó camino del cruce.
Tuvo que aguardar a que pasaran los coches, al disco verde, y sólo logró verla cuando ya estaba al otro lado de Charlotte Square caminando deprisa; pero cuando él alcanzó George Street ya no la vio. Sonrió para sus adentros, diciéndose «vaya policía» mientras seguía hasta Castle Street, de donde volvió sobre sus pasos. Habría entrado en cualquier tienda o café. Al diablo. Abrió el Saab y salió del aparcamiento del hotel.
Había personas con sus propios demonios interiores. Ellen Wylie debía de ser una de ellas. En eso, él era buen psicólogo, porque la experiencia era un grado.
En Saint Leonard llamó por teléfono a un contacto de la sección financiera de un periódico.
– ¿Qué tal está Balfour de solidez? -preguntó sin preámbulos.
– Supongo que se refiere a la banca.
– Sí.
– ¿Ha oído algo al respecto?
– Rumores en Dublín.
– Ah, rumores -repitió el periodista con una risita-. El mundo no giraría sin rumores.
– Así pues, ¿no tienen ningún problema?
– No digo tal cosa. Sobre el papel, Balfour funciona tan bien como de costumbre; pero siempre hay margen para falsear las cifras.
– ¿Y?
– Y sus previsiones semestrales han sido revisadas a la baja; no es como para causar preocupación a los grandes inversores, pero la cartera de Balfour está constituida fundamentalmente por pequeños inversores y éstos tienen tendencia a la hipocondría.
– En resumen, Terry…
– Balfour saldrá de ésta, a menos que se produzca una opa hostil. Pero, en cualquier caso, si a fin de año la cuenta de resultados no está limpia, puede que haya el clásico rodar de cabezas.
– ¿A quién echarían? -preguntó Rebus.
– Yo diría que a Ranald Marr, aunque sólo fuese para demostrar que el propio Balfour conserva la falta de escrúpulos necesaria para su edad y las circunstancias.
– ¿Sin concesiones a la amistad?
– A decir verdad, nunca las hubo.
– Gracias, Terry. En el Oxford te espera una ginebra con tónica doble.
– Allí se quedará esperando.
– ¿Has dejado la bebida?
– Por recomendación médica. Vamos cayendo uno a uno, John.
Rebus lo compadeció unos minutos pensando en su propia cita con el médico, a la que había faltado una vez más por hacer aquella llamada. Cuando colgó, anotó en su bloc el nombre de Marr rodeado por un círculo. Ranald Marr: Maserati y soldados de juguete. «Se diría que ha perdido a su propia hija…» Empezaba a replanteárselo, y pensó si Marr sabría que peligraba su empleo y que, ante la simple sospecha de riesgo para sus ahorros, los modestos inversores podían propiciar su sacrificio…
Cambió de tema y pensó en Thomas Costello, que no había trabajado en su vida. ¿Qué es lo que sentiría uno? No podía ni figurárselo. Sus padres habían sido pobres toda su vida, nunca habían tenido su propia casa; a la muerte de su padre, él y su hermano heredaron cuatrocientas libras y el entierro lo pagó el seguro. Recordó la escena en el banco, guardándose los billetes. Incluso en aquella época, cuatrocientas libras era la mitad de los ahorros de toda una vida, cuando ahora era lo que él ganaba en una semana.
Él también tenía ahora dinero en el banco porque no gastaba mucho. El piso ya estaba pagado y ni Rhona ni Samantha le pedían nada. Sus únicos gastos eran comida, bebida y la plaza del garaje para el Saab; nunca había vacaciones y, como mucho, se compraba un par de discos compactos a la semana. Meses atrás, cuando pensó comprarse un equipo de alta fidelidad Linn, en la tienda le dijeron que no tenían existencias y que ya le llamarían, pero no le habían llamado. En el concierto de Lou Reed no había gastado mucho porque Jean se empeñó en pagar su entrada y además le hizo el desayuno por la mañana.
– ¡El policía que ríe! -exclamó Siobhan desde el otro extremo de la oficina, sentada en su mesa junto a la de Bain de Fettes.
Rebus comprendió que estaba sonriendo como un tonto; se levantó y se acercó a ella.
– Retiro lo dicho -repuso Siobhan alzando las manos en gesto de rendición.
– Hola, Cerebro -dijo Rebus.
– Se llama Bain -replicó ella- y prefiere que lo llamen Eric.
– Esto parece el puente de mando de la Enterprise -opinó Rebus sin hacer caso mirando la maraña de cables, los dos ordenadores portátiles y otros dos de sobremesa. Sabía que uno era de Siobhan y otro de Flip Balfour-. Dime una cosa -añadió dirigiéndose a ella-, ¿qué datos hay sobre los primeros años de Philippa en Londres?
– No muchos -respondió ella arrugando la nariz-. ¿Por qué?
– Porque el novio dice que sufría pesadillas en las que soñaba que corría por la casa de Londres perseguida por alguien.
– ¿Seguro que era en la casa de Londres?
– ¿Qué quieres decir?
Siobhan se encogió de hombros.
– Nada. Porque a mí lo que me dio miedo fue Los Enebros con las armaduras y aquel salón de billar polvoriento… Figúrate lo que será criarse en una casa como ésa.
– David Costello dijo que era en la casa de Londres.
– ¿Una transferencia? -terció Bain. Lo miraron los dos-. Es una simple idea -añadió.
– ¿O sea que sería Los Enebros la causa del miedo? -preguntó Rebus.
– Vamos a buscar el tablero de ouija y se lo preguntamos a ella. -Al darse cuenta de lo que acababa de decir, hizo una mueca-. Es un comentario de muy mal gusto. Lo siento.
– Los he oído peores -dijo Rebus.
– Eso es algo así como un sub-Hitchcock barato, ¿no? -añadió Bain-. Como en Marnie, la ladrona, o algo parecido.
Rebus recordó el libro de poemas del piso de David Costello: Sueño con Alfred Hitchcock. «No se muere por ser malo sino por estar disponible.»
– Es posible que no andes desencaminado -dijo.
A Siobhan no le pasó desapercibido el tono con que lo decía.
– Bueno, entonces ¿quieres datos sobre los años en que Flip vivió en Londres? -preguntó.
Rebus iba a decir que sí, pero cambió de idea y negó con la cabeza.
– No -respondió-. Tienes razón, es muy rebuscado.
Cuando se alejó, Siobhan dijo en voz baja a Bain:
– Su especialidad, generalmente. Cuanto más rebuscado, más le gusta.
Bain sonrió. Tenía el maletín, pero aún no lo había abierto. Ellos dos se habían separado el viernes después de cenar, y el sábado por la mañana Siobhan cogió el coche para ir a ver un partido de fútbol al norte; se llevó una simple bolsa con el walkman, unas cintas y un par de novelas, durmió en una pensión y, tras la victoria del Hibs, hizo un poco de turismo y buscó un sitio para comer. Dejó el portátil en casa porque quería pasar un fin de semana sin Programador: era lo mejor para su salud. Pero no pudo dejar de pensar en él y en si le habría enviado algún mensaje; aunque, venciendo la tentación, regresó tarde el domingo y luego se puso a lavar ropa.
Tenía el portátil en la mesa y casi le daba miedo tocarlo por no cogerle gusto.
– ¿Has tenido un buen fin de semana? -preguntó Bain.
– No ha estado mal. ¿Y tú?
– Nada del otro mundo. La cena del viernes fue lo único relevante.
Siobhan sonrió por el cumplido.
– Bien, ¿ahora qué hacemos? ¿Hablar por teléfono con la Brigada Especial?
– Hay que hablar con la Brigada Criminal para que tramiten la petición.
– ¿No podemos saltarnos intermediarios?
– A los intermediarios no les gustaría.
Siobhan pensó en Claverhouse. Sí, probablemente Bain tenía razón.
– Pues adelante -dijo.
Bain cogió el teléfono y habló un buen rato con el inspector jefe Claverhouse de la Central. Siobhan pasó los dedos por la tapa del portátil que tenía conectado el móvil. El viernes por la noche tenía un mensaje en el contestador del teléfono de casa: si sabía que la cuenta del móvil había aumentado tanto. Sí, claro que lo sabía. Mientras Bain proseguía con sus explicaciones a Claverhouse, decidió conectarse a la red por hacer algo.
Había tres mensajes de Programador. El primero, del viernes por la noche, aproximadamente a la hora en que ella llegó a casa.
«Buscadora. Mi paciencia se acaba. Te queda poco tiempo. Responde inmediatamente.»
El segundo era del sábado por la tarde:
«¿Siobhan? Estoy decepcionado contigo. Hasta ahora habías jugado muy bien. Pero el juego se ha terminado.»
Terminado o no, el sábado a medianoche en punto le había enviado otro:
«¿Tratas de localizarme? ¿Es eso? ¿Sigues queriendo que nos veamos?»
Bain terminó de hablar, colgó y miró la pantalla.
– Le has cabreado -dijo.
– ¿Es un nuevo servidor? -preguntó ella.
Bain miró los datos y asintió con la cabeza.
– Nuevo nombre y todo lo demás. Pero de todas formas comienza a sospechar que no es ilocalizable.
– Entonces, ¿por qué no corta?
– No lo sé.
– ¿Crees de verdad que el juego ha terminado?
– Sólo hay un modo de saberlo.
Siobhan comenzó a teclear.
«He estado fuera el fin de semana. Simplemente. Sí, me gustaría que nos viéramos.»
Envió el mensaje y fueron los dos a por un café, pero cuando regresaron no había respuesta.
– ¿Estará enfurruñado? -dijo Siobhan.
– O no está frente al ordenador.
– ¿Tú tienes tu habitación llena de aparatos de informática? -preguntó ella mirándolo.
– ¿Insinúas que te invite a mi habitación?
– No -replicó ella sonriendo-, es que estaba pensando que hay gente que se pasa día y noche pegada a la pantalla, ¿no es cierto?
– Ya lo creo. Pero yo no soy de ésos. Hay tres grupos de charla a los que me conecto regularmente, y a veces navego un par de horas si estoy aburrido.
– ¿Qué son los grupos de charla?
– Cosas técnicas -respondió él acercando la silla a la mesa-. Bueno, mientras esperamos tal vez convendría echar un vistazo a los archivos borrados de la señorita Balfour. ¿No sabías que es posible recuperarlos? -añadió al ver la cara de asombro de ella.
– Claro que sí. Ya miramos su correspondencia.
– Pero ¿has mirado sus otros mensajes del correo electrónico?
Siobhan no tuvo más remedio que admitir que no. Realmente, era Grant quien no sabía que aquello era posible.
Bain lanzó un suspiro, se puso manos a la obra con el ordenador de la asesinada y en seguida apareció la lista de los mensajes borrados de entrada y de salida.
– ¿En qué fecha empiezan? -preguntó Siobhan.
– Hace un poco más de dos años. ¿Cuándo compró el ordenador?
– Se lo regalaron al cumplir los dieciocho -contestó Siobhan.
– Hay gente con suerte.
– Y le regalaron también un piso -añadió Siobhan asintiendo con un gesto.
Bain la miró y movió la cabeza de un lado a otro con gesto de incredulidad.
– A mí me regalaron un reloj y una cámara -dijo.
– ¿Es éste? -preguntó Siobhan señalándole la muñeca.
Pero Bain pensaba en otra cosa.
– Así que tenemos el correo electrónico desde el primer día -dijo tecleando la primera fecha; pero la máquina le respondió que no podía abrirlo.
– Tendré que convertirlo -explicó-. Probablemente, el disco duro lo ha comprimido.
Siobhan trataba de seguir los pasos de Bain sobre el teclado, pero iba muy deprisa. Pocos segundos después ya podían leer el primer mensaje que Flip había enviado a su padre al despacho:
«Es una prueba. Espero que lo recibas. ¡El PC es estupendo! Hasta la noche. Flip.»
– Supongo que habrá que leerlos todos, ¿no? -preguntó Bain.
– Supongo -dijo Siobhan-. ¿Eso significa que hay que convertirlos uno por uno?
– No necesariamente. ¿Puedes traerme un té solo sin azúcar? Veré lo que puedo hacer.
Cuando volvió con el té, Bain ya estaba imprimiendo hojas con los mensajes.
– Así tú los vas leyendo mientras yo preparo la siguiente tanda -dijo.
Siobhan inició la lectura cronológica y no tardó en encontrar algo más interesante que los cotilleos entre Flip y sus amigos.
– Mira esto -dijo.
Bain leyó el mensaje.
– Es de la Banca Balfour -repuso-. De alguien llamado RAM.
– Me apostaría algo a que es Ranald Marr -dijo Siobhan recogiendo la hoja.
«Flip, ¡es estupendo que hayas entrado a formar parte del mundo virtual! Espero que te diviertas con ello. Comprobarás también que Internet es un excelente medio para buscar datos, así que espero que te sea útil en tus estudios… Sí, efectivamente, se pueden borrar los mensajes para alejar más espacio en la memoria, lo que permite que el ordenador trabaje más deprisa. Pero no olvides que los mensajes que borres se pueden recuperar si no adoptas ciertas precauciones. Aquí te envío las instrucciones para borrarlos completamente.» Seguía la explicación detallada y al final la firma R.
Bain pasó el dedo por el borde de la pantalla.
– Eso explica las lagunas que hay -dijo-. Cuando le explicó el sistema de borrado completo, ella lo puso en práctica.
– Y explica también por qué no hay ningún mensaje a o de Programador -añadió Siobhan pasando hojas-. Ni tampoco su primer mensaje a RAM.
– Ni los posteriores.
– ¿Por qué los borraría todos? -preguntó Siobhan frotándose las sienes.
– No lo sé. No es lo que haría la mayoría de los usuarios.
– Aparta un poco -dijo ella arrimando la silla para teclear un mensaje a RAM en la Banca Balfour.
«Soy la agente Clarke. Es urgente que nos pongamos en contacto.»
Añadió el número de teléfono de Saint Leonard y envió el mensaje; luego cogió el teléfono y llamó al banco.
– Con el despacho del señor Marr, por favor -dijo mirando a Bain, que tomaba el té-. Escuche, a ver si puede ayudarme. Soy la agente Clarke de Investigación Criminal de la comisaría de Saint Leonard y acabo de enviar un mensaje por correo electrónico al señor Marr, pero no sé si lo ha recibido porque parece que hay algún problema en nuestra salida… -Aguardó a que la secretaria lo comprobara-. Ah. ¿No está? ¿Podría decirme dónde puedo localizarlo? -dijo, y volvió a hacer una pausa, escuchando a la secretaria-. Sí, es muy importante -añadió enarcando las cejas-. ¿Prestonfield House? Está cerca de aquí. ¿No podría usted enviarle el recado para que se pase por Saint Leonard cuando termine la reunión? No lo entretendremos más de cinco minutos y supongo que es mejor que se acerque él y no que vayamos nosotros al banco… -Volvió a escuchar-. Gracias. ¿Dice que sí que ha llegado el mensaje? Muy bien. Gracias.
Colgó y Bain, que ya había apurado el té, fingió un aplauso.
Cuarenta minutos más tarde, Marr llegaba a la comisaría. Siobhan ordenó a un agente de uniforme que lo acompañara a la planta de Investigación Criminal. Rebus ya no estaba, pero había agentes trabajando. El uniformado condujo a Marr a la mesa de Siobhan y ella lo saludó con una inclinación de cabeza y le dijo que se sentara. Marr miró a su alrededor y vio que no había sillas libres y que todos lo miraban intrigados por su impecable traje de raya diplomática, la camisa blanca y corbata amarillo claro, que le confería aspecto más de abogado caro que de visitante habitual de comisarías.
Bain se levantó y arrastró su silla hasta el otro lado de la mesa para cedérsela.
– Tengo al chófer aparcado en raya amarilla -dijo Marr mirando ostensiblemente el reloj.
– Será rápido, señor -aclaró Siobhan-. ¿Conoce esta máquina? -preguntó señalando el ordenador.
– ¿Por qué?
– Era de Philippa.
– ¿Ah, sí? No lo sabía.
– Supongo que no. Pero ustedes se intercambiaban mensajes por el correo electrónico.
– ¿Cómo?
– RAM es usted, ¿verdad?
– ¿Y qué si lo soy?
Bain se le acercó un paso y le entregó una hoja.
– Usted le envió esto -dijo- y la señorita Balfour siguió sus instrucciones.
Marr alzó la vista del mensaje mirando a Siobhan más que a Bain porque no se le había escapado la mueca que ella hacía ante la intervención de Bain.
Habría querido gritarle: «¡Grave error, Eric!». Ahora Marr sabía que aquel era el único mensaje entre él y Flip que tenían en su poder. De otro modo, ella habría podido apretarle haciéndole creer que tenían más para ver si lo ponía o no en un aprieto.
– ¿Y bien? -preguntó Marr después de leer el texto.
– Es curioso que el primer mensaje que usted le envió fuese sobre el asunto del borrado de mensajes -dijo Siobhan.
– A Philippa le gustaba preservar su intimidad en muchos aspectos -contestó Marr-. Lo primero que me preguntó fue cómo borrar archivos y yo se lo expliqué. No le gustaba que nadie leyera lo que escribía.
– ¿Por qué no?
Marr se encogió de hombros con gesto elegante.
– Todos tenemos nuestra idiosincrasia, ¿no es cierto? La persona que escribe a un familiar de más edad no es la misma que la que escribe a un amigo íntimo. Lo sé por experiencia; yo, cuando envío mensajes electrónicos a causa de los juegos de guerra, no quiero que los lea mi secretaria porque vería reflejada en ellos a una «persona» muy distinta de su jefe en el trabajo.
– Creo que lo entiendo -dijo Siobhan asintiendo con la cabeza.
– Sucede también que en mi profesión la confidencialidad, el secreto, si quiere, son absolutamente vitales. En la banca se destruyen documentos, se borran correos electrónicos, etcétera, para proteger a los clientes y al propio banco. Por eso, al mencionar Philippa el proceso de borrar, yo pensé sobre todo en ese extremo. -Hizo una pausa y miró a Siobhan y a Bain sucesivamente-. ¿Es todo cuanto querían saber?
– ¿De qué más hablaban en sus mensajes?
– No tuvimos mucha correspondencia. Flip comenzaba a hacer sus pinitos. Tenía dirección electrónica y sabía que yo tenía experiencia y me preguntaba muchas cosas, pero aprendía rápido.
– Estamos verificando los mensajes borrados del ordenador -dijo Siobhan como sin darle importancia-. ¿Recuerda por casualidad la última fecha en que intercambiaron mensajes?
– Hará un año tal vez -contestó Marr haciendo ademán de ponerse en pie-. Bien, si hemos terminado, tengo que…
– Si usted no le hubiera explicado cómo se borra ahora ya lo habríamos capturado.
– ¿A quién?
– A Programador.
– ¿La persona con quien jugaba ese juego? ¿Siguen pensando que tiene algo que ver con su muerte?
– Nos gustaría saberlo.
– ¿Es posible, sin la ayuda de ese… Programador? -preguntó Marr, que ya se había levantado y se alisaba la chaqueta.
Siobhan miró a Bain, que las cazaba al vuelo.
– Oh, sí -contestó Bain con aire de gran aplomo-. Tardaremos algo más, pero lo localizaremos. Ha dejado muchas pistas.
Marr miró a uno y a otro.
– Espléndido -dijo sonriente-. Bien, si en algo más puedo ayudarlos…
– Ya nos ha ayudado muchísimo, señor Marr -reconoció Siobhan mirándolo a la cara-. Haré que lo acompañe un agente.
Una vez que hubo salido, Bain volvió a arrimar la silla al lado de Siobhan y se sentó.
– Crees que es él, ¿verdad? -preguntó Bain pausadamente.
Ella asintió mirando a la puerta por la que había salido el banquero. Luego hundió los hombros, cerró los ojos y se los restregó.
– La verdad es que no tengo el menor indicio.
– Ni pruebas.
Ella hizo un gesto afirmativo sin abrir los ojos.
– ¿Es una corazonada? -insistió él.
– Pero no voy a dejarme llevar por ella -respondió Siobhan abriendo los ojos.
– Me alegro de que lo digas -añadió Bain sonriendo-. No estaría nada mal tener alguna prueba, ¿verdad?
Sonó el teléfono, pero ella seguía como en un sueño y fue Bain quien contestó. Era un agente de la Brigada Especial llamado Black que le preguntó si hablaba con la persona indicada; Bain le aseguró que sí y el de la Especial le preguntó si sabía mucho de ordenadores.
– Un poco.
– Estupendo. ¿Tiene la máquina delante?
Bain contestó que efectivamente y el otro le fue dictando explicaciones. Al colgar, al cabo de cinco minutos, Bain espiró ruidosamente.
– No sé qué tendrán los de la Brigada Especial, pero siempre hacen que me sienta como un niño de cinco años el primer día de clase -dijo.
– A mí me ha parecido que le contestabas muy bien -opinó Siobhan-. ¿Qué querían?
– Una copia de todos los mensajes entre Programador y tú, además de los datos sobre el servidor de Philippa Balfour con nombres de usuario, y lo mismo en tu caso.
– Con la salvedad de que la máquina es de Grant Hood -dijo Siobhan tocando el portátil.
– Bueno, pues los datos de su cuenta. -Hizo una pausa-. Black me ha preguntado si había algún sospechoso.
– ¿Le has dicho algo?
Bain negó con la cabeza.
– Pero podemos darle el nombre de Marr, e incluso su dirección de correo electrónico.
– ¿Serviría de algo?
– Tal vez. ¿Sabes que los norteamericanos pueden leer los mensajes electrónicos a través de satélite? Cualquier mensaje en cualquier parte del mundo… -Ella lo miró y Bain se echó a reír-. No te aseguro que la Brigada Especial disponga de esa tecnología, pero nunca se sabe, ¿no crees?
Siobhan reflexionó un instante.
– Pues dales lo que tenemos, más el nombre de Ranald Marr.
El portátil les avisó de que había un mensaje. Siobhan lo abrió y era de Programador.
«Buscadora. Nos vemos cuando completes Oclusión. ¿Aceptable?»
– Vaya, vaya. Te lo está pidiendo -dijo Bain.
«Entonces, ¿no está cerrado el juego?», tecleó Siobhan como respuesta.
«Dispensa especial.»
Siobhan volvió a teclear:
«Hay preguntas que requieren respuesta inmediata».
«Pregunta, buscadora.»
«¿Había alguien más en el juego aparte de Flip?»
Aguardaron un minuto a que respondiera.
«Sí.»
– Antes dijo que no había nadie -recordó Siobhan mirando a Bain.
– Pues mentía, o miente ahora. Que tú vuelvas a preguntarlo me hace pensar que no te lo habías creído.
Siobhan tecleó:
«¿Cuántos más?»
«Tres.»
«¿Unos contra otros? ¿Lo sabían?»
«Lo sabían.»
«¿Sabían contra quién jugaban?»
Hubo una pausa de medio minuto.
«Ni mucho menos.»
– ¿Verdadero o falso? -preguntó Siobhan a Bain.
– En lo único en que estaba pensando es en si al señor Marr le habrá dado tiempo de volver a su despacho.
– No me extrañaría que una persona como él tuviera portátil y móvil en el coche sólo para tener ventaja en el juego -opinó Siobhan.
– Puedo llamar al banco… -dijo Bain estirando el brazo hacia el teléfono mientras ella le dictaba el número-. Con el despacho del señor Marr, por favor -pidió Bain-. ¿Es la secretaria del señor Marr? Aquí el agente Bain de la Policía de Lothian. ¿Podría hablar con el señor Marr? -añadió mirando a Siobhan-. ¿Que está a punto de regresar? Ah, ¿no sería posible comunicar con él en el coche? Allí no tendrá acceso al correo electrónico, ¿verdad? -Una pausa-. No, no se moleste, gracias. Volveré a llamar más tarde.
– En el coche no tiene correo electrónico -dijo.
– Que la secretaria sepa -replicó Siobhan.
Bain asintió con la cabeza.
– Ahora basta con un teléfono -prosiguió ella, que estaba pensando en un WAP como el de Grant, y sin saber cómo, su mente voló a aquella mañana en Elephant House… Grant atareado terminando el crucigrama para impresionar a la mujer de la mesa de al lado… Siobhan se puso a teclear otro mensaje:
«¿Puedes decirme quiénes eran? ¿Sabes quiénes eran?»
La respuesta fue inmediata:
«No».
«¿No puedes o no sabes?»
«Las dos cosas. Espera a Oclusión.»
«Una cosa más, Programador. ¿Por qué elegiste a Flip?»
«Fue ella quien vino a mí. Igual que tú.»
«Pero ¿cómo te encontró?»
«Dentro de poco recibirás la clave para Oclusión.»
– Me parece que se ha hartado -dijo Bain-. Probablemente no está acostumbrado a objeciones de sus esclavos.
Siobhan pensó en reanudar el diálogo, pero finalmente asintió con la cabeza.
– Me parece que yo no estoy a la altura de Grant Hood -añadió Bain-. En lo de los acertijos -precisó al ver que ella fruncía el entrecejo desconcertada.
– Bueno, ya lo veremos.
– De momento puedo enviar rápidamente el material a la Brigada Especial.
– Perfecto -dijo Siobhan sonriente, volviendo a pensar en Grant.
Sin él no habría llegado tan lejos, pero desde su traslado por el nuevo cargo no había vuelto a interesarse lo más mínimo; ni siquiera había llamado para saber si tenía alguna clave que resolver… Ella no entendía semejante capacidad para cambiar tan radicalmente de intereses. Aquel Grant que había aparecido en la tele, qué distinto era del que se había presentado a medianoche en su piso, del que había perdido los estribos en el cerro del Cervato. Ella sabía muy bien cuál de los dos prefería, y no era por celos profesionales. También había aprendido una cosa sobre Gill Templer. Gill huía hacia delante atemorizada, aterrada de que su nuevo cargo la obligase a sancionar a los jóvenes, y trataba de localizar a los más capaces en quienes pudiera confiar, tal vez porque carecía de confianza en sí misma. Desde luego, ella esperaba que fuese algo pasajero. Se lo rogaba al cielo.
Ojalá que cuando llegase Oclusión, el ocupado Grant dispusiera de unos minutos para la antigua compañera, le gustase o no a su nueva protectora.
Grant Hood pasó la mañana ocupado con la prensa, dando los últimos retoques al comunicado del día que debía presentar más tarde -esperaba que esta vez mereciese la aprobación de Gill Templer y de Carswell-, y hablando por teléfono con el padre de la víctima, enfadado por el poco tiempo que se dedicaba en los programas a los llamamientos públicos pidiendo información sobre el caso.
«¿Por qué no lo difunden en Crimewatch?», había preguntado en varias ocasiones. Personalmente, a Hood le parecía una idea excelente y llamó a la BBC de Edimburgo, donde consiguió un número de Glasgow y, allí, un número de Londres, donde la centralita pasó su llamada a un investigador del programa, quien le dijo, en un tono que daba entender que cualquier oficial de enlace que se preciara tenía que saberlo, que el programa no saldría otra vez a antena hasta al cabo de unos meses.
– Ah, es cierto; gracias -dijo Hood, y colgó.
No había tenido tiempo de almorzar y su desayuno había consistido en un panecillo de tocino en la cantina; ya hacía casi seis horas. Veía que todo era política a su alrededor: la política de la Jefatura Superior de Policía. Existía cierto acuerdo entre Carswell y Gill Templer, pero sólo en algunas cosas, y él se encontraba en medio en la cuerda floja. Carswell era quien mandaba, pero su jefa era Templer y podía darle la patada en cualquier momento. Su trabajo consistía en no darle motivos para ello.
Sabía que de momento lo sobrellevaba bien, pero a costa de comer poco y mal, dormir menos y no tener casi un momento libre. Además, el caso iba cobrando interés no sólo en los periódicos de Londres, sino también en los de Nueva York, Sydney, Singapur y Toronto; las agencias internacionales de prensa pedían aclaraciones sobre los datos que tenían, se planteaban enviar corresponsales a Edimburgo y le solicitaban entrevistas.
Grant Hood se sentía inclinado a decir a todo que sí, y procuraba no omitir ningún dato sobre los diversos periodistas, anotando el número de teléfono e incluso las diferencias horarias según los países.
– No me envíe faxes a medianoche -dijo a un editor de Nueva Zelanda-. Prefiero un correo electrónico.
Lo tenía todo ya por escrito y eso le hizo recordar que necesitaba recuperar el portátil que había prestado a Siobhan. O comprarse uno más moderno. Podía utilizar su cuenta de Internet para aquel caso de homicidio. Enviaría un memorándum a Carswell con copia para Templer, exponiéndolo. Si tenía tiempo…
Siobhan y su portátil: hacía un par de días que no pensaba en ella. No le había durado mucho el enamoramiento. Mejor; afortunadamente, las cosas no habían llegado demasiado lejos, porque su nuevo empleo habría sido un obstáculo. Lo del beso iría perdiendo importancia hasta parecer que nunca había sucedido. El único testigo era Rebus, pero si ellos dos lo negaban, diciéndole que no era cierto, también él acabaría por olvidarlo.
Tenía claras dos cosas: que quería quedarse en aquel cargo y que lo hacía bien.
Lo celebró yendo a tomarse la sexta taza de café del día, saludando con inclinaciones de cabeza por la escalera y los pasillos a gente desconocida. Ellos sí parecían saber quién era y mostraban interés por dirigirle la palabra. Cuando volvió al despacho, sonaba de nuevo el teléfono. Era un despacho bastante pequeño, casi como un armario empotrado, sin ventana. Pero era su feudo. Descolgó y se arrellanó en la silla.
– Agente Hood.
– Se nota que está contento.
– ¿Quién llama, por favor?
– Soy Steve Holly. ¿Se acuerda de mí?
– Claro, Steve. ¿Qué desea? -añadió en tono más profesional.
– Bueno… Grant -dijo Steve con cierto desdén-. Necesito un comentario que cuadre bien con un artículo que estoy terminando.
– ¿Sí? -repuso Hood irguiéndose alerta en la silla.
– Mujeres que desaparecen por toda Escocia…; muñecas encontradas en el escenario del posible crimen…; juegos por Internet…; estudiantes muertos en una loma. ¿Le suena?
A Hood le dieron ganas de estrangularlo. Vio la mesa y las paredes borrosas; cerró los ojos y reflexionó.
– Steve, en un caso como éste -dijo tratando de quitar hierro- los periodistas oyen toda clase de cosas.
– Grant, tengo entendido que usted solucionó las claves de Internet. ¿Es cierto? Seguro que guardan relación con el asesinato, ¿a que sí?
– No tengo ningún comentario que hacer, señor Holly. Escuche, pese a lo que crea de lo que pueda haber oído, ha de comprender que los artículos, ciertos o falsos, pueden causar un daño irreparable en la investigación, sobre todo en una fase crucial.
– ¿Está en fase crucial el caso Balfour? No sabía…
– Lo que trato de decir es que…
– Escuche, Grant, admita que esta vez la han cagado, así que lo mejor que puede hacer es darme datos.
– No creo.
– ¿Está seguro? Con el cargo tan estupendo que acaban de darle… Me dolería verlo fracasar.
– No sé por qué tengo la impresión de que a usted le deleitaría, Holly.
La carcajada retumbó en el oído de Hood.
– Primero Steve, luego señor Holly y ahora Holly a secas… No tardará en insultarme, Grant.
– ¿Quién lo ha filtrado?
– Oiga, una cosa tan importante siempre acaba filtrándose.
– ¿Y quién hizo la grieta?
– Unas palabras por aquí, otras por allá… Ya sabe lo que sucede. -Hizo una pausa y añadió-: Ah, no; es cierto que usted no sabe. Olvidaba que sólo lleva en ese puesto cinco minutos de mierda, aunque ya se cree con derecho a darse importancia con los que son como yo.
– No sé qué…
– En reuniones informativas con sus perrillos favoritos. Métase todo eso donde le quepa, Grant. Es con los que son como yo con quienes debería tener cuidado. Y tómeselo como quiera.
– Gracias; lo haré. ¿Cuándo va a salir el artículo?
– ¿Nos va a fastidiar con un IP? -Como Hood no replicó, Holly volvió a reírse-. Ni siquiera conoce la jerga -añadió sarcástico, pero Grant Hood aprendía deprisa.
– Un Interdicto Provisional -adivinó Hood a sabiendas de que era un exhorto legal para impedir una publicación-. Escuche -añadió pellizcándose el puente de la nariz-, oficialmente no consta que nada de eso que ha mencionado sea pertinente al caso.
– Pero sigue siendo noticia.
– Y posiblemente perjudicial.
– Pues planteen una querella.
– A la gente que juega así, sucio, nunca la olvido.
– Póngase a la cola.
Hood estaba a punto de colgar, pero Holly le tomó la delantera. Se levantó y pegó un puntapié a la mesa, luego le dio otro más y después a la papelera, a la cartera (comprada aquel fin de semana) y al rincón de la pared. Más tarde, apoyó la cabeza en la pared.
«Tengo que decírselo a Carswell. Tengo que informar a Gill Templer.»
Primero a Templer…, por lo del orden jerárquico. Pero después tendría que hacérselo saber al ayudante del jefe de policía, quien a su vez probablemente tendría que molestar al jefe supremo. Era media tarde, y pensó cuánto tiempo podía posponerlo. Tal vez Holly llamase a Templer o al propio Carswell. Si aguardaba a última hora, el problema sería mayor. Tal vez todavía daba tiempo a impedir la publicación.
Cogió el teléfono, cerró una vez más los ojos rogando al cielo y marcó el número.
Era ya tarde y Rebus llevaba cinco minutos seguidos mirando los ataúdes, cogiéndolos uno por uno para examinar sus características y compararlos entre sí. Lo último que se le había ocurrido era acudir a un antropólogo forense. Las herramientas utilizadas habrían dejado necesariamente su huella, marcas que un experto podría identificar y analizar; quizá fuera demostrable que se había empleado el mismo formón en los ensambles. Tal vez hubiera fibras, huellas dactilares… ¿No podrían identificarse los trozos de tela? Sacó la lista de víctimas: 1972, 1977, 1982 y 1995. La primera, Caroline Farmer, era la más joven con gran diferencia; las otras tenían veintitantos y más de treinta años. Mujeres en lo mejor de la vida. Ahogadas y desaparecidas. Si no había cadáver era imposible demostrar un asesinato. Y en los casos de ahogadas… los patólogos podían determinar si la persona estaba viva o muerta al caer al agua, pero aparte de eso… Si, por ejemplo, se golpea a alguien haciéndole perder el conocimiento para arrojarlo al agua, aunque el culpable termine en manos de la justicia puede darse cierto regateo entre abogados y fiscal y el cargo quedar reducido a homicidio sin premeditación. Se acordó de un bombero que le explicó el crimen perfecto: emborrachar a la víctima en la cocina y poner una sartén con aceite en el fogón encendido. Era sencillo e ingenioso.
Desconocía cuan inteligente era su adversario. Fife, Nairn, Glasgow y Perth constituían un amplio radio de acción. Debía de tratarse de alguien que viajaba. Pensó en Programador y en las excursiones que había hecho Siobhan. ¿Era posible relacionar a Programador con quien dejaba los ataúdes? Después de anotar «patólogo forense» en el bloc, añadió «perfil del delincuente». Había psicólogos de universidad especializados en la materia capaces de deducir aspectos del carácter de una persona a partir de su manera de actuar. A él nunca lo había convencido del todo, pero se hallaba ante un callejón sin salida y no tenía más remedio que recurrir a otros.
Cuando vio a Gill Templer entrar como una tromba en Investigación Criminal, no pensó que lo había visto a él; pero sí que se dirigía hacia su mesa con cara de pocos amigos.
– Creí que te lo había dicho bien claro -exclamó.
– ¿Qué?
– Que eso era una pérdida de tiempo -añadió en tono airado y tensa señalando los ataúdes.
– Por Dios, Gill, ¿qué sucede ahora?
Ella, sin contestar, barrió de un manotazo los ataúdes de la mesa. Rebus se levantó de un salto y los recogió mirando si estaban rotos, y cuando quiso darse cuenta Gill Templer ya estaba en la puerta, donde se detuvo y se dio media vuelta.
– Mañana te enterarás -dijo al salir.
Rebus miró a su alrededor. Hi-Ho Silvers y un funcionario civil habían interrumpido su conversación.
– Está fuera de sí -opinó Silvers.
– ¿Qué habrá querido decir con «mañana»? -preguntó Rebus, pero Silvers se limitó a encogerse de hombros.
– Fuera de sí -repitió.
No le faltaba razón.
Rebus volvió a sentarse a su mesa y pensó en la expresión de Silvers; a él tampoco le faltaba mucho para estar fuera de sí.
Jean Burchill pasó casi todo el día intentando localizar la correspondencia entre Kennet Lovell y el reverendo Kirkpatrick. Habló con vecinos de Alloway y Ayr, con el párroco, con un historiador local y con un descendiente de Kirkpatrick, y pasó más de una hora al teléfono consultando con la Biblioteca Mitchell de Glasgow. Salió del museo y se acercó a la Biblioteca Nacional, luego fue a la Facultad de Derecho y, finalmente, volvió a pie por Chambers Street y entró en el Colegio de Médicos a contemplar largo y tendido el retrato de Kennet Lovell, obra de J. Scott Jauncey. Lovell había sido un joven guapo. En muchos retratos se detectan leves pistas que deja el pintor sobre el carácter del modelo, su profesión, su familia, sus aficiones; pero aquel cuadro era un simple retrato de medio cuerpo de ejecución somera con un fondo anodino y oscuro, en contraste con los vigorosos amarillos y rosas del rostro. En casi todos los demás óleos del museo, el retratado aparecía con un libro o una hoja de papel y pluma, posando en su biblioteca o sosteniendo algún objeto que hacía al caso, como una calavera o un fémur, o un dibujo anatómico. Le irritaba aquella simplicidad del retrato de Lovell. O el pintor no sentía mucho entusiasmo por el encargo, o el modelo había insistido en que no fuese una representación muy elocuente. Pensó en el reverendo Kirkpatrick y se lo imaginó pagando al artista aquella obra tan insulsa. Luego, pensó si no sería una representación idealizada del modelo o el simple equivalente de una postal, como un anuncio de Lovell. Aquel joven con apenas veinte años había asistido a la autopsia de Burke, en la que, según un reportaje de la época, «había brotado tal cantidad de sangre que, una vez concluida la lección de anatomía, el suelo del aula parecía el de un matadero, encharcado y pisoteado». Leer aquella descripción le había provocado náuseas. Era preferible morir como las víctimas de Burke: insensibilizadas por el alcohol y asfixiadas. Miró de nuevo los ojos de Kennet Lovell. Aquellas pupilas negras parecían irradiar luz a pesar de los horrores que habían contemplado. ¿O quizá, precisamente, porque no podía olvidarlos?
No sabía qué pensar y decidió hablar con el administrador, pero el mayor Bruce Cawdor, que amablemente la recibió en su despacho, no pudo añadir más de lo que ella ya sabía.
– No tenemos constancia de cómo llegó a poder del colegio el retrato de Lovell -dijo-. Supongo que sería una donación, tal vez para evadir impuestos.
Era un hombre bajito de aspecto distinguido y bien vestido, de rostro saludable. Le ofreció una taza de té Darjeeling con colador individual de plata.
– Me interesaría también la correspondencia de Lovell.
– Sí, a nosotros también.
– ¿No existe ninguna carta? -inquirió ella sorprendida.
El administrador negó con la cabeza.
– O Lovell escribía poco o bien fue destruida; o iría a parar a manos de algún oscuro coleccionista -dijo con un suspiro-. Es una lástima, porque se sabe muy poco sobre la época que vivió en África.
– Ni sobre la que vivió en Edimburgo, puestos a puntualizar.
– Pero está enterrado aquí. Supongo que no le interesará su tumba…
– ¿Dónde está?
– En el cementerio de Calton. Cerca de la de David Hume.
– Quizá vaya a visitarla.
– Lamento no poder ayudarla más -dijo el hombre con gesto reflexivo, y su rostro se iluminó-. Creo que Donald Devlin tiene una mesa obra de Lovell.
– Sí, lo sé, pero en ningún escrito consta esa afición a la carpintería.
– Seguro que estará recogida en algún texto. Creo que yo leí algo…
Pero el mayor Cawdor no recordaba dónde.
Aquella noche, Jean cenó con John Rebus en su piso de Portobello. Encargaron comida china, que acompañaron con Chardonnay frío, ella, y con cerveza, él, y con música de Nick Drake, Janis lan y el «Meddle» de Pink Floyd. Rebus estuvo pensativo, pero Jean se hizo cargo de las circunstancias. Después salieron a dar una vuelta por el paseo marítimo, animado por niños de aspecto norteamericano en monopatín, que lanzaban tacos como carreteros con el inconfundible acento local. Había un quiosco de patatas fritas abierto que difundía ese olor a aceite frito y vinagre de la infancia. No hablaron mucho, a semejanza de las parejas con que se cruzaron. La restricción era tradicional en Edimburgo, como si los sentimientos y asuntos personales fuesen algo íntimo. Había quien lo atribuía a la influencia de la Iglesia y de personajes como John Knox, y a Burchill le constaba que los forasteros se referían a Edimburgo como «Fort Knox», pero para ella tenía que ver más con la geografía de la ciudad, con sus sombríos peñascos y sus cielos oscuros, el viento fuerte del mar del Norte que sopla en sus calles como en un desfiladero y que en cada esquina hace que uno se sienta avasallado, vapuleado en sus encrucijadas. Siempre que iba de Portobello al centro notaba esa constricción, esa naturaleza hiriente del lugar.
John Rebus también pensaba en Edimburgo. ¿Dónde iba a vivir cuando dejara el piso?, ¿tenía preferencia por algún barrio? Portobello no estaba mal; era un lugar tranquilo. Aunque también podía irse al campo al sur o al oeste; tenía colegas que iban cada día desde Falkirk y Linlithgow, pero él no tenía la seguridad de estar preparado para esa rutina diaria. Portobello era más conveniente. El único problema era que cuando daban una vuelta por el paseo marítimo él siempre oteaba la playa, como si esperase ver un ataúd en miniatura como el de Nairn. Independientemente de dónde viviera, su cabeza seguía dominando sobre el entorno y, en aquel momento, el ataúd de Los Saltos lo seguía torturando por el hecho de que únicamente disponía del testimonio del ebanista, en el sentido de que era obra de otra persona, de alguien ajeno a los otros cuatro. Pero si el asesino era realmente listo, ¿no habría modificado adrede la técnica, sirviéndose de otras herramientas para engañarlos…?
Dios, otra vez lo mismo…, lo de siempre, dándole vueltas a la cabeza. Se sentó en el malecón y ella le preguntó si se encontraba bien.
– Me duele un poco la cabeza -contestó.
– Ah, ¿no es patrimonio exclusivo de las mujeres? -replicó ella sonriendo; pero él advirtió que no estaba muy contenta.
– Más vale que me vaya -dijo-. Esta noche no soy muy buena compañía.
– ¿Quieres contármelo?
Él alzó la vista y sus miradas se encontraron. Jean se echó a reír con sorna.
– Perdona lo tonto de la pregunta. Como buen varón escocés, no querrás hablar de ello.
– No es eso, Jean. Es que… -Se encogió de hombros-. Tal vez no sea tan descabellado que vaya al médico.
Intentaba tomárselo a broma y ella no quiso insistir.
– Vámonos -dijo Jean-. De todos modos, hace un frío que pela.
Se alejaron cogidos del brazo.