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Ann

Evesham Abbey, 1792


Había cuatro personas rodeando a la mujer desnuda que se retorcía, sobre sábanas empapadas de sudor. Hacía muchas horas que el médico había tirado su abrigo sobre la mesa, y a esas alturas su camisa blanca estaba suelta en el cuello y los puños. Finas líneas de fatiga le tensaban la boca, y el sudor le perlaba la lisa frente. Era un hombre joven, pero la muchacha acostada era más joven aún, de sólo dieciocho años. Y él tenía su vida en las manos.

La comadrona y el ama de llaves, con los ojos enrojecidos, vigilaban, silenciosas, al pie de la cama, con las manos colgando, inútiles, a los costados.

Hacía un calor bochornoso, tan asfixiante que la mujer, en su dolor, había apartado las mantas, sin importarle que su cuerpo henchido quedase expuesto ante estas personas. Ya no podía pensar, hasta estaba más allá de ese dolor arrasador, que amenguaba rápidamente, para explotar, luego, con más fiereza en su vientre, arrancándole desgarradores gritos roncos de la reseca garganta.

En ese momento estaba acostada, jadeando, recuperado el sentido por unos instantes, mientras ese dolor torturante se agazapaba para atacar otra vez su cuerpo. Levantó la vista hacia el médico; sus grandes ojos azules estaban empañados por el miedo y el dolor.

El médico se inclinó sobre ella para enjugarle los regueros de sudor de la frente, y le acercó un vaso a los labios.

– Beba agua, lady Ann. Eso. No, más despacio. Yo lo sostendré todo el tiempo que quiera. Beba con lentitud.

Cuando terminó de beber a su satisfacción, él le dijo:

– Lady Ann, debe intentarlo con más empeño. Debe empujar hacia abajo con todas sus fuerzas cuando yo se lo diga. ¿Me entiende?

La mujer se pasó la lengua por los labios cuarteados y gimió, exhaló un sonido de impotencia porque se sentía impotente, cautiva de su cuerpo y de esas fuerzas que nadie podía frenar. Ansiaba con desesperación librarse de ese cuerpo preñado. Buscó los firmes ojos oscuros, y deseó ser una parte de él. Ese anhelo era tan intenso que el hombre sintió esa parte de ella que era una muchacha risueña, dulce, grabada a fuego en lo más hondo de su ser. Se le quebró la voz cuando se arrodilló junto a ella y tomó entre sus manos los dedos laxos.

– Lady Ann, por favor, no puede, no debe rendirse. Por favor, ayúdese, sé que puede hacerlo. Es fuerte, quiere vivir. Lo logrará, tiene que lograrlo. Dará a luz a su hijo.

De la garganta de la muchacha escapó un horrible alarido, y en ese momento quedó perdida para él, sumergida dentro de ese cuerpo al que crueles contracciones atenazaban el vientre.

El médico se apresuró a meter la mano dentro de ella, tanteó la cabeza de la criatura, y le gritó:

– ¡Empuje! ¡Ahora, empuje hacia abajo!

Vaciló sólo un instante, y luego, apoyando los dedos sobre el vientre, empujó hacia abajo con todas sus fuerzas.

El grito de la parturienta y el llanto de la recién nacida se unieron, quemándolo a fuego en las entrañas.


El médico entró con paso blando en la biblioteca del conde, y permaneció de pie, agotado, en la habitación semipenumbrosa, con las cortinas corridas.

– Tiene una hija, milord. Lo felicito. Es la viva imagen de usted. Su esposa está muy débil, pero vivirá.

Estaba tan exhausto que no sabía cómo no se caía, mientras esperaba que el conde hablase. Indiferente, el conde se pasó los dedos por el chaleco inmaculado, miró con desagrado la camisa manchada de sangre del médico, y dijo, sin entusiasmo:

– Una niña, ¿eh, Branyon? Ah, bueno, pero para ella es la primera. Todavía tiene muchos años de juventud para darme hijos varones. Supongo que, el año que viene, tendré a mi hijo. Sí, a las señoras les encantan los recién nacidos, y ella pronto querrá otro. Esa debilidad no tiene ninguna importancia. Al terminar la semana, la olvidará, si es que la niña vive, por supuesto. Muchos no sobreviven. Elsbeth lo logró, pero tal vez esta no. ¿Quién sabe?

El médico sintió que le subía a la garganta una bilis amarga. ¿Acaso no había oído los gritos de la esposa? Esos gritos interminables. No había un criado de la casa que no tuviese el rostro despojado de color. Sin duda el conde, el esposo, la había oído. Seguramente, estaría, cuando menos, algo preocupado.

El médico jamás olvidaría ese sufrimiento. Quiso matar a ese hombre, no por haberla preñado sino por no importarle si sobrevivía o no. Para ese canalla, era lo mismo. Sí, deseaba matarlo, lo deseaba con fervor. Quizá le disparase entre los ojos. Pero no podía. Logró controlarse, y, aunque quería gritárselo, dijo, con su desapegado tono profesional:

– Me temo que eso no será posible, milord. -Hizo una pausa, al ver que el rostro del conde se ensombrecía. Ese rostro era apuesto, fuerte, inteligente, y el doctor Branyon lo odiaba tanto como al dueño de ese rostro. Ah, pero se deleitó al comunicarle la noticia a ese maldito-: ¿Sabe, milord? Lady Ann ha estado a punto perder la vida al dar a luz a su hija. Cuando he dicho que vivirá, me refería a que ha estado a punto de morir desangrada. -Se interrumpió un momento, gozando de las palabras antes de pronunciarlas y, al fin, dijo-: Ha quedado incapacitada para concebir más hijos de usted.

El conde se levantó de un salto, gritando:

– ¡Que el diablo se lo lleve, Branyon! ¡La muchacha no tiene más que dieciocho años! Su madre me aseguró que tenía caderas anchas, que sería una excelente madre. Yo mismo le medí el vientre con la mano y, aunque es pequeña, no toqué los huesos de la pelvis. Su madre ha concebido seis hijos, cuatro de ellos, varones. Maldición, la elegí por su juventud, y por las seguridades que me dio su madre. No toleraré esto. Usted debe de haberse equivocado.

¿Los padres habían permitido que ese hombre tocara a su hija? ¿Le habían dejado ponerle la mano en el vientre? Jesús, qué repugnante.

– Por desgracia, milord, la edad de la señora no tiene nada que ver, ni tampoco el ancho de las caderas. No podrá tener más hijos, varones ni mujeres.

Dios, cuánto odio a este hombre. Aunque mi profesión consiste en preservar la vida, aun así quiero matarlo. Mi pobre Ann… tú no significas nada para él, igual que pasó con Magdalaine. Y ahora tiene otra hija a la que ignora, quizás hasta para apartarla de sí Tú, por lo menos, no tendrás que soportarlo otra vez.

El conde se apartó del médico, y echó una larga y fluida sarta de maldiciones. No oyó cuando el médico salía de la biblioteca para volver a la recámara de la planta alta, para mantener la vigilia junto a la esposa de aquel hombre.

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