6

Las manos de Arabella formaban puños, a los costados.

Justin sólo le dijo:

– No.

La respiración de la muchacha era rápida y entrecortada, pero aflojó las manos. Luego, Justin se limitó a mantenerse al paso con ella, saliendo de la bóveda y cenando las puertas al salir. Cruzaron en silencio el cementerio, hasta que llegaron al sendero bordeado de tejos. Arabella contempló su perfil enérgico, todavía distinto a la luz moribunda. No quería hablarle, pero no fue capaz de contener las palabras:

– Usted ya conocía este arreglo, ¿no es así? Ya esta mañana lo conocía.

– Sí, desde luego que lo conocía. El conde me abordó hace ya unos años. Debo decir que estudió con sumo cuidado mi carácter y mis posibilidades. Creo que hasta interrogó a mis amantes, a mis amigos, y también a mis enemigos. No dejó piedra sin remover para escudriñarme hasta la médula.

– Y si mi padre no hubiese muerto, ¿lo habría presentado a mí como futuro esposo?

– Sí. -Se detuvo un momento y la miró-. Su padre siempre hablaba de usted en términos tan elogiosos, que yo esperaba encontrarme con un verdadero ángel de voz dulce que saliera a saludarme. Esperaba sentirme exaltado en su presencia, bañarme en la calidez de su espíritu. Esperaba que mi alma se iluminara con su luz. Me dijo que era más inteligente que la mayoría de los hombres, que podía hacer cálculos más rápido que él, que le había enseñado a jugar al ajedrez, y que en dos años lo había superado. Me dijo que era tan valerosa como yo, según había discernido. En síntesis, me dijo que encajaríamos a la perfección.

"Y sin embargo, prima, después de conocerla, entiendo lo que no había comprendido antes. Su padre quería que la conociera en el último momento, por así decir, cuando tuviésemos edad de casamos. Es un argumento muy contundente: la conocía muy bien.

– Edad de casarnos -dijo la muchacha, mirando al frente y hablando en tono reflexivo, con lentitud. Alzó la vista hacia él-. No me casaría con usted ni aunque fuese el último sapo sobre la tierra.

– Un sapo debe de ser mejor que un bastardo -repuso el joven, y suspiró.

Todo eso era absurdo, y estaba al margen de la cuestión.

En ese momento, Arabella lo miraba con creciente alarma.

– La misma expresión usó mi padre en la carta que me escribió. Pienso que es una extraña coincidencia, señor, que use usted las mismas palabras.

– No es tan extraño. Su padre y yo hablábamos con frecuencia de usted. Yo no leí la carta: su padre la escribió única y exclusivamente para usted. Sin duda, comprenderá que su padre y yo hablamos largo y tendido del tema.

– ¿Acaso quiere decir que está dispuesto a seguir las instrucciones de mi padre?

– No es usted ninguna estúpida, prima…

– No soy su maldita prima, y no quiero que me llames así.

– Entonces, ¿cómo debo llamarla?

– Yo lo llamaré señor. Usted a mí, señora.

– Muy bien, señora. Repito: no es ninguna estúpida. Debe saber que, para mí, este matrimonio es muy ventajoso. No me interprete mal: yo no carezco de fortuna. No me confunda con un cazafortunas. Le aseguro que situ padre hubiese olido algo de canallesco en mí, de un puntapié me habría enviado lo más lejos posible de usted. No, dinero tengo, pero ni de cerca lo suficiente para mantener Evesham Abbey, que es mi responsabilidad, ahora que soy conde de Strafford. Tengo el deber de no permitir que este montón de piedras termine de derrumbarse ante mis ojos. Al casarme con usted, se salvaría Evesham Abbey y a usted también, me atrevería a decir. ¿Acaso no prestó especial atención a los detalles del testamento de su padre?

– ¿Eso significa que quiere casarse conmigo por la riqueza que eso le dará?

La voz de la muchacha era neutra, inexpresiva, y Justin no percibió el matiz melancólico.

Justin encogió los hombros anchos y asintió.

– En efecto, es un motivo poderoso, que no se debe desdeñar. Pero, por supuesto, usted también saldrá ganando con esta alianza.

Vio que sus manos se transformaban otra vez en puños, y eso lo irritó. Él se mostraba sincero con ella, tal como lo había hecho el padre. Muy bien, ya no sería delicado con ella, no lo merecía.

– Si no se casa conmigo, señora, me temo que quedará sin un centavo. Como imagino que esa expresión tiene escaso o ningún significado para usted, déjeme decirle con toda franqueza que, pese a las indudables virtudes que posee como dama joven, no podría sobrevivir ni una semana en nuestro orgulloso y justo país. -Hizo una pausa y la miró con expresión fría aunque apreciativa-. No obstante, con su belleza y figura, si engorda un poco, y con cierta intervención de la buena suerte, tal vez pueda convertirse en la querida de un hombre rico.

Arabella se rió… ¡se rió de él!

– Usted y sus comentarios masculinos… Qué despreciables. Pero me imagino que no tiene otros para hacer. ¿Sabe, señor? Usted no me agradó cuando lo vi durmiendo, junto al estanque. Menos, aún, me gustó cuando aferró mi brazo en la biblioteca y me rompió la manga. En este preciso momento, creo que si tuviera un cuchillo se lo clavaría entre las costillas. Mi padre se equivocó con usted: es un bastardo, en todos los aspectos en que puede importar. Me repugna. Váyase al infierno.

En su voz calma apareció un matiz cínico.

– Me decepciona, señora. Esta mañana, empleó un lenguaje mucho más colorido. Aunque, en verdad, le disguste, aunque le repugne, aunque quiera mandarme al infierno, digo la verdad. Si no se casa conmigo, tendrá que abandonar Evesham Abbey en el plazo de dos meses. Si piensa que la dejaré quedarse como una pariente pobre, está equivocada. Yo la echaré personalmente. Hay que tener en cuenta que no me ha dado un solo motivo para que le permita quedarse en mi propiedad. Y es mi propiedad, señora. Como esta mañana, como durante la lectura del testamento de su padre. Aquí, yo soy el amo, y usted no es nada en absoluto.

De pronto, Arabella se sintió enferma. Tenía el estómago contraído, y sintió que la bilis le subía a la garganta. Su mundo ordenado y satisfactorio de privilegiada hija del conde de Strafford se había derrumbado, como las antiguas ruinas de la abadía. En un aspecto, él tenía razón: no le quedaba nada, absolutamente nada. Cayó de rodillas sobre la hierba suave que bordeaba el camino, y vomitó. Como había comido muy poco durante el día, los espasmos eran sacudidas secas, que la hacían temblar y sacudirse.

Atónito, el conde se detuvo y, al examinarse por dentro, se descubrió en gran falta. Se maldijo en un lenguaje mucho más descriptivo que el que se había filtrado en el vocabulario de Arabella. Había confundido la desdeñosa bravata de la muchacha con arrogancia orgullosa, vana. La muerte del padre, la inesperada aparición del mismo Justin, las condiciones del testamento del conde, todo eso había representado un gran golpe para ella. Y él la había tratado con rudeza, la había presionado con exagerada fuerza. Por Dios, si era joven y estaba en extremo confundida. Sin duda, se sentiría traicionada por la persona que más amaba sobre la tierra, y en quien más confiaba: su padre.

La sostuvo, sujetándole los hombros estremecidos con sus dedos largos y protectores. Apartó con delicadeza las masas de cabello que le colgaban, sueltas, sobre la cara. Ella no pareció advertirlo. Cuando dejó de hacer bascas, Justin sacó un pañuelo del bolsillo del chaleco y se lo entregó sin hablar. Arabella lo apretó en la mano y, sin levantar la vista, se limpió la boca.

– Arabella…

– Señora.

No pudo menos que sonreír.

– Está bien, señora. ¿Puede incorporase, si la ayudo? Ya casi está oscuro, y su madre debe de estar muy preocupada. Le prometí que la llevaría de regreso, indemne. Sólo está un poco lastimada.

Con qué calma habla, como si sólo nos hubiésemos detenido a contemplar los narcisos. ¿Indemne? Se sentía escaldada por dentro y por fuera. Vamos, Arabella, ponte de pie. Mira cómo ha oscurecido; él no puede ver la vergüenza grabada en tus ojos. No puede ver nada de lo que en realidad eres, nada.

Aspiró una honda bocanada de aire y apretó las rodillas con esfuerzo, para sostener su propio peso.

El conde le pasó las manos por los codos, y la sostuvo erguida, con la espalda de ella hacia él.

Arabella trató de soltarse, pero él la sujetaba con fuerza.

– No lo necesito.

El crudo dolor que vibraba en su voz cortó el aire quieto del anochecer. Arabella cerró las manos en puños y, haciendo un movimiento inesperado, giró y le golpeó el pecho con toda la furia inconsciente de un animal atrapado.

Justin dejó caer los brazos y sorbió el aliento, más por la sorpresa que por el dolor que pudo haberle causado.

– Ese ha sido un buen golpe. Gracias a Dios que no me ha dado más abajo.

Arabella se alejó de él corriendo, con gruesos mechones de cabello revoloteándole en torno a los hombros y por la espalda.

Agudos trozos de grava se le incrustaban en las suelas de las sandalias de cabrito, enviándole punzadas de dolor por las piernas. Un pánico ciego y loco le nubló la visión, y aún así-corrió como si la persiguiera la muerte misma. Apareció ante ella una loma de suave pendiente, pero su mente no transmitió a las piernas el mensaje de que ajustaran el paso a la irregularidad del suelo. Se tambaleó hacia adelante, tratando de aferrarse al aire con desesperación para recuperar el equilibrio. Por instinto, subió los brazos a la altura de la cara para amortiguar el impacto de la caída sobre el camino. Los guijarros le cortaron los brazos, le desgarraron el vestido, y se le clavaron en la carne. Lanzó un solo grito. El dolor del cuerpo le arrasó la mente, liberando las lágrimas que aún no había vertido por su padre. Por sus mejillas resbalaron lágrimas ardientes que no habían tocado su rostro desde aquella vez en que su padre, con sombría decisión, había apoyado una pistola contra la cabeza del pony de Arabella y apretó del gatillo. Quedó desnuda de años de disciplina estoica, de desprecio por tan desdeñable debilidad.

Instantes después de su caída, el conde se inclinó sobre ella. "Esto está convirtiéndose en una costumbre", pensó el joven casi sin quererlo, mientras se arrodillaba junto a ella. Tenía el vestido sucio y roto en pequeños desgarros; la sangre que manó se había extendido sobre la tela negra. Tuvo aguda conciencia de que los hondos sollozos no se debían a la caída; también adivinó que no era una muchacha de llanto fácil. No intentó hablarle ni consolarla. Lo que hizo fue suspirar, tomarla de la cintura, hacerla incorporarse, y alzarla en sus brazos.

Se puso rígida y Justin pensó, resignado, que le pegaría otra vez. La sujetó más fuerte y siguió andando a grandes pasos, sin mirarla.

A Arabella ni se le ocurrió forcejear con él. El contacto con las manos de un hombre la había llevado a su máxima tensión. Hasta entonces, el único que la había tocado era su padre. Sintió el vigor de los brazos de él y, por un instante fugaz, percibió en él una fuerza interior, una serena seguridad en sí mismo que no hacía más que destacar el lúgubre vacío que sentía dentro de ella.

El conde se detuvo un momento en el límite del prado, y contempló pensativo los montantes de las ventanas iluminados de lleno por las velas.

– ¿Hay alguna escalera para subir a su habitación por la entrada oeste?

Sintió que asentía contra su hombro.

Al mismo tiempo que el conde giraba para eludir las puertas principales, estas se abrieron de par en par y lady Ann le hizo señas. Parecía desesperada.

– ¡Justin, gracias a Dios! ¡La has encontrado! Estábamos enloquecidos de preocupación. Tráela aquí, rápido, rápido.

Justin acercó la cara a Arabella, y dijo:

– Lo siento, señora, pero creo que ya no hay remedio. Si hubiese podido, se lo habría ahorrado. Pero es su madre, y yo nunca desobedecería a una madre. Lo siento, pero aquí está.

Arabella no dijo nada, y permaneció quieta como una tabla en brazos de él, que gritó:

– Sí, Ann, la he encontrado. Aquí se la traigo.

Lady Ann no chillo ni se puso histérica. Sus ojos azules se clavaron, incrédulos, en el rostro destrozado de su hija. Vio las lágrimas que habían dejado surcos en las blancas mejillas, manchadas de tierra y de sangre.

– Dios santo -alcanzó a decir, y luego calló.

El conde sintió que Arabella se aferraba de su chaqueta como si intentara desaparecer dentro de él. Percibió la honda vergüenza de la muchacha y se apresuró a decir:

– No está herida, Ann, sólo se cortó un poco al caerse por accidente. Nada más. ¿Todavía está aquí el doctor Branyon? Me parece conveniente que la examine.

Arabella reunió los restos de su orgullo y se removió para dar la cara a su madre.

– No quiero ver al doctor Branyon, madre, estoy perfectamente. Como él ha dicho, sufrí una estúpida caída y me lastimé un poco. Señor, si es tan amable, bájeme.

– Sí, señora.

La dejó en el suelo.

La muchacha se tambaleó contra él, y si no le hubiese rodeado la cintura con los brazos, se habría caído. Tenía dignidad, pero necesitaba convocarla. Levantó la barbilla, apoyó con calma la mano sobre el brazo del joven y, con aire rígido, entró caminando junto a él en la casa.


El doctor Paul Branyon se irguió, junto a una Arabella ya limpia, y dijo, con su adorable sonrisa:

– Bueno, mi pequeña Bella, si bien estabas echa un raro lío, no te encuentro nada que el baño no haya curado. Estarás un tanto dolorida en ciertas partes durante unos días, pero nada serio. Sin embargo, insisto en que goces de un buen descanso esta noche.

Esa noche, la atrayente chispa que siempre veía en los ojos castaños del doctor Branyon no la hizo sonreír. Lo adoraba desde siempre, pues el médico formaba parte de su vida desde que había nacido. Sin embargo, la había visto fracasar, aunque no se diera cuenta. Arabella se odiaba a sí misma. Además, se sentía dolorida desde la coronilla de la cabeza todavía húmeda hasta los pies magullados. Vio cómo el médico medía con cuidado varias gotas que sacó de un pequeño frasco y vertió en un vaso con agua. Igual que su padre, Arabella odiaba la enfermedad: a través de los años, el conde la había convencido de que las personas débiles aprovechaban diversas enfermedades para llamar la atención. Sucumbir a quejas vulgares demostraba falta de carácter.

– No beberé ese láudano, porque es eso, ¿verdad, señor?

– Sí, un poco, querida mía.

– No. Déselo a la señora Tucker. Sé que lo pone en su té, porque dice que la ayuda a relajarse.

– Siempre dando órdenes -repuso el médico, sonriéndole-. Lo haces bien, pero esta vez no cuenta. No quiero que tu madre me corte en pedazos, y si no cuido bien de ti, eso es lo que hará. ¿No es cierto, Ann?

Lady Ann se adelantó, y dijo, con una firmeza que enervó a su hija:

– Quédate tranquila, Arabella. Has pasado un día agotador. Se han producido muchos cambios, y tienes mucho en qué pensar. No quisiera verte con los ojos inyectados en sangre ni que te den arranques de furia por falta de sueño. Bebe esa agua.

No podía creer que su propia madre querida le hablara con tanta firmeza y tanta calma.

– Madre, ¿eres tú, realmente, la que habla? No está bien, madre. Tú nunca levantas la voz, siempre la dejas perderse. Jamás riñes ni discutes. A esto no estoy acostumbrada, no entiendo nada.

– A su debido tiempo, quizá lo entiendas -dijo lady Ann, en tono un poco brusco, en el que también se percibía cierta diversión-. Vamos, Arabella, tú necesitas esto mucho más que los pies de la señora Tucker. Bebe tu remedio. Hazlo ya, o tendrás que vértelas con Paul y conmigo a la vez.

Arabella, todavía perpleja por la conducta desusada de su madre, trasegó el contenido del vaso sin detenerse. Con dificultad, lady Ann logró contener la risa. Entonces, ¿quería decir que había sido débil? ¿Bastaba con mostrarse firme para que Arabella le obedeciera?

– Ahora te mandaré a Gracie, mi amor. Si necesitas cualquier cosa, haz sonar la campanilla. -Se inclinó con vivacidad sobre su hija, le dio un leve beso en la mejilla y dijo con suavidad-: Perdóname por no mencionarte la existencia de Justin. Cada vez me afligía más habértelo ocultado, pero le había hecho una promesa a tu padre. Intenté hacerle cambiar de opinión, pero cuando decidía algo, nunca cambiaba de opinión con respecto a nada, tú lo sabes.

– ¿No? ¿Con respecto a nada, mamá? Papá no se sentiría constantemente seguro de sí, ¿cierto?

Al ver que su madre guardaba silencio, suspiró. Quizá sí. Siempre anheló tener la fuerza de voluntad de su padre. ¿Y a dónde la había llevado a ella esa fuerza de voluntad de su padre? Tenía dos meses para casarse con un hombre que se asemejaba a ella, que parecía su hermano, y también su padre, que era más arrogante y frío que su padre cuando estaba disgustado, y al que ella detestaba.

¿Qué hacer?

– Buenas noches, pequeña Bella.

El doctor Branyon le sonrió y le palmeó la mejilla, con mano firme y fuerte. Recordaba sus manos desde sus primeros años.

Antes de que hubiesen salido de la habitación, con las cabezas juntas, hablando en voz queda para que no los oyese, Arabella ya estaba dormida.

El doctor Branyon no pudo ocultar la risa.

– Ahora creo que ya lo he visto todo -dijo, sonriéndole a lady Ann-. ¿Tú, diciéndole a tu hija lo que tiene que hacer? Por todo lo sagrado, ¿vi a Arabella obedeciendo? Me marea. Quizá te hayas convertido en bruja. Si observo con atención, ¿descubriré que tienes por pariente a un gato negro?

La mujer guardó silencio, y el médico supo en qué estaba pensando. Conocía esa expresión, conocía todas-sus expresiones.

– Has arrebatado a tu hija su voluntad indomable. Hasta ahora, nunca había visto que te quedaras con la última palabra, y me alegro, Ann.

Lady Ann suspiró.

– Tienes razón. Fui una débil, ¿verdad?

– Bueno, no exactamente. Lo que sucede es que, en cierto modo, el conde y Arabella parecían ahogarte con su vitalidad, con su energía inacabable. Y los dos son autoritarios, eso es indiscutible. Nunca pude detectar la personalidad de lady Ann en Evesham Abbey.

– Son terriblemente parecidos. Paul, en ocasiones, me pregunto qué he hecho todos estos años, qué he pensado. -Frunció un instante el entrecejo y contempló, casi sin quererlo, la enorme sortija de la familia Deverill en su dedo medio. Por alguna razón, ya no tenía la impresión de que le pesara tanto. Inhaló una gran bocanada de aire y alzó la vista con total confianza hacia ese rostro que conocía de memoria en todas sus expresiones, desde hacía tiempo-. Muchas veces he sentido que yo soy la hija y Arabella, la madre cariñosa aunque dominante. Con frecuencia me he sentido fuera de lugar con ella, como si me viese con cierta afectuosa condescendencia. Por supuesto, ya sabes cómo se sentía el conde.

Para su propia sorpresa, descubrió que hablaba sin amargura.

El doctor Branyon combatió la conocida ira que le carcomía las entrañas desde hacía años.

– Sí, lo sé.

La mujer no vio cómo se le endurecía la mandíbula y se le ensombrecían los ojos, pero Branyon sabía que aunque lo viese, no se asombraría ni se escandalizaría.

Lady Ann se detuvo en mitad del vestíbulo de entrada y miró alrededor, su pasión. Había grandiosos biombos renacentistas, dos arcadas divididas por pilastras ahusadas, adornadas con paneles de madera de espléndida factura. Todos los arreos de guerra eran exhibidos en los muros: petos de armaduras y morriones, justillos de falso cuero, arcabuces de mecha, y muchas otras piezas de equipamiento gastadas o usadas por los enemigos en las guerras civiles. Desteñidos tapices flamencos que representaban escenas de batallas resplandecían suavemente con sus diseños delicados. Desde antiguas antorchas ascendían en espiral hilos de humo azul oscuro, hacia las vigas oscurecidas del techo.

– Es bastante extraño, ¿sabes? -dijo en voz alta-, siempre he odiado Evesham Abbey, aunque no pueda negar su increíble belleza. En este salón todavía vive la historia de Inglaterra, pero eso no despierta orgullo en mí, ni arranques de maravilla por su grandeza. Querido amigo, tú has dicho que estoy imponiéndome a la fuerza de Arabella. Te diré que si se viera obligada a abandonar Evesham Abbey, me asustaría pensar lo que podría sucederle. -Lady Ann agitó una mano ante sí-. Cada panel, cada arma, o escudo, cada rincón y hendidura de esta casa forman parte de ella. Buena parte de su voluntad indomable, como dices tú, está ligada a esta casa. Por eso, como ves, tengo que ser firme con ella, hacerle comprender que su padre no la traicionó, que lo que hizo fue para que pudiese quedarse aquí.

– Entonces, ¿crees que debe casarse con el nuevo conde de Strafford, como exigió su padre?

– Oh, sí, Paul, tiene que casarse con Justin.

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