Alfred Vaz contempló cómo se iban los trastornados.
A su lado, Conejo se agitaba siguiendo el ritmo de sus gritos de batalla. Por una vez, el bicho parecía impresionado por alguien que no fuera él.
—Je —dijo, saludando con la zanahoria—. Me muero por ver sus caras cuando descubran quién lucha en el otro bando.
Vaz miró las orejas peludas.
—Desactiva tu presencia pública. —El objetivo era no llamar la atención.
—Te preocupas demasiado. —Pero el conejo dio un último bocado y tiró las hojas, que se evaporaron antes de llegar al suelo.
—Vale, viejo. Soy sólo para tus ojos. ¿Ahora qué?
Vaz gruñó y se puso a caminar hacia el sur. En realidad el descaro de Conejo le irritaba más que le preocupaba. Si esa noche las cosas salían como debían, los americanos no relacionarían la operación con Conejo y menos aún con la Alianza Indoeuropea. Si los americanos se ponían a mirar de verdad, rápidamente descubrirían el papel de Alfred en todo aquello… le viesen con Conejo o no. La gente de Keiko había desarrollado un complejo programa de decisión, un «árbol de contingencias» que indicaba lo que podría seguir negando y lo que podría lograr dependiendo de ciertos fallos. Veinte años antes, Alfred se habría reído de semejante planificación automatizada, pero ya no. Sus equipos secretos de analistas habían desarrollado su propio árbol de contingencias. Crecía a partir del de Keiko hasta los desastres peores… como el desenmascaramiento de su proyecto TQC.
Alfred salió de la zona más densa de la arboleda de eucaliptos. A su alrededor, sus diminutos robots se mantenían discretamente a su altura. Cada uno de ellos violaba las leyes locales, puesto que no contenían ni un solo chip controlado por Seguridad Interior. Mientras Vaz seguía interpretando en la red pública el papel de ejecutivo de Bollywood, esos dispositivos le ofrecían su propia red y contramedidas. Había puntos en el árbol de contingencia en los que podrían serie de mucha utilidad.
Mientras tanto, un pequeño aerobot invisible le seguía, aceptando su tráfico local de red y dispersándolo en un millar de puntos hacia el cielo occidental. La energía de cada uno de los pulsos sería indetectable excepto para alguien que estuviese sobre aviso y muy cerca, pero el conjunto, con la adecuada sincronización temporal, sería visible para las antenas de Keiko en el Pacífico. Era su propia red militar, su milnet. En teoría. En realidad, Alfred llevaba desconectado casi tres minutos. Sabía que Alice Gong estaba de guardia aquella noche, probablemente como analista. Había lanzado el ataque contra ella justo antes de perder el acceso milnet. Muy pronto, sus labores de vigilancia la llevarían a un archivo de laboratorio que contenía un patrón inocuo… sólo que para ella el patrón no sería tan inocuo. ¿Ya ha pasado? Quizá le conviniera fisgonear en la red pública.
—Vamos, viejo, vamos, viejo. —Conejo bailó un poco. Hablaba en un tono burlón y cantarín que Alfred había oído por primera vez ochenta años antes—. ¿Hay algún problema?
—Ningún problema. —dijo Vaz—. ¿Tus agentes están situados?
—Desde luego. Todos menos Rivera y Gu están en el punto de partida. Mientras hablamos los voy guiando para que eviten los disturbios. Pero, si quieres fisgar en la fibra, será mejor que te des prisa.
El terreno era firme y llano. Había un camino. No podían correr más allá del alcance de los mecanismos silenciosos.
Había varios grupos numerosos, pero casi todo el mundo caminaba hacia la biblioteca. Vio a Rivera ya Gu. Y, brevemente, vio a dos niños en bicicleta. ¿Dónde encajaban con los hacekeanos y los scoochis? Habría mandado la pregunta a su grupo de análisis… de haber tenido acceso al enlace milnet.
El Extraño Misterioso sacó a Robert del sendero y bajaron junto a los antiguos edificios de administración. Robert mantuvo una luz virtual sobre el accidentado terreno. La vista estaba totalmente actualizada y era más clara que la que da la luz de una linterna, pero mantenerse al ritmo del Extraño no le dejaba tiempo para mirar en la biblioteca.
—Eso de ahí son luces de verdad —dijo—. Todavía hay más que antes. ¿Que…?.
—La gente de Hacek se ha pasado con el entusiasmo. Han destruido algunas infraestructuras de cámaras. Necesitan luz de verdad. —Reía—. No te preocupes. Nadie se hará daño y es una distracción que resultará… útil.
El Extraño redujo el paso. Robert apartó un momento la vista del suelo. En la colina miró, por encima de las copas de los árboles, a la gente del suelo. En la vista real había estudiantes gritándose, algunos enzarzados en refriegas serias. Pero, si te alejabas un poco de la realidad estricta, las imágenes eran lo que un grupo u otro querían que vieses. Había Caballeros y Libreros Hacek luchando contra bichos peludos de colores que hubiesen podido ser mamíferos de grandes ojos o…
—¡Ah! Entonces, ¿los fans de Scooch-a-mout van por los hacekeanos?
—La mayoría. —El Extraño parecía estar prestando atención a algo. Alguien bajaba de la colina para interceptarlos. Un Bibliotecario Militante. Carlos Rivera. El bibliotecario regordete hizo un gesto a Sharif-Extraño y a Robert.
—Qué desastre.
—Pero qué desastre tan conveniente —dijo el Extraño.
—Sí. —Carlos renunció al disfraz: el sombrero de Bibliotecario se volvió a convertir en gorra de béisbol y la armadura en las bermudas y la camiseta habituales de Rivera—. Espero que esta batalla no inaugure una tradición.
El Extraño Misterioso les hizo un gesto para que se moviesen por los arbustos.
—¿Una tradición? —dijo—. Eso sería estupendo. Como lo de robar bragas y poner automóviles en el terrado de los edificios de administración. Una de esas cosas que hacen que las universidades americanas sean tan geniales.
Rivera resopló tras ellos.
—Quizás. Hemos tenido mucha más actividad desde que la biblioteca pasó a ser virtual, pero…
Robert seguía mirando la multitud que había al otro lado de la colina.
—Pensaba que lo bueno de los círculos de opinión era la coexistencia en el mismo espacio.
—En principio —dijo Rivera. Dieron un gran rodeo para evitar una zona oscura incluso en la vista virtual. La imagen de Sharif parpadeó y tembló. Tan poca gente caminaba por esa zona que la red aleatoria era escasa y los vestibles tenían que hacer demasiadas inferencias.
»Pero —siguió diciendo Rivera— en la biblioteca hay poco espacio. En principio podemos modificarla para dar cabida a múltiples creencias, como pasa en Pyramid Hill En realidad, nuestro entorno a menudo está demasiado cerca del conflicto háptico. Así que la administración intentó contentar a los scoochis dándoles algo de espacio en el sótano. —Rivera se detuvo y Robert estuvo a punto de chocar con él—. Sabías que no funcionaría, ¿verdad? —Carlos miraba a Sharif-Extraño, o a lo que Robert veía como Sharif-Extraño.
El Extraño se volvió y sonrió.
—Te di el mejor consejo que podía darte, querido.
—Sí. —Rivera parecía amargado. Miró a Robert por encima del hombro—. ¿Qué poder tiene sobre usted, profesor?
—Yo…
—¡Ah, ah, ah! —Le interrumpió el Extraño—. Creo que estaremos todos más cómodos sin esas revelaciones.
—Vale —dijeron ambas víctimas.
—En cualquier caso —dijo el Extraño—, estoy muy orgulloso de cómo he transformado la controversia Bibliotoma en un conflicto entre círculos de opinión. Este disturbio distraerá a gente que estaría prestando atención a otras cosas… como las que hacemos nosotros.
Se encontraban muy al sur de la biblioteca, al descubierto y bajando una cuesta empinada. Justo delante estaba Gilman Drive. Carlos se incorporó sin mirar a la carretera. Los coches aceleraban, reducían la velocidad o cambiaban de carril de tal forma que a su alrededor siempre había una amplia burbuja de espacio vacío. Robert vaciló, buscando un paso de peatones. Maldición. Luego siguió a Carlos entre el tráfico.
Miri se detuvo en la cara norte de Gilman Drive.
—¿Adónde van? —dijo Juan.
—Vienen a Gilman Drive. —Los puntos de vista desde los eucaliptos mostraban a Robert y al bibliotecario, Carlos Rivera, atravesando un espeso follaje. Las imágenes eran fragmentarias, porque no había muchas cámaras, pero Miri estaba segura de que nadie la engañaba. Los dos llegarían a la carretera en un par de minutos.
—Pero eso lo hace cualquiera que venga del sur.
Miri detuvo la bici, apoyando un pie en el suelo.
—¡Vale! Quieres que diga que no sé adónde van, ¿es eso?
Orozco detuvo la wikiBay a su lado.
—No era más que una pregunta, de veras.
Xiu Xiang apareció y, un momento más tarde, también una versión joven de Lena Gu. Sus imágenes eran rígidas como muñecas Barbie, pero iban mejorando día a día. Por ejemplo, Lena había dominado las expresiones faciales… y parecía seria.
—Juan no es el único que se lo pregunta, damisela. Si no lo sabes, deberías admitirlo.
A Xiu la ansiedad se le notaba sólo en la voz.
—Lena y yo vamos en coche hacia el norte del campus. Quizá las conclusiones de mi investigación fuesen erróneas por completo. ¿Cómo podemos ayudar si la acción se produce en el sur?
Miri se esforzó por hablar con serenidad.
—Creo que acertó usted, doctora Xiang. Juan y yo hemos estado siguiendo a Robert de cerca, pero ahora… supongo que no sé adónde va. Así que todavía es más importante que nos dispersemos. Por favor, doctora Xiang, sería mejor si usted y Lena permanecen en el lado norte. —Durante los últimos días, Xiu había sido muy buena detective; era muy inteligente cuando no dudaba de sí misma. Sabían que Huertas conservaba el troceado de Bibliotoma en sus laboratorios del norte. Si los amigos de Robert planeaban una «protesta directa», sería lógico que entrasen allí. Por tanto, ¿por qué Robert y los demás vienen hacia aquí? Se iban formando grandes masas de incertidumbre.
Pero la doctora Xiang asintió, y ni siquiera Juan Orozco planteó las preguntas vergonzosas más evidentes. Aquello seguía siendo la Banda de Miri. Para bien o para mal.
Las cámaras de los árboles habían perdido a Robert y al señor Rivera. Miri dejó esos puntos de vista y miró la ladera, casi a simple vista. Seguía sin verlos. Podían salir a Gilman Drive en casi cualquier punto.
Miri se humedeció los labios.
—Lo que importa es evitar que…
—…esos idiotas descerebrados —dijo Lena.
— …cometan cualquier acto excesivamente destructivo.
—Sí —asintió Juan—. ¿Quién creéis que es el tipo remoto, el que camina con ellos?
—¿Qué? —Juan no solía enterarse de nada, pero esporádicamente demostraba tener inteligencia. Miri repitió las últimas imágenes de Robert y el señor Rivera. Eran imágenes fragmentarias, pero Juan tenía razón. Los dos miraban un punto consistente que se movía con ellos… y le dejaban cierto espacio. Por tanto, era una presencia privada.
Juan dijo:
—Apuesto a que ven a Zulfi Sharif.
—Apuesto a que tienes razón. —No por primera vez esa noche, intentó controlar a Sharif. Seguía sin haber respuesta. ¡Haz algo!— Vamos, Juan. —Llevó la bicicleta a Gilman Drive, cruzando los carriles despacio para que no la multasen.
Xiu y Lena fueron con ellos.
—El tráfico es denso —dijo Lena.
—Es por el choque de círculos de opinión. La gente viene en persona. —La llamada había surgido de la nada, pero a Miri le costaba imaginar que fuese una coincidencia. Montarlo todo exigía mucha coordinación. A pesar de que el choque por el momento seguía siendo un rumor, llegaba mucha gente. Los coches que los rodeaban dejaban pasajeros. La gente reía, gritaba, hablaba y caminaba hacia la biblioteca. La acera, al otro lado de Gilman Drive, estaba casi desierta.
Miri llegó al bordillo y miró atrás.
—¡Vamos, Juan!
El cielo sobre la biblioteca era de un violeta retorcido, un bonito efecto fractal de alguna cooperativa china. Comprobó el estado de red. No sólo era denso el tráfico de automóviles. Veía ramas de red iluminándose por toda California. El campus de la UCSD estaba exportando millones de puntos de vista. Había cientos de miles de participantes virtuales. Cuando Juan la alcanzó, le dijo:
—Es un remolino. Como el primer día de un juego importante. El chico asintió, pero no prestaba atención.
—Mira lo que he encontrado en la calle.
El aparato estaba medio aplastado. De un lado colgaban fibras metálicas.
Miri le hizo un gesto para que lo tirase.
—Un cacharro aplastado, ¿y? —Si un nodo perdía conectividad y luego se metía en la calle… bien, aplastaban algo tan pequeño.
—Creo que sigue conectado, pero no lo encuentro en el catálogo. Miri lo examinó de cerca. Había picos de parpadeo, pero no daba ninguna respuesta.
—Es un resto que no responde, Juan.
Juan se encogió de hombros para luego dejar caer el cacharro en la bolsa de la bici. Tenía una expresión impenetrable. Seguía buscando.
—Parece un Cisco 33, pero…
Por suerte, Orozco no había logrado distraerlos a todos. Lena dijo:
—Miri. He encontrado a Robert y al tal Rivera. —Una pausa mientras Lena identificaba la cámara. ¡Ya! Robert y Rivera cruzaban la carretera a cuatrocientos metros, al oeste.
—¡Los tenemos, Lena!
En la época de Robert, aquel lado de Gilman Drive había estado lleno de casas prefabricadas. Años después, los edificios de cemento de la Universidad de California habían albergado la Facultad de Medicina. Lo actual era Pilchner Hall, que como casi todo lo que había en el campus aparentaba ser tan temporal como las viejas casas prefabricadas.
El Extraño Misterioso guió a Robert y a Carlos al interior del edificio. La luz real los siguió en forma de cono concentrado, mientras que al fondo del vestíbulo la vista era virtual. Era posible que hubiera otras personas en el edificio, pero el Extraño las evitó. Bajó unas escaleras para llegar a una conejera de pequeñas habitaciones. En algunos puntos el suelo estaba polvoriento. En otros estaba completamente limpio o lleno de señales de haber movido cosas.
—Eh —dijo el Extraño, señalando las marcas—, Tommie ha estado trabajando. Toda esta planta ha sido reorganizada para esta noche. Y hay algunas zonas que ni siquiera aparecerán en los planos de seguridad de la universidad.
Tuvieron que abrirse paso por el laberinto. Finalmente, el Extraño Misterioso se detuvo frente a una puerta cerrada. Hizo una pausa y habló muy serio.
—Como sabéis, el profesor Parker no es consciente de todo lo que está pasando. Si deseáis lograr vuestras metas respectivas, os sugiero que tengáis cuidado con lo que le decís.
Robert y Carlos asintieron.
El Extraño Misterioso se volvió e imitó el gesto de llamar a la puerta de plástico. Su mano sonó como un martillo golpeando madera dura. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y Winston Blount los miró.
—Hola, Carlos. —Su mirada recorrió menos amigablemente a Robert y al Extraño. Les hizo un gesto para que entrasen.
La habitación era una cuña triangular atrapada entre paredes inclinadas. Un reborde de cemento ocupaba la mayor parte del suelo. Tommie Parker estaba sentado en el suelo junto a un carrito lleno de bolsas de plástico y mochilas.
—Hola, tíos. Habéis llegado a tiempo. —Echó un vistazo al portátil—. Os alegrará saber que ni la policía ni la prensa se han enterado de vuestra llegada. En este momento nos encontramos en una habitación que ni siquiera existe. Esto… —Tocó el borde del pozo—. Esto sigue siendo visible para la universidad, pero estará encantado de mentir sobre lo que hacemos.
Robert dio unos pasos alrededor de la estructura.
—Lo recuerdo. —En los años setenta el pozo había estado en el exterior, cubierto por una tapa de madera. Se asomó al borde. Sí, igual que antes: escalones de hierro descendían hacia la oscuridad.
Tommie se puso en pie. Llevaba el portátil en cabestrillo, de modo que tenía a su alcance el teclado y la pantalla, pero podía moverse cómodamente. En cierta forma, Tommie Parker había reinventado la computación vestible.
Tommie metió la mano en el carrito y sacó dos bolsas de plástico.
—Es hora de dejar atrás vuestra Epifanía. Tengo ropa nueva para vosotros.
—Lo dices en serio —dijo Rivera.
—Sí. Vuestra ropa me permitirá mentir acerca de vuestra posición. Mientras tanto, vosotros vendréis conmigo usando un equipo mucho mejor.
—Espero que no sean portátiles —dijo Winnie, mirando dubitativo el cabestrillo de Parker. Pero él y los otros se quitaron camisa, pantalones y zapatos. Todavía llevaban las lentillas, pero ya nada las hacía funcionar. La luz real era suficiente, pero, sin sonidos ni visión externa, la habitación parecía un ataúd.
Tommie parecía sinceramente avergonzado de ver tanta carne flácida. Enseguida abrió una de las bolsas de plástico y pasó pantalones y camisas. Parecían de tela gris, ropa de trabajo. Carlos sostuvo la camisa a contraluz y examinó de cerca el tejido. Lo dobló y lo frotó con las manos.
—Esta ropa es tonta.
—Sí. Nada de microláseres de infrarrojos, ni de nodos de procesadores. Sólo algodón de calidad, como Dios quería que vistiésemos.
—Pero…
—No te preocupes, tengo procesadores.
—Bromeaba con lo de los portátiles, Tommie.
Tommie negó con la cabeza.
—No, nada de portátiles. Tengo cajas Hurd.
¿Eh? Sin vestir, Roben estaba paralizado.
Carlos parecía igual de perdido, pero luego debió de llegarle algún recuerdo de modo natural.
—¡Oh! ¡Hurd OS! Pero ¿no están obsoletas?
Tommie rebuscaba en la segunda bolsa de plástico. No alzó la vista.
—Obsoletas no. Son simplemente ilegales… Ah, aquí están. Genuinas Made in Paraguay. —Pasó una caja de plástico negro del tamaño de un libro de bolsillo a cada uno de los conspiradores. A un lado había un teclado real y un clip metálico al otro—. No tenéis más que colgároslas de la cintura. Tenéis que aseguraros de que la lengüeta metálica toque la piel.
Los nuevos pantalones de Robert eran demasiado cortos y la camisa le quedaba enorme. Se colocó el ordenador ilegal en la cintura y sintió el frío del metal sobre la piel. Podía ver una superposición tenue. Era la imagen de un teclado y, cuando colocó la mano sobre la caja, vio marcadores correspondientes a las yemas. Era una interfaz penosa.
—No la tapes con la camisa, Carlos. Lleva todos los puertos de comunicaciones.
Intervino Winnie:
—¿Quieres decir que es preciso orientarla adecuadamente para establecer la conexión?
—Sí. Mientras estemos abajo, nuestra única conexión externa sería a través de mi portátil. Y la única conexión de mi portátil pasará por aquí. —Tommie levantó algo que parecía una rueda de oración. La hizo girar. Hubo un destello en el aire, que se deslizó por un cable demasiado fino para verlo hasta un conector que sostenía en la otra mano. Se volvió y lo conectó a una caja del carro—. Probadlo.
Robert se levantó los faldones de la camisa y giró hasta que la caja estuvo directamente encarada al portátil de Tommie. Nada. Entró una orden simple, ¡Y podía volver a ver a través de las paredes! Al norte de Gilman Drive había todavía más gente dirigiéndose a la biblioteca. Dentro… recorrió el pasillo. Seguía desierto. ¡No! Un tipo se acercaba muy decidido a la habitación «secreta». Luego perdió el punto de vista.
—Eh, Tommie…
—¿Qué?
La voz del Extraño sonó en el oído de Robert. El audio era tan malo como en su vieja página visor, pero lo entendió sin dificultad.
—No has visto nada, amigo mío.
—Yo… —Robert tragó—. El enlace de fibra funciona bien, Tommie.
—Bien, bien. —Parker caminó entre ellos, asegurándose de que todos pudieran recibir y transmitir—. Vale. Estamos todos equipados. Esto ha sido lo divertido. Ahora viene lo de ser mulas de carga. —Señaló las mochilas del carrito.
La mochila de Robert pesaba como unos veinte kilos. La de Carlos no parecía menos pesada. Las de Tommie y Winnie eran más pequeñas, a pesar de lo cual Blount tenía dificultades para soportar la carga. Winnie es como un viejo. Sí, el campo de minas celestial de Reed Weber. Robert apartó la vista antes de que Winnie se ofendiese. Se colocó la mochila para que le resultase más cómodo llevarla y se quejó:
—Pensaba que estábamos en el futuro, Tommie. ¿Dónde está la miniaturización o, al menos, los porteadores automáticos?
—En el lugar al que vamos, Robert, la infraestructura no es muy amistosa. —Tommie miró la pantalla del portátil—. Hola, señor Sharif, parece que estamos listos para partir. —Indicó el agujero oscuro en medio de la habitación—. Ustedes primero, caballeros.