32

Arabella se miró las uñas, con una expresión de profundo aburrimiento en el semblante, hasta que Gervaise dejó de reírse.

– ¿Has terminado? Bien. No, es cierto. Esta vez no me harás daño, comte, aunque quedar atrapada en la abadía estuvo demasiado cerca de eso, para mi gusto, si bien creo que fuiste de lo más emprendedor. No permitas que mi presencia obstaculice tu búsqueda.

Gervaise hizo una pausa, y luego se encogió dé hombros con ese gesto tan galo que podía significar todo y nada, pero que siempre ofendía.

– Muy bien. Puedes ser testigo de mi derecho de heredar. -Metió los dedos en el pequeño compartimiento. De su garganta brotó un bramido de furia-. ¡No están! No, no es posible. Nadie lo sabía, excepto Magdalaine, nadie.

Tanteó, frenético, el pequeño compartimiento, pero no había nada, nada en absoluto. Gervaise se puso a jadear de rabia e incredulidad.

Arabella retrocedió, apartándose del súbito estallido.

– ¿Qué es lo que no está, monsieur? ¿Qué escondió Magdalaine en el compartimiento?

Tuvo la impresión de que Gervaise se había olvidado de su presencia, y miraba, confundido, el compartimiento vacío.

– Las esmeraldas Trécassis. Valen una fortuna. Han desaparecido.

Por un instante fugaz, Arabella evocó las líneas manchadas de la carta que Magdalaine envió a su amante, y que ella no había logrado descifrar. Sintió que, de golpe, se le formaba un nudo en el estómago. Su padre había enviado a Magdalaine a Francia en medio de una revolución peligrosa, para que le trajese las esmeraldas. A eso debió de referirse Magdalaine en la carta a su amante, cuando le decía que, gracias a la codicia de su esposo, ellos se harían ricos. Magdalaine y a su amante habían tratado de escapar del padre de Arabella. ¿Acaso Magdalaine habría huido de Evesham Abbey, quizá con Elsbeth en brazos, para encontrarse con su amante en las ruinas de la antigua abadía, y el esposo los atrapó? ¿Habría asesinado al amante de su esposa? Dominado por la furia, ¿había matado también a su mujer?

El horror de lo que había hecho su padre le provocó náuseas.

Gervaise había recuperado el control, y dijo, ya con voz más serena:

– Mi querida Arabella, me parece muy raro que estés tan enterada de mis asuntos. ¿Habrás sido tú la que encontró las esmeraldas?

Dio un paso hacia ella.

– No, monsieur, yo no encontré tus esmeraldas -dijo, tranquila, todavía pensando en su padre, y en esas muertes violentas, acaecidas hacía tanto.

– Por alguna razón, no termino de creerte.

Extendió bruscamente la mano para aferrar el brazo de la muchacha.

Arabella saltó hacia atrás y extrajo el arma de entre los pliegues de la falda. Lo miró con todo el desprecio que sentía:

– No soy tan tonta para enfrentarme a un asesino sin protegerme, monsieur.

Gervaise miró la pistola y retrocedió, extendiendo los dedos ante sí. Su cara adquirió una expresión enloquecida.

– Te aseguro que no iba a hacerte daño. ¿Qué es eso que dices de asesinato? ¿Asesinato, madame? ¿Yo, un asesino? Es absurdo. Vamos, estás embarullando todo con tu fantasía juvenil.

– Oh, no, Gervaise, sé que contribuiste a la muerte de la pobre Josette. Fue evidente. ¿Para qué andaría vagando por Evesham Abbey en mitad de la noche, sin luz con que orientarse? Fuiste descuidado al no dejar una vela cerca. ¿Por qué la mataste, Gervaise? ¿Fue porque yo la sorprendí en la habitación del conde, tanteando al azar La Danza de la Muerte? ¿Temías que ella me contara lo relativo a las esmeraldas?

El aludido no respondió, y la muchacha, con voz más fría y precisa, añadió:

– O tal vez te amenazó con descubrirte, con decirle a todos que eras un canalla, que eras el hijo de Magdalaine, monsieur. ¿Te dijo que, al haber seducido a Elsbeth, violaste las leyes de la naturaleza? Ojalá Elsbeth no descubra jamás que eres su medio hermano. Eso la destrozaría.

A la luz de la vela, el rostro del francés se puso blanco como la tiza, los ojos oscuros ciegos de ira. Dijo con voz áspera y chirriante:

– No, maldita seas, Elsbeth no lo sabe. Yo mismo no sabía que era hijo de Magdalaine hasta que esa condenada anciana me lo dijo. Si no fuese por tu maldita intervención y la de tu desgraciado esposo, yo ya me habría ido, madame, estaría libre, y en posesión de lo que por derecho me corresponde. No tengo la culpa de nada, de nada. Vine aquí sólo para recuperar lo que es mío. Mío, ¿lo oyes?

– ¿Lo que es tuyo, Gervaise? No cabe la menor duda de que no eres ningún comte. Ni siquiera eres un Trécassis. Eres un bastardo, nada más y nada menos. Si las esmeraldas existen, pertenecen a Elsbeth, que es la legítima heredera. Aquí no hay nada que te pertenezca a ti.

Gervaise se quedó mirándola, moviendo la boca, con un dolor y una cólera tan intensos que no hallaba palabras.

– Maldita seas, ¿dónde están mis esmeraldas?

– No tengo idea. ¿No se te ha ocurrido pensar que el esqueleto que está entre las ruinas de la antigua abadía podría ser tu padre? Lo sé, porque después de que tuviste la amabilidad de enterrarme en esa cámara, en el bolsillo de los pantalones encontré una carta que Magdalaine le dirigía. No hay duda, Gervaise. Se llamaba Charles, y era tu padre.

Arabella vio cómo aparecía todo en los ojos del francés: la comprensión, la secuencia de hechos que habían llevado a ese día. Gervaise se lanzó hacia ella.

– ¡Maldita seas, tu padre lo mató!

Estaba enloquecido, y la tomó por sorpresa. Le apretó las muñecas con tanta fuerza que le hizo daño, y la pistola se le cayó de la mano dando vueltas y golpeó contra el suelo.

Gervaise apartó a la mujer de sí, jadeando, con una respiración tan entrecortada que Arabella creyó que iba a desmayarse. Se aferró al respaldo de la silla para no caerse. Vio que el francés sacaba una pistola del cinturón, que recogía la pistola del suelo y la dejaba sobre una mesa que tenía cerca. A Gervaise le temblaban las manos. Y, sin embargo, ella no le temía, lo único que sentía era la rabia de haber sido lo bastante estúpida para que la pillase desprevenida. Si pudiese acercarse lo suficiente, lo atacaría.

– Y ahora, mi querida Arabella -dijo el joven, con su suave voz cantarina, como si nada hubiese pasado-, ahora me revelarás la verdad. Y hazlo rápido, pues tu esposo debe de estar cerca.

– No puedo ayudarte, Gervaise. No sé nada de las esmeraldas Trécassis.

Vio la súbita transformación del hombre: sus ojos oscuros se dilataron, y le dirigió una sonrisa desagradable. En ese momento, por primera vez, Arabella tuvo miedo. Con la misma voz cantarina, Gervaise le dijo:

– Mi querida condesa, eres realmente encantadora, ¿sabes? No estaría nada mal tenerte de compañera, por lo menos hasta que tu acaudalado marido me entregue una generosa compensación. Claro que preferiría las esmeraldas, pero si no me dices dónde las has escondido, no me afligiré. Te gustará Bruselas, Arabella. Yo te agradaré como amante. Gozarás de mí hasta que tu esposo pague por tu liberación. Ah, pero quizá después no quieras regresar con él. ¿Qué opinas?

Arabella se rió de él. No supo de dónde salía esa risa maravillosa, pero se alegró de ella. Hasta para sus propios oídos sonaba sincera.

– ¿De verdad crees que podrás obligarme a acompañarte? ¿Realmente, crees que me dejaré violar por ti? ¿De veras piensas que mi esposo no te matará con sus propias manos, en caso de que no logre hacerlo yo primero? ¿Acaso albergas la loca fantasía de que podría preferirte a ti antes que a mi esposo? No, ya veo que no puedes ni soñar con semejante ventaja. Yo no sé nada de tus esmeraldas, Gervaise. Sí, ya veo que la idea de sacarme a rastras de aquí, gritando y pateando, te da escrúpulos. Está bien que así sea, porque nunca obtendrás de mí otra cosa que odio y amenaza de muerte. No lo dudes, Gervaise.

Oyó tras ella una profunda voz de hombre.

– No, yo te mataré antes de que pueda hacerlo mi esposa, miserable, patético hombrecillo. Y, como ha dicho ella, lo haré con mis propias manos.

Arabella se volvió y vio al conde de pie, muy tranquilo, en el vano de la puerta. En su mano derecha extendida sostenía un montón de relucientes piedras verdes, hileras de diamantes que emitían destellos. Enormes piedras verdes que resplandecían a la luz débil de la vela. Las esmeraldas Trécassis. Pero Justin no llevaba arma.

– Sí, monsieur, yo tengo tus malditas esmeraldas.

Al verlo, tan sereno, tan controlado como siempre, el corazón de Arabella dio un vuelco.

– Oh, Justin, estás aquí. Sabía que vendrías rápido. Siento haber perdido la pistola, lo siento muchísimo. Si no, a estas alturas ya lo habría matado. Por favor, perdóname.

– No -repuso el marido.

Le dedicó una sonrisa que no era muy tierna, pero que expresaba gran amor y una enorme ira, extraña combinación que la muchacha entendió y aceptó. En ese preciso instante, comprendió que siempre sería así entre ellos. Eran tan similares, que pelearían como demonios del infierno y, a la vez, había un lazo tan fuerte que jamás podría cortarse. No haría más que fortalecerse. Lo sabía con tanta certeza como que ambos sobrevivirían a esa noche.

Por fin, el conde le dijo a Gervaise:

– Sabíamos que volverías esta noche. No tenías otra posibilidad, pues te había ordenado que mañana te marcharas de Evesham Abbey. ¿Te irías sin haber hallado las esmeraldas? ¿O te habrías quedado merodeando por el bosque, en algún lado, esperando el momento para volver a intentarlo?

– No -dijo el comte-. Me habría apoderado de una de las mujeres y la retendría hasta que me devolvieses lo que es mío. Las esmeraldas son mías. Dámelas.

El conde no hizo más que sacudir la cabeza, aunque seguía con la mano extendida hacia Gervaise, rebosante con las esmeraldas de las que hablaban.

– Sí, ese plan habría sido mejor. Pero no sucederá. ¿Acaso me crees estúpido, Gervaise? Hace semanas que sé que no eres el comte de Trécassis. Como mi informante no estaba seguro de tu verdadera filiación, le ordené que siguiera buscando. Sí, monsieur, he investigado más acerca de ti. No quería echarte de mi casa hasta no saber qué buscabas. Me imaginé que eras un fraude, sabía que eras peligroso, lo único que no sabía era hasta qué punto representabas un peligro hasta que Arabella y yo encontramos el cadáver de Josette, hasta que comprendí que habías provocado el derrumbe de la antigua abadía, arriesgando a mi esposa. Fue entonces cuando supe que había algo en la habitación del conde. ¿Qué otra habitación había en la que no pudieses entrar impunemente? Cómo debes de haber ardido de cólera cuando yo cerré la puerta con llave. Pero ya basta. Esta misma tarde, mientras Arabella te mantenía alejado de Evesham Abbey, he registrado tu habitación, ¿sabes? Si no fuese por las instrucciones exactas que Magdalaine le escribió a Thomas de Trécassis, indicándole dónde estaban ocultas las esmeraldas, sé que jamás hubiese sabido lo que tú buscabas. Con esas instrucciones, fue bastante simple. Qué frustración debes de haber sufrido todas estas semanas. Si no fueses semejante cretino miserable, casi sentiría compasión por ti.

– ¡Maldito seas, las esmeraldas son mías!

El conde negó con la cabeza, y se volvió hacia Arabella.

– A decir verdad, hubiese preferido que te quedaras en el baile, a salvo.

Gervaise miró al conde: era tan fácil… Ahí estaba el conde, con la atención fija en su esposa. El muy estúpido no tenía pistola, y el francés le apuntó con la suya.

– Las quiero ahora, milord. Dame esas condenadas esmeraldas.

Para horror de Arabella, el conde se limitó a clavar la vista en Gervaise con expresión aburrida. ¿Aburrida?

– Como quieras, monsieur. En realidad, no tienen la menor importancia, ¿entiendes?

– No confío en ti. ¿Por qué no has traído un arma? Estás tramando algo, lo sé. ¿De qué se trata?

El conde se alzó de hombros, y después, le tiró el collar a Gervaise. No dijo nada, sólo miró cómo el francés se lo metía en el bolsillo. A continuación, apuntó el arma directamente hacia Justin.

– ¿Sabes, milord? -dijo Gervaise, en tono amable-, tendría que haberme resultado muy fácil recobrar las esmeraldas. Pero no, tenias que meterte. Tenias que decirle a todo el mundo que había tablas flojas en el piso, y, en consecuencia, cerrar la puerta con llave. Y Arabella también. Sí, ella se metió. Me obligaron a adoptar actitudes desesperadas para recuperar lo que me pertenecía por derecho, milord. Josette, la anciana criada, con todos sus discursos acerca de la conciencia y el deber, era un estorbo. La muerte de ella fue una pena. Ahora ya no importa si me crees, pero te lo diré. Sólo intentaba hablar con la vieja esa noche, pero huyó de mí… asustada, estaba tan asustada que corrió por el pasillo oscuro, se tropezó, y cayó por las escaleras. En cuanto a provocar el derrumbe en las ruinas de la vieja abadía, no tenía intenciones de hacerte daño, Arabella, sólo de librar a Evesham Abbey de la presencia molesta de su señoría. Bueno, el juego ha dado un giro complicado, milord, pero me las ingeniaré. Sé que no te enfrentarías a mí desarmado, a menos que tuvieses a un ejército de hombres esperándome fuera de esta habitación. Es verdad, ¿no?

– Quizá. No lo sabrás hasta que te vayas.

Gervaise hizo una pausa, y continuó, con voz pensativa:

– ¿Sabes, milord? Nunca me has gustado. Eres arrogante, orgulloso como el anterior conde, ese viejo inmundo. Desde luego que no me atreví a venir a reclamar mi derecho de nacimiento mientras él vivía. Thomas de Trécassis me advirtió que esperase, que tuviera paciencia.

– ¡No! ¡No, Gervaise! ¡No puede ser verdad! ¿Eres un ladrón? ¿Estás robándole a Justin?

Todos miraron, perplejos, a Elsbeth que, de pie a la entrada de la habitación, respiraba agitada porque había subido las escaleras lo más rápido que había podido.

– No, Gervaise, detente ya mismo. Me amas, ¿no es así? Al menos, como a una prima. No hagas esto. No puedo soportar que estés haciendo algo semejante.

El primero en recobrarse fue Gervaise. Clavó la vista en Elsbeth, tan despojado de emociones como si mirara a una desconocida.

– Elsbeth, no tendrías que haber venido. Estaba a punto de marcharme. No he robado absolutamente nada. Tengo lo que es mío.

– Viniste sólo para seducirme, ¿no es así? ¿Fue una especie de retorcida venganza?

– No, querida -repuso, en voz extrañamente suave-. Vine aquí a buscar las esmeraldas Trécassis. Y tú fuiste como una ciruela madura para caer en mis manos. Siempre me han gustado las vírgenes, Elsbeth, sus expectativas, sus temores, sus pequeños gemidos de dolor. Pero, incluso como virgen, no me has interesado demasiado. Perdóname, Elsbeth, pues esto no es lo que un caballero le diría a una dama, ¿cierto?

Elsbeth se irguió, y dijo, marcando mucho las palabras.

– Creo que tú no eres ningún caballero. Me sedujiste, me convenciste de que me amabas, y te importé un comino. ¿Qué querías?

El interpelado sacó el collar de esmeraldas del bolsillo.

– Esto -respondió-. Las esmeraldas son mías. Sólo vine a buscarlas. Y ahora que las tengo, te dejaré. No te deseo mal, Elsbeth, pero ahora no debes intervenir. Quédate muy quieta, mi querida niña, o le haré algo a tu hermana que no te gustará.

Arabella rió.

– Gervaise, creo que me has dicho dos veces que no me harías daño. Si hasta has hecho que me sienta como una pequeña e indefensa doncella, capaz de sofocar unas risitas con la mano.

– Cállate, maldita.

– Gervaise -dijo Elsbeth, sin moverse un milímetro-, esto es un error. ¿Me juras que te irás, simplemente? ¿Juras que no harás daño a nadie?

– No, mi queridísima prima, no puedo jurar eso. Si no fueses tan crédula, tan ingenua, te darías cuenta de que hay una gran cantidad de hombres esperando a que yo salga de Evesham Abbey. Incluso, no entiendo cómo te han dejado pasar. ¿No los has visto? Niegas con la cabeza. Bueno, quizá recibieron órdenes de quedarse escondidos hasta que apareciera yo. Seguramente, también el maldito conde les habrá ordenado que me maten. Por eso tiene esa expresión tan serena, tan arrogante. Aunque no soy un asesino por naturaleza, a diferencia de tu padre, madame -dijo, mirando fijo a Arabella-, no creo, mi señor conde, que tu lamentable muerte vaya a afligirme demasiado. Ojo por ojo, como decís los ingleses. Entonces, me llevare a tu adorable Arabella. Será mi rehén. No me llevaré a Elsbeth, pero la condesa es otra cosa. Es la hija de él, de ese asqueroso canalla. Mientras la tenga en mi poder, ninguno de los hombres que están esperándome se atreverá a tocarme. Sí, creo que eso es lo mas prudente.

El conde midió rápidamente la distancia entre él y el francés, vio que la pistola aún no estaba amartillada y, hundiendo la mano en el bolsillo de su capa, sacó la pequeña pistola de Arabella que había tomado de la mesa de noche.

– Espero que te pudras en el infierno, con el padre de ella -gritó Gervaise, al tiempo que amartillaba el arma y avanzaba mientras disparaba.

– ¡No, maldición!

Arabella se arrojó delante de su esposo.

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