21

A Elsbeth le encantaba la fragancia dulce del heno recién cortado. Era un olor que llenaba el cobertizo, impulsándola a respirar hondo y a sonreír. Caminó deprisa hasta el pesebre que estaba en un rincón oscuro y alejado del cobertizo. Hacía por lo menos una semana desde la última vez que se había escabullido de Evesham Abbey para encontrarse con él allí. Demasiado tiempo. Desde la muerte de Josette, él no había mencionado su necesidad masculina, y ella lo respetaba por tan nobles sentimientos. La sensibilidad con que tenía en cuenta el duelo de ella por la trágica muerte de la vieja doncella lo volvía más precioso a ojos de la muchacha.

Sin embargo, mientras extendía la capa sobre la paja y alisaba los bordes con manos amorosas, frunció el entrecejo. En los últimos días, había sentido que él tenía demasiado en que pensar. Y aunque no quería, imaginó que él había vacilado ante la tímida propuesta de ella de encontrarse allí, esa tarde. La breve pausa que hizo antes de aceptar evocó para Elsbeth el rostro de Suzanne Talgarth. Sabía que Suzanne deseaba a Gervaise. ¿Qué mujer no lo desearía? Era todo lo que cualquier mujer podía desear. Oh, sí, Elsbeth tenía aguda conciencia de lo que sentía cada una al acercarse a él. Sí, esa perra de Suzanne lo quería. Pero él no se le acercaría, ¿verdad? Seguro que no, pese a que Suzanne era tan alegre y tan bella, con su cabello rubio. No, él no sería capaz de traicionarla.

La semana que no se acostó con el conde francés había servido para alimentar la romántica convicción de que la unión física de ambos era una exquisita prueba del amor de Gervaise hacia ella. Incluso rogó sentir deleite cuando las manos de él la tocaban, gemir cuando sus labios la besaban.

Esperándolo en el pesebre débilmente iluminado, empezó a ponerse nerviosa. Sin duda, algún asunto de mucha importancia lo retenía. Estaba a punto de levantarse para mirar por las puertas delanteras del enorme cobertizo, cuando lo vio deslizarse, silencioso, en el pesebre.

– Oh, mi amor, estaba empezando a preocuparme. -Le tendió los brazos, besándolo en el cuello, los hombros, el pecho-. ¿Hay algún problema'? ¿Alguien te ha entretenido demasiado? Suzanne Talgarth, ¿no es así? ¿Estaba intentando atraerte hacia ella? Dime que todo va bien.

El conde la besó en la coronilla, y luego la empujó con suavidad, haciéndola sentarse otra vez sobre la capa.

– ¿Qué es esto de Suzanne? Ma petite, si ella hubiese intentado atraerme hacia sí, yo me habría reído en su cara. Le diría que no me gustan las muchachas inglesas blancas y sonrosadas, de rostros bovinos.

Con movimientos elegantes, se tendió en la capa junto a ella, contemplando ese dulce rostro, la expresión fascinada de los ojos almendrados, tan parecidos a los de su madre.

– No, querida Elsbeth -dijo, acariciando con los dedos la mejilla tersa-, sólo he estado conversando con lady Ann. No hubiese sido cortés dejarla de repente.

Elsbeth se adelantó y lo aferró del cuello. Sus dudas la hicieron sentirse culpable. Se sintió como una arpía por haberlo cuestionado. No era digna de él. Sin embargo, ahí estaba, la había elegido a ella. Sintió que un beso leve le rozaba el cabello, y esperó que él la atrajese a sus brazos. Pero él no la acercó impulsivamente a sí. Esperó. Nada. Se echó atrás, perpleja, con los ojos oscurecidos por la aflicción. Después de una semana, tendría que desearla. ¿Habría ido, de todos modos, Suzanne Talgarth a Evesham Abbey? ¿Le habría mentido? No, eso no podría pensarlo ni por un minuto. Tampoco quería pensar en el alivio que sintió de que no estuviese desnudándola.

– ¿Qué pasa, mi amor? -susurró, con la boca contra el cuello de él-. ¿Qué es lo que te ha inquietado?

Gervaise suspiró, y se puso de costado, apoyándose en el codo.

– Eres perspicaz, Elsbeth. Ves muchas cosas. -Comprobó que sus fáciles palabras la complacían. Ella sería cualquier cosa que él quisiera, haría lo que él le pidiese. Eso era lo que rogaba, al menos. Calculó con cuidado las siguientes palabras, y al fin, dijo-: Debes saber que el conde y yo no nos llevamos demasiado bien. Su antipatía hacia mí crece cada día. Estoy seguro de que, si pudiese, me mataría. No, no, Elsbeth, está bien. Puedo enfrentarme al conde. Me pregunto por qué no me ha ordenado que me marche, pues no me lo ha pedido, ¿sabes? Es extraño. No lo entiendo, ni sé por qué me odia. Yo no le he hecho ningún daño.

Elsbeth no pudo contenerse:

– ¡Matarte, oh, no! Eso es ir demasiado lejos. Además, tú no lo permitirías. Eres valiente, fuerte e inteligente. Él no es nada, comparado contigo. No permitirás que nadie te haga daño. Lo odio. ¿Qué vamos a hacer?

Tan apasionada era la muchacha, que creía todo lo que él decía. Se sorprendió pensando en esa pasión, en que quizá él no la había visto tal como era, pero ahora, al escucharla, supo que la pasión era real, muy real. Y comprendió que era así en todo. Le sonrió: ya podía estar seguro de ella.

Elsbeth le aferró la manga.

– Te odia porque está celoso de ti, Gervaise, lo sé. Ve que tú eres todo lo que él no es. Te desprecia por ello. Oh, Dios, ¿qué vamos a hacer?

Muy satisfecho, el conde francés le dedicó una sonrisa tierna, un poco amarga, y dijo con suavidad.

– Elsbeth, siempre eres sensible hacia los sentimientos de los que te rodean. Tal vez tengas razón con respecto al conde, quizá tenga algo que lo haga sentirse menos hombre cuando yo estoy cerca. Pero no importa. Evesham Abbey le pertenece, y yo no soy más que un invitado. En cualquier momento, podría retirarme la invitación. -Sacudió la cabeza, como para librarse del dolor, y apretó las manos pequeñas de la muchacha entre las suyas-. En todo caso, hace un rato, en cierto modo me ordenó que me marchara de Evesham Abbey para el fin de semana. Nuestro tiempo compartido toca a su fin, mi amor.

En realidad, el conde no le había dicho nada de eso, pero era lo mismo. Lo había convocado a la biblioteca, le pidió que cerrase la puerta, y le dijo:

– Querrás marcharte de Evesham Abbey cuando termine la semana.

Nada más, y para eso había tardado tanto tiempo. Y miró a Gervaise con esa fría expresión mortífera, el cuerpo inmóvil, y Gervaise sintió un instante de pánico tan intenso que no pudo hablar.

– ¿Qué? ¿Ni una palabra? ¿No tienes nada que decirme?

Gervaise siguió sin decir nada, y se encogió de hombros.

– Hay muchas cosas en ti que me ofenden, comte. Pero he permitido que te quedaras… por numerosas razones. No obstante, esas razones se resolverán por sí mismas muy pronto: el fin de semana. Y ahora, vete.

Y eso había sido todo lo que se dijo. Gervaise salió de la biblioteca, cuando estuvo solo se apoyó en la pared, y se odió por no haberle dicho al conde que era un cobarde, autoritario, indigno de calzarse las botas de Gervaise. No, no había dicho nada.

– Sí -le dijo a Elsbeth en ese momento-, nuestro tiempo se acaba. Tendré que irme para el fin de semana.

Elsbeth se inclinó hacia delante:

– Oh, no, no puede ser. Gervaise, no puedo dejar que te apartes de mí. Hace poco que te he conocido, y no quiero perderte. No, por favor. -Se le llenaron los ojos de lágrimas. Tragó, intentando controlarse, pero no pudo. Las lágrimas le rodaban por las mejillas-. No es justo. Arabella lo tiene todo… es cierto, aunque no disfrute de lo que tiene. Hasta lady Ann es independiente, ahora; puede hacer lo que se le antoje. Yo soy la única que ha sido una suplicante toda la vida, la única extranjera, la que nadie quiere. No puedo soportarlo. Por favor, no quiero estar sola otra vez.

El hombre no pudo soportar ese dolor que había en ella y que teñía todo lo que pensaba, lo que decía. Pero no tenía alternativa. Gervaise le enjugó con delicadeza las lágrimas y dijo:

– Tenemos que ser valientes, Elsbeth. Después de todo, este es el territorio del conde, como ya te he dicho. Cualesquiera que sean sus motivos, sus decisiones deben gobernar las acciones de los que lo: rodean. En síntesis, en esta cuestión no tengo alternativa.

– ¿No le dijiste que no quieres marcharte? ¿No le dijiste que nos amamos, y que no queremos separarnos?

– Lo hice -respondió, sin vacilar un instante-, pero no le importó. Te repito: estoy convencido de que me odia.

Elsbeth se dejó caer de rodillas. Había perdido a Josette, y ahora perdería también a Gervaise.

– Ya sé -dijo, sintiéndose súbitamente invadida por la esperanza-, yo hablaré con el conde. Quizás a mí me escuche. Ha sido muy bondadoso conmigo desde que llegó aquí. En realidad, ha sido más bondadoso conmigo que con Arabella, que es su esposa. No, hablaré con lady Ann pues ella me ama, yo lo sé. Le hablaré de nuestro amor, le diré que queremos casarnos lo antes posible, que yo moriré de infelicidad si te ves obligado a dejarme.

Ante la perspectiva de que la joven hablase con el conde o con lady Ann, Gervaise se sintió invadido por el pánico. Con su estupidez y su ignorancia, podría estropearlo todo. Tenía que hacerle entender, tenía que controlarla.

– Escúchame, Elsbeth. Te repito que ya le dije al conde lo que sentimos uno por el otro. Sin duda, él se lo dirá a lady Ann. Pero, ¿no lo entiendes? No importa. Él no quiere estar conmigo y, en consecuencia, convencerá a lady Ann de ello. Ah, pequeña mía, te prohíbo que te rebajes de ese modo. -La sujetó por los delgados hombros y la sacudió-. No, esa no es la manera. Escúchame, Elsbeth, haremos otros planes. Tú viajarás a Londres con lady Ann cuando haya terminado su período de duelo. Yo me reuniré contigo allí, y huiremos juntos. No podemos hacer otra cosa. Te llevaré a Bruselas.

Esas palabras borraron la expresión desdichada de la joven. Los ojos se le llenaron de excitación.

– Oh, mi amor querido, es un plan magnífico. Sabía que podrías hacer algo. Qué romántico será. Con mis diez mil libras, no tendremos que preocuparnos por nada. Eres tan inteligente, que sabrás invertirlas bien y nos haremos muy ricos, Gervaise.

Se sintió satisfecho. Por lo menos desde ese momento no tendría que preocuparse más por Elsbeth.

De pronto, los ojos de Elsbeth se apagaron.

– Pero lady Ann no querrá ir a Londres por otros seis meses, Gervaise. ¿Tendremos que estar separados tanto tiempo? No, no puedo soportarlo. Dime que hay otra manera.

El francés chasqueó los dedos.

– Hemos pasado años sin conocernos, ¿qué son seis meses? Ya verás, prima, que el tiempo volará.

La joven percibió que estaba impacientándose con ella, y se apresuró a decir:

– Supongo que tienes razón, pero déjame decirte que te echaré mucho de menos.

– Y yo a ti. -Asintió, complacido.

Se dispuso a levantarse, pero Elsbeth lo sorprendió descuidado cuando le agarró la mano y exclamó:

– Por favor, quédate conmigo ahora. Ha pasado tanto tiempo, desde antes que murió Josette. Quédate conmigo. Te quiero, en serio.

Gervaise quedó atónito. La idea de hacerle el amor… no, era imposible. Más que imposible. Le contrajo el estómago. Pero no podía decírselo, no. Procuró conservar la calma, hablarle con dulzura pero con firmeza, disimular la amargura que le roía las entrañas.

– Elsbeth, escúchame. Pienso que no debemos encontrarnos más así. El conde sabe todo de nosotros, pues yo se lo dije. Podría tornarse más cruel aún, y ordenarme que me marchase antes del fin de semana. No quisiera dejarte antes de yerme obligado a hacerlo. Por eso, debemos tener cuidado. Basta de encuentros aquí, Elsbeth. No, no llores. Sabes que me da gran placer poseerte, pero sería fatal para nuestros planes que nos descubriesen o que sospecharan de nosotros, siquiera. No dudo de que puedes comprenderlo. Tenemos que pensar en el futuro.

Elsbeth quedó tan atrapada en la visión trágica de la separación entre ella y Gervaise, que el don de su cuerpo le pareció la última reafirmación de su fe y de su amor. La pasión la recorrió.

– Entonces, hagámoslo por última vez, Gervaise. Abrázame y ámame sólo esta última vez.

El apremio que vibraba en su voz, la pasión que relucía en aquellos ojos oscuros, le provocó repulsión, no hacia ella sino hacia sí mismo. Pero no podía permitir que dudara de él. Contuvo el impulso de apartarla. Le apretó los hombros, se inclinó adelante y apretó sus labios contra los de ella.

En su desesperado deseo de garantizar los últimos momentos juntos, de conservar el recuerdo de los dos en su mente, Elsbeth olvidó su miedo y sintió un exquisito estremecimiento de deseo que la recorría al contacto de sus dedos.

Gervaise, en cambio, se sintió frío, insensible, y cuando los labios de ella se abrieron apoyados en los suyos, no pudo seguir soportándolo. Se apartó con brusquedad de ella y se puso de pie, tembloroso.

– Oh, Dios, Elsbeth, no puedo. No, no te sientas herida, no es que no te desee. -Se esforzó por conservar la voz calma, por tranquilizarla-. No puedo, pequeña prima. He prometido ir a cabalgar con Arabella. Te darás cuenta de que, si me retrasara, podrían sospechar. Tenemos que ser valientes, Elsbeth. Pronto terminará todo esto, te lo prometo. Tienes que confiar en mí. ¿Puedes?

– Pero, Gervaise… sí, confío en ti.

No cambiaría de idea, lo conocía bien. Asintió con lentitud. Las maravillosas sensaciones que la habían invadido se habían disipado. Dudó si habían existido o si el dolor la impulsó a convocarlas.

Antes de salir del pesebre, le dio en la mejilla un beso leve, desapasionado. Elsbeth interpretó ese tierno gesto como expresión de profunda tristeza, y contuvo las lágrimas hasta que él se hubo ido.


Lady Ann levantó el pie calzado con una bota, para que el mozo de la cuadra pudiese ayudarla a montar.

– Gracias, Tim -dijo; mientras se acomodaba con gracia los pliegues de la falda de montar sobre las piernas-. No necesito que me acompañes, voy a la casa del doctor Branyon. Tulip conoce bien el camino.

Tim dio un tirón a la mata de cabellos castaños que le caían en la frente, y retrocedió, al tiempo que lady Ann tocaba con las riendas el cuello de la yegua. Tulip emprendió un cómodo trote por el camino del frente.

Las arrugas de preocupación que cruzaban la frente de la dama y que borró por un momento en presencia del mozo volvieron a aparecer. Inspiró una gran bocanada de fresco aire de campo, y marcó a Tulip un paso más tranquilo. La yegua resopló, agradecida.

– Tú eres como yo, vieja haragana -le dijo en voz alta-. Te instalas cómodamente en tu agradable pesebre, y miras con mal semblante a cualquiera que vaya a perturbar tu placer.

Hacía meses que lady Ann no montaba. Sabía que, por la mañana, sus músculos protestarían. Pero en ese momento los músculos doloridos no tenían importancia. Se sentía impotente y frustrada, y la ira hacia Justin del día anterior se había convertido en desesperación. Evesham Abbey era como una tumba fría, inmensa y vacía, y descubrió que no podía soportarla un instante más. Justin se había ido a algún lado. Seguramente, Arabella también estaba cabalgando, y su destino sería cualquiera que la alejase lo más posible del esposo.

Mientras hacía girar a Tulip hacia la pulcra casa de estilo georgiano de Paul, que estaba en el límite de la pequeña aldea de Strafford con Baird, se le ocurrió que Paul podía no estar en casa. Había que considerar que, a diferencia de ella misma y del resto de la clase alta, él no podía decirle a un enfermo que no tenía ganas de atenderlo.

Desde la muerte de Josette, no habían estado mucho tiempo juntos. Ese día, sentía necesidad de verlo, simplemente mirar esos hermosos ojos castaños, y dejar escapar de sí la frustración y la desesperación. Oh, sí, él era capaz de hacerla olvidar hasta de su propio nombre. Recordó el estanque, cómo la había amado, cómo comprendió su miedo a los hombres y, por fin, le brindó su placer de mujer. Le había gustado mucho. Supo que era fácil que se convirtiese en un deseo incontenible. Quería hacerlo una y otra vez.

– Tulip, ahora puedes descansar tus huesos fatigados -dijo, conduciendo al animal hacia el pequeño sendero bordeado de árboles de tejo-. Sin embargo, no se me ocurre cómo puede ser que alguno de los huesos de tu enorme cuerpo pueda estar cansado.

– Buenas tardes, milady.

El saludo provenía de un robusto muchacho de cabello claro, alto, de cuerpo delgado, casi de la misma edad que Arabella. Lo había conocido toda su vida.

– Me alegra volver a verte, Will -le dijo, mientras el muchacho se acercaba renqueando para tomar las riendas del caballo. Se había roto la pierna cuando era muy joven-. Tienes buen aspecto. ¿Está en casa el doctor Branyon?

Un momento después advirtió que estaba conteniendo la respiración: tenía que estar allí, tenía que estar. Lo necesitaba. Y aunque saberlo la alarmaba, de todos modos era cierto.

– Sí, milady. Acaba de regresar de Dalworthy. El viejo excéntrico se rompió un brazo.

– Magnífico.-repuso, sin importarle que Dalworthy se hubiese roto el cuello-. Por favor, Will, dale un poco de heno a Tulip, pero no mucho. Es capaz de comer todo el día.

Se apeó con gracia, y corrió, casi, por los estrechos escalones de la entrada. Para su sorpresa, la señora Muldoon, la feroz y leal ama de llaves irlandesa del doctor Branyon, no respondió a su llamada.

– Ann, qué sorpresa. Buen Dios, muchacha, ¿qué estás haciendo aquí?

En la entrada estaba el doctor Branyon, con la camisa de volantes suelta en el cuello, las mangas enrolladas hasta los codos, el rostro iluminado de sorpresa.

Lady Ann lo contempló, sin poder pronunciar una palabra. Se pasó la lengua por los labios, y advirtió que él estaba mirándole la boca.

– Quise darte una sorpresa, Paul -dijo, al fin.

Por Dios, hablaba como una pequeña tonta.

Paul le sonrió, sin apartar la vista de su boca.

– Ah, qué grosero soy, Ann. Entra. -Le gustaría llevarla en brazos, y no soltarla, excepto en su cama. Quisiera besar esa bella boca, tocar la lengua de ella con la suya. Se estremeció-. Lo siento, pero la señora Muldoon no está. Haré el té para los dos, si eso es lo que quieres. La hermana de mi ama de llaves tiene paperas. ¿No es una pena?

– Una verdadera pena -respondió lady Ann, tan afligida como debía de estar la yegua Tulip que, sin duda, estaría relinchando de gusto sobre su forraje.

Entró tras de Paul en la sala del frente, un cuarto acogedor, lleno de luz, que le gustaba mucho. No era una tumba inmensa, como Evesham Abbey.

– Debería decir que me gusta tu sombrero de montar -dijo el dueño de casa-. ¿Puedo quitártelo?

Quería besarla, y no tenía ganas de buscarla tras un montón de terciopelo negro.

Ann asintió en silencio, alzando el rostro. No la besó en ese momento, por poco. Tiró de las estrechas cintas, y le sacó el sombrero de la cabeza. Después de tanto cuidado, no pudo contenerse y arrojó el sombrero sobre una mesa cercana.

– Ahora, ven a sentarte y cuéntame cuál es la nueva calamidad que te trae por aquí. -Sabía que debía de haber pasado algo. Supuso que los besos tendrían que esperar. Suspiró-. Ya estoy preparado. No, no vendrías aquí sólo a sorprenderme, ¿verdad?

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