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Evesham Abbey, 1819


Los rotundos cascos de Lucifer dispersaron la grava a los lados del sendero bordeado de limas. El paso rítmico, potente, no daba demasiado descanso al jinete.

Arabella se volvió en la montura y echó una mirada atrás, hacia su hogar. La abadía Evesham se erguía, orgullosa, a la luz difusa de la mañana, los muros de ladrillo cocido al sol se extendían hacia lo alto, rematando en innumerables chimeneas y aguilones. Eran cuarenta aguilones en total: los había contado. Cuando era una niña de ocho años, comunicó, ansiosa, su proeza aritmética a su padre que la miró asombrado, soltó una franca carcajada, y le dio un vehemente abrazo que le dejó las costillas doloridas hasta el Día de San Miguel.

Cuántos años hacía. Y ahora, no había nada. Nada, más que esos cuarenta aguilones. Y ellos quedarían hasta después de que ella hubiese muerto.

En la bóveda familiar de mármol habían sepultado un ataúd vacío. Una vez que se hubieron marchado todas las mujeres, excepto Arabella, cuatro de los granjeros del padre alzaron una gran pizarra de piedra sobre el ataúd, y el herrero de la región emprendió la ardua tarea de excavar, dispersando fragmentos de piedra, dejando trazado el nombre del conde, sus títulos, y las fechas entre las que se encerraba su vida. El ataúd vacío estaba Colocado junto al de Magdalaine, la primera esposa del conde. Ver el hueco que había al otro lado del cajón de su padre daba frío a Arabella, porque estaba destinado a su madre.

Con aire de tranquila autoridad, rígida y fría como la pared de mármol que había a sus espaldas, permaneció inmóvil hasta que, al fin, cesó el estrépito del martillo y el cincel del herrero, con su monótono golpear.

Arabella condujo a Lucifer por el sendero de grava hasta otro más estrecho que atravesaba el bosque de la propiedad, hasta un pequeño estanque con peces, engarzado como una exquisita gema redonda entre el verde de los robles y el follaje de los arces. El día era demasiado caluroso para el pesado terciopelo del traje de montar. El sol de la mañana caldeaba la oscura tela negra, pegándole la camisa a la piel. Lo único que rompía la severidad de su atuendo era un toque blanco en el cuello, y hasta esos suaves pliegues de lienzo le hacían arder la piel.

Arabella se apeó del musculoso lomo de Lucifer, y lo ató a un arbusto de tejo bajo y grueso. No se molestaba en usar montura. Recordaba con toda claridad el día en que su padre la había llevado aparte, cuando ella tenía sólo doce años, y le dijo que no quería correr el riesgo de perderla, porque, a su edad, era la mejor jinete del condado. Las monturas de costado eran trampas mortales. No podría cazar, montada en una de esas monturas de mujer. Si quería, podía posar en una de ellas mientras un artista pintaba su retrato, pero nada más. O montaba a horcajadas, o montaba a pelo.

Levantó el borde de la falda de la hierba húmeda y caminó con lentitud por la orilla del agua tranquila, hasta el otro lado, cuidando de no enredare en los largos y sedosos juncos. Eran muy bellos, y la perspectiva de enredarse en uno de ellos era catastrófica para ella.

Qué bendito alivio escapar de tantos visitantes ataviados de negro, con sus largas caras graves, que bajaban la cabeza hacían reverencias y recitaban con voces bajas y pesarosas sus frases automáticas de pésame. La maravillaba la gracia con que se movía su madre entre ellos, metida en susurrantes crespones, todo de última moda, por supuesto: parecía infatigable, con un encanto y una sonrisa un tanto crispados, tal vez, pero siempre presentes. Lady Ann siempre sabía lo que había que hacer, y lo hacía ala perfección Sólo Suzanne Talgarth, la mejor amiga de Arabella desde la primera infancia, la había llevado aparte y, sin decir palabra, la había abrazado con fuerza.

Arabella se detuvo un momento para escuchar el croar lastimoso de una rana solitaria, oculta a su vista en medio de los espesos cañaverales. Al inclinarse con un gracioso revuelo de faldas negras, alcanzó a ver un retazo de negro, cosa insólita en medio de infinitos matices de verde, entre un grupo de juncos, pero a corta distancia de ella. Olvidó a la rana, y con el entrecejo fruncido, avanzó lenta y silenciosamente.

Apartó con cuidado un grupo de tallos, y se topó con un hombre dormido, tendido de espaldas cuan largo era, los brazos detrás de la cabeza. N9 llevaba abrigo, sólo unos pantalones blancos, botas altas del mismo color, y una camisa de linón blanco con chorrera, suelta y abierta en el cuello. Observó con más atención el rostro calmo, despojado de expresión en el sueño, y retrocedió, ahogando un grito de sorpresa. Tan asombroso resultaba el parecido, que era como si estuviese mirándose a sí misma en el espejo. Llevaba muy corto sobre la frente lisa el rizado cabello negro. Las características cejas negras se elevaban en un arco orgulloso, y bajaban con suavidad hacia las sienes. La boca era plena, como la de ella, y los pómulos altos destacaban la recta nariz romana. La barbilla era firme, y denotaba tozudez. Estaba segura de que dilataba las fosas nasales cuando se enfadaba. Ella tenía hoyuelos, y se preguntó si a él también se le formarían cuando sonreía. No, parecía un hombre demasiado severo para tener algo tan voluble. Naturalmente, a ella tampoco le sentaban bien los hoyuelos. Nunca había albergado la idea de que ella fuese hermosa, pero al mirarlo lo creyó el hombre más hermoso que hubiese visto jamás.

– No es posible que seas real -susurró, aún con la vista fija en él, preguntándose quién sería, aunque ya lo sabía. Entonces, comprendió también el motivo de su presencia allí, y maldijo-: ¡Maldito canalla! -Ahora gritaba, estremecida de furia-. ¡Miserable pedazo de basura! Levántese y salga de mis tierras antes de que le dispare! ¡Podría darle latigazos hasta arrancarle su desgraciada vida, casi!

En ese momento se interrumpió, porque no llevaba la pistola consigo. No importaba: sí tenía el látigo de jinete. Lo levantó en alto.

Las densas pestañas del hombre se separaron lentamente, y la muchacha se quedó contemplando sus propios ojos grises, que miraban hacia arriba. Los de él eran un poco más oscuros que los de ella, como los del padre. Dios querido, era hermoso, más aún que el padre.

– ¡Válgame Dios! -dijo el hombre, marcando las palabras, con una voz tersa como un guijarro del fondo de un arroyo.

No se movió, sino que entrecerró los ojos para protegerse del resplandor del sol, y poder ver el rostro acalorado y furioso que se cernía sobre él.

– Afirmo que es una dama lo que veo. Esas manos blancas, que nunca han trabajado en su vida. Sí, no cabe duda de que es una dama. Pero me pregunto dónde está la moza de taberna que me ha lanzado tan sucios juramentos. ¿Quiere matarme? ¿Quiere azotarme? Ciertamente, es una situación teatral, más adecuada para Drury Lane.

Hablaba bien, como un caballero. Qué importaba. Sin moverse, Arabella siguió observándole el rostro. Tenía un hondo hoyuelo en la barbilla, que ella no tenía, y estaba bronceado, con el cutis moreno de un pirata. Siempre había detestado a los piratas. No, no permitiría que este hombre la irritase. Con el mismo tono arrogante que usaba su padre, preguntó:

– ¿Y quién demonios es usted?

El hombre siguió sin cambiar de posición, se quedó tendido, estirado a los pies de ella, como una lagartija perezosa tomando el sol sobre una piedra. Pero le sonreía, exhibiendo unos dientes blancos y fuertes. Vio que en los ojos grises había matices dorados. Aquello provocó una extraña confusión. Ni su padre ni ella los tenían. Se alegró, y llegó a la conclusión de que esas suaves luces doradas tenían un aspecto vulgar.

– ¿Siempre habla usted como una ramera de los callejones? -le preguntó con voz tranquila, incorporándose sobre los codos.

Sus ojos eran profundos y claros, y detectó en ellos una inteligencia que reconoció y odió.

– Un sujeto como usted no puede cuestionar el modo en que decido hablarle a un rufián insolente, que holgazanea en tierras de Deverill.

Arabella levantó el látigo de jinete que tenía al costado, e hizo restallar, sin fuerza, las tiras de cuero sobre su mano enguantada de negro.

– Ah, ¿ahora seré fustigado?

– Es muy posible. Le he hecho una pregunta, y ya imagino qué motivo tiene para no responderme. -Lo miró, pensativa, y sintió una desagradable tensión en el pecho. Pero le habían enseñado a afrontar hasta las situaciones más desagradables, sin amedrentarse-. Es evidente que es usted un bastardo… hijo ilegítimo de mi padre: Es imposible que sea tan ciego como para no advertir el notable parecido entre nosotros, y yo soy muy semejante a mi padre.

Apartó el rostro, pues no quería que él viese su dolor. Las lágrimas le quemaron los ojos. Sí, era la imagen de su padre, pero no tenía el sexo correcto. Pobre padre: no había tenido la buena fortuna de engendrar un hijo varón en el lecho conyugal. En cambio, sí tenía un hijo bastardo. Volvió otra vez esos ojos invernales hacia el rostro del hombre, y dijo, sombría:

– Me pregunto si habrá otros como usted. Si es así, ruego que no todos sean tan parecidos a él como usted. Siempre he deseado un hermano pues ahora la línea hereditaria de mi padre se cortará, ¿sabe? Soy sólo una mujer, y por tanto, inaceptable. Nunca me ha parecido justo.

– Tal vez no sea justo, pero así son las cosas. En cuanto a un bastardo de su padre que se parezca a él, es poco probable que sea yo. Pero usted debe de estar en mejor situación para saber de ese tema que yo. Lo que sí parece probable es que si el conde concibió hijos fuera del lecho conyugal, deberían tener la sensatez de no mostrar sus caras por aquí.

Percibiendo que la muchacha se sentía herida, habló en tono calmo y práctico. Sin prisa, se puso de pie, quedando de frente a ella.

No quería asustarla. No quería que se sintiera amenazada por él: eso ya sucedería demasiado pronto.

– Pero está aquí. -No tuvo más remedio que levantar la vista mientras hablaba-. Maldito sea, hasta es de su misma altura. Dios querido, ¿cómo es que ha venido usted en semejante momento? ¿Acaso no tiene sentido del honor, de la decencia? Mi padre está muerto, y aquí está usted, comportándose como si estuviese en su lugar.

– Pone usted en duda mi honor, y yo preferiría que no lo haga. Lo tengo, al menos eso dicen de mí.

Arabella sintió muchas ganas de azotarlo en la cara con la fusta. El joven dio un paso hacia ella, cerniéndose sobre ella, tapándole el sol. Las fosas nasales de la muchacha se dilataron, delatando su intención.

– No lo haga, querida mía -dijo él, con voz tan tranquila y suave como la lluvia de verano.

– No soy querida suya -replicó, furiosa con él, consigo misma, y retrocedió. Entrecerró los ojos, y dijo con toda la crueldad posible-: No necesito que me diga por qué está aquí. No soy tonta, y ya lo he adivinado: es el bastardo de mi padre, que acude a la lectura del testamento. No tiene más honor que ese sapo que croa por ahí. ¿Piensa ser reconocido, recibir parte del dinero de mi padre?

Temblaba de rabia, de frustración, porque él era corpulento, más que su padre aún, y como ella no era un hombre, no podía tumbarlo de un puñetazo. Ah, cómo quería hacerlo. Quería golpearlo, aplastarlo bajo los talones. Al ver que se inclinaba para sacudirse hojas de hierba y ramas de los pantalones, y recogía la chaqueta, percibió su indiferencia hacia ella, y lo odió por eso.

– Sí -respondió lentamente, mientras se incorporaba-. He venido para presenciar la lectura del testamento del conde.

– ¡Dios, es usted despreciable, indescriptible!

– Cuánto veneno sale de esa adorable boca -dijo él sin alterarse, mientras se ponía la chaqueta-. Dígame, dulce dama, ¿es que ningún hombre la ha tomado aún bajo su tutela? Por ejemplo, rodeando ese cuello encantador con las manos y obligándola a escucharlo. No, ya veo que la han dejado a su arbitrio, que le han permitido hacer lo que se le antojara, sin contemplaciones hacia lo que los demás pudiesen sentir o pensar. -Dio un paso hacia ella-. Quizá puedan convencerme de que logre inculcarle cierta obediencia. Necesita ser domesticada. Tal vez, hasta podría decidirme a fustigarla.

Arabella se sintió colmada de alegría: él la había amenazado.

Era tan vulgar y corriente como lo había creído en un principio. Dijo, en tono casi jovial:

– Venga, canalla, y le mostraré lo que es capaz de hacer una dama.

Dio un paso repentino a la derecha, y agitó la mano incitándolo, haciéndole señas de que se acercara.

Pero el hombre no se movió. Alzó la ceja izquierda, confiriéndole un arco más arrogante aún, en el mismo gesto que su padre, sobre todo cuando le hablaba con ese tono frío e indiferente a la esposa, a la madre de Arabella. No, no se permitiría pensar en eso. Seguramente su madre habría hecho algo para provocarlo cuando el padre hacía eso. Sí, seguro. Había sucedido muy pocas veces. No era nada.

– Si yo soy un bastardo, entonces usted debe de ser la hija mal parida de un pescador. En lo que se refiere a acercarme a usted, no se me ocurre nada que me dé menos placer. ¿Tiene intenciones de golpearme con la fusta? Le recomiendo que lo piense bien antes de alzar esa fusta. Soy más grande que usted, y soy hombre. Le aconsejo que ponga en juego la precaución.

– He pensado todo muy bien. Usted es un cobarde.

– Es usted muy afortunada de ser mujer -le dijo él, al fin, rompiendo a reír abiertamente.

Entonces, Arabella vio que tenía hoyuelos en las mejillas, tan profundos como los de ella.

– Sí-prosiguió, examinándola de arriba abajo, con insultante mirada masculina, y haciéndolo a sabiendas-. Casi se podría suponer que usted quiere que le arranque esa fusta y le dé una buena tunda. ¿Es una de esas mujeres que disfrutan del juego rudo?

– Inténtelo, y lo mandaré al infierno.

Con cierto sobresalto, supo que ya no era ella la que tenía el control de la situación. Por un instante, se sintió desconcertada, y como no le gustaba saberse la más débil, la rabia formó un nudo en su interior. Aferró la fusta con tanta fuerza que un ramalazo de dolor le recorrió los dedos.

No, no le permitiría tener el control. Se obligó a aflojar los dedos que sujetaban la fusta.

– Salga de mis tierras -dijo, con voz tan autocrática como la del padre, cuando acudían militares a Evesham Abbey para hablar de asuntos de guerra.

– ¿Sus tierras? Aunque tenga los modales y la lengua de un joven consentido, de mala crianza, no pretenderá reclamar el título de conde. No, no puede hacer eso.

Sin saberlo, había tocado la profunda herida que se abría y supuraba dentro de Arabella. Estaba llena de la desesperación del fracaso, de un antiguo odio a sí misma por no haber nacido varón, por no ser el heredero de su padre, el orgullo de su padre. Una maldición se le quedó pegada a la lengua. Recurriendo a una reserva de fuerza que sólo ella poseía, volvió la cabeza y dijo, con una dignidad que sorprendió al hombre:

– Supongo que ahora son las tierras de mi madre. Por desgracia, como ya he dicho, mi padre no tuvo un hijo varón, ni tampoco su hermano Thomas. A mí me pesa tanto como debe de haberle pesado a él, pues eso significa la extinción del título. Mi padre no fue bendecido con el sexo de su descendencia.

"Admirable", pensó él. Por Dios, era hermosa, aunque no más de lo que había sido cinco minutos antes. Pero lo que dijo en voz alta fue:

– No se reproche el ser mujer. No creerá que de alguna manera la culpa es de usted, ¿cierto? Su padre estaba más orgulloso de usted de lo que hubiese estado de una docena de hijos varones.

Sintió que dentro de él se removía la compasión por ella, pues en los ojos grises, tan similares a los suyos, asomó una chispa de esperanza. No le gustó.

Lady Arabella, hija del fallecido conde de Strafford, estaba otra vez allí, con la voz cargada de rencor.

– Es difícil que usted pudiese saber lo que mi padre sentía. No debe de haberlo reconocido. Si lo vio, habrá sido desde lejos. Si lo hubiese engendrado, jamás le habría permitido que se acercara a Evesham Abbey, a su esposa, a mí, que soy su hija. Mi padre era honorable. Era leal a su esposa. Daba gran importancia al honor.

Quiso decirle que eso no tenía demasiado sentido, pero se limitó a replicar:

– Como quiera.

Arabella se puso rígida como una vara de roble. ¿Estaría despidiéndola? Percibió que estaba acostumbrado a mandar, sintió en él el uso fluido de la autoridad, la confianza del hombre habituado a ser obedecido, pero seguramente se equivocaba. Lo más probable era que fuese lo que parecía: un pirata, un pícaro, un hombre abandonado a su arbitrio, al que poco le importaba nadie, el bastardo de su padre.

Dijo con calma:

– Lo saludo. Sólo espero que su sentido del honor lo mantenga alejado de Evesham Abbey. A mi madre le causaría un gran dolor si irrumpiese en su período de duelo. Si tiene algún grado de decencia, se mantendrá apartado. -,Acaso pensaría que estaba rogándole? Por Dios, eso no. Gritó-: ¡Aléjese! ¡Le ordeno que se aleje de mi hogar!

Se apartó con brusquedad de él, y se alejó dando zancadas masculinas. Se detuvo y giró hacia él otra vez.

– Como es ilegítimo, tendría que hablar con el abogado de mi padre. Quizá le ha dejado algo, un recuerdo, tal vez. Si yo hubiese estado en su lugar, no le habría dejado nada.

Giró otra vez sobre los talones, y echó a andar de prisa. Saboreó la victoria: al final, le había arrebatado el control. Al menos, le quedaba eso.

Pensativo, silencioso, el hombre se quedó mirándola.

– No -dijo en voz queda, golpeando con suavidad los guantes sobre su mano abierta-, mi presencia no le causará dolor a tu madre. Pero tú sufrirás, lady Arabella. Quizá seas más arrogante, aún, que tu padre, que ya es decir bastante. Eres terriblemente orgullosa, y yo lo lamentó mucho.

Lo único que quebraba el silencio era el suave crujido de las esbeltas cañas en el agua.

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