35

– No le ha subido la temperatura en ningún momento -dijo el doctor Branyon con gran satisfacción. Lo que no estaba dispuesto a decirle era que estaba tan aliviado que había jurado realizar buenas acciones por el resto de su vida-. Sí, es tal como te lo dije, Ann: tiene la constitución de un caballo.

Acababa de cambiarle las vendas, y haciendo gestos de aprobación, se enderezó para lavarse las manos en la palangana que sostenía el conde.

– ¿De un caballo, dice usted, señor? ¿No me dejarías ser una yegua, siquiera? ¿Una linda yegua?

– Tú no, Bella, y da las gracias por ello. Pero no te confundas:

Fui yo el que te sacó de esa situación; no solo, por supuesto, porque de vez en cuando me ayudó Justin, retorciéndose las manos, y tu madre a veces asomaba la cabeza y me preguntaba cómo estabas.

Arabella logró reír.

– Eres demasiado escandaloso para ser mi padrastro -dijo, y tomó la mano de Justin. Tiró de él para hacerlo sentarse en la cama, junto a ella-. ¿Es cierto que has venido a yerme de vez en cuando? ¿En serio, te retorcías las manos? ¿Un poco?

– Por lo menos una vez al día durante cinco minutos -respondió él, mientras se inclinaba para besarla en la boca-. Lo mismo vale para eso de retorcerme las manos.

Arabella alzó la mano para tocarle la cara, cayó en la cuenta de que su madre y su inminente padrastro estaban de pie detrás de Justin, y dejó caer la mano otra vez sobre la manta.

– Es bueno estar viva. Muchas gracias a todos. ¿Cómo está Elsbeth?

– Está muy bien, ahora que se ha convencido de que vas a recuperarte -dijo lady Ann-. No te preocupes por ella, Arabella. Se le ha dicho todo lo que había que decirle, y nada de lo que no había que decirle.

El conde silbó:

– Eso es muy complicado, Ann. Dice mucho en favor de mi inteligencia que yo lo haya comprendido.

– Qué alivio -dijo Arabella, y un instante después estaba dormida.

– Tanto -dijo el conde-, que se ha quedado dormida delante de nosotros.


– Vamos, Justin. Estás poniéndote ridículo. Sin duda, estoy lo bastante fuerte para cruzar caminando el dormitorio.

La protesta de Arabella no tuvo el menor resultado. Justin se limitó a sonreírle y siguió caminando hasta el cómodo sillón que había colocado junto a la ventana. Gracias a Dios misericordioso, hacía una tarde soleada.

– Así, señora -dijo, depositándola con delicadeza. Le ahuecó la almohada, y le cubrió las piernas, hasta la cintura, con una manta liviana. Arabella llevaba una seductora bata de seda color rosa, que su esposo le había ayudado a ponerse. Ella no tenía idea de la apariencia que le daba. Justin aspiró una honda bocanada de aire para serenarse, y dijo-: ¿Ya te he dicho hoy que estás increíblemente hermosa?

– Sí, fue lo primero que me dijiste esta mañana cuando abrí los ojos. Pero pensé que estabas exagerando. Recuerdo que tenía el cabello caído sobre la cara.

– ¿Te he dicho que eres más preciosa para mí que mi colección de pistolas?

– Todavía no. Con todo, no quisiera que te sientas obligado. Si aún no quieres decirlo, yo lo entenderé. Quizá tengas que pensarlo, milord, porque representa un paso importante.

– Bueno, está bien -repuso Justin, acercando una silla a donde ella estaba y sentándose-. Aceptaré tu consejo de no precipitar las cosas. -Se inclinó adelante, la besó, le pasó los dedos levemente por la nariz, las mejillas, el borde del mentón-. Si, de verdad, lo mereces, te lavaré el cabello.

Vio cómo se reflejaba la excitación en los ojos grises de su esposa. Su cabello, en una gruesa trenza que caía, lacia, sobre el hombro, estaba en el límite.

– Eso me gustaría más que nada. Dime qué tengo que hacer para merecerlo.

Eso fue para él como un puntapié en la ingle.

– Ah, todavía no puedo tener esas expectativas con respecto a ti. Igual que mi colección de armas, tendrá que esperar un poco.

Ella no le entendió, y él no esperaba que lo hiciera. Le dedicó una sonrisa desvergonzada, y le palmeó la mejilla.

– Está bien, quizás esta noche. No, no discutas. Quiero que descanses aquí un buen rato, y luego cenaremos juntos. Si esta noche todavía tengo tantas ganas de besarte como ahora, dejaré que te salgas con la tuya.

Arabella le sonrió, y sin duda debía de ser la sonrisa más hermosa que Justin había recibido en su vida. Lanzó un prolongado suspiro, la besó otra, y otra vez, y se incorporó, al oír un carraspeo en la entrada.

– Ah, Paul, ¿has venido a fastidiarnos?

Arabella trató de cubrirse más con la manta, y el dolor de ese simple movimiento la obligó a hacer una mueca.

El conde levantó con delicadeza la mano de ella, y la dejó de nuevo al costado.

– Te dije que esperaba que descansaras. No es aconsejable ningún esfuerzo con el hombro. Arabella, si no me obedeces, dejaré que Paul te haga algo perverso.

– Por lo menos, por fin me has permitido usar camisón.

– Yo no estaba muy convencido -dijo el conde, besándola una vez más-, pero Paul insistió. Me dijo que no quería que yo me distrajera en ese sentido, al menos por otras dos semanas.

– ¿Eso dije yo? -preguntó el médico, acercándose a ellos-. Querida-dijo, poniéndole de inmediato la mano en la frente. Luego, se inclinó para auscultarle el corazón. Por último, le levantó la muñeca-. Ah -exclamó, al fin-. Soy tan buen médico que hasta me he asombrado a mí mismo. Hace sólo una semana, Bella, y mírate. Estás tan hermosa y suave como una flor. Hasta estás más hermosa que tu madre. Ann, ven aquí y regala a tu hija con tu presencia.

Arabella rió. Y el conde la oyó con tanta alegría que tuvo ganas de gritarlo.

El doctor Branyon le examinó rápidamente el hombro, y luego se irguió otra vez, haciendo gestos afirmativos:

– Excelente, muy bien.

Lady Ann palmeó la mano de su hija.

– Debería haber traído a Elsbeth, pero está cabalgando con lord Graybourn. Desde luego, él ya no se aloja en Talgarth Hall: eso sería presionar demasiado el buen carácter de Aurelia. No, ahora se aloja en la mejor habitación que ha podido darle la señora Current de The Traitor's Crown. Dime, querida, ¿estos dos caballeros han estado provocándote?

– Oh, no, mamá, si el doctor Branyon ni siquiera me ha palpado muy fuerte. En cuanto a mi señor, aquí presente, ha prometido lavarme el cabello esta noche.

– Es verdad -confirmó el conde-, pero sólo si me obedece. En todo.

Lady Ann parpadeó al oírlo, y luego rió con disimulo.

– Esta paz atontada entre vosotros está empezando a alarmarme. No es del todo natural. Por favor, Arabella, recupera pronto las fuerzas. Quiero que le pares los pies a Justin de nuevo. Quiero oíros gritándoos otra vez el uno al otro.

– Nunca -dijo el conde.

– Oh, no, mamá -dijo Arabella-. Es un santo, es perfecto.

Lady Ann comenzó a contar con los dedos.

– ¿Qué estás haciendo, mamá?

– Estoy calculando cuántos días faltan para que se cumpla mi deseo. Hasta podría hacer una apuesta. Pienso que en ocho días estaréis listos para una buena pelea a gritos. Estoy impaciente por que llegue. Ya es hora de que Evesham Abbey vuelva a ser un hogar.

– Ese es un modo de ver las cosas -dijo el yerno.

– ¿Ocho días, mamá? ¿Eso es todo lo que nos concedes?

– Pienso que será suficiente -dijo el conde, entrelazando los dedos con los de su esposa.

– Acabo de acordarme de algo -le dijo de pronto el doctor Branyon-. Justin, cuando Arabella se despertó, ibas a contarnos algo a Ann ya mí. ¿De qué se trataba? Sí, sé que han pasado cinco días. ¿Recuerdas si era importante? Creo que dijiste algo con respecto a que si no hubieses engañado al comte, quizá las cosas habrían sucedido de manera diferente.

El conde soltó los dedos de Arabella.

– Lo había olvidado por completo. Un momento, por favor.

Se levantó, fue hasta el pequeño escritorio que estaba en el rincón más alejado del enorme cuarto, y volvió llevando el collar de esmeraldas y diamantes. Las piedras verdes relucían a la luz del sol.

– ¿El collar? -dijo Arabella-. ¿Eso que tiene que ver con todo lo demás?

– Aquella noche, cuando nos enfrentamos a Gervaise, yo tenía las esmeraldas en la mano y lo tentaba con ellas. Luego, se las arrojé como si no significaran absolutamente nada. Bueno, la verdad es que las esmeraldas no valen nada. Son de vidrio, igual que los diamantes. Eso es lo que yo tendría que haberle dicho a él. Quizá, silo hubiese sabido, no habría elegido el rumbo que eligió.

– En realidad -dijo Arabella después de una pausa-, no creo que hubiese habido mucha diferencia. Pienso que eso lo habría enfurecido todavía más, en caso de que te creyese.

– Tienes razón -dijo el conde tras un momento, con los ojos grises brillantes-. No me habría creído ni por un segundo. Yo, en su lugar, tampoco le habría creído.

– Vidrio -dijo lady Ann, tomándole las esmeraldas de la manó y levantándolas a la luz del sol-. Vidrio. Tanta desdicha por un collar falso que casi no tiene valor. Es evidente que los familiares de Magdalaine sabían que eran falsas cuando se las dieron para que se las trajese a tu padre, Arabella. ¿Recuerdas que, supuestamente, formaban parte de su dote? Y le entregaron a la hija un collar sin valor para que se lo diese a su esposo. Es imposible que creyeran que el difunto no lo notaría. Ah, pero en Francia la violencia estaba aumentando. -Sacudió la cabeza, con la vista fija en las piedras-. Vidrio. Me hace dar vueltas la cabeza.

– Pensar que ese maldito collar ha estado tan cómodo todos estos años tras el panel de la Danza de la Muerte -comentó el médico-. Esperando que alguien lo hallase. Ojalá ese condenado objeto no hubiese existido.

De pronto, por la mejilla de Arabella rodó una lágrima.

– No, mi amor -dijo Justin, atrayéndola con ternura a sus brazos-. No llores. ¿Confiarás en mí?

La muchacha asintió, tragándose las lágrimas que, sin embargo, seguían cayendo sin cesar.

– Bien, quiero que todos escuchéis esto. Sabéis que registré la habitación de Gervaise la tarde del baile en casa de los Talgarth. Encontré una carta dirigida a él por su tío, Thomas de Trécassis, el hermano de Magdalaine. Era evidente que no tenía idea de que el collar carecía de valor. Por esa carta supe con exactitud dónde estaba la alhaja. Pero eso no es lo que en verdad importa. Lo que sí importa es otra carta, una que cayó de la sandalia de Arabella mientras yo la desvestía, después de que recibió el disparo.

– No, Justin, no.

– Por favor, confía en mí. No tienes nada que temer. Tenme confianza.

Arabella no quería, pero Justin le retenía la mano, la miraba con intención, ansiando que le creyese. Por fin, asintió.

– Paul -dijo el conde-, por favor, lea esta carta. Es de Magdalaine a su amante, Charles, el esqueleto que Arabella encontró en las ruinas de la vieja abadía.

El médico tomó el arrugado y amarillo trozo de papel y lo alisó lo mejor que pudo. Fue hasta la ventana para recibir la luz del sol. Permaneció en silencio bastante tiempo, frunciendo a veces el entrecejo, tratando de descifrar palabras que no entendía bien, hasta que por fin levantó la cabeza.

– Esto es increíble, realmente increíble. Mi querida Bella, ¿tenías miedo de contarle a alguien lo que habías descubierto?

– El era mi padre. Yo lo amaba. Se lo conté a Justin porque creí que podría morirme. Pero esto lo pinta como un cruel asesino. Por favor, prométanme que esto no saldrá de este cuarto.

– No saldrá -le aseguró Justin-. Pero ya era hora de que todos nosotros supiéramos la verdad, Arabella. Paul, ¿puedes decírnoslo?

– Sí, entiendo que ya es hora. Magdalaine volvió de Francia sólo para buscar a Elsbeth. Es probable que, después, ella y su amante hubiesen huido a las colonias. Debió de traer consigo el collar de esmeraldas.

– Tu padre debió de interceptarles. La esposa lo había traicionado, le había robado a la hija de ambos, y quería huir con su amante. Sin duda, estaría furioso. Sí, es posible que matase a ese Charles. Pero no hay deshonor en ello.

– Pero escúchame, Bella, tu padre no asesinó a Magdalaine. Ella se suicidó. Yo estaba presente. Estuve con ella en sus horas finales. No te mentiría diciéndote que tu padre la amaba y de que se sintió desolado porque ella intentaba abandonarlo, pues al final no fue así. Ella lo había traicionado. No mató a Magdalaine, aunque imagino cómo llegaste a esa conclusión leyendo esta carta. No, ella se mató, te lo juro. Debió de ocultarlas esmeraldas y escribir a su hermano informándole del escondite antes de que tu padre descubriese sus intenciones. Estaba convencida de que serían la herencia para su hijo, Gervaise. -Hizo una pausa, y luego lanzó un profundo suspiro-. No, él no la amaba, pero no la mató.

La joven dejó de llorar, pero no levantó la vista. Justin vio el relámpago de dolor en los ojos de ella, y comprendió que le dolía el hombro. No dijo nada. La dejaría que recuperara el control por sí misma.

Entonces, Arabella dijo:

– Se ha levantado de mi corazón un increíble peso de dudas e incertidumbre. Tú lo sabías desde siempre, pero jamás se me ocurrió preguntártelo.

– Bella, si me hubieses preguntado, no sé si te habría dicho la verdad. Fue hace mucho tiempo. Ella era mi paciente. Pero ahora, para aclarar este misterio, bueno, estoy seguro de que no le importaría.

Lady Ann dijo:

– Pero, ¿cómo lo supiste, tú Justin? No, no intentes negarlo. Jamás habrías corrido semejante riesgo sin haberlo sabido de antemano. Dinos, ¿cómo podías estar tan seguro de que el conde no la mató?

Justin se limitó a encogerse de hombros, y dijo con sencillez:

– Hace varias años, él me contó, sin detalles, por supuesto, que su primera esposa se había quitado la vida. No estaba seguro de que uted me creyera, y por eso le pedí al doctor Branyon que se lo dijese.

Este dijo:

– Me parece que ya es hora de que destruyas esa carta, Justin. No es necesario que nadie sepa nada. En cuanto a nuestros vecinos, ya he comenzado a difundir el rumor de que Gervaise era un joven desesperado que, de algún modo, descubrió la existencia de las esmeraldas. Por cierto, para desalentar rumores y murmuraciones, Ann y yo les hemos dicho a ciertas personas que la pistola se disparó por accidente. Por lo que se refiere a Gervaise, diremos que recibió un disparo mientras intentaba huir con el collar.

– No se me había ocurrido hacer eso -dijo el conde-. Gracias a los dos.

El doctor Branyon sonrió a Arabella.

– Y ahora, mi joven señora, necesitas descansar. No, no me discutas, porque tu marido es un aliado formidable. Además, ha dicho que te lavará el cabello siempre y cuando seas obediente. -Pasó la palma de la mano por la frente fresca de la muchacha-. Sí, no cabe duda de que no existe mejor médico en este condado.

El doctor Branyon y lady Ann salieron de la habitación del conde tomados del brazo.

– Y ahora, ¿juras que siempre confiarás en mí?

Arabella lo miró largamente. Lo acercó a él con movimientos lentos, y le murmuró al oído:

– ¿Te he hablado de la segunda carta, Justin?

Justin se quedó mirándola de hito en hito.

– Pequeña provocadora, por Dios que esa ha sido una buena treta. El corazón se me ha caído a los pies. Arabella, júrame que no hay ninguna segunda, ¿no?

– No -respondió ella, riendo.

El hombro le dolía pero, aun así, la risa la alivio.

Justin le besó la punta de la nariz.

– Mientras no estemos gritándonos, ¿te parece que podríamos compartir la risa?

– Eso me gustaría mucho -respondió ella-. Me duele el hombro cuando te acerco hacia mí. ¿No podrías acercarte por tu voluntad, ahora?

Justin la obedeció, besándola hasta que se le aceleró el aliento y los ojos se le desenfocaron. Le apoyó con suavidad la palma sobre un pecho: el corazón le latía muy rápido. Le sonrió. Entre pequeños besos, como mordiscos, le dijo:

– La vida es realmente hermosa, ¿cierto?

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