19

Arabella se deslizó en silencio por la puerta del cuarto de vestir, con la bata anudada flojamente en la cintura, el cabello negro derramándosele por la espalda. Sin hacer ruido, corrió hasta la casia del conde.

– Justin, Justin, despiértate.

Se inclinó sobre él y lo sacudió por el hombro.

Justin abrió los ojos e hizo un esfuerzo para incorporarse.

– ¿Qué? ¿Arabella?

Se sintió, al mismo tiempo, sobresaltado y alerta. Casi no distinguía sus facciones pálidas a la luz difusa del amanecer.

Arabella exhaló una profunda bocanada de aire.

– Se trata de Josette, la doncella de Elsbeth. Está muerta, Justin. Hace un momento, la he encontrado al pie de la escalera principal. Creo que se rompió el cuello.

– ¡Buen Dios! -Apartó las mantas, sin advertir que estaba desnudo, y agregó, impaciente-: Bella, alcánzame mi bata.

Mientras le daba la bata de suntuoso brocado, no pudo evitar mirarlo. Era profundamente bello, esbelto y musculoso, grande, el pecho cubierto de vello negro, al igual que la ingle. Retrocedió, escandalizada consigo misma, y se preguntó si la habría visto mirándolo.

Al parecer, el conde no se había percatado del pánico de la mujer, pues le dijo con brusquedad, sobre el hombro:

– Bueno, no te quedes ahí, ven conmigo, Bella. Tú has acudido a mí en primer lugar, ¿no es cierto?

– Por supuesto -respondió con sencillez-. ¿A qué otro debería acudir? -Y era verdad. Dio dos pasos juntos para ponerse junto a él-. Como no podía dormir, fui a la biblioteca a buscar un poco de coñac.

– Gracias a Dios que los criados todavía no están levantados.

Arabella se quedó atrás mientras Justin se inclinaba sobre el cuerpo retorcido de la anciana para hacerle un rápido examen. Tras un momento, se levantó y asintió.

– Estabas en lo cierto: tiene el cuello roto. Además, está fría y bastante rígida. Lleva bastante tiempo muerta.

Guardó silencio, mirando hacia la escalera, y luego otra vez al cuerpo inerte. En su frente lisa aparecieron arrugas, que unieron sus oscuras cejas.

– ¿Qué estás pensando, Justin? -preguntó Arabella, siguiendo con la suya la mirada de su esposo por la escalera.

– Todavía no estoy seguro de lo que estoy pensando -dijo, marcando las palabras. De pronto, adoptó una actitud eficiente y añadió con vivacidad-: Lo primero es lo primero. Ve a buscar una manta para cubrirla, mientras yo la llevo a la sala d atrás. Enviaré a buscar al doctor Branyon.

El médico llegó una hora después, con el rostro alargado por la preocupación. Había imaginado unos cuantos accidentes terribles, pues el mozo del establo no pudo informarle nada.

Más tarde, al aceptar, agradecido, una taza de café caliente de manos de Arabella, dijo:

– Hay varios huesos rotos, pero la mujer murió al romperse el cuello cuando cayó por la escalera, tal como ustedes supusieron. Qué pena. -Suspiró-. Señor, cuesta creer que llevara en Inglaterra más de veinte años. Era la doncella de Magdalaine, ¿saben? Ha cuidado de Elsbeth toda su vida. Cuando se entere, Elsbeth se sentirá muy acongojada. -Se volvió hacia Arabella-. ¿Has despertado a tu madre? Sugiero que sea Ann la que se lo diga a tu hermana. Yo me quedare y, si es necesario, le daré un calmante. Ah, pobre Elsbeth.

Lady Ann se quedó con Elsbeth casi todo el día, y sólo salió por un breve espacio de tiempo para almorzar.

– No pensé que mi prima estaría tan angustiada por la muerte de una criada -dijo Gervaise con cierta incredulidad en la voz, al tiempo que daba un buen mordisco al jamón horneado.

– Josette fue como una segunda madre para Elsbeth -dijo lady Ann en voz queda-. Ha estado junto a Elsbeth toda su vida. Me sorprendería que no se afligiese. Pero ahora está un poco mejor, pobre chica.

Arabella miró fijamente al francés, pensando si estaría totalmente despojado de sensibilidad. Gervaise, como si percibiese la condena de todos los comensales, extendió las manos ante sí en gesto de disculpa, y dijo precipitadamente:

– Perdóneme una observación tan impertinente, lady Ann. Tal vez los ingleses tomen más a pecho estas cuestiones que nosotros, los franceses. Desde luego, tienen razón. Aplaudo los sentimientos de mi prima. Sin duda, ha sido un infortunado accidente.

El conde se levantó de repente, y arrojó su servilleta junto al plato.

– Paul, ¿me acompañarías a la biblioteca para los preparativos finales? Pronto llegará el fabricante de ataúdes.

Saludó con la cabeza a lady Ann y a Arabella, y salió sin echar una mirada más hacia el comedor.

A última hora de esa tarde, el fabricante de ataúdes se marchó llevándose el cadáver de Josette. Arabella no podía explicárselo, pero sintió la necesidad de verlo marcharse. El conde salió por la puerta del frente y, sin hablar, se paró junto a ella sobre los peldaños.

– Dios, cómo odio la muerte -dijo la mujer, con voz descarnada y ronca-. Pero, mira… -señaló el negro carruaje que transportaba el cuerpo de Josette- es como un verdadero heraldo de la muerte, con esas plumas negras en las bridas de los caballos y las cortinas negras en las ventanillas. Agregó con amargura-: Y mírame a mí, toda envuelta en las trampas de la muerte. Soy un recuerdo cotidiano del poder supremo de la muerte. No somos nada. Ninguno de nosotros lo es. Oh, Dios, ¿por qué tienen que desaparecer de nuestra vida todos aquéllos que amamos?

El conde posó la vista en el rostro pálido y apesadumbrado, y dijo con suavidad:

– Tu pregunta es la materia de los filósofos. Ellos mismos no pueden hacer otra cosa que proponer respuestas, a cual más absurda. Por desgracia, son siempre los vivos los que sufren, pues los seres amados que se van están a salvo del dolor. -Se interrumpió un momento para contemplar la perfección inmaculada de la creación de la naturaleza-. Aunque la idea de que estamos en medio de esta naturaleza duradera sólo por un momento es deprimente, es verdad. Ahora soy yo el que está diciendo tonterías. Bella, ¿por qué no regalas todos tus vestidos de luto a la parroquia? El amor hacia tu padre y los recuerdos de él están dentro de ti. ¿Por qué tienes que someterte a las ridículas restricciones de la sociedad?

Arabella contestó con lentitud:

– Mi padre siempre odió el negro, ¿sabes? -Cuando se daba la vuelta para alejarse, recordó la extraña visita de Josette a la habitación del conde, el día anterior, y retrocedió-. Justin, tal vez sea una tontería y no signifique nada, pero ayer por la tarde Josette estaba merodeando cerca de La Danza de la Muerte. Ella no me vio, porque yo estaba dormitando en ese sillón que está en un rincón del cuarto. Cuando le hablé, me pareció que se asustó mucho. No dijo nada coherente. Y cuando insistí en preguntarle qué quería, salió corriendo como si la persiguiera el diablo mismo.

– ¿Qué fue, exactamente, lo que dijo?

– Una frase vaga acerca de que se vio obligada a entrar en el cuarto. Como te dije, en realidad no tenía mucho sentido lo que decía. Su comportamiento se había vuelto muy extraño. Quizá tenía la mente tan obnubilada que creyó que Magdalaine aún vivía y estaba en el dormitorio del conde.

Se interrumpió y movió la cabeza.

– ¿Hay algo más?

– Estaba pensando por qué Josette andaría merodeando en mitad de la noche, sin una vela para alumbrarse.

Por un momento, Justin se vio trasladado a una noche sofocante, en Portugal, hacía mucho tiempo. Junto con otros soldados, estaban explorando el perímetro de una zona boscosa en las afueras de una pequeña aldea, buscando a elusivos guerrilleros. Un olor casi discernible de peligro había llegado a su nariz. Hizo que los compañeros se tirasen boca abajo sobre el suelo rocoso, en el mismo instante en que los disparos sonaron encima de sus cabezas. En ese momento, como entonces, olió el peligro y, aunque no llegaba bajo la forma de merodeadores asesinos que cortaban cuellos, no por ello dejaba de ser un peligro. Sintió que no podía comunicarle a Arabella sus vagos presentimientos, y por eso dijo, en tono ligero, volviéndose hacia ella sin pensarlo:

– Tal vez la vieja Josette había salido a encontrarse con un amante secreto. Si llevaba una vela, sin duda sería descubierta.

Arabella se apartó de él como si, de pronto, la hubiesen arrojado a otro condado. La culpa y la vergüenza asomaron a sus ojos. Y la amargura. Guardó un hosco silencio, aplastada por la convicción del esposo de que lo había traicionado.

– Arabella, espera, no quería decir… Bueno, maldición.

Enfadado consigo mismo, se interrumpió, pero ella ya no estaba.


– ¿Puedes creerlo, Bella? Nuestro vizconde sin mentón apareció en nuestra vecindad, de paso para Brighton, fíjate. Mamá lo halagó e hizo mucho alboroto con su visita. Bendigo a papá, que lo trató con gran rudeza. Claro que era la gota lo que lo volvía tan grosero, pero a mamá le causó una gran agitación. ¡Cómo lo regañó por haber echado a perder mis posibilidades de atraparlo!

Suzanne Talgarth frenó a la yegua y le palmeó el cuello.

– Papá vociferó hasta ponerse purpúreo cuando le dije que si Arabella Deverili podía atrapar a un conde, yo tendría a un duque, seguramente.

Arabella tiró de las riendas de Lucifer, y miró pensativa a su amiga.

– ¿Sabes una cosa, Suz? Te parecerá una broma, pero no creo prudente que…

– Por Dios, Bella, ¿qué es lo que te sucede? Desde que te casaste, estás cambiada. Demasiado callada. Cuando me muestro especialmente astuta, pareces mirar a través de mí. ¿De qué estás hablando? ¿Qué demonios no sería prudente?

– En realidad, no he cambiado. Es que… no, eso no es asunto tuyo. Te diré lo que no es conveniente: que eduquen a las muchachas en la idolatría a cierto hombre ridículo que será su esposo. Eso es absurdo.

– Debes tener cuidado Bella, porque tus palabras dejan traslucir decepción de mujer. En efecto, mi madre intentó educarme para creer tales tonterías, pero tú me conoces. Si un individuo es un imbécil, pues lo es. ¿Sabes, Bella?, a veces creo que tú eres la gran romántica, y no yo. Creo que esperabas encontrar el grand amour, ¿no es así? -El silencio de Arabella hizo reír a Suzanne, que azotó el lustroso cuello castaño de Bluebelle con las riendas-. Ven -dijo sobre el hombro-, ya casi estamos en Bury Saint Edmunds. Due a Lucifer que hoy tendrá que trabajar un poco. Me encanta explorar las ruinas.

Pero no exploraron nada. Suzanne se dejó caer con gracia sobre un montículo cubierto de hierba, a la sombra de un gran olmo, dio unas palmadas en el suelo junto a ella, y reanudó el hilo de sus pensamientos de hacía unos minutos.

– No, jamás creería en un grand amour. Por cierto, es una idea absurda, sobre todo después de haber observado a mamá y papá tantos años. De hecho -dijo, frunciendo un poco el entrecejo-, eso que llaman amor debería ser para las personas comunes, pues entre las parejas de nuestro medio yo no he visto nada de eso. Supongo que debe de ser grato vivirlo. ¿Crees que es posible?

– No sabía que eras tan esnob, Suz -replicó Arabella-. Pero, tal vez, las muchachas como nosotras nos casamos con quien nos dicen, y basta. Como he hecho yo, tal como mi padre me ordenó, aunque estuviese muerto.

Se alisó los pliegues del traje de montar azul, acomodándolos sobre los tobillos. Qué maravilloso era librarse de todos esos vestidos negros.

Suzanne le echó un vistazo y asintió:

– Me gusta tu vestido. Yo también odio el negro. A mi madre le dará un ataque cuando te vea, pero tú no le hagas caso. ¿Así que soy una esnob? -Negó con la cabeza-. No, Bella, no soy esnob, sólo realista. Sin duda mi duque tendrá bastante más de cuarenta años, estará engordando, y formará parte del elenco de tahúres de Canton House. Con todo, yo seré "su gracia", tendré innumerables sirvientes que satisfarán mis menores caprichos, y disfrutare de lo que se supone que debe disfrutarse. Y creo que eso serán maravillosos pastelillos de langosta, y todo el champaña que sea capaz de beber.

– ¿De verdad no crees en amar al hombre con el que te cases? -preguntó Arabella, marcando las palabras, tan desdichada que casi se ahogaba.

– ¡Qué pregunta es esa proviniendo de ti, Arabella! Ah, me olvidaba de tu apuesto marido. Es muy guapo, eso es indiscutible. Por otra parte, es encantador, y dominante, pero de un modo protector. Quizás os queréis. Eso sería grato. Y, a mi juicio eres afortunada de estar casada con un hombre así. Tiene mentón, y no sufre de gota. Y es muy inteligente. No he visto a muchos como él en Londres. Pensar que tu padre lo eligió para ti. Sí, sin duda podría haberte ido mucho peor. Y, conociéndote, si no cabalga como un campeón, lo habrías sepultado en la tierra.

– Sí, fue idea de mi padre, una orden, más bien -dijo Arabella, dejando perder la vista a lo lejos, en las ruinas-. En realidad, yo no pude elegir. No podía dejar Evesham Abbey, ¿entiendes?

– Qué raro es -dijo Suzanne, después de una pausa- que cuando éramos pequeñas, nunca te imaginé como una mujer casada. Siempre estabas muy segura de ti misma, franca y fuerte. Si no fueses tan hermosa, pasarías perfectamente por un caballero. Mi padre me decía a menudo que no te dejara meterme en líos. Decía que tendrías que haber sido un muchacho, porque tu padre sólo te impulsaba a cometer excesos. Nunca entendió por qué lady Ann no se ocupaba de ti. Sin embargo, yo solía ver un brillo de admiración en sus ojos al, mismo tiempo que refunfuñaba y te criticaba.

– Yo recuerdo que tú me metiste en líos a mí en más de una ocasión. Con respecto a que no me imaginabas casada, eso es bastante extraño. ¿Qué otra cosa podría hacer una mujer? ¿Ser como esa absurda mujer Stanhope, o como mi tía Grenhilde? No, a nosotras se nos impone el matrimonio. En cuanto a que estoy segura de mí misma y soy fuerte… -se interrumpió, eligiendo con cuidado las palabras, quizás ahora me convendría ser más flexible, más dócil.

– Ah, tu esposo dominador. Empiezo a pensar que el conde y: estáis enzarzados en un forcejeo de voluntades, Bella. Y para mí es evidente que, pese a todas tus bravatas y las explosiones de nuestra juventud, sencillamente no eres inteligente del modo en que lo somos las mujeres.

– ¿Inteligente al modo de las mujeres? Eso parece el dicho de una vieja gitana que prepara pociones de amor. ¿De qué demonios estás hablando?

La chispa risueña se apagó en los ojos de Suzanne, y el tono:también se volvió serio.

– Te lo diré, Bella. Tienes un carácter fuerte, pero no es el carácter fuerte de una mujer. No, ahora no me interrumpas, porque creo que estoy llegando al meollo del asunto. Nunca te he visto retroceder ante nada, por desagradable que fuese. Siempre eres franca, honesta y leal… y esos son rasgos propios de los hombres. Ese es exactamente el problema, ¿entiendes? Los hombres piensan que nosotras jugamos o mentimos, incluso cuando somos sinceras. Y cuando nos vemos obligadas a no ser tan sinceras, de todos modos no reconocen la diferencia. Por lo tanto, mi querida amiga, ¿para qué decepcionarlos?

– Has dicho mucho, Suzanne, y no sé si he captado todo el significado de tus palabras. Soy sincera, como la mayoría de las mujeres, y sin embargo, a los hombres les da lo mismo que lo seamos o no. ¿Es eso lo que has dicho?

– Algo muy parecido.

Arabella suspiró, arrancó una hoja de hierba y se puso a mordisquearla.

– Te propuse cabalgar para que me levantases el ánimo. Sabrás que Elsbeth se ha hundido en la melancolía desde que su doncella, Josette, se murió. Y yo esperaba ternura de ti. Esperaba una cariñosa sabiduría, y hasta unas palmadas suaves en el hombro. Pero henos aquí, y descubro que lo que en verdad quieres es analizar mi personalidad.

Suzanne también suspiró, y apretó los labios. Estiró las piernas y removió los dedos dentro de sus blandas botas de montar.

– Ya veo que toda mi sabiduría será desperdiciada. Te diré que, en mi opinión, eres una tonta romántica como la querida Elsbeth, Bella.

Arabella miró a su amiga con expresión asustada.

– Vamos, Suz, deja de retorcer los pies y explícame lo que has querido decir. ¿Elsbeth, una romántica? Bueno, esa es una idea absurda. Pese a sus veintiún años, es una niña muy inocente. No debe de tener ni idea de lo que es un romance.

– Pobre Arabella. Hasta Elsbeth intenta simular, aunque todavía no le sale muy bien. ¿No te has dado cuenta de cómo está pendiente de cada palabra que pronuncia el conde francés? Te aseguro que está muy enamorada del joven francés. ¿Es su primo?

– Claro que es su primo. La madre de ella era la tía de él. Pero en serio, Suz…

Suzanne alzó las manos.

– Oh, Bella, ¿cómo puedes ser tan ciega? Tu querida medio hermana no es una niña tan inocente. Estoy convencida de que ha puesto los ojos en su joven primo. Anoche, yo la observaba mientras jugábamos al whist, y Gervaise jugaba contigo. Bella, en esos bellos ojos había odio, y celos hacia ti, sólo porque el conde francés se comportaba como francés que es.

¿Elsbethy Gervaise? Es imposible. Pero espera, Arabella, piénsalo de nuevo. ¿Acaso no ha sucedido muchas veces que Elsbeth y Gervaise estaban ausentes al mismo tiempo, durante el día? ¿Acaso Elsbeth no parecía más confiada, más segura de sí? Y conversa con Gervaise con gran libertad.

– Oh, Dios mío.

Se puso de pie de un salto. Justin cree que el francés es mi amante. Yo no entendía, no tenía respuestas. Lo único que podía hacer era jurar mi inocencia. ¿Puede ser verdad que Elsbeth, la tímida e insegura Elsbeth, sea la amante del conde francés?

Suzanne descruzó sus bien formadas piernas y se puso de pie junto a Arabella. En los ojos de su amiga había una expresión turbia que la ponía nerviosa. La agarró por el brazo y la sacudió.

– Bella, ¿qué es lo que te ha inquietado así? Me atrevo a decir que podría estar equivocada con respecto a Gervaise y a Elsbeth. Ya me conoces: soy muy habladora, y no siempre pienso antes de hablar.

Arabella se volvió hacia su amiga:

– No -dijo con lentitud-, en realidad tienes mucha razón. He estado ciega a lo que sucede a mi alrededor. He pagado caro mi ceguera, lo mismo que Justin. Pero, ¿cómo lo sabía? ¿Por qué creyó que era yo? Estaba muy seguro de que me había visto, aunque eso es imposible, ¿verdad? -Añadió en tono apremiante, apretando la fusta en la mano-: Tengo que regresar ya mismo a Evesham Abbey, Suzanne. Tengo mucho en que pensar. Oh, Dios, hay tanto que decir, tanto que saber. Escúchame, Suz. Te ruego que reserves esto para ti. Pero te doy las gracias por decírmelo. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.

Arabella saltó sobre el lomo de Lucifer, y clavó los talones antes de que Suzanne pudiese reaccionar siquiera.

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