18

"Estupendo, Suzanne", pensaba Arabella. "A mí no se me habría ocurrido una distracción más eficaz. Mi padre se equivocó bastante con respecto a ti, Suzanne. Conque remilgada pequeña tonta y necia, ¿eh? Si pudiera verte ahora, apuesto a que competiría con Justin por tu atención."

– Ann, te aseguro que no sé qué hacer con mi pequeña -decía lady Talgarth. El orgullo que vibraba en su voz desmentía el gesto de fatiga con que balanceaba los rizos de color arena-. Desborda sonrisas y felicidad. Es una beldad, ¿no? Mira esos increíbles hoyuelos, esos ojos tan azules que ni el cielo estival podría competir con ellos. Dos ofertas de matrimonio en su primera temporada, Ann, y mi pequeña sigue haciendo languidecer a los dos caballeros. -Su mirada penetrante descendió hacia la mesa-. Arabella, sin duda habrás conocido al joven vizconde Graybourn, ¿verdad? Te aseguro que es un joven muy elegible. ¡Caramba, su padre es el conde de Sanbridge, y muy rico, aunque esto no importa pues lo único que queremos su padre y yo es que nuestra pequeña sea feliz. Y las casas que poseen… me dijeron que el padre de lord Graybourn posee cinco magníficas propiedades distribuidas por toda Inglaterra. Mi querida hija podría vivir en cualquier sitio que se le antojara en el momento. ¿No te parece afortunada?

Arabella parpadeó, lanzó una rápida mirada a Suzanne y dijo:

– Lady Talgarth, no estará hablando de aquel torpe joven casi carente de mentón, ¿verdad?

Suzanne lanzó unas carcajadas plenas y profundas, no la risa educada de una joven dama sino una muy real, que dibujó sonrisas en casi todas las caras que rodeaban la mesa.

– Ya ves, mamá: Arabella está de acuerdo conmigo. Bella, has olvidado decir que no tiene más que veinticinco años, y ya tiene barriga. Sé de buena fuente que lord Graybourn se levanta antes del mediodía sólo porque teme perderse el desayuno. Me han dicho que adora los riñones. Eso bastaría para hacerme huir a Francia sin otra cosa que mis enaguas.

– ¡Suzanne! Bueno, no sólo eso, espero. Eso no es muy amable, querida. En serio, piensa en todos esos adorables vestidos y joyas que podrías tener. Piensa en todas las casas: son cinco, y están distribuidas por todo el país. Cinco, Suzanne.

– Pero yo ya tengo todos los vestidos adorables que deseo, mamá. En cuanto a las joyas… -Suzanne se alzó de hombros-. No me creo capaz de mostrarme amable con lord Graybourn sólo para tener una hilera de diamantes en el cuello.

Suzanne rió mirando a su amiga, y luego alzó una mirada coqueta hacia el conde, apretó los labios, y dijo con toda la picardía de una actriz innata:

– Creo que preferiría a un caballero con más experiencia mundana. Quizás, uno que haya tenido entrenamiento militar…, como usted, milord. Un caballero decidido y que, sin embargo, sepa cómo tratar a una dama. Cuán protegida y segura debes de sentirte, Bella.

– Soy dos años mayor que el pobre lord Graybourn -dijo el conde, sonriéndole a su copa de vino.

Suzanne Talgarth le parecía una desvergonzada.

Arabella, en cambio, a retó los dedos en el tallo de la copa de vino. Con una mirada fugaz, notó que los ojos del conde se habían entrecerrado levemente. Dirigiendo a Suzanne una sonrisa forzada, dijo:

– Me parece más prudente contar con una misma en materia de protección. A menudo es muy difícil determinar de antemano cuáles serán las acciones de otra persona.

– Caramba, no sé qué significa eso -repuso Suzanne-. Pero, no dudo de que has vuelto a defender mi opinión. -Se volvió hacia el conde-. Bella siempre está de acuerdo conmigo. Las pocas veces que no lo está, yo le hablo y le hablo hasta que se desmaya a mis pies, y por fin, asiente.

– Siento cierta compasión por tu futuro esposo -dijo el conde.

– Querida señorita Talgarth -dijo Gervaise con acento cerrado y denso-, no deben de ser tan importantes esos años de experiencia mundana a los que se refiere. Mi querida mademoiselle, un caballero francés viene al mundo con esos dones.

– En mi opinión, es lo mismo -dijo lady Talgarth, confundiendo a todos. Volviendo a su motivo de preocupación, prosiguió-: Estoy segura de que ni Arabella ni tú, Suzanne, podéis acusar a lord Hartland de tener barriga o de no tener mentón. Sé, de fuentes autorizadas, que nunca se levanta temprano para comer riñones. No, ni siquiera se levanta a las dos de la tarde. Así que, ya ves, por ese lado todo está bien.

Para sorpresa de Arabella, Suzanne titubeó. Arabella se apresuró a decir:

– Sin duda, debe usted de estar en lo cierto, señora. Y en cuanto a experiencia, bueno, tiene por lo menos cincuenta años, y ya ha enterrado a dos esposas, por no hablar de que mantiene a su numerosa y costosa prole. Sí, lord Hartland parecería intachable. Supongo que quiere una madre para sus cuatro hijos menores y un ama de llaves. Confío en que no espere obtener también una yegua de cría. Pero -agregó, con perfecta seriedad-, he oído decir que no se levanta antes de las dos a causa de la gota. Suzanne, ¿tu padre no sufre de gota, también?

Lady Talgarth tuvo ganas de pegarle. Casi lo hizo: le picaron los dedos.

A Justin le costó contener la risa. Por Dios, qué inteligente era. Bueno, a veces lo era. Con él, era… No terminó el pensamiento. No ganaría nada con ello.

– ¿Ha ido el príncipe a pasar el verano a Brighton? -preguntó lady Ann en voz alta.

– Ann, qué extraña parece Arabella en tu silla -dijo lady Talgarth.

– Para mí, tiene todo el aspecto de una matrona-dijo Suzanne, y rió en voz alta cuando su amiga se atragantó con un bocado de guisantes.

– En cuanto al príncipe y Brighton -insistió lady Ann, en voz más fuerte aún.

Suzanne se volvió hacia ella y le dijo:

– Oh, sí, y aunque papá se queja mucho de gota, mamá lo ha persuadido de que al menos yo debería de hacerle una visita a mi tía Seraphina, a la que hace mucho que no veo. Su casa está frente a Marine Parade, y se puede ver a todos los que entran y salen del pabellón.

Arabella terció:

– Me pregunto si lord Hartland y el vizconde Graybourn pensarán veranear en Brighton.

– Ojalá el desayuno con riñones detenga a uno, y la gota provocada por una-cantidad excesiva de hijos y el coñac detengan al otro -dijo Suzanne-. Además, habrá más peces nadando por ahí. Peces sin atrapar. Eso espero, al menos.

– Por supuesto, yo acompañaré a Suzanne a casa de mi hermana -señaló lady Talgarth a lady Ann, sin hacer caso de la hija, con la que hablaría más tarde.

Justin golpeó el tallo de su copa con el tenedor para llamar la atención de los presentes.

– Brindemos por su visita a Brighton, señorita Talgarth, y por el caballero que tendrá la fortuna de cortar tan encantadora rosa.

Mientras vaciaba su copa -era un delicioso borgoña-, Arabella pensó en lo diestra que se había vuelto Suzanne para manejar a los hombres. Estaba convencida de que la encantadora rosa era muy capaz de mostrar sus espinas con gran eficacia en caso de que se la contradijese. Lady Ann se aclaró la voz y fijó la vista en Arabella.

La muchacha se levantó y haciendo un gesto al conde y a Gervaise, dijo:

– Silos caballeros nos disculpan, ahora las damas nos retiraremos al Salón Terciopelo.

Justin también se levantó y dijo, en tono agradable:

– No creo que esta noche necesitemos entretenemos con el oporto, querida. Si a las señoras no les molesta, nos reuniremos con ellas ahora mismo.

En un susurro destinado a llegar hasta los oídos de Crupper, que estaba al otro lado del comedor, lady Talgarth le dijo a lady Ann:

– Me sigue pareciendo extraño que Arabella ocupe tu lugar, mi querida Ann.

Arabella fingió no escuchar, y sólo miró atrás cuando Suzanne le tiró de la manga.

– Por Dios, qué rápido caminas. Vamos, Bella, no le hagas caso a mamá. Debes de saber que te envidia porque has contraído un matrimonio tan ventajoso antes de que yo haya podido hacerlo con uno que no sea ventajoso siquiera.

– Como si a ti te hubiese importado alguna vez. -Arabella dio un tirón cariñoso a uno de los rizos rubios-. Lo dices como si yo hubiese contraído una enfermedad desagradable, como sarampión.

Otros rizos rubios se agitaron y se balancearon sobre unas orejas bien formadas.

– Claro que no. Tu novio me parece muy apuesto, nada que se acerque al sarampión. Y si tú has atrapado a un conde, sin duda yo me convertiré en duquesa. Puede que ese maravilloso duque tenga siete casas distribuidas por toda Inglaterra. Y me echará al menos tres hileras de diamantes en torno de mi blanco cuello.

Arabella contempló la cara risueña, llena de hoyuelos, y no pudo menos que sonreír.

– Serías una duquesa perfecta, Suz. Ojalá consigas un duque joven.

– Bueno, los viejos deben de tener hijos ¿no? No todos estarán tan arruinados. Le daría una lección a mi madre si me casara con nuestro vizconde panzón y sin barbilla, ¿sabes? Derramó tanto dinero sobre mi espalda para vestirme para la temporada… papá se puso lívido cuando el único resultado que vio fue la visita de un caballero que no sabía jugar al whist y otra de un señor que sólo hablaba de su amante. -Hizo una pausa, y se volvió-. Sí, mamá, es verdad. No pongas esa cara de horror. No, nadie dijo eso delante de mí. Es que… eh… yo estaba cerca de la biblioteca de papá, y lo 01. -Hizo una nueva pausa, y se sentó, recatada, junto a Arabella, acomodando la falda color lavanda en favorecedores pliegues a su alrededor-. Oh, caramba, Elsbeth va a tocar. Espero que mamá no insista en que yo también lo haga. Ella es muy buena, y resulta deprimente seguirla. Es difícil mantener las apariencias.

– Lo sé. Es como si pusiera toda la pasión en la música. Si hablara tal como toca, creo que sería una excelente oradora.

Después de un tercer preludio de Bach, Suzanne comenzó a inquietarse. Acercó su cabeza rubia a la oreja de la amiga y susurró, tras la mano enfundada en un guante color lavanda:

– Qué afortunada eres, Bella. El conde es muy apuesto, bueno, apuesto como el diablo, en realidad. Si yo no fuese una dama bien educada, me encantaría ser traviesa y preguntarte por tu noche de bodas. ¿Cómo fue?

El lúgubre recuerdo de dolor y amarga humillación hizo subir la bilis a la garganta de Arabella. Por último, dijo:

– Olvidaré lo que has preguntado. Sólo debes saber que las noches de bodas no son… no, olvida eso. Escucha a Elsbeth.

– Qué aguafiestas eres.

Después de que la actuación de Elsbeth recibió los aplausos de costumbre, y de que Suzanne convenció a su madre quejándose de lo mucho que le dolía un dedo, hasta el punto de que si tocaba una sola tecla del pianoforte sufriría horriblemente, Arabella se encontró formando pareja con Gervaise contra el conde y Suzanne en una partida de whist.

Pronto descubrió que la habilidad del francés corría pareja con la de ella misma. Empezó a jugar con la audacia y la habilidad que su padre le había enseñado. Sin intención, se trabó en silenciosa batalla contra su esposo, y Suzanne y Gervaise se borraron de su mente, de vista. Cuando lady Ann interrumpió el juego para el té, Arabella y el conde francés habían barrido a sus rivales. Suzanne, que en realidad era tan competitiva como su amiga, rió alegre y formó un colorido abanico con los naipes sobre la mesa.

– Eres igual que Juana de Arco, ensartando a los enemigos que cruzaban a su paso -dijo Gervaise, dejando traslucir admiración y algo más en la voz.

Atrapó la mano de Arabella y le besó la muñeca.

El conde entrecerró los ojos: parecía dispuesto a matar. Recuperó la mano de su esposa y replicó:

– Eso es una estupidez, y tú lo sabes. Me desagradan las alabanzas. Teníamos excelentes cartas, eso es todo. La matadora es Suzanne.

– No, sólo lo soy de vez en cuando. El comte tiene mucha razón, Bella -replicó Suzanne-. Eres un verdadero dragón. ¿No recuerdas que, cuando éramos niñas, siempre insistías en explicarme la estrategia del juego?

– Tiene usted una cabeza demasiado hermosa para juegos tontos, señorita Talgarth -dijo el conde, mientras la ayudaba a levantare y enlazaba el brazo de la joven en el suyo.

– No puedo creer que sea sincero, milord -repuso la muchacha-. Vamos, admítalo: con gusto me hubiese estrangulado cuando yo vencí a su espada ganadora en el tercer juego.

– Muy bien, lo admito. A veces, la verdad es endemoniada, ¿no es cierto, señorita Talgarth?

– A su señoría, la señorita Talgarth le resulta encantadora., ¿no es así, prima?

Arabella fijó sus ojos grises en el rostro demasiado apuesto de Gervaise, y dijo:

– Me atrevería a afirmarlo, monsieur, pero a mí también Suzanne me resulta muy divertida. Anima cualquier conversación, alegra cualquier reunión.

Cuando lady Talgarth y su hija se marcharon, entre chales y sombreros, Arabella se apresuró a excusarse, sin mirar al conde a los ojos, y subió corriendo las escaleras. Cerró con llave la puerta de la habitación del conde, exhaló un suspiro de alivio y luego tuvo que contener una exclamación al ver que la puerta del cuarto de vestir adyacente se abría con lentitud. Se quedó, paralizada, en medio de la habitación, al ver que el conde avanzaba hacia ella.

Justin vio que la mirada de Arabella volaba hacia la pequeña mesa de noche, adivinó que la pistola debía de estar en el cajón, y se detuvo. La observó con atención, viendo que tenía las manos cerradas en puños, el rostro pálido a la luz de la vela. Irrumpió en su mente una imagen de Arabella danzando hacia él en camisón, sonriendo confiada. La noche de bodas parecía haber sucedido hacía una eternidad.

Le dijo con voz tranquila:

– Arabella, esta noche no necesitarás la pistola. Sólo vengo a darte las buenas noches. Has sido una anfitriona excelente, y estoy contento. Creo que la velada ha sido un éxito.

– Gracias, estoy de acuerdo contigo -dijo, y nada más.

Permaneció inmóvil hasta que Justin hubo salido de la habitación, entró en el cuarto de vestir y cerró la puerta tras él.


La lluvia castigaba las ventanas, y caía en gruesas cortinas sobre las hileras de rosales, aplastándolas contra la pared exterior de la biblioteca. Arabella suspiró, frustrada por la inactividad forzosa, y registró los estantes de madera oscura en busca de un libro adecuado para pasar las horas de la tarde. Qué extraño que ella, la hija preferida del conde de Strafford, tuviese que merodear furtiva por la abadía, evitando a los demás ocupantes. Hasta el doctor Branyon, al que esperaban más tarde a tomar el té de la tarde, había pasado a las filas de los que la hacían sentirse una intrusa culpable en su propia casa, con sus miradas penetrantes.

– Oh, maldición, qué absurdo es esto.

Se apoderó del primer libro cuya cubierta colorida le atrajo la vista. Cuando llegó a la habitación, vio que había elegido un libro de obras del escrit6r francés Mirabeau. Como su francés era tan deplorable como sus intentos de tocar el piano, descifrar las líneas palabra por palabra era casi tan agradable como tener una espina en el dedo. Después de un rato de estar sentada en un rincón oscuro, levantó la vista y se frotó los ojos. Una vez más, la invadía el deseo de estar sola, de eludir a todos. ¿Acaso no había elegido el rincón más oscuro del cuarto para pasar la tarde?

Para el momento en que se obligó a traducir las líneas, supuestamente sabias, del primer acto, el libro estaba abierto sobre su regazo y su cabeza cayó sobre el brazo.

Arabella no supo bien qué la despertó, quizá el temo de que el conde entrase en la habitación para encontrarla, pero en un instante estuvo alerta, los músculos tensos para la acción.

Miró hacia la parte más iluminada del cuarto y, con cierta confusión, vio la figura encorvada de Josette, la doncella de Elsbeth. La anciana se acercó al panel de La danza de la muerte, echó un rápido vistazo alrededor, y empezó a pasar las manos nudosas por las figuras en relieve de la superficie.

Arabella se levantó de la silla y salió del rincón oscuro, con una pregunta pugnando por salirle de los labios:

– Josette, ¿qué está haciendo aquí?

La vieja se apartó de un salto, con los brazos caídos a los lados. Miró, consternada, a la joven condesa, con la garganta tan reseca de miedo que sólo salieron de su boca palabras incoherentes.

– Vamos, Josette, ¿qué tiene de interesante el panel de La Danza de la Muerte? Si querías verlo, no tenias más que pedírmelo. No es excusa para que entres furtivamente aquí.

La miró, ceñuda, alertada por la expresión confundida del rostro de la anciana.

– Perdóneme, milady -logró decir al fin la anciana, en un susurro estrangulado-, es que… es que yo…

– ¿Tú qué? -insistió Arabella, con la cabeza ladeada.

Por Dios, daba la impresión de que la anciana esperaba que el esqueleto de lúgubre risa estirase la mano y la aferrara del cuello. Esto era muy extraño.

La mujer se retorció las manos, y las apretó contra el pecho escuálido.

– Oh, milady, no tuve alternativa. Me obligaron a hacerlo, me obligaron.

Se interrumpió de golpe, con los ojos en blanco. Y antes de que Arabella pudiese seguir interrogándola, salió corriendo de la habitación con paso frenético.

Arabella no intentó detenerla. Se quedó mirando la puerta cerrada, pensando qué habría querido decir la anciana. Tras unos momentos, se acercó a La Danza de la Muerte y pasó un buen rato contemplando el extravagante cuadro de figuras grotescas. El esqueleto profería sus órdenes silenciosas a los demoníacos huéspedes. El cuadro estaba igual que siempre. Permaneció delante de él un momento más, y luego se alzó de hombros y regresó a la esquina oscura.

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