17

¿Por qué no puedo sentir nada? Por favor Dios, déjame sentir algo. ¿Es tu castigo por mi pecado? Oh, por favor, déjame sentir mi amor por él. Sólo una vez.

Los labios de él recorrían, voraces, los pechos pequeños y levantados de ella, y ella entrelazó los dedos en su cabello negro, corto y rizado, para acercarlo más a sí. El hombre creyó que el gesto se originaba en un deseo similar al suyo, y chupó el pecho con renovado ardor. Era joven, entusiasta, y con una profunda confianza en sí mismo.

El dolor hizo que ella apretara los dientes, conteniéndose para no gritar. Alzó las manos y cubrió la tersa barbilla del hombre, para apartar la boca de él de sus pechos y acercarla a su propia boca. Los bellos ojos oscuros del joven estaban casi negros de lujuria, y la muchacha vio en ellos un brillo de impaciencia, estaba segura. Era impaciencia. Ella no era como las demás mujeres. Era lenta. No era bastante mujer para él. Oh, Dios, tenía que hacer algo. Temía que él adivinara que sus caricias, sus besos, el contacto de las manos de él no le brindaban placer sino, más bien, congelaban todo sentimiento en su interior. El instinto le indicó que gimiera con suavidad en la boca del hombre y se arquease hacia él. Sintió que se acrecentaba el ritmo y, por un instante, tuvo el deseo abrumador de apartarlo de sí, de rogarle que no la penetrase con su sexo de hombre. Eso era lo que más odiaba. Contuvo el aliento, avergonzada por ideas tan contrarias a la naturaleza, y sufrió esa boca abrasadora, esa lengua penetrante. Debía recordar que él la amaba, que por encima de todo no quería 'perderlo, hacer que se disgustase con ella.

Trató de relajarse, de aspirar la fragancia dulce del heno, pero sólo podía olerlo a él, el olor almizclado del hombre, el perfume del sexo. Tú eres la afortunada, la elegida. No quiere a Arabella ni a ninguna otra mujer. Darle tu cuerpo es una prueba de tu amor hacia él, es una prueba de tu valía.

De pronto, el joven retrocedió de rodillas, aferró las de ella y las separó. La muchacha cerró los ojos, mientras los dedos de él tanteaban para abrirla. Lo oyó gruñir, frustrado, y un rojo velo de vergüenza la envolvió. Sintió que los dedos de él, humedecidos con saliva, la frotaban, empujaban para entrar. A medida que los dedos se hundían más y más, ensanchándola, se crispó, y una vez más se preguntó, sumida en una niebla de desdicha, si soportaría ese grueso miembro impulsándose dentro de ella.

Incapaz de seguir conteniéndose, él se inclinó sobre ella y la penetró con dureza, sintiendo el estallido de todos sus sentidos, en un instante despojado de pensamientos, suspendido en el tiempo. Fluyó su simiente por el estrecho pasaje, lubricando su penetración, y se hundió en las profundidades de la muchacha. Por un momento, sintió un éxtasis de victoria animal, una reafirmación de su masculinidad, de su superioridad sobre la hembra. Las manos pequeñas de la mujer se agarraron de sus hombros, y él creyó, una vez más, que la había conquistado como debe hacer un hombre con una mujer, poseyéndola por entero, y llevándola a la plenitud a través de su propia satisfacción.

La libró de su peso, besó levemente sus labios húmedos, y se tendió al costado de la muchacha. El olor de él ascendió hasta la nariz de la muchacha, y creyó que vomitaría. Cuando el aire fresco entró en contacto con la fina película de sudor que él le dejó, se sintió pesada, el cuerpo húmedo y la piel erizada.

– Te adoro, ma petite cousine -le dijo el hombre, conocedor de su deber de conquistador, de amante, el que ella adoraba.

¿Qué le costaba volcar sobre ella palabras que la ligaran a él? No dejó de halagar su vanidad el hecho de seducir a su tímida prima, aunque suponía que para asegurarse su completa obediencia también

debía poseer el cuerpo de ella. La fugaz virginidad de la muchacha lo había complacido.

– Y yo a ti, Gervaise -susurró Elsbeth.

El cuerpo de la muchacha ya había olvidado el ultraje, el recuerdo del dolor y la humillación ya iba desvaneciéndose. Elsbeth pensó que era una bienaventurada entre las mujeres porque la amaba un hombre tan bello como él, con sus ojos oscuros, de forma almendrada como los de ella, y los dientes blanquísimos. Era más apuesto que el conde, que a ella la aterraba con su tamaño, sobre todo desde que sabía lo que los hombres exigían a las mujeres. El ánimo de la muchacha, que comenzaba a elevarse, se abatió. Ah, si pudiese sentir placer, gozar, aunque sólo fuese, de un instante de pasión… No era mucho pedir. Pero, tal vez sí. Quizá sólo los hombres gemían, resoplaban y gritaban cuando la lujuria los dominaba. Intentó despojarse de esos pensamientos egoístas. Si había una deficiencia, estaba en ella. Debía convencerse de que, para ella, era suficiente con tenerlo, con permitirle que se deleitara con su cuerpo.

– ¿Sabes, Elsbeth? -dijo Gervaise, después de una pausa-, hablé con lady Ann acerca de tu madre, Magdalaine. Sabía mucho menos de lo que yo esperaba acerca de las circunstancias que rodearon a tu madre, y de su vida aquí, en Inglaterra.

Elsbeth tiró del borde de la capa sobre sí, y se volvió de costado hasta quedar de cara a él.

– ¿A qué te refieres con eso de las circunstancias?

¿Por qué le hablaba de su madre, que había muerto hacía tantos años? ¿Por qué no quería hablar del futuro en común de los dos?

Gervaise se apresuró a palmearle la mejilla y recorrió con los dedos el pecho de la muchacha. Se había movido con demasiada rapidez, y la sorprendió. Qué seres tan extraños eran las mujeres. Todo el tiempo necesitaban que se les diese tranquilidad, seguridad. Se alzó de hombros con gesto indiferente, y bostezó.

– Oh, en realidad no es nada -respondió.

La muchacha sonrió apaciguada, otra vez satisfecha pues la atención de él se concentraba en ella.

Sin embargo, ahora Gervaise no podía dejar el tema como estaba. El tiempo se acababa. Tenía la sensación de que el conde quería echarlo; no, el maldito conde quería matarlo. ¿Cómo se habría enterado de lo de Elsbeth? ¿Por qué no le había dicho nada? En nombre de Dios, ¿qué le importaba a él? Y le importaba; Gervaise había detectado el enfado, la ira contenida en los ojos del otro.

Tenía que darse prisa.

– No tendría que haber dicho circunstancias. Lo que pasa es que mi padre me contó ciertas historias poco comunes relacionadas con tu madre. ¿No te interesa tu madre, Elsbeth?

Dio a su voz un leve matiz de reproche y, como un perro adiestrado, Elsbeth reaccionó de inmediato.

– Claro que sí, lo que ocurre es que murió hace mucho, cuando yo era una recién nacida. No la recuerdo en absoluto. Por supuesto, me encantará oír historias acerca de ella.

– Entones, en algún momento.

Con qué facilidad podía desviarle la atención, hacer surgir a la niña insegura, solitaria, desesperada por complacer. Si bien estaba seguro de que la había ligado a él, se preguntó si la lealtad de la muchacha hacia lady Ann y hacia Arabella la incapacitarían para hacer lo que él deseaba que hiciese.

Compuso una expresión de aburrimiento, como si se hubiese cansado del tema. Por el momento, bastaba con que hubiese plantado las semillas de la curiosidad en la mente de Elsbeth. Dejó vagar la mirada arriba y abajo del cuerpo de la muchacha. No dijo nada. Según su experiencia, la mujer creía que él sólo pensaba en el cuerpo de ella, y rogaba que la hallase hermosa. No tenía modo de saber que Elsbeth se debatía en el esfuerzo por encontrar algo que lo distrajese, que impidiera que se arrojara otra vez sobre ella. Una súbita inspiración la llevó a decir:

– Gervaise, me parece maravilloso que quieras enterarte de cosas relacionadas con mi madre. ¿Sabías que Josette, mi doncella, también fue nodriza de mi madre? La conocía desde pequeña, y la acompañó aquí, a Evesham Abbey, cuando se casó con mi padre. Ella debe de saber todo acerca de mi madre.

Sin mucha atención, Gervaise contemplaba el blanco vientre de la mujer. ¡Por Dios, qué estúpido había sido! Claro, Josette. Ya no sería necesario contar con Elsbeth. ¿Acaso Josette no sería leal a la familia Trécassis, a él? Sintió renacer la confianza. Con la intención de recompensar a Elsbeth por darle una solución, avivó los rescoldos fríos de la pasión y le pasó la mano por los muslos, gozando de la humedad que su propia simiente le había dejado. Apartó la capa con brusquedad y atrajo a la muchacha hacia sí, con ademán posesivo. Por un instante, le pareció que ella lo empujaba en el pecho, pero luego sintió el suave gemido contra su cuello, los labios suaves y húmedos, y los brazos que le rodeaban los hombros.

– Sí -dijo, besándole el cuello-. Oh, sí.

Elsbeth tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo.


Elsbeth echó un vistazo al pequeño reloj dorado que había en la mesa, junto a la bañera de cobre, exhaló un suspiro de contento, y se hundió más en el agua tibia y perfumada. Se sentía inmensamente feliz, aun cuando se había refregado hasta que le dolió la carne suave de entre los muslos. Permaneció largo rato en el agua, ya olvidado ese hecho violento y desagradable del amor del hombre, y en su mente floreció la imagen romántica de Gervaise, su audaz amante, el hombre que adoraba y, lo que era más importante aún, el que la adoraba a ella por encima de las demás, incluida Arabella. No advertía, siquiera, que Arabella estuviese viva. Eso no podía menos que significar algo.

– Vamos, mi corderillo, se hace tarde. No querrás llegar tarde a la cena,

Volvió la mirada hacia la Josette de ojos opacos, percibiendo con vaguedad que en su voz quebradiza había un matiz de aspereza poco habitual.

– Ven, preciosa -repitió Josette, agitando una toalla grande hacia Elsbeth.

– Ah, está bien -repuso en tono vago y suave, y se incorporó con los brazos estirados.

– En verdad, pequeña mía, eres una dama, y no una grisette,

una modistilla, para alardear de su cuerpo desnudo.

Se apresuró a envolver a la muchacha en la toalla, apartando la vista.

Elsbeth observó a la vieja y fiel criada con enigmática sonrisa femenina. "Qué anticuada es", pensó, olvidando que, hasta hacía poco tiempo, no se le habría ocurrido salir del baño hasta que Josette hubiese colocado la toalla antes de que ella se levantara.

– Oh, no me regañes, Josette, pues soy muy feliz. Por fin, estoy viva. Por fin, sé lo que debo saber.

Josette refunfuñó, le pasó la camisa por la cabeza, y obligó a sus dedos artríticos a atar las delicadas cintas. Como le dolieron los dedos, dijo, malhumorada:

– No porque ahora seas una muchacha rica, con diez mil libras, tienes que ir por ahí saltando y gritando como una fregona.

– No estoy gritando. Oh, bien podría decírtelo a ti, vieja ojo de águila, pues pronto lo averiguarás. Giró sobre sí y sujetó las manos torcidas de la vieja, acercando la cabeza gris y despeinada hacia ella-. ¡Estoy enamorada!

Josette sintió un momento de extraña confusión. No, no era Magdalaine la que estaba enamorada. ¿Elsbeth? Eso era imposible. Repasó las vagas realidades que desfilaban, torcidas, por su mente y se echó atrás con una exclamación ahogada de horror:

– Oh, no, preciosa. No puedes amar al conde. Él se ha casado con Arabella. -Se esforzó por recordar-. Se ha casado con Arabella, ¿no es cierto?

Elsbeth lanzó una serie de carcajadas musicales, y abrazó a la entrañable anciana de hombros caídos.

– Sí, en efecto, el conde se ha casado con Arabella. No, no se trata del conde.

– Pero no hay ningún otro -dijo Josette lentamente, aturdida, sin encontrar más que confusión.

Pensó que ojalá la delicada y sonriente muchacha que tenía delante no fuese tan parecida a Magdalaine. Los mismos transportes, la misma alegría que la madre, cuando estaba enamorada.

– Mi primo, por supuesto. El comte Gervaise. ¿Verdad que es apuesto y, además, maravilloso?

– El comte -repitió Josette, pronunciando con más lentitud aún, farfullando de tal modo que podría estar diciendo cualquier cosa.

– Querida Josette, ¿no es maravilloso? ¿No te parece que soy la mujer más afortunada? Me ama, y ahora que soy independiente, podría casarme con él sin sufrir la vergüenza de no tener un centavo. Mi padre sí me quería, Josette. Seguro.

Entre los brazos de Elsbeth, de repente la vieja se puso rígida. Empujó a la muchacha y se pasó los rígidos dedos por la frente.

– Josette, ¿cuál es el problema?

Pareció que el rostro de Josette se derrumbara, como si una gran fuerza desconocida lo hundiera hacia adentro, sobre sí mismo. La anciana giró la cabeza, y exclamó con voz aguda:

– ¡Por todos los dioses, no!

Elsbeth se encogió y miró perpleja a la anciana. Pensó que, finalmente, la mente de la vieja se había desviado, y la repulsión la impulsó a guardar silencio. Luego, se llenó de compasión.

– Josette, tienes que hablarme. Dime qué es lo que pasa.

El grito angustiado de la vieja hizo tambalearse a Elsbeth hacia atrás.

– No, no puedes casarte con él, Magdalaine, no. Es ir en contra de Dios. Es ir contra todo lo que es sagrado.

– No soy Magdalaine, Josette. Vamos, mírame. ¿Ves?, soy Elsbeth, su hija.

Josette miró de hito en hito a su joven ama y sacudió la cabeza atrás y adelante, dejando escapar mechones de cabello gris de la cofia, que le azotaban la boca de labios finos. Susurro, en un sonsonete:

– Es el castigo final de Dios. Todo ha terminado. Acabado. Debí verlo venir, pero no lo vi.

No pudo soportar más el joven rostro ansioso, preocupado y, dándose la vuelta, salió del cuarto arrastrando los pies.

– Espera, Josette -susurró, aunque en realidad no quería hacer volver a la anciana.

No, todavía no. Sintió que se le formaba piel de gallina en los brazos, y que crecía dentro de ella un nudo de pánico. Se cerró la puerta, y ella quedó sola. Con manos torpes, se vistió y recogió el cabello negro en una gruesa trenza en la nuca. Movió la cabeza con gesto triste. Josette estaba loca, su mente había escapado al pasado de manera irreversible. Pero, Josette, ¿a qué se deben tus murmuraciones acerca de Dios y de Su castigo? Claro, creías que yo era Magdalaine, pero, ¿por qué has dicho semejante cosa de mi madre?

Elsbeth olvidó las preguntas cuando lady Ann le dijo que lady Talgarth y la señorita Suzanne Talgarth llegarían en cualquier momento para cenar. Lamentó que el extraño talante de Josette la hubiera obligado a ella a arreglarse el cabello con torpeza. Cuando lady Talgarth y Suzanne llegaron en alas de un chisporroteo de joyas, de satén adherente y gasa color lavanda, dio unas palmadas a su vestido negro, consciente de un pequeño nudo de envidia en la garganta. Se sintió torpe y poco ocurrente, como solía pasarle en presencia de la voluptuosa y risueña Suzanne. Observando a lady Ann y a Arabella, llegó a la conclusión de que todas las mujeres Deverill se volvían insignificantes enfundadas en sus atuendos de luto.

Cuando enfilaron hacia el comedor, se alegró al oír que Gervaise le susurraba en el oído:

– Qué frágil y delicada eres, ma petit, en comparación con esa vaca inglesa blanca y sonrosada. Casi te diría que me ofende.

Quiso gritar que lo amaba, pero no pudo, por supuesto. Se conformó con darle una ligera palmada en la manga. Oyó reír entre dientes al conde, y al alzar la vista vio que su cabeza oscura se inclinaba sobre los rizos rubios de Suzanne Talgarth. La mirada de Elsbeth voló hacia Arabella, y se llenó de confusión al ver que su medio hermana sonreía abiertamente a los otros dos. ¿Por qué sonreía? ¿Por qué no estaba furiosa con Suzanne Talgarth? Se creía capaz de matar a cualquier mujer que coqueteara con Gervaise del modo que Suzanne lo hacía con el conde.

No tenía sentido.

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