9

Elsbeth no creía que lady Ann ya hubiese perdido interés por ella. Y tampoco que hubiese sufrido un accidente. En realidad, no pensaba en su madrastra. Más bien, tenía la mirada perdida, su pequeña mano suspendida sobre el bordado, una colorida creación, olvidada por el momento. Era un motivo de campanillas azules alrededor de un estanque, o algún otro tipo de ojo de agua.

Estaba pensando en todas las diversiones que la esperaban en Londres: bailes, fiestas, y hasta juegos en Drury Lane. Tendría tanto que hacer, tanto que ver… Toda la vida había oído hablar del Pantheon Bazaar, donde se podían encontrar todos los colores de cintas, en sentido literal, y miríadas de otras chucherías. Y allí estaría Almack, ese salón íntimo, casi sagrado, donde las muchachas pasaban horas bailando con jóvenes encantadores, arrebatadores. Con sus diez mil libras, tendría asegurada una base firme en la sociedad londinense y, con la compañía de lady Ann, viuda de un par y héroe militar, estaba segura de que no se le cerraría ninguna puerta. Estaba tan entusiasmada ante la perspectiva, que su timidez natural y su vacilación de mezclarse con la sociedad galante disminuyeron en grado considerable.

De repente, pensó en Josette y frunció el entrecejo. Cuánto deseaba que la vieja criada cesara de murmurar, sombría, contra todo Deverili visible o invisible. A fin de cuentas, ¿acaso su padre no había demostrado que la amaba? ¡Con la suma que le legó! Elsbeth suspiró: lo que pasaba era que Josette estaba envejeciendo. Empezaba a nublársele el entendimiento. Esa misma mañana, por ejemplo, la había llamado Magdalaine.

Le había dicho con toda claridad:

– Acércate más a la ventana, Magdalaine. ¿Cómo quieres que arregle este frunce si te mueves tanto?

Elsbeth prefirió no recordarle a la anciana y fiel criada que ella no era Magdalaine, su madre, y se acercó a la ventana.

Fue entonces cuando vio al conde y a Arabella.

– Oh, mira, Josette -dijo, señalando al tiempo que se acercaba-, por allí vienen Arabella y el conde. Mira lo veloces que corren esos potros. -Era verdad, los dos enormes caballos galopaban como un rayo por el sendero que cruzaba el prado-. ¡Están corriendo una carrera! Ya está: ha ganado Arabella. Oh, caramba, mira cómo corcovea el caballo de mi hermana. Oh, qué emocionante.

Elsbeth se estremeció. Para ella, los caballos eran impredecibles: eran unas bestias malévolas, nerviosas, y no se podía confiar en ellas. Los odiaba, aunque jamás lo admitiría ante Arabella.

Elsbeth oyó el grito de victoria de su hermana y vio cómo se apeaba sin ayuda. Ah, cuánta gracia expresaba, con las faldas revoloteando alrededor. Josette se acercó más, entrecerró los ojos acuosos para protegerlos del resplandor matinal, y musitó, con severa desaprobación:

– Es idéntica a su padre, impetuosa y presumida. No es una dama como tú, mi pequeña consentida. ¡Mira que saltar del caballo como si fuese un hombre! Y cómo la anima el nuevo conde… eso es lo que hace. Me revuelve el estómago, y también le disgustará a él. A los hombres no les agradan las mujeres fuertes y tan sueltas para dar su opinión. Pronto, cuando estén casados, le dará órdenes. Y ella le obedecerá, porque no tendrá alternativa. Magdalaine no tuvo alternativa. Yo lo sé.

Elsbeth no le prestaba atención. Pensaba, con un leve rastro de envidia, que ella era mayor que Arabella y, sin embargo, se sentía tan… sin terminar, como si Dios no se hubiese preocupado lo suficiente por ella, como si no le importara hacerla un poco más bonita, más dotada en cuanto a inteligencia que, en su opinión, era escasa. Bueno, por lo menos era más sensata que la pobre Josette.

Elsbeth volvió sus pensamientos al presente. Aún tenía las manos suspendidas sobre la labor. Llegó a la conclusión de que era absurdo sentir celos de Arabella. A fin de cuentas, la que tenía las diez mil libras libres de polvo y paja era ella, Elsbeth. No tenía que hacer nada: eran suyas, sencillamente suyas. En cambio Arabella, si no aceptaba las instrucciones del padre, no tendría nada.

Tendría que casarse con el nuevo conde. Elsbeth se estremeció. Ese hombre le resultaba casi tan aterrador como el enorme potro bayo que montaba. Era inmenso, sobrecogedor. Cuando entraba en una habitación, parecía que la colmaba. De repente, sintió un estremecimiento de miedo que hizo que le temblara la mano. Oh, caramba, eso no estaba bien, ¿verdad? Apretó la aguja con firmeza entre los dedos, y se dispuso a coser con un hilo de intenso color amarillo.

No alzó la vista hasta que lady Ann y el doctor Branyon entraron a paso tranquilo en el Salón Terciopelo, lado a lado, las cabezas juntas en tranquila conversación. Percibió en ellos algo diferente, algo que no terminaba de entender. Aunque no tenía importancia. Eran muy viejos. Quizás estuviesen hablando de remedios para dolores de articulaciones.


– Bravo, Elsbeth. Qué bien interpretas a Mozart -la elogió el doctor Branyon, aplaudiendo estrepitosamente.

El conde estaba realmente sorprendido. ¿No era insólito que una muchacha tan tímida tocara el pianoforte con semejante pasión? ¿Qué era Elsbeth? Debajo de ese exterior apacible había algo salvaje y excitante.

Elsbeth se levantó del taburete del piano y se sonrojó de placer ante los rostros sonrientes. Y todos le sonreían. La aprobaban. Era cierto que había tocado especialmente bien, dejándose llevar en varias ocasiones por ese ritmo fascinante, por esos acordes de honda resonancia. Pero, ¿en realidad lo habían disfrutado?

Eran cerca de las diez de la noche y lady Ann estaba a punto de despedirse, cuando el conde se volvió hacia Arabella y le preguntó, cortés:

– Ahora le toca a usted, señora. ¿Quiere tocar para nosotros, por favor?

Arabella rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

– Señor, si yo tocara, lo más probable es que se arrepintiese de su galantería. Suplicaría que le trajesen algodón para taparse los oídos, Desearía que yo expirase sobre las cuerdas.

– Vamos, Arabella, eso no es del todo cierto -dijo su madre, cariñosa, que hacía ingentes esfuerzos por no favorecerla.

Pensó en las horas de tortura que había pasado detrás de Arabella, ante el pianoforte, y en cuánto la amaba, aunque le hiciera rechinar los dientes. Pero lo había intentado, aunque el resultado fue lamentable.

– Oh, madre, ¿no sería hora de enfrentarse a la verdad? Pese a los heroicos esfuerzos de mi madre agregó, mirando al conde por encima del hombro-, nunca he podido ejecutar una sencilla escala sin meter los dedos en la tecla equivocada. No podría reconocer la clave de una melodía aunque mi vida dependiese de ello. Vamos, madre, admítelo, es un baldón en la historia familiar. Lo lamento en el alma, pero es así.

– Pero tú haces todo tan bien, Arabella -dijo Elsbeth, escandalizada de saber que su hermana menor no fuese perfecta en todo-. No, no puedo creer que no toques el piano maravillosamente. Estás haciendo gala de modestia. Vamos, muéstrale a su señoría el talento que tienes.

– Pequeña gansa querida -le dijo Arabella con cariño a su medio hermana-, eres tú la que tiene todo el talento de la familia Deverili. Prefiero, con mucho, escucharte a ti antes que hacerlos aullar a todos, tapándose las orejas con las manos. Y créeme, Elsbeth: el conde no tendría escrúpulos en aullar.

Elsbeth dijo, esperanzada:

– Tal vez toques el arpa.

– Ni soñando.

Lady Ann alzó las manos.

– Me doy por vencida. Todos mis esfuerzos fueron en vano. Y el buen Dios sabe que lo intenté. ¿Qué puede hacer ahora una madre?

– Puedes amarme y elogiarme en todos mis otros talentos -dijo Arabella, al tiempo que se apresuraba a levantarse y a abrazar a su madre-. Aunque todos los demás estén en desacuerdo contigo, tú me respaldarás con firmeza. ¿De acuerdo, queridísima?

– Lo haré, mi amor -dijo lady Ann-. No importa lo mucho que se queje Justin de que le hayas ganado hoy la carrera de caballos: igual le diré que eres perfecta, y se acabó. Le diré que no proteste ni lloriquee por haber perdido. Le diré que si tocaras cualquier instrumento, serías una amenaza para que la disfrute hasta que muera. ¿Te parece bien?

– Dile todo eso, mamá. Es perfecto. Eres la más perfecta de las madres.

Cuando lady Ann hubo servido el té, el doctor Branyon le preguntó al conde:

– ¿Qué opina de la primera velada que pasa en Evesham Abbey?

El conde se echó adelante en la silla y metió las manos entre las rodillas.

– Señor, me extraña que lo pregunte, porque he pasado una noche bastante poco común.

– Eso lo ha hecho adrede -dijo Arabella, agitando un dedo hacia él-. Quería atención, y la ha logrado por medio de un poco de arte dramático. Debo admitir que es bastante bueno. Mire cómo actúa, esperando que su público le preste atención completa. No tiene vergüenza.

– He aquí uno de mis numerosos talentos, señora. No, en serio, tiendo a pensar que fue todo sugestión, y mi propia imaginación. Como sea, todos ustedes están familiarizados con esa tabla poco común que está en mi habitación: La Danza de la Muerte.

– Oh, es horrible -dijo Elsbeth, haciendo tintinear la taza contra el platillo-. Recuerdo que la vi cuando era niña. Yo creía que en ese cuadro estaba el Demonio. Agitaba algo en la mano. Quizás el Demonio aún esté ahí.

– No estoy muy seguro en lo que se refiere al diablo -dijo el conde-, pero es muy raro. Antes de acostarme, yo lo observé con mucha atención, intentando captar el tema. No pude descubrir una explicación plausible, y todavía estaba reflexionando cuando me dormí. -Hizo una pausa, y miró al médico-. Ese fue mi error. Era ya muy tarde, casi de madrugada, cuando me desperté de golpe, convencido de que no estaba solo. Encendí la vela que tenía junto a la cama, y la levanté, para echar un vistazo a la habitación. No vi nada, salvo la odiosa sonrisa del esqueleto del cuadro. Empezaba a sentirme un verdadero tonto cuando oí un extraño golpeteo sordo cerca de la chimenea. Levanté la vela, pero no vi nada. Después, juro que oí un agudo gemido, como el de una criatura recién nacida. Antes de que pudiese reaccionar siquiera, se repitió, más cerca de mí, al parecer, otro grito. Ya no el de un recién nacido sino un grito de mujer… desgarrador, e increíblemente angustioso. Después, no hubo nada más. Todavía no estoy seguro de que no lo imaginé. Pero les digo que me resultó difícil volver a dormirme. Cuando lo hice, gracias a Dios, ya no hubo más sueños, visiones, ni visitas, o lo que fuese.

El conde miró alrededor, al círculo de caras alarmadas, con cierto aire de disculpa.

Lady Ann dijo, con mucha suavidad, en el tono consolador de una madre:

– No lo imaginaste, Justin. Has hecho contacto con los fantasmas de Evesham Abbey. Lo que has descrito sucede en raras ocasiones, y sólo en la recámara del conde. El llanto de la criatura. El de la madre, tan angustiado, y sin embargo no sabemos nada de ella ni del recién nacido.

– No estará intentando prepararme para otra pesadilla, ¿verdad, Ann? Por favor, lo admito: soy débil. Mi corazón estaba palpitando con fuerza. Me cubrí de sudor. Basta, por favor. Prefiero oír que fue por la calabaza hervida que hubo anoche para cenar.

– Anoche no comimos calabaza hervida. Contrólese, señor, es verdad -dijo Arabella, adelantándose en la silla-. Mi padre oyó lo mismo que usted acaba de relatar, por lo menos una docena de veces. Al parecer, hace unos doscientos años, antes de que Evesham Abbey quedara en manos de la familia Deverili, vivió aquí un lord de apellido Faber. Tenía reputación de ser un sujeto abusador y cruel. También era un tanto salvaje e inestable. La historia cuenta que una noche tormentosa llegó un criado a la cabaña de la comadrona y le ordenó que lo acompañase. Como tenía miedo, la mujer se negó, pero el hombre la obligó. Le cubrió los ojos, y la hizo hacer un viaje de varios kilómetros. Al fin, el coche se detuvo. La mujer fue obligada a subir un largo tramo de escaleras, a recorrer un largo pasillo, luego una escalera recta, y fue conducida a una recámara. -Arabella, que tampoco era mala actriz, hizo una pausa, echó una mirada a todos los rostros, y por fin continuó, en voz más baja-: Cuando el criado le quitó la venda de los ojos, vio a una dama, con un enorme vientre, acostada en un gran lecho. Un hombre corpulentos silencioso y torvo, estaba de pie junto al hogar. La dama empezó a gritar, y la comadron2 olvidó sus temores y se apresuró a auxiliarla.

"Tras una larga y difícil labor, por fin nació el niño. Para h0 de la comadrona, el hombre se precipitó hacia ella, le arrebató la criatura y la arrojó al fuego, que bramaba. La dama gritó, y cayó, desmayada, sobre las almohadas.

"El criado agarró a la comadrona, le ató otra vez la venda sobre los ojos, y la llevó de vuelta a su cabaña, a toda prisa. -Arabella casi jadeaba. Aspiró con fuerza-. Oh, Dios, se me hizo carne de gallina en los brazos, y eso que he oído esta historia al menos una docena de veces. Pero siempre me aterra, siempre.

– Por Dios -dijo el conde, sin poder hacer otra cosa que mirarla.

– Sin embargo, hay un final justo -dijo lady Ann-. Al parecer, la comadrona recordó ciertos sonidos, y hasta contó la cantidad de peldaños. Así, pudo guiar al magistrado a Evesham Abbey. Y si bien este no pudo hallar pruebas concluyentes de violencia, y lord Faber eludió el castigo de la ley, la cosa no acabó ahí. Se cuenta que, una noche, tarde, lord Faber salió precipitadamente de su cuarto, el rostro contraído de puro terror. Corrió a los establos, y saltó sobre el lomo de uno de sus potros semisalvajes. Nadie sabe con certeza que pasó después, pero a la mañana siguiente lord Faber fue descubierto bajo su caballo, muerto por aplastamiento, detrás de una loma que estaba tras las ruinas de la antigua abadía. Desde ese día, la hondonada se llama Salto de Faber. Sólo una vez reuní suficiente valor para visitar el lugar. Sé que está embrujado. Allí hay mucha locura, lo juro; una siente que le penetra.

Después de estremecerse un poco, Elsbeth dijo:

– Josette me contó la historia de lord Faber, pero no la creí. Al parecer, mi madre oyó una vez a la madre y al niño. ¿Es cierto, lady Ann?

– Sí. Tengo entendido que sucedió hace muchísimos años -respondió-. Y ahora, basta de alimentar pesadillas. ¿Alguien quiere más té?

– Una dama con nervios de hierro -dijo el doctor Branyon-. Me temo que esta noche todos ustedes oirán ruidos extraños, pero yo no. Yo dormiré profundamente, sin pensar en otra cosa que en el delicioso cordero que ha preparado esta noche la cocinera para la cena. Y ahora, debo marcharme.

Lady Ann se levantó.

– Bueno, yo, por mi parte, tengo la intención de no hacer más que dormir. -Se volvió hacia Elsbeth-: Ven, cariño, tú y yo acompañaremos al doctor Branyon a la salida, y luego yo te acompañaré a tu cuarto. Pareces bastante fatigada.

Arabella vio cómo se deseaban buenas noches y salían. De repente, se quedó sola con el nuevo conde. Pensó en irse a la cama ella también, pero supo que él creería que huía de él. Bueno, en realidad quería huir, pero no podía soportar que él sacara esa conclusión, que la creyese cobarde. Le echó una mirada y vio que se levantaba y caminaba hasta el aparador. Se estiró. Era un hombre corpulento, bien formado, esbelto, bastante apuesto como hombre. Se volvió, vio que ella lo observaba, sonrió por un instante, y luego dijo, en su tono más serio:

– ¿Un vaso de jerez, señora?

– Sí, gracias, señor. -Alzó las rodillas, y apoyó la barbilla en la mano. Así, estaba muy cómoda-. En verdad, demuestra mucha calma con respecto a esto. Si fuera yo, iría a dormir al establo.

El conde le alcanzó el vaso, y le sonrió.

– Créame que, con gusto, le pediría al doctor Branyon una poción para dormir si no creyese que eso iba a hacerme descender en su estima. Me estimaría un poco menos, ¿verdad?

– Mi padre jamás pediría un medicamento para dormir. Quizá debió haberlo hecho. Cada vez que escucho o cuento esa historia, se me eriza el cabello en la nuca. En cuanto a usted, señor, creo que eso es lo más estúpido que le he oído decir. Por supuesto que hace sólo dos días que lo conozco. Sin duda, en el futuro podré oír muchas más estupideces salir de sus labios.

De modo que lo había aceptado. Sintió una oleada de alivio, pero dijo, sin alterarse:

– ¿Me llama estúpido porque trato de lisonjearla? No lo niegue. Por otra parte, me reanima oírla hablar del futuro. Beba su jerez, señora, y deje de mirarme ceñuda. Esa expresión se debe a que la he descubierto.

– Por su continua salud, señor -dijo, apurando el resto del jerez-. Puede ser.

– ¿Cuándo me permitirá llamarla Arabella?

– Me resulta más fácil mantenerlo a la distancia de un brazo con el tratamiento de señora. A mi juicio, esa es una buena distancia para usted. Si se me ocurriese otro tratamiento que lo mantuviera más lejos de mí, tenga por cierto que lo usaría.

– Pero yo preferiría estar mucho más cerca.

– No lo creo. Se mueve usted muy rápido, señor, demasiado rápido.

Había alzado la voz. Sintió un ataque de pánico, y luego comprendió que el pánico era para personas inferiores, que no estaban seguras de sí mismas, que eran débiles e incapaces.

– A mí no me molestaría que me llamase Justin.

– Señor le va muy bien. Se está haciendo muy tarde. Buenas noches.

– Estamos otra vez como al comienzo -dijo, exhalando un suspiro creíble-. Está huyendo de mí, señora. La creeré una cobarde.

Dejó su vaso y caminó hacia ella.

Arabella no manifestó ninguna alarma.

– No creo que esté llevando a cabo una estrategia prudente. Si se acerca más, le arrojaré mi vaso.

– ¿Siempre se expresa de un modo tan físico, señora?

– Sólo cuando es necesario -repuso, con la barbilla bien en alto-. Manténgase a distancia, y seguirá intacto.

Para ella, era un desafío y, para su sorpresa, y quizá cierto grado de arrepentimiento, el conde retrocedió. Se sentó en una silla esbelta, que gimió bajo su peso.

– Así que ahora se escapará -dijo, en tono pensativo y triste-. Ahora me abandonará a mi suerte en esa habitación embrujada.

Eso fue algo que Arabella no esperaba: estaba actuando como un ser humano. Era desconcertante. Dijo con voz gruñona:

– Creo que puedo entenderlo, después de una experiencia tan aterradora. Yo siempre me he sentido incómoda en ese cuarto. A decir verdad, lo evito.

– Qué alivio oírla decir eso. ¿Su cuarto es bastante grande para los dos?

– Oh, por favor, esto ya es demasiado -dijo Arabella, y salió a escape de la habitación.

– Es sólo el comienzo, señora.

Justin sonrió, confiado. La muchacha era obstinada y cabeza dura. Además, era una excelente jinete, tenía cerebro dentro del cráneo, y a veces resultaba divertida. También sabía administrar Evesham Abbey. Tenía el talento y la experiencia necesarios, mientras que él carecía de ambos. Probablemente, muchos hombres la condenarían por eso, pero para él era un inmenso alivio. De pronto, comprendió que la aceptaba tal cual era. Se imaginó sus pechos, y curvó las manos. Empezaba a pensar que, a fin de cuentas, no había hecho tan mal negocio. Sin duda, era un tipo vulgar.

Загрузка...