33

Un rugido ensordecedor quebró el silencio del cuarto. Arabella recibió en el cuerpo el impacto de una gran fuerza que la empujaba hacia atrás. Vagamente, percibió el brazo de Justin rodeándole la cintura, sujetándola. Vio a Gervaise, que saltaba desesperado, en busca de la pistola que estaba sobre la mesa, con el rostro contraído de rabia y frustración. Sintió que el brazo de Justin se sacudía, vio su propia arma en la mano de él, y oyó el tableteo del disparo. Qué extraño le pareció Gervaise, de repente. Se llevó la mano al brazo y cayó hacia delante sobre la alfombra, de rodillas. Oyó que Justin maldecía.

Oyó gritar a Elsbeth. El grito le pareció llegar de muy lejos. Sentía una rara languidez.

Como a través de una niebla que se oscurecía vio el rostro de su esposo sobre ella, y sólo dijo:

– Justin, ¿estás bien? Mi amor, ¿estás bien?

De súbito, se sintió ingrávida, y registró de forma difusa que el conde la alzaba en brazos. Creyó oír que le hablaba, pero no estaba segura. Oyó que Elsbeth sollozaba, y quiso acercarse a ella, pero no pudo. Justin la retenía. Le pareció que no tenía sustancia, que estaba muy cerca de la nada.

– Estoy bien -le oyó decir-. Cuánto lo siento, Arabella. Vine con la pistola escondida, porque sabía que tú estabas con él, y tenía miedo de que te hiriese. Maldición, mira lo que he causado con mi estupidez. Tendría que haber entrado y matado a ese canalla… sin palabras, sin decir nada.

– No -murmuró, en un hilo de voz-. No es culpa tuya.

Trató de enfocar los ojos en la cara de Justin, pero en cambio vio un movimiento por el rabillo del ojo. Un terror helado le devolvió por un instante los sentidos. Vacilante sobre sus pies, y avanzando rápidamente, Gervaise atravesaba la habitación, hacia la puerta abierta. Vio que apartaba a Elsbeth de un empujón. Vio que su hermana se tambaleaba, caía al suelo, y gritaba al golpearse la cabeza contra una pata de la mesa.

– Está escapándose.

– No te preocupes, Arabella. No llegará muy lejos. En eso, el pequeño canalla tenía razón: hay más de una docena de hombres esperando a que aparezca.

Arabella logró fijar la vista un instante en el amado rostro que se inclinaba sobre el de ella.

– Pero, Justin -dijo-, yo quería matarlo. Tendría que morir, por lo que le ha hecho a Elsbeth.

Fue demasiado. El dolor la desgarró, la aplastó, la arrastró a una oscuridad tan profunda, que supo que no podría escapar. Pero no quería morir, no quería dejar a su esposo después de que, por fin, se habían reconciliado, no quería…

Sintió la cama debajo de ella, y vio la cara de Justin sobre sí… no era más que un pálido manchón.

– Está bien, Arabella. Deja que Gervaise se vaya. No tiene importancia. Sólo tú eres importante. Sólo tú.

Arabella aceptó las palabras y guardó silencio. Sin embargo, todavía había otra cosa importante, algo que debía decirle. Se esforzó por apartar de ella la negrura que la alejaba, quizá para siempre.

– Justin, tienes que escucharme.

– No, mi amor, cállate, por favor.

Sintió que las manos de él le desgarraban el vestido, abriéndolo.

Con el último resto de fuerza que le quedaba, lo intentó de nuevo.

– No quiero morir, pero tú sabes que quizá muera. Por si acaso, tienes que saber la verdad. Por favor, Justin, escúchame. -Su voz no era más que un susurro áspero y descarnado, y Justin se inclinó muy cerca para poder oírla-. Elsbeth es la media hermana de Gervaise. Magdalaine es la madre de ambos. Encontré una carta en el esqueleto que estaba en las ruinas de la abadía. El esqueleto era e! padre de Gervaise, y Magdalaine era su amante. Oh, Dios, Justin, mi padre debió de matarlos a los dos.

La voz del hombre fue calma como la noche.

– Entiendo, Arabella. Puedes confiar en mí. Ahora, no tienes que preocuparte por nada.

Entonces, estaba bien. Arabella dejó que la oscuridad se cerrase sobre su mente y la apartara del dolor.

El conde había desgarrado el corpiño de la camisa que llevaba bajo el vestido para dejar al descubierto la herida del hombro. El proyectil había entrado por encima del pecho izquierdo. Pensó con amargura que si ella no se hubiese arrojado delante de él, esa bala se habría alojado directamente en su propio corazón. Trabajó con la eficiencia que le habían enseñado los años en el ejército, concentrando la energía sólo en detener la hemorragia. Hizo una bola con el pañuelo y, usándolo como apósito, lo apretó sobre la herida. La sangre manó por entre sus dedos. Ni siquiera levantó la vista ni aflojó la firme presión al oír los pasos presurosos de los criados que subían la escalera.

Tampoco le importó cuando un hombre de apellido Potter, al que había contratado para que vigilara a los otros diez hombres, apareció junto a él jadeando con fuerza, para decir, al fin:

– Lo hemos atrapado, milord. Lo siento, pero hemos tenido que dispararle.

Oyó el grito de Elsbeth.

– Entonces, ¿está muerto?

– Todavía no, milord, pero no tengo muchas esperanzas de que sobreviva.

Aunque Justin había ordenado a todo el personal que permaneciera en la planta baja el resto de la noche, por suerte, al oír disparos le desobedecieron. Jadeante, Giles estaba de pie en la entrada.

– ¡Oh, Dios mío, milord! ¡Oh, Jesús!, ¿qué debo hacer?

El conde se apresuró a contestarle:

– Giles, ve a caballo a Talgarth Hall y busca al doctor Branyon. Dile que la condesa ha recibido un disparo y lo necesita con urgencia. Ve, rápido. Dile también que ya ha terminado todo.

Oyó la característica respiración dificultosa de Crupper, detrás de Giles.

– Crupper, Giles va a traer al doctor Branyon. Haz que la señora Tucker haga tiras de sábanas limpias, y que traiga agua caliente. Rápido, hombre.

Crupper avanzaba y retrocedía en el mismo sitio.

– Sí, milord -logró decir, al fin-. ¡Pero, deje que mate primero a ese canalla, milord!

– Más tarde podrás ocuparte de eso, Crupper. Primero, tráeme los trapos y el agua caliente.

– Sí, milord. Lo primero es lo primero. Por supuesto, su señoría es más importante que ese pedazo de barro de un pantano extranjero.

El conde sólo atinó a sacudir la cabeza, sin dejar de apretar la herida. Oró. Levantó la vista, y vio que Elsbeth se removía sobre sus pies, con la cara blanca. Cuando la miró, descubrió el enorme parecido que tenía con Gervaise. Jamás lo sabría, porque él nunca se lo diría, y tampoco Arabella.

– Ya todo está bien, Elsbeth. Siento mucho que Gervaise te haya traicionado. Pero ya se acabó. Estás bien. Pagará por lo que ha hecho. No, no llores, Elsbeth, no llores. No quiero que esté muerto. Pero, escúchame, cariño, se merece todo lo que le pase.

Elsbeth cayó de rodillas. Empezó a llorar, y luego, moviendo la cabeza, se enjugó las lágrimas.

– No -dijo-. No, no lloraré. Tienes razón, Justin: él no lo merece. Pero no estaba llorando por él. Por favor, dime que Arabella se pondrá bien. Por favor, Justin, no dejes que muera. Si muere, será culpa mía.

– No, Elsbeth, no morirá. Y nada de esto es culpa tuya. Si alguna vez vuelves a decir una estupidez semejante, te estrangularé. Te repito que Arabella no va a morir. Es mi vida, ¿entiendes? No puedo dejarla morir, porque en ese caso yo no sería nada.

Se dio la vuelta y apretó la herida con más fuerza. Escudriñó el rostro pálido de su esposa: gracias a Dios, estaba por completo inconsciente pues, de lo contrario, hubiera debido soportar el dolor. Sabía que la bala no le había atravesado el hombro, y tendrían que abrir para sacársela.

Ojalá Gervaise estuviese muerto.

Cuando Crupper entró en la habitación, llevando una palangana con agua caliente y una pila de toallas sobre el brazo derecho, dijo:

– Me parece que no habría que permitir la entrada de nadie más, milord. Tengo entendido que pronto llegará el doctor Branyon. En cuanto a la señorita Elsbeth, le he dicho a Grace que ayude a la joven dama a ir a su dormitorio. Ah, señora Tucker, está usted a mi lado. Bueno, milord, ya no podría decirle a la señora Tucker que no entre.

– Lo sé -dijo el conde.

La señora Tucker parecía a punto de desmayarse y unirse a Elsbeth en el suelo. Le dijo con mucha suavidad:

– Por favor, señora Tucker, acompañe a la señorita Elsbeth a su habitación. Luego, Grace la atenderá. Gracias. Sé que puedo confiar en usted para mantener alejados a todos los demás.

– Pero, milord, ¿qué hacemos con el francés?

– ¿Aún vive, Crupper?

– No lo sé, milord. Iré a averiguar cuál es su estado. Ojalá no esté bien.

– Gracias, Crupper.

Apretó con más fuerza. El paño que sujetaba entre los dedos estaba empapado con la sangre de Arabella. Empezó a rezar de nuevo. Cuando se cercioró de que la hemorragia había mermado, apoyó la mano sobre el pecho de su esposa para sentir el latido del corazón. Le pareció que era rápido pero firme. Contempló el rostro pálido, las densas pestañas negras que se posaban, quietas, sobre las mejillas. Era como un dibujo de su propio rostro, salvo por el hoyuelo en la barbilla. Ella no lo tenía. Recordó que, hacía mucho, cuando la conoció, ella le dijo que no tenía ese hoyuelo. Recordó la amargura, la angustia, la pena desolada que sentía por su padre.

Pero ahora era suya. Ahora, todo estaba resuelto. No la dejaría morirse. No la dejaría.

Por fin, levantó lentamente el apósito de la herida, y exhaló un suspiro de alivio, pues la hemorragia había disminuido hasta hacerse un hilo.

No volvió a levantar la vista hasta que el doctor Branyon entró a toda prisa en la habitación.

– Por Dios, Justin, ¿qué diablos ha sucedido? Giles me dice que el comte le disparó a Bella. ¿Qué demonios…?

Con gestos suaves, el conde levantó el apósito empapado del hombro de Arabella, y miró al médico a los ojos.

El doctor Branyon se dio la vuelta y levantó la mano, para detener a lady Ann. Dijo, cortante:

– Ann, no quiero que estés aquí. Ve abajo o acompaña a Elsbeth y quédate con ella. Más tarde, sabremos con exactitud qué ha pasado. Iré a reunirme contigo tan pronto como pueda.

– ¡No, Paul, maldición, no! ¡Es mi hija!

El conde dijo, con calma:

– Por favor, Ann, si Paul dice que se vaya, por favor, hágalo. Gervaise le ha disparado en el hombro. En este momento, él mismo está próximo a morir. Por favor, haga lo que dice Paul.

– Por favor, querida. Me distraerías. Por favor, déjame atender a tu hija como debo, Ann. Envía a Giles arriba, en cuanto llegue con mis instrumentos.

El conde no añadió una sola palabra más. Vio cómo lady Ann giraba lentamente, expresando la pena y el temor en cada movimiento, y caminaba hacia la puerta.

Paul exclamó:

– Sobrevivirá, Ann, te lo aseguro.

Lady Ann asintió, y luego pensó: ",Elsbeth ya estaba aquí? Presenció algo de todo esto?". Hablaría con ella. Se alzó las faldas y corrió a toda velocidad por el pasillo.

Mientras el médico limpiaba la herida y palpaba para ver cuál era la profundidad a que se encontraba la bala, el conde le contó todo lo sucedido. Hablaba en voz baja, eligiendo las palabras, echándose la culpa de todo, a lo que Paul, sin levantar la cara para mirar al conde, le aseguró que era una estupidez.

– No, es verdad. Fui un idiota por no llevar una pistola.

– No, temías por la seguridad de Arabella. Bueno, ¿eso es todo? -preguntó Paul, mirando al conde con expresión dura.

El conde lo pensó.

– No, hay más, pero no me toca a mí decírselo. Creo que lo más justo es que Arabella le cuente el resto, pero sólo si quiere hacerlo. ¿De acuerdo?

El médico asintió. Luego se enderezó:

– Sabes que cuando llegue Giles con mis instrumentos, tengo que sacar la bala. Has tenido experiencia con hombres heridos en batalla, Justin. Debes ayudarme.

– Sí lo ayudaré. Vivirá, ¿no es cierto, Paul? Tiene que vivir, ¿sabe? Es mi otra mitad.

– Lo sé -dijo el doctor Branyon.

Contempló el rostro del conde, un rostro que había llegado a conocer en las semanas pasadas, cargadas de misterio y peligro, y que le agradaba. Y ahora, ahí yacía Bella, cerca de la muerte. Pero eso no se lo diría a él.

El conde advirtió que estaba aferrando la mano de Arabella, pero no la soltó.

Arabella gimió.

Al oírla, los dos hombres se pusieron tensos, y sus miradas se encontraron sobre la figura de la muchacha.

– No es justo, Paul -dijo el conde, con voz dura, vibrante de ira-. No lo es. Cuando le saques la bala del hombro tendrá que sufrir mucho.

Por un instante, Arabella sólo sintió un gran peso sobre el pecho. Abrió los ojos con esfuerzo, y los fijó en los rostros que veía sobre ella. Se alarmó.

– ¿Justin… Paul? ¿Estáis los dos aquí? Qué extraño. Oh, querido, no puedo soportarlo. -Lanzó una exclamación, arqueando la espalda-. Lamento ser tan cobarde.

El dolor era insoportable, profundo y desgarrador. Apretó la cabeza contra la almohada con todas sus fuerzas arqueó otra vez la espalda hacia arriba, intentando escapar inútilmente. Sintió que le tocaban la frente con un paño húmedo, unas manos fuertes le aferraban los hombros, sujetándola.

Poco a poco, empezó a recuperar el control sobre ese dolor que la quemaba, que la aturdía. Se mordió el labio inferior hasta que su mente se concentró donde ella quería.

– Mi amor, ¿puedes entenderme?

Era la voz de Justin, y parecía afligida. Arabella odiaba saber que estaba tan preocupado. Se obligó a abrir los ojos.

– Sí, milord, ¿qué puedo hacer por ti? Tú dímelo, y yo arreglaré cualquier cosa que quieras.

– ¿Hacer tú por mí? Bella, ahora tienes que ser valiente. Me entiendes? Es preciso sacarte la bala del hombro. El doctor Branyon está aquí. Ya sabes que es casi perfecto. Pronto será tu padrastro. Te quiere muchísimo. Hará un buen trabajo. Te salvará.

– Gervaise me distrajo, Justin. De lo contrario, yo lo habría matado. Estropeé las cosas, lo siento.

¿Había oído una risa? Después, ya no tuvo conciencia de Justin, sólo de la vasta extensión oscura del dolor, que la engulló.

El conde no alzó la vista de la cara de su esposa hasta que entró Giles, de puntillas, llevando el maletín de material quirúrgico. Miró el afilado bisturí y la variedad de distintos instrumentos, todos con el mismo aspecto desagradable, y dijo, con voz trémula:

– Dios, cómo quisiera ahorrarle esto.

Había visto a tantos hombres en la batalla, gritando de dolor hasta que sus voces no eran más que ruidos roncos que emergían de sus gargantas…

El tono del médico fue cortante:

– Justin, tienes que sujetarla con firmeza. Sacaré la bala lo más rápido que pueda. No puedes dejar que se mueva, pues si no, podría matarla. Mantenla muy quieta. -Al ver que el conde dudaba, dijo en tono más suave-: Tu compasión no puede ayudarla, pero tu fuerza, sí.

El conde se acomodó encima de la mujer, y le apoyó las manos sobre los hombros, renuente a imponerle su peso. Pensó que quizá había vuelto a caer en la inconsciencia, hasta que el doctor Branyon, con un movimiento veloz y seguro, hundió el escalpelo en la herida.

Arabella se retorció bajo las manos de Justin, y de su garganta se escapó un grito ahogado.

– ¡Maldición, sujétala! -gritó el médico.

De pronto, Arabella se vio girando, alejándose, yendo atrás en el tiempo, años atrás. Su padre se inclinaba sobre ella, esbozando con los labios una mueca desdeñosa, y diciéndole con tono burlón:

– Una simple caída y derramas lágrimas y gritas de dolor, como una tonta. Me decepcionas, Arabella. -Hizo que le ardieran las orejas-. No te comportarás otra vez como una niña. No lo toleraré.

Poco a poco, el rostro de su padre se convirtió en el de Justin. Él estaba ahí, y ella sabía que no la abandonaría. Se mordía con fuerza el labio inferior, saboreando sus lágrimas, tratando de tragarse los gritos. Se pasó la lengua por los labios resecos, y detectó una gota de su propia sangre. Tragó con dificultad y apretó los dientes. Le murmuró al rostro que veía encima de ella:

– No seré cobarde.

El conde la miró, impotente. Su esposa le clavaba la mirada, sin emitir un sonido.

– Gracias a Dios, la he encontrado. Sujétala fuerte, Justin. Tengo que sacar el proyectil.

Cuando el cuchillo curvo pasó debajo de la bala, Arabella sintió una explosión en la cabeza. Era un dolor que sobrepasaba cualquier cosa que pudiese entender. Desesperada, trató de apartarse de ese terrible dolor, de escapar a él de algún modo, pero no pudo moverse. Indefensa, miró el rostro borroso que se inclinaba sobre ella, ahogó un sollozo y resbaló otra vez a esa piadosa negrura.

– ¡Arabella!

– No está muerta, Justin, sólo inconsciente. Es asombroso que haya soportado el dolor tanto tiempo.

El conde apartó con esfuerzo la vista del rostro pálido de su esposa y contempló la bala ensangrentada:

– ¿No se ha astillado?

– Gracias a Dios, no. Mi pequeña Bella es muy afortunada.

El médico dejó la bala cubierta de sangre y el cuchillo sobre la mesa que había junto a la cama. Se irguió y se pasó la mano por la frente húmeda de sudor.

El conde mojó un trozo de lino y limpió con suavidad la sangre que rodeaba la herida, y luego, haciendo una mueca, limpió los arroyuelos rojos que había entre los pechos.

– Alcánzame el polvo de basilicón, Justin. Después, la vendaremos y le pondremos el brazo en cabestrillo.

El conde hizo lo que le indicaban, asombrado de que sus manos desarrollaran las tareas con tanta firmeza. Pronto, el vendaje estuvo colocado en el hombro, y el brazo, sujeto por un cabestrillo de lino blanco. El médico se enderezó y le apoyó la mano en el brazo al conde.

– Bien hecho, Justin. La hemorragia casi se ha cortado. Con suerte, lo único que debemos temer es una fiebre.

De pronto, Justin cayó en la cuenta de que Arabella aún estaba desnuda hasta la cintura, pues su vestido colgaba en hilachas alrededor.

– El camisón, Paul… Tengo que vestirla. No quiero que lady Ann la vea así.

– No, todavía no. Ayúdeme a quitarle el resto de la ropa, y luego la taparemos sólo con una manta liviana. No quiero correr el menor riesgo de que empiece otra vez la hemorragia. Por ahora, no le pondremos el camisón.

Tras desnudar a Arabella, que yacía inmóvil como una estatua, y cubrirla hasta el cuello con una manta blanca, el conde se irguió

– Me quedare con ella, Paul. Tendría que hablar con lady Ann y con Elsbeth.

– Sí. Después traeré a Ann para que la vea con sus propios ojos. Ann es fuerte. No se vendrá abajo por esto.

El conde asintió y volvió la atención a su esposa.

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