Se llamaba Albert Winfield, Albie para los amigos. Sorprendido de que la Policía quisiera hablar con él otra vez, llegó a Saint Leonard a la hora de la cita a la mañana siguiente. Rebus y Siobhan lo dejaron a solas quince minutos mientras despachaban otro asunto y encargaron a dos policías de uniforme que lo hicieran pasar a un cuarto de interrogatorios, donde lo dejaron otros quince minutos. Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada en el pasillo, ante el cuarto, asintieron con la cabeza y abrieron la puerta de golpe.
– Le agradecemos que haya venido, señor Winfield -espetó Rebus sin preámbulos haciendo que el joven saltara casi en la silla.
Con la ventana cerrada, el calor era agobiante. Había tres sillas; dos en un lado de la mesa y otra en el opuesto, la que ocupaba Winfield, además de las grabadoras y un vídeo atornillado a la pared sobre el extremo de la mesa, arañada con nombres como Shug, Jazz y Bomber, evidencia de anteriores visitantes, más un letrero de prohibido fumar pintarrajeado con bolígrafo y, en un rincón del techo, la cámara de vídeo enfocada hacia la mesa.
Rebus arrastró la silla hasta la mesa haciendo el mayor ruido posible con las patas y tiró en ella una abultada carpeta sin etiqueta que el joven miró hipnotizado sin saber que sólo contenía hojas de fotocopiadora en blanco.
A continuación apoyó los nudillos en la carpeta y sonrió a Winfield.
– Debió de ser una noticia terrible -dijo Siobhan con voz suave y cariñosa sentándose al lado de su rudo colega-. Por cierto, yo soy la agente Clarke; le presento al inspector Rebus.
– ¿Cómo? -exclamó el joven con la frente brillante de sudor. El cabello oscuro y corto acababa en pico y tenía granos en la barbilla.
– La noticia del asesinato de Flip ha debido de causarle una fuerte impresión -añadió Siobhan.
– Sí…, totalmente -respondió el joven con un acento que parecía inglés; pero Rebus sabía que no, era simple consecuencia de haber estudiado en el sur, lo que le había hecho perder sus raíces escocesas. El padre había vivido en Hong Kong hasta hacía tres años por sus negocios y estaba divorciado de la madre, que vivía en Perthshire.
– Así que ¿eran muy amigos?
El joven no apartaba los ojos de Siobhan.
– Sí, claro, aunque, en realidad, ella tenía más amistad con Camille.
– ¿Camille es su novia? -preguntó Siobhan.
– Extranjera, ¿no? -terció Rebus.
– No… -replicó el muchacho mirándolo un segundo-. No; es de Staffordshire.
– Pues eso; extranjera.
Siobhan miró a Rebus preocupada por que fuese a exagerar su papel, pero él, en un momento en que el joven bajaba la vista hacia la mesa, aprovechó para dirigirle un guiño y tranquilizarla.
– Hace calor, ¿verdad, Albert? -dijo Siobhan para hacer una pausa-. ¿Le importa que lo llame Albert?
– No…, no. En absoluto -respondió el joven volviendo a mirarla, aunque sus ojos siempre acababan posándose en Rebus.
– ¿Le parece que abramos una ventana?
– Sí; estupendo.
Siobhan miró a Rebus, quien apartó la silla hacia atrás haciendo el mayor ruido posible. Eran ventanas pequeñas que daban a la calle a bastante altura. Rebus se alzó de puntillas y entreabrió una para que entrara el aire.
– ¿Está mejor así? -preguntó Siobhan.
– Sí, gracias.
Rebus permaneció de pie a la izquierda del joven con los brazos cruzados y recostado en la pared, justo bajo la cámara.
– Son sólo algunas preguntas de seguimiento -añadió Siobhan.
– Sí…, muy bien -dijo el joven animado.
– Así que dice que no era muy amigo de Flip.
– Salíamos juntos…, en grupo, quiero decir. Íbamos a cenar a veces.
– ¿Al piso de ella?
– Alguna vez; y al mío.
– ¿Vive cerca del Botánico?
– Eso es.
– Es un barrio muy bonito.
– El piso es de mi padre.
– Ah, ¿él también vive allí?
– No, bueno…, él me lo compró.
Siobhan miró hacia Rebus.
– Los hay con suerte -musitó él, manteniendo los brazos cruzados.
– No es culpa mía que mi padre tenga dinero -dijo el joven dolido.
– Naturalmente -repuso Siobhan.
– ¿Y el novio de Flip? -preguntó Rebus.
Winfield bajó la vista y miró los zapatos de Rebus.
– ¿David? ¿Qué pasa con él?
Rebus se agachó y agitó la mano ante la cara del joven.
– Eh, hijo, que estoy aquí -dijo poniéndose en pie. Winfield le sostuvo la mirada tres segundos-. Pregunto si lo considera amigo -añadió.
– Bueno, ahora es algo extraño…, no, no, era realmente extraño, porque siempre estaban cortando y luego reconciliándose…
– ¿Y usted se ponía de parte de Flip? -aventuró Siobhan.
– No tenía más remedio…, por Camille.
– Dice que siempre rompían. ¿Por culpa de quién?
– Yo creo que era por incompatibilidad de caracteres…; del mismo modo que los opuestos se atraen, a veces sucede lo contrario.
– Yo no he tenido el privilegio de la educación universitaria, señor Winfield -dijo Rebus-. Podría explicarse mejor.
– Quiero decir que eran semejantes en muchos aspectos y eso hacía difícil su relación.
– ¿Discutían?
– Más que discutir, eran incapaces de ceder ninguno de los dos. Siempre tenía que haber un ganador y un perdedor, sin término medio.
– ¿Y esas discusiones podían volverse violentas?
– No.
– ¿David tenía mucho genio? -insistió Rebus.
– Como cualquier otro.
Rebus dio dos pasos hasta la mesa y se inclinó proyectando su sombra sobre el joven.
– ¿Usted lo ha visto perder los estribos? -inquirió.
– Pues no.
– ¿No?
Siobhan carraspeó para indicar a Rebus que por ahí no iba a ninguna parte.
– Albert -dijo con voz apacible-, ¿sabía que a Flip le gustaban los juegos de ordenador?
– No -contestó el joven con cara de sorpresa.
– ¿A usted le gustan?
– En primero jugaba a Doom… y en la máquina del millón del centro de estudiantes.
– ¿Un millón de ordenador?
– No, uno corriente.
– Flip participaba en un juego en la red, una variante de la búsqueda del tesoro -dijo Siobhan desdoblando una hoja y tendiéndosela a través de la mesa-. ¿Le dicen algo estas claves?
El joven las leyó frunciendo el entrecejo y lanzó un resoplido.
– Nada en absoluto.
– Es estudiante de medicina, ¿verdad? -preguntó Rebus.
– Sí, estoy en tercero.
– Debe de ser una carrera difícil -dijo Siobhan retirando la hoja de las claves.
– No pueden hacerse idea -respondió el joven riendo.
– Sí que podemos -replicó Rebus-. Por nuestro trabajo, tratamos con médicos constantemente -añadió, aunque omitió que había quien procuraba evitarlo.
– Supongo que sabrá algo sobre la arteria carótida -dijo Siobhan.
– Conozco su localización -contestó Winfield perplejo.
– ¿Y su función?
– Es una arteria del cuello; en realidad, son dos.
– ¿Irrigan el cerebro? -añadió Siobhan.
– Yo tuve que mirarlo en el diccionario -dijo Rebus- y viene del griego, «sueño». ¿Sabe por qué?
– Porque comprimiendo en la carótida se pierde el conocimiento.
– Exactamente -dijo Rebus asintiendo con la cabeza-. Un sueño profundo, y si se sigue presionando…
– Dios, ¿es así como ha muerto?
Siobhan negó con la cabeza.
– Creemos que quedó inconsciente y luego la estrangularon -explicó.
En el silencio que siguió, Winfield miró estupefacto a uno y otro, aferrándose al borde de la mesa como si fuera a levantarse.
– Dios bendito, ¿no creerán…? Santo cielo, ¿creen que he sido yo?
– ¡Siéntese! -ordenó Rebus.
Lo cierto es que el joven apenas se había alzado de la silla, como si las rodillas no lo obedecieran.
– Sabemos que no ha sido usted -dijo Siobhan tajante, y el estudiante se derrumbó en la silla casi derribándola.
– Sabemos que no ha sido porque tiene la coartada de que estaba con sus amigos esperándola aquella noche en el bar.
– Es cierto, es cierto -repitió Winfield.
– Así que no tiene de qué preocuparse -dijo Rebus apartándose de la mesa-. A menos que tenga que decirnos algo más.
– No…, yo, yo no…
– ¿A alguien más del grupo le gustan los juegos, Albert? -preguntó Siobhan.
– A nadie. Bueno, Trist tiene algunos programas de juegos, pero como casi todo el mundo.
– Es posible -dijo Siobhan-. ¿Nadie más del grupo estudia medicina?
Winfield negó con la cabeza, pero Siobhan advirtió que estaba pensativo.
– Bueno, está esa Claire -dijo-. Claire Benzie; pero yo sólo la conozco de un par de veces en fiestas. Flip y ella eran amigas… desde que iban juntas al colegio, creo.
– ¿Y estudia medicina?
– Sí.
– ¿No la conoce mucho?
– Está en un curso anterior al mío y de distinta especialidad. Dios, es verdad… -añadió mirando a Siobhan y después a Rebus-. De todas las especialidades que existen, ella ha elegido anatomía patológica…
– Sí, conozco a Claire -dijo el doctor Curt, que los acompañaba por el pasillo de la Facultad de Medicina de la universidad.
Rebus había estado allí en otras ocasiones, era el bloque en que Curt y Gates tenían sus despachos, pero no conocía la sala de conferencias, que era a donde los llevaba Curt. Rebus le había preguntado si se encontraba mejor y él le había dicho que sólo eran molestias estomacales.
– Es una joven muy agradable -añadió- y buena estudiante. Espero que no nos deje.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque hace segundo curso y podría cambiar de idea.
– ¿Hay muchas patólogas? -preguntó Siobhan.
– No…, en este país, no muchas.
– Es una especialidad algo extraña, ¿no? -preguntó Rebus-. Quiero decir, por el hecho de elegirla siendo tan joven.
– No crea -respondió Curt risueño-. Yo estaba siempre dispuesto a hacer la disección de las ranas en las prácticas de biología -añadió con una sonrisa de oreja a oreja-. Además, prefiero trabajar con muertos que con vivos porque se evita uno la dificultad diagnóstica, la familia está menos pendiente y hay menos reclamaciones por negligencia… -Se detuvo ante una puerta doble y miró por el recuadro acristalado-. Sí, aquí es.
Era un aula pequeña y anticuada en forma de anfiteatro con pupitres y paredes recubiertas de madera.
– Aún les quedan dos minutos -dijo Curt consultando el reloj.
Rebus atisbo el interior. Alguien que él no conocía estaba dando clase a unas docenas de estudiantes. Había diagramas recientes en la pizarra y un estrado donde el profesor se sacudía la tiza de las manos.
– No veo ningún cadáver -dijo Rebus.
– Suelen reservarse para las prácticas.
– ¿Siguen haciendo las autopsias en el Hospital Western General?
– Sí, y es un incordio por el tráfico.
En el depósito de cadáveres estaban clausuradas las dependencias para autopsias en prevención del contagio por hepatitis y porque la instalación de aire acondicionado era obsoleta, sin que hubiera perspectivas de nuevas instalaciones, y la consecuencia era que los hospitales tenían que absorber los servicios forenses.
– El cuerpo humano es una máquina fascinante -dijo Curt- que solamente la autopsia permite apreciar en toda su integridad. Los cirujanos se especializan en una determinada zona del cuerpo, pero nosotros tenemos acceso privilegiado a todo el organismo.
La mirada que le dirigió Siobhan denotaba a las claras su repulsa por el modo tan entusiasta con que el profesor se expresaba sobre el tema.
– Este edificio es antiguo -dijo ella.
– No tan antiguo en el contexto universitario. La vieja Facultad de Medicina estaba antes en el Old College.
– ¿Donde llevaron el cadáver de Burke? -preguntó Rebus.
– Sí, después de la ejecución. Existía un túnel directo entre el patíbulo y el Old College por el que llegaban los cadáveres, de noche en muchos casos. Los llevaban los resurreccionistas -añadió mirando a Siobhan.
– Buen nombre para un grupo musical -dijo ella.
– Ladrones de cadáveres -replicó él mirándola airado por su frivolidad.
– Al cadáver de Burke le arrancaron la piel, ¿verdad? -preguntó Rebus.
– Ya veo que está enterado.
– Me lo dijeron hace poco. ¿Todavía existe ese túnel?
– Parte de él.
– Me gustaría tener ocasión de verlo.
– Pues hable con Devlin.
– ¿Cómo?
– Es el historiador oficioso de los primeros tiempos de la Facultad de Medicina y tiene escritas monografías sobre el tema que él mismo se ha publicado, pero que son muy interesantes.
– No lo sabía, aunque sí me consta que conoce muchos datos sobre Burke y Hare y opina que fue el doctor Kennet Lovell quien dejaba los ataúdes en Arthur's Seat.
– Ah, ¿esos de que habla últimamente la prensa? ¿Lovell? -añadió Curt pensativo-. Bueno, no diría yo que no. Por cierto, qué casualidad que haya mencionado a Lovell.
– ¿Por qué?
– Porque hace poco Claire me dijo que era antepasado suyo. -Oyeron un murmullo dentro del aula-. Ah, ya ha terminado el doctor Easton. Pongámonos a un lado porque salen de estampía.
– Salen con ganas, ¿eh? -dijo Siobhan.
– Para volver a tomar aire fresco.
Sólo algunos estudiantes se fijaron en el grupo, y los que conocían a Curt lo saludaron con una inclinación de cabeza, una sonrisa o alguna palabra. Cuando el aula estaba ya casi vacía, Curt se puso de puntillas.
– Claire, ¿puede venir un momento? -preguntó.
Era alta y delgada, con el cabello rubio corto, la nariz larga y recta y unos ojos almendrados casi orientales. Llevaba dos carpetas bajo el brazo y, en la mano, un móvil que consultaba sin detenerse, probablemente para comprobar si tenía mensajes. Se les acercó sonriente.
– Hola, doctor Curt -dijo con voz casi cantarina.
– Claire, estos policías quieren hablar con usted.
– Por lo de Flip, ¿verdad? -preguntó ella con cara larga, ya sin sombra de alegría; su voz había adquirido un tono sombrío.
Siobhan asintió despacio con la cabeza.
– Se trata de unas simples preguntas de seguimiento -dijo.
– He estado aferrándome a la idea de que tal vez no fuese ella; que podía tratarse de un error… ¿Se ha encargado usted de…? -añadió mirando al patólogo.
Curt negó con un gesto, pero fue más bien un rechazo a la pregunta que una respuesta negativa; Rebus y Siobhan sabían que Gates y él habían hecho la autopsia de Philippa Balfour.
Claire Benzie lo sabía también y no apartaba la vista del doctor Curt.
– ¿Tuvo usted alguna vez que…, ya sabe…, practicarla a algún conocido suyo? -preguntó.
Curt miró a Rebus, quien comprendió que pensaba en Conor Leary.
– No es obligatorio -respondió Curt a la estudiante-. Si se da el caso, uno puede alegar motivos familiares.
– Ah, ¿se nos permite ser sensibles?
– En ciertos casos, sí -contestó Curt, y el rostro de la joven volvió a animarse un poco.
– Bien, ¿qué es lo que desean? -preguntó Claire a Siobhan.
– Sabrá que estamos investigando la muerte de Flip como un homicidio…
– Lo oí en las noticias esta mañana.
– Bien, necesitamos que nos ayude a aclarar algunas cosas.
– Pueden pasar a mi despacho -dijo Curt.
Siguieron pasillo adelante precedidos por el doctor y la estudiante, y Rebus observó que Claire Benzie, con las carpetas contra el pecho, hablaba con Curt de la clase a la que acababa de asistir. Siobhan lo miró arrugando la nariz, imaginándose lo que pensaba, pero él negó con la cabeza, aunque, de todos modos, sí que le chocaba que la joven hubiese acudido a clase la misma mañana en que se había sabido la muerte de su amiga y fuese capaz de hablar de estudios con dos policías a su espalda.
Era comprensible si lo hacía por distanciarse, para ahuyentar los pensamientos sobre la muerta y pensar sólo en la rutina cotidiana sin ceder a las lágrimas. Pero también podía ser un atroz egoísmo considerar el fallecimiento de Flip una intromisión menor en su universo. Rebus no acababa de dilucidar el verdadero motivo.
El doctor Curt y el profesor Gates compartían secretaria. Cruzaron el despacho de ésta y Curt abrió una de las dos puertas contiguas y los hizo pasar.
– Tengo un par de cosas que hacer -explicó-. Cuando acaben cierren la puerta.
– Gracias -dijo Rebus.
Pero Curt parecía de pronto algo remiso a dejar a su alumna a solas con los dos policías.
– No se preocupe, doctor Curt -dijo la joven, viendo su indecisión.
Curt asintió con la cabeza y los dejó.
Era un despacho reducido y sin ventilación; una librería acristalada, llena a rebosar de libros y documentos ocupaba toda una pared y, aunque Rebus sabía que en la mesa debía de haber un ordenador, los montones de papeles, archivadores, carpetas, revistas y sobres vacíos no permitían asegurarlo.
– Tira pocas cosas, ¿verdad? -dijo la joven-. Es chocante si se piensa lo que hace con los cadáveres.
El comentario hizo que Siobhan Clarke la mirara estupefacta.
– Dios mío, lo siento -añadió Claire llevándose una mano a la boca-. En este curso voy a ganar el diploma de mal gusto.
Rebus pensó en las autopsias en que había visto arrojar las vísceras de los muertos a un cubo y cortar órganos para pesarlos en una balanza.
Siobhan se recostó en el escritorio, mientras la joven tomaba asiento en una silla que parecía recuperada de algún comedor de los setenta. La opción de Rebus era quedarse de pie u ocupar el sillón de Curt, y optó por esto último.
– Bien -dijo Claire dejando las carpetas en el suelo-, ¿qué es lo que quieren saber?
– ¿Usted fue al colegio con Flip?
– Sí, unos años.
Habían repasado las notas de un primer interrogatorio breve de la joven realizado por dos agentes de Gayfield Square.
– ¿Después perdieron el contacto?
– Más o menos… Sólo intercambiábamos alguna carta o algún correo electrónico. Luego, ella se matriculó en historia del arte y yo ingresé en la Universidad de Edimburgo.
– Pero siguieron en contacto.
La joven asintió con la cabeza. Había doblado una pierna sentándose sobre ella y jugueteaba con la pulsera de la muñeca izquierda.
– Yo le enviaba un mensaje por Internet y nos veíamos.
– ¿Lo hacían con frecuencia?
– No mucho, porque estudiábamos materias distintas y teníamos distinto volumen de trabajo.
– ¿Y tenían distintas amistades? -preguntó Rebus.
– Sí, algunas.
– ¿Seguía usted en contacto con otras compañeras de colegio?
– Con una o dos.
– ¿Y Flip?
– Creo que no.
– ¿Sabe cómo conoció ella a David Costello? -preguntó Rebus sabiendo de antemano que había sido en una fiesta, pero simplemente por comprobar si Claire lo conocía mucho.
– Creo que ella me dijo que había sido en una fiesta…
– ¿Le gustaba como persona?
– ¿David? -replicó ella pensativa-. Era muy arrogante y seguro de sí mismo.
«Quién fue a hablar», estuvo a punto de contestar Rebus, pero optó por mirar a Siobhan, quien sacó de la chaqueta la nota doblada.
– Claire -dijo-, ¿a Flip le gustaban los juegos?
– ¿Los juegos?
– Juegos de rol…, por ordenador…, por Internet, quizá.
La joven reflexionó un instante. No era nada anormal, aunque Rebus sabía que a veces las pausas se aprovechan para inventarse algo.
– En el colegio teníamos un club para jugar a Dragones y Mazmorras.
– ¿Formaban parte de él ustedes dos?
– Hasta que nos dimos cuenta de que era cosa de chicos exclusivamente -respondió ella arrugando la nariz-. Ahora que lo pienso, ¿no jugaba también David en el colegio?
– ¿Ha visto antes esto? -preguntó Siobhan tendiéndole la hoja con las claves.
– ¿Qué significan?
– Son de un juego en el que participaba Flip. ¿De qué se ríe?
– Seven fins high… Ella estaba encantada con esto.
– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Siobhan con cara de sorpresa.
– Un día entró dando saltos en un bar… Dios, ya no recuerdo cuál. Tal vez era el Barcelona, uno que hay en Buccleuch Street -añadió mirando a Siobhan.
– Continúe -dijo ella.
– Bien, entró… riéndose y me dijo eso -prosiguió la joven señalando la hoja-. Seven fins high is king, y luego me preguntó si sabía lo que quería decir. Yo le contesté que no tenía la menor idea y entonces ella me dijo: «Es la línea Victoria». Parecía muy contenta.
– ¿No le explicó qué significaba?
– Ya le digo que…
– Me refiero a si era la clave de un concurso.
Claire Benzie negó con la cabeza.
– Yo pensé…, bueno, no sé lo que pensé.
– ¿Había alguien más?
– No, en el bar no. Yo estaba tomando unas copas cuando entró ella corriendo.
– ¿Cree que se lo contó a alguien más?
– Que yo sepa, no.
– ¿No le explicó nada sobre las otras claves? -inquirió Siobhan señalando la hoja y sintiendo un enorme desahogo por haber descubierto las mismas soluciones que Flip, pues temía que Programador le estuviera planteando a ella acertijos distintos, preguntas específicas para ella. Se sentía más solidaria con la fallecida.
– ¿Tiene algo que ver este juego con su muerte? -preguntó la joven.
– Aún no lo sabemos -contestó Rebus.
– ¿Y no hay sospechosos o alguna pista?
– Pistas, muchas -respondió Rebus sin vacilación-. Ha dicho que piensa que David Costello era arrogante. ¿Alguna vez se excedió en arrogancia?
– ¿A qué se refiere?
– Hemos sabido que hubo sonadas rupturas entre Flip y él.
– Eran tal para cual -respondió la joven; calló de pronto y miró al vacío. Rebus lamentó una vez más no ser capaz de leerle el pensamiento-. La estrangularon, ¿verdad?
– Sí.
– Por lo que he aprendido en las clases de medicina forense, las víctimas se resisten, arañando, mordiendo y dando patadas.
– Siempre que no hayan perdido el conocimiento -dijo Rebus.
Claire cerró un instante los ojos y al abrirlos vieron que los tenía bañados en lágrimas.
– Por presión sobre la carótida -añadió Rebus.
– ¿Que causó un hematoma ante mórtem? -preguntó la joven como si leyera un libro de texto.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Me parece que fue ayer cuando íbamos juntas al colegio.
– ¿En Edimburgo? -inquirió Rebus, y aguardó a que ella respondiera afirmativamente. En el primer interrogatorio sólo habían tratado de su pasado en lo estrictamente relacionado con Flip-. ¿Es donde viven sus padres?
– Ahora. Antes vivíamos en Causland.
– ¿En Causland? -dijo Rebus pensativo porque le sonaba el nombre.
– Es un pueblo, bueno…, más bien una aldea a unos dos kilómetros de Los Saltos.
Rebus se aferró a los brazos del sillón del doctor Curt.
– Ah. ¿Ha estado usted en Los Saltos? -preguntó.
– Hace tiempo.
– ¿Y en Los Enebros, la casa de los Balfour?
– Alguna vez; más como invitada que como visitante asidua.
– ¿Su familia se marchó después de allí?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Porque mi padre… -No acabó la frase-. Tuvimos que mudarnos a causa de su trabajo.
Siobhan y Rebus cruzaron una mirada. No era lo que había estado a punto de contestar.
– ¿Fue alguna vez con Flip a ver la cascada? -preguntó Rebus sin darle importancia.
– ¿La conoce usted?
– He estado allí un par de veces -respondió Rebus asintiendo con un gesto.
– Nosotras solíamos ir a jugar a aquel lugar. -La chica sonrió con la mirada perdida-. Decíamos que era nuestro reino encantado y lo llamábamos la vida eterna. Si hubiésemos sabido…
Dejó otra vez la frase inconclusa y Siobhan se acercó a consolarla mientras Rebus salía al despacho exterior para pedir un vaso de agua a la secretaria. Cuando entró de nuevo, vio que Siobhan estaba agachada a su lado con una mano en el hombro de Claire y que la joven se sobreponía. Rebus le ofreció el vaso de agua y ella se enjugó la nariz con un pañuelo de papel.
– Gracias -dijo.
– Creo que, de momento, eso es todo -explicó Siobhan, y Rebus hizo un gesto afirmativo, aunque en su interior disentía-. Nos ha sido de gran ayuda, Claire.
– ¿De verdad?
Fue Siobhan quien esta vez dijo que sí.
– Tal vez volvamos a hablar con usted, si no tiene inconveniente.
– Muy bien, cuando quieran.
– Si no estoy en el despacho -añadió Siobhan tendiéndole su tarjeta-, puede localizarme por el busca.
– De acuerdo -dijo la joven apuntando el número en una de las carpetas.
– ¿Se encuentra bien?
Claire asintió con un gesto y apretó las carpetas contra el pecho.
– Tengo una clase que no quiero perderme -dijo.
– Nos ha contado el doctor Curt que es usted pariente de Kennet Lovell -terció Rebus.
La joven lo miró.
– Por parte de madre -explicó haciendo una pausa como si esperase otra pregunta de él.
– Gracias, de nuevo -repitió Siobhan.
La vieron ponerse en pie para marcharse mientras Rebus sostenía el picaporte.
– Una cosa, Claire -dijo.
– ¿Sí? -La joven se detuvo frente a él.
– Nos ha dicho que había estado en Los Saltos alguna vez. ¿Quiere eso decir que no ha estado allí hace poco? -preguntó Rebus.
– Quizá de paso.
Rebus movió la cabeza asintiendo y ella dio un nuevo paso para irse.
– Pero conoce a Beverly Dodds -añadió Rebus.
– ¿Quién?
– Creo que es la autora de esa pulsera que lleva.
La joven alzó el antebrazo.
– ¿Esto? -Era una pulsera muy parecida a la que Jean Burchill había comprado, con piedras pulimentadas ensartadas-. Es un regalo de Flip. Me dijo que tenía no sé qué cualidades «mágicas» -añadió encogiéndose de hombros-. No es que yo crea en ello, desde luego…
Rebus la miró por un instante mientras se alejaba y cerró después la puerta.
– ¿Tú qué crees? -dijo volviendo al despacho.
– No lo sé -respondió Siobhan.
– Un poco teatrera, ¿no?
– Las lágrimas parecían auténticas.
– Normal en una buena actriz.
– Si realmente es la asesina, lo disimula muy bien -dijo Siobhan sentándose en la silla que había ocupado la joven.
– «Seven fins high». Supongamos que Flip no se lo dijo en ningún bar y que Claire conocía el significado.
– ¿Porque es Programador? -preguntó Siobhan negando con la cabeza.
– U otra participante del juego -añadió Rebus.
– ¿Y por qué iba a arriesgarse a decírnoslo?
– Porque… -Pero Rebus no encontraba una respuesta.
– ¿Sabes en qué estoy pensando?
– En lo del padre -dijo Rebus.
– Algo se calló -añadió Siobhan asintiendo con la cabeza.
– ¿Por qué se marcharían de allí?
Siobhan reflexionó un instante sin encontrarle una explicación concreta.
– Quizá lo averigüemos en su colegio -dijo Rebus.
Mientras ella iba a pedir a la secretaria el listín telefónico, él aprovechó para llamar a Bev Dodds, que contestó al sexto timbrazo.
– Soy el inspector Rebus -dijo.
– Inspector, en este momento estoy algo ocupada…
Rebus oyó voces, y pensó que serían turistas que miraban las cerámicas.
– Creo que no le pregunté si conocía a Philippa Balfour -dijo.
– ¿Ah, no?
– ¿Le importa que se lo pregunte ahora?
– En absoluto. -Una pausa-. La respuesta es no.
– ¿No la había visto nunca?
– Nunca. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque una amiga suya lleva una pulsera, dice que es un regalo de Philippa, y yo creo que es una de las suyas.
– Es posible.
– ¿No se la vendió usted a Philippa Balfour?
– Si es de las que yo hago, probablemente la compraría en alguna tienda. En Haddington hay una de artesanía que vende cosas mías, y en Edimburgo hay otra.
– ¿Cómo se llama la de Edimburgo?
– Wiccan. Está en Jeffrey Street. Bien, ahora si no le importa…
Pero Rebus ya había colgado. Siobhan regresó con el número del antiguo colegio de Flip y fue él quien hizo la llamada, conectando el altavoz para que ella escuchara. La directora había sido profesora en la época en que Claire y Flip eran alumnas.
– Pobre Philippa… Ha sido una noticia terrible. Lo que deben de estar sufriendo sus padres… -dijo la mujer.
– Estoy seguro de que no les faltará consuelo -repuso Rebus procurando enmascarar el sarcasmo.
Al otro lado de la línea se oyó un profundo suspiro.
– En realidad, la llamo en relación con Claire.
– ¿Claire?
– Claire Benzie. Intentamos reconstruir el perfil de Philippa con datos sobre su pasado, y parece ser que ella y Claire eran buenas amigas en aquel entonces.
– Sí, bastante.
– ¿Vivían las dos cerca?
– Sí. En la calle East Lothian.
– ¿Cómo iban al colegio? -preguntó Rebus.
– Pues solía traerlas el padre de Claire y algunas veces la madre de Philippa. Una señora encantadora, cuánto lo siento por ella…
– ¿El padre de Claire trabajaba entonces en Edimburgo?
– Oh, sí; en algo de abogacía.
– ¿Fue ése el motivo de que se marcharan, su trabajo?
– Oh, no, Dios mío. Creo que los desahuciaron.
– ¿Los desahuciaron?
– Mire, no me gusta cotillear, pero como ya ha muerto supongo que da igual.
– Lo consideraremos estrictamente confidencial -dijo Rebus mirando a Siobhan.
– Bien, resulta que el pobre hombre hizo inversiones catastróficas. Tengo entendido que, además, le gustaba el juego, y parece ser que llegó a perder miles de libras…, la casa…, todo.
– ¿Cómo murió?
– Me da la impresión de que se lo imagina. Poco después de lo que digo, alquiló una habitación en un hotel de la costa y tomó una sobredosis de pastillas. Para un abogado es bastante denigrante llegar a la bancarrota, ¿no cree?
– Sí, desde luego -respondió Rebus-. Le quedo muy agradecido.
– Bien, lamento dejarlo pero me esperan en una reunión.
Rebus notó por el tono que era algo habitual y no una excusa.
– Es una lástima ver a dos familias víctimas de la tragedia.
– Bien, adiós -añadió Rebus colgando y mirando a Siobhan.
– ¿Inversiones? -dijo ella.
– ¿Y en quién mejor confiar que en el padre de la mejor amiga de su hija?
Siobhan asintió con la cabeza.
– John Balfour está a punto de enterrar a su hija -recordó a modo de advertencia.
– Bueno, hablaremos con otra persona del banco.
– Yo sé con quién… -dijo Siobhan sonriente.
Como Ranald Marr estaba en Los Enebros, se dirigieron a Los Saltos y Siobhan aprovechó para pedir a Rebus que fueran un momento a ver la cascada. Había una pareja de turistas y el hombre, que hacía una foto a su mujer, pidió a continuación a Rebus que les hiciera otra a los dos. Rebus advirtió que tenía acento de Edimburgo.
– ¿Qué los trae por aquí? -preguntó haciéndose el inocente.
– Seguramente, lo mismo que a ustedes -contestó el hombre colocándose junto a su esposa-. Que salga la cascada, por favor.
– ¿Quiere decir que han venido por lo del ataúd? -inquirió Rebus encuadrándolos con el visor.
– Pues sí. Como ya está muerta…
– Sí que lo está -espetó Rebus.
– ¿Está seguro de que nos capta? -preguntó el hombre inquieto.
– Perfectamente -contestó Rebus pulsando el disparador, bien consciente de que cuando revelaran el carrete no saldrían más que árboles y cielo.
– ¿Ha visto? -dijo el hombre recogiendo la máquina y señalando un árbol-. Esa del cartel es la que encontró el ataúd.
Rebus miró hacia donde le indicaba y vio pegado a un tronco un cartel rudimentario que anunciaba la cerámica de Beverly Dodds con un mapa que indicaba la casa: «se vende cerámica, té y café, meriendas». Ampliaba el negocio.
– ¿Les ha enseñado el ataúd? -preguntó Rebus, conociendo perfectamente la respuesta, dado que el espécimen de Los Saltos estaba con el resto bajo llave en Saint Leonard, donde la ceramista le había llamado más de diez veces en vano sin lograr que se pusiera al teléfono.
– Lo tiene la policía -respondió el hombre con evidente decepción.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Dónde van ahora, entonces? -preguntó.
– A echar un vistazo a Los Enebros -contestó la esposa-, suponiendo que lo encontremos, porque para llegar aquí hemos tardado media hora. Se ve que en este pueblo no creen en las señales indicadoras, ¿verdad? -añadió mirando a Siobhan.
– ¿Los Enebros? Yo sé dónde está -dijo Rebus decidido-. Vuelvan hacia atrás por el camino y en el pueblo tuerzan a la izquierda; verán a la derecha unas casas que llaman Meadowside, sigan hasta allí y justo detrás está Los Enebros.
– De primera. Muchas gracias -dijo el hombre con una gran sonrisa.
– De nada -respondió Rebus, mientras la pareja se despedía y regresaba por el camino.
Siobhan se acercó a Rebus.
– ¿Se lo has indicado al revés? -preguntó.
– Con un poco de suerte saldrán de Meadowside con las ruedas sanas -contestó él sonriente-. Es mi buena acción de hoy.
Cuando subieron al coche se volvió hacia ella.
– ¿Cómo enfocamos el interrogatorio? -preguntó.
– Lo primero que necesitamos saber es si Marr es masón.
Rebus asintió con la cabeza.
– De eso me encargo yo -dijo.
– Luego, creo que habrá que abordar directamente el tema de Hugo Benzie.
– ¿Quién hace las preguntas, tú o yo?
– Lo decidiremos sobre la marcha -respondió Siobhan recostándose en el asiento-, a ver por quién de los dos muestra preferencia Marr.
Rebus la miró.
– ¿No estás de acuerdo?
– No es eso -respondió él.
– ¿Entonces, por qué me miras así?
– Porque es casi exactamente lo que yo habría propuesto.
– ¿Y eso es bueno o malo? -preguntó ella volviéndose hacia él y sosteniéndole la mirada.
Rebus sonrió irónico.
– Pues lo estoy considerando -respondió dándole a la llave de contacto.
Ante la verja de Los Enebros se encontraron con dos policías de uniforme; uno de ellos era la agente Nicola Campbell, que Rebus conocía de su primera visita. En el arcén opuesto estaba aparcado el coche de un periodista que bebía de un termo y que, en vez de volver a enfrascarse en un crucigrama, los miró cuando pararon.
– ¿Ya no intervienen el teléfono? -preguntó Rebus bajando el cristal de la ventanilla.
– Claro, ya no es un secuestro -respondió Campbell.
– ¿Y Cerebro?
– Ha vuelto a la central para otro asunto.
– Ahí hay un buitre -dijo Rebus refiriéndose al periodista-. ¿Han acudido morbosos?
– Bastantes.
– Pues seguramente vendrán otros dos. ¿Quién queda dentro de la casa?
– La jefa y el inspector Hood.
– Preparando el próximo comunicado de prensa -aventuró Siobhan.
– ¿Y aparte de ellos? -preguntó Rebus a la agente.
– Los padres, los sirvientes, alguien de la funeraria y un amigo de la familia -contestó ella.
Rebus asintió con la cabeza y se volvió hacia Siobhan.
– No sé si habrán interrogado a los sirvientes; a veces oyen y ven cosas…
Campbell les abrió la verja.
– Los interrogó el sargento Dickie -dijo Siobhan.
– ¿Dickie? -preguntó Rebus metiendo la marcha y cruzando la entrada-. ¿Ese gandul que siempre está mirando el reloj?
– Todo quieres hacerlo tú, ¿no es eso? -replicó Siobhan mirándolo.
– Porque no confío en que nadie lo haga bien.
– Ah, muchas gracias.
– Hay excepciones -añadió él apartando los ojos del parabrisas.
Había cuatro coches frente a la casa en el camino de entrada, por donde Jacqueline Balfour había echado a correr precipitadamente hacia Rebus confundiéndolo con el secuestrador de su hija.
– Ése es el Alfa de Grant -indicó Siobhan.
– Que hace de chófer de la jefa -añadió Rebus, considerando que el Volvo negro S40 sería de la funeraria; los otros coches eran un Maserati color bronce y un Aston Martin DB7, pero no sabía cuál era el de Marr y cuál el de Balfour, y así lo dijo.
– El Aston es de John Balfour -explicó Siobhan, y él la miró.
– ¿Conjeturas? -preguntó.
Ella negó con la cabeza.
– Está indicado en las notas -contestó.
– Seguro que sabes el número de zapatos que gasta.
Les abrió una doncella; le mostraron la identificación, los hizo pasar al vestíbulo y los dejó allí sin decir palabra. Era la primera vez que Rebus veía andar de puntillas a alguien. No se oía ni un murmullo.
– Esta casa parece salida del Cluedo -musitó Siobhan mirando los paneles de madera y los cuadros de los antepasados de la familia Balfour.
Al pie de la escalera había hasta una armadura y junto a ella, en una mesita, un montón de cartas cerradas. Oyeron abrirse la puerta por la que había desaparecido la doncella y vieron llegar a su encuentro a una mujer alta de mediana edad con gesto sereno, pero serio.
– Soy la ayudante personal del señor Balfour -dijo casi en un susurro.
– Es con el señor Marr con quien desearíamos hablar.
Ella asintió con un gesto.
– Háganse cargo de que en las actuales circunstancias…
– ¿No quiere hablar con nosotros?
– No se trata de querer -replicó ella un tanto irritada.
Rebus movió despacio la cabeza.
– Bien, permita que informe, entonces, a la comisaria Templer que el señor Marr obstaculiza la investigación sobre el asesinato de la señorita Balfour. Si es tan amable de indicarme el camino…
La mujer lo fulminó con la mirada, pero Rebus permaneció inmutable.
– Esperen un momento -dijo ella al fin, enseñando por primera vez los dientes a Rebus, quien le dio un escueto «gracias» cuando ella se dirigió a la puerta.
– Impresionante -elogió Siobhan.
– ¿Ella o yo?
– La escaramuza.
Rebus asintió con la cabeza.
– Dos minutos más y echo mano de la armadura.
Siobhan fue a la mesita y ojeó el correo. Rebus se le acercó.
– Pensé que se abrían las cartas para ver si pedían rescate -dijo.
– Seguramente se ha estado haciendo -repuso Siobhan mirando los matasellos-, pero éstas son de ayer y de hoy.
– Trabajo extra para el cartero -añadió Rebus, viendo que muchos sobres eran de tamaño tarjetón con filete de luto-. Espero que las abra la ayudante personal.
Siobhan asintió con la cabeza. Aunque fueran de pésame, habría también misivas de gente morbosa para quien la muerte de alguien famoso es como una obsesión. A saber.
– Deberíamos examinarlas nosotros -dijo ella.
– Buena idea. Al fin y al cabo, el asesino podría ser un morboso.
Volvió a abrirse la puerta, esta vez para dar paso a Ranald Marr, de luto, que fue hacia ellos, irritado por la interrupción.
– ¿Ahora de qué se trata? -interpeló a Siobhan.
– ¿El señor Marr? -preguntó Rebus tendiéndole la mano-. Soy el inspector Rebus. Permita que le manifieste cuánto lamentamos la interrupción.
Marr, aceptada la disculpa, dio la mano a Rebus, a quien, pese a no haber ingresado en la Obra, su padre, una noche de borrachera, le había enseñado el modo de dar la mano de los masones.
– No me entretendrán mucho… -dijo Marr, aprovechando la situación.
– ¿Podemos hablar a solas?
– Vengan por aquí -contestó Marr llevándolos hacia un pasillo.
Rebus cruzó una mirada con Siobhan y asintió con la cabeza. Sí, Marr era masón. Ella frunció los labios preocupada.
Marr abrió una puerta y entraron en un salón con una librería que ocupaba toda la pared y con mesa de billar. Cuando encendió la luz advirtieron que el salón, como el resto de la casa, tenía las cortinas echadas en señal de duelo, pero allí resaltaba el color verde del tapete. Había dos sillas arrimadas a la pared y entre ellas una mesita con una bandeja de plata con una licorera de whisky y vasos de cristal fino. Marr se sentó y se sirvió un whisky, haciendo un gesto de invitación a Rebus, quien la declinó con la cabeza; Siobhan también rehusó. Marr alzó su vaso.
– Por Philippa, que su alma descanse en paz -dijo echando un largo trago.
Como Rebus le había notado olor a whisky en el aliento, dedujo que no era la primera copa ni probablemente el primer brindis de la jornada. De haber estado solos, habría sido el momento inevitable de hablar sobre sus respectivas logias, y él se habría visto en apuros; pero la presencia de Siobhan solventaba el problema. Hizo rodar sobre el tapete una bola roja que rebotó en la banda.
– Bien -dijo Marr-, ¿de qué se trata ahora?
– Se trata de Hugo Benzie -contestó Rebus.
El nombre cogió por sorpresa a Marr, quien enarcó las cejas y dio otro trago.
– ¿Lo conocía? -insistió Rebus.
– No mucho. La hija de Benzie era compañera de colegio de Philippa.
– ¿Tenía su dinero en la Banca Balfour?
– Ya saben que no puedo hablar de los asuntos de la banca. No sería ético.
– No es usted un médico -replicó Rebus-. Simplemente guarda el dinero de otros.
– Hacemos algo más que eso -respondió Marr entornando los ojos.
– ¿Qué? ¿Hacerles también perder dinero?
– ¿Qué demonios tiene que ver todo esto con el asesinato de Philippa? -exclamó Marr poniéndose en pie de un salto.
– Limítese a contestar a la pregunta: ¿tenía Hugo Benzie invertido su dinero en ustedes?
– En nosotros no; a través de nosotros.
– ¿Lo asesoraban?
Marr se sirvió otro whisky y Rebus miró a Siobhan, que hacía su papel secundario de pie tras la mesa de billar.
– ¿Ustedes lo aconsejaban? -preguntó Rebus de nuevo.
– Le aconsejábamos que no corriera riesgos.
– ¿Y él no hizo caso?
– ¿Qué es la vida sin un poco de riesgo? Ésa era la filosofía de Hugo. Jugó y perdió.
– ¿Y echó la culpa a Balfour?
Marr negó con un gesto.
– No creo. El pobre desgraciado se suicidó.
– ¿Y su mujer y su hija?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Les guardaron rencor?
Marr volvió a negar con la cabeza.
– Ellas sabían cómo era -dijo dejando el vaso en la mesa de billar-. Pero ¿qué tiene esto que…? -A media frase pareció comprenderlo-. Ah, siguen buscando móviles y piensan que un muerto ha salido de su tumba para vengarse de la Banca Balfour.
– Cosas más raras se han visto -replicó Rebus echando a rodar otra bola en el billar.
En ese momento, Siobhan salió de la sombra y tendió la hoja de papel a Marr.
– ¿Recuerda que le pregunté sobre el tema de los juegos?
– Sí.
– ¿Qué sentido da usted a esta clave? -inquirió Siobhan señalando la relativa a la iglesia de Rosslyn.
Marr entornó los ojos pensativo.
– Ninguna -contestó devolviéndosela.
– Señor Marr, ¿puedo preguntarle si es miembro de alguna logia masónica?
Marr la miró y a continuación dirigió la vista hacia Rebus.
– No me dignaré responder a esa pregunta.
– Mire usted, a Philippa le enviaron la clave para que la resolviera, y a mí también, por lo que al ver la expresión «el sueño del masón» tuve que buscar a alguien de una logia para ver si me aclaraba el significado.
– ¿Y cuál es?
– Es lo de menos. Lo que sí puede ser importante es si Philippa buscó ayuda igual que yo.
– Ya le digo que yo no sabía nada de esto.
– Pero quizás a ella se le escapó algún comentario hablando con usted.
– Pues no.
– ¿Hay algún otro masón entre sus amistades, señor Marr? -preguntó Rebus.
– No lo sé. Miren, creo que ya les he concedido suficiente tiempo… hoy precisamente…
– Sí, señor -dijo Rebus-. Gracias por recibirnos -añadio tendiendo de nuevo la mano, que esta vez Marr se negó a estrechar.
Sin decir nada más, abrió la puerta del salón y Rebus y Siobhan lo siguieron pasillo adelante. En el vestíbulo estaban Templer y Hood. Marr pasó a su lado sin decir palabra y desapareció por una puerta.
– ¿Qué demonios hacéis aquí? -preguntó Templer bajando la voz.
– Tratando de descubrir al asesino -respondió Rebus-. ¿Y tú?
– Quedaste bien en la tele -dijo Siobhan a Hood.
– Gracias.
– Sí, Grant se desenvolvió estupendamente -reconoció Templer cambiando su atención de Rebus a Siobhan-. Estoy muy contenta.
– Y yo -añadió Siobhan sonriente.
Salieron de la casa y subieron a sus respectivos coches.
– Quiero un informe sobre vuestra presencia aquí -dijo Templer antes de arrancar-. Ah, John, tienes pendiente esa visita al médico.
– ¿El médico? -preguntó Siobhan mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
– No es nada -contestó Rebus poniendo en marcha el coche.
– ¿Ahora la toma contigo igual que hizo conmigo?
– Siobhan, tú a Gill le caías bien -replicó Rebus volviéndose hacia ella-. Fuiste tú quien no supo aprovecharlo.
– No estaba preparada. -Hizo una pausa-. Lo que digo te va a parecer una tontería, pero creo que está celosa.
– ¿De ti?
– De ti -contestó ella.
– ¿De mí? -dijo Rebus echándose a reír-. ¿Por qué iba a estar celosa de mí?
– Porque no actúas según el reglamento y ella eso no puede hacerlo. Porque, pese a ser como eres, siempre te ganas a los demás para que trabajen contigo, incluso cuando no están de acuerdo con lo que tú quieres que hagan.
– Se ve que valgo más de lo que yo pensaba.
– No, yo creo que sabes bien lo que vales -contestó ella mirándolo con picardía-O al menos eso te crees.
– Debe de haber algo insultante en lo que dices, pero no acierto a captarlo -replicó Rebus mirándola de reojo.
– Bueno, ¿y ahora adonde vamos? -preguntó ella recostándose en el asiento.
– Volvemos a Edimburgo.
– ¿Y después?
Rebus guardó silencio, pensativo, mientras hacía la maniobra en el camino.
– No lo sé -dijo-. A mí, Marr me ha dado la impresión de que hubiera perdido a su propia hija…
– No irás a decir…
– ¿Se parecía algo a él? Yo soy muy mal fisonomista.
Siobhan quedó pensativa mordiéndose el labio.
– A mí, todos los ricos me parecen iguales. ¿Tú crees que Marr y la señora Balfour pueden haber estado liados?
Rebus se encogió de hombros.
– Es una cuestión difícil de demostrar sin un análisis de sangre. Habrá que decirles a Gates y Curt que conserven una muestra -añadió mirándola.
– ¿Y Claire Benzie?
Rebus dijo adiós con la mano a la agente Campbell.
– Claire es interesante, pero no hay que fastidiarla.
– ¿Por qué no?
– Porque dentro de unos años puede convertirse en nuestra cordial forense local y, aunque a lo mejor yo ya no estoy en danza, tú no querrás…
– ¿Estar de malas con ella?
– Estar de malas con ella -repitió Rebus asintiendo con la cabeza.
Siobhan reflexionó un instante.
– Pero lo mires como lo mires, tiene todo a su favor para guardar rencor a los Balfour.
– Entonces, ¿por qué seguía siendo amiga de Flip?
– Tal vez sólo fingía serlo. -Mientras regresaban al pueblo por el camino, Siobhan iba atenta por si veían a los turistas, pero no había rastro de ellos-. ¿Pasamos por Meadowside para ver si les ha sucedido algo?
Rebus contestó que no y no volvieron a hablar hasta dejar atrás Los Saltos.
– Marr es masón y le gustan los juegos -dijo Siobhan.
– ¿Ahora Programador es en realidad él y no Claire Benzie?
– Cosa que me parece más verosímil que pensar que sea el padre de Flip.
– Retiro lo dicho -replicó Rebus.
Iba pensando en Hugo Benzie, sobre quien le había informado un amigo abogado antes de ir a Los Saltos. Benzie era un abogado tranquilo y eficiente de Edimburgo, especializado en testamentos y fundaciones. Su afición por el juego era secreta y no había interferido nunca en su trabajo pero, por lo visto, invirtió dinero en asuntos nuevos de Extremo Oriente guiado por informaciones personales y datos de la sección financiera del diario del que era suscriptor. De ser así, Rebus no veía ninguna responsabilidad por parte de Balfour; probablemente, la banca se habría limitado a colocar el dinero siguiendo sus instrucciones y a romper la relación cuando desapareció en el Yang-tsé. A juicio de Rebus, no era sólo que Benzie hubiera perdido su dinero, ya que siendo abogado podía haber ganado más, sino que había perdido algo más importante: la fe en sí mismo. Llegado a ese extremo, había cierta lógica en que pensara en el suicidio viéndolo como la única posibilidad. El se había visto en las mismas circunstancias un par de veces por culpa del alcohol y de la soledad; claro que él era incapaz de arrojarse desde ninguna altura porque sufría vértigo desde que en una ocasión, sirviendo en el ejército, había tenido que lanzarse desde un helicóptero; él optaría por la cuchilla de afeitar con un baño caliente, pero era una solución muy sucia y le repugnaba la idea de que un conocido, o desconocido, se encontrara con semejante panorama. Era mejor alcohol y pastillas… Las drogas básicas; y no en casa, sino en la habitación de algún hotel anodino, para que se lo encontrara el personal. Para ellos no sería más que un cadáver solitario.
Eran simples divagaciones, pero de haber estado en el lugar de Benzie, con mujer e hija, él no habría sido capaz de hacerlo. Y Claire quería ser patóloga, una profesión en la que se ven constantemente cadáveres en lugares cerrados sin ventanas, con aire acondicionado. ¿Vería en los muertos la imagen del padre?
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Siobhan.
– En nada -respondió él mirando la carretera.
– Anímate, que es viernes por la tarde -dijo Hi-Ho Silvers.
– ¿Y qué?
– No me digas que no tienes alguna cita -replicó él mirando fijamente a Ellen Wylie.
– ¿Una cita?
– Ya sabes: ir a cenar, luego a bailar y después a casa de él… -añadió Silvers moviendo las caderas.
– Ya me cuesta almorzar normalmente -replicó Wylie con una mueca.
Tenía en la mesa un sandwich de atún con mayonesa y maíz dulce sin acabar. El atún le había producido cierto ardor de estómago, cosa que Silvers estaba lejos de imaginar.
– Pero tendrás novio, ¿no, Ellen?
– Cuando empiece a sentirme desesperada, te aviso.
– Siempre que no sea viernes o sábado por la noche, que es cuando bebo.
– Lo tendré en cuenta, George.
– Bueno, ni los domingos por la tarde, claro.
– Claro -repitió Wylie, sin poder evitar la idea de que probablemente a la señora Silvers le encantaría el plan.
– A no ser que tengamos que hacer horas extra -añadió Silvers cambiando de pensamiento-. ¿Tú qué crees?
– No lo sé; depende.
Dependía, efectivamente, de la presión de los medios de comunicación sobre los jefazos para que resolvieran rápido el caso. O tal vez de que John Balfour moviera sus influencias. En otros tiempos, el departamento de Investigación Criminal, en los casos importantes, trabajaba doce horas los siete días a la semana y les pagaban horas extra, pero ahora habían reducido presupuesto y personal. Wylie no recordaba haber visto tantos polis contentos desde que se celebró el congreso de la Jefatura Nacional en Edimburgo, con la consiguiente bicoca de horas extra. Pero de eso hacía ya años; aunque, a pesar de ello, algunos, Silvers entre ellos, musitaban la palabra «congreso» como si fuera un talismán. Silvers acabó por encogerse de hombros y apartarse de su mesa, seguramente sin dejar de pensar en las horas extra, y ella centró su atención en la historia del estudiante alemán Jürgen Becker, y se le ocurrió pensar en Boris Becker, su jugador de tenis preferido, preguntándose si existiría alguna relación entre ellos. Lo dudaba; la muerte de alguien famoso habría dejado huella, como la de Philippa Balfour.
¿Qué había averiguado Ellen Wylie en definitiva? Poca cosa desde la apertura de la investigación por desaparición. Rebus tenía muchas teorías, pero ninguna cuajaba; era como si estirara el brazo para arrancar alguna posibilidad de una mata o de un arbusto y esperara que los demás lo aceptaran. En aquel caso en que habían trabajado juntos, el del cadáver hallado en Queensberry House durante la demolición para construir el nuevo Parlamento, no habían obtenido ningún resultado. Después de aquello, él la había marginado prácticamente, negándose a hablar del caso, un caso que no había llegado a los tribunales.
Pese a todo… prefería formar parte del equipo de Rebus más que de ningún otro. Con Gill Templer creía que estaban quemados los puentes, por más que dijera Rebus, y sabía que la culpa era suya. Había insistido excesivamente, dándole la lata como medio más sencillo de conseguir un ascenso haciéndose notar. Sabía que Templer la había rechazado precisamente al darse cuenta de ello. Gill Templer no había llegado así donde estaba, sino a fuerza de trabajo y tesón para vencer el prejuicio latente e inconfeso que existía en el cuerpo contra las mujeres. Un prejuicio que perduraba.
Sí, Wylie sabía que habría debido trabajar con modestia y calladita, como hacía Siobhan Clarke, sin prepotencia pese a que era una arribista nata. Y rival suya; no podía evitar verla de ese modo. Clarke había sido desde un principio la preferida de Templer, y era lo que había impulsado a Ellen a hacer campaña abierta y, ahora comprendía que, en vano. Allí estaba, marginada, con el «marrón» de Jürgen Becker, un viernes por la tarde en que, con toda probabilidad, no encontraría a nadie que contestara a sus llamadas ni a sus preguntas. Era tiempo perdido.
Grant Hood tuvo que preparar otra conferencia de prensa. Conocía ya a los periodistas por su nombre y había acordado encuentros informales con los principales, los cronistas criminales más famosos y veteranos.
– Grant, tenga en cuenta que hay periodistas que podemos considerar favorables por su flexibilidad -lo aleccionó Templer-. Porque siguen nuestras orientaciones y publican una noticia con arreglo a nuestras necesidades si se lo pedimos y retienen datos que no queremos que se divulguen. En ellos tenemos ya una base de confianza, pero es un arma de doble filo porque nos vemos obligados a darles datos verídicos que ellos tratan de publicar con un margen de tiempo mínimo antes de la opo.
– ¿Qué es la opo, señora?
– La oposición, la competencia. Mire, vistos todos juntos en la sala de conferencias, parecen una masa homogénea, pero no lo son. A veces colaboran unos con otros, como cuando se trata de que quede alguien de guardia en espera de alguna noticia, caso en que el designado comparte con el resto lo que averigua y se van turnando.
Grant asintió con la cabeza.
– Pero en otros aspectos son una carnada de cocodrilos. Los que van por libre son los más inflexibles y menos escrupulosos; tiran de talonario cuando hace falta y tratan de ganársenos, no con dinero, quizá, pero sí con copas o una cena. Te tratan como si fueras uno de ellos y empiezas a pensar que realmente no son tan malos. Y ahí está el peligro, porque no paran de sacarte constantemente datos sin que te des cuenta. Si, por ejemplo, dejas caer alguna pista para demostrarles que no te chupas el dedo, sea la que sea, puedes tener la seguridad de que la publican tal cual, citando «fuentes policiales» o «una fuente confidencial próxima a la investigación», cuando quieren ser amables. Y si les cuentas algo, te acosan más y más para que les des pelos y señales o te dejan en mal lugar. Es un aviso para navegantes -añadió dándole una palmadita en el hombro.
– Sí, señora. Muchas gracias.
– Conviene estar a buenas con todos y debe presentarse a los importantes, pero siempre sin olvidar aquello a lo que se debe ni en qué bando está. ¿De acuerdo?
Grant asintió con la cabeza y ella le entregó una lista de los «principales».
En las reuniones que tuvo posteriormente con los periodistas sólo tomó café y zumo de naranja y se le quitó un peso de encima al ver que casi todos los periodistas hacían lo mismo.
– Como comprobará, los «mayores» beben whisky y ginebra, pero nosotros no -le dijo un periodista joven.
En la reunión que celebró después con uno de los «mayores» de más prestigio, sólo tomó un vaso de agua.
– Los jóvenes beben como cosacos, pero yo ya no estoy para eso. ¿Usted qué bebida prefiere, agente Hood?
– Estamos en una reunión informal, señor Gillies. Llámeme Grant, por favor.
– En ese caso, llámeme usted Allan.
Pese a todo, a Grant no se le iban de la cabeza las palabras de Templer y, como consecuencia, le quedó la impresión de que en todas aquellas entrevistas había mantenido una actitud forzada; lo único positivo era que Templer le había conseguido despacho propio en la Central de Fettes, al menos durante el curso de la investigación; había dicho que era lo «prudente», pues tendría que tratar a diario con la prensa y era preferible mantener a los periodistas alejados de la sede principal de la investigación, porque si se entrometían en Gayfield Square o Saint Leonard solicitando entrevistas o datos, existía el riesgo de que oyeran o vieran algo.
– Tiene razón -dijo él asintiendo con un gesto.
– Y lo mismo en cuanto a llamadas telefónicas -añadió Templer-. Si quiere llamar a un periodista, hágalo desde su despacho a puerta cerrada. Así no podrán oír algo que no deberían entre bastidores. Si alguno le llama al departamento o a otro sitio, le dice que luego le llama.
Grant volvió a asentir con la cabeza.
Después al recordarlo, pensó que quizás a ella le había parecido uno de esos perros que cuelgan en la ventanilla trasera de los coches horteras y que no paran de balancear la cabeza. Trató de desechar la idea y se concentró en la pantalla. Estaba redactando un comunicado de prensa, con copias para Bill Pryde, Gill Templer y Carswell a fin de que dieran su visto bueno.
Carswell, el ayudante del jefe de policía, que estaba en otro piso en el mismo edificio, había acudido ya a su despacho para desearle buena suerte y, al presentarse él como agente de policía Hood, lo había escudriñado atentamente haciendo un gesto probatorio como si lo sometiera a un examen.
– Bien -dijo-, si no mete la pata y la investigación da resultado, ya veremos cómo mejorar su situación, ¿de acuerdo?
Era una clara insinuación del posible ascenso a sargento. Hood sabía que Carswell podía hacerlo, pues ya había apadrinado a un agente joven del departamento, el inspector Derek Linford. El problema era que ni Carswell ni Linford podían ver a John Rebus, lo que significaba que tendría que ir con mucho cuidado; ya había declinado ir a tomar una copa con el inspector y el resto del equipo, pero sentía remordimiento de haber estado hacía poco a solas con él en un bar, porque era la clase de detalles que, si llegaba hasta Carswell, podía perjudicarlo. Volvió a pensar en las palabras de Templer: «Si les cuentas algo, te acosan más y más», y otra imagen acudió a su mente: el abrazo a Siobhan. Tenía que tener cuidado a partir de ese momento de con quién hablaba y lo que decía, cuidado de con quién se juntaba y cuidado con lo que hacía.
Tenía que ir con cuidado para no crearse enemigos.
Volvieron a llamar a la puerta. Era una funcionaría.
– Esto es para usted -dijo entregándole una bolsa y sonriéndole al tiempo que salía del despacho.
La abrió y dentro había una botella de José Cuervo Gold con una tarjeta:
Con nuestros mejores deseos para su nuevo cargo. Piense en nosotros como niños que se resisten a ir a la cama sin que les cuenten una historia.
Sus nuevos amigos del cuarto poder
Sonrió creyendo ver en ello la mano de Allan Gillies, pero en ese momento cayó en la cuenta de que no le había dicho cuál era su bebida favorita y sin embargo el periodista había acertado. Se le borró la sonrisa. Aquella botella no era un simple obsequio sino una demostración de fuerza. En aquel momento sonó su móvil y lo sacó del bolsillo.
– Diga.
– ¿Agente Hood?
– Al habla.
– He creído conveniente presentarme, ya que por lo visto me he perdido una invitación.
– ¿Quién llama?
– Mi nombre es Steve Holly; lo conocerá de mis artículos.
– Lo he visto.
Holly era uno de los que precisamente no formaban parte de la lista de «principales» de Gill Templer, y a quien ella misma había descrito sucintamente como «mierda».
– Bien, ya nos veremos en alguna conferencia de prensa o similares, pero consideré que debía saludarlo previamente. ¿Ha recibido la botella?
Ante el silencio de Hood, el periodista se echó a reír.
– El viejo Allan siempre lo hace. Él lo considera una cortesía, pero usted y yo sabemos que es un truco de fiesta.
– ¿Ah, sí?
– Yo no soy tan guarro, como seguramente habrá advertido.
– ¿Advertido? -repitió Hood frunciendo el entrecejo.
– Piénselo, agente Hood.
Había colgado. Hood permaneció mirando el teléfono y de pronto se percató de que a los periodistas les había dado el número del despacho, el del fax y el del busca, pero estaba seguro de haberse reservado el número de su móvil, ya que Templer lo había prevenido al respecto:
«Cuando los vaya conociendo verá que hay uno o dos con quienes se compenetra; esto varía según el oficial de enlace, pero a esos que le digo se les puede dar el número del móvil como signo de confianza. Pero no a los demás, porque no lo dejarían vivir en paz y si le bloquean la línea se queda sin contacto con los compañeros. Formamos dos bandos, Grant: ellos y nosotros».
Ahora, uno de «ellos» tenía el número de su móvil. La única solución era cambiarlo.
En cuanto al tequila, se lo llevaría a la conferencia de prensa y se lo devolvería a Allan Gillies diciéndole que había dejado de beber. Esta excusa le hizo pensar que no andaba muy lejos de la verdad. Tenía que cambiar bastante si estaba dispuesto a llegar lejos. Dispuesto sí que estaba.
El departamento de Investigación Criminal de Saint Leonard comenzaba a vaciarse. Los agentes que no intervenían en el caso de homicidio pasaban ya por el reloj para fichar y empezar su fin de semana, pese a que había más de uno dispuesto a hacer turno en sábado si se lo proponían y algunos permanecerían disponibles por si surgía algún caso nuevo. Pero para la mayoría era ya fin de semana y todos caminaban raudos canturreando. En Edimburgo vivían últimamente una temporada de tranquilidad: algunos crímenes y un par de redadas por drogas; aunque la Brigada Antidroga era presa de cierta humillación porque, a raíz de un soplo sobre un piso en una casa de protección oficial de Gracemount, donde se veía una ventana tapada con papel de aluminio, cerrada día y noche, irrumpieron convencidos de que iban a hacer una importante captura de hachís, y resultó ser la habitación redecorada de un quinceañero, en la que la madre había puesto una cortina plateada pensando que resultaba moderno.
«¡Qué manía de modernizar las habitaciones!», había dicho un agente de la Brigada Antidroga.
Aparte de aquello, se habían producido ciertos incidentes aislados que no constituían ni mucho menos parte de una ola de delincuencia. Siobhan consultó el reloj. Había llamado a la Brigada Criminal para que la asesorasen sobre ordenadores y, sin darle tiempo a explicarse del todo, Claverhouse le había dicho: «Ya está alguien en ello. Va para allá». Lo estaba esperando y, mientras, había intentado hablar otra vez con Claverhouse, pero no contestaban. Seguro que se había marchado a casa o estaba en el pub, y a saber si no enviaba a nadie hasta el lunes. Esperaría diez minutos más; también ella tenía cosas que hacer: al día siguiente, ir al fútbol si le apetecía, aunque su equipo jugaba fuera de casa; y el domingo podía dar un paseo en coche a algún sitio que no conociera, como Linlithgow Palace, Falkland Palace o Traquair. Una amiga a quien no veía hacía meses la había invitado a su fiesta de cumpleaños el sábado por la noche. No tenía previsto ir, pero…
– ¿Es usted la agente Clarke?
Dejó en el suelo la cartera que llevaba, y ella por un segundo pensó que era un vendedor a domicilio. Se irguió en la silla y advirtió que estaba bastante gordo y tenía el pelo corto y un mechón tieso en la coronilla. Dijo llamarse Eric Bain.
– He oído hablar de usted -dijo Siobhan-. ¿No lo llaman Cerebro?
– A veces, pero, la verdad, prefiero que me llamen Eric.
– De acuerdo, Eric, tome asiento.
Bain acercó una silla y, al tensarse la tela de su camisa azul pálido, entre los botones quedó al descubierto su piel ligeramente rosada.
– Bien -dijo-. ¿De qué se trata?
Siobhan le explicó todos los pormenores y él escuchó atentamente sin dejar de mirarla a la cara. Ella notó que respiraba con cierta dificultad y pensó si llevaría un inhalador en el bolsillo. Probó a mirarlo con simpatía a los ojos, tranquila, pero su gruesa talla y la proximidad la molestaban. No podía abstraerse de aquellos dedos gordezuelos desnudos, de aquel reloj de pulsera lleno de botoncitos y de unos pelos de barba bajo el mentón que habían escapado del afeitado matinal.
Él no hizo una sola pregunta en todo el rato, y sólo al final le pidió que le mostrara los mensajes.
– ¿En pantalla o impresos?
– Da lo mismo.
Siobhan sacó las hojas del bolso y Bain arrimó la silla para leerlos sobre la mesa desplegados en orden cronológico.
– Esto son sólo las claves -dijo él.
– Sí.
– Necesito todos los mensajes.
Siobhan conectó el portátil y, al mismo tiempo, el móvil.
– ¿Compruebo si hay algún mensaje?
– ¿Por qué no? -dijo él.
Tenía dos de Programador.
«Se agota el plazo. ¿Quieres continuar?»
El siguiente era de una hora más tarde:
«¿Comunicación o cese?»
– Ella tiene un amplio vocabulario, ¿no es cierto? -comentó Bain, y Siobhan lo miró intrigada-. Usted me habla de «un tal» Programador, pero no hay que descartar la otra posibilidad.
– Muy bien, lo que diga -aceptó Siobhan.
– ¿Va a contestar?
Ella comenzó a negar con la cabeza, pero al final se encogió de hombros.
– Es que no sé qué voy a decir.
– Sería más fácil localizarla si no interrumpe la comunicación.
Siobhan lo miró, tecleó una respuesta: «Lo estoy pensando», y pulsó ENVIAR.
– ¿Cree que eso servirá? -preguntó.
– Bueno, no cabe duda de que es una «comunicación» -dijo Bain sonriendo-. A ver, déjeme los otros mensajes.
Siobhan conectó el portátil a una impresora, pero vio que no había papel.
– Mierda -exclamó entre dientes.
Estaba cerrado el armario de artículos de escritorio y no tenía ni idea de quién guardaba la llave. De pronto se acordó de la carpeta que Rebus había llenado con papel en blanco para el interrogatorio de Winfield, el estudiante de medicina. Fue a la mesa y abrió un cajón tras otro hasta dar con ella; dos minutos después tenía impresa toda la correspondencia de Programador. Bain la ordenó por fechas hasta cubrir casi totalmente el escritorio.
– ¿Ve estos signos? -preguntó señalando la parte inferior de algunas hojas-. Seguramente nunca les prestó atención, ¿verdad?
Siobhan no tuvo más remedio que confesar que no. Debajo de la palabra «encabezamientos» había doce líneas más de signos y palabras que a ella no le decían gran cosa.
– Esto -añadió Bain relamiéndose- es lo más jugoso.
– ¿A partir de esto podemos localizar a Programador?
– No de inmediato, pero algo es algo.
– ¿Cómo es que algunos mensajes no llevan encabezamiento? -preguntó Siobhan.
– Eso es lo malo -respondió Bain-. Si un mensaje no lo tiene, quiere decir que el que lo envía utiliza el mismo servidor que usted.
– Entonces…
– Programador tiene más de una cuenta.
– Cambia de servidor, entonces.
– No es infrecuente. Yo tengo un amigo que para ahorrarse el pago de acceso a Internet cambia cada mes de cuenta aprovechando las ofertas mensuales gratuitas de los servidores y, cuando se agota el plazo, se da de alta en otra cuenta. Durante un año no ha pagado un céntimo. Programador hace algo parecido -dijo Bain pasando el dedo por la cuarta línea de los encabezamientos-. Aquí está el indicativo del servidor, ¿ve? Tenemos tres distintos.
– ¿Y es más difícil localizarlo?
– Sí, es más difícil, pero él ha debido… ¿Qué sucede? -preguntó al advertir la mirada de Siobhan.
– Ha dicho «él».
– ¿Ah, sí?
– ¿No cree que es más sencillo que supongamos eso? Aunque comprendo perfectamente su sugerencia de no descartar la otra posibilidad.
Bain reflexionó un instante.
– Muy bien -dijo-. Decía que él, o ella, ha debido de abrir una cuenta en los tres servidores o, al menos, eso creo yo. Porque aun abriendo una cuenta gratuita de un mes hay que dar ciertos datos, entre ellos el de la tarjeta de crédito o la cuenta bancaria.
– ¿Para que carguen en ella el gasto cuando se agota el plazo?
Bain asintió con la cabeza.
– Todos dejan alguna pista sin darse cuenta -dijo despacio mirando las hojas.
– Eso es como el trabajo de la Científica, ¿no? Un cabello, una brizna de piel…
– Exacto -respondió Bain sonriente otra vez.
– Entonces, ¿tendremos que hablar con los servidores para conseguir datos?
– Hay canales, Siobhan -respondió él mirándola.
– ¿Canales?
– Tenemos una brigada especial dedicada sólo a delincuencia informática, aunque se ocupe principalmente de localizar usuarios de pornografía infantil. Hay casos increíbles de discos duros ocultos en otros discos duros y filtros de pantalla que ocultan imágenes pornográficas.
– ¿Y necesitamos su autorización?
Bain negó con la cabeza.
– Necesitamos su ayuda -respondió consultando el reloj-. Pero es demasiado tarde.
– ¿Por qué?
– Porque también en Londres es viernes fuera de horas de trabajo. ¿Quiere tomar una copa? -añadió mirándola.
Siobhan no pensaba aceptar y tenía excusas de sobra, pero en cierto modo no podía rehusar. Cruzaron la calle hasta The Maltings y, una vez en la barra, él dejó de nuevo la cartera en el suelo.
– ¿Qué lleva ahí dentro? -preguntó ella.
– ¿Usted qué cree?
Siobhan se encogió de hombros.
– Un portátil, un móvil…, periféricos, discos… No lo sé.
– Eso es lo que pretendo que piensen -dijo él cogiendo la cartera dispuesto a abrirla sobre la barra, pero algo lo retuvo-. No -añadió moviendo la cabeza de un lado a otro-, quizá cuando nos conozcamos mejor. -Volvió a dejarla en el suelo.
– ¿Me oculta secretos? -preguntó Siobhan-. Bonita manera de iniciar una amistad.
Sonrieron los dos y en ese momento les sirvieron sus consumiciones: una botella de cerveza para ella y una jarra para él. No había mesas libres.
– Bueno, ¿cómo es Saint Leonard? -preguntó Bain.
– Como todas las comisarías, me imagino.
– Pero no todas tienen un John Rebus.
– ¿Qué quiere decir? -inquirió ella mirándolo.
El se encogió de hombros.
– Claverhouse dice que usted es la aprendiza de Rebus.
– ¿Aprendiza? ¡Caradura de mierda! -exclamó y, a pesar de que la música era atronadora, algunas cabezas se volvieron hacia ellos.
– Tranquila, cálmese -añadió Bain-. No es más que una opinión de Claverhouse.
– Pues dígale a Claverhouse que se meta la lengua en el culo.
Bain se echó a reír.
– Tal como se lo digo -insistió Siobhan pero, acto seguido, se echó a reír.
Tras otras dos consumiciones, Bain dijo que tenía ganas de comer algo y si le parecía bien podían mirar si había mesa en Howie's. Ella no pensaba aceptar, realmente no tenía hambre después de la cerveza, pero curiosamente no supo negarse.
Jean Burchill estaba trabajando tarde en el museo, fuera de horas, porque le tenía intrigada lo que había dicho el profesor Devlin sobre el doctor Lovell y decidió comprobar por su cuenta si la teoría de Devlin tenía alguna base. Era consciente de que habría ganado tiempo consultando directamente con el anciano, pero algo la retenía. Era como si el profesor conservara un olor a formol y siempre que estrechaba su mano le transmitía esa frialdad de la carne de cadáver. En su profesión, Jean únicamente entraba en contacto con muertos como referente de épocas históricas y en relación con objetos hallados en excavaciones. La lectura del simple informe de la autopsia, a la muerte de su esposo, había sido una congoja para ella porque el forense se había recreado en la redacción de las anomalías hepáticas con prolijos detalles sobre la naturaleza congestionada y atrófica del órgano, lo que, sin duda, facilitó enormemente el diagnóstico de alcoholismo.
Pensó en el tipo de bebedor que era John Rebus; a ella le parecía distinto. Su difunto Bill, apenas desayunaba, iba al garaje, donde escondía una botella, y echaba dos tragos antes de subir al coche. Ella encontraba pruebas constantemente: botellas de bourbon en el sótano o en un rincón de la estantería superior del armario; pero no decía nada. Bill siguió siendo centro de atención en las reuniones, equilibrado y formal, simpático, hasta que la enfermedad le impidió trabajar y tuvo que ser hospitalizado.
No creía que Rebus fuese un bebedor de tapadillo como Bill; simplemente le gustaba beber y si lo hacía a solas era porque no tenía muchos amigos. En una ocasión, ella le había preguntado a Bill por qué bebía sin que él supiera darle una razón. Pensó que probablemente John Rebus tendría sus razones, aunque fuese reacio a explicarlas. Lo más probable es que fueran razones relacionadas con olvidar la realidad y ahuyentar problemas y dilemas inquietantes.
Claro que no por eso era un bebedor más atractivo que Bill pero, hasta el momento, a Rebus no lo había visto borracho. Tenía la impresión de que él, llegado a cierto límite de copas, se dormía en cualquier sitio.
Cuando sonó el teléfono se tomó su tiempo para contestar.
– ¿Jean?
Era la voz de Rebus.
– Hola, John.
– Creí que ya te habrías marchado.
– No, me he quedado trabajando.
– Oye, había pensado que podíamos…
– Esta noche no, John. Me queda mucho por hacer -dijo pellizcándose el puente de la nariz.
– Está bien -repuso él sin poder ocultar el tono de decepción.
– ¿Tienes algo pensado para el fin de semana? -añadió ella.
– Bueno, era lo que quería proponerte…
– ¿Qué?
– Ir a ver a Lou Reed al Playhouse mañana por la noche. Tengo dos entradas.
– ¿Lou Reed?
– Puede ser sensacional o un desastre. Es cuestión de comprobarlo.
– Hace años que no lo escucho.
– No creo que entretanto haya aprendido a cantar.
– No, probablemente no. Muy bien, pues iremos.
– ¿Dónde quedamos?
– Por la mañana tengo que ir de compras… ¿Quedamos para comer?
– Estupendo.
– Si no tienes otros planes podemos pasar juntos el fin de semana.
– Me encanta.
– A mí también. Haré las compras en el centro… ¿No podríamos encontrar mesa en el Café Saint Honoré?
– ¿Uno que está cerca del Bar Oxford?
– Sí -contestó Jean sonriendo: para ella, los puntos de referencias de Edimburgo eran los restaurantes, y para él, los pubes.
– Yo me encargo de la reserva.
– Hazla para la una, y si no hay mesa me llamas.
– No te preocupes; el cocinero es cliente habitual del Oxford.
Jean le preguntó cómo iba la investigación y él no fue muy explícito al respecto, pero de pronto recordó algo.
– Oye, ese anatomista que mencionó el profesor Devlin…
– ¿El doctor Kennet Lovell?
– Sí. Tuve que interrogar a una estudiante de medicina amiga de Philippa Balfour y resulta que es descendiente de él.
– ¿En serio? ¿Con el mismo apellido? -añadió Jean sin intención de parecer curiosa.
– No, ella se llama Claire Benzie. Lovell es antepasado suyo por parte materna.
Charlaron un par de minutos más y Jean, al colgar, miró a su alrededor. Tenía un pequeño despacho con mesa, silla, un archivador y estanterías para libros. En la puerta había unas tarjetas postales pegadas, entre ellas una de la tienda del museo que representaba los ataúdes de Arthur's Seat. El personal de secretaría y los auxiliares ocupaban una oficina anexa más grande pero a aquella hora no quedaba nadie; en el museo no habría más que el personal de limpieza y los vigilantes que hacían su ronda. Ella había recorrido el edificio de noche sin ningún temor; incluso la parte antigua, con colecciones de animales disecados, era para ella relajante. Sabía que, por ser viernes, estaría concurrido el restaurante de la última planta al que se accedía por un ascensor independiente, al que un empleado en la puerta dirigía a los clientes para evitar que entraran equivocadamente en el museo.
Se acordó de la primera vez que había hablado con Siobhan y de que, al mencionarle el restaurante, ella le había dicho algo de una «mala experiencia»; desde luego no lo diría por la comida, aunque, eso sí, la cuenta podía resultar de impresión. Se planteó si subir a cenar allí; pasadas las diez, el precio era más llevadero y quizá pudieran hacerle un hueco. Se tocó el estómago. Almorzaría al día siguiente; no iba a pasarle nada por dejar de cenar y, además, no tenía claro si quedarse hasta las diez. Lo que había descubierto sobre la vida de Kennet Lovell no era mucho.
Pensó al principio que el nombre de Kennet estaba mal escrito pero, efectivamente, era tal cual y no Kenneth. Nacido en 1807 en Coylton, Ayrshire, Lovell tenía veintiún años cuando ajusticiaron a Burke. Era hijo de campesinos y su padre había dado trabajo durante un tiempo al padre de Robert Burns; el joven Kennet recibió instrucción en su pueblo gracias a un sacerdote, el reverendo Kirkpatrick…
Afuera, en la oficina a oscuras, había una tetera. Se levantó y salió dejando la puerta abierta sin encender la luz, por lo que su sombra se proyectó alargada en la oficina desierta; enchufó el hervidor, enjuagó un vaso, cogió una bolsita de té y la leche en polvo, y aguardó en la penumbra, recostada en la encimera con los brazos cruzados. A través de la puerta veía su escritorio y las fotocopias de los datos que recopilaba sobre Kennet Lovell: ayudante en la autopsia del asesino, había también intervenido para desollar el cadáver, separando la piel de los huesos. El primer examen post mórtem lo había practicado el doctor Monro en presencia de un selecto auditorio del que formaban parte un frenólogo y un escultor, además del filósofo sir William Hamilton y el médico Robert Listón, tras lo cual se llevó a cabo la disección pública en el aula de anatomía de la universidad, a rebosar de alumnos bullangueros, apiñados como buitres y ávidos de conocimientos, mientras afuera los que no habían podido entrar se encaraban con la policía.
Recopilaba estos datos de su vida consultando libros de historia sobre el caso de Burke y Hare y volúmenes de la historia de la medicina en Escocia. Le había resultado muy útil la sala Edimburgo de la Biblioteca Central, naturalmente, y no menos útil un contacto en la Biblioteca Nacional. Tenía fotocopias de sus consultas en los dos centros y, además, había ido a la biblioteca del Colegio de Médicos, donde consultó la base de datos. Todo esto no se lo había dicho a Rebus, porque, a su entender, temía que el caso de los ataúdes de Arthur's Seat fuese un callejón sin salida para John, obsesionado por averiguar la verdad. Tenía razón el profesor Devlin: la obsesión puede resultar una trampa. Aquello era historia, historia pasada comparada con el caso Balfour, y no parecía relevante el hecho de que el asesino conociera o no la historia de los ataúdes de Arthur's Seat. Era inverificable. Ella hacía aquella investigación por su propio gusto y no quería que John sacara otras conclusiones. Bastante tenía él con lo suyo.
Oyó ruido en el pasillo, pero al sonar el pitido del hervidor no volvió a pensar en ello. Echó el agua en el vaso, hundió unas cuantas veces la bolsita de té y después la tiró al cubo de la basura y se llevó el té a su despacho, dejando la puerta abierta.
Kennet Lovell llegó a Edimburgo en diciembre de 1822 con apenas quince años. Ignoraba si el viaje lo había hecho en diligencia o andando. En aquella época no era infrecuente cubrir a pie tales distancias, sobre todo si no había dinero. En un libro sobre el caso de Burke y Hare, un historiador planteaba la hipótesis de que el reverendo Kirkpatrick hubiese pagado el viaje a Lovell, dándole una carta de recomendación para un amigo, el doctor Knox, que acababa de regresar de Europa, después de haber servido como cirujano en la batalla de Waterloo y tras realizar estudios en África y en París. Knox acogió durante un año aproximadamente en su casa de Edimburgo al joven Lovell, pero cuando éste comenzó a estudiar en la universidad, al parecer, se enemistaron y Lovell se fue a vivir a West Port.
Jean comenzó a tomarse el té revisando todas aquellas fotocopias sin pies de página ni anotaciones sobre la fuente de los supuestos «hechos». Acostumbrada a tratar con creencias y supersticiones, se daba cuenta de la dificultad de discernir la verdad objetiva de la paja histórica; los rumores y los testimonios de oídas podían acabar en letra impresa, avalando con ello errores, sólo algunas veces perniciosos. Le fastidiaba no poder verificar sus datos y verse obligada a basarse provisionalmente en simples comentarios. Un caso como el de Burke y Hare había producido una plétora de «expertos» de la época que daban versión propia a los hechos, convencidos de que su testimonio era incontrovertible.
Pero ella no tenía por qué dar credibilidad a semejantes relatos.
Lo más frustrante, además, era que Kennet Lovell era una pieza secundaria en el caso de Burke y Hare que figuraba únicamente en una escena horripilante, pero en la historia de la medicina de Edimburgo su papel era mucho más gaseoso dadas las importantes lagunas de su biografía. Después de mucho consultar, lo único que Burchill sabía con certeza sobre Lovell era que había terminado la carrera y que, además de a la práctica de la medicina, se había dedicado a la enseñanza; intervino en la autopsia de Burke, y tres años después, al parecer, estaba en África aunando sus útiles conocimientos médicos con su tarea de misionero; pero no se sabía el tiempo que había permanecido allí. A finales de la década de 1840 estaba otra vez en Escocia para abrir una clínica en la ciudad nueva de Edimburgo, teniendo probablemente por clientela a la gente acomodada de la zona. Un historiador suponía que había heredado gran parte del patrimonio del reverendo Kirkpatrick, pues había «mantenido buenas relaciones con el eclesiástico merced a una larga correspondencia de años». A Jean le habría gustado ver aquellas cartas, pero ningún libro las citaba. Hizo una nota para indagar más al respecto; tal vez hubiera alguna en la parroquia de Ayrshire, o quizás alguien del Colegio de Médicos podría orientarla de algún modo. Lo más probable es que las hubieran destruido al morir Lovell o hubieran ido a parar al extranjero. Era asombrosa la cantidad de documentación histórica que acababa en colecciones privadas, sobre todo de Canadá y Estados Unidos, donde era prácticamente inaccesible.
Había seguido muchas pistas impracticables, frustrada por su impotencia, para saber si realmente existían documentos o cartas. En aquel momento se acordó del profesor Devlin y de su mesa, obra de Lovell, que, según él, tenía afición a la carpintería… Volvió a hojear la documentación que ella había recopilado, segura de que no había ninguna mención de ello. O bien Devlin tenía algún libro o alguna prueba que lo demostraba y que ella no había encontrado, o era una mitomanía del viejo. Solía darse el caso frecuente de gente convencida de que un objeto antiguo que tenían había pertenecido al príncipe Carlos el Apuesto o a Walter Scott. Si al final el único testimonio de que a Lovell le gustaba la carpintería era la palabra de Devlin, la hipótesis de que era él quien había dejado los ataúdes en Arthur's Seat se vendría abajo. Se recostó en la silla, defraudada consigo misma. Había trabajado sobre una hipótesis que podía resultar falsa. Lovell había abandonado Edimburgo en 1832 y los niños habían descubierto la cueva con los ataúdes en junio de 1836. ¿Era posible que hubieran transcurrido tantos años sin que nadie los descubriera?
Cogió de su mesa una copia Polaroid, una fotografía del retrato de Lovell que había hecho en el Colegio de Médicos. No parecía un hombre que hubiera sufrido estragos por vivir en África; tenía un rostro juvenil de cutis claro y terso. Por detrás, ella había anotado a lápiz el nombre del pintor. Se levantó, fue al despacho de su jefe y encendió la luz. En una estantería con gruesos volúmenes de consulta encontró el que necesitaba y buscó el nombre del pintor, J. Scott Jauncey: «Trabajó en Edimburgo entre 1825 y 1835; paisajista principalmente, aunque es autor de algunos retratos». Tras ello había marchado a Europa, donde residió muchos años, antes de afincarse en Hove. Por consiguiente, Lovell había posado para aquel cuadro en sus primeros años en Edimburgo, antes de sus viajes. Jean pensó si un retrato al óleo no sería un lujo privativo de los acomodados, pero acto seguido se le ocurrió que quizás era un encargo del reverendo Kirkpatrick para tenerlo en su parroquia de Ayrshire y darse importancia por su mecenazgo.
En ese caso, tal vez podría también hallar una clave en el Colegio de Médicos, siempre que tuvieran datos sobre la historia del cuadro antes de que llegara a la institución.
– El lunes -dijo en voz alta. Iría el lunes.
De momento tenía el fin de semana por delante y el concierto de Lou Reed.
Al apagar la luz del despacho de su jefe, volvió a oír el ruido, esta vez más cerca. La puerta exterior de la oficina se abrió de golpe y se encendieron las luces. Retrocedió un paso sobresaltada y vio que era la mujer de la limpieza.
– Qué susto me ha dado -dijo llevándose la mano al pecho.
La mujer se limitó a sonreír mientras dejaba en el suelo una bolsa de basura y salía al pasillo a buscar la aspiradora.
– ¿Puedo empezar? -preguntó.
– Adelante -dijo Jean-. Yo ya he terminado.
Mientras recogía los papeles de la mesa notó que el corazón seguía latiéndole con fuerza y advirtió que le temblaban un poco las manos. Había deambulado sola por el museo de noche muchísimas veces, pero esta era la primera vez que le sucedía. La foto Polaroid de Kennet Lovell la miraba. Le pareció que, de algún modo, Jauncey no había sabido favorecer a su modelo: Lovell tenía aspecto juvenil, sí, pero había frialdad en sus ojos y tenía un rictus que confería a su rostro un aire calculador.
– ¿Se va directamente a casa? -preguntó la mujer de la limpieza al entrar a vaciarle la papelera.
– A lo mejor paso por la tienda de licores.
– Lo que no mata engorda, ¿no? -dijo la mujer.
– Algo por el estilo -respondió ella a la par que una imagen intempestiva de su marido irrumpía en su mente.
En ese momento se acordó de otra cosa y se acercó a la mesa, cogió el bolígrafo y añadió a las notas que había tomado un nombre: Claire Benzie.